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Juan Carlos Torre: «Moraleja sobre una estrategia de crecimiento y bienestar en época de emergencia»
Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral, vol. 62, núm. 1, e0024, 2022
Universidad Nacional del Litoral

Entrevistas

Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 0327-4934
ISSN-e: 2250-6950
Periodicidad: Semestral
vol. 62, núm. 1, e0024, 2022

El contenido está bajo Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-Compartir Igual 4.0 Internacional. Atribución – No Comercial – Compartir Igual (BY-NC-SA): no se permite un uso comercial de la obra original ni de las posibles obras derivadas, la distribución de las cuales se debe hacer con una licencia igual a la que regula la obra original.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: Juan Carlos Torre* publicó su libro Diario de una temporada en el Quinto Piso. Episodios de política económica en los años de Alfonsín en agosto de 2021 (Editorial Edhasa), que ha tenido a través de numerosas ediciones una repercusión extraordinaria en el universo de las Ciencias Sociales, y de un modo inusitado se ha extendido al campo de la acción política. Es una contribución, escrita en tiempo real, indispensable para profundizar en la toma de decisión política, la emergencia económica y la responsabilidad de gobernar -problemas centrales de nuestro tiempo-, contribución que se ha incorporado en la conversación pública argentina por su relevancia y actualidad. Es un aporte enorme, mediante un testimonio y reflexiones, a un debate todavía insuficiente para saldar nuestros viejos desencuentros comunitarios de fondo, estructurales y de largo plazo, que ignoran todo componente sustentable.

Esta entrevista se llevó a cabo por medio de un intercambio de mails entre Juan Carlos Torre y el Director y Secretario de Redacción de Estudios Sociales.

Pregunta: Quisiéramos comenzar la entrevista preguntándole cómo fue la experiencia de pasar del mundo académico a ser parte de un equipo de gobierno en la gestión del presidente Alfonsín.

En el mundo académico uno está acostumbrado a hablar en primera persona. Al entrar a un equipo de gobierno la primera persona debe someterse a la lógica de un funcionamiento colectivo y a ser solidaria con él. Además, en el mundo académico uno está acostumbrado a decir lo que piensa. Toda vez que se entra al mundo de la política pública no siempre es conveniente decir lo que uno piensa. Antes de hacerlo hay que preguntarse cuáles son sus consecuencias para la gestión del gobierno. Para usar la clásica distinción hecha por Max Weber, la ética de la responsabilidad tiende a poner en jaque a la ética de la convicción. Reitero: la vocación del académico es decir la verdad pero quienes participan de la política concreta no suelen permitirse el lujo de la verdad. El académico que se suma a una empresa política debe estar atento a sus implicaciones y ser consciente de que está embargando su libertad intelectual. Hubo pues, en mi experiencia, una reconversión en dos planos, sujetarme a la disciplina de trabajar en equipo y administrar mis propias opiniones en el marco de responsabilidades compartidas y fines últimos. La decisión de llevar un diario a publicarse en el futuro me facilitó las cosas al brindarme la posibilidad de tomar distancia de los avatares cotidianos y recuperar en secreto mi propia voz.

Pregunta: Para repasar la trayectoria sobre la que nos habla en su libro ¿qué nos puede decir acerca del optimismo con el cual el Presidente Alfonsín debutó en la gestión económica de su gobierno?

Para ponerlo en su contexto, señalo que el optimismo del Presidente Alfonsín fue compartido también por otros líderes políticos de América Latina en los tiempos del retorno a la democracia. Las fuerzas que salieron victoriosas en las primeras elecciones se plegaron a la creencia de que los problemas económicos legados por el autoritarismo podrían ser superados con sólo recurrir a un fuerte viraje de las políticas ortodoxas seguidas hasta entonces mediante el impulso a la reactivación de la economía y el mejoramiento de los ingresos de la población. Esta subestimación de la gravedad de la coyuntura hizo que se adoptaran decisiones que muy pronto agudizaran la emergencia en lugar de remediarla.

Para capturar ese momento histórico me parece oportuno evocar la parábola del sepulturero y el médico con la que Adolf Sturmthal describió la experiencia de la socialdemocracia europea en los años veinte. Como señalé, los nuevos gobiernos democráticos se plegaron a la idea optimista de que las penurias económicas heredadas del autoritarismo podían ser fácilmente sepultadas. Una vez electos les pareció natural dejar de lado las restricciones económicas de la hora para cumplir con las promesas hechas al electorado. El pecado de traicionar las promesas pareció entonces más mortal que el del error.

Así las cosas, ocurrió que las fuerzas políticas que se preparaban para inaugurar una nueva época bajo el signo del progreso económico y el bienestar social muy pronto se vieron precipitadas a una emergencia que planteaba desafíos para los que no estaban preparadas. Ante el riesgo de poner en peligro la recuperación de la democracia tuvieron que hacer un viraje: en lugar del papel de sepultureros que se habían asignado debieron transformarse en los médicos de cabecera de la frágil plataforma económica sobre la que retornaba el imperio de la ley y la participación ciudadana.

Pregunta: ¿Cómo se produjo ese viraje en el gobierno de Alfonsín?

Luego de 20 años en la periferia política, el debut de la UCR en el gobierno se ajustó bastante bien a la parábola recién descrita, dentro de un cuadro ciertamente grave: una inflación que rondaba el 600% anual, un déficit fiscal del 11 % del PBI, una abultada deuda externa, fuertes atrasos con los bancos acreedores. El diagnóstico inicial estuvo sesgado por una fuerte confianza en una recuperación económica y un alivio social. Pero las políticas de reparación puestas en marcha con ese fin al implementarse sobre una economía en tan graves condiciones potenciaron los desequilibrios y con ellos la inflación. Más todavía, proyectaron en el horizonte la sombra amenazante de una hiperinflación. Quedó así delineado un debate sobre qué hacer ante ese estado de cosas.

Cómo conjurar la emergencia inflacionaria constituyó todo un problema para la administración radical. ¿La razón? La lucha contra la inflación estaba tradicionalmente asociada con programas de estabilización de signo recesivo. Vista la dificultad para pensar la cuestión de la estabilización por fuera de la ortodoxia monetaria y fiscalista la satisfacción siempre provisoria de las demandas sectoriales se convirtió en técnica de gobierno.

Al cabo de poco más de un año de asistir impotente a la escalada de precios el presidente Alfonsín dio un golpe de timón y nombró como nuevos médicos de cabecera a un grupo de economistas extra-partidarios dirigidos por Juan Sourrouille. La primera tarea de Sourrouille fue de carácter pedagógico: llevar al presidente a una visión más realista de la difícil coyuntura. La segunda: pedir a su equipo el programa para afrontarla. Conociendo en líneas generales el programa en ciernes fue que Alfonsín habló en su discurso del 23 de abril de 1985 del tránsito hacia «una economía de guerra», una alternativa que le era difícil de digerir porque implicaba postergar sus promesas electorales.

Afortunadamente para él, el Plan Austral tuvo un diseño virtuoso, esto es, hizo posible hacer frente al descontrol inflacionario sin recaer en la receta de los ajustes ortodoxos. Gracias a él el gobierno consiguió superar el bloqueo conceptual que le complicaba actuar y pudo dar una respuesta a la demanda de estabilidad sin sacrificar la actividad económica y los ingresos. Con el respaldo del Plan Austral, que tuvo una factura inédita en el país, Alfonsín logró salir airoso al primer test electoral.

Pregunta: A partir de esta reconstrucción surge una pregunta, ¿las medidas para actuar frente a una emergencia económica pueden quedar libradas a la improvisación?

Eso es lo que suele suceder en determinadas circunstancias. En verdad, yo no hablaría de improvisación. Las más de las veces se trata del previsible ajuste entre las ideas con las que los nuevos elencos llegan al gobierno y los problemas a los que se exponen a partir de entonces y los recursos que tienen para afrontarlos. Ese ajuste es tanto más laborioso cuanto más tiempo han estado fuera de la gestión pública. Para comprender mejor la trayectoria inicial del gobierno radical creo que es útil una referencia a los avatares de una experiencia parecida. Me refiero a la llegada del Partido Socialista y su líder, Francois Mitterand, a la presidencia de Francia en 1981, después de pasar unos 18 años en la marginalidad de la vida política. Como Alfonsín, también Mitterand pagó un alto precio a los años de ostracismo político: debutó con un programa de reanimación económica y reparación social que no tuvo en cuenta que la participación de Francia en la Comunidad Europea imponía fuertes condicionamientos a las decisiones de política económica. La pretensión de «hacer Keyneseanismo en un solo país» provocó bien pronto grandes desequilibrios y Mitterand tuvo que cambiar su elenco de gobierno y reorientar su gestión hacia el rigor económico. Así, pues, cuando ampliamos la mirada constatamos con frecuencia que no somos casos únicos.

Pregunta: La inflación era la cuestión dominante en los tiempos de Alfonsín, como lo sigue siendo ahora. Además de los esfuerzos por controlar la inflación, el equipo de Sourrouille ¿contemplaba la necesidad de poner en marcha una estrategia de crecimiento?

El equipo de Sourrouille se hizo conocer desde la Secretaria de Planificación con un documento donde esbozaba los lineamientos de una estrategia de crecimiento que descansaba sobre el papel rector del Estado y la promoción de las exportaciones. En ese documento la inflación era concebida como un problema macroeconómico, es decir, y en forma simplificada, como un desajuste entre los gastos y los ingresos públicos. La posterior experiencia en la gestión fue modificando ese diagnóstico. En primer lugar, la estabilidad alcanzada por el Plan Austral a los seis meses fue puesta bajo asedio tanto desde afuera como desde adentro del gobierno. Con una visión ampliamente compartida se sostuvo que, como la inflación había sido derrotada, era preciso por lo tanto levantar todas las medidas excepcionales de control que habían conjurado la emergencia, es decir, había que pasar a una reactivación dejando abierto el campo al juego de las fuerzas económicas y sociales. Fue un momento de ilusión: era como si la magia del Plan Austral hubiese cancelado el problema estructural de larga data que arrastraba el país, las tensiones inflacionarias. Bajo tantas presiones el gobierno abrió poco a poco la puerta a concesiones sectoriales. En un año el déficit fiscal pasó del 2,5 % sobre el PBI al 4 %; la estrategia anti inflacionaria inició un eclipse sin retorno.

Lo que vino después configuró la escena para un duro aprendizaje del equipo económico de Sourrouille. Por un lado, la variedad de responsabilidades incrustadas en el Estado a lo largo de los años por obra de las ideas vigentes y el peso de fuerzas sociales constituían otras tantas expectativas de gasto que reclamaban satisfacción. Pero ahora lo hacían en un contexto de aguda emergencia y, por lo tanto, de más compleja resolución. En estas circunstancias, para no reproducir las tensiones inflacionarias, el objetivo hacia adelante ya no habría de ser discutir el monto asignado a determinadas funciones estatales sino replantear la existencia misma de dichas funciones dentro de la economía del Estado. De allí surgió una novedad: privatizar y también desregular el funcionamiento de empresas públicas para aligerar la carga de la maquinaria estatal y aliviar las tensiones fiscales con sus secuelas sobre la inflación. Por otro lado, corregir la disciplina impuesta por el Plan Austral para devolver la voz a las fuerzas económicas entrañaba un riesgo inflacionario. Es que el carácter semicerrado del desenvolvimiento económico del país tendía a potenciar sin frenos a las pujas distributivas y con ellas, la dinámica de la inflación. De allí surgió otra novedad: avanzar hacia la apertura comercial.

Este giro no fue el fruto de un cambio ideológico sino del pragmatismo con que se enfrentaron los problemas; ello hizo que la presidencia de Alfonsín no abrazara plenamente la filosofía neoliberal a la que parecía encaminarse. Las privatizaciones fueron concebidas de manera que el Estado retuviera áreas de control sobre las futuras empresas; la liberalización comercial fue decidida con la preservación de un tipo de cambio favorable para morigerar los costos de la apertura comercial. Con estas novedades cobró forma una estrategia de crecimiento que aspiraba a ser sustentable en el tiempo y asegurara la estabilidad.

Quizás en los tiempos del auge del Plan Austral estas iniciativas que revisaban creencias arraigadas y afectaban a fuertes intereses creados hubiesen podido concretarse. Pero no fue así; tuvieron un desenlace a medias porque al momento de ser lanzadas, hacia fines de 1987 y en 1988, el capital político de la presidencia de Alfonsín había disminuido drásticamente. La experiencia del Quinto Piso vino a ilustrar el efecto de un desfasaje temporal: por un lado, se fue logrando una mejor comprensión de los problemas de la emergencia y sobre qué hacer al tiempo que, por el otro lado, se arribó hasta allí cuando la capacidad de influir había mermado. Los ritmos del aprendizaje económico no estuvieron en sintonía con el ciclo político vital del gobierno.

Pregunta: Un tema central que recorre todo el libro es la tensión entre política y economía, entre una racionalidad política con eje en la conquista y la preservación del poder y una racionalidad económica con eje en la gestión de los grandes equilibrios económicos. ¿Cómo se movió el equipo de Sourrouille en la encrucijada?

Por no ser un economista yo tuve una participación lateral en el equipo de Sourrouille. Por lo tanto voy a responder a la pregunta desde ese lugar. Y empiezo por confrontar suspicacias que ha despertado su lectura: el libro que escribí no buscó registrar fielmente cómo transcurrió la experiencia del Quinto Piso en los años de Alfonsín. Más bien, procuró dejar un testimonio de esa experiencia vista desde adentro de la sala de máquinas del ministerio. El libro cuenta los hechos tal como fueron vividos y no tal como ocurrieron en la realidad. Y lo hizo, por supuesto, siempre bajo el filtro de mi punto de vista.

Respondiendo a la cuestión planteada comienzo por proponer dos visiones del proceso de toma de decisiones de gobierno. En la primera la adopción de políticas públicas es concebida en términos de la búsqueda de la mayor eficiencia en el marco de una gran libertad para elegir. En la segunda visión quién decide lo hace en un escenario ocupado por el juego de intensas presiones, tanto dentro como fuera de la administración, y se esfuerza, no obstante, por actuar con racionalidad. Para la primera lo que importa es la fuerza de la voluntad para escoger e imponer un curso de acción; en cambio, en la otra la suerte de la decisión depende de la habilidad para hallar un compromiso entre los objetivos y los condicionamientos puestos por las presiones existentes.

Reconozco que esta distinción entre la libertad y el compromiso es demasiado esquemática. Pero la he introducido para poder capturar la actitud con la que los altos cargos de la administración digieren un hecho fatal de la vida pública: asesorar al ejecutivo es juzgar qué es lo que es posible alcanzar en el contexto de las restricciones que limitan los márgenes de decisión. El equipo de Sourrouille se movió más cerca de la segunda visión que de la primera.

Las restricciones por cierto estuvieron a la orden del día. Una muy importante fue un subproducto del desenlace de las elecciones de 1983. La victoria de la UCR interrumpió casi 40 años de predominio electoral del peronismo y abrió así las puertas a la redistribución del poder político. La pugna que se entabló entonces dictó a uno y a otro partido comportamientos poco propicios para la cooperación en la transición a la democracia: los radicales lanzados a consolidar su flamante primacía, los peronistas dispuestos a recuperar sin vueltas el cetro perdido. El contraste con Chile es ilustrativo. Allí el retorno a la democracia se produjo con el dictador Pinochet firme en el control de las fuerzas armadas y con el vigor electoral de partidos defensores del pasado régimen autoritario. Ello creó entre los principales partidos, la democracia cristiana y el socialismo, incentivos a la cooperación y estos llevaron a la formación de una alianza victoriosa en los comicios de 1989 y en elecciones sucesivas. En Argentina, en cambio, el colapso final de la dictadura puso fuera de juego a los militares y sus apoyos civiles. Con el campo despejado, la lógica de la competencia partidaria prevaleció sobre la lógica de la cooperación, y radicales y peronistas jugaron sus roles según las normas de una democracia ya consolidada cuando el país se hallaba ante dos formidables desafíos: forjar un nuevo orden institucional y al mismo tiempo superar una emergencia económica con hondas raíces estructurales.

Con este telón de fondo me parece oportuno mencionar ahora la mejor fortuna que tuvo un plan de estabilización en un país que compartía con Argentina el podio en el ranking de países con altas tasas de inflación. Quince días más tarde del lanzamiento de Plan Austral se anunció en Israel un plan con características técnicas similares, pero con una diferencia crucial: el respaldo político transversal. Los dos principales partidos políticos apoyaron el programa y acordaron que cada uno de ellos gobernaría dos de los cuatro años que correspondían al mandato de gobierno. Esta señal de sustento político fue reforzada por el acuerdo con el Histadrut -la central sindical de Israel- que fue esencial para reducir las expectativas inflacionarias a lo largo del tiempo.

Nada parecido ocurrió en Argentina. Los dos principales partidos continuaron en abierta competencia entre sí. La oposición, con la mayoría de las provincias bajo su control y una presencia decisiva en el Congreso, retiró abiertamente su apoyo al programa de estabilización y en esa actitud contó con el aporte beligerante de la CGT peronista. A su vez, dentro del oficialismo, el acompañamiento inicial al programa elaborado por un equipo extra-partidario fue perdiendo vigor. Cuando hubo que plasmar sus objetivos en decisiones concretas dentro del aparato estatal ocupado por hombres del partido el respaldo fue más reluctante. Si bien en las filas del radicalismo hubo sectores a favor también hubo quienes, en posiciones importantes, continuaron mirando con desconfianza a los que hablaban de reducir el déficit fiscal y promovían reformas estructurales. En la orquesta gubernamental había algunos músicos que desafinaban; por bastante tiempo el equipo de Sourrouille no tuvo un control sobre todos sus instrumentos.

A este cuadro de restricciones hay que sumar el impacto de todo lo contrario a un boom de commodities, me refiero a la caída del valor de las exportaciones. Así las cosas, la tensión entre lo que era deseable desde una óptica económica y lo que era posible desde una óptica política estuvo a la orden del día. En estas circunstancias el equipo del Quinto Piso debió apelar a todas sus habilidades técnicas para ir acomodando las más diversas presiones a medida que fue empalideciendo la estrella del Plan Austral.

Pregunta: En su libro usted destaca el impacto que tuvo sobre la gestión de la economía la manera como el Presidente Alfonsín concibió los derroteros de su gobierno ¿qué nos puede decir al respecto?

Puedo decir que en la gestión de la economía hubo, a mi juicio, una fuente de restricciones más difícil de manejar, el estilo de gobierno de Alfonsín. Hubo una frase suya que lo definió bien: «En las circunstancias actuales procuro gobernar para el 80% de la población». Esta aspiración ecuménica lo condujo a evitar decisiones tajantes en la gestión de la emergencia. En lugar de ellas se esforzó por dosificar los sacrificios que demandaba y las concesiones que hacía con un propósito: lograr que la mayoría de las fuerzas sociales y políticas continuaran a bordo de la nave dirigida a la transición hacia la democracia y no se bajaran de ella en busca de otros puertos. Para ello era preciso evitar graves conmociones a fin de no dar pretexto a la vuelta del autoritarismo. La olla a presión existente en las guarniciones militares a raíz del juicio a las violaciones de los derechos humanos bajo la dictadura estuvo siempre presente en Alfonsín. Su presidencia se desenvolvió tironeada por dos fuentes de conflicto, la reacción de las fuerzas armadas a los juicios y los dilemas del gobierno de la emergencia económica. Y tuvo un objetivo: evitar que ambos ejes entraran en contacto.

En estas condiciones el rendimiento de las iniciativas del Quinto Piso dejó mucho que desear. Con el paso del tiempo, su norte ya no fue el logro a todas luces evanescente de doblegar la inflación sino el de apagar incendios y apuntalar la supervivencia del gobierno. Destaco al respecto que, desde un principio, el equipo económico de Sourrouille se identificó con la empresa política de Alfonsín y esa identificación estuvo a prueba de sinsabores en el terreno técnico. Para usar una fórmula en boga podría decirse que los imperativos de la política prevalecieron sobre los de la economía. Comentando la experiencia, un miembro principal de ese equipo, José Luis Machinea, señaló después que «quizás entendimos demasiado bien las dificultades que el presidente Alfonsín enfrentaba y cuya magnitud sólo él conocía». Juzgado retrospectivamente, ese punto de vista, pródigo en la producción de alquimias económicas, hizo posible que Alfonsín pudiera entregar la presidencia a otro político electo por el voto ciudadano a pesar del estallido de la hiperinflación que, como una sombra ominosa, había acompañado sus días desde que llegara al poder en 1983.

Varios años más tarde vine a enterarme de que, más allá de «el sonido y la furia» con el que se produjo ese desenlace, la presidencia de Alfonsín tenía un lugar reservado en la política comparada. En 1994 Nancy Bermeo, profesora de la Universidad de Princeton, publicó un artículo donde propuso, a partir del análisis de la España post-franquista, que existe una secuencia en la trayectoria de los países que salen del autoritarismo en los años 1980. Confrontados a dos desafíos de la hora, la transición a la democracia y la reforma de la economía, Bermeo postula que el gobierno que es electo en las primeras elecciones democráticas habrá de concentrar sus esfuerzos en la consolidación de las reglas de juego de la democracia y tendrá un magro desempeño en el ajuste de la economía; en cambio, el partido que llega al gobierno en las segundas elecciones, sin el peso de tener que sentar las bases de una democracia, podrá dedicar sus energías a las reformas económicas. En sus conclusiones, la profesora de Princeton extiende la moraleja que extrae de las experiencias de Adolfo Suarez (UCD) y Felipe González (PSOE) a otros dos casos, Mario Soares en Portugal y Raúl Alfonsín en Argentina y destaca que sólo después que ambos presidentes hubiesen conducido a sus países a través de las fases más difíciles de la democratización se pudieron encarar con mejor suerte los ajustes estructurales que estaban en la agenda pública, tal como ocurrió durante los gobiernos respectivos del Partido Socialdemócrata de Aníbal Cavaco Silva y del Partido Justicialista de Carlos Menem. Con el traspaso de la presidencia de Alfonsín a Menem, la Argentina abandonó ese lugar tan suyo, el país de la crisis institucional permanente, fue a ser parte de una tendencia más general en los anales de su época.

Pregunta: La transición a la democracia conducida por Alfonsín se inició bajo los auspicios de un horizonte ideal, que podríamos caracterizar como «la utopía democrática» pero luego se fue deslizando a los laberintos de «la democracia realmente existente» ¿cuál es su evaluación de esa trayectoria?

En efecto, el año 1983 fue un momento excepcional en Argentina, el momento de la reinvención de un futuro democrático para el país. En el pasado las convocatorias populares habían tenido otros ejes principales: la justicia social, el desarrollo. Ahora le llegaba el turno a la democracia. Como esta consigna era para entonces, antes que una experiencia vivida, una aspiración novedosa en nuestras biografías fuimos a buscar sus componentes en las promesas de la democracia tal como se desprendían de la teoría normativa. Y se lo hizo con tantas esperanzas que se amplificó elásticamente el alcance de la consigna. La democracia a la que se aspiraba se prolongaba más allá de lo que es, por definición, su proyecto propio, un conjunto de reglas para la convivencia política pacifica en una sociedad plural, y también se le adjudicó la misión de promover el bienestar social de los argentinos, como proponía Alfonsín al decir que «con la democracia se come, se educa, se cura». Es revelador que en un país que venía de la Gran Noche del terrorismo de estado el impulso ideal de la época haya conducido a ir más allá de prometer las garantías de una «democracia formal» para prometer asimismo las garantías de una «democracia sustantiva», como se decía con el lenguaje político entonces en boga.

Lo que vino después fue una dura constatación: las construcciones institucionales no se parecen al acto de pintar un cuadro sobre los bastidores de una tela en blanco. Más bien, se llevan a cabo a partir de las tradiciones políticas pre-existentes y de la influencia de las circunstancias históricas que le sirven de telón de fondo. Aquí, estos condicionamientos se hicieron visibles en prácticas políticas poco favorables a los acuerdos, en los efectos desestabilizadores de una persistente puja distributiva, en el legado de la violación de los derechos humanos, en la gravitación de nuevas y viejas restricciones económicas externas. Así pudimos advertir el deslizamiento inevitable desde la utopía democrática a la democracia argentina tal como se gestaba a través del encuentro entre el horizonte normativo y la materia prima con la que debía trabajar para plasmarse entre nosotros. La propia presidencia de Alfonsín fue un caso cuando recurrió por razones electorales al aporte, por cierto contingente, de altos jefes sindicales que mal encajaban con su programa de renovación política y puso en sus manos la gestión del Ministerio de Trabajo.

Creo que podemos convenir que, con sus más y con sus menos, el balance de ese encuentro al cabo de los años transcurridos desde 1983 es escasamente auspicioso en términos colectivos. Dicho esto, me parece oportuno dar un paso más allá de este veredicto con el fin de completar el balance. Para ello quiero comentar críticamente las advertencias sombrías que suelen hacerse poniendo el acento sobre ese veredicto. Y lo hago postulando que la conexión entre la legitimidad de los regímenes democráticos y la percepción de su desempeño es menos directa lo que se supone. En verdad, la evaluación de sus resultados está muy influida por la evaluación paralela de los regímenes alternativos a la democracia, aquellos levantados bajo el imperio de los autoritarismos. En el país la memoria todavía activa de las injusticias y los abusos sufridos durante la más reciente y terrible dictadura militar ha tenido la virtud de levantar un muro protector al juego político de la democracia y ordenado las preferencias de los argentinos alrededor del logro principal de la trayectoria política inaugurada en 1983: la salud de los procesos electorales.

La salud de los procesos electorales no ha descansado solo en el acatamiento al desenlace de las urnas. Hay algo más, me refiero a los vaivenes que ha mostrado la fortuna de las ofertas electorales. En la Argentina actual ninguna derrota es definitiva. La democracia argentina, por tantas razones insatisfactoria, tiene un mérito que es justo destacar: habilita la alternancia en el poder. Las periódicas frustraciones de las expectativas de progreso y bienestar se han canalizado a través de la competencia electoral y no han abierto la puerta a la quiebra del régimen democrático.

Pregunta: Por último, qué nos podría decir acerca del futuro político del país.

Para responder a la pregunta voy a hacer un pequeño rodeo. Formado en la sociología y, por lo tanto, con la atención puesta sobre las fuerzas sociales y, luego, por la ciencia política, con su énfasis sobre el papel de las instituciones, mi incursión en la trastienda de la toma de decisiones me ofreció otra perspectiva, el lugar de las personas en el proceso político. Más de una vez, frente a las idas y vueltas de la gestión de gobierno, me pregunté desde el Quinto Piso ¿y si en vez de este ministro fuera otro quien ocupara el cargo, más en sintonía con nuestra visión de las cosas?, confiando en que con ello se resolvía el conflicto sobre qué hacer. Creo que preguntas como esta nos la hacemos con frecuencia al echar una mirada sobre los líderes políticos que tenemos y nos interrogamos acerca de qué es lo que hacen o dejan de hacer en momentos críticos. Estas conjeturas encierran un mensaje que vale la pena explicitar: la alta política tiene un componente aristocrático por definición. Más concretamente, la responsabilidad política no está democráticamente distribuida. Aquellos que ocupan posiciones investidas de autoridad y poder tienen más responsabilidades sobre los rumbos de la vida pública que el común de los ciudadanos.

A partir de este presupuesto y con el propósito de vislumbrar el futuro que la Argentina tiene por delante dirijo hoy la atención a la clase política a fin de saber qué capacidad de innovación tiene para hacer frente el desafío de la hora actual: sacar al país del pantano. Para mí, la novedad consistiría en vertebrar una fórmula que supere la actual polarización política y consiga los apoyos necesarios para iniciar un sendero de crecimiento y bienestar que satisfaga un requisito imperioso: ser sustentable a través del tiempo. En ausencia de una fórmula política semejante estimo que seguiremos embarcados en nuestro corsi e ricorsi de siempre; ese que ha hecho que el libro donde volqué mis impresiones de una temporada en el Quinto Piso del Ministerio de Economía hace ya unos 35 años sea leído como un espejo del presente.

Notas

* Juan Carlos Torre es Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de Paris. Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires, es historiador, politólogo. Actualmente es Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella. Ha sido investigador y profesor visitante en Universidades de Europa y América Latina. Fue Director de la Revista Desarrollo Económico. En 1991 obtuvo la Guggenheim Fellowship y fue Visiting Scholar en el Institute for Advance Study de Princeton. Premio Konex de Platino, premio Bernardo Houssay a la Trayectoria Científica. En su producción intelectual se ha destacado por sus investigaciones sobre el peronismo y el sindicalismo peronista, y sobre el movimiento obrero. En una línea más sociológica se registra el artículo «La democratización del bienestar» escrito junto a Elisa Pastoriza, y más recientemente el libro que ambos autores escribieron en 2020, Mar del Plata. Un Sueño de los Argentinos. En sus numerosos escritos el tema dominante es su preocupación por la democracia, las transformaciones de la sociedad argentina, los inmigrantes, la pobreza, que se refleja muy bien en su artículo «Las transformaciones de la sociedad argentina», su participación en el libro Argentina. La construcción de un país, con Mirta Lobato. Otro libro de gran repercusión ha sido El proceso político de las reformas económicas de América Latina. En una línea politológica cabe destacar el ascendiente de su artículo «Los huérfanos de la política de partidos». En Estudios Sociales publicó «A propósito del factor Perón», en el Nº 46 de 2014.


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