Dossier
Recepción: 07 Julio 2021
Aprobación: 28 Junio 2022
Publicación: 05 Diciembre 2022
Resumen: El problema de la minoridad, como uno de los aspectos más visibles de la cuestión social de comienzos del siglo XX, reclamó modos de intervención que permitieran atender a la gran cantidad de niños y jóvenes que se hallaban fuera de los parámetros de contención familiar y escolar. La opción de incorporar a esos menores al circuito productivo se plasmó en dos proyectos que darían origen a las primeras escuelas de artes y oficios en Córdoba. En un contexto marcado por la ausencia estatal en la resolución de los desajustes sociales, la consecución de dicha tarea vio confluir la acción de las asociaciones civiles de fuerte impronta religiosa y las políticas reactivas de un Estado liberal que apeló a la caridad y la beneficencia privada para neutralizar los costos no deseados de la modernización.
Palabras clave: minoridad, escuelas de artes y oficios, modernidad liberal, Córdoba.
Abstract: The problem of minority, as one of the most visible aspects of the social question during the early twentieth century, called for modes of intervention that would allow serving the large number of children and young people who were outside the parameters of family and school support. The option of incorporating these minors into the productive circuit was reflected in two projects that would give rise to the first arts and crafts schools in Córdoba. In a context marked by the absence of the state in the resolution of social imbalances, the achievement of this task saw the convergence of the action of civil associations with a strong religious stamp and the reactive policies of a liberal state that appealed to charity and private welfare to neutralize the unwanted costs of modernization.
Keywords: minority, schools of Arts and Crafts, liberal Modernity, Córdoba.
Introducción
En la tarde del 3 de diciembre de 1905, el intenso calor que ha persistido durante toda la jornada cordobesa no impide que algunos vecinos del pueblo La Toma, barriada popular ubicada a unas diez cuadras hacia el oeste del casco céntrico de la ciudad, se arrimen a presenciar un acto singular. En efecto, la colocación de la piedra fundamental de lo que será un futuro colegio de artes y oficios dirigido por los padres salesianos, ha reunido a una selecta concurrencia de autoridades civiles y eclesiásticas, conformada por el obispo Zenón Bustos, el gobernador José E. Olmos y un numeroso grupo de distinguidas damas y señoritas del abolengo cordobés. Detrás de los ilustres visitantes, un grupo de niños deambula con curiosidad, se cuela entre las filas de asientos y algunos, los más osados, se trepan a los árboles circundantes para poder observar mejor la liturgia de una ceremonia que parece no serles ajena. El coro, la banda de música y los ornamentos de todo tipo coronan una ceremonia sencilla pero simbólica para quienes allí se encuentran.
Una vez oficiada la solemne bendición, el obispo se dispone a leer un conceptuoso discurso que intenta darle sentido al acto. En los primeros tramos de su alocución, el prelado diocesano hace mención a la “nueva bandera de religión” que se planta en el suelo de Córdoba, con el afán de sacar a la niñez desvalida de las duras situaciones en las que crecen. Sin embargo, atendiendo a la heterogénea concurrencia del auditorio conformado por agentes del poder público, el contenido religioso pronto cede lugar al eje central de un discurso que, en realidad, describe todo un programa de reforma social:
vienen a recoger por las calles de los barrios más apartados y oscuros de esta capital a los niños que van rodando de un lado a otro como cantos sueltos del empedrado, con escuela y sin ella, y a reconcentrarlos dentro de los talleres que organizarán, para enseñarles a ser carpinteros, herreros, zapateros, sastres, panaderos, ebanistas, mecánicos, contadores, tipógrafos, dándoles con el oficio una alta dignidad y un poderoso elemento de libertad moral y cívica (…) Cuanto mayores sean las proporciones de capacidad que este edificio alcance, tanto mayor será el número de niños que se sustraiga al ocio, a la criminalidad y a los vicios; tantos menos malos ejemplos circularán por nuestras rancherías, tantas menos celdas deben hacerse en las cárceles correccionales, tantas menos raciones deben figurar en las planillas del administrador carcelario y tantos menos gendarmes en su guarnición.1
Las palabras del obispo de Córdoba lograban resumir la esencia de uno de los proyectos que habían comenzado a erigirse como respuestas al problema social que planteaba la infancia menesterosa. Las experiencias de vida de cientos de niños que se encontraban por fuera de un hogar bien constituido o del tránsito escolar reclamaron modos de intervención que procuraron, principalmente, retirar a esos niños de la calle y de los ambientes considerados nocivos para su desarrollo. Varias fueron las iniciativas que intentaron plasmar, durante las primeras décadas del siglo XX, el ideal de infancia construido por las élites intelectuales: hospicios, casas de corrección, internados, escuelas al aire libre, colonias. Pero en el contexto de expansión del sistema educativo, la enseñanza de un arte u oficio como expresión de una educación “en y para el trabajo” fue uno de los destinos más significativos imaginados para aquella masa de niños marginados. De allí que promovieran la apertura de instituciones que cumplieran con el objetivo de educar y civilizar a las clases populares, incorporando además la formación profesional.
La consecución de dicha tarea vio confluir la acción de las asociaciones civiles de fuerte impronta religiosa y las políticas reactivas de un Estado liberal que apelaba, mayoritariamente, a la caridad y la beneficencia privada para neutralizar los costos no deseados de la modernización. En este sentido, la coincidencia de intereses entre estos actores se asentó en la convicción de que ordenar y reformar las clases desheredadas a través de la educación, la moralización de los comportamientos, la higienización y la dignidad del trabajo, se presentaba como una tarea de primer orden.
En las páginas que siguen indagamos en la promoción, por parte de las élites locales, de las dos primeras escuelas de artes y oficios destinadas a la educación de los hijos del pueblo, tarea que implicó la imbricación entre sectores de la sociedad civil, congregaciones religiosas y el Estado, como agentes claves de un modelo benéfico asistencial hegemónico durante las primeras décadas del siglo pasado. Ambas iniciativas, una orientada a la fundación de una escuela profesional de gestión estatal, y la otra que apuntaba a fomentar la instalación de una escuela de artes y oficios a cargo de la congregación salesiana, concentraron los esfuerzos destinados a concretar una solución al problema de la circulación de menores en la vía pública, que hacia comienzos de siglo se tornaba cada vez más evidente. La concreción de estas iniciativas educativas, centrales en la atención de la minoridad en la ciudad de Córdoba, constituye un ejemplo de las porosas fronteras que separaron a los protagonistas de la asistencia a comienzos del siglo XX. Fronteras que, sin estar exentas de conflictos —mayoritariamente entre sectores clericales y anticlericales—, implicó una interacción que se mostró eficaz a la hora de plasmar acciones tendientes a la atención de la niñez desvalida.
Cuestión social y minoridad
La vertiginosa expansión del trazado urbano, a través de grandes obras de infraestructura surgidas del notable crecimiento económico, fue el rasgo más característico de la modernización cordobesa de finales del siglo XIX. Si bien no consistió en una originalidad autóctona, ya que por la misma época los grandes conglomerados urbanos de la Argentina atravesaron procesos similares, la modificación del antiguo trazado colonial cambió la fisonomía de la ciudad, que vio surgir, simultáneamente, diversas actividades comerciales junto a una incipiente industria manufacturera relacionada con el abastecimiento de la población. El desarrollo de las comunicaciones, la proliferación de casas de comercio y el surgimiento de talleres y empresas de todo tipo imprimieron dinamismo a una ciudad que acrecentaba su economía e incrementaba su población. Y con ellos, también, los problemas que caracterizaban los límites del progreso, definidos por la ausencia de una redistribución significativa del poder y de la riqueza (Moreyra, 2009, p. 15). La marginación y la exclusión de vastos sectores sociales que experimentaron en sus vidas necesidades básicas insatisfechas fueron parte de una realidad ineludible a ese crecimiento.
El tránsito cotidiano y permanente de una gran cantidad de niños por la ciudad fue un fenómeno singular de la cuestión social de principios de siglo. Muchos se incorporaron al mercado laboral como discretos operarios en pequeños talleres artesanales e industrias medianas, como ayudantes en casas de comercio, como domésticos en casas de familias particulares, en empleos transitorios como la venta ambulante de diarios o la realización de trabajos ocasionales de toda índole, generalmente como cadetes y “changarines”. A la par, la delincuencia infantil fue un fenómeno que se instaló en el centro de las preocupaciones del mundo adulto, asociándose también a la mendicidad y la vagancia como actividades reñidas con los ideales de infancia establecidos. No obstante las diferencias presentes en un universo poblacional sumamente heterogéneo, la pobreza fue una condición común a esas trayectorias. Niños y jóvenes de todas las edades se apropiaron e hicieron suyas plazas y calles, esquinas y cruces, avenidas, puentes, callejones, baldíos, pórticos, mercados, estaciones, tiendas, cines, teatros, cafés, de un modo que no podían hacerlo en sus casas o en la escuela (Sosensky, 2018, p. 186). Los periódicos aludían a esta faceta de la cuestión social que se asociaba estrechamente a las nuevas condiciones de la vida urbana:
A medida que el crecimiento de Córdoba es mayor, aumenta la muchedumbre de niños que tienen por hogar la calle. Diversos factores concurren a acentuar ese defecto de la vida urbana: la reducción de las viviendas, la inercia de las autoridades, el relajamiento de los vínculos de familia, las exigencias de las industrias que sustraen durante el día a los padres del círculo de sus hijos, son causas permanentes de la vagancia infantil.2
La dinámica de la ciudad atravesada por la modernización supuso una multiplicidad de peligros para ellos, como la inmoralidad y los atentados a las buenas costumbres, y también la posibilidad de ciertos tipos de aprendizajes como la delincuencia, la prostitución, la vagancia y la criminalidad (Freidenraij, 2020). Las referencias acerca de una masa de niños dedicados a deambular por las calles sin rumbo fijo “como los cantos sueltos del empedrado”,3 circularon con regularidad en el discurso de referentes del saber social y de las autoridades civiles y eclesiásticas cordobesas. La existencia precaria de barrios marginales como mojones de miseria y atraso, la subsistencia del rancho como unidad habitacional autóctona característica del “pobrerío”, la orfandad como condición innata de cientos de niños, el tránsito de menores por empleos y actividades que los sustraían de la escuela y el hogar, en definitiva, las privaciones padecidas y la exclusión persistente daban sentido a la presencia infantil en las calles de la ciudad.
A las situaciones de carencia material, abandono y desamparo sufridas por una porción importante de la infancia cordobesa, se agregó una segmentación dada sobre la base de esas realidades concretas y cotidianas, tránsitos de vida reforzados por un discurso que acentuó las desigualdades. Fue de uso corriente entre las clases dirigentes e intelectuales de principios del siglo pasado la categoría de menor para dar cuenta de aquellos niños que no lograban insertarse satisfactoriamente al medio económico-social y, también, de aquellos a quienes el sistema educativo no lograba retener, incorporándose al trabajo o directamente a la calle (Carli, 1992, p. 101). Producto de un proceso cultural, legal y político, determinados niños y jóvenes de los sectores populares fueron excluidos de la “niñez” y convertidos en “menores” (Zapiola, 2019, p. 17). Para los niños, se reservó la idea de una familia bien constituida y el espacio escolar. Es decir, un imaginario, un orden simbólico cristalizado y con efectos concretos en las vidas reales, en la cual “hijos” y “alumnos” fue la síntesis de esa representación.
El establecimiento de la escolarización obligatoria a partir de la sanción de la Ley 1420 ubicó a la escuela como el espacio privilegiado para el desarrollo de la infancia, ya que la socialización y la incorporación de saberes que tenían lugar en su interior la convertían en el espacio civilizatorio por excelencia (Lionetti, 2007). La participación de los niños en el tránsito escolar operó con fuerza en la delimitación de la frontera con aquellos que no lo hacían o lo hacían en parte. Los menores cargaron así con el peso de una infancia adjetivada que guardaba para sí distintos nombres: excluidos, vulnerables, marginales, en riesgo, carentes, pobres, peligrosos, huérfanos, viciosos, delincuentes.4
La consolidación de dicha frontera entre niño y menor no fue una cuestión metafórica, ya que las “prácticas de minorización” negaron la inscripción de determinados sujetos en el tejido social, con la consiguiente institucionalización de esas vidas (Frigerio, 2008). Es decir, dicha operación discursiva construida desde distintos sectores se dirigió a legitimar la necesidad del dispositivo institucional de control y protección para esos niños, argumentando que la escuela era un lugar impropio para ellos (Carli, 2002, p. 84). Quienes quedaron contenidos fuera del parámetro de contención familiar y escolar se convirtieron en depositarios de sensibilidades que oscilaban entre los sentimientos románticos y filantrópicos de atención hacia la niñez y las visiones que los consideraba como menores en riesgo. En este sentido, las carencias a las cuales estaban expuestos conducían a la peligrosidad, en tanto inducían a hábitos contrarios a las buenas costumbres.
Quien más se dedicó en su tiempo al estudio de la infancia en condición de riesgo en la ciudad de Córdoba, Gregorio Bermann,5 describía una realidad que se tornaba visible para el transeúnte cordobés:
Es bien conocido el espectáculo de multitud de niños andrajosos de los barrios suburbanos que se difunden por todos lados y sobre todo en los refugios a orillas del Río Primero o debajo de los puentes. Allí se inician en el ocio y la vagancia, en los juegos y vicios propios de la edad, huyendo del imposible recinto del rancho. La intemperie y el sol, la tierra y el agua, son con todo, elementos formadores más propicios que los que puede recoger en el ambiente promiscuo y maloliente de la casucha. Son cantidad los hijos ilegítimos, a cargo solo de las madres que deben ir a trabajar y que no pueden ejercer tutoría, a menudo explotados por el varón que les ha pegado. En el centro de la ciudad son abundantes los canillitas, lustrabotas, cuidadores de carruajes y chicos que se dedican a otros menesteres temporarios, verdaderos profesionales que se ganan la vida honestamente, aunque en trabajos impropios a la edad. Pero hay otros que pasan por diarieros, etc. y son elementos de toda mala casa, mendigos, vagos, rateros, predispuestos a la vida habitual del delito (…) muchos de ellos, alegremente, pasan las noches hasta del crudo invierno, en los portones, en los atrios de la iglesia o en los refugios de los periódicos, acurrucados unos con otros para darse un poco de calor, esperando el trabajo o el alimento (1933, p. 23).
Si bien la presencia infantil en las calles cordobesas se manifestó de diversos modos, el denominador común recayó en la situación de abandono de la que parecían ser objeto. El calificativo de “menores abandonados” ponía el énfasis en la ausencia de una familia que contuviera a esos niños en los hogares, les dispensaran los cuidados mínimos y les brindaran las condiciones indispensables para cumplir con la escolarización.6 No obstante, ese “abandono” servía para resumir diversas experiencias: niños que sobrevivían empleados en talleres e industrias, ocupados en el servicio doméstico, formando parte del paisaje de oficios callejeros, circulando, ocupando calles, plazas y mercados, mendigando limosnas, pernoctando en umbrales, socializando, aprendiendo el arte del delito, tolerando el hambre, el frío, el maltrato, riendo, jugando. Todas realidades protagonizadas por la niñez marginal y que formaron parte de los aspectos más sensibles de la cuestión social, en un contexto de profundas transformaciones y acelerado crecimiento económico.
Estado, sociedad civil e Iglesia ante la cuestión social7
La característica sobresaliente en la atención de la cuestión social a comienzos del siglo XX fue la existencia de un entramado de instituciones asistenciales con fuerte predominio de la beneficencia privada y una limitada participación del Estado. Fruto de una concepción liberal de la economía, existía un cierto consenso acerca de que la cuestión social debía resolverse mediante una política que no comprometiera a la estructura estatal o lo hiciera solo en parte mediante políticas de reglamentación y control (Moreyra, 2009, p.17). Si la miseria y la indigencia en sus distintas formas eran vistas como amenazas al orden social establecido, fueron las élites dirigentes quienes concentraron sus esfuerzos en la ayuda material y moral de los más desprotegidos a través del sostenimiento económico de instituciones especializadas de internación, tales como hospitales, hospicios y asilos. Esta asistencia social puso el acento, principalmente, en la atención a los pobres que se hallaban alejados del proceso productivo, como niños abandonados, ancianos, mujeres solteras y viudas, enfermos y desvalidos.
Las congregaciones religiosas y asociaciones seglares dedicadas al ejercicio de la caridad tuvieron una importante participación. Desde la aparición en 1891 de la Carta Encíclica Rerum Novarum, la Iglesia se había implicado en la formulación de un verdadero programa social cuyo objetivo implícito apuntaba a preservar el orden social de las turbulencias revolucionarias encabezadas por socialistas y anarquistas y protagonizadas por sectores de trabajadores.8 Al mismo tiempo, la perspectiva católica de la cuestión social se basaba, también, en una acusación al liberalismo y en un reclamo por el retorno a una reorganización de la sociedad sobre los principios cristianos (Zimmermann, 1995, p. 54).9
Se ha sostenido que la relación entre la Iglesia, el poder político y la sociedad se caracterizó en ese periodo por el establecimiento de una hegemonía liberal que se extendió hasta los primeros años de la década del ´30, luego del enfrentamiento entre catolicismo y liberalismo a partir de la constitución del Estado moderno en 1880.10 Ese proceso de laicización, sin embargo, ha sido matizado por interpretaciones que señalan las limitaciones de sus alcances,11 afirmando que si bien la “embestida laicista” puede ubicarse en dos momentos álgidos —en 1882 y 1884, con la discusión y promulgación de las leyes de educación y de registro civil, y en 1888, cuando se estableció el matrimonio civil—, su empuje se vio debilitado a partir de esos años. En el plano educativo, por ejemplo, aunque los defensores laicos más entusiastas pretendían una educación completamente separada de la influencia eclesiástica, el Estado no estaba en condiciones de asumir esa tarea por sí solo. Por otro lado, si la sanción de las “leyes laicas” estableció un marco de tensiones y disputas entre la clase política y la Iglesia, la cuestión social motivó un mayor entendimiento entre las clases dirigentes —que menguaron su discurso anticlerical— y las jerarquías católicas (Mauro e Martínez, 2015). Sin abandonar el uso de la caridad para resolver los problemas más acuciantes del mundo del trabajo, la Iglesia instaría al Estado a encarar una política legislativa que tuviera como finalidad afrontar el problema obrero como aspecto central de los desajustes sociales.12
Concordante con este enfoque, las interpretaciones que remarcaban una especie de letargo o adormecimiento de la Iglesia que culminaría con el “renacimiento católico” a partir de la tercera década del siglo pasado, parecen insuficientes (Zanatta, 1996). Por el contrario, la Iglesia encontró múltiples formas para relacionarse con una sociedad que se hallaba en una era de transformación profunda como consecuencia de la inmigración masiva, del crecimiento demográfico y del desarrollo económico finisecular. Lejos de permanecer en los márgenes, el catolicismo acompañó en más de un sentido esos procesos, especialmente en las regiones más estrechamente vinculadas al desarrollo socioeconómico agropecuario (Lida, 2015). En este sentido, el intenso protagonismo de las congregaciones masculinas y femeninas —con el consiguiente aumento de los sujetos asistidos— fue un rasgo característico de la expansión y crecimiento de la estructura eclesiástica en esos años. Asimismo, la coexistencia de las actividades de protección benéficas con las estrategias tendientes a una modernización del paternalismo se plasmó en un nuevo discurso o racionalidad legitimadora de los derechos de beneficiarios de la asistencia, bajo la creencia de que la caridad no bastaba para dar respuestas a la cuestión social (Moreyra, 2015, p.118).
Civilizar a las clases populares: las escuelas de artes y oficios
En los años que transcurrieron con posterioridad al establecimiento de la sanción de la Ley 1420, la escuela se constituyó como el espacio socialmente legitimado para el tránsito de la niñez.13 No obstante la generalización de la idea de que toda infancia debía transcurrir entre los muros de la escuela, circularon discursos en los que se señalaba a algunos niños como carentes de las cualidades necesarias para convertirse en “alumnos” (Zapiola, 2006). Las experiencias de pobreza y marginalidad expresadas en la categoría de “menor” sirvieron para caracterizar a aquellos que no pudieron ser incorporados al sistema escolar obligatorio. De allí que a la par del circuito de escolarización común se sugería el establecimiento de instituciones de educación especial conformadas sobre todo por casas de corrección, hospicios y asilos que debían albergar y dar respuesta a esa problemática. Funcionarios y profesionales expertos en minoridad (médicos, pedagogos, directores de asilos, benefactores, jueces, defensores de menores, legisladores, entre otros) se encomendaron a la tarea de pensar y crear proyectos destinados a encauzar a esa porción de la infancia que no podía ser asimilada por la escuela.
La insistencia en la educación como herramienta preventiva del delito antes que la corrección por medio de penas se fue transformando en un lugar común (De Paz Trueba, 2018). Y en este marco, voces y proyectos comenzaron a discutir el paradigma tradicional de una preeminencia jerárquica de las artes liberales sobre las artes mecánicas, fundamento de un modelo educativo que había aspirado, en sus primeros años, a lograr la estabilidad política interna a través de la formación de hombres aptos para el desempeño de funciones políticas (Tedesco, 1986, p. 63). Si bien los debates en torno a las reformas de los planes educativos se anclaban en concepciones políticas y pedagógicas, la apuesta por una educación práctica era motivada, fundamentalmente, por un contenido moral vinculado a la ética del trabajo. Las virtudes regenerativas que se le asociaban nutrieron los argumentos que apelaban a una mayor presencia de las escuelas de artes y oficios en el sistema educativo y a una nueva distribución de los niños y jóvenes susceptibles de ser educados.
En este aspecto, el mismo Bermann había contemplado algunas propuestas en su trabajo vinculado a la delincuencia infantil en Córdoba, donde coincidía con las tendencias generales de colegas criminalistas e incluso pedagogos al recomendar tanto las colonias-hogares al estilo de la de Buenos Aires, como las escuelas-talleres. Con respecto a las primeras, consideraba que el menor encontraba allí todo lo necesario para formarse, desde el cariño paternal hasta las sociedades deportivas, desde el estímulo para el premio hasta las más diversas formas de enseñanza industrial y agrícola, los grados escolares y la orientación vocacional. La gran obra de reforma realizada por esas instituciones consistía en retirar a los niños y jóvenes carentes de hogar, de autoridad paternal o tutelar donde desarrollaban fácilmente el vicio y el delito. Al mismo tiempo, además de las colonias-hogares, promovía la instalación de escuelas de artes y oficios como una solución intermedia entre el asilo o reformatorio y la escolaridad común:
Una escuela-taller con espíritu verdaderamente nuevo reaccionará contra la enseñanza verbalista de un intelectualismo vacío, de un valor no más que histórico. De ella podría irradiar un otro sentido de la enseñanza elemental y popular, que penetre a los jóvenes escolares de una “vida robusta, tónica, organizada en torno del trabajo”, que dé una cultura simultanea física, del carácter e intelectual (Bermann, 1933, p. 183).
En Córdoba, hacia la última década del siglo XIX estos debates habían encontrado un eco favorable en la opinión pública, que resaltaba la importancia de que la ciudad pudiera contar con una escuela profesional.
La opción por los salesianos
En 1890, el diario católico El Porvenir iniciaba una serie de publicaciones donde hacía referencia a la contribución al progreso científico de las escuelas profesionales que la congregación salesiana dirigía en la Patagonia y se mencionaba el deseo de abrir una obra similar en la ciudad.14 Comenzaba, así, a circular de manera más amplia la noción de que las escuelas de artes y oficios contribuían al “progreso material de los pueblos”, dando a sus educandos los “medios para ganarse el futuro, subsistencia con facilidad y provecho para sí mismos como para la sociedad en general”.15
El interés de los sectores católicos por incorporarse en estos debates, más que dar cuenta de sus opiniones sobre el perfil productivo que pretendía asociarse a la educación, advierte sobre su vocación por disputar el terreno de la asistencia, apostando a la específica misión evangelizadora que le cabía a las instituciones religiosas. Su apuesta en favor de los salesianos se correspondía con esa explícita valoración acerca de la necesidad de educar moral y religiosamente a la niñez y la juventud marginal. Y si bien las élites católicas cordobesas retomaron discusiones más amplias en torno a la educación profesional que circulaban ya de manera temprana entre pedagogos y educacionistas en el plano nacional, tomarían rápidamente la iniciativa, con el objetivo puesto en lograr que la primera escuela de artes y oficios fuera de carácter religiosa.
Un nutrido grupo de personas vinculadas al círculo de la élite cordobesa de tradición católica, en su mayoría profesionales de buena posición económica, fuertes comerciantes, abogados, médicos, y algunos pertenecientes al ámbito político como concejales y senadores, se unieron a los sectores clericales que conocían y apoyaban la obra educativa salesiana. Como resaltarían los mismos salesianos años después, hacia fines del siglo XIX la intención de la congregación de abrir un colegio se había convertido en un “anhelo general de las autoridades eclesiásticas y civiles y de toda la ciudad de Córdoba” (Massa, 1930, p. 15). Un dato singular que ilustra esto es que en 1893 el gobernador de la provincia, Manuel Pizarro, intervino personalmente en las gestiones enviando una comisión a Turín para entrevistarse en persona con el Rector Mayor de la congregación. Años antes, siendo legislador, el mismo Pizarro había visitado uno de los colegios profesionales que los salesianos poseían en Buenos Aires, ante el interés cada vez mayor por este tipo de instituciones. El hecho de que las personas que ocupaban puestos institucionales de poder formaran parte de las tratativas con una congregación religiosa particular expone la cercanía e identificación de esa misma clase dirigente con los sectores clericales, al tiempo que evidencia la concepción subsidiaria del Estado en materia social y la centralidad de las iniciativas benéficas del sector privado.
La narrativa histórica de la congregación salesiana, atenta a destacar los logros heroicos de los padres fundadores, permite entender el peso real de los aportes de la sociedad civil, los discursos en torno al valor de la escuela y la educación profesional, el rol del Estado a través de las gestiones particulares de algunos funcionarios, y las opiniones de las autoridades salesianas ante la posibilidad concreta de asentarse en la ciudad.16 La construcción de la primera escuela profesional de su tipo en la ciudad se dio hacia 1905 en terrenos ubicados en el llamado Pueblo La Toma —rebautizado en 1910 con el nombre de Barrio Alberdi—, caracterizado por la proliferación de ranchos y conventillos y por ser albergue de pandilleros, mendigos, prostitutas, lavanderas, gentes de oficios menores, junto a “delincuentes de poca monta” (Ansaldi, 1993, p. 501).17 El diario Los Principios daba cuenta de los esfuerzos realizados por la comisión en lograr la venida de los “abnegados sacerdotes salesianos” y confiaba en el éxito de la empresa, ya que aquella estaba conformada por“caballeros distinguidos, honorables y progresistas”.18
En este sentido, los salesianos supieron capitalizar la predisposición de un sector preocupado por el incremento de los costos sociales de la modernización, institucionalizando sus acciones de caridad a través de los Cooperadores Salesianos. La insistencia de las clases dirigentes en llamar a los salesianos había nacido fruto del convencimiento de que obras como las escuelas profesionales eran necesarias para encauzar el problema de la infancia menesterosa. Sin su apoyo económico e influencias hubiera sido impensada la apertura de un colegio con una escuela profesional que albergaba a gran parte de su población escolar de manera totalmente gratuita. Para la clase dirigente cordobesa, la cooperación salesiana significó una posibilidad concreta de frenar el avance del pauperismo, como así también un potente mecanismo de la legitimación ante la sociedad (Moretti, 2015).
En la composición de las comisiones de cooperadores es posible observar la preeminencia de personas vinculadas al poder político local.19 La ausencia del Estado en muchos ámbitos de la vida social —como el desarrollo educativo a través de la creación de instituciones estatales— se correspondía con una participación activa en obras de caridad por parte de aquellos funcionarios encargados de gestionar las políticas públicas. Pero el dinero proveniente de la actividad privada, que gran parte de los apellidos de la clase dirigente ostentaba a través de la dirección de casas de comercio y otras profesiones sumamente rentables, no agotaba la ayuda particular de las elites. Fueron ellos mismos, diputados, senadores, ministros y concejales, quienes canalizaron por su decisiva intervención recursos del erario público hacia instituciones privadas como la de los salesianos, a través de subsidios y exenciones impositivas de todo tipo. Esta ayuda oficial se resolvía a través de partidas extraordinarias que generalmente eran destinadas a favor de alguna obra grande como la construcción o remodelación de los edificios educativos. Pero, además, el Estado proveía de algunas subvenciones menores de carácter anual dirigidas al pago de la pensión de algunos alumnos. Es decir, cubría la educación de algunos niños que, por su condición de huérfanos o pobres, no podían educarse dentro de la escuela profesional salesiana. En las cartas dirigidas a los diferentes niveles estatales los salesianos argumentaban su pedido de ayuda oficial señalando que de no subsanarse su estructura deficitaria, muchos niños quedarían sin ser recibidos en su establecimiento. Apelaban, mediante cifras y estadísticas, a demostrar que su tarea, si bien sostenida por el aporte privado de familias acomodadas, era realmente inviable si no se recibía la anhelada ayuda oficial. Diversas ordenanzas aprobadas por el Concejo Deliberante —del cual formaban parte, también, algunos de los cooperadores más preeminentes del mundo de la política local— concedían exenciones impositivas de todo tipo, como la exoneración de los derechos de línea de cerca y nivel de vereda por las construcciones tanto del colegio como de la futura iglesia.
Esta promoción estatal hacia establecimientos educativos de carácter privado cobra sentido en un contexto donde el modelo de asistencia social predominante estaba atravesado por una fuerte noción liberal de la economía, que justificaba la interdependencia entre las instituciones de caridad y los propios organismos oficiales. La confianza de gran parte de los funcionarios puesta en promover abiertamente una ayuda desde el erario público hacia particulares se sustentaba en la creencia de la conveniencia para el Estado de apoyar subsidiariamente a los establecimientos privados en vez de hacerse cargo totalmente de la asistencia. La defensa del proyecto de ley de un subsidio acordado a la Escuela de Artes y Oficios del Colegio Pio X, realizada en la Cámara de Diputados de la Nación por el Dr. Juan Cafferata el 1° de septiembre de 1926, ejemplifica tanto el accionar de las elites católicas —del cual Cafferata era un agudo exponente— como los argumentos que permitían justificar la subsidiariedad estatal en materia social. En dicha sesión, el diputado cordobés fundamentaba el pedido por una suma de 80 mil pesos refiriéndose particularmente al ahorro que este tipo de establecimientos educativos privados significaban para el Estado, donde el costo medio por alumno y por año se diferenciaba enormemente de los establecimientos oficiales. Según sus cálculos, si el Estado debía costear una escuela profesional como la de los salesianos, con sus 692 alumnos, el subsidio proyectado representaba una cantidad insignificante dentro de su presupuesto (Cafferata, 1928, p. 336). De igual manera, el presidente de los Cooperadores Salesianos, Telésforo Ubios, en un discurso pronunciado el 9 de octubre de 1922 en ocasión de instituirse la Liga de Padres de Familia del Colegio Pio X, se refería al alivio que significaban instituciones como éstas para las arcas fiscales remarcando que
tantos alumnos concurrentes a ella, son tantos menos que reclaman un sitio en los establecimientos oficiales, y porque sin los internados quedarían sin educarse miles y miles de niños que por causas diversas están impedidos de asistir a la escuela pública, aun cuando esta se difundiera y multiplicase. No es un hecho local que el estado carece de capacidad suficiente para resolver el complejo problema educacional, y, siendo así, los padres de los niños que asisten a los establecimientos particulares de educación, realizan un señalado bien a la obra civilizadora de la escuela popular, pues, como contribuyentes del fisco, coadyuvan a la educación pública, y como contribuyentes voluntarios, auxilian al estado con la escuela que sostienen.20
No obstante, algunos dirigentes liberales renuentes a la intervención estatal favorecían el mínimo de intervención pública en lo referido a la asistencia social, entablando duros debates en los ámbitos legislativos. En este sentido, es ilustrativo el hecho de que ante el pedido de algunos concejales de que se subvencionara al de los salesianos con aportes mensuales provenientes del municipio, varios funcionarios dieron su negativa a la propuesta alegando que esta institución ya era ayudada por particulares, por lo que en nada dificultaría esta decisión al funcionamiento del colegio.21 Hacia 1912, por ejemplo, se inauguraba un taller de carpintería costeado de manera íntegra por la familia del difunto cooperador Rogelio Martínez, un fuerte comerciante que había llegado a ser presidente del Concejo Deliberante e Intendente de la ciudad.
La notable prosperidad material de la escuela profesional salesiana, sostenida por los aportes de la beneficencia privada y los subsidios estatales, contrastan con la tardía apertura de un instituto similar de gestión estatal, cuyo proyecto demoró más de 15 años en ejecutarse. Los argumentos acerca del extraordinario ahorro fiscal que significaba para el erario público, sumado a la eficaz acción legislativa y de gobierno de dirigentes ligados a la congregación, explican el acelerado crecimiento institucional de los salesianos frente a la opaca participación estatal en la educación pública de carácter profesional durante los primeros años del siglo XX.
La iniciativa estatal
A la par que se desarrollaban las tratativas para la venida de los salesianos, la valoración de la educación práctica había comenzado a nutrir algunos proyectos que planteaban la necesidad de reorientar los planes de estudio de las escuelas estatales. El Estado provincial comenzó, de hecho, a evaluar la posibilidad de abrir una escuela que formara en artes y oficios a los niños pobres de la ciudad. En 1888, Javier Lascano Colodrero —educacionista y ministro de justicia e instrucción pública— presentaba un proyecto de ley en la Legislatura que proponía fundar una institución de esas características, cuya ejecución y dirección estuviera a cargo enteramente de la Provincia.
Los discursos que remarcaban la inconveniencia en materia económica que significaba llevar a la práctica estos proyectos, no solo ayudaron a fomentar los subsidios dirigidos hacia los salesianos, sino que retrasaron la concreción de la iniciativa estatal por unos quince años. No obstante, la agudización de la cuestión social en torno al Centenario dio impulso nuevamente al proyecto oficial. La presencia infantil en las calles de la ciudad se había tornado un fenómeno tan relevante como para que el Estado provincial comunicara la intención de realizar un censo de los niños de siete a doce años de edad huérfanos. Lejos de ser originales, las motivaciones del ejecutivo retomaban las consideraciones que ya circulaban en la opinión pública: “Que como puede notarse en esta misma capital, constantemente aumenta el número de niños de corta edad que vagan por las calles, solicitando la caridad pública o dedicados a oficios como la venta de diarios”.22
Esta realidad llevó al Ejecutivo provincial a promover la construcción de la primera escuela profesional a cargo del Estado, en 1912. En efecto, la escuela de artes y oficios Presidente Roca se instaló sobre la base de lo que era el Asilo de Niños Desvalidos. Esta institución, concebida como alojamiento transitorio tanto de menores en conflicto con la ley como de huérfanos y abandonados, poseía dos precarios talleres de zapatería y sastrería, en los que se ocupaba a los internos. Su producción era ofrecida incluso a través de avisos en la prensa.23 En el fomento de la escuela de artes y oficios estatal confluyeron tanto las propuestas de aquellos que pretendían una reforma del sistema educativo vigente —inclinado hacía las profesiones liberales— como la de aquellos que observaban en esas instituciones la mejor forma de sustraer a los niños y jóvenes de los peligros de la calle. Es decir, sin desconocer las ventajas que implicaba la formación de tipo práctico o manual, otros discursos enfatizaban el perfil disciplinador del trabajo, entendido como instrumento de moralización de los hijos del pueblo. Si bien los enunciados de los poderes públicos se anclaban en la preocupación de garantizar los medios de subsistencia para los individuos y satisfacer demandas laborales, la dimensión ético-disciplinaria de esta clase de instituciones educativas orientadas al trabajo ocupaba un lugar predominante (Terreno, 2007, p. 169). En otras palabras, aun cuando se invocara la necesidad de formar personal cualificado para sustentar un desarrollo industrial, fueron las preocupaciones vinculadas a la cuestión social —en particular el referido al vagabundeo de niños y jóvenes— las que motivaron y condicionaron el desarrollo de las escuelas profesionales en Córdoba.
A una década de fundada la escuela Presidente Roca, el balance que se imponía rescataba justamente los objetivos que habían guiado a su creación:
El niño abandonado que deambulaba como un intruso en la ciudad, durmiendo en las plazas, en verano, debajo de los puentes en invierno, comiendo cuando alguien se compadecía de él, o en su defecto cuando el hambre le acuciaba el instinto, con el producto de sus rapacerías; el niño aquel, con cara de pilluelo paliducho, huraño y hasta a veces cruel, disciplinado en la dura escuela de la calle, en la escuela que más bien encamina a la delincuencia que a la vida honesta, ha sido recogido en gran parte.24
No obstante, las opiniones favorables acerca de la existencia de escuelas de estas características, a los pocos años de entrar en funcionamiento se denunciaban las precarias condiciones edilicias en las que se hallaba el establecimiento, dando cuenta del escaso presupuesto destinado para su mantenimiento cotidiano. Un edificio que no atendía a las exigencias de una escuela profesional, con fallas estructurales e incapaz de tolerar las inclemencias climáticas; un mobiliario casi inexistente; la falta de las mínimas herramientas en los talleres para ejercer el aprendizaje del oficio; el incumplimiento de las normas básicas de la higiene, eran apuntadas como algunas de las características más notorias del estado de abandono en la que se encontraba la única escuela de artes y oficios de carácter estatal de la ciudad.25 La nota inquiría, además, sobre la necesidad de fondos para sostener una iniciativa que consideraban por demás necesaria. De allí que el redactor del periódico de marcada tendencia anticlerical apuntara contra los gastos en “subsidios complacientes” a otras instituciones similares, cuando podrían utilizarse en el mantenimiento del establecimiento estatal. Yendo más allá, la nota señalaba como “culpable” de la precaria situación a la drástica reducción presupuestaria realizada por el gobernador Cárcano.
En contraposición, la prensa clerical resaltaba de cara a la opinión pública las virtudes del colegio de los salesianos, acaso el único en su tipo con enseñanza en artes y oficios. Frente a la imagen decadente que se construía en torno a la Escuela Presidente Roca —en cuanto al nivel de las instalaciones, la capacidad del edificio de albergar a los niños, la calidad y antigüedad de las herramientas utilizadas, e incluso la seguridad en el desempeño de los oficios—, se destacaban el orden, la higiene, la disciplina en los talleres salesianos, expuestos como sinónimos de calidad educativa. Hacia 1925 se hacía notar la situación de progreso del colegio, que podía palparse en “los nuevos talleres, los gabinetes modernos, las salas diferentes, los completos aparatos y maquinarias y las comodidades existentes”. En la descripción se remarcaba tanto la modernidad como la excelente conservación de las herramientas.26
Más allá del sombrío panorama inicial, la escuela Presidente Roca tuvo un crecimiento ininterrumpido durante los siguientes años, como lo demuestra la apertura de nuevos talleres y la cantidad de alumnos anotados en la primera década de funcionamiento, que ascendían a un promedio anual de 170 internos. No obstante esta expansión, acrecentada por la decisión gubernamental de mejorar las condiciones de vida de los internos a través de nuevas construcciones, lo cierto es que su par confesional, esto es, el colegio de los padres salesianos, la superaba ampliamente en número de alumnos y en presencia pública, a juzgar por el intenso protagonismo de la congregación y sus obras en festividades cívicas y religiosas de la ciudad. Esta tendencia parece sostenerse por lo menos hasta finales de los años ´30. Por cierto que otras iniciativas gubernamentales fortalecerían aún más la presencia del Estado en materia de atención a la minoridad, al tiempo que la finalidad de las escuelas de artes y oficios perderían centralidad a la luz de nuevas problemáticas asociadas a los niños y jóvenes de sectores populares.
Conclusión
La situación de la infancia en condición de riesgo se reveló como una de las aristas más importantes de la cuestión social emergente del acelerado proceso de modernización que sufrió la ciudad de Córdoba, entre el último cuarto del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Niños y jóvenes de sectores populares se incorporaron al mundo del trabajo —ocupados en industrias y pequeños talleres artesanales, en casas de familia como sirvientes y domésticos, en comercios de distintos rubros, o realizando precarios empleos transitorios en lugares públicos—, a la par de quienes se volcaron a actividades reñidas con la ley. También, y como parte de una realidad que atravesó toda la infancia popular cordobesa, se destacaron las experiencias de pobreza, marginalidad y orfandad que definieron al conjunto de niños excluidos de los beneficios materiales de la modernización.
La existencia de estos grupos de menores en riesgo —expuestos a la condición de pobreza, desnutrición y ausencia de protección y escolarización— representaba una amenaza al objetivo de alcanzar una sociedad ordenada, integrada, saludable y culta. De allí que la educación se constituyera en la herramienta más eficaz de un proyecto civilizador delineado desde los sectores dirigentes, a través del cual se intentó lograr la regeneración social mediante el desarrollo y el progreso material y cultural, edificando una nueva y fortalecida sociedad civil. Lograr la enseñanza de un arte u oficio —como expresión de una educación “en y para el trabajo”— se ubicó pronto como el objetivo hacia el cual el Estado y la sociedad civil dirigieron los esfuerzos para la lograr la integración y regeneración de los hijos del pueblo. En un contexto marcado por la tibia acción estatal en materia social frente al protagonismo de las elites asistenciales de filiación católica, dos proyectos de creación de escuelas profesionales lograron plasmarse en la ciudad. El origen y vertiginoso desarrollo que tuvo la obra social y educativa salesiana frente a la escuela Presidente Roca, de gestión estatal, se entiende si se observa la conjunción de intereses y proyectos de intervención social de parte de la dirigencia local, los vínculos construidos en torno a ellos y la promoción de la jerarquía eclesiástica a la iniciativa de un grupo de laicos. Pero al mismo tiempo, la existencia de una concepción subsidiaria del Estado en materia social permitió el crecimiento de instituciones privadas como la de los salesianos, a partir de la contribución de la beneficencia privada y la partida de subsidios estatales.
La emergencia y desarrollo de ambos proyectos, el salesiano y el estatal, al concentrar los esfuerzos de intervención sobre el problema de la minoridad durante la etapa más álgida de la cuestión social generada por la modernización, son un ejemplo de la limitada participación estatal y el protagonismo de las instituciones de la sociedad civil, quienes proveyeron y afectaron la naturaleza de la asistencia social.
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Notas