DOSSIER: «TIERRA Y TERROR. LOS HORRORES DE LA LITERATURA ARGENTINA»

TERRITORIOS Y CORPORALIDADES DEL HORROR EN LAS MALAS, DE CAMILA SOSA VILLADA

Horror Territories and Corporalities in Camila Sosa Villada’s Las Malas

Esteban Luciano Juárez
Universidad de Buenos Aires, Argentina

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 34, núm. 71, 2023

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 22 Julio 2023

Aprobación: 28 Agosto 2023



Resumen: Este trabajo se propone analizar la representación del horror en Las malas (2019) con la hipótesis de que esta obra aborda dicho concepto tematizando la inmovilidad o la parálisis que lo caracterizan tanto en términos corporales como territoriales.

La novela representa la violencia hacia el cuerpo travesti a partir de su territorialización; allí se presentan tres espacios centrales en la ciudad de Córdoba que, progresivamente, se cierran y expulsan a los personajes, eliminando así la posibilidad de movimientos, escape o refugio. Estos espacios oscilan conceptualmente entre dualidades claramente definidas, tales como vida-muerte, seguridad-violencia o interior-exterior. Así, en tanto «sujetos indeseados», los personajes cargan consigo la imposibilidad de una pertenencia tanto simbólica como espacial y, al igual que esos tres puntos de la ciudad, sus cuerpos oscilan también en dualidades: entre lo masculino y lo femenino, lo humano y lo animal, la seguridad y la exposición. La novela presenta corporalidades dinámicas, cambiantes e incluso susceptibles a transformaciones monstruosas que, a priori, simulan una ruptura con respecto a la violencia circundante. Sin embargo, estos cambios exhiben una estrecha relación con las limitaciones espaciales, pues son marcas que impiden el acceso al exterior o explicitan una distancia irreparable: lo monstruoso y la animalidad no conducen a una ruptura, sino a una continuación del horror.

Palabras clave: Literatura Argentina, Horror, Violencia, Territorios, Corporalidad Travesti, Marginalidad.

Abstract: This work intends to analyze the representation of horror in Las malas (2019) with the hypothesis that this novel addresses this concept by thematizing the immobility or paralysis that characterize it not only in corporal terms but, fundamentally, in a territorial manner.

The novel thematizes violence against the transvestite body in close relation with the territory; there are three central spaces presented in the city of Córdoba that progressively close and expel the characters, thus eliminating the possibility of movement, escape or refuge. These spaces conceptually oscillate between clearly defined dualities such as life-death, security-violence or interior-exterior. Consequently, as “unwanted subjects”, the characters carry with them the impossibility of both symbolic and spatial belonging and, like those three points in the city, their bodies also oscillate in dualities: between the masculine and the feminine, the human and the animal, safety and exposure. The novel presents a series of dynamic, changing bodies that are even susceptible to monstrous transformations which, at first sight, simulate a break with respect to the surrounding violence. However, these changes exhibit a close relationship with spatial limitations as they are marks that prevent access to the outside or make an irreparable distance explicit: the monstrous and animality do not lead to a rupture but to a continuation of the same horror.

Keywords: Argentine Literature, Horror, Violence, Territories, Transvestite Corporalit, Marginality.

El terror y el horror son conceptos que se presentan, en algunos casos, equivalentes o, en otros, cercanos o coincidentes en diversos aspectos. Sin embargo, Adriana Cavarero (2009), en Horrorismo, realiza una serie de señalamientos que clarifican la distancia entre ambos términos. Mientras que el «terror» puede ser entendido como un estado del cuerpo que conduce hacia su movimiento, sea en forma de temblor o de huida, el «horror» anula el escape, detiene el cuerpo frente a una «violencia que se muestra más inaceptable que la muerte» (2009, p. 24); manifiesta, en definitiva, repugnancia y, fundamentalmente, inmovilidad o parálisis frente «a una violencia que, no contentándose con matar […] busca destruir la unicidad del cuerpo y se ensaña en su constitutiva vulnerabilidad. Lo que está en juego no es el fin de una vida humana, sino la condición humana misma» (p. 25). En este sentido, cabe indagar sobre la posibilidad de representar narrativamente la quietud que caracteriza el horror y, al mismo tiempo, la manera de tematizar sus formas y efectos sobre los sujetos que la experimentan.

En el año 2019 Camila Sosa Villada publica Las malas, una novela que aborda la violencia hacia el cuerpo travesti a partir de su relación con los espacios que ocupa o le es posible ocupar. La novela construye un centro narrativo anclado en una zona de la ciudad que, a priori, parece oscilar entre lo céntrico y lo marginal mediante la presencia o ausencia de luz: «El Parque Sarmiento se encuentra en el corazón de la ciudad. Un gran pulmón verde, con un zoológico y un Parque de diversiones. Por las noches se torna salvaje» (2020, p. 17). Las actividades públicas, visibles y familiares que alberga el parque durante el día encuentran por la noche su antítesis: prostitución, ilegalidad, violencia y, principalmente, la presencia de las travestis, sujetos expulsados de la visibilidad del día:

Los rayos del sol nos debilitan, revelan las indiscreciones de nuestra piel, la sombra de la barba, los rasgos indomables del varón que no somos. No nos gusta salir de día porque las masas se sublevan ante esas revelaciones, nos corren con insultos, nos quieren maniatar y colgarnos en las plazas (p. 117).

El carácter dual del parque no se explica únicamente mediante la luz o su ausencia, sino también mediante las presencias que esta habilita; presencias expulsadas de todos los ámbitos y espacios, ajenas o distantes con respecto al resto del cuerpo social. Este distanciamiento habilita una violencia que adquiere diversas formas, que va desde la invisibilidad hasta el asesinato. Sin embargo, su origen se encuentra en una operación previa, que consiste en la supresión de las identidades singulares y su posterior reemplazo por categorías que reflejen la no pertenencia y la vulnerabilidad:

A las travestis no nos nombra nadie, salvo nosotras. El resto de la gente ignora nuestros nombres, usa el mismo para todas: putos. Somos los manija, los sobabultos, los chupavergas, [...], los Osvaldo cuando mucho, los Raúles cuando menos, los sidosos, los enfermos, eso somos (p. 79).

La imposibilidad de desplazamiento, la parálisis en términos simbólicos y territoriales, recae sobre los cuerpos y exhibe un pliegue del horror sobre sí mismo: por un lado, como señala Cavarero, en el horror no hay movimientos de huida frente a una violencia deshumanizadora e inmirable (2009, pp. 23-24). Por otro lado, el horror, en la novela, no solo anula el escape o la reacción, sino que también se construye a sí mismo desde y a partir de la constricción espacial. En otras palabras, la violencia se dirige hacia el cuerpo de las protagonistas mientras anula o invade los espacios que puedan habitar; paraliza aún antes de ser horrorosa. De esta manera, lo siniestro reside precisamente en un estado previo a la reacción y se manifiesta concretamente durante y después de aquella.

La novela se desarrolla en dos espacios principales dentro la ciudad que, progresivamente, se cierran, y uno secundario, que, aunque habitual, se presenta hostil desde el primer momento: el Parque Sarmiento y la pensión de La Tía Encarna, por un lado, y el Hospital Rawson, por el otro. Si bien este último es mencionado como un «segundo hogar» (p. 19) para los personajes, es también representado como la concreción de una amenaza permanente: «“Ese es el único lugar al que pertenecen ustedes”, me dijo una vez un policía que quiso llevarme detenida. “Ahí vas a ir a parar”, me dijo señalando el Rawson, el hotel de nuestro desamparo» (p. 152). El carácter institucional que adquiere la violencia se exhibe también en el ámbito médico donde «los doctores siempre trataban mal a las travestis, las hacían sentir culpables de todos los males que las aquejaban» (p. 80)[1]. De esta forma, la culpabilización del cuerpo travesti se configura como un elemento que, sumado a la mencionada categorización, borra los límites entre el adentro y el afuera, entre lo privado y lo público, ya que esta corporalidad, donde sea que se ubique, carga consigo la no pertenencia. De esta forma, el acceso a lo exterior o visible se anula mientras que lo interior es comprimido hasta la expulsión o la muerte. Tal es el caso del parque y la pensión.

El Parque Sarmiento es un espacio compuesto por dualidades; representa exterioridad al mismo tiempo que interioridad, refugio y exposición, vida y muerte. Allí se resumen la experiencia y el recorrido de los personajes a lo largo del relato y es donde el horror se hace tangible:

Una noche encontramos a una compañera muerta, envuelta en una bolsa de consorcio, tirada en la misma zanja donde había aparecido El Brillo de los Ojos. La descubrimos en una de nuestras escapadas de la policía, que otra vez andaba reclutando putas para llevar a sus calabozos y ejercer su crueldad (p. 110).

Frente a esto, el niño abandonado, El Brillo de los Ojos, representa el reverso del horror que alberga el parque, pues este, dentro de su hostilidad, ofrece una vida; no solo la del niño, sino también para los personajes, fundamentalmente, para Encarna, quien lo adopta y asume el rol de madre y crea una nueva dinámica familiar dentro de la pensión. Este cambio en el funcionamiento grupal comienza a trasladar, progresivamente, el sentido de pertenencia del parque hacia la privacidad del hogar. Esta transición, finalmente, se completa mediante la expulsión del Parque Sarmiento:

… se terminó de arruinar cuando lo llenaron de luces, cuando se decidieron a combatir la clandestinidad de nuestro oficio, la belleza de la penumbra. […]. El Parque queda para los deportistas, las familias, las escuelas de arte y la nueva comisaría que dice combatir el narcotráfico con sus camionetas y sirenas (pp. 182-183).

La expulsión definitiva de la esfera pública evidencia una serie de cuestiones. En primer lugar, en tanto «otredad interior», las travestis de la novela representan una amenaza a controlar y gestionar mediante la opresión y el desarraigo, pues, señaladas como «anormales» o «nocivas» y carentes de un espacio propio, cargan consigo la imposibilidad de lo colectivo: «Estamos incomunicadas. Nuestro vínculo era la frecuencia con que nos veíamos, pero se debilita en ausencia de un lugar común. La sociedad no puede vernos juntas, así que nos ha echado del Parque» (p. 183). En segundo lugar, permite observar que ciertos cuerpos no deben ser vistos, ya que su sola presencia supone una transgresión; una especie de traspaso de una frontera invisible, pero concreta. En tercer y último lugar, en estrecha relación con lo anterior, exhibe que otra forma de la privación territorial es la anulación de los vínculos. Es precisamente este elemento el que, finalmente, filtra la violencia dentro de la pensión y conduce a la muerte de Encarna y de El Brillo de los Ojos.

Las tres cuestiones anteriormente mencionadas se condensan en el desarrollo espacial de la posada. Sobre el comienzo de la novela, es presentada como «la pensión más maricona del mundo, que a tantas travestis ha acogido, escondido, protegido, asilado en momentos de desesperanza. Van ahí porque saben que no se podría estar más a salvo en ningún otro lugar» (p. 22). Al igual que el Parque Sarmiento, este espacio actúa como un refugio para lo colectivo, pero este no es penetrado por la mirada exterior, no responde a las normas de la exposición. Frente a esto, la novela reconvierte el significado del único elemento propio y ajeno a la vez: el niño abandonado. Únicamente este cuerpo extraño podría cumplir, en la posada, la misma función que la luz en el parque: visibilizar y traer consigo la condena social, lo que, finalmente, anula el espacio en cuestión. Como hemos señalado, la presencia de El Brillo de los Ojos, en un primer momento, representa la vida, la oportunidad de formar una familia y concretar la feminidad de Encarna. Sin embargo, también representa el peligro: «La policía va a hacer rugir sus sirenas, va a usar sus armas contra las travestis, va a clamar la sociedad. […]. La infancia y las travestis son incompatibles. La imagen de una travesti con un niño en brazos es pecado para esa gentuza» (p. 24). A partir de este momento, la narración comienza a construir un retroceso progresivo de lo espacial, lo familiar y lo femenino frente a la violencia exterior, que avanza hasta borrar por completo dichos elementos.

En la novela, la violencia se dirige al cuerpo travesti no por su apariencia; por el contrario, pone en cuestión su misma condición humana, su capacidad para integrarse identitaria y corporalmente en algún espacio físico o simbólico. Es por este motivo que la persecución no se detiene frente a las transformaciones corporales que atraviesan los personajes. El caso de Encarna posiblemente sea el más claro, aunque no el único: ante la intensificación de la violencia en el barrio, las reiteradas amenazas y el rechazo hacia su sola presencia, Encarna abandona su imagen femenina y procede a masculinizarse. Nuevamente, el exterior opera como condicionamiento del interior, pues, para ser madre, debe verse como su opuesto. Sin embargo, su hogar es invadido por advertencias anónimas; sin voces, rostros, ni cuerpos particulares o distinguibles, la presencia de los vecinos se manifiesta de modo fantasmal, persistente y capaz de ocupar por completo el último espacio disponible, anulando, finalmente, la posibilidad del escape: «El bombero me dice que La Tía Encarna había dejado la llave de gas abierta y se había dejado morir junto con El Brillo. […]. Murieron cara a cara, mirándose a los ojos. Murieron sabiamente, para no tener que soportar más humillaciones» (pp. 219-220).

Las transformaciones que atraviesan algunos personajes de la novela se presentan, en primera instancia, como una posible ruptura, como una vía de escape que permitiría un acceso al exterior y, en consecuencia, contrarrestaría los efectos de la violencia y el horror circundantes. Sin embargo, como hemos señalado, esto no se concreta en ningún caso. Mientras que Encarna modifica su apariencia simulando una especie de retorno a lo «aceptable» en términos sociales; en los casos de María y Natalí, se introduce otro elemento que no pertenece al plano de la apariencia, sino al de misma humanidad. Por un lado, el cuerpo de María comienza a exhibir pequeñas plumas hasta que, finalmente, «quedó reducida a un pajarito de plomo que se limitaba a espiar desde su nido en el limonero del patio cómo transcurrían los días del Brillo, silbando unas canciones melancólicas que estrujaban el corazón» (p. 159). Por otro lado, Natalí se convierte en lobizona todas las noches de luna llena y «se encerraba en un cuatro al fondo de la casa, vigilada por La Tía Encarna, con el niño en un brazo y la escopeta en el otro, la puerta asegurada con una cadena gruesa y un candado enorme» (p. 103). El devenir animal aquí no representa un quiebre, sino una continuación: mientras que ser humano suele asociarse con la superación de la animalidad entendida como el enemigo o la degradación (Cragnolini, 2016), en Las malas se establece otro tipo de relación basada ya no en la oposición, sino en un acto de reducción. Al igual que los espacios, los cuerpos e identidades violentados se contraen hasta alcanzar su propia supresión. Un pájaro que no vuela, limitado a observar el lugar que ya no puede habitar, y una lobizona encerrada en una habitación son imágenes contradictorias que, empleando la presencia de lo animal/monstruoso, representan y discuten lo humano mediante una explicitación sublimada de lo abyecto: «aquel en virtud del cual existe lo abyecto es un arrojado (jeté), que (se) ubica, (se) separa, (se) sitúa, y por lo tanto erra en vez de reconocerse, de desear, de pertenecer o rechazar» (Kristeva, 1998, p. 16).

La crueldad hacia los personajes no requiere manifestaciones sobrenaturales o monstruosas para construir el horror. Esto no quiere decir que dichos aspectos se encuentren ausentes en la novela, sino que actúan de otra manera; no son empleados como instrumentos y tampoco se asocian directamente a la naturaleza del agente de la crueldad porque este no es identificable o distinguible de forma clara. Las malas articula una serie de amenazas que proceden, en apariencia, de diversas fuentes como pueden ser la policía, los vecinos, los clientes e incluso el hospital; todos ellos actúan territorialmente y cumplen la función de expulsar a los personajes del espacio que les es asignado. De esta forma, el mismo territorio es la hostilidad que, valiéndose de sus componentes, introduce el horror. Ahora bien, lo sobrenatural no se manifiesta en el cuerpo o la naturaleza del victimario, sino en el de las víctimas habilitando la irrupción de lo fantástico en tanto ruptura o cuestionamiento de la realidad[2]. No es lo que provoca miedo o rechazo; es su reacción. La condena hacia los personajes se construye a partir de una supuesta relación ilegítima con sus propios cuerpos, y esto se traslada a todos los demás ámbitos, incluso el identitario, conservando así un desequilibrio que persiste aún después de alterar la relación con lo corporal.

Adriana Cavarero se refiere al inerme como aquel incapaz de atacar o herir; es quien no puede contrarrestar el ataque por encontrarse en una posición de pasividad; no hay equilibrio, simetría ni paridad (2009, p. 59) frente al ataque de un otro omnipotente. Si bien esta noción se inserta en un contexto teórico que busca redefinir categorías propias de otro fenómeno o expresión de la violencia, consideramos pertinente usarlo como un elemento constitutivo de lo que aquí nos ocupa, ya que, en síntesis, define un rol, una forma que puede tomar la subjetividad en determinadas circunstancias. Precisamente esta inacción es la que exhiben los personajes de la novela frente a una violencia que traspasa todo aquello que los constituye como sujetos. Una vez desterrados de los vínculos y de los espacios, la irrupción de lo fantástico en tanto torsión de la realidad se configura, fugazmente, como un instrumento defensivo que borra la humanidad del cuerpo condenado. Sin embargo, este mecanismo se muestra insuficiente, y las cualidades del monstruo o el animal se desvanecen en la inmovilidad.

En Cazadores de ocasos, Miguel Vedda (2021) menciona ciertos rasgos en las obras de Samantha Schweblin y Mariana Enríquez que operan al momento de narrar el horror literario. Particularmente, en la obra de Enríquez, destaca «las marcas de la historia» (2021, p. 246) como un aspecto fundamental en su obra; se trata de remisiones a un pasado cercano que captan y hacen emerger ciertas inquietudes y temores propios de la Argentina de las últimas décadas. Simultáneamente, Vedda destaca un movimiento doble relativo a lo territorial, específicamente, al tratamiento, por un lado, del campo, del interior asociado a lo sobrenatural, mágico u ominoso y, por el otro, de las grandes ciudades, de las cuales emerge lo siniestro. Ahora bien, Las malas les otorga otra naturaleza a estos aspectos: lo siniestro, terrorífico o amenazante no emerge de la ciudad, sino que es la ciudad mediante su disposición, sus espacios, sus habitantes e instituciones. Es el mismo territorio el que se cierra, se contrae y expulsa a quienes no desea empleando mecanismos precisos e identificables, pero representados de manera fantasmal y omnipresente. Aquí, los personajes no circulan por un escenario estático o ya dado, sino que este es dinámico, siempre cambiante y tendiente a la hostilidad; dual en sus formas y manifestaciones, pero uniforme en sus fines. Por su parte, las marcas de la historia, al igual que las protagonistas, remiten a una otredad definida por el odio: «… si alguien quisiera hacer un registro exacto de esa mierda, entonces debería ver el cuerpo de La Tía Encarna. Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis» (Sosa Villada, 2020, p. 28). Tal como señala Vedda, las «operaciones de clasificación» se configuran como una reacción frente a «lo Otro de la civilización» (2021, p. 247), y asocia determinado grupo con ciertas figuras dentro de las cuales son recurrentes la del monstruo, la del demonio o el animal. Precisamente, en Las malas, estas operaciones dan origen al horror y a la inmovilidad que lo caracteriza. En conclusión, la manifestación territorial de estas operaciones permite observar que, en palabras de Julia Kristeva, el espacio del arrojado es divisible, plegable y catastrófico de manera que no puede interrogar «¿quién soy?», sino «¿dónde?» (1988, p. 16). Esa es la naturaleza del exiliado de una identidad insostenible.

Referencias Bibliográficas

Cavarero, A. (2009). Horrorismo: nombrando la violencia contemporánea. Ciudad de México: Anthropos Editorial.

Cragnolini, M. B. (2016). Extraños animales: filosofía y animalidad en el pensar contemporáneo. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Foucault, M. (2014). Los anormales. Buenos Aires: F. C. E.

Kristeva, J. (1998). «Sobre la abyección». Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline. Buenos Aires: Siglo xxi.

Sosa Villada, C. (2020). Las malas. Buenos Aires: Tusquets.

Todorov, T. (2006). Introducción a la literatura fantástica. Buenos Aires: Paidós.

Vedda, M. (2021). Cazadores de ocasos: la literatura de horror en los tiempos del neoliberalismo. Buenos Aires: Editorial las cuarenta y El río son orillas.

Notas

* Licenciado en Letras y doctorando en Literatura por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: estebanj88@gmail.com
[1] Michel Foucault (2014) interpreta la institución médico-legal como el instrumento que establece no solo la correspondencia entre el crimen y el criminal, sino que también asocia determinadas conductas al peligro. De aquí emerge la categoría de «individuo peligroso». Esta noción habilita la unión de los conceptos médicos con los jurídicos, pues establece el interrogatorio y el análisis como la primera acción hacia el sujeto, de tipo correctiva, y continúa hacia las sanciones jurídicas. De esta forma, el crimen se patologiza mediante las innumerables pericias que colocan el crimen dentro del individuo. Este tipo de pericia «no se dirige a delincuentes o inocentes, no se dirige a enfermos en confrontación a no enfermos, sino a algo que es, creo, la categoría de los anormales» (p. 49). En este sentido, «lo anómalo» se configura como aquello a dominar y normalizar mientras señala la exterioridad de un sujeto a corregir o castigar.
[2] Aquí se entiende lo fantástico como una vacilación o límite entre lo extraño y lo maravilloso (Todorov, 2006, p. 41). Precisamente esta incertidumbre, en relación con su distancia con lo «real» o lo «imaginario», le otorga a la novela una serie de posibilidades interpretativas que, en definitiva, poseen relevancia en términos narrativos, ya que la permanencia en esa indistinción es parte fundamental en la representación del horror en Las malas.
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