INVESTIGACIÓN

«TODOS ÉRAMOS HIJOS», DE MARÍA ROSA LOJO, COMO RELATO DE FILIACIÓN: FAMILIA, POLÍTICA Y RELIGIÓN

María José Bustos Fernández
Universidad de Colorado, Estados Unidos

Gramma

Universidad del Salvador, Argentina

ISSN: 1850-0153

ISSN-e: 1850-0161

Periodicidad: Bianual

vol. 34, núm. 70, 2023

revista.gramma@usal.edu.ar

Recepción: 27 Noviembre 2022

Aprobación: 16 Marzo 2023



Resumen: Muchas han sido las aproximaciones que la ficción argentina ha hecho a los años setenta abriendo, más que cerrando, interrogantes. En este trabajo, nos acercamos a Todos éramos hijos (María Rosa Lojo, 2014), una novela situada en los primeros años de la década del setenta. El tiempo y el espacio en los que inicia la acción son los años previos al inicio de la «violencia de estado», y Lojo elige un recorte generacional poco explorado en esta problemática: la adolescencia y la incipiente juventud, etapa en la que la condición de «hija/hijo» ejerce una gravitación en la búsqueda de una identidad, agudizada en un período en el que se vive bajo el signo de transformaciones sociales y políticas y el desconcierto que conllevan. Hemos elegido, en este trabajo, hacer una lectura en clave generacional, deteniéndonos en los conflictos en torno a la filiación, sobre los que se asienta en la novela a partir de tres pilares: la dinámica familiar, la dinámica política y la dinámica religiosa, que permiten delinear las principales formaciones discursivas alrededor de la matriz que hemos planteado, enfrentando a dos posiciones: padres o madres/hijos-as. La novela forma así parte de un corpus de ficciones llamado «relatos de filiación» (Viart, 2019). En ella, la nutrida representación de acontecimientos históricos no tiene como fin proporcionar un marco contextual al conflicto generacional, sino, por el contrario, indagar en cómo las subjetividades de los personajes son trasmutadas, contribuyendo la ficción a la comprensión de la historia en el accionar de los sujetos que la conforman.

Palabras clave: Novela Argentina Contemporánea, Filiación, Generaciones, Años Setenta, Catolicismo Posconciliar, Juventud Peronista, María Rosa Lojo.

Abstract: Contemporary Argentinean fictions have challenged the 1970 events posing rather than answering questions. In this article I analyze Todos éramos hijos (María Rosa Lojo, 2014), a novel situated at the beginning of the decade, in which Lojo explores a generational age group that has received little attention: adolescences and the incipient youth. This is a problematic stage, in and of itself, in which the “daughter/son” condition still exercises a gravitation in the search of an identity. This phenomenon becomes heightened in agitated years experienced under social and political transformations. In this paper I have chosen to approach the analysis from a generational lens, considering the conflicts around the notion of “filiation”, which is constructed in the novel in three pillars: the family dynamics, politics and religion. These three instances within the plurality of meanings allow us to delineate the main discursive formations around the matrix that we have proposed, the novel as “romance of filiation” (Viart, 2019) that confront these two positions: fathers or mothers/sons or daughters. In Lojo's novel, the rich representation of historical events is not intended to merely provide a contextual framework for the generational conflict but, on the contrary, to investigate how the subjectivities of the characters are transmuted by them, contributing to the understanding of history in the actions of the subjects that shape it.

Keywords: Argentinean Contemporary Fiction, Filiation, Generations, Argentinean 1970’s, Post-Conciliar Church, Peronista Youth, María Rosa Lojo.

                            1. If one does not have a good father,

                              one must provide oneself with one

                              Friedrich Nietzsche

Si eligiera dos notables rasgos en la narrativa de María Rosa Lojo, estos serían su incansable y pertinaz apego a la historia argentina, y la eficacia y la particularidad de una voz poética que se inserta en el material histórico y ficcional. Su novela Todos éramos hijos (2014) comparte y desarrolla, de una forma íntima, estos dos atributos, esta vez, acercando el material histórico a los años setenta, años que coinciden en la vida de la autora con su protagonista y, sin duda, con muchos de sus lectores.

La experiencia de la violencia que impregnó la sociedad argentina en esa década la ha llevado a desarrollar diferentes formas de memoria, tanto en la ficción como en la no-ficción: memorias personales de agentes, protagonistas y/o testigos de los hechos ocurridos en los años setenta y una «memoria social» que necesita compartirse para evidenciar que hubo un pasado que no se vivió a solas. La literatura acompaña esta pugna de memorias a medida que las urgencias sociales van modelando cómo la sociedad se aproxima, a la vez que toma distancia temporal, de la violencia arrasadora que se experimentó en los años previos y durante la dictadura militar que se inició en 1976. Novelas, memorias, testimonios, dramas y películas contribuyen a esta dimensión de herencia compartida y, a veces, disputada, y aportan imaginarios en los que se yerguen personajes que abren los posibles mundos habitados durante los años de silencios y muertes (Jelin, 2002; Crenzel, 2015; Sarlo, 2006). Desde la ficción emergen, así, recuerdos y vivencias, que ni la Justicia, ni los testigos, ni las víctimas que aún tienen voces pudieron agotar (Basile, 2019; Strejilevich, 2006; Amado, 2004). María Rosa Lojo recrea, en esta novela, a un conjunto de jóvenes, compañeros de curso en la escuela secundaria, que transita su ingreso a la vida adulta en un país conmocionado: el retorno a la democracia después de largos años de dictadura militar en la década del sesenta, el surgimiento de grupos radicalizados, entre ellos, Montoneros, herederos de la Juventud Peronista, y las convulsiones de la Iglesia Católica posconciliar ejercerán, asimismo, una fuerza poderosa en las nuevas generaciones con un mensaje de un futuro de liberación y emancipación para los oprimidos. El grupo de jóvenes en Todos éramos hijos está compuesto por alumnos de colegios católicos (de hombres y de mujeres por separado), que viven estos agitados y urgentes años. María Rosa Lojo se adentra en este universo que no ha sido aún sondeado por la ficción: la etapa de definiciones, compromisos y exploraciones que para muchos jóvenes se convirtió en un destino a la muerte. En una entrevista y ante la pregunta «¿[u]na novela más sobre los años setenta?», el escritor Leopoldo Brizuela rápidamente contestó: «Sí, totalmente. Yo creo lo contrario: cada vez hay que hablar más sobre la dictadura. Siento que se dijo muy poco, y que hay un montón de vivencias y de interpretaciones que treinta y seis años después es aún poco tiempo para digerir» (Friera, 2012). Muchos agentes involucrados, de una manera u otra, aún no han hablado y siguen vivos; si algunos se impacientan por expresarse, otros todavía no están listos para hacerlo. Desde la ficción, Todos éramos hijos incursiona en esta particular marca de las tantas que aún no se han explorado sobre ese período de la historia argentina.

La novela se estructura en dos partes: la primera, que llamo «dispositivo histórico», organizada como una obra teatral en tres actos, que representa los eventos vividos por los jóvenes de dos escuelas secundarias, con una fuerte impronta histórica de los años setenta; y una segunda, que llamo «dispositivo mítico» (titulada «Casandra-Frik habla con los muertos»), compuesta por tres escenas que remedan el estilo dialógico de una tragedia griega con la intervención de un coro. Esta última sección da un salto a una dimensión mitológica, en donde las fuertes categorías temporales que se exhiben en la primera se debilitan y se accede a una realidad extratemporal. En esta, Rosa-Frik, la joven estudiante protagonista de la primera parte, encarnando a la figura mitológica de Casandra, traerá a personajes (vivos y muertos) a una actualización de la tragedia vivida en los años setenta en la Argentina.

La primera sección se ubica en Buenos Aires y comienza en 1971, cuando los estudiantes cursan su último año. Hay dos colegios en cuestión: católicos, privados, de mujeres uno, de varones el otro (Sagrado Corazón e Instituto Inmaculada). Como proyecto de fin de año, profesores de ambos institutos deciden montar una obra de teatro juntos, Todos son mis hijos, de Arthur Miller. Rosa, apodada «Frik» por sus compañeros, será la consciencia de un relato que la autora elige presentar en tercera persona (narración heterodiegética focalizada en este personaje). Ella vive sus años jóvenes rodeada de sus compañeras de curso, sus profesores, su familia y el círculo de amigos de su propia escuela y de la escuela de varones que se encuentra en frente.

Esta riquísima novela se abre a muchas lecturas y significaciones. Un detallado y lúcido análisis de Marcela Crespo Buitrón estudia la figura maternal y la relación madre-hija en este texto, deteniéndose en varias imágenes especulares que se van desplegando a lo largo de este (2016). Como escenificación emblemática se cristaliza la pintura enigmática de la Mater Admirabilis que se encuentra en la capilla de la Iglesia de la escuela a la que asiste Rosa-Frik: «Perdida dentro de sí misma en visiones desconocidas… la Madre sin Hijo había abandonado el huso […] y un libro abierto» (Lojo, p. 55). Esta imagen de madre solitaria explotará, en la novela, en varias correspondencias de ausencias, una de las cuales es la de la propia madre de Rosa-Frik, Ana, quien, alienada en su mundo propio, no tiene ojos para su hija, y cuya historia deviene en un suicidio. Así abandona el vínculo maternal y relega a Frik a la orfandad (Crespo Buitrón, 2016, pp. 129-130).

Como el reverso de la moneda de esta lectura, propongo acercarme a la novela en otros aspectos problemáticos generacionales de los años setenta en la Argentina al platear el tema de la filiación, que incluye tanto el vínculo maternal como el paternal, y aún llevando el término a su acepción más amplia, apelando al título de la novela, Todos éramos hijos, en cuanto a la compleja condición humana de tener un origen, un/una padre/madre, alguien de quien provenimos, y el ethos humano que acompaña esta relación: padres frente a hijos e hijos frente a padres. De este modo, noto, en primera instancia, que la condición de hijo/a es una posición humana en una situación espacio-temporal. Y aunque el rol de padre o madre es un estado que puede o no ejercerse, la de hijo/-a es inevitable e inexorable. En este trabajo, la filiación y paternidad/maternidad se tomarán tanto en su sentido más restringido (biológico) como en sus significaciones más amplias (que incluyen dimensiones políticas, y aun significaciones filiales que recorren la narrativa religiosa, en el caso de esta novela, la católica).

El tema de la filiación, en Todos éramos hijos, se asienta en tres pilares: la dinámica política, la familiar y la religiosa, que develan instancias dentro de la pluralidad de sentidos, los cuales permiten delinear las principales formaciones discursivas alrededor de la matriz que hemos planteado y que enfrentan estas dos posiciones: padres o madres/hijos-as.

El abordaje «familiar» de la novela conlleva ciertas problemáticas que no pueden soslayarse y que se comparten con otros textos contemporáneos que afrontan esta temática. Ana Amado y Nora Domínguez, en su trabajo Lazos de Familia (2004), sitúan una contradicción básica en esta problemática: los vínculos constituyen la contención, el refugio y el amparo de la sangre, y, al mismo tiempo, instauran una atadura e impedimento asociados a ellos. Si la novela familiar en la que se vieron capturados los siglos xix y xx (Freud, 1979) reaparece en problemáticas del siglo xxi es porque su estructura y categoría discursiva, cultural, social y política, y su fuerza simbólica aún siguen vigentes, aunque problematizadas como anclajes, alternativas o ruptura.

Examinemos ahora los sentidos que surgen en las relaciones familiares de los personajes. En primer lugar, Rosa-Frik es hija de inmigrantes españoles-gallegos, que han vivido este exilio como el rompimiento con una «patria» (en latín, patria: ‘padre’), y le han legado a su hija una orfandad espacial básica. Varios estudios sobre la obra de María Rosa Lojo han desarrollado el tema de esta condición heredada como hija de españoles inmigrantes en la Argentina (Crespo Buitrón, 2009; Broullón Acuña, 2013; Bari, 2019, entre otros). Este tópico tiene un desarrollo en la novela que me ocupa: Ana y Antonio, los padres de Rosa-Frik, han vivido extraños a sí mismos y el uno al otro, ya que una pertenencia imaginaria a un espacio diferente les impidió adecuarse y/o empezar a vislumbrar las vicisitudes de la entrada en la adultez de su hija Rosa, sometida a un contexto amenazante, turbulento y confuso. Las frustraciones y deseos incumplidos de los padres de Rosa-Frik les imposibilitan tomarle el pulso al umbral que su hija está por cruzar y a la especial época que le toca vivir. La experiencia de la Guerra Civil española, que signó a los padres de Rosa, le impide asociarse plenamente con las luchas de sus compañeros, puesto que su condición de hija de padres que han sufrido una guerra en otro espacio la integra en una dinámica que se ha caracterizado como «posmemoria» en segundas generaciones[1]. La subjetividad generada por esa experiencia, sin embargo, le permite (foco en esta novela) desplegar un punto de vista particular sobre su propia generación:

Pero había otra verdad, y también, que ni siquiera se confesaba a sí misma […]. Sentía —como si para eso hubiera cuotas o dosis por cada familia— que la generación de sus padres ya había probado y consumido hasta el fondo, sin dejarle a ella nada, la violencia y el riesgo de la Historia que arrasó las vidas y sobre todo las esperanzas, para que no volviera a crecer la hierba bajo los pies de los derrotados (Lojo, 2014, p. 153; el subrayado es mío).

Las problematizaciones familiares en la década del setenta estuvieron imbricadas con conflictos generacionales, aunque reconocemos, con Harvey & Kaplan, que «It is our contention —and the essays contained in this volumen bear us to it— that the discontents that trouble civilization are, at bottom, family matters» (2009, p. 5). [«Sostenemos —y los ensayos en este volumen son muestra de esto— que los descontentos que inquietan a la civilización son, en el fondo, asuntos de familia»] (la traducción es mía). En la novela, el ámbito doméstico da pie a varias semantizaciones y dramatizaciones del enfrentamiento y la dinámica familiar: ya mencionamos el exhaustivo análisis que hace Crespo Buiturón sobre la conflictiva relación de la protagonista Rosa-Frik con su madre, Ana, en cuanto al tema de la maternidad, entre otros. Hay varias otras líneas argumentales que desarrollan la problemática filial: el conflicto familiar más dramático sea quizás el de Esteban Milosovich, un joven alumno que comparte con Frik la puesta en escena de la obra, y su padre, cuyo enfrentamiento revela un posicionamiento opuesto entre las dos partes, conflicto que adquiere una aguda relevancia en la pugna generacional que dramatiza la novela. Esteban es uno de los estudiantes más radicalizados en cuanto a su compromiso y activismo políticos. Y el padre objeta las decisiones de su hijo. Sus desencuentros y polarizaciones serán centrales en la problemática de la generación que presenta Lojo en la novela.

La filiación y la paternidad tienen una gravidez particular en el texto y se evidencia en los deslices entre lo biológico y lo elegido, ya que, si el legado paterno se rechaza, la orfandad se torna insoportable e insostenible. Este concepto tiene un desarrollo en Todos éramos hijos en cuanto la filiación biológica: la sangre que ata y enraíza se enfrenta a la variante de la elección de la paternidad/maternidad. Hay, en este nivel, un planteamiento sobre el concepto de filiación, que, sin duda, tiene una evocación polisémica en la sociedad argentina hoy y para quienes pueden distinguir en la novela ciertos intertextos con la figura de hijo,-a. Existen en la Argentina, relacionados con los hechos ocurridos en la década de los setenta, colectivos sociales cuya identificación y validez se apoyan, precisamente, en los núcleos temáticos de los que estamos hablando: Madres de Plaza de Mayo, H.I.J.O.S., Abuelas de Plaza de Mayo[2]. En la mayoría de estos casos, los lazos que crean legitimidad son los biológicos y, en el caso de los hijos, se enaltece la reivindicación de los progenitores que ya no están vivos, pero que, a través de sus antecesores directos (abuelas/abuelos/madres/padres) y sus descendientes, reclaman el derecho a la continuidad de un legado, de tal forma que la unión de sangre habilita una identidad y el derecho a la legitimidad sanguínea.

La cuestión acerca de la genealogía y los patrones hereditarios planteados por Friedrich Nietzsche toman aquí otro sentido. Es conocida la posición del filósofo alemán, sobre todo después de La genealogía de la moral (1887), en cuanto al rechazo de los orígenes, ya que, para él, todo origen se relaciona con una trascendencia que rechaza. Este autor proponía, en Ecce Homo (1908), que no existían orígenes, sino comienzos, lo cual le devolvía al ser humano su agencia, al poder sustraerse del cumplimiento de un destino filial genético o familiar. Hay una cierta liberación en estas palabras, puesto que rompen la cadena causa-efecto e instalan una rebeldía contra la determinación filial y una voluntad por instaurar una esfera de autonomía:

Con quien menos se está emparentado es con los propios padres: estar emparentado con ellos constituiría el signo extremo de la vulgaridad. Las naturalezas superiores tienen su origen en algo infinitamente anterior y para llegar a ellas ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando, acumulando durante larguísimo tiempo. Los grandes individuos son los más antiguos: yo no lo entiendo, pero Julio César podría ser mi padre […] (Lojo, 2014, p. 110; el subrayado es mío).

Uno de los aciertos retóricos de la novela es la decidida apelación al género dramático. Los personajes constantemente dialogan, pugnan por opiniones, posiciones, certezas, dudas y argumentos. Es en el ámbito teatral donde los jóvenes ensayan sus nuevas propuestas, sus nuevas máscaras, sus nuevas «personas»: desde la puesta en escena de la obra de Henry Miller, pasando por la marcada tendencia dramático-dialógica de la novela en sí, y concluyendo con la escenificación trágica en la que Casandra habla con los muertos, la novela despliega el recurso de mise en abyme para representar la búsqueda de estos jóvenes y el desarrollo de su vivencia como «hijos». El campo de la adolescencia es un terreno fértil para esta estrategia narrativa, porque, en esta etapa, hay una fresca y obstinada apuesta por la autenticidad y el cuestionamiento de cualquier posición dogmática, así como un rechazo de las ambigüedades. Justamente por la poderosa fluctuación e inseguridad de los momentos umbrales de la vida (la adolescencia, uno de ellos) se apuesta, en el enfrentamiento dialógico, a la confrontación, que, a menudo, aparece como dos alternativas opuestas y excluyentes. Durante las clases de la profesora Broullon (Segundo Acto), se plantea, un día, el tema de la maternidad (recordemos que los colegios son de un solo sexo). La conversación gira en torno al sentido de la descendencia, los valores heredados, y las estudiantes vierten diferentes opiniones sobre los vínculos generacionales. El diálogo se enmaraña con temas religiosos que apelan a una trascendencia, pero hay una aquiescencia grupal en controvertir la continuidad de los lazos filiales sin cuestionamiento alguno. Nuestra protagonista asalta con un argumento problemático que estimula la respuesta de la profesora, quien fue, convenientemente, asistida por el timbre que llamó a la clase a su fin.

A Frik le tembló la voz, pero habló:

—También se tienen hijos para matarlos. […]. ¿No lo hizo Dios Padre? Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvarlo.

[…].

—Eso dicen las Escrituras. Pero, más allá de los hechos visibles, Dios Padre se entrega a sí mismo en el Hijo, su desdoblamiento.

Un hijo es algo más que un desdoblamiento del padre (Lojo, 2014, p. 81; el subrayado es mío).

Los discursos religiosos y políticos son dos de las coordenadas más poderosas en la novela en cuanto al tema de la filiación. Aunque estos dos se encuentran imbricados en obra de forma intrínseca, y conjugan y convergen en las líneas argumentales, ensayaremos, a los efectos de nuestro análisis, presentarlos en forma separada.

Los jóvenes de las décadas del sesenta y del setenta en la Argentina (sobre todo, los provenientes de las capas medias y aun altas) y, en especial, los grupos de estudiantes de colegios religiosos, experimentaron una profunda influencia de los intensos cambios cursados por la Iglesia Católica a raíz, por un lado, del Concilio Vaticano ii congregado en Roma entre los años 1962 y 1965, y, por el otro, poco después de la reunión del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) en Medellín, Colombia, a fines de los años sesenta. Estas hondas transformaciones se combinaron con significaciones religiosas propias del cristianismo y el catolicismo en particular, en cuanto a la existencia de una articulación entre un Dios Padre y un Dios Hijo. Dentro de ella se destaca la fuerte semantización del tema del sacrificio, que fue central para el ethos setentista (Vezzetti, 2009). Este toma varias formas y estructuras metonímicas en la narrativa cristiana: Yahvé pidiendo a Abraham que mate a su primogénito Isaac como acto de fidelidad filial fundante; Dios Padre enviando a su Hijo a la Tierra, que se encarna en Jesucristo-hombre agonizante en la Cruz para que se actualice el destino divino y que suplica en sangre al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado» (Marcos, 15: 34). En el Concilio Vaticano II, al que hicimos referencia, y en la reunión de Obispos Latinoamericanos en Medellín, se produce un deslizamiento de la direccionalidad PADRE-HIJO en la cual la jerarquización privilegia los designios del Dios Padre, que solicita una obediencia incondicional del Hijo. Esta dirección vertical prevalente en la narrativa preconciliar cambia partir de la década del sesenta en la Iglesia católica para privilegiar los vínculos y demandas horizontales de la hermandad y la solidaridad. Este enfrentamiento entre la verticalidad y la horizontalidad en la Iglesia Católica no fue instaurado por la Iglesia sesentista, sino que ya había creado no pocas paradojas entre la obediencia o el abandono y confrontación con los padres, aun en el Nuevo Testamento: «Si alguno viene a mí, y no se desprende de su padre y madre, de su mujer e hijos, de sus hermanos y hermanas, y aún hasta de su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga su propia cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lucas, 14: 26-28).

La preeminencia del Dios Hijo del Nuevo Testamento que anuncia el Evangelio del amor al prójimo es el que resuena en los aires posconciliares. Estas ideas tienen, sin duda, un eco nietzscheano que la novela explicita, que anuncia la «muerte de Dios», del Dios trascendente, del Padre que crea el mundo y, con él, del hombre, cuyo destino es seguir sus designios, el hombre que no construye su vida, sino que cumple un propósito que no le pertenece, ya que depende de una supuesta verdad transcendente. Frente a esa postura, tanto Nietzsche como los documentos conciliares planteaban un «hombre nuevo», dueño y hacedor de su destino. La narradora de la novela dice: «En realidad, (Dios-El Antiguo) había muerto en Occidente muchos años atrás. El que lo había matado o al menos había narrado con pasión su fallecimiento, era un señor de bigotes desmedidos y ojos alucinados» (Lojo, 2014, p. 56).

De forma paralela, las debilidades humanas que devienen en una situación de «pecado» tienen también un deslizamiento en la novela. Aunque los «pecados de la debilidad de la carne» están presentes en su trama, el destino adverso de Carolina Schmidt (estudiante embarazada) se relaciona más con la falta de oportunidades que enfrentaría en su vida al ser una madre soltera y adolescente que con haber mantenido relaciones sexuales fuera del matrimonio. Más bien, el «mal», en las conciencias de los jóvenes, en la obra, se desplaza hacia flaquezas de otra naturaleza: la tentación de la frivolidad y la ceguera ante los privilegios de clase, otra vuelta a la horizontalidad. Los ámbitos lejanos y remotos donde las prácticas cristianas profesaban una caridad hacia necesitados cuyas caras eran borrosas y anónimas se acercan vertiginosamente:

Ya no se hablaba de las criaturas menesterosas de la India o de China, sino de las que habitaban en el llamado cordón de pobreza, del Gran Buenos Aires, en las barriadas sin recursos o en las villas miserias no tan distantes de los chalets ajardinados de Castelar o Ituzaingó […]. En los años que siguieron al Concilio Vaticano ii, se volverían disidentes de la misma clase social que las había forjado (Lojo, 2014, p. 35).

Esa disidencia de la que habla la narradora es otra forma del enfrentamiento filial que caracterizó a esa generación.

La figura del Padre Juan Aguirre (sacerdote profesor de la Escuela Sagrado Corazón) conjura y reelabora, de la misma forma, algunas de las contradicciones inherentes entre religión y filiación que hemos estado desarrollando, ya que «él mismo era un hijo: del Obispo, del Arzobispo, del Cardenal, del Papa, en un mundo vertical y masculino» (Lojo, 2014, p. 95; el subrayado es mío). Su condición de religioso lo imana a posicionarse como «hijo» y, por lo tanto, seguidor de un legado, y, sin embargo, por momentos, cuestiona los imperativos que le reclaman una sumisión y la anulación de una potencia vital transgresiva que lo convoca. Esta fuerza demoledora del acatamiento y la obediencia se materializa en el texto que cae en manos de Rosa-Frik en el Segundo Acto:

Pero allí también Frik se había encontrado con Job, pasando al descuido, las hojas de la Biblia […]. A diferencia de Abraham, sumiso como un cordero, Job, en el ápice de su miseria, había enfrentado al Supremo para clamar por la injusticia de su destino.

Si el Libro era inquietante con respecto a la condición divina [condición de Padre], resultaba aún más desalentador en cuanto a la condición humana [condición de Hijo] (Lojo, pp. 113-114; el agregado en cursiva es nuestro y no es parte del texto original).

Consideraremos ahora los discursos políticos que se insertan en la novela relacionándolos con el sema de la filiación, aunque, repetimos, que no pueden ser pensadas estas categorías sin ser integradas con los ámbitos familiares y religiosos. Todos éramos hijos, que tiene una alta carga histórica tan prevalente en la obra de Lojo, presenta los acontecimientos ocurridos en la Argentina a principios de los setenta: los últimos años del exilio del líder del movimiento justicialista —Juan Domingo Perón— y su tardío regreso al país después de dieciocho años de ausencia, los ecos de las dictaduras militares anteriores a su retorno y la que se inició, poco más tarde, a mediados de los años setenta, la radicalización de la juventud y su turbulencia política, que, finalmente, llevó a la muerte a muchos integrantes de la generación que se representa en la novela. Nos gustaría aclarar que la inclusión de material histórico en las obras artísticas de María Rosa Lojo no tiene como fin crear un «contexto» que simplemente explique a los personajes, sino, por el contrario, manifestar cómo las subjetividades de estos quedan atravesadas por los acontecimientos históricos, de modo que la ficción contribuye al entendimiento de la historia en el accionar mismo de los sujetos que la conformaron. En este acto, se conjugan los desafíos históricos que apelan tanto a los personajes como a los designios genealógicos. Este cruce los lleva a cuestionarse sobre las motivaciones ocultas que hay en los vínculos de continuidad revelando las fuerzas y las estrategias que operan en las variaciones de repetición/cambio, que son, según Dominique LaCapra, la dinámica de los procesos históricos (2014, p. xi).

En cuanto al desarrollo del relato de filiación en su lectura política, la cadena padre-hijo/-a encuentra su paradigma en la figura de Juan Domingo Perón como Padre del mayor movimiento argentino de corte social y popular y en su relación con la generación de los jóvenes que adhieren al peronismo (entre ellos, Montoneros) por haber sido la única corriente política argentina que (con sus contradicciones e inconsistencias ideológicas) había logrado movilizar a la masa de trabajadores[3]. No es parte de nuestro trabajo realizar un exhaustivo análisis de la radicalización política de este sector en esta época; nos centraremos, más bien, en una de las líneas más significativas, que fue la que se desarrolló durante los últimos años de exilio de Perón en varias organizaciones juveniles, que seguían al líder exiliado. De todas estas, la Juventud Peronista fue una de las más relevantes y, nacida de ella, Montoneros, que fue el ala que pasó a la clandestinidad en el año 1974, época que se corresponde con los hechos del Tercer Acto de la novela. Gran parte del ímpetu de este movimiento había crecido bajo el ala del líder exiliado en España. Explican Silvia Segal y Eliseo Verón: «… la juventud parece convertirse en destinataria privilegiada de los favores del líder (Perón): este celebra frecuentemente la presencia de la juventud en todas las manifestaciones del movimiento peronista y se solidariza con las acciones violentas de los grupos juveniles» (2003, p. 143; el subrayado es mío).

De hecho, el general Perón había hablado, en una entrevista dada a Primera Plana (1972), sobre la juventud argentina y su responsabilidad de «ir haciendo el trasvasamiento generacional», dando a las nuevas generaciones un rol protagónico en el proceso de unificación y pacificación nacional que impulsaría el líder para la Argentina del futuro[4]. Vale la pena escuchar las palabras del mismo Perón sobre el papel que este grupo tenía en el proyecto que él diseñaba[5]. La emblemática frase «trasvasamiento generacional» revela no solo la importancia que los jóvenes tuvieron en el plan de la vuelta del peronismo al poder, sino también su fuerte autoimagen como herederos y depositarios de una lucha en la que se veían con un protagonismo ineludible. Todo este panorama se quebró en el mayor de los desconsuelos cuando, el 1.° de mayo de 1974, el general Juan Domingo Perón, frente a una enorme multitud, compuesta, en gran parte, por jóvenes que, si lo seguían como el padre que les había otorgado su legado político, más tarde lo desafiaron debido a las formas en que la imaginada patria socialista se implementaría, se refirió a estos seguidores como «imberbes» y «estúpidos que gritan», que no entendían por dónde iban los destinos de la supuesta emancipación que traía el general Perón. El enfrentamiento político se verbaliza, como vemos, en términos generacionales. La caída de Perón como padre y guía político y hasta espiritual de la juventud peronista se materializa en su muerte física el 1.° de julio de 1974: Rosa-Frik sueña con una enorme estatua de piedra que cae estrepitosamente en la Basílica de San Pedro, en Roma, uniendo así, en este espacio onírico, la caída simbólica y física del Padre/líder en un espacio religioso (Lojo, 2014, p. 179).

Los compañeros de Frik debaten, dialogan y se enfrentan sobre los hilos que unen lo que hemos llamado las dimensiones religiosas y políticas del relato de filiación:

—[…] ¿Qué partido estuvo siempre del lado de los pobres? ¿Quién les construyó escuelas, hospitales? […] Perón y Eva. ¿Quiénes otros?

— […]

—Cuando se hace una revolución social todos tienen que apoyarla.

—¿Y tu libertad de decidir?

—[…]

—Si un movimiento político pudo cambiar de esa manera esa sociedad, me parece que las otras miradas no sirven de mucho.

—Ustedes dos me dan lastima —contraatacó Colucci—. Está bien que bajemos el Evangelio a la Tierra, pero no estaba enterado de que Perón y Eva eran Jesús y la Virgen María.

—Entonces para ser cristianos hay que hacerse peronistas.

—Al menos para ser cristianos y cambiar el país.

—[…]

El Padre Aguirre había estado observándolo todo en silencio (Lojo, 2014, pp. 63-64).

Como consecuencia de los enfrentamientos internos dentro del peronismo y una vez que el líder rechaza la inclusión de Montoneros y su idea de construir «la patria socialista», los jóvenes radicalizados de los setenta y sus ideales revolucionarios quedaron sin padre, sin una tradición de la cual nutrirse y a la cual unir y posibilitar un destino político. El Che Guevara, otro referente de esta generación, había hablado del «hombre nuevo». ¿No hay en esta «novedad» una cierta orfandad desamparada? Como bien indican Silvia Segal y Eliseo Verón y esclarecen en el título de su trabajo «Perón o muerte», la disyuntiva quedó clara: prevaleció la segunda para la generación de los jóvenes setentistas (2003, pp. 250-255).

Al comenzar el Tercer Acto, han transcurrido un par de años desde el inicio de la novela, y los estudiantes ya están fuera del ámbito escolar. Esta sección lleva como epígrafe un poema de la propia autora que comienza con los versos «Ya no somos / pero fuimos» (Lojo, 2014, p. 139). La efímera línea temporal entre el presente y el pasado («somos/fuimos») se traduce, en la diégesis del relato, en la radicalización que, en algunos de los jóvenes, se ha agudizado, en otros dispersado. Frik ha perdido contacto con algunos de ellos. La maestría representativa de Lojo logra que cada uno sea presentado no en su desarrollo biográfico, en el sentido de retrotraer ese tiempo pretérito («fuimos») como uno ya consumado y lineal, sino como la representación de un «aquí y ahora» en el que ninguno de ellos anula totalmente el pasado que ya no existía, pero que había existido. Así se logra lo que Bakhtin identificaba como propio del discurso novelístico: «la radical imposibilidad de finalización» [nezavershennost] (1984, p. 166)[6]. Los brillantes versos «No somos, pero fuimos» consiguen, con la conjunción adversativa «pero», tender un puente entre el pasado y el presente, en el cual los hechos históricos se corporizan en los personajes, quienes encarnan la aporía de la temporalidad humana (Ricoeur, 1990, vol. 1, pp. 5-12).

Un diálogo significativo tiene lugar en las últimas escenas de la sección, que hemos llamado «histórica»: acaban de matar al Padre Carlos Mugica, el sacerdote obrero, el joven que había abandonado los privilegios de su acomodada familia porteña para entregar su vida a los pobres. Esteban, el estudiante más convencido de la necesidad de la lucha revolucionaria, reflexiona sobre su vida y la del religioso, y dice: «Los dos [se refiere a él y al Padre Mugica] fuimos malos hijos de los padres que nos tocaron, y a los dos nos jodió el padre que elegimos (Lojo, 2014, p. 182; el subrayado es mío).

Si en otras ficciones de la autora (Finisterre, 2005, y Árbol de familia, 2012) hay una reflexión sobre la relevancia de los antepasados, los que nos precedieron, y se busca un sentido en el lugar de donde venimos, en Todos éramos hijos, la genealogía se vive como un desafío problemático. Si en aquellas novelas hay un intento de recuperación de antepasados que, de alguna forma, nos construyeron al antecedernos, y existe la investigación casi obsesiva de un origen que tuvo que ser abandonado y recuperado, en esta novela, hay una paradoja, un cruce de sentidos, entre un legado que se reconoce, pero que, a la vez, requiere, con insistencia y fuerza, de un corte, una fuga, que la generación de jóvenes de los años setenta hizo con sus padres, de los que no se sentían herederos. Como mencionamos, esta noción se vehiculiza sobre todo en Esteban Milovich, uno de los jóvenes, que, al despreciar a su padre, traza esa ruptura especular y, al hacerlo, le objeta la continuidad de un legado reemplazando ese lazo con la ruptura. Su posición ética, política y religiosa le impide conformar la persistencia de sentidos. Convive, en la novela, en los diferentes personajes, el impulso por la ruptura y la necesidad de la continuidad del legado como fuerzas históricas tanto en el plano familiar como en la isotopía socio-política en la historia argentina de los años sesenta y setenta.

Con esto terminamos nuestras reflexiones sobre la primera parte de la novela, que la autora dividió en Primero, Segundo y Tercer Actos, y que, en mi análisis, llamo «dispositivo histórico». La segunda parte, en la que predomina el componente mítico, como mencionamos anteriormente, se denomina «Casandra-Frik habla con los muertos». Antes de comentar esta segunda sección, nos gustaría demorarnos en un recurso narrativo que se utiliza en la primera sección y que, en cierta forma, anticipa la entrada en el mundo mitológico de la segunda. Como ya señalamos, la novela en tercera persona se focaliza en el personaje Rosa-Frik. Este recurso tiene ciertas peculiaridades en las que hay que detenerse. En primer lugar, este foco centrado en Frik se caracteriza por una básica inadecuación del personaje en cuanto a su entorno, que se traduce en una distancia narrativa. A pesar de que toda la información diegética se ve filtrada por su punto de vista, ella encuentra un espacio propio y hasta alienado de sus compañeros, que, irónicamente, le permite la narrativa. En segundo lugar, esta cualidad le otorga una primacía y perspectiva que no se comprueba en los otros personajes. Al final del primer acto, Frik busca una experiencia que trascienda el pasado, el presente y el futuro de sus circunstancias inmediatas:

Sobre ese cielo, al trasluz del sol decreciente, desfilaban las sombras: los que antes habían vivido, los que tal vez venían a vivir. […].

Ese lugar imposible podría justificarlo todo. Un punto fuera del tiempo y del espacio, sin pasado ni presente, el espejo donde cada una y cada uno vería su cara niña, su cara de adulto, su cara de viejo, contra el modelo que un Dios ubicuo y monstruoso […] había pensado para ellos. En ese punto estaban todos los puntos […]. La luz oculta de la memoria de Dios, latiendo como un corazón eterno, donde todo estaría salvado para siempre (Lojo, 2014, p. 76).

En este final del primer acto, Rosa-Frik, resonando ecos borgeanos del cuento El Aleph, se distingue de sus compañeros por esa capacidad de apertura temporal y espacial, que insinúa un futuro, sino adverso, aventurado y azaroso. Asimismo, las primeras líneas de la novela la presentan como a una niña ingresando en la escuela, en su primer día de clase, y revelan ya esa eventualidad, esa preñez y fecundidad de un futuro: «Imposible volver. Y, sin embargo, su casa estaba apenas a dos cuadras. Se resignó. Intentó concentrarse en la ceremonia inaugural, probando las primeras bocanas de aire que sólo se respiraban en la escuela y que la acompañarían… durante los próximos once años (Lojo, 2014, p. 13; el subrayado es mío).

Estos primeros rasgos le otorgan a Rosa-Frik la posibilidad de trasmutar eventualmente su personaje de una carnadura histórica a una dimensión mitológica, y, además, de convocar a los diferentes actantes de la primera parte de la novela para que logren una suspensión de las tensiones históricas. Bronoslaw Malinowski, en Magia, ciencia y religión, al hablar del lenguaje mítico nos ilumina sobre esta capacidad que desarrolla este personaje, la cual le permite develar «la realidad oculta de un irregistrado pretérito, arropando las contradicciones creadas por los sucesos históricos y no para retrotraer un registro exacto de los mismos» (1985, pp. 109-110). Claude Lévi-Strauss, otro estudioso del mito, nos ayuda a entender la función de la intervención de la figura mítica de Casandra al final del relato: «Gracias al ritual, el pasado “desunido” del mito se articula, por una parte, con la periodicidad biológica y de las estaciones, y, por otra parte, con el pasado “unido” que liga, a lo largo de las generaciones, a los muertos y a los vivos» (1988, vol. 3, p. 52). Hay, desde luego, un cambio en los modos de representación utilizados por Lojo, ya que esta última sección abandona el componente diegético que hemos llamado «histórico», tanto en cuanto a los eventos ficcionales como cuanto a las isotopías histórico políticas de la sociedad argentina de los años setenta, para adentrarse no solo en un universo mítico, sino, además, en otro registro dramático, en el que se instala la mediación de la tragedia griega. Previamente, habría que exponer algunas palabras sobre Casandra, la figura mitológica que va a personificar Rosa-Frik en esta segunda parte. Según los antiguos textos griegos, el Dios Apolo le ofrece a ese personaje femenino el don de la clarividencia y la profecía. Sin embargo, como castigo, este obsequio viene acompañado de una maldición: a pesar de que ella puede prever los males que sufrirán sus contemporáneos, estos no le creen cuando los anuncia y los prevé, por lo que es condenada a ver sufrir y morir a sus seres queridos. Rosa-Frik se siente apelada a desempeñar ese rol al ser convocada por el coro de las últimas escenas como «Casandra». Ella se resiste a ese nombre y a la función que lo acompaña, pero no hay margen para darle la espalda, porque, como lectores, sabemos que ha ejercido ese papel, a pesar de ella misma, desde las primeras páginas, como explicamos en los párrafos anteriores. Ella siempre ha guardado una distancia con los hechos que «ocurren» a su alrededor, y cuando uso el verbo «ocurrir» hablo de cómo las acciones tienen una impronta en los personajes, en las secuencias que se desarrollan, a la vez que guardan una estrecha relación con hechos históricos acontecidos en la Argentina de principios de los años setenta. Hay en Frik una suerte de postura de observación, es casi como si los hechos no le «ocurrieran» a ella. Los sucesos humanos, es decir históricos, inscriben una postura y carga ética que van asumiendo ciertos personajes. Desde las primeras líneas, notamos esa mirada entre el pasado, el presente y el futuro a cargo del narrador en tercera persona, que juega con esta lucidez preñada de presagios fatídicos y ominosos que no comparten todos los personajes, pero que sí se delegará en Rosa-Frik. Cuando, en las primeras páginas, el narrador indica que Frik entra el primer día de clase a la escuela y traspasa ese umbral que la lanza inevitablemente hacia un futuro del cual era «imposible volver», el potencial futuro de su generación estaba signado. O, mejor dicho, estaba previsto por la narradora que encarna la conciencia de Frik. Todo el primer acto de esta primera parte está henchido de futuro, casi bordeando la premonición. Leemos:

De las treinta caras que sobresalían en los pupitres, una se borraría antes de terminar el secundario, reclamada por la maternidad imprevista. […]. Otras dos se hundirían para siempre, dieciséis años más tarde, quizás, en el fondo barroso del Rio de la Plata, o en una fosa sin nombre, un número de donde nadie podría rescatarlas. La mayoría también iba a quedarse en el país donde habían nacido, aunque algunos padres habían nacido en otros […]. Pero en aquel momento, ignorantes de sus destinos eran iguales, salvo Frik, la peor de todas, que hubiera deseado bañarse en agua de colonia para tapar el olor a amoníaco real o imaginario, que sentía de sus ropas ya secas (2014, Lojo, 2014, pp. 15-16; el subrayado es mío).

Querría aclararles a los lectores que se hayan sentido confundidos por la mención al olor a amoníaco que percibe Rosa-Frik que estos eran los minutos en que los niños de la escuela escuchaban el himno nacional argentino. La niña escucha sus últimos compases: «¡Oh, juremos con gloria morir!, ¡OOOhhh, juremos con gloria morir!» (2014, Lojo, p. 15). En ese momento, un imparable terror la lleva a orinarse. En un lugar de su conciencia, Frik sabía que esa línea del himno se haría literal para muchos de su generación. De alguna manera, sospechaba el horror que se avecinaba. Esta cualidad y capacidad se van a hacer evidentes en las últimas páginas de la novela, cuando sea convocada a hablar con los muertos. De tal forma, Casandra se constituye en la instancia que posibilita que los conflictos generacionales se puedan retrotraer y que se construya una historia nueva que evite no solo la tragedia de la repetición, sino la captura en una «reacción» generacional que anule las vivencias propias. Tenemos, entonces, a dos Rosa-Frik: la de la primera parte que simplemente cuenta con las contingencias de la época y los límites impuestos por las voluntades contrapuestas de los personajes que la rodean, y la Frik-Casandra que asume su capacidad intra y transhistórica y, desde allí, se acerca a asimilar las contradicciones históricas. La primera de ellas concluye la primera sección de la novela con la siguiente frase: «Frik ya no podía reunirse en Buenos Aires con ninguno de los protagonistas del drama de Miller. Había quedado sola sobre la escena, con Ángel [su esposo] y con su hijo en el patio de una casa, donde la obra con otro libreto, con otros actores y con final incierto, volvería a empezar» (Lojo, 2014, p. 227).

La segunda parte de la novela, «Frik-Casandra habla con los muertos», comienza con un epígrafe del poema Auguries of Innocence, de William Blake, en el que el poeta romántico inglés invoca la luz en la oscuridad, la sabiduría en la ignorancia, y la clarividencia, cualidades que caracterizan a la figura de Casandra, casi devenidas en maldición, ya que la última de ellas implica conocer el futuro, pero siendo impotente para convencer a sus coetáneos del ominoso porvenir que se les avecinaba. Además, el poema evoca la inocencia, que será el tema de las tres escenas de las que se compone esta segunda parte. En un escenario idéntico al que usaron los jóvenes de la década del setenta para representar la obra de Arthur Miller, Casandra posibilita la aparición de «muertos»: Esteban Milovich, su padre, el exsacerdote Juan Aguirre y Ana, la madre de Rosa. Todos ellos con deudas, unos con otros. Los «augurios de inocencia» vaticinados por William Blake van verificándose en los sucesivos «encuentros», que, de la mano de Casandra y el coro de la tragedia, se producen. A través del recurso retórico de la repetición de palabras o frases, propio del drama trágico, se intenta resolver las tensiones «históricas» entre generaciones. Esteban Milovich y su padre: «Milovich: Ahora te miro. Ahora te reconozco y te honro. Por lo que nos diste, siendo. / Esteban: Yo también te miro. Te reconozco y te honro. Por lo que me quisiste viviendo» (Lojo, 2014, p. 240; el subrayado es mío). Y pocas páginas más adelante, Frik y su madre Ana, quien sucumbió al suicidio:

Frik: […] yo te juzgué y te condené varias veces. También te perdoné muchas otras. Y te volví a condenar. Pero no sirven de nada. Ni la condena ni el perdón […].

Ana: ¿Para qué estás aquí entonces?

Frik: Para verte de nuevo. Para perderle el miedo al abismo que abriste en mí.

Ana: Y, ¿qué ves?

Frik: Te reconozco y te honro en la vida que me diste. Agradezco ese don y todos los otros.

Ana: ¿Y el abismo?

Frik: No lo abriste vos, Ana, después de todo. Venía con la vida, y así lo acepto (Lojo, 2014, p. 244; el subrayado es mío).

La humanidad de todos los personajes permite los «augurios de inocencia» y, con ellos, si no la posibilidad/ peligro de la continuación del legado intergeneracional que ha sido el tema de este trabajo, sí una suerte de redención.

Iniciamos este trabajo enfatizando cómo, desde la ficción, se sigue reflexionando sobre los dramáticos hechos que vivió la Argentina en los años setenta. Y, en estas conclusiones finales, insistimos en el valor (en su doble acepción) que los creadores de ficciones ejercen al abordar la historia y la memoria, ensanchando la capacidad de la reflexión sobre el pasado. De la mano de Paul Ricoeur, quien, en su monumental obra Tiempo y Narrativa, emprende, entre otros, el estudio del mundo narrativo identificando tres niveles de mimesis, nos interesa aquí, particularmente, el tercero, que es el que integra el mundo del texto y el mundo del lector, ampliando las posibilidades éticas tanto como estéticas de este último, las cuales abren una reevaluación del espacio creado por la ficción (1990, Vol. 3, pp. 52-91). Es en este movimiento de apertura que permite la ficción que el/la lector/-a logra hacerse libre para nuevas evaluaciones de la realidad representada. En Todos éramos hijos, Lojo recrea, da vida, a un recorte de los años setenta: la adolescencia y la incipiente juventud vivida bajo el signo de transformaciones sociales y políticas en la Argentina y el desconcierto que conllevan.

Hemos elegido, en este trabajo, hacer una lectura en clave generacional, deteniéndonos en los conflictos en torno a la filiación en sus ecos familiares, religiosos y políticos. Ha habido otras lecturas generacionales de los años setenta: el controvertido ensayo de Ricardo Leis, el trabajo de María Florencia Osuna sobre la cultura de los años sesenta y los escritos de Mariela Peller, entre otros. La interpretación en clave de filiación y generaciones se pregunta por cuál es la estructura generacional del momento en el que vivimos. En un contexto social más amplio, Dominique Viart identifica lo que él llama «relatos de filiación», centrándose más bien en ficciones europeas, y afirma que se registra hoy lo que él denomina «la emergencia de esta nueva forma que, posteriormente, recibió la aprobación de la crítica, incluida la periodística y, en algunos casos, de los mismos escritores: “el relato de filiación”» (2019, p. 2). Es de notar que, para este crítico, la categorización está más vinculada con la forma que con un tema. Hemos tratado de acercarnos al texto de Lojo desde esta óptica, estudiando cómo la focalización de la novela se acerca al material narrativo desde una postura de sospecha más que de abierto enfrentamiento con respecto a la generación anterior a los jóvenes personajes.

En esta novela y ante la pregunta sobre los vínculos filiales y los (des-)encuentros generacionales, Lojo elige el punto de vista y ángulo de profundidad de la joven Rosa-Frik, con sus alcances y limitaciones, y lo complementa con una fuerte configuración dialógica con los otros personajes. La «conciencia única y unificada de una conciencia» (Bakhtin, 1984, p. 6) se disuelve reforzando, así, la posibilidad de la apertura mimética del lector de la que hablaba Paul Ricoeur (1990). A raíz de la presentación de la novela el 17 de abril del 2015 que organizó el espacio Una Brecha, Juan Manuel Villar Ruiz y Facundo Sorovigarat (2015) redactaron una crónica del debate: «Sobre el final de la reunión, la autora hizo una reflexión por demás interesante. Lojo afirmó, concluyendo sobre su novela que “no hay generación que no vaya a ser juzgada por sus hijos”, la tensión presente entre “padres” e “hijos” es la lógica que dinamiza la historia». Quizás este ensayo haya pretendido ser una ampliación de las palabras de la autora.

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Notas

* Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Fue docente de la Universidad de Montana (EE. UU.) y de la Universidad Nacional de Salta (Argentina). Correo electrónico: maria.bustos@mso.umt.edu
[1] El término «posmemoria», acuñado por Marianne Hirsch (1997), refiere a la memoria de la generación posterior a acontecimientos traumáticos que se construye a través de memorias, imágenes e historias de las generaciones anteriores.
[2] H.I.J.O.S. es el acrónimo utilizado por el colectivo Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, compuesto, en su mayor parte, por descendientes de desaparecidos durante la dictadura militar argentina iniciada en el año 1976.
[3] Existen numerosos trabajos que exploran las complejas relaciones entre los movimientos juveniles de izquierda en los años sesenta y setenta y la figura de Perón (tanto durante los años del exilio como después de su vuelta a la Argentina). Entre ellos, destacamos los estudios de Gillespie, Richard (2008); Campos, Esteban (2016); Silvia Segal & Eliseo Verón (2003) y Plotkin, Mariano (1993).
[4] «Trasvasamiento generacional: Por un lado, define el progresivo y racional relevo de una generación política por otra, mediante el recambio de los dirigentes de conducción y de encuadramiento. Por otro lado, y simultáneamente, implica obtener la síntesis de las mejores virtudes de ambas generaciones, a través de la reafirmación ideológica y de la actualización doctrinaria y tecnológica» (Primera Plana 487, 30 de mayo, 1972).
[5] Roberto Maidana, Jacobo Timerman y Sergio Villarroel. Reportaje televisivo realizado a Juan Perón en 1973.
[6] En su estudio sobre las novelas de Fedor Dostoievsky, en donde Mikhail Bakhtin encuentra la materialización del proceso poético por el cual los personajes se construyen de forma «inacabada», afirma que esta capacidad puede resumirse de la siguiente forma: «… nothing conclusive has yet taken place in the world, the ultimate word of the world and about the world has not yet been spoken, the world is open and free, everything is still in the future and will always be in the future» [«… nada final ha tenido lugar todavía en este mundo, la última palabra del mundo y sobre el mundo no ha sido dicha, el mundo está abierto y es libre, todo está aún en el futuro y siempre estará en el futuro»] (1984, p. 166).
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