Artículos Libres
Recepción: 10 Junio 2022
Aprobación: 21 Octubre 2022
Publicación: 05 Diciembre 2023
Resumen:
El “840/ochocuarenta” forma parte de una jerga muy utilizada en el campo local de los estudios acerca del mercado del sexo. Quienes lo enuncian —principalmente, trabajadoras sexuales, clientes y policías— lo hacen para referirse a quien se beneficia económicamente de la prostitución ajena. Se utiliza como sinónimo de proxeneta, se dice que es lunfardo, que es nombrado en tangos muy antiguos y suele atribuirse su origen a un antiguo edicto policial.
Así, este trabajo se propone seguir la pista del 840, rastrear sus fuentes, interrogar su pasado y las formas en que devino símbolo de proxeneta o rufián porque en la respuesta al cómo de este símbolo, a cómo es que llegó a ser, se cifran tramas de relaciones que echan luz —así como también plantean nuevos interrogantes— sobre el comercio sexual en la Argentina. Este trabajo discurre por tres líneas de indagación: el lunfardo, el tango y la policía. Para ello, he realizado un trabajo de revisión bibliográfica, de búsqueda en archivos y también de entrevistas a actores clave. ¿De dónde viene el 840? ¿Existió el edicto —del número en cuestión— que penaba a los proxenetas? Este artículo ensaya algunas respuestas (para nada acabadas) y propone, principalmente, una serie de hipótesis de trabajo.
Palabras clave: Proxenetas, Prostitución, Policía, Jerga.
Abstract: The “840/ochocuarenta” is a widely used slang in the local field of sex markets studies. Those who enunciate it, mainly sex workers, clients and police officers, do so to refer to those who benefit economically from the prostitution of others. Used as a synonym for pimp, it is frequently mentioned in very old tangos and its origin is often attributed to an old police edict. Thus, this work tends to follow the “840”, trace its sources, interrogate its past and the ways in which it became a pimp or ruffian symbol. This work runs through three lines of inquiry: slang, tangos and the police. For this, I have carried out a bibliographical review, archive searches and interviews with key actors, all of which will lead us to try out some provisional answers and working hypotheses.
Keywords: Pimps, Prostitution, Police, Slang.
Introducción
Ochocuarenta es el nombre popular, inmortalizado por el lunfardo y el tango, para referirse al proxeneta o rufián; se dice que corresponde al número del antiguo edicto policial que condenaba al proxenetismo. Ni bien terminé de escribirlo, dudé. Como nota al pie, funcionaba bien y aclaraba por qué, en la película argentina que analizaba, a quien era sospechada de explotación sexual, se la llamaba así. No había mucho más que pensar, no era algo medular para el artículo, ni había tiempo como para seguir dando vueltas alrededor del asunto. Hacía rato ya, que había vencido el deadline para la entrega del artículo en cuestión. Era hora de darle un cierre y entregarlo. Vacilé. ¿Qué había de cierto en esa afirmación y por qué yo la repetía sin ponerla, un instante siquiera, en tela de juicio? Tenía, eso sí, algunas pocas certezas. “El 840” o, en menor medida, “la 840” forman parte de una jerga muy utilizada en mi campo de investigación, quienes lo enuncian —principalmente, trabajadoras sexuales, clientes y policías— lo hacen, efectivamente, para referirse a quien se beneficia económicamente de la prostitución ajena. Son ellos y ellas quienes, a su vez, repiten la historia de los tangos y del edicto policial. Aunque no sólo ellos, más de un tanguero viejo me juró y perjuró, “por la memoria misma del Polaco, fíjese”,[1] que aquella “ley” existía y no faltaban tangos que le hicieran mención.
La vida académica y la investigación científica no han podido permanecer incólumes frente a la cultura de la rapidez, prevalece la exigencia de publicar cada vez más artículos en las revistas de mayor impacto en detrimento de la buena y lenta pesquisa (Berg y Seeber, 2022). No es una dinámica de la que resulte fácil escapar.[2] No sin titubear, apreté el botón de enviar. El artículo ya no estaba en mis manos. Me quedé, sin embargo, inquieta, como rumiando, con el asunto del 840 de fondo, como murmullo inevitable de refrigerador. El 840, en tanto sinónimo de proxeneta o rufián, forma parte de la jerga popular, tanto así que es el título de dos canciones, una del popular cantante cordobés de cuarteto, Rodrigo, y la otra de la banda punk rock bonaerense, Sin Ley. Aparece en la letra, también, de La Villerita, del aclamado folclorista Horacio Guarany. Finalmente, ha de señalarse la milonga El ocho cuarenta, de Carlos Jonsson, que podría datar, también y al igual que las otras canciones, de los años noventa.[3] Pero ¿estaba presente en los tangos? ¿En tangos antiguos? Y más importante aún, ¿existía el edicto policial del que, se decía, derivaba el sobrenombre? ¿Era, el ochocuarenta, lunfardo o jerga policial? ¿Era una expresión realmente antigua o de novísimo uso?
Si el edicto que, bajo el número 840, penaba el proxenetismo había efectivamente existido, ¿cómo es que, a pesar de llevar tantos años de investigar la temática, nunca lo había tenido frente a mis ojos? A diferencia del famoso edicto porteño de “escándalo”, al 840 no sólo no lo había visto nunca (en ningún código, compendio o reglamento), tampoco nunca había leído realmente sobre él. Consulté a algunas colegas antropólogas e historiadoras[4] que trabajan en la misma área temática y las respuestas podrían resumirse como un continuo que iba desde el desconocimiento y el asombro (“¿De qué período decís que es ese edicto? En mis fuentes no lo leí nunca”), a la enumeración de lo que ya sabía o, mejor dicho, de eso que todos repetíamos: el tango, el lunfardo, el edicto policial. ¿Y si el bando no existía? ¿Cuál otra podía ser la fuente del 840? ¿Resultaría, quizás, de algún juego de palabras? ¿De una “elipsis producida por los números de la lotería que omite la palabra cafishio”?[5] ¿Provendría, tal vez, de algún dicho popular basado en las prácticas y la costumbre? Historias e hipótesis sobraban: “840 porque era la hora en que el proxeneta pasaba a cobrarle a las mujeres, después de toda una noche de trabajo, así me contaron los viejos policías cuando entré”, me relató, por ejemplo, una oficial de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Así las cosas, este trabajo se propone seguir la pista del 840, rastrear sus fuentes, interrogar su pasado y las formas en que devino símbolo de proxeneta o rufián. Se objetará, quizás, que poco importa, para la antropología, la cuestión de los orígenes. Pues, finalmente, el significado de los símbolos depende del saber que los actores tengan al respecto (Keesing, 1987). Es decir, en principio, la antropología estaría más interesada en atender a las situaciones particulares siguiendo la lógica de las personas envueltas en ellas; en preguntarse qué sentidos se le otorgan al 840, cómo y cuándo se usa, de qué manera circula la categoría y a través de qué tramas de relaciones y de significación. Después de todo, como señalaba Edmund Leach, “no tenemos que conocer el origen de una pieza de simbolismo ritual para entender su significado actual” (1997, p. 96).
¿Por qué insistir entonces con los orígenes? En primer lugar porque, como también lo señalara el antropólogo inglés, “inquirir acerca del origen de los elementos de un lenguaje es un objetivo académico legítimo” (Leach, 1997, p. 96). En segundo lugar, porque en la respuesta al cómo de este símbolo, a cómo es que llegó a ser, se cifran tramas de relaciones que echan luz —así como también plantean nuevos interrogantes— sobre el comercio sexual en la Argentina.
Este trabajo discurre por tres líneas de indagación: el lunfardo, el tango y la policía. Para ello, he realizado un trabajo de revisión bibliográfica, de búsqueda en archivos y también de entrevistas a actores clave. Cabe aclarar que la búsqueda y uso de archivos en un trabajo antropológico no debe ser necesariamente cotejado con el modo de trabajo ligado al canon histórico, cuyo manejo metodológico de los datos puede diferenciarse del antropológico, y cuyas preguntas e intereses pueden tener, de igual modo, diversos alcances.[6] Asimismo, el artículo se vale del trabajo de campo realizado entre los años 2013 y 2020, en el marco de distintos proyectos de investigación que he dirigido[7] y que se enmarcan en los lineamientos de la antropología feminista (Daich, 2014; Daich y Varela, 2022; Castañeda Salgado, 2006). De este modo, este trabajo se ha beneficiado de un corpus de información etnográfica producida a partir de la construcción de un campo tejido de relaciones con trabajadoras sexuales organizadas, personas que ofrecen servicios sexuales (se reconozcan como trabajadoras o no), funcionarios y funcionarias estatales (legisladores, agentes judiciales y de otros organismos relacionados con la temática, policías, entre otros) militantes feministas, periodistas y otros actores sociales.
¿De dónde viene el 840? ¿Existió el edicto —del número en cuestión— que penaba a los proxenetas? Este artículo ensaya algunas respuestas (para nada acabadas) y propone, principalmente, una serie de hipótesis de trabajo.
De tangos y lunfardos: el cafishio de ayer es el 840 de hoy
En 1971 el escritor Eduardo María Suárez Danero, quien fuera director del Teatro Cervantes en 1948, publicaba El cafishio. Una suerte de “informe”, a su modo de ver, sobre un “un personaje de la calle, de nuestras calles porteñas” que consideraba desaparecido:
nos referimos al cafishio, canflinflero, canfli, lenón, alcahuete, rufián, bacán, cafiolo, taura, taita, gavión, compadre, compadrito, compadrón, proxeneta, y, en sus aspectos extranjeros, el macró (maquereau) y el apelativo de caften, asignado especialmente a los polacos (1971, p. 5).
Danero resume, en ese párrafo, el inventario de palabras lunfardas que refieren a quien obtiene beneficios de la prostitución ajena. En realidad, algunos de los términos que menciona tienen otras acepciones, como compadre, compadrito y compadrón; usualmente utilizados para señalar a los gauchos de arrabales así como a los jóvenes altaneros y desafiantes de los suburbios. Taita y taura también tienen esa acepción de guapo, de valiente y malevo, y el gavión puede ser un galán, un seductor o un donjuán. Alcahuete solemos usarlo, también, para hablar de un chismoso o un soplón. El bacán, generalmente, refiere al adinerado aunque pueda utilizarse como mantenido y proxeneta. Del resto, no caben dudas ni múltiples acepciones. Cafishio, canflinflero, canfli, cafiolo (y sus variantes fiolo y fioca), macró y caften refieren inequívocamente a la figura de proxeneta o rufián. Vale aclarar los “aspectos extranjeros” que señala Danero: caftens era la forma en que se llamaba a los rufianes judíos, en alusión a la vestimenta de los judíos ortodoxos, y macró (supuestamente derivado del argot francés) se utilizaba para los proxenetas franceses; unos y otros fueron famosos en la Argentina por las redes de prostitución organizada que, a comienzos del siglo XX, llegaron a manejar (Guy, 1994).
En sus 80 páginas de caracterizaciones, historias y anécdotas, Danero no menciona, ni una sola vez, al 840. Se detiene en cambio, en la figura del cafishio como canflinflero o rufián que explota a una sola mujer. Así los caracteriza, como cafiolos criollos que, haciendo uso tanto de la seducción como de la violencia, enamoran y se aprovechan de una mujer. Los contrapone, incluso, a los macró y caften, a quienes atribuye el uso de casamientos fraudulentos, negocios de importación y manejo de burdeles. Por esas diferencias de poder y estratagemas, los “tratantes de blancas” y dueños de prostíbulos, señalaba el autor, tenían a los canfinfleros criollos por poca cosa, los veían como “cafishios de café con leche” (1971, p. 17).[8]
Claro que las clasificaciones nativas posibles entre proxenetas, en función de la nacionalidad, el poder económico, el control de mujeres, o lo que fuere, de haberlas habido, poco importan aquí; interesa, en cambio, atender a la emergencia del personaje social, más allá de su profusa y variada representación. El cafiolo del que estamos hablando es el de fines del siglo XIX y comienzos del XX, el de la época de la prostitución reglamentada y de los primeros años que le siguieron a su abolición. Del cafishio inmortalizado por Roberto Arlt, el del tango que lleva su nombre y de los que pueblan las notas de Albert Londres o del comisario Julio Alsogaray.[9]
Sin duda alguna, para aquella época, la prostitución era una práctica ampliamente extendida y frecuente, más aun si se toman en cuenta las pocas posibilidades, para las mujeres, de insertarse en un mercado de trabajo que demandaba casi exclusivamente mano de obra masculina y que reservaba para ellas los trabajos en tejidos, costura, manufactura de cigarrillos y servicio doméstico, generalmente con remuneraciones miserables (Guy, 1994; Ben, 2013).[10] Quizás por ello, por la magnitud que alcanzó, la prostitución ha quedado copiosamente reflejada en los folletines populares de la época, en la amplia y profusa literatura del período y también tanto en los informes de las distintas organizaciones internacionales que luchaban contra la “trata de blancas”, como en los producidos por funcionarios locales. El sexo comercial y sus protagonistas fueron inmortalizados, igualmente durante el período, en letras de tango y en un sinnúmero de términos del lunfardo. De aquí que Pablo Ben (2013) se refiriera a la prostitución de ese entonces como un fenómeno integral a la cotidianeidad de las clases populares.
Que fuera un fenómeno tan extendido se reflejaba, como señalaba, en los múltiples términos lunfardos que la imaginación popular y las mezclas idiomáticas, propias de la inmigración, originaron para referirse a todo lo concerniente a él: términos para aludir a la prostituta, a la madama, al prostíbulo, al cliente y, lo que importa aquí, al proxeneta. Que sean tantos los vocablos vinculados a la prostitución sugiere un fenómeno generalizado pero también ampliamente conocido e inserto en una multiplicidad de relaciones sociales, por eso Pablo Ben reflexionaba al respecto que “tal como planteaba Claude Lévi-Strauss, la proliferación de conceptos en torno a determinada cuestión implica familiaridad con la misma, el detalle en la clasificación lingüística de una actividad sugiere la importancia que esta tiene para quienes pretenden establecer toda clase de distinciones y precisiones” (2013, p. 19). Ahora bien, ¿estaba el 840 presente en esta lista de precisiones y distinciones, de sinónimos lunfardos para el proxeneta o rufián? En los recogidos por Danero, ciertamente no. Un vistazo rápido a los diccionarios lunfardos de la época revela la misma conclusión. Abundan en ellos términos como canfinfle (por cierto, la única entrada que le asigna Dellepiane en 1894), soutener, macró, tirador de carro, canfinflero, cafiola, cafishio, canfle, shiofica, rufo. Todos estos apelativos aparecen, por ejemplo, en la primera novela lunfarda de principios del siglo XX, La muerte del pibe Oscar.[11] Pero del 840 u ochocuarenta, ni rastros. Acudí entonces a los tangos y poemas lunfardos.
El lunfardo, esa habla coloquial rioplatense —extendida y multiplicada en el resto del país— fue ampliamente difundido, a principios del siglo pasado, por el sainete, el teatro, el tango y la literatura popular. De haber estado extendido el uso del 840 para ese entonces, ¿no habría dejado alguna huella o indicio? ¿Qué había de cierto en aquello de que el 840 existía y no faltaban tangos que le hicieran mención? ¿Aparecía el 840 en los tangos de la época de oro?[12] No hay vestigios de ello en la Primera antología de tangos lunfardos que el poeta y letrista Julián Centeya compiló en 1967. Tampoco en la Antología de tangos lunfardos que, décadas después, editara Marcelo Oliveri. Los tangos recopilados vuelven sobre los vocablos ya mencionados: cafiolo,[13] cafishio,[14] canfli,[15] caferata.[16] En la poesía lunfarda, no encontré mejor suerte. La antología reunida por José Gobello (2010) habla de cafizos y canfinfleros, de shoficas que lofian y de rufas.[17] Nada del 840.
Así, no he encontrado ningún tango cuya letra lo mencione pero ello, por supuesto, no descarta automáticamente la posibilidad de su existencia. En cambio, pone en tela de juicio la sentencia ocho cuarenta es el nombre popular, inmortalizado por el lunfardo y el tango pues sí es claro que no era, al menos en su época dorada, un vocablo extendido en las letras del tango y tampoco abundaba en el lunfardo, al menos no en el que ha quedado por escrito. ¿Cómo es que, entonces, repetimos acríticamente la versión? Seguramente porque es una versión, en principio, verosímil. Entre los mitos de origen del tango, abundan narrativas que hablan de un origen prostibulario y marginal, protagonizado por cafishios y mujeres de la davi.[18] Si bien no hay constancia, como sugiere Aurora Alonso de Rocha, de que el tango haya nacido en los prostíbulos, lo cierto es que allí se lo bailaba mucho (2003, p. 15) y que, como se ha visto párrafos más arriba, los personajes del burdel protagonizan muchas de las letras de tango; hay todo un estilo de letras que Marta Savigliano (1995) llama tangos rufianescos y cuya narrativa se desarrolla en el burdel o el cabaret. De aquí, quizás, que no sorprenda que el uso popular sitúe al 840 en esta genealogía pues resulta ese un relato, en principio, para nada disonante ni extemporáneo.
Ahora bien, si la expresión 840/ochocuarenta no aparenta ser de uso antiguo (al menos no extendido), no por ello deja de pertenecer al lunfardo. Porque lo cierto es que el vocablo existe y que su uso no sólo está generalizado en determinados ambientes sino que también se ha vuelto conocido a partir de algunos temas musicales que, en las últimas décadas, alcanzaron popularidad. El lunfardo, como modo de expresión popular, está extendido en todo el país y, a lo largo del tiempo, se ha ido ampliando, incorporando vocablos y aportes de otras jergas (Conde, 2010) por lo que 840 podría ser un vocablo proveniente de algún argot particular (¿la jerga policial tal vez?) y de reciente incorporación. Consultados los expertos,[19] me señalaron tanto la inclusión del término en distintos diccionarios de lunfardo —publicados todos en décadas recientes— como el desconocimiento y la duda respecto de su origen. Así, Ochocuarenta/840 es el proxeneta, cafishio, canfinflero o cafiolo, según el Diccionario etimológico del lunfardo de Oscar Conde (2004) y el Novísimo Diccionario Lunfardo de José Gobello y Marcelo Héctor Oliveri (2005).[20] En cuanto al número, tanto Conde (2004) como Ernesto Portalet (2012) lo atribuyen, como el dicho popular, a un “edicto policial que condenaba al proxenetismo”. Portalet, en este Diccionario lunfardo del erotismo, el sexo y la seducción, va más allá y refiere que se trataba del “edicto policial n° 840 que penaba la actividad desarrollada por estos rufianes y todas las cuestiones referidas a la prostitución. A partir de allí quedaron identificados con este número. Los edictos fueron posteriormente reemplazados por el Código Contravencional”.[21]
El lunfardo, como todo lenguaje, cambia con los usos y usuarios, con los contextos y los tiempos. Incorpora nuevos vocablos, en ocasiones recupera vocablos antiguos en desuso y también deja otros atrás. Así, Marcelo Oliveri sugería “ya no se dice vento, sino guita. Ya no decís vigüela, sino viola. Antes todos entendían cuando hablaban de bulín y ahora es mejor decir volteadero; el cafiolo de antes es el 840 de ahora”.[22]
De edictos policiales y rutinas burocráticas: el 840
Si el ochocuarenta puede ser considerado hoy un vocablo lunfardo, ¿habrá sido antes jerga policial? ¿Existió aquel edicto que le habría dado origen al término? Sin dudas, se trata de una expresión conocida y utilizada por buena parte del personal policial; en algunos casos, se usa aun hoy para referirse a quien es sospechado de proxeneta pero también, como me señalara un agente de policía, como chanza interna: “también lo usamos puerta adentro de la comisaría como un chiste o una gastada de entre casa: sos un mantenido, al final sos un 840”.
Así, y aunque su uso pueda ser diverso, la expresión es igualmente conocida tanto por buena parte del personal policial de la Capital Federal como por el de la provincia de Buenos Aires. Unos y otros conocen la versión del origen: “un edicto policial que penaba el proxenetismo” pero dudan de su existencia. Acudí entonces a la red de relaciones que hacen a mi campo de investigación y emprendí averiguaciones varias. Personal del Museo de la Policía Federal Argentina recordaba que “alguna vez alguien preguntó por este 840 y revisamos mucho pero no encontramos nada”. La incógnita corrió la misma suerte en el Museo Policial de la provincia de Buenos Aires, donde me respondieron amablemente que “revisamos libros y diccionarios antiguos pero no hay nada en relación al 840”. A ninguno de mis contactos le sonaba que fuera posible un edicto número 840: “¿dónde se ha visto un código con 800 artículos?” “Fijate que tampoco es el artículo 8, inciso 40. Y tampoco podrían existir artículos con 40 incisos, sería una locura” “Edicto no puede ser, por ahí ¿una antigua orden del día?” Mis interlocutores del campo de la administración de justicia también dudaban de la existencia de un articulado tan extenso y atribuían la expresión a la inventiva policial: “eso tiene que venir de la policía, me suena a vocabulario de las fuerzas; es más, dejame hacer memoria porque hace poco lo leí de boca de un milico”.[23]
“De boca de los policías”, así lo recuerdan las trabajadoras sexuales con más años en el oficio: “yo empecé a trabajar alrededor del año 70 y ya los policías decían así.” Ellas me contaron cómo, ya en ese entonces, la policía solicitaba una coima para no llevarlas presas: “Si vos no eras loca suelta y tenías fiolo, te avisaban: ´arreglo con el 840´, pero si estabas sola te cobraban a vos” y, también, cómo el 840 estaba tanto en boca de los policías más inexpertos como de los más temidos: “Había uno que era terrible con nosotras, ese siempre decía que arreglaba con el 840, era malísimo, el Turco Julián le decían”.[24]
Llegado este punto, resulta claro que “el 840” tuvo que haber sido, efectivamente y antes de su popularización lunfarda, jerga policial. Persistía, sin embargo, la duda respecto de la existencia de la normativa. Como bien recordaban las trabajadoras sexuales con más experiencia, a diferencia de los proxenetas, ellas sí solían ser detenidas, generalmente por infracción al edicto de escándalo: “en los ‘70 ya la policía le decía 840 al fiolo pero no lo llevaban por ningún edicto ni por nada. Nosotras, en cambio, siempre presas por el 2H”. Me pregunté si acaso habría sido cuestión de una sola vez; una orden puntual que, por la costumbre, se tornó ley; me pregunté si el 840 no sería un sobrenombre resabio del algún episodio que emule el del banquito recién pintado tan bien relatado por Eduardo Galeano (2015).[25] Después de todo, como me advirtió una oficial de policía: “Seguro no existe ese edicto pero puede ser algo muy viejo, de principios del siglo XX, algo que se le ocurrió a un comisario y listo, es ley”. Después de todo, el “derecho de policía” se funda en actos administrativos que parecen intrascendentes pero que se van consolidando por distintas vías, que resultan de órdenes del día, de edictos de policía, de normas y reglamentos que los usos y la costumbre naturalizan (Tiscornia, 2008).
Las pistas señalaban que si el bando había existido, tenía que ser antiguo. Pero ¿qué tanto? ¿Antes o después del período de la prostitución reglamentada? Sabido es que a fines del siglo XIX, la prostitución, y el temor a la “trata de blancas”, era un problema social tal que adquirió una dimensión significativa, encendió acalorados debates y resultó en una serie de ordenanzas que regularon el ejercicio del meretricio en todo el territorio nacional. Así, se impuso un sistema reglamentarista cuyas ordenanzas fueron pensadas para proteger la moral y controlar el “mal venéreo”, e involucraron a los municipios, a la policía y a médicos y funcionarios encargados de la vigilancia sanitaria (Guy, 1994; Grammático, 2000; Múgica, 2014). En esa época, la prostitución era pensada como un “mal necesario” y las prostitutas consideradas “peligrosas” tanto para la salud, en tanto supuestos vectores del “peligro venéreo”, como para la moral de la sociedad, en tanto mal ejemplo y amenaza a la honestidad y decencia femenina.
Así pues, para desempeñarse legalmente como prostitutas, las mujeres eran obligadas a registrarse como tales, estaban sometidas a un control médico frecuente y a una serie de reglas de conducta tales como la obligación de regresar al burdel antes del anochecer y la prohibición de asomarse a las puertas o ventanas del local. De no cumplir con estas pautas, o si su comportamiento y modos eran considerados ofensivos, podían ser multadas o arrestadas por la policía, al igual que las mujeres que siguieron operando en forma clandestina o ilegal. Asimismo, los burdeles debían ser regenteados por mujeres, las madamas,[26] quienes eran responsables frente a los municipios y debían velar por la salud y el comportamiento de sus pupilas.
A diferencia de la prostitución, que tanto en Argentina, Brasil y Uruguay fue vista como un acto inmoral antes que delictivo (Trochon, 2006), el proxenetismo fue considerado, ya en el Código de Tejedor de 1886, como un delito. La reforma del Código Penal, en 1903, castigó al que promoviere o facilitare la prostitución de menores de 18 años, incorporando la deportación para los reincidentes. Antes, la ley de residencia 4144 de 1902 había permitido la expulsión de extranjeros “indeseables”, principalmente anarquistas comprometidos con las luchas obreras pero también ladrones y proxenetas. En 1913, la ley 9143, conocida como “ley Palacios”, condenó a quienes facilitaran la prostitución de menores y mayores de edad, con agravantes si mediara engaño, violencia, amenaza o abuso de autoridad.[27] Además, si los culpables eran parientes perderían el derecho a la patria potestad sobre la mujer. La ley también incorporó a las regentas como posibles coautoras. En esta época, los rufianes eran de interés para todas las policías, en tanto los “tratantes de blancas” formaban parte, junto con anarquistas y ladrones internacionales, de la lista de sospechosos compartida en una de las iniciativas de cooperación entre las policías de la región: las Conferencias Sudamericanas de Policía, realizadas en 1905 y 1920 (Schettini, 2017; Galeano, 2016).
El poder de policía ha tenido, desde sus orígenes, aristas moralizantes, por lo que parece haberse ocupado especialmente del mantenimiento del buen orden de la comunidad antes que del control de la actividad delictiva. Se trata de un poder territorial cuyo soporte no resulta, finalmente, de un territorio físico sino de la red de vinculaciones que atan a los sujetos entre sí (Daich, Pita y Sirimarco, 2007; Daich y Sirimarco, 2014). En otras palabras, el control policial se finca en relaciones entre sujetos y se rige por accionares específicos por lo que el control no se asienta en la configuración de un territorio físico uniforme, sino en la delimitación de un territorio vincular flexible. El control policial pareciera entonces no poder definirse a partir del dónde, sino del quién y del cómo (Daich y Sirimarco, 2014). Los edictos y códigos de faltas, tanto en la Capital Federal como en las distintas provincias argentinas, fueron el instrumento privilegiado del gobierno policial, las verdaderas herramientas para el sostenimiento de la moral y el mantenimiento del buen orden de la comunidad. Pero también otras han sido las herramientas utilizadas, entre ellas los prontuarios policiales, que permitían a las policías identificar y definir los quiénes. Documentos construidos para identificar a las personas con “fines preventivos”, los prontuarios contenían datos personales, testimonios de vecinos, fotos y toda información que permitiera construir un saber sobre grupos de la población cuya presencia y conductas debían ser reprimidas o encauzadas.[28] Entre esos grupos figuraban las prostitutas y rufianes, cuyos prontuarios se confeccionaban ante la infracción a alguna contravención o posible comisión de un delito, por una averiguación de antecedentes, para obtener un certificado de buena conducta o, en el caso de las prostitutas y dependiendo de la época y el lugar, al momento de inscribirse al registro (Múgica, 2010 y 2014).
Así las cosas, si la policía había concentrado el poder de crear edictos, detener a los sospechosos de cometerlos, juzgarlos y aplicarles una pena, algún registro de ello tendría que haber subsistido. El 840 tendría que hacer su aparición en los prontuarios o reglamentos, en los códigos de faltas policiales o en algún otro documento. Al fin de cuentas, toda burocracia registra el detalle de lo que hace (Tiscornia y Sarrabayrouse, 2004). Atendiendo a esta premisa, reuní y revisé un vasto corpus bibliográfico y volví a repasar el Reglamento de Procedimientos Contravencionales y Edictos Policiales de la Policía Federal (en adelante, RRPF 6).[29] No había rastros sobre el supuesto edicto que reprimía el proxenetismo. A pesar de que la memoria popular, y hasta algunos diccionarios de lunfardo, situaban al edicto 840 en la Capital Federal, no había vestigio de ello. Tampoco en lo que hacía a la provincia de Buenos Aires. Las pistas parecían llevar hacia un camino sin salida.
Recapitulé. Ochocuarenta es un vocablo lunfardo pero la extensión de su uso parece ser un fenómeno reciente. Seguramente se habría originado como jerga policial y, a pesar de los dimes y diretes, no había integrado los versos de ningún tango de antaño. Repasando el inventario de datos y apuntes, se hizo obvio: mi mirada sobre el tema había estado influenciada por el centralismo y ombliguismo porteño. Los usos del término, que había recogido durante el trabajo de campo, eran principalmente porteños, eventualmente bonaerenses. Las versiones acerca del origen, también. Así lo asumí. Indicios varios daban a entender que el edicto había surgido en Buenos Aires y que hasta podía volver en forma de contravención.[30] Bastó vencer el porteñocentrismo para que nuevas pistas se hicieran visibles.
A comienzos del siglo XX, Buenos Aires no era la única ciudad que, merced a la problemática de la prostitución, gozaba de mala reputación. Mientras que Buenos Aires era internacionalmente retratada como “tenebroso puerto de mujeres desaparecidas y vírgenes europeas secuestradas” (Guy, 1994), Rosario pasaría a ser conocida como “la ciudad de los burdeles” y de “las Venus impúdicas”. La urbe santafesina fue la primera en dictar ordenanzas reglamentaristas, en 1874, y también la primera en la instauración del abolicionismo, en 1932 (Múgica, 2014). ¿Cómo no había pensado en Rosario, la del barrio Pichincha y sus “casas alegres”? La del famoso barrio prostibulario, la de los burdeles captados subrepticiamente por la cámara de Antonio Berni.
Finalmente, y al cambiar el foco geográfico de la búsqueda, la encontré. Una referencia concreta y con datos pasibles de ser rastreados. En Prostitución y Rufianismo, Rafael Ielpi y Héctor Zinni (1974) contaban cómo los proxenetas que operaban en Rosario, León Duckler, León Rubinstein y Venancio Díaz, habían estado
infinidad de veces en infracción al artículo 840 —el número llegó a calificar por sí mismo a los rufianes— uno de los tantos del Reglamento de Policía, dictado bajo la jefatura de Juan Cepeda (p. 74).
En varios de los testimonios orales que fueron recogidos para dicho libro, aparece la referencia a los cafiolos como “los 840”. Se trata de testimonios reunidos a finales de la década del ‘60 y comienzos de la del ‘70 del pasado siglo. En ese entonces, los autores[31] tuvieron, además, acceso a los prontuarios policiales de algunos de los rufianes más conocidos, de aquí que sepamos que muchos de ellos no solo tenían infracciones al artículo 840 sino también, por ejemplo, por infringir “el 834 (…) por rufián e infractor al artículo 807” (1974, p. 208). ¿A qué referían dichos artículos? ¿Qué conductas penaban esas contravenciones? La clave de ello, y del 840, estaba en el primer Reglamento de Policía del Departamento de Rosario. Solo que el ordenamiento parecía haberse perdido, ni el Archivo General de la Provincia ni el Museo y Biblioteca Policial contaban con el material.
El “Reglamento Interno y Manual de Instrucción para la Policía del Departamento de Rosario” resultó del trabajo de compilación llevado adelante por el Comisario de Órdenes, Eduardo Moré, quien a finales de 1922 había sido encomendado a tal tarea por el Jefe de Policía, Juan Cepeda. Así, y luego de la revisión por parte de una Comisión, el Reglamento fue aprobado por el Ministerio de Gobierno, Justicia y Culto, a cargo del Dr. Roque F. Coulin, en septiembre de 1923. Alguna copia, en algún lado, tenía que haber. Consulté con otros colegas y otros archivos hasta que la suerte, y la generosidad de Nicolás López Calvino, estuvieron de mi lado. El historiador tenía un registro fotográfico producto de su propio relevamiento en el Club Policial de la Ciudad de Rosario.
Así pues, una vez hallado el Reglamento, supe finalmente de qué se trataban aquellas contravenciones policiales endilgadas a los proxenetas: el artículo 807 correspondía a “Ebriedad” y el 834 a “Juegos prohibidos”. Supe también que el artículo 808 refería a “Desorden”, que el 809 a “Escándalo” —y allí aparecían, en el inciso b, las prostitutas que incitaran a transeúntes— que el 810 correspondía a “Llevar y hacer uso de armas”, el 811 a “Bailes públicos”, el 812 a “Corredores de hotel”, el 813 a “Mendicidad”, el 814 a “Juego de naipes”, el 815 a “Menores en los negocios”, el 816 a “Toques de pito” y así.
Pasé rápido las imágenes buscando la página precisa del Reglamento.[32] Estaba ansiosa por verlo con mis propios ojos. Me adelantaba e imaginaba, siguiendo el formato, un “Artículo 840 Rufianismo” o “Artículo 840. Proxenetismo”, trataba de adivinar cómo podrían ser los incisos que le siguieran. Finalmente, en la página 182, lo vi:
Art. 840.- Los casos de contravenciones policiales, no previstos en el presente Reglamento, serán resueltos por la Policía con multas hasta 25 pesos o en su defecto arresto hasta 8 días
Lo había encontrado. El artículo 840, que habría dado origen a “el ochocuarenta”, existía pero no era exactamente como lo habíamos imaginado. No hablaba de proxenetismo, ni de rufianismo, ni de prostitución. Contemplaba, en cambio, toda aquella falta no prevista, es decir que el artículo era pasible de ser utilizado discrecionalmente y aceptaba contenidos varios (tanto conductas como personajes sociales) en pos del “buen gobierno” policial del orden urbano.
Las contravenciones policiales son infracciones de menor cuantía, referidas a la alteración del orden público o a atentados a la moralidad y las buenas costumbres que “han constituido una forma de procedimiento disciplinario, moralizante y represivo sobre las llamadas “clases peligrosas” y para las clases populares en general” (Tiscornia, 2004, p. 14). Así, el control policial no se encarga solo de lo delictivo, avanza sobre formas de actuar y de ser, no necesariamente ilegales pero cuya indecencia pone en jaque la moralidad pública y el buen orden de la comunidad. Los edictos son fiel ejemplo de ello. Y si para la muestra, alcanza un botón, véase en el Reglamento de Rosario la prohibición para las prostitutas de incitar a las personas en la vía pública o exhibirse en las ventanas, o la prohibición de “vertir en público palabras obscenas o indecentes” (Artículo 809, incisos b y d). También la prohibición de la entrada de personas ebrias a los bailes públicos (Artículo 811, inciso d), del “ejercicio de la mendicidad en la vía pública, por adultos o menores” (Artículo 813, inciso a) o de “hacer uso de los toques de pito, establecidos para el uso de la Policía” (Artículo 816, inciso a).
Ahora bien, los códigos policiales ofrecen la urdimbre burocrática o administrativa que crea las condiciones de posibilidad para el control policial pero ese control requiere, para su ejercicio real y cotidiano, de la producción y el mantenimiento de redes de sociabilidad. Esto es, de la generación de prácticas e interacciones sociales que, en la cotidianidad, vinculen a los individuos (Daich, Pita y Sirimarco, 2007; Daich y Sirimarco, 2014). Hablar de control policial es hablar de relaciones sociales. De relaciones tejidas entre sujetos y objetos de control: relaciones de violencia o de sometimiento, pero también de intercambio, resistencia, negociación, adecuación y hasta de cercanía. Así, son tramas particulares de relaciones sociales que, en el campo de lo cotidiano, posibilitan el ejercicio local del poder de policía.
El caso del 840 demuestra y reafirma que es necesario tanto conocer el argumento explícito de la ley (qué dice el artículo) como las relaciones sociales a través de las cuales aquella se interpreta y se pone en acción. Puesto que el artículo 840 nada, o todo, prescribe, resulta claro que fue una trama particular de relaciones, en una coyuntura sociohistórica particular, la que hizo del bando, un asunto de rufianes y proxenetas. Es menester volver sobre esa trama de relaciones configuradas por lo policial y estructuradas por clase y género.[33]
Reflexiones e hipótesis finales
Entro, aquí y ahora, en el terreno de lo hipotético. Con ello, quiero dejar asentadas algunas cuestiones que requieren todavía de mayor indagación. En primer lugar, el hecho de que el 840 no haya pasado a la memoria colectiva como el artículo comodín sino como el símbolo de proxeneta o rufián, sugiere que era utilizado —si no exclusivamente, cuestión que no se puede afirmar— sí de manera regular para detener y multar cafiolos. Detenerlos y multarlos ya no por juego prohibido, averiguación de antecedentes o ebriedad, sino “por cafiolos”. De ahí, la identificación: “por 840”. Cabe preguntarse si las regentas y madamas también eran sujetos objetos de esta política policial.
En segundo lugar, que el artículo no hubiera sido pensado específicamente para los proxenetas, es un hecho que no necesariamente era conocido por todos. Luego de constatar que el Archivo Provincial no tenía ninguna copia del Reglamento, se me ocurrió consultar si en los prontuarios históricos había referencia a la infracción de estos artículos y a lo que cada uno de ellos significaba. Para mi sorpresa, en muchos prontuarios se registra una infracción a algún artículo del Reglamento de Policía pero no se aclara a qué contravención corresponde el número que se consigna. La opacidad del artículo 840 estaba garantizada.
Cabe preguntarse, por último, por qué el artículo no fue redactado para los fines en que terminó siendo usado. Nuevamente, y probablemente, tramas de relaciones. Hacía tiempo ya que la cuestión de la prostitución y la “trata de blancas” venía siendo tematizada en la arena pública. Si la ley Palacios se había aprobado en 1913, ¿por qué, 10 años después, un reglamento de policía no incorporaba una contravención en sintonía? ¿Tendría algo que ver la trayectoria política del Jefe Policial? ¿Sería cierto eso que se dice, que Juan Cepeda fue conocido, también, como el caudillo de los rufianes y panzones? (Jauretche, 1966, Ielpi y Zinni, 1974; Zinni, 1980).
Lo que se puede afirmar, más allá de las hipótesis posibles, es que el edicto 840 existió. No en Buenos Aires, como afirma el saber popular, sino en Rosario. Ambas ciudades portuarias fueron, durante el período de la prostitución reglamentada, importantes centros de oferta de prostitución. El artículo existió pero no se ocupaba específicamente de los rufianes ni de la explotación. Sin embargo, la memoria colectiva no se equivoca al relacionarlos: efectivamente los proxenetas tenían, en sus prontuarios, infracciones al artículo 840. No hay tango que le haga mención pero sí tiene su cumbia, milonga y hasta punk rock. No sabemos cómo ni cuándo el uso policial del artículo 840 dio lugar a la jerga gremial, “el 840”, pero sí sabemos que se extendió como vocablo lunfardo. Lo cierto es que a este sobrenombre, al 840 como rufián, le cabe la misma caracterización que se hace de los rumores; ambos conforman, al decir de Ceriani Cernadas, “idiomas de intimidad social insertos en gramáticas locales del poder y epistemologías colectivas acerca de lo verosímil” (2017, p. 153). Como los rumores, las versiones del 840 son producto de las interacciones sociales. He aquí la mía: Ochocuarenta es el nombre popular, inmortalizado por el lunfardo, para referirse al proxeneta o rufián; corresponde al número del antiguo edicto policial rosarino que, sin objeto específico, era utilizado para detener rufianes.
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Notas