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Introducción al dossier sobre la cuestión mapuche
Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral, vol. 64, núm. 1, 2023
Universidad Nacional del Litoral

Dossier

Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 0327-4934
ISSN-e: 2250-6950
Periodicidad: Semestral
vol. 64, núm. 1, 2023

Recepción: 10 Octubre 2022

Aprobación: 29 Mayo 2023


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

En las últimas décadas del siglo XIX la cuestión de indios, tal como se denominaba en esos tiempos a la relación del Estado con las comunidades indígenas, pasó a tener un rol significativo en la agenda pública tanto de los gobiernos de Chile y la Argentina, planteándose como decisión final la ocupación del amplio territorio que ocupaban mapuches y tehuelches a ambos lados de la cordillera.

Según PINTO RODRÍGUEZ (1992), las razones que fundaban esta decisión en Chile eran básicamente cuatro y tenían que ver con la necesidad de ampliar la soberanía nacional, la teoría de la raza inferior (el indígena), el país ultrajado y acosado y, por último, la teoría de la raza superior (el europeo).

En el caso de nuestro país, la ocupación militar estuvo fundada en razones de tipo económico expresada en la expansión de la frontera agropecuaria, a la que se sumaron aquellas ligadas a la soberanía sobre los territorios australes en disputa con el vecino país. Pero también pesaban en esta decisión la imagen construida sobre el indio y su hábitat natural, ya que, tanto para el gobierno como para la Iglesia y buena parte de la sociedad, veían al primero como un salvaje y bárbaro producto de ese escenario de incivilización que era el desierto en el cual moraban.

La denominada conquista del desierto y la llamada ocupación y pacificación de la Araucanía terminó con la ocupación militar de los territorios bajo soberanía indígena, tanto los denominados Wallmapu en territorio trasandino, como el Puelmapu en el espacio pampeano patagónico.

Las consecuencias inmediatas para los vencidos fueron los cambios profundos a los que se vieron sometidos en términos materiales y culturales, debido a las formas de integración que llevaron adelante ambos gobiernos los que, si bien adoptaron alternativas diferentes respecto al destino final que debían tener las comunidades sometidas, el resultado para los indígenas fue similar: la pérdida de un estilo de vida.

En el caso de Chile la integración de la Araucanía se llevó a cabo a través de dos mecanismos principales: el primero fue el sometimiento de los primitivos habitantes indígenas y el segundo el intento de repoblamiento con colonos de origen extranjero.

La incorporación de los indígenas reducidos consistió en radicar a los jefes de familia y cacique locales, junto a sus hombres de lanza con sus familias. De esta manera se reconocía al lonco de cada localidad con toda la gente que estaba bajo su autoridad; es decir su propia familia, allegados vecinos y aún otras familias que le eran asignadas. Todos ellos formaban parte de la reducción.

Estas se constituyeron de acuerdo a la ley de colonización de 1866 y sus modificatorias, y ocuparon una ínfima porción de las tierras que anteriormente ocupaba el pueblo mapuche, las cuales, en muchos casos, apenas le alcanzaban para su subsistencia. En cuanto al resto de la tierra sobre las que estaban asentadas las comunidades mapuches, fueron declaradas de propiedad fiscal y rematada, entregada primero a colonos extranjeros y luego a los nacionales para su aprovechamiento productivo; aunque la especulación y la concentración de la misma fue a la postre el destino final de muchas de ellas.

La consecuencia de este accionar estatal fue absolutamente perjudicial para los antiguos pobladores de la Araucanía. Cómo sostiene José Bengoa “Se recortó su espacio de producción y reproducción y debieron cambiar costumbres, hábitos productivos, sistemas alimenticios; en fin, todo su mundo cultural se transformó en una sociedad agrícola de pequeños campesinos pobres, en que los cultivos de subsistencia y la ganadería en pequeña escala será hasta hoy la base de manutención. Una suerte de campenización forzosa fue lo ocurrido a esta sociedad” (BENGOA, 1987: 30).

El brazo ejecutor de estas políticas, a partir de lo establecido en las normas legales respectivas, fue el “Protector de Indígenas” y la Comisión Radicadora de Indígenas, que era la que otorgaba el título de propiedad y dominio a los indígenas a partir de una serie de criterios preestablecidos.

Esta radicación, se realizó de un modo sumamente arbitrario y redundó en una serie de conflictos que iban desde el caprichoso modo de agrupamiento de las distintas personas que se incluía en un mismo título de merced, hasta aquellos provocados por determinaciones que llevaban a la ruptura de la solidaridad interna.

En definitiva, el sistema de radicación a la tierra con el cual se intentó someter e integrar a los indígenas provocó, la crisis de la sociedad mapuche decimonónica. El asentamiento fue el principal factor que contribuyó a la constitución del minifundio mapuche, pues el crecimiento vegetativo de las familias allí radicadas hizo que más personas debieran compartir los mismos espacios, con lo que, la degradación de la tierra con su consecuente pérdida de calidad y de productividad, fue el resultado final.

En el caso de nuestro país, en los años que siguieron inmediatamente al despliegue final de las partidas armadas sobre los espacios ocupados por las sociedades indígenas patagónicas, las autoridades militares dieron respuestas temporarias al problema de qué hacer con los indígenas cautivos. En algunos casos, la solución adoptada consistió en la creación de verdaderos campamentos de concentración de indígenas, a los que no solo fueron destinados los miembros de las parcialidades que habían ofrecido cierta resistencia al avance de las tropas militares, sino también aquellas otras cuyos loncos optaron por no combatir y presentarse como indígenas argentinos.

Sin embargo, pronto resultó claro que esa política de reclusión de los indígenas sometidos no representaba ninguna solución y que, al contrario, obstaculizaban la integración de aquellos sujetos a la sociedad nacional. De esta forma, durante los últimos años del siglo XIX fueron elaborándose diferentes propuestas ante las nuevas características que cobraba la cuestión indígena luego de la conquista militar del espacio sureño. Claro que aquellas propuestas estuvieron lejos de ser unánimes, sino que, por el contrario, se plantearon una serie de alternativas. Tanto el Estado como los diversos sectores políticos, la prensa y la propia Iglesia católica coincidían en caracterizar a los aborígenes como seres salvajes y bárbaros, siendo por lo tanto necesaria la transformación de sus hábitos y costumbres mediante la incorporación de los propios a la sociedad blanca, porque esa era la forma de civilizarlos. Sin embargo, la controversia se planteaba en lo que cada uno de estos actores entendía por incorporación, en relación con quien debía llevarla adelante y cómo tendría que ser llevada a cabo esta tarea,

En esta discusión los interrogantes a responder eran principalmente dos: ¿quién debía civilizar a los indígenas y cuáles eran los medios adecuados para cumplir esta finalidad? La respuesta que cada uno dio refleja el conflicto en torno al predominio del papel civilizador, más que una diferencia de objetivos con respecto a los sujetos que estaban siendo sometidos o rechazados violentamente de las tierras e impedidos de mantener no solo sus condiciones de producción económica y social, sino también sus tradiciones y cultura.

Finalmente, esta disputa entre Iglesia y Estado se salda a favor del segundo que determina que el método más idóneo de incorporación era aplicar el sistema de distribución, es decir, el traslado, desmembramiento y distribución de las familias indígenas en diferentes actividades laborales lejos de su antiguo hábitat.

En la práctica, la aplicación de este sistema significó que los integrantes de las antiguas comunidades indígenas reducidas fueran trasladados desde los puntos de concentración en la frontera a los diferentes destinos que se les iba determinando, tales con cubrir plazas en el ejército y la marina para los jóvenes y adultos, las casas de familia para las mujeres y los niños, y los ingenios azucareros en Tucumán, las fincas viñateras en Mendoza o los establecimientos rurales del litoral para algunos contingentes.

No obstante, todavía a mediados de la década del ochenta y una vez finalizadas las campañas militares, se encontraban una gran cantidad de indígenas en el sur del país bajo la tutela de las autoridades nacionales, lo que significaba que lejos de desaparecer el problema del destino final de las comunidades indígenas sometidas, seguía teniendo plena vigencia.

Contrariando la posición anterior respecto al destino que debía dársele a los indígenas, ahora el gobierno nacional opta por intentar la creación de colonias agrícolas pastoriles, aunque esta iniciativa fracasa ya que la falta de acuerdo entre el gobierno y la oposición terminaron por esterilizar la propuesta oficial.

Pero a finales de la década del ochenta, el final de los racionamientos y el licenciamiento de los últimos escuadrones de indios auxiliares, significó en la práctica, además del retiro del Estado de su política de tutelaje, el desarrollo de un fuerte proceso de redistribución de la población indígena.

La desintegración y la dispersión fueron las consecuencias inmediatas para la mayoría de las comunidades indígenas que poblaban el sur del territorio nacional. Solo unos pocos aborígenes permanecieron integrados en comunidades que obtuvieron fracciones de tierras a través de leyes especiales, mientras que el resto tuvieron como destino final en algunos casos el mercado laboral tanto rural como urbano y, el resto, el asentamiento precario en lotes rurales y fiscales o de propietarios absentista.

Si bien las políticas de los gobiernos de Chile y Argentina tuvieron marcadas diferencias en cuanto al sistema empleado para integrar a las poblaciones indígenas que habitaban en el espacio patagónico, en cambio la mirada es similar cuando se abordan los argumentos de la integración socio cultural de estos pueblos sometidos.

En efecto, de un lado y otro de la cordillera la idea de ocupar las tierras más allá de la frontera se justifica por la convicción de que los indígenas constituían una horda de salvajes, con costumbres atávicas producto del medio en que vivían, incapaces de civilizarse aún por razones biológicas y sobre los cuales era lícito ejercer la fuerza.

Pero también en la medida que dentro de ese pensamiento el concepto de Estado aparece asociado al de Nación, significa que dentro de esta no se puede tener derechos políticos, es decir, ser ciudadanos reconociéndose como parte de una sociedad diferente o a partir de una representación político-jurídica institucionalizada por pertenencia étnica, ya que la concepción decimonónica del Estado burgués es fuertemente unificadora y a la vez negadora de la diversidad sociocultural interna. De esta manera, todas aquellas manifestaciones socioculturales que contradigan o no estén incluidas en este modelo -y el componente indígena no lo está-, deben desaparecer como tales a favor de esta característica principal que ofrece la Nación-Estado como modelo único de civilización y que es la homogeneidad cultural.

De esta forma, ya en víspera del centenario, si bien ya no aparece como central la mirada que califica al indígena como bárbaro y salvaje, sí se afirma aquella que considera a éste como un bandolero depredador, imagen que se exterioriza a través del rol determinante de la justicia, pero que también es exteriorizada por otros actores sociales y funcionarios estatales.

Entrado en el siglo XX, el derrotero seguido por el pueblo mapuche en su relación con el Estado muestra también diferencias y similitudes en ambos espacios territoriales.

Respecto a las comunidades indígenas asentadas en la Patagonia chilena, el devenir estuvo dado por una serie de acontecimientos que señalan avances y retrocesos, pero que marcan la visibilidad de la cuestión mapuche en la realidad política trasandina, y que tienen como hitos significativos, en primer lugar, la ley indígena de 1927 que puso fin al proceso de radicación y planteó la idea de dividir las comunidades indígenas entregando la tierra como propiedad particular. Esto determinó que en las décadas siguientes se planteara una fuerte discusión entre divisionistas y comunitarista respecto del régimen de tenencia de la tierra pertenecientes a las comunidades indígenas.

Un segundo hito importante se da en los años sesenta con la reforma agraria, lo que alienta la creación y participación de numerosas organizaciones mapuches que convergen en el año 1968 en el Congreso de Ercilla, que entre sus principales conclusiones planteó que no había un marco jurídico adecuado para resolver el conflicto por la vía legal y pacífica. Esta determinación estimula un nuevo escenario caracterizado por la ocupación de predios como una estrategia de recuperación de tierras y resolver esta antigua controversia.

Un tercer momento se da durante la dictadura del general Pinochet, cuando en 1978 se dicta una nueva ley que intenta fijar una política unitaria sobre las tierras indígenas que consiste en la división de las propiedades comunitarias con el objetivo final de generar un mercado de tierras, y poner fin al conflicto indígena.

Con la restauración democrática en 1992 se produce también una renovación en el pensamiento mapuche, y al mismo tiempo la discusión de una nueva ley indígena la que se concreta al año siguiente y que dispuso, en favor de la defensa de las tierras que pertenecían a las comunidades indígenas, que las mismas no podían ser enajenadas a personas no indígenas. Además, esta norma legal creaba la Corporación de Desarrollo Indígena.

Finalmente, en las postrimerías del siglo anterior el escenario territorial se ve sacudido por un nuevo conflicto entre los comuneros mapuches y las empresas forestales que desarrollan su actividad a partir de la implantación de grandes extensiones de pinos y eucaliptos, que esterilizan la posibilidad de aprovechamiento de las mismas por las comunidades mapuches aledañas a las mismas, las que lejos de obtener beneficios solo reciben múltiples perjuicios que se verifican en el deterioro económico, social y ecológico del territorio.

En la actualidad el gobierno del presidente Gabriel Boric ha propuesto como forma de superar este conflicto ancestral una serie de medidas enmarcadas en el plan Buen Vivir, que contempla una serie de acciones para la denominada Macrozona Sur. Dicho plan se sustenta en dos grandes ejes: el primero es el reconocimiento por parte del Estado de los derechos de los pueblos originarios a través de la restitución de tierras y la creación de un ministerio de Asuntos Indígenas, para fortalecer la institucionalidad que se ocupa de las temáticas indígenas.

El segundo eje propone destinar 400 millones de pesos (unos 44 millones de dólares) de inversión pública en la región, y la implementación a través de parlamentos territoriales de políticas de diálogos que reconozcan a las autoridades indígenas propias y den voz a los actores del territorio.

Volviendo a nuestro país digamos que, la Argentina finisecular ya muestra como un hecho consumado la invisivilización del indígena, así como su precaria situación y la marginalidad a la que está expuesto ocultado en la agenda pública por otros temas más candentes en esos tiempos, como son, las consecuencias de la inmigración y la cuestión social.

Esta realidad se mantiene sin fisura a lo largo de buena parte del siglo XX, salvo en la etapa de los gobiernos peronistas, dada la particular concepción que éstos tienen respecto a la ampliación de la ciudadanía social y política del conjunto de los habitantes de la nación argentina, y que también incluye una nueva mirada en términos de identidad nacional y cultural. En efecto, con la irrupción del peronismo en la política nacional, se modificaron las respuestas dadas desde el Estado a las demandas en torno de la situación de los indígenas. En este sentido, debemos señalar que el peronismo comportó una profunda mutación de las políticas para la población indígena, ya que, desde las acciones impulsadas -fundamentalmente desde la Secretaría de Trabajo y Previsión-, la situación de los pueblos originarios se modificó de manera concreta.

El peronismo los incorporó a la agenda estatal a través de transformaciones institucionales acompañadas de una serie de normas legales que, entre otros aspectos, establecía la prevalencia del derecho del poblador autóctono frente a eventuales disputas con pobladores blancos por el acceso a las tierras fiscales de cada territorio, lo que garantizaba el mantenimiento de la comunidad indígena. Según el discurso de los funcionarios peronistas, el objetivo principal era lograr la reparación de la situación de marginación a las que habían sido relegados los indígenas desde la finalización de las campañas militares.

Pero el peronismo en su accionar no se limita solo al plano material, sino que también pone en tensión la visión acuñada hasta entonces respeto a la identidad nacional. En efecto, ante las imágenes descalificadoras forjadas por las clases dominantes a partir de un patrón de identidad nacional y cultural asociado a la población blanca y europea, el peronismo contrapone e integra a la vez la cultura de los sectores populares -incluido la de los pueblos originarios-, intentando ampliar así el pluralismo cultural de la nación.

Sin embargo, a pesar de estos intentos, igualmente en la práctica la identidad indígena aparece, no ya descalificada como antaño, pero si nuevamente subsumida en un marco más amplio de una nueva identidad nacional y cultural y por lo tanto también ausente en el relato histórico.

Esta situación se mantiene en los años posteriores a la caída del peronismo e incluso se refuerza con la visión de que en nuestro país en realidad los indígenas no tienen existencia real, porque todos ellos fueron aniquilados, desaparecidos físicamente, en la etapa de la conquista militar. Esta apreciación se fue consolidando en el imaginario colectivo a tal punto que todavía en los años setenta, un intelectual reputado y tal vez uno de los máximos representantes de las letras argentinas, Jorge Luis Borges, afirmaba en un reportaje brindado a la revista Siete Días que en la Argentina no había una población indígena porque “aquí matamos a todos los indios[1].

Recién a partir del fin de la dictadura y en los primeros años de la restauración democrática comienzan a tener visibilidad el reconocimiento de la existencia y los derechos de los pueblos originarios del sur del territorio nacional, y por ende también sus reclamos, los que de alguna manera fueron amplificados por una significativa producción historiográfica, que a la par de cuestionar la historia oficial, reivindica la identidad y los derechos de los pueblos originarios.

Los años noventa acentúan este nuevo escenario a partir de ganar cada vez más visibilidad las reivindicaciones mapuches tehuelches, particularmente con las movilizaciones que llevan adelante organizaciones y representantes de los pueblos originarios reclamando el reconocimiento y la legitimidad de su propia identidad. Estas demandas se expresan a partir de un doble objetivo: por un lado, la de dar su propia versión de la historia a partir de su memoria, y por otro, la de reclamar justicia por las condiciones de opresión y marginalización a que fueron sometidos a lo largo del pasado.

A este reclamo de justicia se suma la de la recuperación de las tierras ancestrales, hoy en manos de terceros. Incluso el propio Estado Nacional ha revisado su postura a partir de la reforma constitucional de 1994, en la que por primera vez se reconoce la preexistencia étnica de las comunidades de los pueblos indígenas incluidos tehuelches y mapuches.

Pero a pesar de esta nueva posición del Estado, todavía en el presente los conflictos interétnicos siguen sucediéndose sin solución de continuidad porque más allá de algunos cambios parciales, la mirada que alcanza cierta centralidad tanto en Chile como en Argentina sigue pasando por la criminalización y estigmatización del pueblo mapuche a los que se los acusa de ser violentos por naturaleza, usurpadores y depredadores de tierras, y, en el caso argentino, de ser indígenas extranjeros, chilenos, contribuyendo esto a la desarticulación de los sentidos de la política que unen a la sociedad mapuche y la sociedad blanca a ambos lados de la cordillera.

Sin embargo, en el escenario presente la respuesta política que dan ambos gobiernos sigue siendo muy diferente, ya que mientras los expertos que analizan esta problemática en Chile ven en el Plan Buen Vivir y el proceso constituye una oportunidad de avanzar en la resolución de la cuestión mapuche, en cambio quienes analizan el escenario argentino visualizan un panorama más oscuro y temen que la actual crisis económica pueda agravar la situación y recrudecer la violencia en nuestro país.

A partir de estas consideraciones previas, los siguientes artículos que componen este dossier, producidos por historiadores chilenos y argentinos, tienen la intención con sus aportes, miradas y perspectivas de ayudar a repensar, a la luz del escenario actual caracterizado por una creciente violencia discursiva y en los hechos, esta particular relación entre los pueblos originarios que poblaron y pueblan la Patagonia y los Estado nacionales que ejercen la soberanía sobre esos territorios. Es decir, revisitar el pasado e intentar proyectar el futuro de estas relaciones.

Pedro Mariman Quemenado abre el diálogo analizando la guerra que los Estados de Chile y Argentina llevaron a cabo contra la población indígena patagónica en el último tercio del siglo XIX. Para ello se vale de fuentes editas e inéditas tanto oficiales como oficiosas, incorporando la mirada de los propios mapuches, deteniéndose en reflexionar sobre el fenómeno de la guerra, la violencia y en términos materiales sobre la economía ganadera. Las conclusiones a las que arriba le permite inferir que hubo una ruptura deliberada de la lógica de aquél pacto político que suscribieron tácitamente los primeros gobierno patrios, por uno de subordinación que impusieron los gobernantes en los años de la ocupación militar del territorio indígena de ambos lados de la cordillera de los Andes, que no solo se apropiaron de la tierras y el ganado, sino que además desestructuraron la propia organización social del pueblo mapuche, transformando violentamente su antiguo modo de vida.

Estos acontecimientos, según el autor, perduran en los tiempos actuales generando a partir de una relación desigual un presente de reivindicaciones, pero también de violencia.

El segundo artículo, escrito por Walter Del Río intenta primeramente poner en tensión el mito de la nación blanca europea sin la existencia de indígenas que acompañó durante más de un siglo la percepción sobre la sociedad argentina. En ese marco explora los distintos debates académicos que se han dado y se dan sobre la cuestión mapuche, particularmente el resurgir dentro de una construcción discursiva que vuelve a insistir con un estereotipo del indígena patagónico como extranjero, por naturaleza violento, y carente de legitimidad el reclamo de sus derechos fundamentalmente el que plantea el acceso a la tierra.

Para llevar adelante su análisis utiliza el concepto de genocidio, que, según el autor, resulta apto para entender la relación de Estado y los pueblos originarios en un contexto histórico y como un proceso. Esto sería clave para comprender desde las campañas militares al resto de los acontecimientos que se sucedieron como parte de un proceso de construcción estatal.

El trabajo de Carolina Carrillanca Carrillanca a diferencia de los anteriores, recorta su objeto de estudio en el análisis del devenir de las mujeres mapuches en el mercado laboral urbano en un periodo de tiempo relativamente reciente (1985-2020), en el espacio comprendido al sur del Walmapu.

A partir de entrevistas orales y desde la perspectiva de estas mujeres trabajadoras mapuches urbanas, va revisando las trayectorias de niñas y jóvenes mapuches que abandonan sus comunidades de origen en el espacio rural para integrarse a un mercado laboral urbano, y las consecuencias negativas que ello tiene en estas particulares trabajadoras.

Es decir, cómo las transformaciones de la producción y el régimen laboral modificaron drásticamente el papel social y productivo de estas mujeres, que pasaron de la complementariedad de la actividad familiar en el marco de la comunidad y el pueblo, a la subordinación individual que plantea el mercado laboral urbano. Es decir, que la migración campo-ciudad acentúa las condiciones de vulnerabilidad de las niñas y mujeres mapuches porque, la desestructuración de la familia implica la pérdida de la protección material brindada por el entorno familiar y comunitario y por lo tanto en su nuevo hábitat la sobrevivencia solo está garantizado por la percepción de un salario.

De este modo, sostiene la autora, el modelo de acumulación capitalista no solo se beneficia con el despojo territorial sino también con las condiciones de explotación que someten, en este caso a estas trabajadoras mapuches.

El dossier finalmente se completa con el trabajo de Beatriz Gentile que aborda una temática escasamente difundida y es la relación entre universidad pública e inerculturalidad, planteando a esta última como una herramienta de trabajo para poder ir erosionando las estructuras sociales y políticas que consolidan la desigualdad en la integración entre los pueblos originarios y el resto de la sociedad. Para ello, plantea avanzar en una apertura que posibilite la inclusión de referentes de la cosmovisión propia de los pueblos originarios en el ámbito universitario como docentes, extensionistas e investigadores, para concretar la propuesta de una educación superior intercultural. Según la autora, la educación intercultural también puede ser repensada como un proyecto político pedagógico que tenga como un objetivo a cumplir dar respuesta al reclamo de los derechos históricos sobre la lengua, la memoria y el territorio.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BENGOA, José (1987). Historia del pueblo mapuche (Siglo XIX y XX). Santiago, Ediciones SUR, 1987.

PINTO RODRIGUEZ, Jorge (1992). “Crisis económica y expansión territorial: La ocupación de la Araucanía en la segunda mitad del siglo XX”. En RevistaEstudios Sociales N° 72, 2º trimestre de 1992.

Notas

[1] Revista Siete Días, Buenos Aires, abril de 1973.


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