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«Dictadura cívico-militar»: ¿qué hay en el nombre? El debate sobre la participación civil en la última Dictadura argentina y sus ecos en el presente
«Civil-military dictatorship»: what’s on the name? The debate on civic participation in the last argentinian dictatorship and its effects on the present
Estudios Sociales. Revista Universitaria Semestral
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 0327-4934
ISSN-e: 2250-6950
Periodicidad: Semestral
vol. 62, núm. 1, e0015, 2022
Recepción: 15 Abril 2021
Aprobación: 26 Junio 2021
Resumen: En este artículo se exploran los debates acerca del uso de la categoría dictadura cívico-militar en Argentina. La hipótesis de partida es que esa noción contribuye a construir un sentido común sobre la dictadura pero también sobre la democracia. El trabajo se propone analizar qué imágenes del pasado se habilitan y cuáles se silencian a partir del empleo de esa noción e identificar qué narrativas sobre el pasado y el presente surgen de las distintas posturas en juego. Para ello, realizamos una lectura crítica de algunos textos fundacionales y los ponemos en diálogo con lecturas «politicistas» de la dictadura, contemporáneas e incluso previas a aquellos, para interrogar los efectos de sentido de los usos de esa categoría en el presente.
Palabras clave: dictadura cívico-militar , democracia, memoria.
Abstract: This article explores the debates about the use of the category civic-military dictatorship in Argentina. The starting hypothesis is that this notion contributes to building common sense about the dictatorship but also about democracy. The work aims to analyze which images of the past are enabled and which are silenced based on the use of this notion and identify which narratives about the past and the present emerge from the different positions at stake. To do this, we carry out a critical reading of some founding texts and put them in dialogue with «political» texts about the dictatorship, contemporary and even prior to those, to question the meaning effects of the uses of this category in the present.
Keywords: civic-military dictatorship, democracy, memory.
I. Introducción
En las últimas décadas, en el espacio público argentino se instauró el término dictadura cívico-militar para nombrar al régimen autoritario inaugurado el 24 de marzo de 1976. A diferencia de otros nombres históricos[1], este busca responder a demandas de justicia históricamente desatendidas que señalan la responsabilidad de sectores civiles –y no exclusivamente militares– en la perpetración de crímenes humanitarios durante los años de plomo[2]. Sin embargo, como dicen Marcelo Alegre (2015) y Marina Franco (2016), esa categoría está lejos de ser autoevidente y abre una multiplicidad de debates jurídicos, morales, políticos e historiográficos acerca de la naturaleza del régimen autoritario argentino.
El objetivo de este trabajo es trazar un recorrido por el estado del debate académico en torno a la categoría de dictadura cívico-militar. Nos proponemos indagar en las narrativas sobre la última dictadura que surgen a partir de la inserción del adjetivo cívico en el centro de lo que solía ser el nombre «neutro» (dictadura militar). Partimos del supuesto de que todo hecho denominativo es político, por lo que no puede reducirse a un mero «vicio nominalista»[3]: la lucha por el nombre no es un mero juego de palabras sino que da cuenta de las pujas por el sentido de una experiencia histórica. Desde esa perspectiva, se trata menos de corroborar la adecuación, la inadecuación, la verdad o la falsedad de esa categoría en términos historiográficos que de pensar los efectos de sentido a partir de su circulación en el presente.
Este es, entonces, el punto de partida de este texto: la denominación dictadura cívico-militar forja un lugar de enunciación en el presente a partir de la elaboración de un sentido común sobre el pasado que se materializa discursivamente en una serie de representaciones condensadas en el nombre. Si, como dice Romero (2006), en los años 80 la imagen de la dictadura se proyectó de forma antagónica y simétrica sobre el imaginario democrático naciente, ¿qué trae de nuevo, en términos de construcción de un imaginario sobre la dictadura y la democracia, la representación de la última dictadura como cívico-militar? Teniendo en cuenta que hay quienes hablan de dictadura cívico-militar-eclesiástica-empresarial (expresión a la que en ocasiones se le adicionan los adjetivos judicial y/o patriarcal), el sentido de la fórmula se vuelve todavía más ambiguo: ¿acaso lo cívico no comprende ya la participación de la Iglesia o de las empresas? ¿Cómo pensar el anudamiento entre lo civil y lo militar, qué decir acerca de los vínculos existentes entre la sociedad y la política en la última dictadura? En definitiva, ¿qué nos dice el uso extendido de esta denominación sobre el modo en que, desde el presente, se lee el pasado autoritario y cuáles son sus efectos para nuestro imaginario democrático?
En Franco (2016, 2018a), Hilb (2013) y Vezzetti (2009; 2014) encontramos antecedentes fecundos de la tarea que aquí nos proponemos. Franco somete la denominación dictadura cívico-militar a una mirada crítica y reflexiona sobre las posibilidades y dificultades de esa categoría, cotejando las distintas aristas historiográficas que ella involucra (estructura de poder del régimen, presencia de funcionarios, intelectuales y grupos económicos, consenso social). Vezzetti (2014), por su parte, ha introducido, en diversos textos e intervenciones públicas, cuestionamientos y matices al empleo de esa noción y ha reflexionado acerca de las disputas en torno al empleo de categorías denominativas. En cuanto a Hilb (2018), la autora aborda críticamente la categoría de complacientes banales en un contrapunto con la noción de banalidad del mal de Arendt. En este trabajo nos inscribimos en la senda abierta por esos textos, y nos proponemos dar cuenta del estado del debate en torno al carácter cívico-militar de la dictadura, analizar qué imágenes del pasado se habilitan y cuáles se silencian, e identificar, por último, qué narrativas sobre el pasado y el presente surgen de las distintas posturas en juego. Para ello, realizamos una lectura crítica de algunos textos fundacionales y los ponemos en diálogo con lecturas «politicistas» de la dictadura, contemporáneas e incluso previas a aquellos, para interrogar los efectos de sentido de los usos de esa categoría en el presente.
En (II) reconstruimos brevemente el surgimiento de la categoría dictadura cívico-militar en un conjunto de textos que han contribuido a instalar esa noción; luego, analizamos las representaciones que estos textos forjan en torno a la dictadura. En (III) abordamos, a la luz de algunos estudios situados entre la historia y la teoría política, las posturas que han puesto en cuestión el uso acrítico de la categoría dictadura cívico-militar o que han abordado el fenómeno de lo cívico-militar desde una mirada alternativa, con foco en lo político. Por último, en (IV) nos preguntamos por el impacto de estas narrativas sobre nuestro imaginario democrático.
II. La complicidad de la sociedad civil
Aunque ya en tiempos de Alfonsín el problema del alcance de los juicios por los crímenes de la dictadura y de la responsabilidad de los sectores civiles (i.e., sacerdotes, médicos y abogados) formó parte del debate público (especialmente en la voz de los organismos de derechos humanos)[4], no fue sino hasta avanzados los años 2000 que el problema de la colaboración civil se consagró como uno de los grandes ejes de disputa política (y judicial). Esta proliferación de investigaciones, reflexiones e incluso procesos judiciales que tenían como objeto a la sociedad civil, bajo la presunción de que esta había colaborado –con distintos grados de complicidad– en la implementación del régimen autoritario, se dio en un contexto político cuyo análisis excede ampliamente los alcances de este texto. Nos limitaremos a decir que la explosión de la pregunta por lo civil de la dictadura no puede escindirse de las disputas hegemónicas por el sentido del presente y el pasado impulsadas por los gobiernos kirchneristas en Argentina, y profundizadas en el año 2008 durante la llamada crisis con el campo (que derivó, o se originó en, una crisis con los medios de comunicación). En efecto, el campo y los medios devinieron, por esos años, los exponentes arquetípicos de los sectores civiles antidemocráticos que habrían propiciado y/o se habrían beneficiado de la implementación de un régimen autoritario. Este nuevo relato oficial sobre el pasado se apoyaba en otros leitmotiv complementarios, tales como la relectura sobre la militancia y la violencia revolucionaria de los años setenta (Montero, 2012; Lesgart, 2006), que no abordaremos aquí pero que, en amalgama con la concepción de la dictadura como cívico-militar, configuran todo un campo de representaciones sobre el pasado.
En el espacio público, el debate vino a reponer una demanda de justicia que apuntaba, por un lado, a develar los resortes (no totalmente visibles) de poder de la dictadura argentina y, por otro, a avanzar en procesos judiciales capaces de castigar no solo a los responsables militares sino, también, a sus cómplices civiles. El Informe Derechos Humanos en Argentina del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) afirma que
«la consolidación y continuidad del actual proceso de justicia, junto con el esclarecimiento de la responsabilidad militar, hicieron posible profundizar la investigación de esas tramas de complicidad y participación. El uso hoy generalizado del concepto ‘dictadura cívico-militar’ expresa este movimiento» (2015: 109).
Dejando de lado los discursos políticos (de los que nos ocupamos en trabajos previos), en este apartado nos interesa reponer algunos discursos que, canónicamente, contribuyeron a consagrar y amplificar, en el espacio público, la imagen de un régimen dictatorial en cuyos fundamentos los sectores de poder de la sociedad civil –individuos, empresas, instituciones, en su gran mayoría «sujetos no estatales» que forman parte de «corporaciones», de «sectores de peso», de «grupos sociales y económicos», de «entidades conservadoras», de «poderes fácticos» o «poderes oligárquicos»[5]– habrían tenido un rol central e incluso prioritario. Estos discursos han forjado una representación sobre el pasado en la que «la bestia de los derechos humanos» estaba no solo dentro del Estado, sino también fuera de él (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 13), de modo que la responsabilidad por el ejercicio del terror excede a las Fuerzas Armadas. Intentaremos descomponer algunas de esas lecturas sobre la naturaleza cívico-militar del régimen autoritario argentino.
Como el mismo Verbitsky lo ha reconocido, su voz ha contribuido en gran medida a instalar la denominación en el campo mediático, político y académico: «asumo que he sido uno de los impulsores del concepto de dictadura cívico-militar, con fuertes componentes eclesiásticos, económicos y judiciales»[6]. Esta visión, que abreva en trabajos anteriores[7], se replica en las investigaciones llevadas adelante por el CELS –prestigioso organismo de derechos humanos que Verbitsky preside– y en algunos textos ensayísticos y jurídicos escritos y compilados junto con Ernesto Bohoslavsky en el libro Cuentas pendientes. Los cómplices económicos de la dictadura (2013). Asimismo, algunos de los artículos incluidos en el libro ¿Usted también doctor? Complicidad de jueces, fiscales y abogados durante la dictadura, editado por Bohoslavsky en 2015, interrogan el problema la complicidad de sectores de la sociedad civil, establecen clasificaciones sobre los grados de complicidad y buscan elaborar instrumentos y métodos para su judicialización[8]. Dado el carácter fundacional de estos textos, y a causa de su impacto en el espacio político (en cuanto contribuyeron a consolidar la denominación dictadura cívico-militar), nos abocaremos a analizar los sentidos que allí se movilizan.
En el prólogo de Cuentas pendientes los autores afirman que «la denominación ‘dictadura militar’ va cayendo en desuso, a favor de otras más complejas y aproximadas a la realidad de lo que fue un bloque cívico, militar, empresarial y eclesiástico», y agregan que «recién en los últimos años se ha empezado a focalizar también en el rol y en la eventual responsabilidad (ya sea política, penal o civil) de aquellas personas, instituciones y empresas que suministraron bienes y/o servicios a la dictadura u obtuvieron de ella beneficios mientras le brindaban apoyo político, consolidando el régimen y facilitando la ejecución del plan criminal» (Verbitsky y Bohoslavsky 2013: 12).
Como dijimos, en sus ensayos (escritos individualmente o en conjunto) Verbitsky y Bohoslavsky se dedican a elaborar, por un lado, criterios jurídicos para identificar distintas categorías de complicidad civil (desde las menos a las más comprometidas) y, por otro, a indagar en los discursos y actos de distintos sectores de la sociedad civil que pudieron haber funcionado como «coautores, socios, instigadores, conspiradores, ejecutores, cómplices, beneficiarios» (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 17) de la dictadura. La categoría de cómplices, que engloba a todas las anteriores, supone un conocimiento sobre la posible incidencia de la propia acción en la comisión del delito, lo que permite incluir a los «autores de escritorio» (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 11) y las «microrrelaciones de complicidad» que van «desde pedidos expresos de secuestros contra los propios trabajadores o la participación en maniobras de rapiña de empresas y otras clases de delitos económicos, hasta políticas editoriales condescendientes, financiación del régimen, aportes intelectuales, etc.» (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 164). Bohoslavsky (2015) incluso propone una nueva categoría, la de complacientes banales, que incluye tanto acciones como omisiones, denegación sistemática, reticencia a investigar, falta de resistencia, adaptación, disposición al diálogo e incluso «capitulaciones o defecciones», actos menos motivados por una especial animadversión hacia las víctimas que por la comodidad o el temor. Garzón, en el prólogo de ¿Usted también…?, extiende esta categoría hasta los «complacientes, indolentes, cómplices del silencio» y hasta «el primer crimen de todos, el de la indiferencia» (Garzón, 2015: 17 y 18).
Al tratarse de actos sobre los cuales es más difícil predicar el «nexo causal»[9] con el crimen –porque se trata de hechos inmateriales, porque están a cargo de personas físicas y no de corporaciones o porque no es posible adjudicarles intención o siquiera conocimiento del hecho criminal– estos discursos y prácticas, atribuidos a actores de la sociedad civil como medios de comunicación, empresarios o intelectuales, conforman una «zona gris» que se sitúa entre «las actitudes comisivas y omisivas, entre reproche moral y reproche legal, entre complicidad y complacencia, entre contribución criminal y acción banal» (Hilb, 2018: 159), zona tanto más ambigua cuanto se trataba un contexto de opresión y represión, terror y amenaza de vida. Y es precisamente esa zona gris la que permite ampliar notablemente los anillos de responsabilidad amalgamando, en una única categoría, discursos y prácticas heterogéneos con diversos grados y alcances de culpa. Es esa operación discursiva de condensación y desplazamiento la que, en última instancia, le da fundamento y contenido a la categoría de dictadura cívico-militar.
En ese sentido, vale la pena examinar las representaciones sobre la colaboración económica en la configuración de lo que Verbitsky y Bohoslavsky llaman «la maquinaria económico-criminal» o «burocrático-criminal» (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 20 y 26). Además de preguntarse por la cuestión de la responsabilidad penal de ciertos actores y sectores económicos, algunos artículos del libro inscriben a la dictadura argentina en un proceso global de más largo alcance, vinculado con el agotamiento de una fase de acumulación de capital y su reemplazo por un nuevo patrón. Así, por ejemplo, Basualdo (2013) identifica el golpe de estado de marzo de 1976 con la interrupción forzada del proceso de sustitución de importaciones a manos de un nuevo «bloque dominante» y su reemplazo por un régimen de acumulación financiera de capital emprendido por las fracciones dominantes del capital oligopólico local, constituido por grupos económicos domésticos y extranjeros. Basualdo señala que este proceso no hubiera sido factible sin una modificación en la naturaleza del Estado, modificación que requirió la subordinación de la clase política al nuevo modelo acumulativo y un disciplinamiento social y sindical que permitió desarticular la matriz productiva heredada.
Esta perspectiva se inscribe en una hipótesis más amplia, que anuda factores exógenos y endógenos, según la cual la dictadura argentina (y las latinoamericanas en general) habría sido el mascarón de proa de un proyecto global –la instauración del neoliberalismo como una nueva fase de desarrollo del capital–, y los sectores económicos domésticos sus «personeros» (Quiroga, 2004: 33). «A partir del derrocamiento del peronismo, dice Basualdo (2013: 87), las Fuerzas Armadas devinieron el partido que expresaba los intereses de los sectores dominantes», de la mano de la Doctrina de Seguridad Nacional y el anticomunismo liderado por Estados Unidos. En esa línea, en su artículo incluido en el mismo libro, Heredia (2013) enmarca a la dictadura argentina en el ocaso del imaginario nacional-desarrollista y en el ascenso de las «ideas (neo)liberales», inspiradas en los desarrollos teóricos en boga en universidades norteamericanas. Los intelectuales neoliberales habrían sido «columnas simbólicas fundamentales de la conspiración que desembocó en el golpe de Estado» (Heredia, 2013: 47), aun cuando su proyecto no fuera homogéneo. Es más: ellos «no se limitaron a ser instigadores y cómplices de la dictadura. En algunos casos fueron los principales autores, incluso contra la opinión de muchos militares, de las transformaciones más regresivas» (Heredia, 2013: 49, yo subrayo). Desde esta visión, algunos «sectores de la economía» forjaron el escenario del golpe y su plan económico, en ocasiones trataron como pares o dictaron órdenes a los militares y llegaron a coparticipar del poder coercitivo estatal (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 16). En Argentina, la prueba concluyente de esa imbricación estaría dada por la presencia casi invariante de un representante de la tecnocracia liberal en el corazón del régimen militar, que no fue otro que el ministro de economía Alfredo Martínez de Hoz. Parte del núcleo estable de poder, Martínez de Hoz es considerado como el «superministro» y el «cerebro» del plan económico de la dictadura[10]. Sin entrar en la veracidad o falsedad de dicha presunción[11], nos interesa señalar que la invocación de su figura cristaliza de forma indiscutida esa alianza entre poder económico y poder militar.
Otra asociación generalizada e incuestionada es la que alude al apoyo mediático durante la dictadura. En ese sentido, los medios de comunicación aparecen como la otra gran pata de complicidad durante la dictadura, en tanto habrían contribuido a la conformación de un consenso autoritario. En dos capítulos dedicados al tema (Gualde, 2013; Loreti, 2013), además de indagar en la participación efectiva de algunos miembros de la corporación mediática en delitos penales, se examina la cuestión de la propaganda, la libertad de prensa y de expresión y la responsabilidad de los medios en la construcción de un discurso hegemónico golpista, y en particular el rol de la prensa en la instigación y apología del delito, en la propagación de discursos de odio y en la construcción de «ficciones» históricas que alentaban el exterminio (Loreti, 2013: 362). En el marco de un férreo aparato legal de censura, prohibición y control de contenidos montado por el régimen, este habría encontrado, según Loreti, «en la complicidad de algunos de los principales empresarios de los medios gráficos nacionales un aliado imprescindible para cimentar su propia legitimidad» (Loreti, 2013: 363), lo que se plasmó en un amplio apoyo mediático al régimen militar.
En definitiva, en el intento por analizar y tipificar la dimensión civil de la dictadura cívico-militar, los autores abordados hasta aquí se vuelcan sobre un principio explicativo que, al desplazar la mirada desde las Fuerzas Armadas hacia la sociedad civil, rastrea en el terreno de las ideas, los discursos y las prácticas sociales los fundamentos del régimen autoritario, al tiempo que elaboran categorías jurídicas capaces de dar cuenta de la responsabilidad (política, penal o civil) de las personas, instituciones y empresas involucradas. Así, su propósito es «comprender cabalmente la relación que existió entre el comportamiento empresario, la política económica del régimen y sus consecuencias, la consolidación del régimen y los crímenes que este cometió» (Verbitsky y Bohoslavsky, 2013: 20).
Para dar cuenta de esa relación, que se condensa discursivamente en la fórmula dictadura cívico-militar, los textos transitan distintos niveles de análisis: por un lado, en un nivel global, refieren al ascenso mundial del neoliberalismo en el marco de la guerra fría, que se materializaba en las ideas dominantes acerca de la economía y el anticomunismo propagadas por los medios e intelectuales de la época; en un nivel institucional, revisan las prácticas de funcionarios y miembros de instituciones públicas (abogados, jueces, sacerdotes); finalmente, en un nivel corporativo, se centran en las corporaciones (sindicatos, empresas, cámaras patronales) que no solo propiciaron el terror sino que se beneficiaron de su implementación. El conjunto de esos sectores civiles conforma lo que Verbitsky denomina «el bloque social que en la década de 1970 avaló a la dictadura cívico-militar-empresarial-eclesiástica».
«La Bestia» dentro y fuera del Estado: una nueva imagen de la dictadura argentina
¿Qué imagen surge de la sociedad y de la política durante la última dictadura argentina a la luz de la narrativa que acabamos de reseñar? ¿Qué efectos de sentido común se derivan de esa lectura sobre el pasado condensada en el nombre dictadura cívico-militar?
El principio explicativo sobre el régimen autoritario se desplaza desde el Estado y las Fuerzas Armadas que lo ocuparon ilegalmente hacia la sociedad civil. Tal como surge de los textos analizados, estos ponen la mirada en aquellos sectores de la sociedad que, directa o indirectamente, colaboraron con el plan criminal, con el objetivo de definir el alcance de esa culpabilidad y encontrar criterios para hacer justicia. ¿Cómo se definen esos sectores cómplices? Como vimos, el foco está puesto en las corporaciones, en los poderes fácticos o los poderes oligárquicos. Parecería tratarse de sectores de la sociedad que, movidos por intereses particularistas y por la búsqueda de beneficios, o bien ejercieron presión sobre el Estado con el fin de hacer valer sus reclamos, o bien colaboraron con el régimen, o bien omitieron cuestionarlo. El grado o la intensidad de esa complicidad varía. Asimismo, como señalamos antes, esos sectores de la sociedad tienen distintos estatutos y niveles: un nivel global, un nivel institucional y un nivel corporativo, que aparecen en ocasiones homologados. En este marco, vale la pena preguntarse por qué de este grupo quedan excluidos los partidos políticos. Si bien la relación entre partidos políticos y militares fue ampliamente estudiada desde la historiografía y la ciencia política, resulta sintomático que, dentro del amplio abanico comprendido por «lo civil», el campo de la política quede por fuera.
En un mismo movimiento, esta narrativa delinea la imagen de unas Fuerzas Armadas «al servicio» de esos sectores sociales. Se consagra, así, una visión instrumental o funcionalista según la cual las Fuerzas Armadas habrían sido los «títeres» o los «perros guardianes» de intereses económicos o ideológicos[12] que las excedían y que habrían motivado o facilitado su ascenso al poder. Instrumental, porque supone que el poder militar fue solo el medio o el instrumento para el despliegue de un proyecto (económico o ideológico) que lo desbordaba. Funcionalista, porque supone que el plan criminal desplegado por las Fuerzas Armadas se explica en función de la implementación de un plan más amplio.
Al tiempo que supone que algunos sectores de la sociedad fueron cómplices, cuando no autores o causantes, de los crímenes perpetrados por la dictadura, esta lectura construye una imagen complementaria de la sociedad, al menos de una parte de la sociedad, que habría sido víctima de la represión y en ocasiones heroicamente resistente. La imagen que surge de esta narrativa, de la que se excluyen las zonas grises, es, entonces, la de una sociedad dividida entre, por un lado los sectores culpables o cómplices y, por otro, la sociedad inocente, víctima o resistente.
Por el estatuto de los sectores civiles sindicados como responsables, i.e., empresas, individuos particulares o instituciones que operaban en un marco «legal» y cuya actuación no dejó de ser efectiva con el fin de la dictadura, este relato proyecta a esos culpables hacia el presente. De ese modo, el foco puesto en los intereses de esos sectores de poder permite su extrapolación a periodos posteriores (y también previos), toda vez que el principio explicativo de su intervención, ubicado por fuera de las instituciones estatales, remite a las posiciones de los actores en la sociedad, en principio invariantes. Así, Gualde afirma que «los poderes fácticos no pierden influencia aun superados los regímenes autoritarios» (Gualde, 2013: 358). También Heredia, desde la historia intelectual, sostiene que «una continuidad fundamental une a la dictadura con los tres primeros gobiernos democráticos: la escisión entre economía y política», quedando la primera asociada a economistas neoliberales y tecnocráticos y a think tanks (Heredia, 2013: 62). Eso explica, además, que el patrón de acumulación instaurado en 1976, basado en la especulación financiera, haya persistido hasta nuestros días encarnado en sus principales representantes, la burguesía trasnacional y financiera (Basualdo, 2013).
El neoliberalismo aparece como un hilo conductor que atraviesa las épocas (la dictadura y la actualidad) pero también las distintas esferas de la sociedad: así, Garzón establece una relación de analogía entre la justicia y el neoliberalismo, cuando afirma que «entre 1983 y 2003 la impunidad fue la regla» y que «subsiste el riesgo de que se reinstale un poder Judicial arbitrario, porque aun continúan vigentes en muchos ámbitos las políticas neoliberales que llevaron a una de las mayores crisis de deuda de la historia» (Garzón, 2015: 14 y 17). En el plano de las empresas mediáticas, también Loreti señala que «la censura no funcionó solo de manera centralizada o solo mediante la acción directa de personeros del régimen. Más bien se trató de una práctica que impregnó los medios de comunicación que sobrevivieron al terrorismo de Estado a partir de una estructura de cooperación con el régimen decidida por los empresarios» (Loreti, 2013: 366). En un sentido todavía más amplio, Verbitsky afirma que «el bloque social que en la década de 1970 avaló a la dictadura cívico-militar-empresarial-eclesiástica» continuó operando en la economía y la política incluso después de finalizada la dictadura, por ejemplo, apoyando «las políticas del Consenso de Washington» (Verbitsky, 2013: 414). En definitiva, como dice Garzón, la continuidad entre el pasado y el presente se manifiesta en «el blindaje que los cómplices del régimen criminal de la dictadura cívico-militar diseñaron para garantizar su propia impunidad» (Garzón, 2015: 18), es decir, esa complicidad sigue operando en el presente. Indagaremos en la cuestión de la continuidad entre pasado y presente, que nos resulta central para pensar los efectos de esta narrativa en nuestra democracia actual, luego de revisar los puntos ciegos de esta mirada sobre el carácter cívico-militar de la dictadura.
III. Pensar el sentido político de la dictadura militar
Como señalamos antes, no es nuestro interés aquí hacer una crítica historiográfica de la perspectiva que afirma el carácter cívico-militar de la dictadura argentina, ni un examen categorial que evalúe la adecuación o inadecuación del uso de ese concepto para clasificar el régimen autoritario argentino. Nos interesa, en cambio, pensar las implicancias, los presupuestos y los efectos del empleo y circulación de esa categoría a la luz de una serie de textos que, desde la historia y la teoría política, permiten establecer un contrapunto en tanto se preguntan por las apuestas políticas de la dictadura. Encontramos en esos textos un abordaje potente para capturar una experiencia histórica como la que se inauguró en marzo 1976 –un acontecimiento inédito cuya singularidad no se reduce, como sostendremos más adelante, al accionar de los sectores civiles que allí participaron– y para plantear nuevos interrogantes.
Toda intervención discursiva sobre el pasado supone una serie de operaciones de puesta en serie, recorte y periodización que vehiculizan preconcepciones sobre el fenómeno y que, por lo tanto, conviene explicitar: así, al establecer continuidades o rupturas históricas se parte, de antemano, de un principio explicativo subyacente que justifica esos cortes[13]: por ejemplo, ¿cómo pensar el corte entre dictadura y democracia si se parte del supuesto de que los sectores sociales que le daban sustento a la primera siguen operando en la segunda? Desde nuestro punto de vista, pensar el sentido de la dictadura militar implica trascender las miradas instrumentalistas o funcionalistas que explican el fenómeno bajo la hipótesis de que esta se montó en beneficio de sectores de sociedad civil que habrían «golpeado la puerta de los cuarteles». Para ello, es necesario preguntarse por los fundamentos políticos de sus modalidades represivas, de sus dispositivos de poder, de sus disputas internas, de sus proyectos de gobierno, en suma, interrogarse por las razones de su surgimiento, su permanencia y su declive sin apelar a un principio explicativo exógeno. Es desde este enfoque que quisieramos pensar el anudamiento entre lo civil y lo militar en la experiencia dictatorial argentina, a partir de algunos textos que se preguntan por el modo en que lo político se hizo eco de y a la vez le dio forma a una sociedad que convivió con la violencia y el autoritarismo[14].
La trama desplegada por los discursos mediáticos, académicos y jurídicos analizados en el apartado anterior encuentra en la condensación y el desplazamiento su mecanismo discursivo fundamental. Así, el engranaje entre lo cívico y lo militar se funda sobre la presunción de que los intereses particulares de algunos sectores sociales son un factor explicativo central del advenimiento del autoritarismo argentino: «el gobierno de facto que asaltó al poder en 1976 desplegó su accionar en centros clandestinos de detención y también en despachos oficiales y de empresas» (Gualde, 2013: 345). Centros clandestinos de detención –la sede paradigmática de ejercicio de la represión– y despachos aparecen, aquí, equiparados. Como vimos, ese movimiento permite homologar actores y sectores heterogéneos y con distinto grado de compromiso. Además, iguala prácticas del pasado a prácticas del presente, estableciendo una continuidad temporal entre la dictadura y la actualidad, encarnada en esos mismos sectores de poder. Pero ¿qué implicancias tiene esa operación de homologación? ¿Qué visiones vehiculiza sobre la política y la sociedad en tiempos autoritarios?
En primer lugar, no está de más recordar que, desde una perspectiva estrictamente clasificatoria, ningún régimen autoritario es exclusivamente militar: como muestra la literatura especializada, en los «nuevos autoritarismos»[15] del siglo XX las Fuerzas Armadas intervinieron en alianza con elencos civiles, «desde políticos profesionales hasta burócratas, desde tecnócratas a representantes de la burguesía industrial y financiera» (Busquet y Delbono, 2016: 68). En el caso de las dictaduras argentinas, como bien estudia Quiroga (2004), los militares operaron en tándem con las fuerzas políticas y sociales, dando forma a un «sistema político pretoriano». De modo que la referencia a la alianza de la dictadura argentina con sectores civiles no da cuenta cabal de su especificidad. Aunque es sabido que la dictadura militar argentina contó con un «núcleo social procesista» compuesto por militares y por civiles, estos no ocuparon posiciones institucionales de relevancia en el Estado, razón por la cual el régimen no se definió a sí mismo como cívico-militar ni fue clasificado de ese modo (a diferencia del caso de Uruguay). Por el contrario, las Fuerzas Armadas le dieron al régimen argentino una impronta institucional e impersonal (Quiroga, 2004), y para ello desplegaron una masiva militarización del Estado[16]. El propósito era repartir el poder, evitar derivas personalistas y, sobre todo, impedir la bordaberrización que había comenzado a esbozarse en tiempos de Isabel (Novaro y Palermo, 2003: 82).
«el nuevo gobierno no debía ser cívico-militar, como en tiempos de Pedro E. Aramburu, ni tutelado, como había sido el de José María Guido, ni puesto en manos de un profesional de armas pero separado y por encima de ellos, cual Onganía; lo ejercerían esta vez las Fuerzas Armadas en conjunto y por sí mismas (…). Es por ello que la participación del Ejército, la Armada y la Aeronáutica debía ser institucional, proporcionada y solidaria, y la autoridad debía seguir la cadena de mandos. Solo así la sociedad y el estado podrían ser puestos en caja de una vez por todas» (Novaro y Palermo, 2003: 50, el subrayado es nuestro).
Así, la convergencia «cívico-militar» fue, antes que un rasgo del dispositivo institucional del régimen, un objetivo que este visualizaba como posible salida concertada una vez restaurado el orden. En suma, como dice Franco, «el poder fue asumido por las Fuerzas Armadas como institución en su conjunto y la estructura de gobierno fue organizada desde esa lógica (…). La <autonomía decisiva> del proceso pasó por la Junta Militar de Comandantes» (Franco, 2016: 74), por lo que «era el régimen, casi exclusivamente el régimen, el que tenía la palabra política» (Novaro y Palermo, 2003: 352).
Desde este punto de vista, el rasgo central de la dictadura argentina fue su vocación refundacional. A partir de un diagnóstico de «guerra civil larvada», de profundo caos, temor y violencia, de excesiva politización y movilización social, las Fuerzas Armadas llevaron adelante una cruzada mesiánica y regeneracionista que operó mediante un doble mecanismo, la despolitización y la represión: «El golpe (…) daba paso a un proyecto refundacional que, en sus objetivos y métodos, era mucho más ambicioso y radical que todos los intentos ordenancistas previos. (…) Los golpistas de 1976 anunciaban el inicio, más que de un nuevo gobierno, de un nuevo orden» (Novaro y Palermo, 2003: 23). En términos de Quiroga (2004: 46), se presentó a sí misma como una «dictadura soberana» con voluntad fundacional y poderes ilimitados[17]. Desde esta visión, que acentúa las apuestas políticas del régimen, podemos decir que las lecturas instrumentalistas o funcionalistas soslayan la pretensión de la dictadura de crear un nuevo orden social y político. Como afirma Canelo (2008: 80), los militares «no fueron simples <títeres> de sus aliados ni de los grandes intereses económicos». La autora se alza así contra las interpretaciones «conspirativas» (29) que conciben al régimen militar como
«el resultado de las necesidades de adaptación del capitalismo local a los cambios económicos internacionales caracterizados por el avance del capital financiero, donde la alianza cívico-militar que lleva adelante el golpe opera como una suerte de «sucursal local» de los intereses del «capital trasnacional». (…) los militares procesistas son considerados el «instrumento» o el «brazo armado» de los intereses económicos de grupos internos» (Canelo, 2008, 25-26).
En suma, más allá del proyecto económico implementado, «el objetivo de la dictadura argentina fue político, y la economía fue parte y efecto de un proceso más vasto» (Franco, 2016: 82) de refundación política. Esto explica la crudeza de sus mecanismos represivos y de sus modalidades de ejercicio del poder, rasgos singulares de esa experiencia histórica que quedan clausurados cuando su carácter criminal es reducido a los intereses particularistas de algunos sectores de la sociedad.
En los años 80, el mito de la «sociedad inocente» que operó como contracara de la teoría de los dos demonios había dejado vacante la explicación acerca de la violencia ilegal de la dictadura (Novaro y Palermo, 2003), o en todo caso la reducía a aquella doble demonización (según la cual la violencia de unos había desatado la violencia de otros). Con la definición de la dictadura como cívico-militar y la consecuente partición de la sociedad en sectores culpables e inocentes surge una nueva narrativa. La sociedad queda, como fue dicho, representada como una entidad dividida: por un lado, un conjunto de sectores de poder cómplices o culpables (la «sociedad civil» que le da nombre al régimen); por otro, la sociedad como víctima inocente o resistente. Ya no se trata de dos demonios sino de una bestia cuya mano –la ejecutora del terror– es movida por el cerebro que activa la maquinaria de violencia. Ese cerebro no es otro que el conjunto de sectores de la sociedad civil cómplices o beneficiarios de la violencia: fuera de ellos, el resto de la sociedad permanece en posición de víctima o resistente. Pero, como dice Vezzetti (2009: 49), sería erróneo «pensar en un movimiento de abajo hacia arriba que convierte a las cúpulas ejecutoras en instrumentos que actuaban, por delegación, los impulsos violentos de los argentinos comunes y corrientes». En efecto, esta separación entre sectores de la sociedad culpables y sectores inocentes habilita la emergencia de una visión conspirativa y al mismo tiempo complaciente sobre el pasado, y clausura la necesaria pregunta por el consenso social, por sus variaciones y mutaciones, en la medida en que pone la mirada en ciertos sectores sociales sindicados como responsables y resguarda así a una porción de la población de toda responsabilidad política.
En definitiva, la partición de la sociedad entre culpables e inocentes se proyecta en el presente y soslaya, como antaño, la pregunta por el sentido político de la dictadura, que no puede deslindarse de la pregunta por el consenso social, trascendiendo las visiones binarias y maniqueas: en palabras de Vezzetti, «¿cómo entender la atracción, la fascinación incluso, que un orden autoritario jerárquico puede ejercer sobre grandes porciones de la sociedad?» (Vezzetti, 2009: 168). En efecto, el proyecto dictatorial se implementó mediante mecanismos tanto coercitivos como consensuales, hundió sus raíces en un clima social favorable a la violencia y el autoritarismo, institucionalizó y a la vez moldeó demandas existentes, configurando así una forma de sociedad que no preexistía al régimen sino que fue resultado de su puesta en forma y sentido. Es que el problema del consenso social no se agota en la colaboración o a la complicidad sino que remite al dominio, más complejo, del sentido común.
Dicho consenso, más reactivo al inicio, más pasivo al final (Novaro y Palermo, 2003), fue a la vez una condición de posibilidad y un efecto del proyecto político dictatorial. En cuanto condición de posibilidad, se trata, en palabras de Franco, de un «régimen de verdad» distinto del actual (Franco, 2018b: 86), de un clima de época en el que la violencia estatal era no solo concebible sino tolerada y hasta alentada. La percepción generalizada de una crisis de extrema gravedad, la combinación de igualitarismo y autoritarismo, el escaso desarrollo del liberalismo y el «corporativismo anárquico» característicos de la sociedad argentina de aquellos años fueron el suelo en el que germinó la violencia (O’Donnell, 2017). De allí que, al indagar sobre las zonas grises de la complicidad o la complacencia valga la pena considerar las implicancias de dicho régimen de verdad, así como las restricciones propias de un tiempo fuertemente represivo dominado por el miedo (Alegre, 2015). En cuanto efecto, el consenso despolitizado terminó por formatear a esa sociedad temerosa que buscaba restaurar el orden: «La despolitización no debe entenderse como el efecto directo de una maquinaria de terror; existieron también formas de consentimiento no directamente represivas que operaban sobre otros resortes en el terreno de las representaciones y las creencias del orden y la seguridad» (Vezzetti, 2009: 169). En definitiva, se trata, nuevamente, de interrogar los intersticios entre la responsabilidad penal, la responsabilidad política y la moral (Hilb, 2018), esas zonas grises donde se situaba la «gente común» que avaló o al menos no cuestionó la violencia.
En suma, más allá de su adecuación conceptual, la representación de la dictadura argentina como cívico-militar vehiculiza una serie de asociaciones que subsumen bajo la categoría de «complicidad» distintos grados de responsabilidad, y bajo la categoría de «civil» a una amplia variedad de sectores de la sociedad. A esos sectores se les atribuyen distintas cualidades: son sectores de poder u oligárquicos (en cuanto son sectores dominantes y con privilegios), son fácticos (en cuanto operan «de hecho», más allá del régimen o gobierno vigente), son históricos (en el sentido de que han tenido permanencia, aunque metamorfoseados, a lo largo de la historia argentina), son antidemocráticos (o, al menos, pueden apelar a formas no democráticas para conseguir sus propósitos o lograr su supervivencia), en fin, son invisibles y exteriores al propio régimen autoritario (en tanto no son la cara visible del Estado terrorista y, en algunos casos, funcionan como principio exterior de legitimación). En oposición, las Fuerzas Armadas, verdaderas responsables de las decisiones políticas del régimen, quedan reducidas al rol de brazo ejecutor del proyecto de aquellos sectores de poder, desdibujándose así su rasgo específico y singular, a saber, la implementación y realización de un plan criminal sistemático y organizado desde el estado que robó, violó, se apropió de identidades, asesinó y desapareció ciudadanos con modalidades represivas inéditas en el mundo.
IV. Una democracia asediada
Nombrar un acontecimiento supone clasificarlo, calificarlo, resaltar algunos rasgos y omitir otros. A la vez, quien nombra lo hace desde una posición enunciativa de distanciamiento, crítica o acuerdo con respecto al fenómeno. En ese sentido, toda nominación es política. Cuando se trata de nombrar hechos del pasado, los rasgos que se delinean de ese pasado, que quedan cristalizados en el nombre que se le otorga, aparecen como el espejo deformado del presente: es así como las distinciones categoriales sobre la dictadura –por caso, aquellas que discuten su carácter totalitario o genocida[18]– dicen, al mismo tiempo, algo sobre ese pasado autoritario y algo sobre nuestro presente democrático. Es por eso que, por ejemplo, al afirmar el carácter burocrático-autoritario de las dictaduras argentinas, la apuesta conceptual O’Donnell consistía en argumentar que estas «no eran fascismos sino autoritarismos burocráticos y que la forma adecuada de combatirlos era una unívoca postulación de la democracia» (O’Donnell, 2017: 16) y no el socialismo. En un sentido similar, ¿cuáles son los efectos del empleo del término dictadura cívico-militar en el modo en que nos representamos su contracara, la democracia?
Nos interesa, para terminar, pensar cómo esta imagen del pasado se proyecta, de forma más o menos explícita, sobre la democracia. Como señalamos, en los textos examinados en (1) se establecen continuidades entre la dictadura y el periodo democrático. Si la dictadura fue cívico-militar, es dable pensar que, una vez desarticulado el poder castrense, existen todavía elementos residuales de aquel bloque de poder –ubicados en la sociedad y ocasionalmente en el Estado– que sobrevivieron al régimen dictatorial y cuyos intereses no han mutado. Poderes fácticos, oligárquicos, históricos, invisibles y externos al propio régimen político, como los que insistían durante la dictadura, que amenazan nuestra democracia.
La democracia queda entonces representada como asediada por la presencia residual de sectores que operan de forma larvada en el presente en función de sus intereses, que o bien son los mismos que en el pasado o bien apuntan a encubrir sus antiguos actos y compromisos. En ese sentido, esa democracia, que conserva en germen a esos sectores sociales que, al menos en aquella coyuntura, colaboraron o no se opusieron a la instauración de un régimen no democrático, aparece representada como una mera «cáscara formal» que encubre y está atravesada por las mismas disputas de antaño. De ese modo, la transición democrática y, en particular, el enjuiciamiento a las cúpulas militares en los años 80 queda representado como un gesto incompleto, insuficiente, incluso sesgado e interesado, esto es, como un procedimiento meramente formal y jurídico que no se atrevió a desafiar a los verdaderos, ocultos y sempiternos «poderes fácticos», esos que siguen operando incluso en democracia.
Como último movimiento, se delinea aquí un ideal democrático que es, entonces, es el de una democracia depurada, purificada y al fin liberada de esos sectores de poder antidemocráticos. Si, como dice Malamud Gotti (2000), en los años 80 el acotamiento del castigo a las cúpulas militares fue visto como un gesto político de cobardía frente a la amenaza latente de las Fuerzas Armadas sobre la democracia, una vez develada la culpabilidad militar es ahora el «factor civil» de la dictadura el que es necesario desarticular en su continuidad. Si aquella fue una transición «incompleta» porque partía de una visión limitada del pasado, veinticinco años más tarde, la categoría de dictadura cívico-militar parece venir a reponer una imagen «completa», más abarcadora y más certera sobre lo sucedido en aquellos años de terror: ya no se trata solo de castigar a los que cometieron crímenes atroces sino de ampliar los anillos de responsabilidad y de identificar a los verdaderos «cerebros» de aquel plan criminal, desplazándose desde el Estado hacia la sociedad civil misma, en su multiplicidad y diversidad.
A diferencia de aquella transición incompleta, la actual visión completa de la historia no oculta su carácter político. Por el contrario, el hecho de establecer una continuidad de los adversarios del pasado en el presente aparece como un gesto político de primer orden, en la medida en que supone enfrentar sectores de poder enquistados en el corazón de la democracia. Sin embargo, vale la pena preguntarse si este gesto aparentemente politizador no es, en verdad, un gesto despolitizante, por cuanto desplaza la pregunta por el sentido de la experiencia dictatorial desde lo político hacia la sociedad civil.
V. Conclusiones
En este trabajo propusimos reponer un debate relativamente reciente en el espacio público: aquel que afirma el carácter cívico-militar de la dictadura argentina, que quedó plasmado en la denominación dictadura cívico-militar, de gran circulación en la discursividad política argentina. En este recorrido por lo que podría llamarse un estado del debate, primero nos ocupamos de analizar algunos textos fundacionales en la instalación de esa denominación. Los textos de Verbitsky, Bohoslavsky y de los autores allí compilados (Verbitsky y Bohoslavsky 2013; 2015) configuran una narrativa acerca del origen, las causas y los propósitos de la dictadura que, si bien no es original, logró imponerse como un nuevo sentido común y destituir narrativas previas.
En un segundo momento, repusimos argumentos, incluidos en trabajos contemporáneos o incluso previos, que permiten identificar los silencios y omisiones de esta narrativa, poniendo especial atención en la dimensión política de la dictadura. Así, desde la historiografía y la teoría política, los textos señeros de Novaro y Palermo (2003), Quiroga (2004), Canelo (2008), Franco (2016; 2018a) y Vezzetti (2009), entre otros, conforman un corpus que ofrece una mirada alternativa al problema de los vínculos entre lo civil y lo militar: más allá de lo estrictamente categorial y del proyecto económico emprendido por la dictadura, entendemos que los autores ponen su mirada en la impronta política del régimen y por lo tanto en la forma de sociedad forjada durante los años de plomo, con sus consensos, sus activaciones y desactivaciones, su producción de sentido y su puesta en escena. Como vimos en el tercer apartado, esta lectura sobre la dictadura se proyecta, asimismo, sobre la democracia. (
En conclusión, en este trabajo intentamos mostrar que comprender el sentido de una experiencia dictatorial sin precedentes y sus efectos en la trama de la sociedad y el estado supone, al mismo tiempo, aprehender la novedad de aquello que adviene como su contracara, y no homologarlo ni aplanar sus diferencias. Supone reconocer que la democracia conseguida en 1983 y trabajosamente sostenida hasta el presente constituyó, en efecto, una ruptura total con el pasado, una apertura radical a la vida y a la libertad, un tiempo nuevo en el que el terror, la violencia y el crimen político ya no tienen lugar.
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