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Recepción: 07 Julio 2022
Aprobación: 19 Agosto 2022
Resumen: Este trabajo se enmarca en la investigación desarrollada para mi tesis de Maestría en Criminología, acerca de las características del saber penal moderno en Argentina, en su etapa de surgimiento. Aquí se identifican y analizan algunos de los aspectos relevantes de ese proceso: el uso de la noción de “ciencia penal”, por parte de los autores, como herramienta para la construcción del nuevo campo experto; y las características de los procesos de importación cultural de ideas provenientes de Europa que aquellos desplegaron. A ese fin, se emplean como material de archivo las tesis doctorales en materia penal del Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires, correspondientes al período 1827-1860. Esos textos son analizados con el marco teórico de la “racionalidad penal moderna”, de Alvaro Pires, para trabajar el primer aspecto; y mediante las categorías planteadas en distintos trabajos por Máximo Sozzo para pensar los procesos de traducción de ideas en materia penal, con relación al segundo.
Palabras clave: Racionalidad penal moderna, surgimiento, Argentina, ciencia penal, traducción, importación cultural de ideas.
Abstract: This paper is focused on the investigation developed for my Master’s thesis in Criminology, about the characteristics of criminal modern knowledge in Argentina, during the period of its emergence. Some of the relevant aspects of this process are analyzed and identified here: the use of the idea of “criminal science” by the authors, as a tool for the construction of new professional field; and the characteristics of the processes of cultural ideas coming from Europe importation. For that purpose, the doctoral thesis in criminal matters of the Department of Jurisprudence of the University of Buenos Aires between 1927-1860, are used as a relevant material. These texts are analyzed within the theoretical frame of the “modern penal rationality”, by Alvaro Pires, in order to work the first aspect; and the categories developed by Máximo Sozzo in different works to analyze the translation processes of penal ideas, in relation to the second one.
Keywords: Modern penal rationality, emergence, Argentina, criminal science, translation, cultural ideas importation.
1. Planteo del problema
Sostiene Alvaro Pires (Pires, 1998) que a partir del siglo XII comenzó a gestarse en Europa un lento proceso de transformación de las ideas acerca de la justicia, el delito y el castigo en materia penal. Para la segunda mitad del siglo XVIII, esas ideas se articularon hasta conformar un sistema de pensamiento con pretensión de erigirse en un «saber serio» (Dreyfus y Rabinow, 1982), que otorgó una identidad específica a las nociones de «delito» y de «pena» —«ontologización»—, y estableció entre ellas una relación necesaria. De esta manera se terminó conformando un nuevo esquema de regulación formal y autosuficiente, la «botella de las moscas» del sistema penal, que excluiría, en lo sucesivo, la posible intervención de otros ámbitos de regulación jurídica o social en esta clase de conflictos.
Pires lo explica con claridad a través de la metáfora de la «botella de las moscas»:
Comencemos por recordar la breve descripción que hace Watzlawick (1988:269) de las antiguas ‘botellas de las moscas’. Estas botellas fueron utilizadas para ciertos experimentos, y han servido para dilucidar cómo reaccionamos desde el punto de vista del conocimiento en determinadas circunstancias. Estas botellas, cuenta Watzlawick, ‘tenían una gran abertura, en forma de embudo, que daba una apariencia de seguridad a las moscas que se aventuraban por el cuello cada vez más estrecho del recipiente. Una vez que se encontraban en el cuerpo de la botella, el único modo que tenía la mosca de salir era tomar el mismo conducto estrecho por el que había entrado. No obstante, visto desde dentro, parecía aún más estrecho y peligroso que el espacio en el que estaba prisionera’. Por ello, buscaba la salida donde no estaba, es decir, en el espacio aparentemente más abierto y seguro del fondo de la botella, y acababa muriendo en ella, a pesar de que la salida no estaba bloqueada. De acuerdo con Wittgenstein, continúa Watzlawick, ‘habría sido infructuoso, en tal situación, convencer a la mosca de que la única solución a su dilema era la que parecía menos apropiada, y más peligrosa’: era necesario retomar el camino inverso, aventurarse por el cuello de la botella, para recuperar la libertad. Para Watzlawick, la cuestión es la siguiente: ‘¿Cómo hallamos el modo de salir de la botella de las moscas, de una realidad que hemos construido, y que no nos conviene?’. Peor aún: ‘¿Tenemos esperanza de liberarnos, si todas las soluciones que imaginamos no llevan más que ‘a más de lo mismo’…?’ (Watzlawick, 1983: 269) (Pires, 1998:7-8).
Para Pires, el modo en que el sistema penal «moderno» comienza a tramitar sus procesos desde la segunda mitad del siglo XVIII, responde a esta lógica:
Se podría decir que en Occidente se ha construido progresivamente algo semejante a una ‘botella de las moscas’, por lo que se refiere a la justicia penal. De forma más precisa, nuestro sistema de pensamiento en materia penal ha cobrado la forma de una botella de las moscas, es decir, de un sistema que tiene tendencia a naturalizar el ‘delito’ y, sobre todo, a hacer necesaria la relación entre delito y pena (en sentido fuerte), así como la obligación de castigar. Este sistema de pensamiento se caracteriza, entre otras cosas, por la tendencia a presentar el derecho penal como un sistema de regulación tan autosuficiente, diferenciado y cerrado sobre sí mismo que sería por principio opuesto a los otros sistemas de regulación social y jurídica, de naturaleza diferente (Pires/Acosta, 1994:10). A falta de un nombre mejor, llamaría a este sistema de pensamiento cerrado, que se constituye como una botella de las moscas, o como un paradigma jurídico-político-filosófico en el que se impone la adhesión, como ‘racionalidad penal moderna (Pires, 1998:8).
Efectivamente, la «racionalidad penal moderna», así entendida, parece expresiva de los modos dominantes de ver y actuar sobre la cuestión penal en Occidente desde entonces. En el caso de Argentina, se ha observado que, aproximadamente en el período 1820-1860, comenzó a gestarse un proceso de características similares (Marteau, 2003; Sozzo, 2007, 2015), a partir de la importación cultural de ideas provenientes de aquella Europa ilustrada[2] y de los «penalistas» o «neoclásicos» europeos de principios del siglo XIX,[3] que se consolidaría unas décadas más adelante, especialmente con el arribo de las ideas del positivismo criminológico (Sozzo, 2007, 2015).
Precisamente la «importación cultural de ideas» —concepto que aquí será entendido en los términos expuestos por Sozzo (2001, 2017) — fue central durante la etapa de surgimiento de la racionalidad penal moderna en nuestro contexto, y ello se hace evidente en el debate académico desplegado al interior de los dos grandes núcleos de enseñanza, difusión y/o discusión de ideas jurídicas sobre el crimen y el castigo en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo XIX: la Academia de Jurisprudencia[4] y el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires[5] (Barreneche, 2001; Caimari, 2002, 2004; Sozzo, 2007, 2015; Candioti, 2017; Levaggi, 1972, 1977, 2014; Levene, 1941, 1949; Piccirilli, 1942; Álvarez Cora, 2002).
Sin embargo, resulta problemático identificar las «características» del propio proceso de importación, en el sentido de establecer si se trató de un mero trasvase de ideas de un contexto a otro; si, en cambio, hubo una articulación más reflexiva y crítica, en la que ambos contextos hayan podido contribuir a delinear los rasgos específicos de la racionalidad local, tal como parece haber sucedido en la etapa posterior de «consolidación» de la racionalidad penal moderna durante el auge y expansión del positivismo en la Argentina (Sozzo, 2001, 2015, 2017); o bien en qué medida puede sostenerse lo uno o lo otro. Estas alternativas son compatibles con las nociones de «traslación, transacción y metamorfosis», propuestas por Sozzo (2001; 2017), con las aclaraciones que se harán en su caso.
Entre quienes sostienen lo primero, Álvarez Cora plantea que la incipiente doctrina nacional de la primera mitad del siglo XIX carecía de una visión global, y estaba elevada en importancia por una cantera de doctorandos «proclamadores de tópicos y obsesos reiteradores de unas cuantas ideas» (Álvarez Cora, 2002:15-22). La define como pobre y poco original, crítica de la legislación sobreviviente pero incapaz de demoler su propia historia jurídica, limitándose apenas a analizarla a la luz de los principios del liberalismo. El autor llega a preguntarse si efectivamente «hubo doctrina de propio cuño» en la «penalística» anterior a Tejedor, o si solo se trató del remedo de los autores europeos recurrentemente citados, rescatando solo la singularidad de una propuesta de Bellemare, y el análisis personal y propiamente doctrinario de Juan B. Alberdi (Álvarez Cora, 2002:26-31).
Desde la otra perspectiva, Caimari describe la situación de los jóvenes «traductores-importadores locales» del período como personas que tenían un ojo en la teoría europea, pero certezas de otra índole que amenazaban su aplicación. La autora plantea que el contexto político y teórico de recepción de las ideas ilustradas sobre el crimen y el castigo promovió temas nucleares como la codificación, el racionalismo, la moderación y el utilitarismo, y destaca la influencia de profesores como Somellera y Bellemare en esa dirección. Sin embargo, advierte que la mitad de los jóvenes tesistas del período, sin rechazar esas enseñanzas, e incluso empleando los argumentos y el lenguaje ilustrado, defendieron la pena de muerte contra la opinión de sus maestros, situación en la que lee una objeción «práctica» derivada de las características del contexto local: inestabilidad social, precariedad institucional y hasta falta de educación de las masas —esto último en argumentos de Florencio Varela y Miguel Cané (p) —. A partir de este tipo de miradas, les parecía desaconsejable la implementación local de una idea o principio importado que, en términos filosóficos, consideraban plausible (Caimari, 2002, 2004).
En el presente trabajo me propongo contribuir a la comprensión del modo en que se desplegó la importación cultural de ideas ilustradas y neoclásicas europeas sobre el crimen y el castigo, durante el surgimiento de la racionalidad penal moderna en Argentina. En línea con las obras recién citadas, me ocuparé de su recepción en los textos académicos locales que se individualizarán a continuación, dejando afuera otras dimensiones en las que también se expresa la racionalidad penal moderna, como la institucional, legislativa, las prácticas y las representaciones. A ese fin, limitaré el campo de observación a un material empírico de gran relevancia: las tesis doctorales en materia penal del Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires, durante el periodo 1827 a 1860.
La elección de este material tiene una doble justificación. Por un lado, se trata del núcleo de producción de ideas cuantitativamente más importante del período, considerando el número de textos editados e inéditos. En segundo lugar, su anclaje institucional nos acerca a los temas y puntos de vista que debieron circular con mayor preponderancia en la enseñanza y formación disciplinaria, dando una idea de «cuerpo» de doctrina u organicidad, que puede ser relevante para comprender las particularidades de su producción. El período seleccionado comienza con la presentación de las primeras tesis ante el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires (Varela y Villademoros, en 1827) y termina con la publicación del Curso de Derecho Criminal, de Carlos Tejedor (1860), obra que expresa ya una visión integral de la racionalidad penal moderna.
¿Qué características tuvo el proceso de importación cultural de ideas sobre el crimen y el castigo reflejado en las tesis doctorales de la Universidad de Buenos Aires en el período 1827-1860? ¿Se trató mayormente de un proceso de «traslación» de ideas, compatible con una lógica de reemplazo a nivel discursivo? ¿Se observan, en cambio, ejercicios de «transacción» o «metamorfosis», en los que se balancean las ideas importadas con críticas surgidas de la observación y/o la reflexión teórica a nivel local?
2. El archivo: las tesis doctorales en materia penal (1827-1860)
Las primeras tesis doctorales del Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires fueron presentadas en el año 1827.[6] De las 6 correspondientes a ese año «inaugural», dos se vincularon con lo penal: la Disertación sobre los delitos y las penas de Florencio Varela, y la Disertación sobre la necesidad de que se reformen los procedimientos de justicia penal, de Carlos Villademoros (Marcial Candioti, 1920).
Del total de 241 tesis presentadas hasta el año 1860, inclusive, 33 trataron temas penales:
Si bien ese número puede parecer bajo, hay que tener presente que recién en el año 1856 se creó la primera cátedra específica, aunque todavía no exclusiva: la de Derecho Criminal y Mercantil, a cargo de Carlos Tejedor. Hasta entonces, las lecciones de Derecho Penal se dictaban al interior de la Cátedra de Derecho Civil, cuyo titular era Pedro Somellera (Levaggi, 1977; Barreneche, 2002; Sozzo, 2007), sobre la base de unas notas del autor que recién serían publicadas en el año 1848, luego de su fallecimiento (Somellera, 1848). En tales condiciones, cabría pensar que el interés en lo penal era significativamente alto. Esto es lo que sostiene Barreneche (2002), cuando señala que las tesis sobre derecho penal eran las segundas más numerosas luego de las de derecho civil, y destaca el interés que los temas penales también despertaban por fuera del Departamento, por ejemplo, en las ponencias y discusiones al interior de la Academia de Jurisprudencia, el otro espacio relevante de discusión de ideas jurídicas del momento (Levene, 1941; Levaggi, 1977; Barreneche, 2002; Sozzo, 2007; Candioti, 2017).
Repasando los temas de las tesis penales del período, se observa un preponderante interés sobre la problemática de la «pena» respecto de otros tópicos que habitualmente integran el contenido de la disciplina moderna, como los «delitos» y los «procedimientos».[8]
23 tesis se ocuparon principalmente de las penas. Un caso particular que merece destacarse es el de Florencio Varela (1827) quien, además, escribió sobre los delitos, instituciones como la cárcel y la justicia, e incluso sobre la propia «ciencia de la legislación» en materia criminal. 16 de estas tesis hablaron de la pena de muerte. 12 de ellas trataron a la pena de muerte como el objeto principal de sus proposiciones. Este dato es llamativo: más de un tercio del total de las tesis doctorales sobre derecho penal del período, se concentraron exclusivamente en ese tópico: Ángel López, 1831; Fernando del Arca, Bernabé Caravia, Francisco Villanueva, 1832; Marco Avellaneda, Marcos Paz, Jose M. Reybaud, 1834; Felipe Rufino, 1837; Tristán Narvaja, 1840; Eulogio Cruz Cabral, 1845; Adolfo Alsina, 1852; Benjamín Llorente, 1856. 3 tuvieron por objeto la problemática de la pena de confiscación de bienes: Francisco Solano Antuña, 1834; Laureano Costa, 1835; Ildefonso Islas, 1837. Otros temas abordados fueron la arbitrariedad de las penas, su proporcionalidad, el derecho de gracia, y la posibilidad de aplicar penas por deudas.
6 tesis versaron sobre delitos, abarcando lo que hoy definimos como parte general y también parte especial del derecho penal. Entre ellas, el tema más recurrente fue la tentativa: Alejandro Heredia, 1851; Miguel Villegas, 1860; Juan J. Montes de Oca, 1860.
5 tesis se ocuparon de temas que hoy definiríamos como de derecho procesal penal. 3 de ellas se manifestaron en contra de la posibilidad de aplicar penas extraordinarias en defecto de plena prueba, lo que en el fondo implicaba posicionarse sobre cuestiones procesales como la presunción de inocencia y la carga de la prueba: Fernando Cruz Cordero, 1843; Manuel Langenhein, 1852; Nicolás Avellaneda, 1858. 2 tesis se pronunciaron sobre la necesidad de reformar el procedimiento inquisitorial: Carlos Villademoros, 1827; Bernabé Quintana, 1860. La primera de ellas se manifestó a favor de la implementación del juicio por jurados populares, y la segunda en contra.
Una característica que resulta relevante para comprender el tipo de análisis desplegado en este material y la clase de tratamiento que dieron a las obras de los grandes referentes europeos, es que se trata de trabajos iniciales de jóvenes que pretendían, a través de su aprobación, insertarse profesionalmente en el emergente campo del derecho penal. Esta particularidad se hace ostensible al inicio o al final de muchos de los textos examinados, donde pueden leerse pedidos de disculpa o reclamos de indulgencia, que nacen de la proclamada inexperiencia de los autores para intervenir en un campo de saber experto. Esas manifestaciones tienen dos direcciones: los referentes extranjeros cuyas obras son citadas y analizadas, y los profesores locales a cargo de la evaluación de las tesis. En ambos sentidos, se expresa desde un respeto solemne hasta un temor reverencial.
Un buen ejemplo de ello es el trabajo de Quintana:
Si no hemos coronado nuestra tesis con lúcidos argumentos, no debéis extrañar señores, porque sabéis bien que el primer trabajo del alumno, no puede ser otra cosa que la mala repetición de las explicaciones de sus Catedráticos, con algunas razones más, obtenidas de la meditación de sus desordenadas lecturas (Quintana, 1860:35).
Otro caso representativo es la aclaración de Narvaja:
Vengo a tratar ante vosotros, con una cabeza poco fuerte, y estrechos antecedentes un punto que celebridades antiguas y modernas, con frentes altivas y plumas más bien contadas que la mía, han desenvuelto con gran talento y buen suceso. Mi débil voz alzada en medio de la de hombres colosales no es sino una ligera vibración de la cuerda, pulsada por una mano poco diestra y un espíritu opaco, pero sincero (Narvaja, 1840:3).
Estas últimas palabras son curiosas. La lectura detenida de este texto pone en evidencia que el autor incurrió en un plagio. La tesis de Narvaja titulada «Disertación sobre la abolición de la pena capital», presentada en 1840, es prácticamente una copia textual —con algunos agregados y, en ocasiones, con ligeras variaciones de redacción— de la que había presentado 6 años antes Marco Avellaneda, titulada Tesis sobre la Pena Capital. Los ejemplares en poder de la Biblioteca Nacional son manuscritos en ambos casos y exhiben claras diferencias en la caligrafía, lo que despeja la posibilidad de un error en la identificación de alguno de los textos. En otro de sus pasajes, Narvaja advierte: «… se ha dicho y escrito tanto en pro y en contra que nada podría agregar de nuevo…», lo cual es, en este caso, literalmente cierto. De hecho, esa frase también le pertenece a Avellaneda.
3. El arribo de las ideas europeas sobre el delito y la pena
El ideario de la Ilustración europea sobre el crimen y el castigo circula ampliamente en estos textos. Lo propio ocurre con el de los penalistas de principios del siglo XIX, como Ortolán, Rossi o Pacheco, especialmente entre los tesistas del final del período.[9] Los autores más mencionados son Beccaria y Bentham. El nombre del primero figura en no menos de 20 tesis, mientras que el del segundo aparece en, al menos, 11. En ocasiones no están expresamente identificados, pero su influencia se hace evidente en los contenidos.
Beccaria tiene especial presencia en las tesis sobre la pena de muerte, donde es señalado por algunos autores como el iniciador de la polémica —por ejemplo, en la tesis de Marcos Paz (1834) —. Es interesante observar que las posiciones de este autor y de Bentham son utilizadas en algunas ocasiones para apoyar la pena de muerte, y en otras para rechazarla, habida cuenta de los juegos de regla y excepción que ambas contienen. Claro está que sus influencias no se limitan a ese tópico, sino que se extienden a otros más generales. Montesquieu, Rousseau, Filangieri, Constant, Rossi, así como también diversas menciones a «los publicistas» en general, y a los «comentaristas» de los primeros, son también frecuentes.
Cuesta, en cambio, encontrar referencias a autores o ideas ajenos a ese contexto de procedencia, que operen como alternativa o contrapeso argumental. Aquí nos referimos a autores o ideas que se vinculen con el legado colonial todavía presente, y pasamos por alto las menciones a otros completamente desligados del contexto, como Platón y Cicerón, que están nombrados en algunas ocasiones. Es interesante observar, en este sentido, cómo la tesis de Villanueva (1832) presenta una «lista» de autores a favor y otra en contra de la pena de muerte, todos los cuales provenían de la ilustración: Montesquieu, Rousseau, Beranger, Filangieri, Constant, de un lado; Beccaria, Bentham, Dupont, Tracy, del otro. Algo similar ocurría con la de Marco Avellaneda (1834) —y con su versión «espejada» de Narvaja (1840)—. La Ilustración proveía argumentos para ambas posiciones.
La tesis de Adolfo Alsina (1852) puede ser el mejor testimonio de ello: el autor se proponía defender la pena de muerte, empleando argumentos del derecho natural y la Ilustración; empleando, decía Alsina, las mismas palabras que se utilizaban para atacarla. En esta línea podrían incluirse también las referencias a Manuel de Lardizábal en las tesis de Malaver (1860) y Montes de Oca (1860), autor aquél que se había ocupado de «traducir» las ideas de la Ilustración francesa y británica a España (Sozzo, 2007:637).
Existen, sin embargo, algunas salvedades o matices. Fernando del Arca (1832) invocaba a la ley natural y a la luz del cristianismo, aunque luego los conjugaba con el progreso de la ciencia —de la legislación penal—. También hay referencias al cristianismo y a Dios en la tesis de Marcos Paz (1834) quien, sin embargo, indicaba que Francia era una de las naciones más sabias y avanzadas, y señalaba que la abolición de la pena de muerte se correspondía con las «ideas modernas sobre la penalidad». Otra tesis que exhibe interesantes mixturas en su argumentación es la de Fernando Cruz Cordero (1843), quien sostenía que las leyes debían acomodarse a la República, y no al revés, y que un buen legislador —especialmente en materia criminal— debía tener presente la religión, costumbres, carácter y genio de la Nación que gobernaba. Incluso el clima, afirmaba, incide en nuestro físico, moral y delitos. De allí derivaba que la costumbre tuviera más peso que la ley: la última era respetada, mientras que la costumbre era amada. Sin embargo, formulaba una proposición que parecía ir en sentido contrario: se pronunciaba en contra de la costumbre judicial de aplicar una pena extraordinaria al acusado en defecto de plena prueba, porque ello atentaba contra la presunción —legal— de inocencia. Para fundar su objeción, citaba a Montesquieu, pero también a la Biblia, a un filósofo chino -a quien no individualizaba- y dejaba expresada la curiosa salvedad que contemplaban las Partidas: el único caso en que podía castigarse sobre la base de presunciones era el de la mujer infiel (Cruz Cordero, 1843:10-11).
Alejo B. Gonzáles (1852) se definía como criminalista cristiano y filósofo, e invocaba nociones aristotélicas como el «dar a cada uno lo suyo» y la distinción entre justicia distributiva y conmutativa. Sin embargo, consideraba que rotos los vínculos con los españoles y llegada la democracia, debía abrirse camino el progreso.
Bernabé Quintana (1860) es otro ejemplo de autor que invocaba un credo religioso asociado con la tradición colonial —en este caso, la sabiduría del creador—, para luego encauzar sus ideas en la senda del Iluminismo. Su proposición es elocuente en este último sentido:
… el procedimiento inquisitorial para la averiguación y castigo de los delitos no consulta las garantías que debe gozar el ciudadano de un país libre y por lo tanto debe desaparecer en la reforma de nuestras leyes criminales (Quintana, 1860:8).
En una línea más definida, Cruz Cabral (1845) fundaba la prevalencia del «buen criterio y del íntimo conocimiento del corazón humano» por sobre de las «luces filosóficas y jurídicas». Sin embargo, no abrevaba en fuentes directamente coloniales: sus citas en este sentido remitían a la Biblia, a Demóstenes y a Platón.
Reseño a continuación las menciones expresas de autores en las tesis del período:
Existen también algunas referencias a la «legislación» colonial, aunque la mayoría de ellas con una connotación negativa. Entre las que les otorgaban un empleo «positivo», Solano Antuña (1834) y Laureano Costa (1835) citaban disposiciones locales en sus tesis sobre la pena de confiscación general de bienes, uno para defenderla y otro para criticarla. Cané (1835) invocaba una Ley de Partidas según la cual la pena incluía una finalidad de intimidación, y trabajaba sobre los siete tipos de penas que allí se contemplaban. Cruz Cordero (1843) citaba un pasaje de las Partidas sobre prueba y presunciones. Nicolás Avellaneda (1858) citaba una Ley de Partidas que prohibía castigar sin plena prueba, y otra que exigía emplear la tortura cuando era necesario obtener la confesión por falta de pruebas, entre otros pasajes. Ponderaba también a Alfonso el Sabio. Montes de Oca (1860) se apoyaba en las Partidas para describir soluciones particulares al problema de la tentativa.
La influencia de la Ilustración europea se observa también, de modo particular, en el tratamiento individual de los tópicos que contribuyeron a constituir la racionalidad emergente:
La pretensión de construir —o inscribir las propias ideas en— una «ciencia penal».
La autonomía y características que el delito y la pena fueron adquiriendo en ella.
Las concepciones sobre el sujeto que comete delitos.
La imagen de la justicia penal.
De todas ellas, en razón de su mayor vinculación con el objeto específico de este trabajo, me detendré en la primera.
4. La pretensión de cientificidad
La palabra ciencia aparece con mucha frecuencia en los textos relevados para definir a la materia que ocupaba sus objetos: «ciencia de la legislación» (Varela, 1827; Cruz Cabral, 1845), «ciencia de la jurisprudencia» (Varela, 1827), «ciencia del derecho» (Gonzales, 1852), «ciencia penal» (Del Arca, 1832), rama de las «ciencias morales» (Quintana, 1860), entre otras. En ocasiones, se usaban otros términos con sentido análogo, como «filosofía» (Cruz Cabral, 1845; Montes de Oca, 1860), «sistema» (Cané, 1835; Quintana, 1860), o «criminalista» (Gonzales, 1852) para definir al experto en ese saber.
No hay, sin embargo, una definición de ciencia. Tampoco parece muy relevante discutir aquí ese concepto, ni el alcance que pudieron haberle atribuido los autores argentinos del siglo XIX, presumiblemente inspirados en las nociones de los autores europeos de la segunda mitad del siglo XVIII. Resulta más interesante examinar el uso que hicieron de ese concepto: qué características le atribuyeron al discurso científico; a qué lo opusieron; qué consecuencias extrajeron de su utilización.
En muchos de los trabajos examinados, el término ciencia aparece en un sentido valorativamente positivo, por oposición a un pasado/presente de «no ciencia», oscuridad, arbitrariedad, al que se califica negativamente y se pretende dejar atrás. Esa misma retórica era habitual en los discursos ilustrados sobre el crimen y el castigo de los autores europeos del siglo precedente (clave, por ejemplo, en Beccaria, 1984 [1764]), a los que los intelectuales locales leían.
Florencio Varela sostenía que la ciencia de la legislación permanecía en un «atraso vergonzoso». La legislación local, dictada en la «ignorancia de su tiempo», era un «oscuro laberinto» y los ciudadanos casi no la conocían, o lo hacían solo por tradición y casi por instinto, resultando una «monstruosidad» la obligación de respetarla en tales condiciones. La «barbarie» de las leyes y su distancia con los ciudadanos, abrían un vasto campo a la arbitrariedad judicial. Varela criticaba la crueldad de las penas, por desproporcionadas y excesivas, pero también la de los procedimientos, que acudían al tormento como regla para obtener confesiones; e incluso a las cárceles, «escuelas de inmoralidad» donde se mezclaban criminales con inocentes que aprendían de aquellos (Varela, 2007 [1827]:649-652).
Carlos Villademoros consideraba que los procedimientos criminales se encontraban «en un estado casi tenebroso, inquisitorial y arbitrario como en los tiempos de la tiranía metropolitana» (Villademoros, 2016 [1827]:162).
Similares caracterizaciones surgen de las tesis de Alejandro Heredia (1851), Manuel Langenhein (1852) y Alejo B. Gonzáles (1852). Este último, pese a identificarse como «criminalista cristiano», según vimos, llamaba al esfuerzo por lograr que la ciencia del derecho saliera de las antiguas tradiciones, y vinculaba la noción de «vindicta pública» a la antigüedad y la tiranía. Planteaba que las leyes vigentes eran opuestas a las nociones de democracia, republicanismo y libertad.
Un grupo de autores no incluidos entre quienes realizaron tesis en materia penal, pero que pueden ser considerados en este apartado porque el objeto de sus disertaciones era la reforma de la legislación vigente, se pronunciaban en sentido similar. Santiago Viola, en 1838, justificaba su proposición relativa a la necesidad de codificar, en que:
La inmensidad de sucesos que se han agolpado desde nuestra revolucion, nos han tenido ligados desgraciadamente á un código viejo, oscuro, semi-bárbaro y abrumador. Nuestros Jueces y nuestros Jurisconsultos han tenido que acallar mil veces los gritos de sus conciencias, sentenciando y fundando sus defensas en leyes incompatibles con nuestra naturaleza, con nuestra civilización y con nuestro sistema (…) La España misma ha clamado con voz doliente por la abolición de su código, por la promulgación de uno nuevo adaptable á nuestro siglo (Viola, 1838:10).
Un año después, Manuel Acosta, en su tesis sobre la necesidad de corregir nuestra legislación, acusaba a la colonial de estar poco promulgada —publicitada— y resultar incomprensible.
Bernardo de Irigoyen sostenía, hacia 1843, que:
En tanto nosotros vivimos aun regidos por leyes nacidas en la obscuridad de atrasados siglos, formadas por hombres que no conocian los principios de la verdadera jurisprudencia, contradictorias muchas veces entre sí, y propias de la anarquía feudal de la España (Irigoyen, 1843:21).
Sobre el final del período aquí considerado, Bernabé Quintana criticaba la severidad de las leyes del pasado y a cada uno de los elementos del sistema inquisitorial que nos legaron: el secreto, la escritura, las escasas posibilidades de defensa, la ausencia de imparcialidad del juzgador (Quintana, 1860:20-24).
Contemporáneamente, Antonio Malaver caracterizaba a la legislación local como confusa, superpuesta y oscura (Malaver, 1860:15-17).
Para los tesistas, la respuesta al problema del pasado/presente del que pretendían despegarse, era la «ciencia». El vocabulario científico denotaba orden, coherencia, claridad, racionalidad, allí donde se decía que reinaban los valores opuestos.
Varela consideraba que Francia e Inglaterra habían sido los primeros países en aplicar la «ciencia de la jurisprudencia», Beccaria el primero en establecer sus principios «verdaderos», y Bentham quien los desarrolló «sobre bases más sólidas». En línea con esos antecedentes, el autor argentino presentaba su obra como una «teoría de los principios de la ciencia de la legislación» (Varela, 2007 [1827]:650-654). No fue el único.
Villademoros sostenía que la tarea de reformar los procedimientos reclamaba «intelectualidad, erudición, mentes luminosas» (Villademoros, 2016 [1827]:163).
Del Arca invocaba el adelanto de la ciencia del Derecho y afirmaba que la exigencia de que el mal de la pena fuera mayor que el mal del delito era un «principio de la ciencia penal» (Del Arca, 1832:5).
Dos años después, Marco Avellaneda consideraba al período histórico que se estaba iniciando como:
…una época en que la luz cunde con la fuerza de un rayo y la filosofía somete a su examen las cuestiones de la moral y la política (M. Avellaneda, 1834:3).
El mismo año 1834, Marcos Paz empleaba el vocablo tanto para caracterizar al problema de fondo —cuando sostenía que en el siglo anterior las naciones europeas se habían civilizado sobre bases más racionales y científicas—, como para referirse a su propia tesis, cuando expresaba temor de que el tribunal no hallase en su trabajo «muchos méritos científicos» (Paz, 1834:2).
En su tesis sobre la abolición de las penas arbitrarias, Cruz Cordero decía que donde hablaba la razón perdían valor la práctica o las costumbres (Cruz Cordero, 1843:13).
Alejo B. Gonzáles consideraba a la abolición de la pena capital como un progreso de la ciencia (Gonzales, 1852:4).
Montes de Oca se proponía examinar el problema de la pena correspondiente a la tentativa de delito, a la luz de la razón y de la sana filosofía (Montes de Oca, 1860:19).
Nicolás Avellaneda sostenía que los castigos excepcionales se habían conservado por la autoridad de sus escritores y al abrigo de sus sofismas (N. Avellaneda, 1858:19).
Bernabé Quintana definía al derecho penal como una «rama principal de las ciencias morales», porque establecía la extensión y límites del poder de castigar los delitos, los casos en que las conductas podían considerarse tales y las condiciones que debían mediar en la aplicación. Sintetizaba así las pretensiones de este nuevo saber, entre cuyos «adelantos científicos» se encontraba la introducción del sistema de acusación que propiciaba (Quintana, 1860:6-8).
Es posible identificar dos usos de la apelación a la cientificidad. El primero, como exigencia de orden, coherencia y sistematicidad en el análisis. Debemos tener presente que la justicia colonial no concebía la resolución de un caso como la sola aplicación de la ley formal a los hechos por parte del juez, en los términos en que la presentan los discursos modernos. En cambio, la tarea del juzgador consistía en emplear las diversas fuentes del Derecho —la ley, la costumbre, la equidad, la analogía, la opinión de jurisconsultos— hasta dar con la solución justa (Magdalena Candioti, 2017:27). Contra este tipo de procedimientos parecen reaccionar los autores modernos, al punto que algunas tesis —Cruz Cordero, 1843; Langenhein, 1852; N. Avellaneda, 1858— se dirigen específicamente a criticarlo.
En este primer sentido, Bernabé Caravia discutía un argumento en contra de la pena de muerte reduciéndolo, según sus términos, «a la precisión silogística», para descubrir su error (Caravia, 1832:7).
Cruz Cordero establecía una regla de interpretación:
… para aseverar la exactitud de una máxima, de un principio, es necesario analizarlo, y ver a qué consecuencias nos conduce; si nos lleva a un absurdo en teoría, a una injusticia en la práctica, sin trepidar debemos desecharlo (Cruz Cordero, 1843:11-12).
Otras tesis invocaban, de modo más genérico, la necesidad de aplicar la razón al examen de las cuestiones propuestas. La pretensión de cientificidad, así planteada, tendía a identificarse con la exigencia de construir un saber interpretativo riguroso, asimilable al rol que luego jugaría la dogmática penal, cuyo destinatario principal sería el juez.
El «segundo sentido» en que aparece la noción de ciencia es el de la vocación por conformar un saber cuyas proposiciones fueran anteriores al acto de legislar. La ciencia le indicaría al legislador cómo legislar: qué considerar delito y qué no, de qué manera diseñar los procedimientos y cómo castigar.
El uso más elocuente de este segundo sentido está en la queja de Varela respecto de que la ausencia de ciencia, de conocimiento acerca de los principios que la constituían, conducía a los legisladores a seguir sancionando las mismas conductas que antes estaban prohibidas y adjudicarles pena. Mutando el vocablo, Varela se lamentaba de que la «filosofía» fuese «extranjera a la jurisprudencia criminal». En vista de ese problema, su teoría de los principios de la ciencia de la legislación eran una indicación al legislador, habida cuenta de que: «La buena legislación criminal es el alma de las instituciones liberales» (Varela, 2007 [1827]:674).
¿Qué características tenía esta emergente ciencia penal?
Tanto la que debía orientar la interpretación, como aquella cuyo objetivo era guiar al legislador, estaban basadas en el principio de la «razón» como fuente de conocimiento, de conformidad con la impronta filosófica dominante en el contexto de la Ilustración. Las disertaciones de los jóvenes tesistas discurrían casi exclusivamente en el plano argumental. Examinaban una idea, relevaban los argumentos en circulación y tomaban posición. Al hacerlo, ingresaban en un mundo de puras abstracciones y conceptos, no exento de argumentos de autoridad, que raramente dialogaba con otros saberes, y prácticamente no se «contaminaba» de evidencia empírica. Un saber formal, cerrado, autosuficiente, que moldeaba un nuevo tipo de experto.
Excepcionalmente, pueden observarse algunos contrastes. Por un lado, existen rasgos muy incipientes acerca del modo en que se produciría conocimiento científico hacia la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo, en las menciones a la estadística que se leen en las tesis de Caravia y Paz. Sus disertaciones no estaban fundadas en el material estadístico, pero lo invocan como un elemento de apoyo o argumento adicional. Este último decía haber leído una «estadística de algunos países europeos» en los que la abolición o no aplicación de la pena capital no había traído el aumento de la criminalidad que ciertas personas vaticinaban (Paz, 1834:20). En el caso del primero, el autor discute que pueda argumentarse en favor o en contra de la pena de muerte sobre la base de experiencias aisladas, y exige que los datos sean tratados con un rigor estadístico:
Solo los resultados pueden dar algun grado de conviccion, para lo cual, es indispensable tener una multitud de datos históricos y estadísticos: aun así, no solo es necesario que esos datos sean constantes y permanentes, sino también que haya una certeza completa acerca de las verdaderas causas, que las producen. ¿Quién podrá asegurar que si en un país se cometen mas ó menos delitos, es solo porque en él existe ó se ha abolido la pena capital? Las causas de los delitos son innumerables, y siempre renacientes bajo diversas formas (Caravia, 1832:21).
Hubo también algunas voces disidentes, como la de Cruz Cabral, quien planteaba que, para discernir la justicia y necesidad de la pena de muerte y su conformidad con la legislación criminal de los países civilizados, no eran tan precisas las luces filosóficas y jurídicas, sino el buen criterio e íntimo conocimiento del corazón humano (Cruz Cabral, 1845:11). O Adolfo Alsina, quien, de modo más categórico, llamaba a no dejarse llevar por posiciones superficiales «de alguna ilustración científica», y calificaba como «poesía» a los argumentos humanitarios y filantrópicos (Alsina, 1852:4).
5. Traslación y metamorfosis
Comprobada la extendida presencia que en nuestro campo tuvieron las ideas y discursos sobre el crimen y el castigo provenientes de la Ilustración europea, y de algunos autores más identificados con el período inmediato posterior, corresponde examinar qué características tuvo el proceso de su importación cultural. Para ello, tomaremos como referencia las obras de Sozzo que tratan específicamente sobre este problema (Sozzo, 2001, 2017).
El autor distingue dos sentidos en que puede ser empleado el término «traducción». En su empleo «estricto», traducción denota el traslado de un texto —oral u escrito— de una lengua a la otra. En sentido «amplio», se trata de la «inscripción» de ese texto —mediante citas textuales o referencias bibliográficas— a un complejo cultural concebido por el traductor como una obra intelectual propia (Sozzo, 2001:360).
Existen distintas lecturas para explicar los procesos de traducción. Una primera, más «superficial» para el autor, la concibe como una «traslación»: las ideas, los programas, las racionalidades y tecnologías de gobiernos se trasladan, se «trasvasan» de un contexto a otro, donde son recibidas y reproducidas de manera «acrítica». Quien oficia de traductor se comporta como un mediador neutral entre el emisor y el receptor final. Una lectura alternativa, en cambio, entiende que el proceso de traducción se adecua mejor a la metáfora de la «metamorfosis», con arreglo a la cual la introducción al propio contexto no es pasiva: los elementos son recibidos, pero al mismo tiempo interpretados, sometidos al propio contexto, discutidos y, en distintas medidas, hasta reelaborados para su aplicación local.
Con la mirada puesta en el período de consolidación de la racionalidad penal moderna en nuestro país, Sozzo repasa los procesos de adopción/rechazo/complementación, evidenciados en las obras de positivistas locales, y sintetiza:
Toda traducción —en sentido estricto o en sentido amplio— posee un componente creativo, interpretativo; de allí que las traducciones concretas involucradas en el nacimiento de la criminología positivista en la Argentina (…) no puedan ser pensadas a través de la metáfora de la traslación, como meros trasplantes, transposiciones, transvases. Lo traducido era el fruto —también— de la operación del ‘traductor’ / ‘otro autor’ que interpretaba y creaba significado en el marco de la lengua y la cultura de recepción (Sozzo, 2001:379).
Por esta vía concluye que el «conglomerado de adopciones/rechazos/complementaciones» que se observa en el nacimiento de la criminología positivista en Argentina, en el empleo «metamorfoseado» de lo traducido/importado, forma parte de un «proceso cultural más general que es el de la interpretación y apropiación de la modernidad», y de su idioma, en el contexto de su recepción (Sozzo, 2001:384).
La metamorfosis puede ser el resultado de ejercicios de indagación «empírica» —informados o no por las técnicas de las ciencias sociales—, o bien el producto de ensayos de reflexión «teórica». En ambos planos, el traductor confronta la idea importada con el propio contexto de prácticas y/o ideas.
Corresponde, sin embargo, formular dos aclaraciones. En primer lugar, el tipo de traducción operada en las tesis que conforman el archivo de este trabajo es el «amplio». Estamos ante obras locales que sus autores consideraban propias, que incorporan ideas, razonamientos y hasta estilos de argumentación procedentes de contextos ajenos, aunque no siempre sean específicamente citados, o lo sean mediante referencias muy vagas. En segundo lugar, sería ingenuo sostener que el acto de interpretación pueda estar totalmente desprovisto de subjetividad. De allí que en este trabajo se haya adoptado el término «importación cultural» para definir al proceso, lo que supone ya rechazar la idea de que haya existido una estricta traslación en los términos recién citados.
Sin embargo, sin forzar significativamente los conceptos, puede ser válido mantener la terminología para definir el problema con algún pequeño matiz. En este sentido, dejando a salvo que siempre existirá algún grado de subjetividad en la interpretación, sigue siendo relevante preguntarse en qué medida las ideas importadas:
Fueron sometidas al propio contexto.
Fueron discutidas en función de la específica tarea de recepción.
Fueron reelaboradas para su aplicación local.
El empleo de este matiz a los fines del presente trabajo se justifica en la necesidad de diferenciar una importación efectivamente crítica, reflexiva, que ejercite de manera consciente los recursos de adopción, rechazo, complementación y transacción (este último en Sozzo, 2017), de otra que se limite a reproducir las ideas y debates en los mismos términos de su expresión originaria, aun cuando deba reconocerse que en ambas existan -en distintos grados- márgenes de subjetividad en el acto de interpretación.
Esa distinción, a su vez, es un presupuesto necesario para desplegar una reflexión crítica sobre el proceso de importación que, de otro modo, podría permanecer indiferenciado en una única categoría que no captaría las relevantes diferencias indicadas.
6. ¿Traslación o metamorfosis?
Bajo estas premisas: ¿cuánto del propio contexto aparece en las tesis de los jóvenes autores locales, reformulando, resignificando e, incluso, reelaborando las ideas provenientes de Europa?
Uno de los inconvenientes para responder esta pregunta radica en que los discursos importados estaban dotados de una pretensión de universalidad, que abarcaba tanto el planteo de los problemas como el de sus soluciones. Las preguntas y respuestas que se formulaban los autores del «allá» eran presentadas como carentes de tiempo y lugar. Los tópicos sobre los que se proyectaban, también: el hombre, la civilización, el delito, el castigo, la justicia. Esta característica favorecía su capacidad de «viajar» sin que, en apariencia, fuera necesario «recontextualizarlas», en razón de que, si había un contexto al que remitirse, era el común a toda la humanidad.
Adicionalmente, hemos visto que buena parte de la retórica argumental, tanto «allá» como «acá», se montó sobre una crítica a un pasado/presente de oscuridad, arbitrariedad y exceso, al que se miraba como un espejo negativo. Teniendo en cuenta que existe una apreciable simetría en las características relevantes del pasado referido por los europeos —el «Antiguo Régimen»— y el eventualmente invocado por los autores locales —el pasado colonial—, resulta difícil determinar en cuál de estos espejos se miraban nuestros jóvenes tesistas. En otras palabras, cuando los textos locales hablan del pasado, ¿están mirando al período colonial americano? ¿Se refieren, en cambio, al Antiguo Régimen, como si se tratase de un pasado común a la humanidad? ¿Qué es lo importado? ¿Solo la estrategia argumental de despegarse del propio pasado, o también «ese pasado» europeo, en tanto pasado «común» al «hombre»?
Caimari lo interpreta en este último sentido cuando examina el problema de la pena de muerte:
Esta sintonía permitía que fervorosos antiabolicionistas locales se inscribieran en una retórica de la historia universal del castigo en la que el presente racional y moderado se recortaba contra los ‘tiempos antiguos’ de oscuros y crueles tormentos. El castigo rioplatense tenía una genealogía que se remontaba a las prácticas de hebreos, griegos y romanos. Los tormentos corporales habían llegado a América de la mano de la aborrecida Inquisición, lo que explica que España y sus (relativamente benignas) instituciones punitivas coloniales fuesen desdeñosamente descartadas como antecedentes penales dignos de atención. Al hablar del pasado punitivo, los primeros penalistas argentinos no hablaban de la América española, sino del pasado europeo contra el cual se había definido el discurso legal dieciochesco —el medioevo y, sobre todo, la Justicia de la monarquía absolutista— (Caimari, 2002:143-144).
No debe descartarse, sin embargo, la sugerencia de Caimari relativa a que esa retórica universal pudiera esconder una crítica solapada al contexto local:
Por momentos es posible ver en estas alusiones a la barbarie de los castigos públicos de la Francia del siglo XVII, críticas elípticas a los espectáculos punitivos igualmente públicos y corporales que constituían el telón de fondo del régimen rosista en el que se desarrollaban estas reflexiones (Caimari, 2002:144).
Por eso, no debe concluirse que la crítica a la América colonial haya estado ausente en los discursos jurídicos de la época. De hecho, ambas miradas podían convivir debido a su natural afinidad.
En este sentido, Magdalena Candioti pone en cuestión un extendido consenso historiográfico según el cual el discurso revolucionario local no habría sido particularmente crítico de la justicia colonial, a diferencia de lo ocurrido en los Estados Unidos (Magdalena Candioti, 2017:41). La autora sostiene que la retórica de impugnación de leyes e instituciones hispanas ocupó un lugar central en diversos espacios de sociabilidad y periódicos, y concluye:
Con ello, no se pretende sostener que se trató de discursos claramente hegemónicos o populares, pero sí señalar que hubo argumentos críticos en circulación y a disposición ciertamente de las élites. Al estarlo, y al informar sus políticas de reforma jurídica y judicial, es plausible que hayan repercutido en la imagen de la justicia y del derecho de sectores más extendidos de la población. (Magdalena Candioti, 2017:43-44).
Hay aquí dos cuestiones distintas que pueden coexistir:
Que la mirada de nuestros autores hacia el pasado haya tendido a reproducir el discurso de la Ilustración europea, con mayor frecuencia de lo que promovió un ejercicio de revisión autóctona sobre nuestro pasado colonial.
Que, mirando uno u otro pasado, su filiación común haya permitido que la legislación y prácticas coloniales fueran objeto de críticas por parte de nuestros autores.
Un buen ejemplo de ello son los casos de Villademoros (1827) y Quintana (1860). Ambos autores criticaron los procedimientos coloniales en materia penal, pese a que el primero partía de una mirada local que invocaba «los tiempos de la tiranía metropolitana» (Villademoros, 2016 [1827]:162), mientras que el segundo lo hacía desde una «universal» o europea, que lamentaba que «ni aun la revolución del 89, en Francia, llegó a destruir completamente los vicios que contenía el derecho penal» (Quintana, 1860:6).
Pese a estas dificultades, trataremos de responder la pregunta inicial.
Ejemplos de «metamorfosis» pueden verse en la tesis de Varela, el primero y uno de los más completos ensayos del período. Las operaciones de «adopción» y «rechazo» que Sozzo encuentra en su texto (Sozzo, 2007:645) son particularmente manifiestas en su posición acerca de la pena de muerte (Varela, 1827:670-671). Varela se manifestaba como abolicionista por convicción filosófica —adoptando la posición de Bentham y Beccaria—, pero entendía que nuestro país no estaba preparado aún para prohibirla, y que todo aquel que hubiera recorrido la campaña estaría de acuerdo en que ni siquiera los azotes podían ser suprimidos, porque solo a la muerte le temían más las personas que allí vivían rechazo motivado en el contexto local.
En este tipo de argumentación, dice Sozzo, no hay estrictamente un rechazo:
Más bien se trata de una ‘suspensión’; se suspende esta afirmación en el plano del ‘deber ser’, introduciendo un argumento seudoempírico, sobre el propio contexto, sobre el ‘aquí y ahora’, para negarla en el plano del ‘ser’. Y, en sí misma, esta forma de ‘adaptación’ de lo importado culturalmente, diferenciando lo que ‘debe ser’ de lo que ‘es’ y gestionando vías de comunicación de lo que viaja culturalmente parece definir todo un esquema que se ha ido perpetuando a lo largo de nuestra historia y que a su vez permite reforzar la legitimidad de las ‘excepciones’, ya no sólo en términos de un desajuste temporal -entre el presente y un futuro por construir, lo que vuelve temporarias a las ‘excepciones’-, sino en términos de un desajuste espacial entre el ‘allá’ y el ‘acá’, que parece poco proclive a asumir su carácter pasajero (Sozzo 2007:646).
El mismo Varela sostenía que estábamos regidos por las leyes de la Madre Patria, que participaban de la ignorancia de los tiempos en que fueron dictadas, por legisladores que desconocían las necesidades de nuestro país, y el carácter y temperamento de sus habitantes. Esa distancia entre los ciudadanos y los jueces abría la puerta a la arbitrariedad judicial (Varela, 2007[1827]:651). En esta misma línea, apoyaba el empleo de medios preventivos del delito como los propuestos por Bentham, pero aclarando que, para que fueran adecuados, era necesario conocer el contexto específico donde serían aplicados: los problemas, costumbres y vicios de la población. Brindaba el ejemplo de la embriaguez en Buenos Aires (Varela, 2007[1827]:660).
Puede leerse en estas últimas ideas un ejercicio de «adopción» de la herramienta teórica de Bentham, pero condicionada a su necesaria adecuación al contexto local. Esta exigencia de «adecuación», sea de las leyes en general, sea de los medios preventivos en particular, impide la mera «traslación» del programa, racionalidad o tecnología, y remite necesariamente a las operaciones propias de la metamorfosis.
Otro ejemplo de metamorfosis está provisto por Solano Antuña, quien discutía la posición de Bentham contraria a la pena de confiscación general de bienes con diferentes argumentos, uno de los cuales estaba provisto por el contexto local:
He dicho que «entre nosotros» la pena de confiscación es útil y necesaria; y para formar este juicio he tenido presente la division y subdivision de nuestras Repúblicas y de nuestras Provincias. Allá en las grandes potencias, en los dilatados estados al conspirador que no realiza sus planes, se oponen mil dificultades para sustraerse al castigo: tiene que correr infinitos riesgos, atravesar grandes territorios, resguardarse de la persecucion de los aliados de la nacion que ha ofendido; y tiene que acogerse finalmente al pais que le ofrezca mayor seguridad, y en el que todo para él es extraño, cuyo idioma quizá desconoce y al que acaso no le es posible trasportar sus bienes y su familia. Pero entre nosotros, que atravesando una frontera, vadeando un rio de tantos que dividen nuestras repúblicas y provincias, ya puede contarse el traidor libre de todo riesgo, y establecerse entre los suyos, pues que todos somos americanos, por mas que mutuamente nos llamemos estrangeros; llevar sus familias y sus bienes, ó gozar de sus productos reteniéndolos en el mismo lugar del crimen ¡que temor puede contenerlo! ¡Que es lo que arriesga el revolucionario, cuando tal vez vaya á recibir un premio por haber obrado en el sentido que convenga al otro poder que lo acoge! (Solaño Antuña, 1834:12, énfasis en el original).
Más adelante, agregaba:
Nosotros hemos visto á muchos conspiradores promover y hacer la guerra desde los pueblos vecinos con los mismos bienes que tenian y les respetabamos en el nuestro; y en verdad que, tan probable es que no hubieran delinquido con la certidumbre anterior de perderlos, como cierto, y positivo que sin ellos no hubieran continuado hostilizando (Solano Antuña, 1834:14).
Finalmente, justifica la centralidad que otorga al propio contexto en su argumentación:
Me he referido á todos los estados y pueblos de la América porque á todos los juzgo bajo un mismo punto de vista; y porque, como ya he dicho, soy de opinion que las doctrinas y teorias que en materia de jurisprudencia tienen el mayor séquito en la culta Europa, no pueden adaptarse en la actualidad y de un modo absoluto entre nosotros; del mismo modo que las doctrinas recibidas y generalizadas allá, en economia política, son muchas veces y en muchos casos inaplicables aquí, por razones que de todos son conocidas (Solano Antuña, 1834:19).
Claro que esta última afirmación está precedida de una aclaración relativa a que no se estaba refiriendo a ninguna persona ni estado en particular, ni criticando medidas que se hubieran adoptado en Estados donde la confiscación estuviese prohibida. Por lo tanto, el pasaje podría también ser interpretado como un recurso para evitar que alguien se sintiera aludido, en un contexto en el que una ofensa podría resultar muy cara.[10]
Hasta aquí llegan los escasos ejercicios de metamorfosis relevados. Otras tesis contienen frases o indicaciones que parecen ir en la misma línea. Sin embargo, es discutible que lo hagan.
Algunas tesis empleaban una referencia al contexto local, pero en forma aislada y solo para ratificar la plausibilidad de una idea importada que ya había sido aceptada por otras razones. En este sentido, en un pasaje final de su ensayo, Adolfo Alsina (1852:16) presentó un argumento de contexto para sumar a los fundamentos ilustrados con los que defendió a la pena de muerte: sostuvo que la pena de muerte era particularmente necesaria en un país en el que el sistema de prisiones estaba pésimamente organizado, y que por más de 20 años había sido presa de un despotismo bárbaro. Reybaud (2017[1834]:166) fundaba su postura favorable a la pena de muerte invocando casos graves que no tenían «nada de teórico», ya que efectivamente habían ocurrido, y agregaba que «algunas veces entre nosotros».
Otras tesis expresaban la necesidad de adecuar las ideas del contexto ajeno al local, pero sin que esa afirmación tuviese efectos sobre su propuesta. Fernando Cruz Cordero, como vimos más arriba, sostenía que las leyes debían acomodarse a la República, y no al revés; y que un buen legislador —especialmente en materia criminal— debía tener presente la religión, costumbres, carácter y genio de la Nación que gobierna, y hasta su clima (Cruz Cordero, 1843:8). Sin embargo, la propuesta quedaba en esas palabras iniciales, y su tesis luego no solo se desentendía de ella, sino que incluso hasta cierto punto la contradecía. Sin desarrollar demasiado el punto, Marcos Paz ponía un ojo en su entorno al sostener que la pena de muerte, que filosóficamente consideraba autorizada solo por la «necesidad absoluta o el derecho de la propia conservación»:
En las circunstancias actuales de nuestro país debe extenderse a los incorregibles solamente pero si se aplica del modo que hoy se acostumbra es insuficiente y perjudicial (Paz, 1834:9).
Felipe Rufino, por su parte, planteaba que el legislador debía atender y oír a la opinión pública, y no contradecirla si era fundada, en procura de lograr utilidad. La «popularidad», según este autor, era una cualidad que debía reunir la ley penal. La pena de muerte era impopular.
En un terreno más especulativo, podríamos suponer que la tesis de Eulogio Cruz Cabral del año 1845 podría estar refiriéndose a la figura de Rosas cuando, al pronunciarse sobre el origen del poder de castigar, parafraseaba a Beccaria, pero iniciando el párrafo con una mención a la necesidad de contar una autoridad fuerte y sagrada, premisa esta última que no parece compatible con la prédica del autor italiano.
La mayor parte de la argumentación de los autores de las tesis del período se desentendió del concreto contexto local. En cambio, pareció participar, desde afuera, de los debates pretendidamente universales y atemporales que habían propuesto los autores europeos quienes, mayormente, ni siquiera eran contemporáneos de nuestros tesistas. En algunos casos, se presentaba y criticaba la idea de algún autor determinado, una práctica o institución; en otros, se exponía un debate entre dos o más, y se tomaba posición por alguno. Veamos algunos ejemplos.
Bernabé Caravia (1832) reseñó argumentos de autores ilustrados europeos en favor y en contra de la pena de muerte. Tomó posición por los primeros y criticó a los abolicionistas, particularmente a Beccaria y Bentham.
Francisco Villanueva planteó en términos similares un debate que, como vimos, consideró actual y de carácter universal (Villanueva, 1832:2). Se posicionó en contra de la pena capital, invocando la opinión de Beccaria.
José María Reybaud (1834) justificó su defensa de la pena de muerte con opiniones de Platón, Rousseau, Montesquieu y Filangieri, y criticó las de Beccaria y Bentham por admitir excepciones que serían inconsecuentes con las premisas que ellos mismos habían planteado.
Un procedimiento similar se observa en Marco Avellaneda (1834), quien refutó a Beccaria con Rousseau; y en Eulogio Cruz Cabral (1845), quien criticó al primero y se basó en Filangieri.
Carlos Eguía (1835), en su defensa del derecho de gracia y remisión de las penas, criticó a Beccaria indicando que la argumentación de este último no cumplía con los principios de razón y utilidad.
Alejandro Heredia (1851) citó a Montesquieu y Beccaria para plantear que la tentativa con principio de ejecución debía ser castigada con una pena menor que la del delito consumado, y mencionó que la opinión contraria de Filangieri había sido criticada por los criminalistas posteriores.
Rafael Pividal (1860) utilizó a Cousin para criticar a Hobbes; citó a Rossi y Pacheco en contra de la idea de reducir toda argumentación al criterio de la utilidad, y en favor del empleo del criterio de justicia. Se decidió por una teoría mixta, siguiendo al francés Ortolán.
Incluso quienes sí brindaron ejemplos de metamorfosis, lo hicieron en el marco de argumentaciones mayormente fundadas en un puro debate de ideas. Solano Antuña cuestionó la posición de Bentham y su comentarista Salas respecto de la pena de confiscación general de bienes, con apoyo en las ideas de Filangieri. Felipe Rufino, quien había declamado la necesidad de oír a la opinión pública, se basó en Beccaria y Bentham para criticar la pena capital.
En cualquier caso, si bien existe en esos textos una lectura crítica de las ideas importadas, se trata de un ejercicio «ajeno a la problemática de la importación». Esas mismas críticas y tomas de posición podrían haber sido ensayadas por autores europeos en los contextos originarios de aparición, sin que cambiase mucho. De hecho, lo eran. La propia obra de Beccaria, por ejemplo, sufrió críticas de ese estilo provenientes de autores europeos contemporáneos a ella, incluidos muchos que, en términos generales, la recibieron con aprobación: Voltaire con respecto a la legalidad del suicidio; Diderot en relación con la tortura; y un largo listado de ilustrados que se pronunciaban contra su posición acerca de la pena capital (Beirne,2002:7).
De este modo, en la mayoría de los casos, la crítica no traspasaba el nivel de la argumentación puramente teórica, conceptual, abstracta, y se formulaba bajo las mismas premisas en que aquella había sido propuesta.
Esta característica puede ser apreciada con particular claridad en el eje central de los discursos académicos del período: la pena de muerte. La discusión sobre el castigo capital se desplegó prestando mayor atención al debate europeo que al propio contexto local. Por fuera de las escasas referencias que hemos indicado, es muy poco lo que las tesis nos dicen acerca de la situación institucional de la pena de muerte en nuestro país: para qué delitos estaba contemplada, cuáles eran los presupuestos de su aplicación, con qué frecuencia se ejecutaba, qué dispositivos se empleaban, qué pensaba el público de su aplicación. En cambio, las disertaciones nos informan de manera sobreabundante acerca de las opiniones de los tratadistas europeos, sus principios y excepciones, y el modo en que sus argumentos podían ser objeto de una crítica casi enteramente retórica.
En este sentido, que no desatiende los márgenes de subjetividad presentes en todo acto de interpretación, pero que repara en la escasez de referencias al propio contexto al momento de presentar, analizar y valorar las ideas importadas, es que puede concluirse que la amplia recepción de ideas europeas sobre el crimen y el castigo en las tesis doctorales del período, tuvo lugar principalmente a través de procesos compatibles con la metáfora de la «traslación», y solo excepcionalmente con la «metamorfosis».
7. Posibles claves explicativas
Si comparamos el escenario recién descripto con las características que tuvo el proceso de importación cultural de ideas en la etapa de «consolidación» de la racionalidad penal moderna durante la segunda mitad del siglo XIX, donde la traducción estuvo mucho más asociada a la metamorfosis que a la mera traslación (Sozzo, 2001, 2015 y 2017), encontraremos un notorio contraste.
¿Qué elementos podrían explicar las diferentes características de los procesos de importación cultural de ideas durante las etapas de surgimiento y consolidación de la racionalidad penal moderna en la Argentina? ¿Por qué motivos predominarían, en el primer caso, los procesos de traslación?
En primer lugar, podría haber un condicionante metodológico. El «método positivo» de producción de conocimiento científico que se importó con especial énfasis entre las décadas de 1880 y 1930, exhortaba al investigador a obtener información a través de la comprobación empírica, basada en la observación, la identificación y la clasificación de los fenómenos estudiados. Esta exigencia se alzaba como condición de validez científica de dicha producción. Los positivistas locales debían someter las ideas importadas al propio trabajo de campo, abriéndose la posibilidad de que surgieran resultados diferentes que desafiaran el acervo teórico importado. Y, de hecho, ello sucedía, como lo explica Sozzo (2001 y 2017) con los ejemplos de Drago e Ingenieros. La propia aceptación de la regla metodológica «importada» favorecía la prevalencia de los ejercicios de metamorfosis.
Ello está ausente en el período que aquí consideramos. Desde el punto de vista metodológico, los discursos ilustrados —y, en menor medida, los neoclásicos— apelaban a la «razón» como fuente privilegiada de producción de verdad. Esta manera de generar conocimiento suele encontrar mejor expresión en el formato forma del «ensayo» que en el empleo de técnicas de investigación empírica. En rigor, las tesis doctorales del período responden a las características formales del ensayo. Las especulaciones metafísicas sobre la naturaleza del ser humano, sus cualidades, necesidades, derechos, su racionalidad, la medida de su libertad y el modo de intervenir en sus decisiones —por ejemplo, a través de la amenaza o el castigo—, seguramente estén estrechamente vinculadas a su contexto de aparición y circulación, pero son más fácilmente «universalizables». Parece claro que la postulación del carácter libre, racional e igualitario del hombre y su propia subjetividad política, se vincula directamente con el contexto de disputa por el acceso al poder político entre la burguesía y la nobleza, en la Europa de los siglos XVII y XVIII (Pavarini, 2002[1980]:25-54); y que su recepción y rápida circulación entre las élites criollas de la primera mitad del siglo XIX se liga también al contexto revolucionario local. Sin embargo, en ambos casos, las características de la herramienta metodológica permiten presentar esas ideas como descontextualizadas, como inherentes a la «naturaleza» del ser humano en cualquier lugar y tiempo. Y ello parece compatible con el perfil de jurista de la época, más propenso al ensayo que a la investigación empírica.
En segundo lugar, hemos visto que los autores locales eran jóvenes estudiantes de Derecho que acababan de finalizar sus estudios y obtenían, mediante la aprobación de estas tesis, sus títulos de grado. Hemos citado los pedidos de disculpas y reclamos de indulgencia en línea con esa circunstancia. Parece razonable pensar que la necesidad de aprobación pueda haber sido un factor clave para morigerar el tratamiento crítico de los textos importados, en línea con las expectativas que los alumnos puedan haberse formado acerca de las preferencias intelectuales de sus examinadores. Estas razones pragmáticas podrían explicar el frecuente anclaje en el peso del argumento de autoridad que se observa
En este sentido, Marcial Candioti cita un pasaje escrito por su hermano al presentar su tesis doctoral en jurisprudencia en 1898:
Haré notar francamente, aunque sea esta franqueza vecina a la indiscreción, lo que es ya por algunos sabido: que las tesis aparecen por regla general como malos plagios y peores ensayos. Si los improvisados escritores guardamos moderación, limitándonos a copiar lo que dijeron muchos autores, resulta un mosáico abigarrado. La pésima combinación que pretende ser ecléctica, fórmase con el carácter de párrafos, traídos porque sí, lastimosamente traducidos, o sin trabazón lógica entre ellos. Si aspiramos a algo más con la intención de hacer un ensayo original, hay el temor de caer y se cae frecuentemente en las más grandes heregías jurídicas, por un lado, y por otro en imperdonables atentados al buen decir (Marcial Candioti, 1920:24).
Finalmente, pudo también haber incidido el alto grado de «organicidad» que exhibían los positivistas, quienes se auto percibían como una escuela y organizaban publicaciones periódicas y congresos que favorecían el intercambio científico, bajo la premisa de que tales debates generarían un «avance» para la ciencia. A su vez, los europeos, que se encontraban a la vanguardia de la escuela y cuyas ideas viajaban por el mundo, eran contemporáneos de los positivistas locales. Esto permitía que las élites científicas de nuestro país viajaran a congresos en Europa, invitaran a los grandes referentes europeos a los espacios académicos locales, accedieran a las publicaciones extranjeras y organizaran las propias, todo lo cual, evidentemente, favorecía el intercambio y la discusión de ideas con autores contemporáneos en sentido crítico (Sozzo, 2001), a diferencia del escenario en el que se desplegó el debate ilustrado sobre el crimen y el castigo.
8. Conclusiones
El recorrido por las tesis doctorales en materia penal presentadas durante el período 1827-1860 ante el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires, nos permite acceder a una muestra cuantitativa y cualitativamente relevante de la producción intelectual correspondiente a ese incipiente campo del conocimiento jurídico, en la etapa de gestación de la racionalidad penal moderna en la actual Argentina. De hecho, esa producción debe ser considerada como un aporte significativo a su configuración.[11]
Sus protagonistas fueron jóvenes egresados de la carrera de Jurisprudencia que, en el ensayo de obtener su titulación formal, comenzaron a delinear las nociones de ciencia penal, delito, pena, delincuente y justicia, en los sentidos que todavía hoy acompañan —y hasta dominan— buena parte de nuestra forma de ver, pensar y actuar sobre la cuestión penal. En particular, la extendida y consolidada idea según la cual el sistema penal constituye un mecanismo de tramitación de los problemas sociales definidos como delitos, que debe excluir la posible intervención de otros sistemas de regulación social o jurídica, y debe responder siempre a través de la pena.
El campo de producción estuvo ampliamente atravesado por la importación cultural de ideas provenientes de la Europa ilustrada y de los «penalistas» del siglo XIX, cuyos autores fueron leídos, citados, debatidos y reproducidos. Nuestros autores parecieron querer insertarse, a la distancia y a través del tiempo, en un debate universal de ideas sobre el crimen y el castigo, del que surgieron más alineamientos que innovaciones. El proceso de importación tendió a asumir la forma de la «traslación» de ideas, con mucha mayor frecuencia con la que se verificaron ejercicios de metamorfosis. La reflexión crítica originada en las preocupaciones y desafíos que ofrecía el contexto local, y la necesaria articulación entre las ideas y la vida política e institucional del —también— emergente país, fue excepcional.
Esas características pueden ser explicadas, en parte, por los propios rasgos del saber importado, que exhibía una marcada tendencia a presentar al conocimiento como «universal»; y, en parte, debido a las particularidades del novel campo «experto» local y el contexto de su actuación. El método de producción de conocimiento también resulta clave para comprender las diferencias con lo que vendría: a medida que el saber sobre el crimen y el castigo buscó vincularse con la investigación empírica, pareció exhibir una mayor tendencia a relacionarse con las ideas importadas en términos de una interpretación más creativa, una reflexión crítica, una búsqueda de adecuación y reelaboración.
Sin embargo, el hecho de que en tales condiciones hayan existido casos de metamorfosis, lejos de ser un dato marginal, puede y debe ser apreciado como un elemento de mucha significación. Los casos de Varela y Solano Antuña demuestran que, incluso al interior de una disciplina que se presenta como cerrada, formal y con altos niveles de abstracción en sus planteos y discusiones, siempre es posible establecer puentes con la realidad, que acerquen las ideas importadas al desafío de su implementación práctica en un escenario distinto al de su formulación original, al que deben adecuarse. Un desafío que ya era ostensible dos siglos atrás y que, llamativamente, sigue mirando al presente del saber jurídico penal con insospechada actualidad.
Fuentes
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Notas