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ESPECTROS DEL DAÑO. MARCAS DEL HORROR EN TRES NOVELAS DEL CHACO ARGENTINO
Spectra of Damage. Marks of Horror in Three Novels about the Argentine Chaco
Gramma, vol. 34, núm. 71, 2023
Universidad del Salvador

DOSSIER: «TIERRA Y TERROR. LOS HORRORES DE LA LITERATURA ARGENTINA»

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 34, núm. 71, 2023

Recepción: 12 Junio 2023

Aprobación: 08 Julio 2023

Resumen: La región de Gran Chaco, tardíamente colonizada, fue escenario de grandes genocidios perpetrados por tres Estados: Argentina, Bolivia y Paraguay; solo en la zona bajo jurisdicción argentina tuvieron lugar las masacres de Fortín Yunká (1919), Napalpí (1924), El Zapallar (1933) y Rincón Bomba (1947). El período republicano se caracterizó por un primer asedio científico-militar que dio paso, a partir de la constitución del Estado argentino, al arrasamiento de culturas y ecosistemas. Muchas tierras fueron entregadas a colonos europeos —completamente desafectados del espacio que pasaron a ocupar—, y muchas otras quedaron en manos de grandes terratenientes. Los ingenios y obrajes fueron el socavón que acabó por enterrar los diversos modos de vida chaquenses.

En este trabajo se abordarán las diversas marcas del horror en el territorio del Chaco, que emergen, de manera espectral y desplazada, en tres novelas de los últimos años: Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued; Una casa junto al tragadero (2017), de Mariano Quirós; y La estirpe (2021), de Carla Maliandi. En ellas, el denominador común de la muerte violenta y silenciada se hace presente de diversos modos: mediante el sueño, las apariciones, las patologías psíquicas, el odio contenido que implosiona, la sordidez que deja la masacre una vez que el fuego cesa. Ya sea en el territorio o a la distancia, hay un resto elocuente que viene a comprobar que no es posible consumar el olvido del daño.

Palabras clave: Chaco, Terror, Fantástico, Genocidio, Carlos Busqued, Mariano Quirós, Carla Maliandi.

Abstract: The Gran Chaco region, lately colonised, was the scene of major genocides perpetrated by three states: Argentina, Bolivia and Paraguay; only in the area under Argentinean jurisdiction, the massacres of Fortín Yunká (1919), Napalpí (1924), El Zapallar (1933) and Rincón Bomba (1947) took place. The republican period was characterised by an initial scientific-military siege that gave way, after the constitution of the Argentine state, to the razing of cultures and ecosystems. Many lands were handed over to European settlers -completely disaffected from the space they came to occupy- and many others remained in the hands of large landowners. The ingenios and obrajes (sugar mills) were the sinkhole that finally buried the diverse ways of life in Chaco.

This paper will address the various marks of horror in Chaco, which emerge in a spectral and displaced manner in three novels of recent years: Bajo este sol tremendo (2009) by Carlos Busqued, Una casa junto al tragadero (2017) by Mariano Quirós and La estirpe (2021) by Carla Maliandi. Their common denominator of violent and silenced death is present in different ways: dreams, apparitions, psychic pathologies, the contained hatred that implodes, the sordidness left by the massacre once the fire ceases. Whether in the territory or at a distance, there is an eloquent remnant that proves that it is not possible to forget the damage.

Keywords: Chaco, Horror, Fantastic, Genocide, Carlos Busqued, Mariano Quirós, Carla Maliandi.

La región chaqueña argentina es una de las subdivisiones políticas del Gran Chaco en su franja austral, un territorio habitado por diferentes culturas: por una parte, las naciones indígenas (ayoreo, ishir, enxet/enlhet, nivaclé, wichí, qom, maká, guaraní, tapieté, chané, pilagá, entre otras), que conviven, en la actualidad, con grandes terratenientes agro-ganaderos, colonos menonitas, campesinos criollos, fuerzas armadas y de seguridad de los cuatro Estados que tienen jurisdicción en la región (Bolivia, Argentina, Paraguay y Brasil); por otra, las poblaciones lideradas por misioneros anabaptistas, pentecostales, franciscanos, verbo-divinistas, anglicanos y miembros de la secta Moon. Esta situación terminó por configurar, en las últimas nueve décadas, un campo de experiencias con características impredecibles, donde a la confrontación, mixtura y/o adopción de sistemas culturales, se suman las dificultades ambientales y las nuevas tensiones sociales (Svampa, 2019).

El Gran Chaco, tardíamente colonizado, fue escenario de grandes genocidios; solo en la zona bajo dominio argentino tuvieron lugar las masacres de Fortín Yunká (1919), Napalpí (1924), El Zapallar (1933) y Rincón Bomba (1947) (Trinchero, 2009; Chico, 2016). El período republicano se caracterizó por un primer asedio científico-militar que dio paso, a partir de la constitución del Estado argentino, al arrasamiento de culturas y ecosistemas. En 1884, el general Victorica le anunció al presidente Roca: «Puede Usted disponer desde ya un territorio mayor que el que tienen algunas naciones poderosas de Europa […] donde cabrán muchos millares de pobladores y millares de ganados» (citado en Silva, 2020, p. 192). Muchas tierras fueron entregadas a colonos europeos —completamente desafectados del espacio que pasaron a ocupar—, y muchas otras quedaron en manos de grandes terratenientes. Los ingenios y obrajes fueron el socavón que acabó por enterrar los diversos modos de vida ancestrales:

La primera especie en desaparecer en el ambiente Chaco fue el aborigen. El comandante Fontana asistió en 1880 al final de la etnia payaguá. Los últimos diecisiete canoeros. Cuenta cómo vivían invadidos por una tristeza de la desaparición. Cuidaban de no matarse; lloraban largamente cada una de sus pérdidas.

Mientras en los Estados Unidos la frontera fue una empresa esencialmente civil, en Argentina tuvo carácter militar. El Chaco fue un espacio de adiestramiento del ejército argentino en la vida civil. Un ensayo para gobernar y un gusto por gobernar. Los golpes de Estado militares fueron un largo correlato de las campañas al desierto.

El fin de la frontera es el inicio del obraje (Rosenzvaig, 2011, p. 8; subrayados originales).

Así, la masacre de Margarita Belén, perpetrada por el ejército y la policía de Chaco en 1976, es un ejemplo del correlato entre aquellas matanzas y las dictaduras posteriores, en las que las fuerzas militares gobernaron de facto para sostener el statu quo y las relaciones de explotación.

La memoria recogida por hijos y nietos de las víctimas de la masacre de Napalpí recupera los hechos en una «enunciación polifónica» (Maidana, 2022). Por el relato de sobrevivientes, se supo que aquella mañana un avión había sobrevolado la población a fuego abierto y había desatado el horror.

Se trata de escenas de un trato inhumano. Es importante en este relato la nominación de los perpetradores y de las víctimas, además de la descripción de posturas corporales que implican maneras desiguales de ejercer el poder, unos armados y de pie, otros de rodillas y rogando por sus vidas (Díaz Pas, 2022, p. 45).

Los Maidana de rodillas rogaban a la policía que no los matara pero éstos no les hicieron caso y los ultimaron a balazos. Luego juntaron leña y pastos y quemaron los cadáveres, porque la orden era que no quedaran sobrevivientes y si era necesario ni restos humanos. Por eso la mayoría de los cadáveres fueron incinerados (Chico y Fernández, 2008, p. 40).

A pesar de que las fuerzas hegemónicas trabajaron siempre para el olvido, la memoria de las masacres parece emerger de forma espectral en las literaturas que dan representación a la región, ya sea por la violencia que pervive en un ambiente quebrantado por la ambición capitalista, como por el peso agobiante de un entorno intervenido de un modo bestial para, una vez expoliado, ser abandonado a su suerte.

El relevo etnográfico permite leer de manera ampliada cómo las diversas marcas del horror en el territorio del Chaco emergen como marca fantasmática en tres novelas de los últimos años: Bajo este sol tremendo (2009), de Carlos Busqued; Una casa junto al tragadero (2017), de Mariano Quirós; y La estirpe (2021), de Carla Maliandi. Cada una hace uso de diversos recursos que habilitan el extrañamiento y acaban configurando narrativas que se enmarcan en el New Weird. El imaginario de un territorio jalonado por la muerte violenta queda, así, expandido.

Lo que caracteriza al New Weird es el pastiche de género, el uso sin prejuicios de los imaginarios del terror, la ciencia ficción, el policial y el fantástico. Híbridos que no están dispuestos a respetar la frontera entre los géneros pulp, y que echan mano a distintas tradiciones para construir mundos nuevos (Mattio, 2020, p. 9).

Así, Bajo este sol tremendo deriva entre el realismo sucio y el género negro, tono que comparte con Una casa junto al Tragadero, ambas con escenas gore. Esta última, a su vez, enlaza en el terror con La estirpe. Como señala Carlos Hernán Sosa, la elección de un género

… nunca es gratuita (ya que siempre entraña una visión de mundo, como pensaba Medvédev), [y el género negro aclimatado a la literatura de Chaco] parece adaptarse con notable eficacia para poder representar las variables particulares del proceso sociohistórico regional concomitante (los genocidios étnicos, el terrorismo de Estado, la criminalidad de la frontera, la violencia económica crónica, etc.) (Sosa, 2022, p. 278).

La novela de Busqued condensa en el título el ambiente infernal y, a la vez, abúlico que presentan las coordenadas de un Chaco muy cercano en el tiempo; sin ser explícito, el relato muestra unas circunstancias que trasuntan las capas de violencia tanto antigua como reciente. Cetarti es un joven cuya inercia ante la vida y falta de motivaciones se manifiesta en sus consumos: su actividad cotidiana consiste en fumar marihuana y ver documentales. La novela inicia con una escena brutal, aunque doblemente lejana, en la que una voz en off narra cómo se pesca el calamar en el Golfo de México: «Los clavos se aferran al tracto digestivo del animal y así podemos traerlo a la superficie sin que en el esfuerzo por escapar se despedace» (Busqued, 2021, p. 11); la primera persona plural involucra a espectadores —y, para el caso, a lectores también— en esta táctica violenta. Con esa misma inercia, Cetarti recibe la noticia del asesinato brutal de su madre y de su hermano, que lo lleva a la localidad chaqueña de Lapachito a hacerse cargo de las circunstancias. En la casa se encuentra con algo parecido a la «tumba de Tutankamón pero con mugre en vez de tesoros» (Busqued, 2021, p. 93).

En Chaco traba relación con el suboficial Duarte, un militar retirado que le ofrece un trato ilegal para cobrar un seguro a medias por esas muertes. La figura de Duarte deja entrever diversos modos de perversión y morbosidad; en su caso, el consumo audiovisual pasa por cierta pornografía que conserva en cintas de VHS, no tanto para masturbarse, sino «más por una curiosidad de hasta dónde puede llegar la especie humana» (Busqued, 2021, p. 43). Cetarti, a su modo, también se deja irradiar pasivamente con distintos grados de violencia: desde información acerca del «arsenal nuclear y política de disuasión de EE. UU. en la década de 1950» (Busqued, 2021, p. 14) hasta una escena siniestra, que desata en el lector el imaginario de la represión:

En Córdoba, la noticia del día era que un circo había donado una elefanta al zoológico. [...]. De las imágenes le llamó la atención que la elefanta no paraba de mover los pies, explicaban que ese era uno de los gravísimos problemas que tenía: le habían «enseñado a bailar» poniéndola sobre una chapa y dándole electricidad. […]. Ninguna de las otras cosas que había para ver le interesaron (Busqued, 2021, pp. 54-55).

La escena condensa «La refalosa» (Ascasubi, 1960 [1843]) con la picana en una imagen que sintetiza la violencia política en Argentina.

Frente al televisor, Cetarti se queda dormido y, en sueños, incorpora los restos diurnos de lo visto y lo vivido:

Soñó que su madre, desnuda y con el agujero de la perdigonada en pleno esternón, le alcanzaba el bolso de su hermano. Cetarti lo abría y sacaba un escarabajo enorme [… que] no tenía patas, sino unos tentáculos que se adherían trémulamente a sus brazos. Sabía que el escarabajo estaba lleno de veneno, pero en el sueño Cetarti pensaba «está lleno de tristeza y no me va a morder» (Busqued, 2021, p. 55).

Así, el desplazamiento del veneno hacia la tristeza opera como un símbolo de la causa y el efecto de su inercia ante la vida, un odio paralizante, un dolor enfermizo, una cadena de daños sin solución de continuidad.

Ese tiempo —el de la extinción, el de la desaparición— es el tiempo del animal: la materialidad del cuerpo animal se inscribe bajo el signo de lo espectral. Aquí los animales asedian, como los fantasmas: retornan desde su desaparición, desde su captura y su secuestro como imagen espectacularizada y como mercancía (Giorgi, 2014, p. 153).

La tortura, ligada al pasado reciente —y al remoto, que animalizó a las comunidades chaqueñas víctimas del genocidio de Estado—, nunca es explícita a pesar de ser evidente; emerge siempre de un modo diferido, sugerido, con la potencia ominosa de lo que no es puesto en palabras. Es el caso del recuerdo de Danielito acerca de lo que su madre pensaba sobre su padre. La mujer culpaba a Duarte, decía «que usted lo arruinó porque con usted hizo todas las cosas que lo dejaron mal» (Busqued, 2021, p. 137). Más adelante, Danielito encuentra una serie de fotos en las que se ve

… una camioneta cosida a balazos. […] Su padre estaba en cuclillas, descansando sobre la rodilla el brazo derecho con la pistola (la misma pistola con la que él acababa de matar a los perros) en la mano. A su lado había tres personas acostadas, cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector (Busqued, 2021, p. 150).

A continuación, descubre otra imagen de Duarte y su padre junto a un avión Skymaster. El muchacho deja las fotos en su lugar, mientras oye a Duarte hacer un arreglo por teléfono. De fondo se oye el televisor encendido en un canal documental donde «una serpiente arborícola del Chapare boliviano engullía los huevos de un nido de urracas» (Busqued, 2021, p. 151). Así, la novela va enlazando imágenes (de humanos, de animales) que naturalizan las relaciones violentas que constituyen su trama. La narración construye una educación sentimental y un paisaje que son el germen de un inconsciente colectivo; pone en diálogo cada acción y cada gesto para ofrecer el panorama resultante de un pasado genocida.

El anzuelo del horror radica en la incapacidad de estos personajes de dolerse o asombrarse ante el daño —mucho menos condolerse—, en la carencia de empatía, casi como un modo de anestesiarse y poder seguir viviendo en medio de un entorno arrasado. En un ambiente azotado por el látigo del calor del que no tiene reparo (no queda un metro de sombra en la región más talada del continente), los humanos que transcurren por esta historia parecen estar también vaciados, desertizados en su existencia. La inmediata posdictadura hace converger la «mano de obra desocupada» con una juventud ociosa, que protagoniza un cuadro de escatología social en el que nadie parece ser inocente. La proliferación de desechos presentifican la muerte en todas sus variables: cadáveres y restos óseos, basura orgánica, objetos inservibles o abandonados, casas quemadas, paisajes secos, seres cosificados o heridos de un modo fatal. Hacia el final, la huida hacia adelante no hace más que ocluir cualquier posibilidad de escape a un destino que actúa de manera determinante sobre cada una de estas vidas.

En 2017 Mariano Quirós publica Una casa junto al Tragadero, cuya historia transcurre en Colonia (presumiblemente Colonia Benítez), junto al río Tragadero, a escasos kilómetros de Resistencia. La novela narra en primera persona la experiencia del Mudo al dejar la ciudad para irse a vivir al monte. A poco de iniciar el relato, la tensión se desata para no disiparse hasta las últimas páginas: el Mudo tiene el hábito de salir a cazar monos para su subsistencia, motivo por el cual comienza a ser acechado por representantes de la fundación Vida Silvestre. A partir de entonces, la novela irá jalonando su devenir mediante una serie de hechos que remite a hitos de la violencia histórica, y simbolizan las tácticas de amedrentamiento que instalaron los diversos regímenes de terror en la historia nacional. En ocasiones, emergen bajo la forma del desplazamiento, que los reconfigura para actualizarlos, para dotarlos de un presente que los torna inmediatos. El primero de estos hitos lo trae la escena de las cabezas de mono clavadas en picas, que el Mudo decide colocar frente a la casa a modo de advertencia ante próximas visitas del grupo de ecologistas —nunca es el Estado el que se hace presente, sino entidades de tipo no gubernamental: «Lo más parecido a una autoridad que había en la Colonia eran ellos, los de Vida Silvestre» (Quirós, 2017, p. 169)—, actualizando la imagen del terror rosista.

La imposibilidad del diálogo es de una arbitrariedad impostada: el protagonista decide hacerse pasar por mudo para imponer distancia con su entorno, cuestión que refuerza las consecuencias de la falta de empatía para trazar vínculos (a excepción de la perra India, su compañera de cacería); como si quienes decidiesen internarse en el monte lo hicieran en calidad de ermitaños, producto de la locura, del daño sufrido, de la huida, de la desconfianza absoluta hacia otros humanos. No obstante, el aislamiento es una utopía: las necesidades de abastecimiento, así como los ruidos sospechosos que provienen de la otra margen del río, van a reforzar la tensión inquietante que se sostiene a lo largo de toda la historia, correlato de la Historia.

La casa del título había pertenecido a una mujer, «la Vieja», a quien el Mudo encontró muerta tras merodear por los alrededores en una de las escapadas desde Resistencia hacia Colonia. Asqueado por el fuerte olor que emanaba el cadáver, y luego por su aspecto (la aproximación al cuerpo ofrece una de las escenas más terroríficas de toda la historia), junta valor y decide envolverla en una manta vieja y echarla al río, ese Tragadero de fondo blando que parece llevarse todo lo que se aproxima a su lecho. Tras de sí, en el momento en que suelta ese fardo, lo espera la sorpresa de Soria, hijo de la Vieja, que va a hostigarlo desde entonces y hacerlo partícipe de otras tantas escenas, en las que la desaparición de mujeres, cuyo paradero se desconoce, remite, de modo siniestro, a las desapariciones en dictadura (la chica sin nombre «chupada [sic.]» por el río, la parturienta descartada una vez nacido el niño, la silla de ruedas como resto de la esposa muerta de Insúa).

La novedad reside en que no se trata de eventos necesariamente sobrenaturales sino de la aparición de sucesos o elementos quizás poco habituales, pero no imposibles, y de otros que, al contrario, considerándose habituales, una mirada renovada consigue revelar como extraños, y que participan sin conflicto de la realidad más cotidiana (Bradford, 2021, p. 392).

Como en Bajo este sol tremendo, en la novela de Quirós, prevalecen la soledad y la imposibilidad de establecer vínculos sanos. El trato más estrecho lo establece con Insúa, el hombre a cargo del almacén de ramos generales de la localidad, que, sin embargo, es violento desde el inicio. Es este lugareño quien insiste en que se aleje de la casa de la Vieja, a quien llamaban «la Bruja»; nunca es claro el porqué, pero amenaza una desgracia. Insúa también le enseña a fusilar monos para sobrevivir en el monte; es perturbadora la conciencia que estos animales parecen tomar del peligro que, desde entonces, los persigue. En alguna escena, incluso, los cadáveres reaparecen como autómatas, ya sea por inercia o porque caen al río y son la presa en disputa de las palometas. Pero es el arma utilizada la que trae consigo toda la carga de lo siniestro, condensada en esta herencia que documenta la historia:

La escopeta era una Remington. Insúa la había tenido desde siempre. Incluso tenía otras tres en el almacén. […]. Había heredado las escopetas de su papá, que a su vez las había recibido de su padre. Del abuelo de Insúa, o sea. Él tenía la idea de que alguno, su papá o su abuelo, habrían sido soldados o policías del Chaco. […]. Dijo Insúa que esa escopeta podría haber matado indios o soldados paraguayos o brasileros (Quirós, 2017, p. 108).

De este modo, el arma de fuego presentifica los genocidios chaquenses y la guerra Guasu / de la Triple Alianza, en la que estos mismos territorios, hasta entonces alejados de las esferas de influencia de los Estados en disputa, fueron usurpados.

El Mudo se instala en la casa y resiste el miedo que le produce el entorno bebiendo cada noche. Es entonces cuando la Vieja se le aparece como un fantasma, que merodea por la casa en una caminata lenta y de espaldas, como «un alma en pena» (Quirós, 2017, p. 95), que aterroriza a los paisanos: el cuerpo de la mujer no había sido enterrado, sino echado al río, por lo que —según se considera en los mitos populares— sigue vagando por el monte, por no haber recibido santo sepulcro. A partir de ese hecho, el llanto y los sueños invaden las vidas del Mudo y la India, su perra de cabeza torcida.

Uno de los elementos presentes a lo largo del relato, según va dejándolo saber el narrador, es el miedo; el otro, el fantasma de la locura. Se hace presente como una amenaza en la advertencia de Insúa de no cazar loros o cotorras, porque —paradójicamente para un personaje que se hace pasar por mudo— «era llamar a la mala suerte. Esos pájaros saben hablar, y a quien los caza se le llena la cabeza de voces. Lo único que se consigue cazando loros es quedarse medio loco» (Quirós, 2017, p. 110); cabe señalar que «Pájaros en la cabeza», frase utilizada para referirse a la locura, da título a uno de los capítulos centrales, y «Loco», a uno de los finales. Luego irrumpirá en escena un joven al que se conoce como «Loco»; el mismo Insúa «tenía cara de loco» (p. 112) al enseñarle al Mudo a cazar monos; la Vieja Bruja y su hijo Soria parecen estarlo también. El retrato de una sociedad descompuesta se condice con el daño que sus habitantes heredan junto a la tierra en la que desarrollan su vida.

La estirpe inicia con el relato en primera persona de una mujer que perdió repentinamente el habla:

Estoy en la cama, la habitación es blanca y está vacía. A un costado me parece ver una pequeña orquesta. Un grupo de músicos vestidos de militares que afinan sus instrumentos y tocan apenas una melodía. Veo también a una nena, tiene cara de india y lleva una batuta en la mano. Con la batuta hace un breve y preciso gesto a la orquesta. La música suena más fuerte. La nena permanece quieta en silencio, escuchando. Después mueve la batuta en una línea recta que atraviesa el aire. La música para, la nena me mira y ordena: ¡Hablá! (Maliandi, 2021, p. 9).

Este mandato de la niña tomará cuerpo en la vida de la mujer.

En La estirpe, tal como evoca su nombre, el pasado que retorna de manera incesante no es reciente, tiene un origen extenso que arraiga una historia y un linaje: el del genocidio originario. Una vez dada de alta, se reencuentra con Mónica, su asistente en la casa, a quien le pregunta acerca de un cúmulo de materiales que quedaron desplegados en su estudio. «Antes del accidente estaba escribiendo un libro nuevo. […]. Es una cosa de parientes suyos. Una historia lejana. Como del siglo pasado o del anterior» (Maliandi, 2021, p. 14). La narración deja saber que la mujer es una intelectual que se debate entre las demandas de su hijo pequeño y los esfuerzos por recordar, por recuperarse. Como si, en la posibilidad de recordar, estuviera la clave de la recuperación. Pero ¿recordar qué, recuperar qué, a quiénes? «Es algo de tema histórico… bueno, no le podías encontrar la forma todavía. Iba a empezar a finales del siglo xix, en la campaña de Chaco. La historia viene de tu familia, vos la conocés por tu papá...» (Maliandi, 2021, p. 17), le comenta su marido. Así, la historia irá develando certezas que operan una metamorfosis en la primera persona protagónica, que trasciende el carácter psíquico, como si la recuperación no bastara con la construcción de una memoria ancestral, sino por la puesta en cuerpo, en el presente.

La estirpe, aunque en clave ficcional, ofrece un recorrido de largo alcance que enlaza el trabajo llevado a cabo por la agrupación Historias Desobedientes. Heredera de un pasado familiar atado al crimen de lesa humanidad, la protagonista produce un rechazo a esa filiación, que se manifiesta de manera múltiple: en su cuerpo, en su psiquis, en su lengua. En una primera instancia, enferma; luego, revierte en aquella niña con la cual se identifica. La enfermedad hace manifiesto un pasado siniestro en su propio cuerpo, como si junto al ADN se heredaran también, de modo inconsciente, un cargo y una culpa. La búsqueda autoperceptiva emerge entonces como la posibilidad de desheredar, por identificación negativa, la carga que conllevaría ese determinismo biológico, y abrazar, en cambio, un legado por empatía.

El abuelo de tu abuelo. Hace cien años o más de todo eso. Era músico, cuando llegó de Italia lo nombraron director de banda en el ejército. Roca mandó las tropas a arrasar los asentamientos de los indios guaicurúes […]. A vos te impresionaba pensar que esa música era un arma de guerra. En una de esas embestidas, tu tatarabuelo encontró una nena llorando. […]. La subió al galope, la escondió abajo de la capa y se la trajo a vivir a su casa con su familia. […]. El nombre original no se sabe. La llamaban María la China, y fue sirvienta del viejo, los hijos y los nietos por el resto de sus días. Para tu familia tu tatarabuelo es un orgullo, una especie de prócer (Maliandi, 2021, pp. 17-18).

Debido a sus síntomas, la mujer es diagnosticada con «amnesia retrógrada» (Maliandi, 2021, p. 74), aunque los estudios no lo evidencian. Ella asiste a diversas terapias en las que se siente incómoda y que no parecen ayudarla, hasta que al fin un sueño viene a desencadenar otro orden:

Todo lo veía por primera vez. Todo me sorprendía: un mantel, unos cubiertos, un pájaro enjaulado. En otra habitación sonaba un piano. Tenía los pies metidos en unos botines acordonados. No reconocía el vestido que llevaba puesto ni reconocía mis manos, que eran muy morochas. […]. Según Mónica desperté de la siesta hablando completamente en otro idioma (Maliandi, 2021, pp. 100-101; subrayado original).

A partir de entonces, los elementos extraños del relato comienzan a dar forma a la recuperación de la historia que obsesionaba a esta escritora cuando el colapso del habla la sorprende. Ese idioma completamente otro no pasará de golpe a la vigilia en la forma del significante, pero sí en el recuerdo hecho cuerpo, en la memoria transmigrada de la niña hacia esta mujer: «Voy a decirles cómo son los olores de los cuerpos transpirados bajo los uniformes y de la tierra cuando se moja. Cómo es el grito del jabalí, el silencio de la llanura antes de la embestida» (Maliandi, 2021, p. 108).

Entre el silencio de la banda y el grito de la niña que lanza el mandato en aquel sueño hospitalario (valga el doble sentido), habita un trauma. Esa herida duradera impregna como una metonimia el devenir de la historia: la mujer finalmente comienza a hablar en lengua Qom, y el diagnóstico deriva en una xenoglosia. En nuevos sueños, sigue reapareciendo el trauma: en uno, vivencia el llano incendiado; en otro, la niña qom es ya una anciana y dirige la batuta en la escuela, como quien exige reponer una historia silenciada.

La protagonista trabajaba a partir del archivo familiar cuando se produce su amnesia, como si el síntoma manifestara la cancelación que el relato opresor realiza sobre cualquier otra perspectiva; solo de un modo brutal, la otra voz puede ir encontrando espacio para hacerse oír. Aquí, la recuperación de la memoria viene a contraponerse a una «amnesia retrógrada» que no es ya individual, sino familiar, social e histórica, y subvierte la herencia encarnada en el relato familiar: es la niña quien ordena el habla y desarma el discurso del «prócer», su verdugo. Su frágil presencia se cuela entre los recuerdos familiares, horadando el olvido a través de varias generaciones. Desde el lugar marginal de servidumbre, ancla en la conciencia de la narradora, dispuesta a indagar aquella historia y devolverle un cuerpo que le preste voz. Aunque los materiales documentales que incorpora la narración nunca son explícitos, es ese resto anónimo el que habilita la reconstrucción de otro relato.

La masacre de Napalpí, mencionada hacia el final de la novela (Maliandi, 2021, p. 126), fue finalmente declarada crimen de lesa humanidad en 2022, tras una larga lucha que Juan Chico (2016) no llegó a ver concluida. Una parte fundamental de las pruebas la ofreció el recuerdo de una niña sobreviviente, Rosa Grilo, ya una anciana de ciento catorce años en el momento de brindar testimonio. En las narrativas que toman por centro al Chaco, el denominador común de la muerte violenta y silenciada se viene haciendo presente de diversos modos: mediante el sueño, las apariciones, las patologías psíquicas, el odio contenido que implosiona, la sordidez que deja la masacre una vez que el fuego cesa. De los regímenes de terror a los genocidios en democracia y los terrorismos de Estado, la literatura viene a dar cuenta de que es imposible enterrar todo resto y que no es posible consumar el olvido del daño. Poner palabras a la masacre es un modo ulterior, ínfimo, de reparar hacia el futuro.

Referencias Bibliográficas

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Notas

* Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Granada y licenciada en Letras por la Universidad de Buenos. Es investigadora postdoctoral (CONICET/UBA) y profesora de literatura argentina y latinoamericana en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González. Correo electrónico: marialauradestefanis@gmail.com


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