Praxis
Recepción: 08 Septiembre 2023
Aprobación: 08 Octubre 2023
Cómo citar: Cevallos, A. (2023). Al diablo con nuestras buenas intenciones. En post(s), volumen 9 (pp. 230-243). Quito: USFQ PRESS.
Resumen: La noción de mediación comunitaria como práctica crítica y comprometida con la justicia social no es sinónimo de consenso, participación ni celebración de la di- versidad; más bien aparece como una pregunta irresuelta sobre qué es lo que trans- forma o podría transformar y sobre sus puntos ciegos. En medio de la celebración por los diez años de implementación de esta noción de trabajo en la Fundación Museos de la Ciudad, de Quito, intento hacer una autorreflexión sobre los aprendi- zajes en torno a las maneras de relacionamiento entre comunidades e instituciones culturales, los desafíos y contradicciones actuales. El texto acompaña la edición de una serie de carteles en donde robamos una frase de Iván Illich como provocación que nos empuja a cuestionar los supuestos positivos de nuestra práctica.
Palabras clave: mediación comunitaria, museos, educación, crítica, mediación comunitaria, museos, educación, crítica.
Resumen: La noción de mediación comunitaria como práctica crítica y comprometida con la justicia social no es sinónimo de consenso, participación ni celebración de la di- versidad; más bien aparece como una pregunta irresuelta sobre qué es lo que trans- forma o podría transformar y sobre sus puntos ciegos. En medio de la celebración por los diez años de implementación de esta noción de trabajo en la Fundación Museos de la Ciudad, de Quito, intento hacer una autorreflexión sobre los aprendizajes en torno a las maneras de relacionamiento entre comunidades e instituciones culturales, los desafíos y contradicciones actuales. El texto acompaña la edición de una serie de carteles en donde robamos una frase de Iván Illich como provocación que nos empuja a cuestionar los supuestos positivos de nuestra práctica.
Palabras clave: mediación comunitaria, museos, educación, crítica, mediación comunitaria, museos, educación, crítica.
Abstract: The notion of Community Mediation as a critical practice committed to social justice is not synonymous with consensus, participation or celebration of diversity; rather, it appears as an unresolved issue about what it transforms or could transform, and about its blind spots. In the context of the celebration of ten years of implemen- tation of this concept at the Fundación Museos de la Ciudad, in Quito, I attempt to make a self-reflection on the lessons learned in the ways of relating between communities and cultural institutions, the current challenges and contradictions. The text accompanies the edition of a series of posters in which a phrase by Ivan Illich is used as a provocation that leads us to question the positive assumptions of our practice.
Keywords: community mediation, museums, education, critical analysis, community mediation, museums, education, critical analysis.
Abstract:
The notion of Community Mediation as a critical practice committed to social jus- tice is not synonymous with consensus, participation or celebration of diversity; rather, it appears as an unresolved issue about what it transforms or could transform, and about its blind spots. In the context of the celebration of ten years of implemen- tation of this concept at the Fundación Museos de la Ciudad, in Quito, I attempt to make a self-reflection on the lessons learned in the ways of relating between communities and cultural institutions, the current challenges and contradictions. The text accompanies the edition of a series of posters in which a phrase by Ivan Illich is used as a provocation that leads us to question the positive assumptions of our practice.
community mediation, museums, education, critical analysis
Fecha de envío: 8/09/2023
Fecha de aceptación: 8/10/2023
DOI: https://doi.org/10.18272/post(s).v9i1.3122
Cómo citar: Cevallos, A. (2023). Al diablo con nuestras buenas intenciones. En post(s),
volumen 9 (pp. 230-243). Quito: USFQ PRESS.
Keywords: community mediation, museums, education, critical analysis, community mediation, museums, education, critical analysis.
Antes de comenzar
La Fundación Museos de la Ciudad es una institución de servicio público que aparece en 2006 para dar soporte administrativo a la gestión del Museo de la Ciudad, el Museo Interactivo de Ciencia, Yaku Parque Museo del Agua, y el Museo del Carmen Alto, que se adhieren progresivamente. En el año 2011 se incorporó el Centro de Arte Contemporáneo, ubicado en el populoso barrio de San Juan, y ese mismo año se abre un puesto de investigación dedicado —principalmente— a entender la conflictiva relación entre esta institución y su entorno. En el proceso va tomando forma la aspiración de imaginar una manera de hacer cultura más allá de la democratización y la representación de lo popular: una forma en que las comunidades se implican en la producción de contenidos, crean espacios de aprendizaje y participan en la toma de decisiones, dejando en situación de compromiso a los espacios culturales frente a las urgencias del territorio; una aspiración que por supuesto no está libre de contradicciones.
En el año 2013 este modelo de trabajo se amplió a todos los museos de la Fundación posicionando la noción de mediación comunitaria como un ámbito de trabajo in- terdisciplinar en donde participan educadoras de museos, artistas, investigadoras, un agrónomo, diseñadores y arquitectos. Mediante diagnósticos comunitarios y asam- bleas, se dibujan hojas de ruta y surgen articulaciones con iniciativas autónomas implicadas en debates tan variados como la seguridad ciudadana, la resistencia del comercio popular, o la construcción de oferta de verano para los wawas del barrio. Estos esfuerzos propiciaron espacios de colaboración entre actores de maneras im- previstas y permitieron una porosidad en las lógicas de la institución, cuestionando abiertamente la exclusividad y exclusión que históricamente se asocia a los museos.
En el año 2016 el equipo de mediación comunitaria de la Fundación Museos fue reducido y limitado por discrepancias y cambios de voluntades políticas; más tarde, en 2020, la Fundación Museos restituye y alienta nuevamente este ámbito de trabajo. En 2023 la idea de mediación comunitaria en la Fundación Museos cumple diez años. No se trata de una idea original ni mucho menos: los museos en la región vienen madurando formas de trabajo comprometido socialmente desde la década de 1970, y este enfoque se alimenta de una constelación mucho más amplia y antigua de educadoras populares y promotoras comunitarias. No obstante, en diez años vemos una trayectoria sostenida, sistemática y situada que nos exige preguntar ¿qué se ha movido? ¿Qué nuevos problemas emergen para quienes trabajamos en mediación?
En el contexto de la celebración se ha desplegado un programa de exposiciones, encuentros, festividades y círculos de conversación reflexiva. De hecho, la escritura de este breve texto fue motivada por Daniela Carvajal, coordinadora de Mediación Comunitaria, quien abrió un círculo de conversación llamado «Soy porque somos» para tratar dos preguntas: ¿cuáles son las nociones y premisas sobre las cuales museos e instituciones culturales se proponen abordar el trabajo comunitario? ¿Qué nuevas preguntas emergen después de más de diez años de trabajo en este ámbito? En la conversación que tuvo lugar en el Yaku Parque Museo del Agua el 17 de junio de 2023, Natasha Sandoval, Lenin Santacruz y yo presentamos el afiche <<Al diablo con nuestras buenas intenciones>> como una provocación. En las páginas que vienen intentaré ampliar las ideas detrás del gesto.
Al diablo con nuestras buenas intenciones
Queridas colegas, educadoras de museos y mediadoras comunitarias,
Estas páginas se escriben como un intento de reconocer preguntas que empezaron a tomar forma cuando trabajé como mediador comunitario entre 2011 y 2016, preguntas que aún resuenan en mí y en el trabajo que desarrollo actualmente en el Museo de la Ciudad. Siempre nos reclamamos las pocas pausas que hemos hecho para escribir sobre lo que hacemos o hemos intentado hacer, así que tengo la esperanza de que estas pala- bras sean recibidas, sean abono para futuras conversaciones después de la celebración.
Quiero contarles que cuando comencé a trabajar como investigador en el Centro de Arte Contemporáneo, durante las primeras semanas encontré notas de prensa e informes que usaban de una u otra forma, como una línea argumental, la frase:
«Queremos recuperar . devolver el patrimonio y el espacio público a la ciudada- nía», refiriéndose y justificando así la remodelación del antiguo Hospital Militar para convertirlo en el nuevo Centro de Arte Contemporáneo de Quito, en 2009, en medio de las fiestas Bicentenarias.
Pero esta intención desconocía que el cambio de uso del edificio significó la reubica- ción de 46 familias que vivieron en él por al menos 20 años; familias conformadas, principalmente, por estudiantes universitarios de provincia sin techo, comerciantes ambulantes, ex conserjes del mismo edificio que, frente a la constante precarización de su situación, decidieron tomar el inmueble abandonado, adecuarlo, reparar los techos, pintar las paredes, traer a parientes, habitarlo. La reubicación en las periferias del sur de la ciudad los hizo pasar de okupas auto-organizados a acreedores de un préstamo hipotecario tramitado por las autoridades municipales. Es decir, pasaron de ser gente pobre organizada a ser gente pobre endeudada. Esas familias corrieron con algo de «suerte» si se considera que los habitantes afros, acusados de antisociales, fueron expulsados del edificio mediante operativo policial, sin reubicación, sin cen- sos, sin informes de las trabajadoras sociales.
Cuando comenzaron las tareas de remodelación, el edificio fue cercado con una malla metálica, clausurando las reuniones, asambleas, torneos deportivos, festejos, chumas y las excursiones a la casa embrujada que hacían los wawas más avezados del barrio de San Juan. La patrimonialización y la institución del arte contemporáneo habían «aterrizado» e irónicamente su aparecimiento jugaba contra la auto- organización de la vida social del barrio, una historia vieja, conocida y repetida hasta el cansancio en todo el mundo: la cultura y el patrimonio son punta de lanza de los proyectos marca ciudad, regeneración urbana vinculada a intereses del turismo, la industria cultural y los capitales inmobiliarios.
Es cierto que en la historia de la ciudad el antiguo Hospital Militar se había ganado fama de inseguro, un lugar donde los artistas como Pablo Barriga o Jenny Jaramillo se metían a hacer experimentos desautorizados, donde los antisociales se metían para hacer «rituales diabólicos». La intervención patrimonial trajo orden, era mejor convertirlo en centro de arte que en un taller para personas priva- das de la libertad, que fue otra de las posibilidades que se barajaba y frente a la cual las organizaciones barriales se opusieron rotundamente1. El lugar se volvió tranquilo y más exclusivo, dijeron literalmente en su momento las vecinas, aun- que también reconocieron que algo se había roto.
Cuando Ana Rodríguez me invitó a trabajar en el Centro de Arte Contemporáneo como investigador en 2011, la memoria de esta rotura estaba fresca, era evidente la controversia y la función de encubrimiento que tenía la frase «Recuperación y devolución del espacio público a la ciudadanía», por tanto, un puesto de «investigador» se transformó en un puesto a tiempo completo para asumir esa controversia.
Así aparece la mediación comunitaria como un intento de contestación a una «buena intención» de efectos contradictorios, como una contestación a pretensiones que aparentan ser «buenas para todos» pero encubren operaciones de ordenamiento justificadas por discursos «incuestionables»: la cultura, el espacio público, la comunidad, la ciudadanía. ¿Quién podría estar en contra de estas palabras mágicas?
Figura 1. Afiche «Al diablo con nuestras buenas intenciones» inspirado en la frase de Iván Illich, y presentado por Natasha Sandoval, Lenin Santacruz y Alejandro Cevallos en Yaku Parque Museo del Agua, 2023.
La mediación comunitaria trabaja en medio de una contradicción que no puede resolverse
Los museos tienen como usuarios mayoritariamente tres tipos de perfiles: los grupos escolares (que son —en definitiva— grupos cautivos, niños, niñas y jóvenes que no pueden oponerse a ser traídos por sus profesores al museo); grupos familiares (generalmente blancos mestizos de clase media que consideran que el consumo cultural les ofrece una oportunidad de ampliar su educación y hacer «buen uso del tiempo libre»), y finalmente, turistas locales o extranjeros ávidos de conocer la cultura y la historia locales, aunque con el compromiso que es posible sostener lo que dura su paso por la ciudad: un par de días.
El aparecimiento de la mediación comunitaria en la Fundación Museos, como un área de trabajo que desarrolla sistemáticamente otras formas de relacionamiento con las personas en el territorio, coincidió con la necesidad institucional de ampliar el perfil de sus públicos y demostrar a las autoridades políticas su relevancia social.
Por supuesto que existen muchos otros factores y condiciones que explican el apareci- miento de un área de trabajo llamada mediación comunitaria, factores que no aborda- ré en este texto pero que quizás es importante al menos mencionar para dimensionar la complejidad. Por un lado, existe una voluntad del gobierno local de prestar atención y presupuesto a la capacidad de incidencia en territorio de las instituciones culturales. Coincide, también, con la emergencia de cierta generación de artistas que conjugan herramientas de la etnografía, la investigación acción participativa y las prácticas ar- tísticas. Es importante mencionar la influencia que tuvieron artistas como los Tranvía Cero, organizadores del Encuentro de Arte y Comunidad Al zur-ich, que promovió a muchos de las y los artistas que pensaban su práctica desde la calle y conceptua- lizaban sus proyectos en asambleas barriales, un movimiento que fue revelando un ámbito de acción que era inimaginable para las instituciones culturales: alteraron la brújula, como le gusta decir a Omar Puebla. Es importante también recordar el cre- ciente debate sobre la relación entre arte, educación y territorios, que surgió a nivel global y que en la región tuvo un momento destacable en el festival Medellín 2011, al reunir a personajes como el colectivo de pedagogías colectivas Transductores, la educadora crítica Carmen Mörsch o el teórico de la estética dialógica Grant Kester.
Sin desconocer esas influencias, el equipo de mediación comunitaria comenzó a trabajar principalmente con personas que no vendrían al museo por cuenta propia. Grupos que se resisten, tienen otras urgencias vitales o simplemente dibujan otros itinerarios de consumo y producción cultural. Crear las condiciones para una relación de esta naturaleza, por tanto, siempre ha implicado el despliegue de cierta retórica para argumentar, negociar e intentar encontrar el valor que pudiera tener una eventual colaboración con esos grupos comunitarios que históricamente habían pasado por fuera del radar de la institución, fuera de su gestión, fuera de su campo de la legibilidad e imaginación.
Desde su creación y hasta la fecha, comerciantes populares, migrantes ilegalizados, personas sin techo, gestores culturales barriales y vecinas resentidas con la historia de violencia que significó el aparecimiento de museos en sus barrios ya se cuentan como interlocutoras, colaboradoras y también en la estadística de «beneficiarias» de la gestión de los museos, con lo transformadora o neutralizante que puede llegar a ser esta operación2.
En todo caso, el trabajo metodológico de la mediación comunitaria en museos implica un proceso previo que permite alcanzar el consentimiento de las partes sobre la colaboración. Nadie entra de manera ingenua a un proceso de colaboración con una institución, cada parte mantiene interés estratégico sobre determinados capitales simbólicos y materiales en juego. Intentar entender las relaciones y economías en juego y cuidar el proceso previo para crear condiciones de colaboración es un trabajo constante que hacen las mediadoras comunitarias para establecer relaciones éticas y desmarcarse del fantasma del paternalismo.
El trabajo de mediación comunitaria intenta contrarrestar la verticalidad que se puede sospechar en toda relación entre instituciones culturales y grupos comunitarios, entre financistas y «beneficiarios», y que se manifiesta en «supuestos positivos»: la creencia de que las instituciones culturales pueden ofrecer algo positivo a personas que no han venido por su propia cuenta. Por ejemplo, en el discurso institucional se usan afirmaciones como las siguientes:
Acceder a los espacios culturales es clave en el ejercicio de los derechos culturales de las comunidades.
La participación de las comunidades en proyectos culturales impulsados por instituciones otorga mayor visibilidad a sus demandas.
Las instituciones culturales fortalecen los tejidos sociales.
Las instituciones culturales podrían contribuir a problematizar las discriminaciones y alfabetizar en términos de diversidad cultural.
Las instituciones culturales contribuyen al disfrute del patrimonio y promueven la cultura de paz.
Estas líneas, más que verdades, son «supuestos positivos»; detrás, existen sinceras motivaciones y compromisos políticos y personales, pero no podemos olvidar el lugar de certeza institucional desde el cual se formulan: hay unos propósitos fijados de ante- mano, se esperan ciertos resultados y se miden con indicadores que toda trabajadora de la cultura debe demostrar que se han cumplido. La estructura de todo informe está diseñada para esta demostración, de hecho, las instituciones culturales raramente lo- gran documentar sus problemáticas internas o fracasos en sus intentos de alcanzarlos.
Los «supuestos positivos» responden a determinado proyecto gubernamental que se mira a sí mismo como progresista pero que, no obstante, ejerce una acción disciplinadora implícita, en el sentido de que identifica (muchas veces de manera simplista), regula y normaliza la relación con grupos que, como he dicho antes, no eran legibles, no estaban en el radar de la institución.
Los derechos son logros de las luchas sociales, movimientos que instituyen, en buena hora, nuevos y más amplios marcos de convivencia con base en la idea de justicia social. Sin embargo, para quienes trabajamos bajo esta aspiración resulta inquietante la voz de la artista y activista María Galindo (2021) cuando pide sospechar de la idea de «derechos» como meras concesiones de los grupos dominantes, una homogenización de la diversidad y la especificidad de los reclamos sociales, de imposición de nuevos valores y normas. Bajo la idea de «derechos», el deseo y la lucha pudieran constreñirse, según Galindo, a la esfera de la política identitaria, al ámbito legal o a la cuestión representacional, olvidando que las desigualdades son también producto de estructuras económicas y sociales, donde nuestras bienhechoras instituciones cultura- les, aparentemente, no tienen competencia.
Aún recuerdo un taller que realizamos con el equipo de mediación comunitaria en 2013 con mujeres comerciantes ambulantes del mercado popular San Roque, en medio de una amenaza de reubicación del mercado fuera del centro de la ciudad y en un contexto de acusación por parte de los comerciantes propietarios de puestos que las señalaban, al igual que las autoridades, como causantes del «desorden en las calles». En el taller intentábamos describir sus itinerarios callejeros, sugerir el valor que tenía para ellas una red de espacios de acogida, comedores populares, escuelas que no estaban siendo valoradas por la planificación urbana. En un determinado momento surgió nuestra preocupación sobre el rol de la infraestructura y el equipamiento cultural en esa red de espacios, y el silencio ante la situación que estas mujeres atravesaban. En una conversación informal, de pasillo, ellas propusieron que se les permitiera dejar a los wawas en el museo durante la tarde mientras trabajaban en las calles.
Nosotros tragamos saliva, por supuesto: no teníamos protocolo ni marco jurídico, no teníamos capacidad ni tiempo para pensar en hacernos cargo de diez wawas en pañales, no teníamos infraestructura adecuada (aunque seguramente tenemos mejor infraestructura que la calle); y el director del museo zanjó esta crisis diciendo:
«Somos un museo, no es nuestra competencia». Seguramente el camino era traer a una entidad competente para que nos ofreciera alguna solución articulada a un museo, pero las mujeres no estaban dispuestas a esperar, de hecho, entre sonrisas, quizás lo único que querían era mostrarnos, justamente, nuestra incompetencia en materia de las urgencias de la vida en la calle.
Las comunidades son bienvenidas, las puertas están abiertas, aunque algunos de sus deseos nos exceden. Referirnos a sus luchas suele reforzar nuestra propia posición de poder, más aún cuando no tenemos en el horizonte de nuestro trabajo el encontrar formas de afectar el funcionamiento y la estructura institucional de maneras concretas, de modo que quedamos involucrados vitalmente, en términos profesionales, personales y políticos. La discreción sobre qué deseos son admisibles y cuáles no pasa por una serie de filtros técnicos y burocráticos que promueve la desigualdad, y de la cual no podemos escapar con discursos deseosos de conciliación, afectos personales y supuesta horizontalidad. En este marco nos preguntamos ¿cómo trabajar con comunidades partiendo de una posición asimétrica, donde nosotros y nosotras ocupamos lugares privilegiados, asalariados, en los procesos de colaboración? ¿Cómo evitar que la mediación convierta los deseos, la imaginación y las demandas comunitarias en reclamos aceptables e inofensivos para la institución?
Por el momento nuestra esperanza está en la constatación de que las demandas comunitarias y populares, cuando logran ser instituidas, enseguida avivan otras demandas, surgen aprovechamientos subversivos, aparecen grupos disiden- tes que hacen emerger nuevos e inalcanzables deseos. La mediación, más que cumplir el mandato de «dar acceso a los derechos culturales», tendría —a mi parecer— la tarea de avivar esos deseos inalcanzados, inalcanzables, mantener latiendo la inconformidad.
Resuena aquí Gayatri Spivak (2017, p. 150) cuando dice que no se trata de nuestra percepción sobre las necesidades de las comunidades sino lo que esas comunidades son capaces de desear; la mediación implicaría enseñar y aprender mutuamente a reorganizar los deseos (de modo no coactivo), de tal manera que esos deseos nos conduzcan a conocer y actuar sobre el mundo de formas antes no previstas.
En definitiva, no queda otra opción que trabajar en medio de estas complejidades. Carmen Mörsch ha señalado esta contradicción como irresoluble: si trabajas con comunidades, estás siempre en el riesgo de comportamientos marcados por esa jerarquía; y si no lo haces, estás reproduciendo la exclusión y exclusividad de las instituciones culturales.
En esta situación, las mediadoras trabajan buscando poner en equilibrio las partes, buscan el ritmo adecuado, cuidan las relaciones personales llenas de afectos, luchan contra sus propios privilegios y prejuicios. Y muchas veces lidian en solitario frente a los confusos límites entre transformación institucional y el mero reformismo, que asegura cierta fama comunitaria de la institución sin ninguna incidencia real en esas urgencias de la vida en la calle.
Trabajar contra las buenas intenciones
Es desde esta complejidad que quiero regresar al tema de las «buenas intenciones». Recordemos la frase «Devolver el patrimonio y el espacio público a la ciudadanía», una idea —quizás— ya superada en las discusiones que mantenemos hoy en el ámbito de la mediación y la gestión cultural. En su momento oscureció el debate sobre patrimonio enfocándose en la restauración del edificio, prescribió de manera autoritaria lo que puede y no puede suceder en un espacio público, y encubrió un concepto de ciudadanía racializado que reproduce desigualdades, al menos en el caso que describí.
¿Cuántas otras frases de buenas intenciones debemos desvelar y enfrentar en nuestro trabajo de mediación en la actualidad? ¿Cómo esos discursos se han adaptado y han incorporado la jerga progresista dejando intactas las estructuras de funcionamiento institucional? ¿Cuáles son las nuevas palabras mágicas y qué encubren?
Este tipo de preguntas no se hacen para echar un juicio de valor sobre el trabajo de nadie, son preguntas del orden de la autorreflexividad (revisión constante de nuestra propia posición en las relaciones que tejemos) y creo que valen no solamente para quienes trabajamos con comunidades sino para quienes trabajamos en educación dentro de instituciones culturales.
Contra la funcionalidad, la autorreflexividad permite contestar, contrarrestar o intentar reparar el signo de la violencia institucional que es una condición histórica que no queremos olvidar. Resulta un ejercicio de esperanza, no una intención porque estas generalmente son prescriptivas en otra dirección, mientras que las esperanzas son construcciones de agencia colectiva; la esperanza se pregunta ¿qué podemos hacer juntas para cambiar una situación de injusticia y asimetría que antecede nuestra relación?
Hoy, con diez años de trayectoria, la dimensión comunitaria está inserta y mejor posicionada, muchos museos piensan o quieren pensar su relación con el territorio; se dictan seminarios o talleres sobre mediación educativa y comunitaria como parte de programas de formación en museos. Por su lado, paralelamente, las universidades han instalado la vinculación con la comunidad como mandatoria para sus estudiantes; existen mecanismos por los cuales empresas privadas descuentan impuestos si invierten recursos en proyectos culturales donde lo comunitario se vuelve un factor determinante; las organizaciones no gubernamentales emplean sofisticados enfoques, estrategias y metodologías patentadas en el exterior para el <<desarrollo>> de comunidades locales.
Quienes trabajamos en el ámbito de la mediación comunitaria en museos necesi- tamos preguntarnos ¿qué sucede cuando una noción de trabajo que abiertamente cuestiona la institución que la sostiene adquiere cierta posición de legitimidad?
¿Qué hacer desde esta nueva posición? ¿Cómo esta noción de trabajo está incidiendo en otras áreas de trabajo institucional como la educación, la investigación o la curaduría para no dejar intactas las estructuras de su funcionamiento? ¿Es útil seguir pensando la mediación comunitaria como un departamento especializado?
¿Cuáles son las políticas que garantizarían la continuidad del trabajo sobre este ámbito más allá de la voluntad de turno?
Pueden ser preguntas incómodas en medio de una celebración, pero ser aguafiestas suele ser uno de los caracteres incomprendidos de la mediación educativa y comunitaria como práctica crítica. En una conversación sobre estos temas con mis colegas Natasha Sandoval y Lenin Santacruz, recordamos una frase de Iván Illich, educador anarquista, quien en una conferencia (1968) frente a un grupo de voluntarios trabajadores comunitarios les dice: «Al diablo con las buenas intenciones». Hicimos afiches con esta frase, aceptándola como una provocación que nos em- puja a conversar sobre incomodidades y límites. Es muy probable que alguna vez hayamos recibido esta frase de parte de alguien en el barrio, en el grupo de jóvenes de un colegio, en organizaciones sociales, o de parte de activistas en territorio, de manera literal o con gestos mucho más sutiles como la indiferencia o el silencio; estas resistencias develan el sentimiento de que algo se está imponiendo, y justa- mente sobre tales tensiones es que Illich nos pide ocuparnos.
A pesar de la distancia de contextos y geografías, el reclamo de Illich podría tener sentido en este momento porque nos pide salir del registro del discurso celebrato- rio, nos pide mantenernos alertas frente a los supuestos positivos, reconocer que entre nosotras, mediadoras comunitarias, y las comunidades con las que decimos estar comprometidas, existen relaciones de poder que dejan en evidencia nuestros propios privilegios; no referirnos a estas relaciones de poder no solo que las encu- bre sino que las reproduce.
La frase pide tener en cuenta que todo trabajo comunitario pudiera restar autonomía a la comunidad. Las reformas a favor de lo comunitario son ambivalentes, pudieran «acercarnos a las personas» y sus realidades, aunque también son útiles para perpetuar la imagen de una institución conciliadora y benefactora, desviando la atención sobre su historia y vigencia colonial, sobre su economía y la redistribución de recursos que se requiere; pasan por alto el sistema de valores simbólicos dominantes que aún sostienen las instituciones culturales y que requerimos traicionar para poder imaginar un horizonte de acción por fuera de los relatos y las promesas que autolegitiman nuestro trabajo.
Nuestro trabajo como educadoras de museos y mediadoras comunitarias, más allá de las representaciones de lo comunitario dentro de las instituciones, conlleva pro- cesos de aprendizaje de formas de relacionamiento entre las comunidades y las instituciones culturales. Los aprendizajes que obtenemos difieren si se piensa nues- tro trabajo como un servicio al que se accede o como un derecho que se ejerce. Asimismo, la relación educativa cambia bajo una negociación para la colabora- ción. Los desafíos cambian cuando abiertamente nos comprometemos con lo que en este texto llamamos urgencias de la vida en la calle, es decir, relaciones que, por fuera del relato, las temáticas y las promesas del museo, promueven la orga- nización autogestionada de comunidades que en sus propios términos imaginan, disienten, interpelan lo que nuestras instituciones son capaces de ofrecerles. La esperanza es que en este movimiento no quede intacta la estructura de funciona- miento de la institución cultural. La esperanza es que nosotros y nosotras mismas quedemos transformadas en el intento.
Salud por diez años de contradicciones irresueltas y por más controversias productivas. post(s)
Referencias
Cevallos, A. y Macaroff, A. (Eds). (2014). Contradecirse una misma. Fundación Museos de la Ciudad. https://issuu.com/mediacioncomunitaria.uio/docs/contradecirse_una_misma
Galindo, M. (2021). Feminismos Bastardos. Editorial Mujeres Creando.
Illich, I. (1968). Al diablo con las buenas intenciones. [Conferencia]. CIASP (Conference on InterAmerican Student Projects). Cuernavaca, Morelos, México. https://www.ivanillich. org.mx/buenas.pdf
Sánchez de Serdio, A. (2021). Una educación imperfecta: apuntes críticos sobre pedagogías del arte. Exit publicaciones.
Spivak, G. (2017). Una educación estética en la era de la globalización. Siglo XXI.
Notas
Información adicional
Cómo citar: Cevallos, A. (2023).
Al diablo con nuestras buenas intenciones. En post(s),
volumen 9 (pp. 230-243). Quito: USFQ PRESS.