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Hacia una revisión de las concepciones de conocimiento como condición de posibilidad de la integralidad universitaria
+E: Revista de Extensión Universitaria, vol. 13, núm. 18, e0002, 2023
Universidad Nacional del Litoral

Perspectivas

+E: Revista de Extensión Universitaria
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2346-9986
Periodicidad: Semestral
vol. 13, núm. 18, e0002, 2023

Recepción: 31 Marzo 2023

Aprobación: 12 Mayo 2023

Resumen: La presente contribución propone abordar la problemática del conocimiento científico y su vinculación con otros modos de conocimiento, de forma de revisar las concepciones y dicotomías estandarizadas al respecto. El objetivo es considerar esta revisión acerca de qué entendemos por “conocimiento”, en particular desde el ámbito académico institucional como una condición de posibilidad de una práctica universitaria de integralidad. Se trata de indagar, por un lado, las concepciones de conocimiento desde el ámbito de producción de la universidad y, por otro, las concepciones y valoraciones de otras formas de conocimiento tanto como las relaciones que se establecen entre las mismas. Se estima que la temática resulta central a la hora de pensar el vínculo entre las funciones sustantivas de la universidad: un ámbito de relación entre la enseñanza, la investigación y la extensión.

Palabras clave: conocimiento científico, conocimiento popular, enfoque epistemológico, extensión universitaria, integralidad.

Abstract: This contribution proposes to address the problem of scientific knowledge and its link with other modes of knowledge, in order to review the standardized conceptions and dichotomies in this regard. The objective is to consider this review about what we understand by “knowledge”, in particular from the institutional academic field as a condition of possibility of an integral university practice. It is about investigating the conceptions of knowledge from the scope of from the scope of production of the university, on the one hand, and the conceptions and valuations of other forms of knowledge on the other; as well as the relationships established between them. It is considered that the theme is central when thinking about the link between the substantive functions of the university: an area of relationship between teaching, research and extension.

Keywords: scientific knowledge, popular knowledge, epistemological approach, university extension, integrality.

Resumo: Esta contribuição propõe abordar a problemática do conhecimento científico e sua articulação com outros modos de conhecimento, a fim de rever as concepções e dicotomias padronizadas a esse respeito. O objetivo é considerar esta revisão sobre o que entendemos por “conhecimento”, em particular do campo acadêmico institucional, como condição de possibilidade de uma prática universitária integral. Trata-se de indagar as concepções de conhecimento no âmbito da produção da universidade, de um lado, e as concepções e valorações de outras formas de conhecimento, de outro; bem como as relações estabelecidas entre elas. Considera-se que o tema é central quando se pensa na articulação entre as funções substantivas da universidade: uma área de relação entre ensino, pesquisa e extensão.

Palavras-chave: conhecimento científico, saber popular, abordagem epistemológica, extensão universitária, integralidade.

Introducción

En esta contribución, la propuesta consiste en abordar la problemática del conocimiento científico y su vinculación con otros modos de conocimiento con el propósito de revisar las concepciones y dicotomías estandarizadas en cuanto a ello. Asimismo, considerar esta revisión acerca de qué entendemos por “conocimiento”, en especial desde el ámbito académico institucional, como una condición de posibilidad de una práctica universitaria de integralidad. Se trata de indagar las concepciones de conocimiento desde el ámbito de producción de la universidad e igualmente las concepciones y valoraciones de otras formas de conocimiento tanto como las relaciones que se establecen entre ellas. Esta temática es considerada fundamental a la hora de pensar el vínculo entre las funciones sustantivas de la universidad: un ámbito de relación entre la enseñanza, la investigación y la extensión.

Consecuentemente con lo anterior, el enfoque del trabajo es centralmente epistemológico, aunque no se desconoce que las condiciones para la realización de una concepción integralista en la universidad requiere de la consideración de muchos otros elementos —del orden ético, político, etc.—. Y si bien estos últimos tendrán escaso tratamiento, es claro que la dimensión epistemológica de las prácticas de producción de conocimiento interacciona necesariamente con aquellas.

Siguiendo la inquietud de Zabaleta (2018), una primera cuestión a considerar es por qué la temática de la construcción de saberes se torna fundamental cuando se aborda la extensión universitaria (EU), es decir: ¿por qué es importante preguntarse sobre el conocimiento y su construcción en relación con la extensión? La autora responde a esta pregunta del siguiente modo:

“la incorporación de este tema a la agenda contemporánea de la EU se vincula a una necesidad de revalorizar conocimientos y saberes no estrictamente universitarios (…) y realizar una especie de autocrítica relativa a la histórica tendencia del discurso universitario a situarse por encima de otros contextos de producción de conocimiento. En este sentido, rápidamente se establece una dicotomía entre el conocimiento científico, académico, experto, que se suele relacionar a la universidad y a la investigación, y el conocimiento de sentido común, empírico, o los saberes populares, ligados con lo que, genéricamente, se denomina la comunidad o los destinatarios de las prácticas extensionistas”. (Zabaleta, 2018, p. 13)

Para ella, es en el ámbito de la EU donde la problemática necesita mayor reflexión y debate respecto de lo que parece ser requerido en otras prácticas universitarias como la docencia y la investigación. Sin duda, la EU requiere del esclarecimiento de la temática referida; sin embargo, vamos a considerar aquí que la perspectiva de integralidad en su conjunto demanda una revisión sobre qué llamamos conocimiento, cuál es el estatus que damos al conocimiento científico, cómo valoramos otros conocimientos y cómo establecemos relaciones entre estos.

Nuestra propuesta parte de la caracterización de lo que se denomina aquí “concepción estandarizada de conocimiento” y luego contempla aspectos de la institucionalización del conocimiento, en particular, del conocimiento científico.

El segundo apartado comienza con un breve panorama de la institucionalización del saber en los procesos de emergencia y desarrollo de las universidades y más adelante se pasa de una distinción entre modalidades de prácticas de EU a una caracterización de modelos de integralidad.

Una tercera parte del texto se aboca a considerar cómo se ha distinguido entre conocimiento científico y otras formas de conocimiento, y las valoraciones que median en estas distinciones. El punto de partida son aquí nuevamente una concepción estandarizada del conocimiento científico y las concepciones más extendidas de conocimiento no–científico, y se rescatan críticas y propuestas alternativas a aquella.

Con posterioridad, en el cuarto apartado se presenta un panorama de ideas que plantean una revisión de los estándares habituales de conocimiento y las valoraciones de los mismos para, finalmente, en unas consideraciones finales, mostrar cómo esta revisión resulta una base necesaria para la empresa de construcción de perspectivas integracionistas en la universidad.

Sobre una concepción estandarizada de conocimiento. Límites y críticas

Existe una concepción estandarizada de conocimiento que podríamos denominar “conocimiento como creencia justificada”. Esta perspectiva se caracteriza por pensar el conocimiento en términos enunciativos o proposicionales. Y a esta idea de conocimiento como conjunto de enunciados se suma la idea de justificación que, sobre la base de un criterio, determina una condición epistémica sobre aquellos, generalmente signada por las palabras “verdadero”.

La concepción estandarizada puede ser rastreada desde tiempos muy tempranos en diversas concepciones filosóficas, con variantes y diferencias entre ellas, que se extiende desde Platón en el Teeteto y varios textos Aristotélicos (en particular Metafísica). En este origen remoto, se pretende demarcar lo que es conocimiento de lo que no lo es. Existen distintos tipos de creencias como estados de un sujeto (singular o grupal) en que se piensa que algo se conoce, se sabe, pero sin que pueda existir un criterio que determine la verdad o la falsedad de dichas creencias. No obstante, conocer debe sumar la exigencia de la justificación, y tal exigencia debe permitir diferenciar entre estados en los que el sujeto cree poseer conocimientos ciertos o verdaderos acerca de algo, y estados que puedan expresarse enunciativamente y determinarse como verdaderos sobre la base de un criterio que trasciende el ámbito subjetivo y se establece objetivamente como tal.

Más allá de todos los significados posibles de “subjetivo” y “objetivo”, lo anterior intenta mostrar solamente lo subjetivo como aquello que puede ser relativo y variante en el ámbito de un conjunto de sujetos en contraposición a lo que puede ser no–relativo e invariante en dicho ámbito. Un criterio de justificación tiende a lograr que el conocimiento sea aceptado como verdadero o falso objetivamente. Pongamos como ejemplo el criterio de no contradicción. Afirmar: “María es alta y María no es alta” al mismo tiempo y en las mismas circunstancias genera una contradicción. O bien María es alta, o bien María no es alta, pero no puede ser las dos cosas al mismo tiempo y en las mismas circunstancias. De modo que el criterio pone límites a lo que es posible ser aceptado como enunciativamente correcto.

A lo largo de la historia de la ciencia y de la filosofía se han desarrollado múltiples criterios de justificación. El actual criterio de prueba empírica o experimental en condiciones de laboratorio, tan difundido en muchos campos de la actividad de diferentes ciencias empíricas o fácticas, tiene una historia bastante reciente, ejemplar en el caso de Boyle y la bomba de vacío en el siglo XVII. Aquí, “conocimiento verdadero” es sinónimo de conocimiento probado en condiciones experimentales, donde un conjunto de sujetos observa, mide, etc., información disponible sobre casos, donde pueden constatarse comportamientos regulares de propiedades de objetos en diversos casos de observación sistemática1.

Con el desarrollo de la ciencia moderna europea, a partir de los siglos XVI y XVII los criterios de justificación fueron cada vez más representados por los organismos institucionales de la ciencia. Recordemos que este ámbito de institucionalización tuvo como entidades más representativas a la Royal Society de Londres, a la Academia de París, al Colegio Carlomagno, entre otros. En el seno de estas organizaciones, los reportes de observación, las cartas de comunicación de hallazgos fueron juzgados según criterios epistémicos vigentes, como conocimientos que pertenecían a la nueva ciencia y aquellos que debían ser rechazados por falsos o vagos e imprecisos o por carecer de pruebas suficientes, o por no ser presentados de forma adecuada ante la academia.

La actividad filosófica acompañó como protagonista el establecimiento de nuevos criterios de justificación desde la aparición de la nueva ciencia. Son ya emblemáticos los aportes de Descartes, Bacon y Galileo en el siglo XVII, las reflexiones de Kant en el siglo XVIII, y de muchas otras contribuciones de la Ilustración, las controversias entre positivistas y antipositivistas en el siglo XIX, y las tendencias antagónicas derivadas de estos en los siglos XX y XXI, a las que se suman nuevas perspectivas epistemológicas como aportes a los criterios de justificación. Cabe resaltar que muchos de esos criterios se establecen en íntima relación con la confianza en que la credibilidad del conocimiento científico se afianza en la fiabilidad de la metodología científica.

Durante el siglo XX, la hegemonía filosófica sobre la teorización acerca de qué es el conocimiento científico ha ido variando en la medida en que otras disciplinas metateóricas han realizado importantes tributos a la elucidación de dicho concepto. Los estudios históricos y sociológicos se han desarrollado sobre las premisas de que el conocimiento científico debe pensarse con relación a la idea de “producción social de conocimiento” en un tiempo y lugar propios de determinadas comunidades sociales y contextos históricos. Desde esta mirada, no existen criterios suprasociohistóricos que permitan objetiva y universalmente la determinación de conocimientos verdaderos o falsos, sino que lo verdadero y lo falso dependen de la determinación de las comunidades de saber, según criterios propios y pertinentes de esas comunidades, los que pueden ser diversos en cuanto a órdenes temáticos, formas de proceder metodológicas, factores relativos a intereses sociales o mecanismos de control impuestos en situaciones de opresión social, etcétera.

Al mismo tiempo, han crecido las contribuciones de estudios antropológicos y etnográficos sobre el conocimiento. Estos se proponen tomar como eje de análisis diversos grupos sociales, distintas formas aculturales de producción de conocimientos, dentro y fuera de las comunidades productoras de saber científico. Estos enfoques “igualan” los modos y criterios de producción y justificación de conocimiento estimando que la ciencia no se diferencia de otros modos de producción de saber, sino que constituye uno de tantos, con determinadas características propias.

Los estudios sobre lenguaje y cognición, el desarrollo de las ciencias cognitivas, y los estudios neurológicos sobre el cerebro y los mecanismos biológicos de generación de conocimientos de diverso orden (percepción, imaginación, memoria, etc.) constituyen en la actualidad un conjunto vasto de información al que se suman los estudios de información digital, programación algorítmica de conocimiento, y la nueva estrella: GPT.

Más allá de los aportes de las ciencias referidas, la misma filosofía ha desarrollado gran cantidad de revisiones y críticas a la concepción estandarizada de conocimiento. Dentro de una línea puede identificarse la obra temprana de L. Fleck (1980), la de N. Hanson (1977) y la de T. Kuhn (1962), donde se pone en cuestionamiento la idea de conocimiento científico como conocimiento proposicional justificado, y se analizan aspectos relativos al rol que las representaciones gestálticas, las metáforas, las prácticas retóricas y discursivas que constituyen partes centrales del hacer científico. Asimismo, se considera que las comunidades científicas no están fundadas necesariamente en una actitud crítica y objetiva, sino que sus prácticas resultan muchas veces dogmáticas frente a las creencias sostenidas en el seno de dichas comunidades. Se cuestiona igualmente desde estas posiciones hablar de conocimiento científico como conocimiento verdadero para proponer criterios pragmáticos y de consenso intracomunitario.

Desde otras líneas, desde la obra de Marx (2002; 2008); y de Marx y Engels (1970), pasando por la Teoría de las Ideologías (Mannheim, 1987), la Teoría Crítica (Adorno, 2001; Adorno et al., 1973), Horkheimer (1973; 1974), también se ha puesto en fuerte cuestionamiento la idea de conocimiento como conocimiento proposicional consciente y revelador de la verdad. Por el contrario, estas posiciones han logrado mostrar cómo la conciencia opaca y oscurece, oculta y obstaculiza el acercamiento a los objetos de conocimiento. Asimismo, las situaciones y condiciones reales de los objetos de conocimiento —en tanto sujetos de estudio— no aparecen clarificados como acción de la conciencia, sino deformados y falseados por acción del dominio que ejercen diversos grupos sociales sobre otros.

La institucionalización del saber y las universidades

La universidad, como emergente europeo del Medioevo fue principalmente un organismo de enseñanza y de formación académica, que permitió que los nuevos grupos sociales emergentes constaran con sus propios órganos de trasmisión de saber. Mientras que la formación monástica y catedralicia anterior estaba basada en textos de Platón, los neo platónicos y textos sagrados, la principal orientación intelectual de las universidades en su momento de gestación fue corolario de la renovación del saber, a raíz del descubrimiento de la filosofía de Aristóteles y la repercusión en el desarrollo de un nuevo modelo de conocimiento, que movió a profesores y estudiantes a poner en marcha instituciones autónomas, capaces de garantizar la libertad de enseñanza.

Esta orientación hacia la tarea educativa, casi con exclusividad, fue obra de las universidades, hasta entrado en siglo XIX. Aun en los centros más industrializados de Europa, la universidad del siglo XIX siguió siendo en parte una formadora de saberes tradicionales (medicina, derecho, teología), mientras que la ciencia crecía en las instituciones paralelas a la universidad. Esta incorpora tardíamente la labor y formación científica a su ámbito. Las colecciones botánicas y zoológicas europeas (los famosos museos de ciencias naturales y jardines botánicos) no se encuentran unidos a la universidad. Lo mismo sucede con la instalación de laboratorios y centros de física o química experimental. Recordemos que la misma palabra “científico” aparece con W. Whewell en el siglo XIX con relación a la formación metodológica de un nuevo grupo intelectual que buscaba —ya desde el siglo XVII— su reconocimiento social.

Recién desde la segunda mitad del siglo XIX encontramos una orientación más marcada de la profesionalización en la ciencia dentro de la universidad y, más adelante, de la formación en la investigación científica.

Por su lado, las tareas de extensión universitaria resultan mucho más cercanas temporalmente en su emergencia, y en la actualidad la universidad está en la búsqueda de una integración activa entre las dimensiones de enseñanza, investigación y extensión, representada en la idea de “perspectiva integracionista”.

Orígenes y desarrollo de la universidad como saber institucionalizado

Como es conocido, la universidad como institución tiene sus orígenes en el renacer urbano de los siglos XI–XIII, bajo el impulso de la formación de los burgos o ciudades–Estado, y se desarrolla con el crecimiento de gremios y corporaciones2.

La génesis de las universidades no siguió la misma dirección en todas partes. Así, por ejemplo, la Universidad de París era una institución eclesiástica, nacida principalmente de una escuela catedralicia; mientras que la Universidad de Bolonia era laica y se originó de escuelas comunales.

Como ha sido muy difundido, la organización curricular de las universidades se basaba en las siete artes liberales, organizadas en el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quatrivium (geometría, aritmética, música y astronomía). Lo que reconoceríamos como “títulos universitarios” abarcaban medicina, teología y derecho. La organización académica implicaba un comienzo de estudios entre catorce y dieciséis años y una continuación hacia el grado de baccalarius artium. Los que proseguían sus estudios obtenían luego el grado de “magister”, y aquellos que culminaban los mismos, el de “doctor”.

La universidad del Medioevo fue, ante todo, una universidad cultural: estaba dedicada principalmente a la transmisión de la cultura de su época, esto es, de un sistema completo e integrado de las ideas substantivas del saber de entonces. La crisis de la universidad medieval puede verse precisamente en que esa síntesis cultural fue perdiendo vigencia mientras la sociedad demandaba profesionales y científicos.

La tendencia a la formación de profesionales y la incorporación de la actividad científica en la universidad marcan el cambio de rumbo en esta hacia comienzos del siglo XIX. En Francia este cambio se dio con la acción de Napoleón, quien se propuso disolver la universidad tradicional en pos de la creación de la Universidad Imperial. Esto marcó una orientación en dirección a uniformar la enseñanza en el imperio, con la función de formación ciudadana por parte del Estado. Su misión se concentraba en la educación ilustrada, guiada hacia fines prácticos, útiles a la sociedad. La orientación apoyaba una formación científica, pero la universidad no generaba ella misma investigación en ciencia.

Paralelamente a la formación de la Universidad Imperial, nació en Alemania la Universidad Humboldtiana, un modelo con no menos influencia que el napoléonico. Ella se propuso fuertemente la incorporación de la investigación científica en la universidad, la estimulación del desarrollo de las ciencias en un amplio espectro de saberes y su relación con la enseñanza. En este modelo, el título de Doctor se acercaba más al sentido actual de grado que acredita la capacidad de investigador independiente.

En Latinoamérica, a lo largo del siglo XX la investigación se incorpora a vida universitaria para sumarse a la enseñanza, y consecuentemente se van adicionando a las estructuras tradicionales gabinetes de ciencia, laboratorio, talleres, etcétera.

Universidad e integralidad

Como adelantamos, en las últimas décadas la reflexión sobre la universidad y sus funciones ha puesto en marcha la idea de “integralidad”. Mientras que enseñanza es una dimensión fundante de la universidad, y la investigación científica es una tarea ya consolidada en la universidad actual, la extensión es una dimensión de las tareas de la universidad que se ha sumado más recientemente. Las perspectivas integracionistas remarcan la idea de extensión no como un agregado a las funciones de enseñanza e investigación, sino en interacción con ellas, conformando conjuntamente las funciones sustantivas de la universidad actual.

Miguel Olivetti (2022) nos advierte que la extensión

“no debe ser vista como un propósito aislado, es decir, la extensión como función universitaria está siempre asociada con procesos de aprendizaje y enseñanza, así como con la generación de conocimientos. Así, la extensión promueve ámbitos de innovación educativa y de investigación en cuanto a sus métodos y abordajes temáticos. Es por ello que el concepto de integralidad es fundamental para considerar la complejidad de las relaciones entre las funciones y entre los saberes que se establecen en las tramas socioeducativas”. (p. 7)

Por su parte, Arocena (2011) plantea la idea de “extender la extensión” al conjunto de la institución:

“hace falta mostrar que todas las actividades de enseñanza y creación de conocimientos y cultura pueden, de manera bastante natural, vincularse con actividades de extensión en sí mismas valiosas y, además, susceptibles de enriquecer tanto las modalidades educativas como las agendas de investigación”. (p. 13)

En orden a esclarecer qué se comprende por EU y cómo se vincula la misma con la enseñanza y la investigación, H. Tommasino remarca que “al referirnos a la extensión debemos necesariamente aludir a la integralidad, porque ambas se articulan y combinan. Hoy, básicamente se habla de la extensión articulada y dentro de las prácticas educativas universitarias”. Sin embargo, hay diferentes formas de pensar esa articulación. El autor nos propone en especial tres: (a) una generalizada, a través fundamentalmente de la vía de los proyectos de extensión; (b) otra, que Tommasino comenta como predominantemente surgida en Argentina, denominada “prácticas socioeducativas, comunitarias o territoriales”; y (c) una tercera, de la cual el autor comenta su surgimiento en la Universidad de la República (Udelar), que es la que denomina prácticas integrales y señala que se concreta en los Espacios de Formación Integral (EFI) e Itinerarios de Formación Integral (IFI).

El mismo autor dice también que “extensión” es un término polisémico y que en la universidad pueden determinarse diferentes modelos: (a) una extensión transferencista, clásica, difusionista, de invasión cultural —expresiones que el autor refiere a Freire (1972)—; y (b) una extensión crítico–dialógica (Tommasino 2022), (Tommasino y Cano, 2016). A su vez, siguiendo su planteo, en (a) se distinguen una posición elitista y una basista. La dinámica de la primera se muestra en un ejemplo paradigmático: los procesos de reforma agraria vinculada con la revolución verde y el progreso tecnológico en la agricultura. “Ahí aparece el modelo de la extensión rural clásica, de transferencia tecnológica, que implica ‘llenarle la cabeza al campesino’ en cuanto ‘recipiente vacío’, depositando en ella ideas que no tiene o que hay que modificar” (Tommasino, 2022, p. 21).

Y agrega que, en la actualidad, este modelo se da básicamente en muchos ámbitos de las políticas públicas.

Por su parte, la posición basista o espontaneísta se impone en un vínculo entre educadores y sectores populares como un proceso de escucha pero no crítico. Se basa en la no problematización, en no cuestionar problemas y temas que quedan librados al “saber popular”. En la perspectiva basista la única verdad final está en el sentido común, en la base popular (Tommasino, 2022, p. 23).

La posición (b) refiere a la educación liberadora, problematizadora, popular, a la “radicalidad democrático–revolucionaria”, a la “sustantividad democrática”, que se presenta como polo contrario a las anteriores perspectivas. Siguiendo a Freire (1972, 1987), Tommasino (2022) sostiene que el educador “revolucionario” debe tener un papel sustantivamente democrático cuando se vincula con los sectores populares. Debe estar inmerso en una radicalidad democrática “revolucionaria”, y es desde allí que se plantea cuál sería la finalidad del trabajo de extensión: la organización de las clases populares con vistas a la creación de un “poder popular”.

Una vez bosquejados estos modelos de extensión, Tommasino (2022) nos propone una caracterización de modelos de integralidad. El primer modelo es la integralidad secuencial no articulada.

“Aquí hay ‘articulación estanca’, no hay línea de toque entre una función sustantiva y otra, y si la hay es diferida en el tiempo y el espacio. Este es un modelo basado en proyectos de extensión. pero siempre se trata de proyectos que, en general, quedan por fuera del acto educativo obligatorio, los créditos, lo cotidiano de lo que pasa normalmente en la formación del estudiante. Además, en general son temporalmente concebidos en el corto y a veces en el mediano plazo (en general los proyectos de mediano plazo tienen una duración de dos años)”. (p. 29)

El segundo modelo señalado por el autor es el de la “integralidad articulada, obligatoria y curricular”, cuyo surgimiento se sitúa en la Argentina y consiste en prácticas socioeducativas, sociocomunitarias o socioterritoriales que son llevadas a cabo en universidades por estudiantes, con modalidad obligatoria, en espacios o trayectos curriculares dentro del plan de estudios (Tommasino, 2022).

Y señala además un tercer modelo, el de la Udelar, donde la integralidad es articulada a las disciplinas mediante los EFI–IFI antes referidos. De este modo, en palabras del autor: “esto hace que el acto educativo esté como ‘tomado’, como ‘jaqueado’ por la extensión y la investigación” (2022, p. 31).

Finalmente, Tommasino quiere resaltar que las tres formas de integralidad presentadas son, a su juicio, completamente compatibles y articulables. Inclusive pueden potenciarse mutua y dialécticamente. Insistimos que no deben verse como formas contrapuestas o contradictorias, sino como estrategias a priorizar en función de posibilidades políticas en los espacios universitarios.

Revisiones de las concepciones de conocimiento e integralidad universitaria

Mientras que las conceptualizaciones sobre qué entendemos por “conocimiento científico”, sus particularidades y diferenciaciones con otros modos de saber han sido objeto de reflexiones desde los comienzos mismos de la filosofía, las relaciones entre estos saberes, las conexiones teóricas y praxísticas entre ellos han sido mucho menos indagadas. En lo que sigue, se intentará correr el eje hacia este punto, desde miradas que ponen en cuestionamiento lo que en un comienzo hemos denominado “concepción estandarizada” del conocimiento científico.

La idea central es que los nexos e interacción entre saber científico y saberes no–científicos requieren de una honda revisión de las concepciones de conocimiento que estemos sosteniendo explícita o tácitamente. Este enfoque epistemológico de la relación no excluye aspectos valorativos, políticos, etc., que median en estas relaciones. Por el contrario, las maneras no tradicionales de pensar la ciencia incluyen estas últimas dimensiones.

Desde esta concepción de revisión de las categorías y juicios ortodoxos, que ponen en forma casi apriorística la supremacía de la ciencia, nos adentramos en las imbricaciones de esta tarea con relación a las perspectivas integracionistas de las funciones de la universidad y consideramos esa mirada crítica como condición de posibilidad de estas perspectivas.

¿Revisión del estatus de conocimiento o supremacía del conocimiento científico?

Cuando se reflexiona sobre las dimensiones epistemológicas de los saberes y su relación con las dimensiones sustantivas de la universidad, varios enfoques sobre las dimensiones no–científicas del conocimiento analizan y critican la supremacía implícitamente asumida o, en forma explícita, defendida de la ciencia sobre otros saberes. Si bien esta línea de reflexión está en consonancia con nuestro enfoque, la idea central que proponemos se basa en pensar primero cómo las nuevas maneras de enfocar filosófica y sociológicamente los modos y cánones de producción de la ciencia nos acercan mucho a otras prácticas, y no son tan necesariamente posibles de ser puestas en contraposición. A partir de ello se rompe una dicotomía tan fuerte, aunque esto no conduzca necesariamente a anular las valoraciones y juicios sobre tipos de saber, porque aquí intervienen no solo aspectos epistemológicos sino claramente ético–políticos (sin que esta distinción excluya los últimos de la dimensión epistemológica).

En consonancia con lo anterior, comencemos retomando un texto de Zabaleta acerca de una idea de Menéndez (2015):

“el conocimiento estructura las funciones sustantivas de la Universidad. Es decir que el modo en que el conocimiento se produce, se valida y se socializa, constituye un eje central de la universidad como institución y, por lo tanto, atraviesa el conjunto de sus funciones: docencia (grado y posgrado), investigación y extensión. Esto implica que, si nos preguntamos por la construcción de conocimiento en el ámbito de las prácticas extensionistas y caracterizamos a ese proceso como de diálogo, encuentro, estaremos inevitablemente asumiendo una posición epistemológica que “irradia” sus efectos hacia las otras funciones sustantivas y a los modos posibles de pensar sus relaciones. Esto también se relaciona con una manera peculiar de entender la integralidad de las funciones de la Universidad”. (Zabaleta, 2018, p. 16)

La autora nos habla de “monocultura del saber y del rigor que se sostiene en la idea de que el único saber riguroso es el científico y, por lo tanto, otros conocimientos no tienen igual validez ni rigor”. (2018, p. 17). Pero esta afirmación requiere una deconstrucción de los conceptos involucrados. Por un lado, tenemos una conceptualización y una concepción de ciencia y práctica científica del mismo modo que tenemos una de saber no científico y, por otro, tenemos —aunque claramente ligado a esta conceptualización— una valoración de ambos y, consecuentemente, una forma de mediación y relación entre ellos.

Zabaleta concluye que aquel predomino:

“produce lo que se denomina ‘epistemicidio’, que es la muerte de conocimientos alternativos. Esta idea resulta central en el campo de la EU en tanto uno de sus caracteres constitutivos es el vínculo entre agentes que pertenecen a la Universidad como institución que produce y valida sus propios saberes reconocidos como de carácter científico y otros agentes no universitarios, que no se reconocen a sí mismos (y tampoco la Universidad lo hace) como componentes del vínculo en virtud de la mencionada pertenencia (aunque puedan ser universitarios). Esto plantea necesariamente una relación de asimetría puesto que el vínculo se funda en el reconocimiento de la diferencia entre lugares. Y lo que se ha reconocido como problemático es la transformación de esa asimetría basada en la diferencia en jerarquías sostenidas en la desigualdad; esto es, que lo diferente es inferior, descartable y, por lo tanto, no amerita el diálogo. (2018, p. 17)

Como vemos, el foco aquí está en la contraposición y la denuncia de la supremacía apriorística del conocimiento científico. Pero pasemos a mostrar y desentrañar que muchas de las formas que en que el mismo se despliega no son tan contrapuestas ni tan privilegiadas como muchas veces se sostiene.

El saber en el sistema de ciencia y técnica se ha desarrollado sobre cánones de justificación generados por las comunidades científicas, según diversos criterios, en general relativos a las diferentes áreas de saber. Pero sabemos que no solamente operan los criterios epistémicos en la acreditación de un conocimiento como científico o académico. Existen numerosos aspectos entrelazados para la admisión o el rechazo de conocimientos. Diversas instituciones son acreditables —además de por su propia producción académica y científica— por su prestigio, como, por ejemplo, CONICET en nuestro país. En estos casos, diversos saberes son acreditables como tales por haber sido producidos u originados en determinadas instituciones.

También ocurre que en las mismas instituciones productoras de saber se dan momentos de no–acuerdo, donde no hay un consenso alcanzado sobre las posiciones dentro de la comunidad científica. Los datos obtenidos, los métodos utilizados para su obtención, las bases matemáticas —estadísticas, por ejemplo— empleadas, los métodos de presentación de resultados, etc., son debatibles internamente o son propios de disputas entre dos o más miembros de la misma o de distintas instituciones científicas. Muchos autores han realizado aportes en cuanto al rol que tienen los mecanismos retóricos y persuasivos en las contiendas científicas (Black, 1966; Kuhn, 1962, 1979; Lakoff y Johnson, 1980; Johnson, 1981; Selzer, 1993). Particularmente en los momentos de desarrollo científico, en que no hay acuerdo interno de la comunidad, las posiciones rivales suelen recurrir a diversas estrategias discursivas, en muchos casos, retóricas3.

El rol de las academias y de las instituciones socialmente consolidadas como árbitros en las contiendas científicas ha sido también abordado en varios estudios de sociología de la ciencia. Entre ellos, son representativos los estudios de casos en Solís (1994)4.

Como hemos mostrado al comienzo del artículo, tanto en el ámbito de la filosofía y de la sociología de la ciencia, como de la etnología, se han llevado a cabo muchos estudios sobre las prácticas científicas respecto de los mecanismos de aceptación o rechazo de saberes. En contraposición, los estudios acerca de las relaciones entre modos de producción científica y/o académica y otros modos de producción de conocimiento fuera del ámbito científico–académico han sido mucho menos abordados.

La tradición filosófica menciona de manera habitual a aquellos saberes no acreditados por la academia como “saber vulgar”. Nuevamente podemos remitirnos al Teeteto, pero, para mencionar algunos más, recordemos la clasificación aristotélica en Metafísica I, el trabajo de Bacon en el Novun Organom, entre tantos.

Contemporáneamente, esta problemática ha sido en especial objeto de la etnología y la antropología, con el antecedente impactante de la obra filosófica de Wittgenstein (Wittgenstein, Rhees, 1967).

A diferencia de la referencia “conocimiento científico” (con todas las acepciones del término), distintas denominaciones son asignadas a formas de conocimiento no–científico, propias de diversos grupos culturales. Las oposiciones entre estos, como se menciona en Nygren (1999), abarcan las siguientes: science du concrète/la science (Lévi–Strauss, 1962), el conocimiento tácito/conocimiento científico (Polanyi, 1966), el conocimiento popular/el conocimiento universal (Hunn, 1982), el conocimiento indígena/el conocimiento occidental (Posey, 1983; Warren et al., 1995), y conocimientos tradicionales/conocimientos modernos (Huber y Pedersen, 1997), conocimiento universal/conocimiento local (Nygren, 1999, p. 268)5.

Las caracterizaciones de estos conocimientos dicotómicos presentan al conocimiento popular como práctico, colectivo, fuertemente arraigado en el lugar, basado en la experiencia inmediata (Geertz, 1983). Asimismo, muchos estudios etnocientíficos se ocupan de mostrar los sistemas de conocimiento que abarcan prácticas medicinales, agrícolas, representaciones culturales cosmológicas, míticas, etc., y señalar centralmente sus particularidades y delimitaciones monolíticas en el grupo étnico, siendo muy identitario de estos.

El punto es que estos saberes se evalúan o se enjuician desde ciertos criterios que, en general, son criterios científicos de estudio o comprensión. Aun sosteniendo los cambios ocurridos en la mirada científica.

De la idea de apriorística de la primacía del conocimiento científico al reconocimiento de la diversidad de saberes. Un punto de partida necesario para la integralidad

Las tareas de extensión —probablemente en mayor medida que las tareas de investigación y docencia— colocan de modo habitual a los practicantes en una situación de relación entre los conocimientos y criterios científicos disponibles, propios de la formación académica y disciplinar específica, y los conocimientos y prácticas propios de grupos culturales diferenciables, o sectores, clases, con propias particularidades. Estas relaciones, en la mayoría de los casos, tienen un trasfondo tácito de encuentro entre “expertos” y “legos”.

No solo las prácticas cognitivas diferentes se oponen en estos encuentros, sino también las valoraciones sobre estas y los intereses que median estas prácticas.

Tradicionalmente, los expertos tienen una visión del conocimiento local como no–conocimiento, en gran medida basados la irracionalidad y la ignorancia (Murdoch y Clark, 1994). Estos saberes son a su vez juzgados como una limitación para el progreso y el cambio social requerido, según los cánones valorativos de los expertos.

Uno de los aspectos importantes al momento de pensar esta temática con relación a la EU es el de distinguir estas prácticas de aquellas propias de los modelos intervencionistas, generalmente representados por modelos de entidades estatales, entidades internacionales de desarrollo social, etc. En muchos casos, las intervenciones de estos organismos conllevan acciones sobre grupos locales particulares (grupos de campesinos con prácticas de agricultura familiar, grupos de comunidades aborígenes, grupos urbanos periféricos con características singulares, etc.) que suelen tener el carácter intervencionista comentado, cuyos rasgos se acercan a la caracterización de modelo elitista de Tommasino. Estas prácticas se efectúan sobre la convicción de que estos grupos requieren de la intervención externa, dado que sus propios comportamientos y creencias no resultan adecuados para la solución de los problemas que los afectan o de bienes o posesiones de los que adolecen. Las valoraciones sobre el conocimiento local como conocimiento tradicional, situado y trasmitido generacionalmente, es vista como un “obstáculo” para la obtención de cambios requeridos, sean estos de hábitos de construcción de viviendas, prácticas medicinales, etc. Por lo general, estas intervenciones están mediatizadas por discursos que justifican dichas acciones, elaborados desde organismos y sujetos que poseen el poder político que da un margen necesario para el accionar sobre los grupos locales, en la mayoría de los casos, sobre la presunción de que los criterios establecidos desde esos organismos tienen un grado de justificación (epistémica, política, etc.) que los valida en sus intervenciones.

Como afirma Nygren:

“Los agentes de desarrollo se caracterizaron como expertos que llevaban la civilización a los bárbaros, la ciencia a los supersticiosos y el bienestar a los que sufrían de diversas carencias: falta de habilidades de gestión, falta de sostenibilidad, falta de ética ambiental y falta de planes a largo plazo. Para enfatizar la diferencia entre el conocimiento experto y las formas locales de conocimiento, los desarrolladores utilizaron un discurso que presentaba fuertes contrastes: racional / mágico, universal / particular, teórico / práctico y moderno / tradicional”. (1999, p. 275)

La autora señala cómo estas dicotomías funcionan como poderosos organizadores mentales, privilegiando una forma de conocimiento sobre otra. De modo que esta polarización sirve para elaborar “la omnisciencia de expertos en oposición a la ignorancia de los pobres rurales, la iluminación de “nosotros” de la oscuridad de “ellos”, y la racionalidad de la ciencia de la irracionalidad del conocimiento local” (1999, p. 276).

Las prácticas de extensión intentan diferenciarse claramente de los modelos intervencionistas esbozados. Uno de los requerimientos necesarios para esta diferenciación —entre otros que no se abordan aquí— se sustenta en el modo de pensar el conocimiento, más amplio y maleable que el que se ejercita tradicionalmente en las comunidades científicas y académicas.

Un aspecto clave para brindar las posibilidades de acciones de extensión universitaria es la mirada propia sobre qué es el conocimiento académico y científico desde una perspectiva crítica y revisionista de lo que llamamos al comienzo del texto “visión estandarizada”. Las miradas de diversas visiones filosóficas y sociológicas actuales sobre la ciencia enfatizan que el científico es un sujeto social cuyos razonamientos y prácticas no se diferencian de manera sustantiva de otros razonamientos y prácticas sociales.

Knorr Cetina (1982, 1995, 1999) señala que algunos estudios sobre las prácticas científicas nos muestran que los científicos no pueden verse solamente como productores de conocimientos y productos tecnológicos, sino que las prácticas son transepistémicas, en el sentido de que están más allá de lo puramente epistémico o cognitivo, suponen relaciones con otros grupos e instituciones (aquellas en las que se generan recursos para la investigación, por ejemplo), organizaciones propias de la institucionalización del saber (relaciones entre sectores con diversos roles dentro de las comunidades científicas), interacciones con grupos gubernamentales y no–gubernamentales de política científica, relaciones con los grupos y sujetos cuyas prácticas, hábitos, son objeto propio de las indagaciones de los cientistas sociales, etc.

Como señala Knorr Cetina:

“Así como no hay ninguna razón para creer que las interacciones entre los miembros de un grupo de especialidad sean puramente “cognitivas”, tampoco hay razón para creer que las interacciones entre los miembros de una especialidad y otros científicos o no-científicos se limiten a transferencias de dinero u otros intercambios comúnmente categorizados como “sociales”[…] si no podemos presumir que las elecciones “cognitivas” o “técnicas” del trabajo científico están exclusivamente determinadas por el grupo de pertenencia a una especialidad de un científico, no tiene sentido buscar una “comunidad de especialidad” como el contexto relevante para la producción de conocimiento”. (1996, p. 151)

La visión de Knorr Cetina nos remite a hablar de redes simbólicas que van más de los límites de un campo científico. Resulta así interesante la noción de “sociedad de conocimiento” como lugar de producción o fabricación del conocimiento, término este último muy propio de la autora, cuyo abordaje implica la comprensión de los cambios sociales, cognitivos, institucionales, culturales, que ya están ocurriendo en la interacción cada vez más dinámica de diferentes cuerpos de actores sociales.

Existen varios ejes de continuidad con las ideas arriba esbozadas. Empezaremos por los que postula Bruno Latour. Desde una apuesta por una sociología de las asociaciones, propone dos tipos de continuidad: a) ciencia–sociedad y b) ciencia–política. Podría decirse que para el autor el conocimiento se sitúa a mitad de camino entre la sociedad y la política. Hay que unir la ciencia a la política para que no se “vea doble”. Una de las grandes divisiones modernas fue la separación entre ciencia y política (Latour, 1991). Así la ciencia se encargaba de los saberes puros (principalmente ocupada de descubrir las leyes naturales), mientras que la política se haría cargo de una tarea impura: las relaciones entre los humanos y la construcción de un orden de convivencia. Esta separación propedéutica acentuó una distinción formal que no era tal en la realidad. Latour y Woolgar (1987) sostienen que no existe distinción entre una ciencia desinteresada y una acción política comprometida; por el contrario, hay influencia política en la tarea del científico desde la misma recolección de los datos.

Desde este enfoque de sociología de orientación pragmática, tanto como dentro del denominado “Programa Fuerte de la sociología de la ciencia”, la categoría de “simetría” resulta fundamental como a priori metodológico. Cuando se trata de pensar las relaciones entre las actividades de los cientistas sociales y las de los sujetos estudiados por estos, no se debe jerarquizar nada en el análisis de un proceso, ni un evento ni un conjunto de actores; hay que observar lo que allí se está produciendo. No hay que presuponer verdades de mainstream, ni discursos supuestamente marginales. La construcción del evento o del colectivo se nutre de una infinidad de actores, discursos e intervenciones que hay que actualizar de manera permanente (Latour, 2008). Según el autor, fundamentalmente se trata de no jerarquizar de antemano fundamentos ontológicos y epistemológicos de la ciencia racionalista moderna, descalificando o invisibilizado otras modalidades de saberes puros–etnociencias. Intenta equilibrar la jerarquía de los conocimientos legitimados por la ciencia con aquellos que se encuentran fuera de sus fronteras. Los saberes excluidos sufren lo que Latour (2001) denominó “traducción”.

Según Latour, no existe un criterio de verdad o falsedad por sobre la relación de fuerzas. La acusación de irracionalidad no es más que una prueba de la creación de una red antagonista. Para ello, es necesario tratar simétricamente la disputa racionalidad–irracionalidad. Por eso su metodología de análisis de lo social debe alimentarse de controversias y tratarlas de forma simétrica, es decir, despojándolas de todo presupuesto sobre cada uno de las intervenciones de sus participantes (Latour, 2008).

Por su parte, Boaventura de Sousa Santos (2003, 2006, 2010) ha generado la categoría de “pensamiento posabismal”, que pone en cuestionamiento la hegemonía del pensamiento científico–occidental, proveniente mayoritariamente de los países capitalistas desarrollados, y promueve “un aprendizaje desde el Sur a través de una “epistemología del Sur”. Esta posición confronta la denominada monocultura con la ecología de los saberes, donde la expresión se funda en el reconocimiento de la pluralidad de conocimientos heterogéneos, entre los que están también el pensamiento científico dominante y las interconexiones entre ellos, que mantienen sus autonomías y exigencias propias.

El autor sostiene que esta ecología de los saberes está en tensión entre la idea de la diversidad sociocultural del mundo, que ha ido ganando aceptación en las últimas décadas y que favorecería el reconocimiento de la diversidad epistemológica y pluralidad como una de sus dimensiones, y la aceptación de predominancia de epistemologías que comparten las premisas culturales de su tiempo y se establecen como creencia en la ciencia, como la única forma válida de conocimiento. Enfatiza que la “creencia en la ciencia” excede en mucho al sistema de ideas o actividades científicas disponibles. Esta tensión implica, pues, que el reconocimiento de la diversidad cultural en el mundo no necesariamente significa el reconocimiento de la diversidad epistemológica en el mundo (Sousa Santos, 2010).

Sousa Santos comenta también que, por otro lado, el conocimiento científico no es socialmente distribuido de un modo equitativo:

“Las intervenciones del mundo real que favorece tienden a ser aquellas que abastecen a los grupos sociales que tienen mayor acceso al conocimiento científico. Mientras las líneas abismales avancen, la lucha por la justicia cognitiva global no será exitosa si solamente está basada en la idea de una distribución más igualitaria del conocimiento científico. Aparte del hecho de que una distribución equitativa es imposible bajo las condiciones del capitalismo y el colonialismo, el conocimiento científico tiene límites intrínsecos en relación con los tipos de intervención del mundo real que hace posible”. (2010, pp. 35–36)

Asimismo, Sousa Santos enfatiza que una epistemología posabismal no implica desacreditar el conocimiento científico sino contrarrestar su rol hegemónico al mismo tiempo que explorar prácticas científicas alternativas, como las epistemologías feministas y poscoloniales. A la vez, se trata de incentivar la interacción e interdependencia de conocimientos científicos y no–científicos. El autor resalta que, en muchas áreas de la vida social, la ciencia moderna ha demostrado una superioridad incuestionable respecto de otras formas de conocimiento, pero en muchos casos, como en la preservación de la biodiversidad, las formas de conocimiento rurales e indígenas se encuentran bajo amenaza desde el incremento de las intervenciones científicas.

Aceptando que la construcción epistemológica de una ecología de saberes no es tarea fácil, Sousa Santos propone un programa de investigación sobre la base de tres grupos centrales de preguntas relacionados con: (i) la identificación de saberes; (ii) los procedimientos para relacionar unos y otros; y (iii) la naturaleza y evaluación de las intervenciones del mundo real posibilitadas por ellos. Al primer grupo pertenecen cuestiones como: ¿cuáles son los criterios para distinguir diferentes tipos de saberes? ¿Qué elementos nos permiten diferencias entre conocimiento científico de conocimiento no–científico? ¿Cómo distinguir el conocimiento no–occidental de conocimiento occidental? ¿Cuál es la configuración de los conocimientos en los que se entrelazan creencias occidentales y no–occidentales?

La segunda dimensión pone en discusión el modo en que las relaciones entre el conocimiento científico y otras formas de conocimiento son posibles: ¿qué formas de pueden tomar estas relaciones: subsunción y reducción, mantenimiento de diferencias profundas y de relaciones inconmensurabilidad? ¿Inconmensurabilidad radical e imposibilidad de traducción radical o inconmensurabilidad local, y, por ende, posibilidad de traducción y comunicabilidad parcial? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de la traducción intercultural? ¿Cómo pueden generarse estas condiciones de manera de garantizar que esta no se convierta en una versión nueva de pensamiento abismal?

En el tercer grupo de preguntas se centra en los actores representativos de las formas de conocimiento diversas, donde los mismos son concebidos con relación a sus situaciones de beneficio u opresión en los modelos capitalistas: ¿Cómo podemos identificar la perspectiva de los oprimidos en las intervenciones del mundo real o en cualquier resistencia a ellas? ¿Cómo podemos traducir esta perspectiva en prácticas de conocimiento?

Las anteriores preguntas suscitan, sin duda, una mirada crítica y de revisión sobre distinciones y valoraciones epistemológicas sobre la ciencia, sus beneficios y la predilección de la misma sobre otros saberes.

Vinculado a lo anterior, Feyerabend (1982) ha puesto fuertemente en tela de juicio los motivos y justificaciones que hacer preferir la ciencia a otros saberes y constituir del saber de los científicos un saber de expertos, que se impone sobre otros modos de conocimiento.

En el texto referido, el autor formula dos preguntas acerca de la ciencia:

“a) ¿Qué es la ciencia? ¿Cómo procede? ¿Cuáles son sus resultados? ¿En qué se diferencian sus criterios, procedimientos y resultados de criterios, procedimientos y resultados de otros campos?

b) ¿Qué ventajas tiene la ciencia? ¿Qué la hace preferible a otras formas de existencia que utilizan criterios diferentes y obtienen resultados distintos? ¿Qué es lo que hace que la ciencia moderna sea preferible a la ciencia aristotélica o a la cosmología de los hopi?”. (p. 83)

Para Feyerabend, mientras que la primera pregunta tiene muchas respuestas, la segunda casi nunca se formula. La excelencia de la ciencia se supone, no se defiende con argumentos. En una sociedad libre hay lugar para muchas creencias, doctrinas e instituciones extrañas, pero —según el autor— la supuesta superioridad de la ciencia se ha convertido en un artículo de fe.

No resulta fácil concebir que la ciencia es una tradición entre otras, y resulta necesario el cuestionamiento sobre su predominio. De igual manera, y consecuentemente, es necesario que se revise y cuestione la opinión de los expertos. La idea que sostiene es que, en una educación libre, el ciudadano tiene voz y voto sobre la marcha de cualquier institución. La opinión de los expertos debe tenerse en cuenta, pero no son estos los que deben imponer sus criterios y decisiones, sino los comités constituidos democráticamente. De modo que la ciudadanía tiene que lograr una participación activa en la toma de decisiones.

Consideraciones finales

La presente contribución ha tendido a señalar la importancia de la reflexión epistemológica al momento de pensar las funciones sustantivas de la universidad que, desde la idea de integralidad, ha acentuado la necesidad de que dichas funciones impliquen una interacción sostenida entre enseñanza, investigación y extensión.

La idea central sostenida aquí es que una condición de posibilidad para que la integralidad sea factible requiere de un examen acerca de qué entendemos por conocimiento, y en particular una revisión de una concepción estereotipada y cerrada de conocimiento científico. Al respecto, recurriendo a enfoques filosóficos y sociológicos diversos, hemos intentado mostrar que la idea de ciencia como producción social de conocimiento se coloca de manera muy cercana a otras formas sociales de conocimiento. Aun con características propias y con criterios epistemológicos particulares, las prácticas científicas se desarrollan de modo grupal, en comunidades o grupos, situados históricamente y con pertenencias disciplinares e institucionales que guían las prácticas propias de los participantes. Esta mirada cultural e históricamente situada sobre la producción del conocimiento científico y de las prácticas científicas no niega las particularidades en cuanto a otras formas de saber ni que puedan establecerse algunos rasgos generales de dichos saberes y prácticas; a lo que sí se opone es al carácter y juicio apriorístico respecto de sus diferencias abismales con otros saberes, y sobre todo a las diferencias jerárquicas entre ellos.

Cuando nos acercamos al análisis de los procesos de generación, validación, difusión, etc., de las producciones de los grupos científicos, podemos visualizarlos como grupos humanos con fuertes relaciones sociales con otros grupos humanos. En el caso de las investigaciones humanísticas–sociales y de las prácticas sociales —en particular las de EU— lo anteriormente señalado se agudiza. Existe en estos casos una necesidad más profunda de eliminar prejuicios y posiciones apriorísticas que enmarcan las tareas sobre las comunidades no–científicas desde valoraciones que jerarquizan a los primeros como poseedores de saberes más adecuados que los propios de los sujetos que se investigan o con los cuales se establecen lazos de acción. El prejuicio de la superioridad de saber disponible, de metodologías más eficaces, de medios más adecuados para promover cambios sociales, resulta claramente un impedimento, un obstáculo para alcanzar resultados eficaces.

Como es sostenido desde AA. VV. (2017), Grupo de Trabajo Producción de Conocimiento en la Integralidad de la Red de Extensión de la Udelar:

“La relación academia–sectores populares supone sobre todo la toma de conciencia y las profundas desestructuraciones que permitan construir nuevos conocimientos desde la relación intercultural, trascendiendo las limitaciones que la ciencia nos impone y en la cual hemos sido formados. Este es el punto clave en la consolidación del ambicioso programa de la universidad en la búsqueda de nuevas relaciones con la sociedad. Siendo necesario sobre todo que los académicos integren sus actividades de docencia, investigación y extensión”. (p. 29)

Lo anterior está en la línea de señalar la necesidad de cambios tanto en nuestras concepciones de conocimiento como en las prácticas signadas por los prejuicios y valoraciones heredadas de las posiciones de investigadores, docentes o extensionistas situados en modelos académicos y científicos de los que formamos parte y que nos forman. El camino es, creemos, poner en crisis y revisar estos modelos heredados, de los que la mayoría de los miembros de nuestra propia comunidad no somos conscientes porque nuestras propias prácticas no nos movilizan, por lo general, a la revisión crítica de las mismas.

Referencias

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Notas

1) Un texto que examina detenidamente en cambio científico hacia el experimentalismo es Schaffer & Shapin (1985).
2) Parte de la información sobre la historia institucional de la universidad ha sido tomada de Chuaqui (2002).
3) Un ejemplo reciente al respecto los constituye el caso de Stephen Gould, quien brindó una polémica exposición en la Royal Society londinense a fines de 1978, la que derivó en la publicación del influyente artículo (Gould y Lewontin, 1979). En este, los autores utilizan la descripción del dispositivo arquitectónico spandrel como unos de los aspectos capitales de la controversia que llevan adelante con el así llamado “programa adaptacionista” (Cfr. Blanco y Gonzalo, 2011).
4) Los ejemplos en Solís (1994) son: “Hijo de siete sexos: la destrucción de un fenómeno físico”, de Harry Collins; ‘Teoría estadística e intereses sociales”, de Donald MacKenzie; “El conocimiento frenológico y la estructura social del Edimburgo de principios del diecinueve”, de Steven Shapln, y “Ciencia, política y generación espontánea en la Francia del diecinueve: el debate de Pasteur y Pouchet”, de John Farley y Gerald L. Geison.
5) Las referencias citadas en Nygren (1999) son: Huber, T. and Pedersen, P. (1997). Meteorological Knowledge and Environmental Ideas in Traditional and Modern Societies: The Case of Tibet. Journal of the Royal Anthropological Institute, 3(3), 577–98; Hunn, E. (1982). The Utilitarian Factor in Folk Biological Classification. American Anthropologist, 84(4), 830–847; Posey, D. (1983). Indigenous Ecological Knowledge and Development of Amazon. En E. Moran (Ed.). The Dilemma of Amazon Development. Westview Press; Warren, D. M.; Slikkerveer, J. and Brokhensa, D. (Eds.) (1995). The Cultural Dimension of Development: Indigenous Knowledge Systems. Intermediate Technology Publications.

Información adicional

Contribución del autor/a (CRediT): Conceptualización: Gonzalo, A. Adquisición de fondos: Gonzalo, A. Investigación: Gonzalo, A. Administración del proyecto: Gonzalo, A. Supervisión: Gonzalo, A. Redacción – borrador original: Gonzalo, A.

Biografía del autor/a: Adriana Gonzalo, Doctora en filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Las áreas académicas de actuación más relevantes son: Filosofía de las ciencias, Epistemología, Filosofía de la Lingüística. Profesora titular de la cátedra Filosofía de las Ciencias de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral (FHUC–UNL). Directora de programas, proyectos y otras actividades de investigación y desarrollo en Filosofía. Directora de Proyectos de Extensión de Interés Social, UNL. Desde 2004 es Categoría Docente Investigador 1; desde 2016, investigadora independiente del CONICET (IHUCSO UNL–CONICET) y, desde 2021, directora del IHUCSO.



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