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"LA IMPACIENCIA PATRIÓTICA": EL LENGUARAZ COMO PROBLEMA DE TIEMPO Y ESPACIO EN «UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES», DE LUCIO V. MANSILLA
Gramma, vol. 34, núm. 70, 2023
Universidad del Salvador

INVESTIGACIÓN

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 34, núm. 70, 2023

Recepción: 14 Enero 2023

Aprobación: 22 Marzo 2023

Resumen: La guerra, la violencia, la conquista del terreno y el deseo de controlar el exceso de vida, sea de vidas gauchescas (gauchas) o indias, son cuestiones que atraviesan la literatura argentina del siglo xix. Lucio V. Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles (1870), intentará poner fin al problema de los indios negociando las condiciones de un tratado de paz ya pactado entre los ranqueles, encabezados por el cacique Mariano Rosas, y el gobierno de Sarmiento. En el centro de estas negociaciones entre Mansilla y los indios, está la figura del lenguaraz, cuyo cometido trasciende el mero papel de intérprete lingüístico. En este trabajo, estudio los variados aspectos que derivan de la presencia del cuerpo del lenguaraz o que tienen una relación estrecha con él y que se encuentran fuertemente imbricados entre sí: la comunicación gestual, la temporalidad, la velocidad y el espacio, y, por último, la disuasión en la guerra. Sostengo que, a través del relato de Mansilla, se puede inferir cómo el lenguaraz sirve como instrumento de control de la temporalidad en las negociaciones que desencadena la impaciencia y confusión del adversario.

Palabras clave: Guerra, Lenguaraz, Cuerpos, Espacio, Tiempo, Disuasión.

Abstract: War, violence, the conquest of the land and the desire to control the excess of life, whether of gaucho or Indian lives, are issues that run through the Argentine literature of the 19th century. Lucio V. Mansilla in Una excursión a los indios ranqueles (1870) will try to put an end to the Indian problem by negotiating the conditions of a peace treaty already agreed between the Indians ranqueles, led by the cacique Mariano Rosas, and the government of Sarmiento. In the center of these negotiations between Mansilla and the Indians is the figure of the lenguaraz, whose task transcends the mere role of linguistic interpreter. In this paper I study the various aspects that derive from the presence of the lenguaraz’s body or that have a close relationship with it and that are strongly imbricated with each other: gestural communication, temporality, speed and space, and, finally, deterrence in warfare. I argue that, through Mansilla’s narration, it can be inferred how the tongue-lashing serves as an instrument of control of temporality in negotiations that triggers the impatience and confusion of the adversary.

La guerra, la violencia, la conquista del terreno y el deseo de controlar el exceso de vida, sea de vidas gauchescas o indias, son cuestiones que atraviesan la literatura argentina del siglo xix. Con la publicación del Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, se afianza el enfrentamiento civilización vs. barbarie cuya solución parece pasar solamente por dos vías: asimilación o exterminación. Ante esta dicotomía, Lucio V. Mansilla, en su obra Una excursión a los indios ranqueles (1870), se va a decantar por la primera opción. Este escritor intentará poner fin al problema de los indios —energías incontrolables que fluctúan por la pampa argentina y se concentran en la frontera dificultando las relaciones comerciales de la nación— negociando las condiciones de un tratado de paz ya pactado entre los ranqueles, encabezados por el cacique Mariano Rosas, y el gobierno de Domingo F. Sarmiento.

Una excursión a los indios ranqueles, que antes de ser editado y publicado como libro salió en forma de apostillas en el diario La Tribuna, narra la travesía que Mansilla emprendió durante el mes de marzo de 1870 desde Río Quinto, en Córdoba, hasta Leubucó, entre las provincias de La Pampa y San Luis, y su encuentro con la forma de vida de los indios ranqueles y su cacique Mariano Rosas. Uno de los actores principales en las negociaciones del tratado de paz de Mansilla con los indios ranqueles es el lenguaraz, cuyo cometido principal trasciende el mero papel de intérprete lingüístico. En este trabajo, me interesa centrarme en varios aspectos que o bien derivan de la presencia del cuerpo del lenguaraz o que tienen una relación estrecha con él, y que se encuentran fuertemente imbricados entre sí: la comunicación gestual, la temporalidad, la velocidad y el espacio y, por último, la disuasión en la guerra. Los lenguaraces tienen un rol activo y creativo en los parlamentos y conversaciones entre los caciques ranqueles y Mansilla, y su presencia se requiere incluso cuando los interlocutores saben hablar el mismo idioma. Si los lenguaraces ya no son un asunto de lengua, entonces, interesa indagar sobre cuáles son sus otras funciones en esta guerra. La principal diferencia entre un traductor y un intérprete-lenguaraz es que este último interviene en los contextos en los que opera por su corporeidad. Existe una dimensión no verbal poco explorada por la bibliografía que se ocupa de estos personajes, que, sin embargo, resulta relevante para una comprensión más completa de su rol en la excursión de Mansilla Tierra Adentro.

Lo novedoso de la estrategia de Mansilla reside en el hecho de que viaja a las tierras ranquelinas, y de que pone su cuerpo en contacto con el otro, neutraliza el potencial bélico del indio acercándose a él humanizándolo. El conocimiento empírico de la realidad y, sobre todo, del terreno, es lo que le otorga a Mansilla poder y superioridad con respecto a otros autores que habían propuesto diferentes soluciones al problema del indio, y lo que le impide cometer errores de empresas anteriores, como, por ejemplo, la del General Mitre. La pampa (o las pampas, como él las llama) de Mansilla no es la llanura que necesita ser llenada, sino el terreno vasto y móvil, el guadal y la rastrillada de los malones, que, con ecos deleuzianos, es producida por el movimiento perpetuo, veloz e imprevisible de los indios que van con sus caballos. Los lenguaraces se sitúan en el centro del contacto entre Mansilla y los ranqueles y son, en su mayoría, hijos de cautivas o de desertores, que suelen tener un gran conocimiento del terreno e información privilegiada acerca de los acontecimientos sociales y políticos de la frontera al mantener la comunicación con los dos bandos.

En toda comunicación se expresa más de lo que se dice y, en un contexto de tensión bélica, en el que la censura suele acompañar, saber interpretar los gestos y silencios del adversario es de vital importancia a la hora de reconducir las negociaciones, y que estas no deriven en una batalla. Asimismo, la performance del lenguaraz en los parlamentos introduce una temporalidad distinta: sus repeticiones y traducciones marcan un ritmo ritual, particular, que da espacio tanto a la rectificación como a la corrección, al apaciguamiento de los temperamentos de los negociadores y a la aparición de inquietudes. A menudo los lenguaraces son baquianos que se orientan bien en la pampa y, por ello, se encargan tanto de dirigir y guiar a Mansilla y a su comitiva por las rastrilladas ranquelinas, como de servir de mensajeros que se adelantan para anunciar a los caciques la llegada de su visita. Estar acompañado de un buen o mal lenguaraz-baquiano influirá en la velocidad de la expedición y en el tiempo de espera impuesto por los ranqueles para iniciar los parlamentos.

Aunque Mansilla viaja a Leubucó para asegurar un tratado que ponga fin a los enfrentamientos entre indios y «civilizados», esta paz nunca parece darse al estar muy presente la idea de amenaza. El filósofo Paul Virilio (2008) emplea el concepto deterrence —‘disuasión’— para referirse a un estado de lo que él denomina guerra pura, que no se caracteriza ya por la utilización de armas, sino por la pervivencia de un estado de sospecha constante. En este sentido, me interesa poner en relación el concepto viriliano con la figura del lenguaraz, quien, al encontrarse bifurcado entre dos mundos, siempre es objeto de desconfianza. Se tratará, pues, de analizar la figura de los lenguaraces en Una excursión a los indios ranqueles no como un problema de lengua, sino, más bien, como un problema de corporeidad, temporalidad y velocidad en un contexto de guerra (pura).

Cuerpos Interpretados

La presencia y conciencia del cuerpo atraviesa todo el relato de Mansilla. El exponer el cuerpo, el estar ahí, es la herramienta que legitima los hechos por él narrados, lo que, según Mansilla, lo diferencia de otros autores coetáneos que también intentaron poner por escrito la realidad fronteriza:

… el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes —he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevos de avestruz (Mansilla, 1984, p. 5; las cursivas son mías).

Mansilla enfatiza su deseo de vivir la experiencia de estar en el propio terreno («con mis propios ojos», «yo mismo») y utiliza esa misma experiencia como cualidad que lo sitúa en un lugar privilegiado con respecto a los autores que «se decían conocedores de los indios» sin haber conocido nunca sus tierras[1]. Dandi cosmopolita, este escritor hace alarde de haber recorrido desde los lugares más remotos de Oriente, pasando por París y otras principales capitales europeas, hasta acabar emprendiendo su periplo hasta la tierra en la que reside el cacique Mariano Rosas. Mansilla no solamente es uno de los personajes de la época que más viajes tiene a sus espaldas, sino también, en palabras de David Viñas, es uno de los que mejor los ha «paladeado» (Contreras, 2012, p. 10). El viajar cosmopolita de Mansilla se aleja del concepto con el que se suele asociar a otros personajes pertenecientes a clases privilegiadas de este período, como, por ejemplo, Madame de Stäel —a quien el propio autor hace referencia en su texto cuando habla de los múltiples modos y razones de los viajes— y se acerca a un cosmopolitismo que Bruce Robbins ha calificado como «cosmopolitismo desde abajo» (2012, p. 11), que pasa por la experiencia del cuerpo y por la afectividad, enraizado en los placeres mundanos, como, por ejemplo, el placer de comerse una tortilla de huevos de avestruz o de dormir a la intemperie en la pampa. Hay en Una excursión una preocupación constante por lo gestual, por una realidad extraverbal y extratextual, relacionada con lo emocional, que el autor valora por encima de la escritura y de lo decible:

Hay tales misterios en el corazón humano; abismos tan profundos, de amor, de abnegación, de generosidad, que la palabra no conseguirá jamás explicarlos. Hay que sentir y callar. Por eso una mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen más que todo cuanto la pluma más hábilmente manejada pueda describir (Mansilla, 1984, p. 20).

Mansilla sitúa el conocimiento de las lenguas en el centro de su concepción de viajero ideal; él mismo habla múltiples idiomas y se preocupa por estudiar araucano durante su expedición, rehuyendo de los viajes elitistas y turísticos en los que el contacto con la cultura visitada suele ser superficial[2]. Sin embargo, su búsqueda de comunicación y conexión con el otro excede lo lingüístico, hasta el punto de que, como evidencia la cita anterior, recomienda «callar», renunciar a lo verbal, para «sentir» aquello que las palabras no alcanzan a explicar. La relevancia del cuerpo como dispositivo de comunicación está presente también en otras de sus obras. En sus Memorias, publicadas en 1904, recuerda las lecciones aprendidas en un viaje desde Buenos Aires hacia Montevideo:

De este viaje sin más impresiones que las del océano en calma o agitado, con horizonte limpio o sucio y firmamento sombrío o rutilante, tengo dos enseñanzas: mi incapacidad para versificar (intenté hacer algunas estrofas, nada tan prosaico y ramplón), y que la mímica puede reemplazar la palabra, puesto que sabiendo sólo una que otra del inglés lo hacía reír, al capitán, a veces a carcajadas, traduciéndole pasajes del Quijote, en su lengua; de lo cual se deduce que eran mis gestos expresivos, y ni por asomo la frase, los que lo divertían, hasta provocar su hilaridad, y que Cicerón decía bien cuando hablaba del quasi sermo corporis, más eficaz en todo caso que las erres, y las ies «tan largas», que lo hicieron desconfiar a don Estanislao López (Mendonça, 2015, p. 131).

La mímica aparece en esta cita ya no como un complemento de la comunicación verbal, sino que resulta un recurso extremo que sustituye a la palabra misma. La comunicación gestual, importante en el arte de la oratoria, es empleada por Mansilla también en Una excursión como forma de hacerse entender y de convencer a su audiencia ranquelina:

… recurrí a la oratoria y a la mímica, pronuncié un extenso discurso lleno de fuego, sentimental, patético. Ignoro si estuve inspirado. Debí estar o debieron no entenderme; porque noté corrientes de aprobación. La elocuencia tiene sus secretos. Yo me acuerdo siempre, en ciertos casos, cuando veo a la muchedumbre conmovida por la resonancia de una dicción eufónica, rimbombante, sonora, de un predicador catamarqueño. Predicaba un sermón de Viernes Santo. Un muchacho oculto en el fondo del púlpito se lo soplaba. Había llegado a lo más tocante, al instante en que el Redentor va a expirar ya ultimado por los fariseos. La agonía del mártir había empezado a arrancar lágrimas de los fieles, amargos sollozos vibraban en las bóvedas del templo. El predicador conmovido a su vez, iba perdiendo el hilo. Miró al fondo del púlpito; el muchacho se había dormido. Era imposible continuar hablando. Recurrió a la mímica. Cicerón lo ha dicho: quasi sermo corporis. Esta vez quedó probado. El dolor crecía como la marea. No había más que ayudar un poco para producir la crisis y completar el cuadro. A falta de palabras, el orador apeló a sus brazos y a sus pulmones; accionaba y se estremecía dando ayes desgarradores (Mansilla, 1984, pp. 302-303).

La cita es extensa, pero resulta significativa para evaluar el alcance que Mansilla otorga al lenguaje corporal en su obra. En estas dos obras (en estos dos textos), se repite parte de la frase de Cicerón «[actio] quasi sermo corporis», es decir, ‘la acción es el lenguaje del cuerpo’, que pone en el centro de la comunicación lo extraverbal relacionado con lo corpóreo. Mansilla, en un acto de desesperación, utiliza la modulación de su voz y su movimiento físico (oratoria y mímica) para hacerse entender y, al igual que el predicador cuya anécdota relata, consigue comunicarse con éxito, porque, entre su audiencia, se produjeron «corrientes de aprobación». No es casualidad que Mansilla mencione a Cicerón, considerado padre de la oratoria y uno de los primeros traductores célebres de la historia, ya que otro de los nombres con los que se conoce al lenguaraz es «orador». Durante sus conversaciones con los caciques y embajadores en los ranqueles, Mansilla también utilizará los gestos para comunicarse con sus lenguaraces. Como ha señalado Carlos Gabriel Perna, el oficio de lenguaraz abarcaba diversas habilidades relacionadas con el uso del lenguaje; este operaba como mediador cultural de la frontera y manejaba bien el arte de la retórica, cuyo valor no era poco dentro de la sociedad indígena (2016, p. 108). Estos solían ser mestizos, cautivos, rehenes o renegados que huían de la justicia y que estaban en permanente contacto con las dos culturas.

En Una excursión, encontramos diferentes lenguaraces de los que se sirven tanto Mansilla como los propios ranqueles. Los más importantes para el coronel serán dos: la china Carmen y Mora[3]. La primera es una mujer joven, hermosa y astuta, agregada por Mariano Rosas a una comisión de negocios por una pura estrategia, que pasa por la seducción física: «[Mariano Rosas] tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición» (Mansilla, 1984, p. 8). Carmen traiciona al cacique ranquel al revelarle información a Mansilla, con quien establece una estrecha conexión, hasta el punto de que este se convertirá en el padrino de su hija. Por su parte, Mora, mestizo chileno, «hombre muy baquiano», será la principal compañía y el intermediario más importante de Mansilla. Sus gestos serán decisivos cuando las palabras no resulten posibles:

¿Qué le dijo? Ni lo supe, ni lo sé. Mi lenguaraz no tenía suficiente libertad para hablar conmigo, porque, a más de pertenecer a las tolderías de Ramón, cuyo cuñado estaba allí, a mi lado, rodeábannos muy de cerca muchísimos indios, que atentos y curiosos, no apartaban sus miradas de mí, como queriendo penetrar mis pensamientos. Lo que no podía ocultárseme era que Bustos y el embajador no estaban acordes. El primero se expresaba con verbosidad, con calor y perceptible descontento. Mora, aprovechando un instante de distracción de Bustos, me insinuó con aire significativo que Ramón desconfiaba y que Bustos me defendía. No me había engañado. El hombre había simpatizado conmigo. Ya tenía un aliado. Traté, pues, de acabar de hacer su conquista, afectando la mayor tranquilidad, disimulando que conocía las desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta entonces había pasado (Mansilla, 1984, p. 83).

En este contexto de tensión ante el desacuerdo entre el mestizo Bustos y el embajador del cacique Ramón, y bajo la mirada del resto de los indios, Mansilla no puede dialogar con su lenguaraz Mora; sin embargo, sí logran utilizar, levemente, los gestos para insinuar, es decir, para dar a entender, de una manera discreta, quién estaba a favor y quién en contra del comandante. Tras obtener esta información, Mansilla «disimula», de nuevo con su movimiento corporal, su conocimiento para transmitir una «mayor tranquilidad». Toda la escena transcurre a través del silencio entre Mora y Mansilla, y su escasa, pero fundamental comunicación pasa por la gestualidad leve y sutil. Michael Cronin ha señalado que, contrariamente a lo que sucede con un traductor escrito, al que se suele invisibilizar, el intérprete interviene en las situaciones en las que opera por su corporeidad, por lo que comunica no solo a través de sus palabras, sino también mediante su conducta y sus movimientos (Payàs y Garbarini, 2015, p. 350). La gestualidad es mucho más difícil de controlar y, aunque en la cultura de los ranqueles existía la figura del lenguaraz vigilante o lenguaraz corrector, que se aseguraba de que se transmitiese adecuadamente el contenido del mensaje, la comunicación extraverbal casi siempre escapaba al alcance de este, por lo que se convierte en el medio perfecto para el intercambio de mensajes privados en un contexto público, como muestra esta última escena analizada[4].

Una excursión puede ser leído también como un relato de aprendizaje: «el mundo no se aprende en los libros, se aprende observando, estudiando los hombres y las costumbres sociales. Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales» (Mansilla, 1984, p. 162). El narrador se instruye a través del contacto, idea clave en el texto: «La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará porque los extremos se tocan» (Mansilla, 1984, p. 115). Hay en esta figura un vaivén constante de ambigüedades y contradicciones en lo que concierne a su postura con respecto a la cultura letrada y a la cultura indígena, que complejiza su pensamiento. Aunque el narrador desprecia, a veces, las lecciones estudiadas en los escritos pertenecientes a la cultura letrada y europea, también emplea, como ejemplos, citas de Shakespeare o Molière, y él mismo se encuentra escribiendo cartas a su amigo Santiago Arcos, quien es, a su vez, escritor[5]. Estas referencias letradas contrastan con la inclusión, en el texto, de las historias orales de diversos personajes que se cuentan alrededor del fogón y de las que el narrador no cesa de aprender[6]. Cristina Iglesia ha destacado que uno de los rasgos singulares de la escritura de Mansilla es que «transforma la representación de la frontera militar, de un escenario de combate entre una fuerza que avanza, ocupa, reprime y otra que resiste, en un espacio que produce una relación intensa entre los sujetos y sus saberes» (2003, p. 561). En el centro de esta fuerte relación que Mansilla establece con los sujetos, está su vínculo con los lenguaraces. La complicidad y el afecto existentes entre Mansilla y sus lenguaraces no es habitual en los relatos de la época. Los lenguaraces mansillanos son sujetos con nombre propio, con vidas narrables que se intercalan en la trama; son las primeras figuras dentro de los ranqueles con las que el coronel tiene un contacto estrecho y crea lazos afectivos a través de la convivencia con ellos, son su puerta de entrada al mundo ranquelino. El aprendizaje adquirido por Mansilla, en su excursión, pasa, en diferentes niveles, por la comunicación cuerpo a cuerpo y la experiencia compartida con los lenguaraces.

Tiempo, Espacio, Velocidad

La presencia de los lenguaraces en las negociaciones tiene también una implicación de carácter temporal. Ellos tenían una presencia obligatoria en la celebración de los parlamentos ranquelinos, aunque los negociantes hablasen la misma lengua y no fuese realmente necesaria la traducción. El parlamento era la principal institución de negociación entre los hispanos y los mapuches; nace en el siglo xvi y se consolida en el xviii (Zavala, Dillehay, Payàs y Le Bonniec, 2015, p. 36). Documentos de la época reflejan que había un sueldo estipulado para estos intérpretes, lo que da muestra del nivel de institucionalización que este oficio había adquirido en el siglo xix (Perna, 2016, p. 106). Esto manifiesta que el uso de lenguaraces ya no constituye un asunto de lengua, sino que son también un elemento que refuerza la frontera entre las partes, y sirven como una evidencia de la negativa a rebajarse a adoptar la lengua del otro. Los parlamentos tienen un componente ritual, en el que los tiempos están perfectamente estipulados y se respetan: se inician con una serie de interminables saludos, las interrupciones durante la conversación no están permitidas, y los lenguaraces, que siempre se sitúan a la derecha del anfitrión, deben tener la memoria, la calma, la paciencia y la creatividad suficientes para multiplicar las razones de los interlocutores y prolongar así la conversación. La presencia del lenguaraz es también una herramienta de control del tiempo; por ello, en Una excursión, se muestra cómo los caciques y capitanejos ranqueles hacían un uso estratégico de estas figuras, que no se remitía solamente al contexto de la celebración de un parlamento:

Aquella parada a última hora inopinada, que no había formado parte del programa imaginario de nadie, tenía en el ceremonial de la corte de Mariano Rosas un gran significado. [...]. Esta vez el cacique mayor, los Caciques secundarios, los capitanejos, los indios de importancia —como se estila Tierra Adentro— querían verme un rato de cerca, antes de que echara pie a tierra, estudiar mi fisionomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto, asegurarse, por ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que llevaba oculto en los repliegues del corazón. Mariano Rosas creyó engañarme. Estábamos al habla, con tal de esforzar un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me destacó un embajador. Ni una palabra de mi lengua entendía éste. Era calculado. Se buscaba que sin apelación me valiera del lenguaraz hasta para contestar sí o no. Así duraba más tiempo la exposición de mi persona y séquito; se nos examinaba prolijamente (Mansilla, 1984, p. 128).

Mariano Rosas introduce al embajador en la conversación con el único objetivo de conseguir ralentizar el diálogo y lograr así examinar más detenidamente y mejor («prolijamente») la gestualidad y el comportamiento de Mansilla, que se encontraba totalmente expuesto ante los ojos de los indios. De nuevo, la gestualidad y el análisis del movimiento corporal resultan fundamentales en el relato: los indios ranqueles pretenden leer su lenguaje corporal, ya que este puede desvelar mejor sus intenciones («desvelar en mi rostro lo que llevaba oculto en los repliegues del corazón»).

La presencia de los lenguaraces introduce un ritmo más lento en las negociaciones, que puede servir como instrumento de moderación del temperamento, de contención del ánimo, o como su contrapartida: la aparición de la desesperación y de la inquietud. Mansilla tiene ansiedad durante los parlamentos con los indios, que duran «lo bastante para fastidiar a un santo» (Mansilla, 1984, p. 119). Uno de los aprendizajes que el narrador obtiene durante su viaje es el de practicar el arte de la espera y no dejarse llevar por lo que él denomina «la impaciencia patriótica», una frase que resulta crucial para mi análisis (Mansilla, 1984, p. 61)[7]. Paul Virilio considera que la esencia de la guerra es la velocidad y habla de una dimensión dromológica del poder (2008, p. 57). Según este crítico, el poder está estrechamente vinculado al dominio de la celeridad (y, por consiguiente, también al espacio y al tiempo) y, después, a la riqueza. Así, elabora su teoría a la luz de fenómenos del siglo xx y xxi, como son los conflictos interestatales y el terrorismo de Estado, en los que influye el desarrollo de las nuevas tecnologías y que tienen de fondo la amenaza de la guerra nuclear. Las diferencias entre las guerras actuales y el conflicto con los ranqueles son obvias, pero me interesa poner sobre la mesa los postulados de Virilio (2008), así como los de Deleuze y Guattari (1994), por su concepción de la guerra que pasa por otro tipo de violencia, latente, que no se da necesariamente en una batalla y con ayuda de armas materiales. Una excursión a los indios ranqueles es el relato de una espera, la del coronel que ansía ver al cacique para conseguir llevar a buen término su tratado de paz. Mansilla se adentra en el territorio de Mariano Rosas, donde la temporalidad funciona de forma diferente que en la civilización:

Saqué el reloj, y haciéndoselo ver a Mariano, dije: las cuatro. El indio lo miró, como dándome a entender que estaba familiarizado con el objeto y me dijo:

—Muy bueno, yo tengo uno de plata. Pero no lo uso. Aquí no hay necesidad.

— Es verdad —le contesté (Mansilla, 1984, p. 201).

Mariano Rosas es quien posee el dominio del tiempo en esta negociación. Por ello, retrasa la recepción de Mansilla en varias ocasiones, imponiéndole una temporalidad diferente que lo «impacienta» y juega, así, con su estado de ánimo. Las dilaciones de Rosas son estratégicas: unas veces sirven para asegurarse de que el coronel no viaja con más hombres de los que declara, otras son para examinar sus gestos y los de su séquito, pero, por encima de todo, todas son manifestaciones de control de la situación. Mansilla sobrelleva la demora juntándose con los suyos en torno al fogón, esa tribuna democrática del ejército, alrededor de la cual se cuentan historias. Sus lenguaraces, principalmente Mora y la china Carmen, son también consejeros y confidentes del narrador, que le hacen compañía en la espera.

Es desde esa tensión entre la detención impuesta y su capacidad para convertir la demora en entretenimiento y goce de las palabras de donde, como ha señalado Iglesia, surgen sus mejores narraciones (1997, p. 191). Mansilla traslada al lector la morosidad intercalando, en el relato, tanto historias del pasado como sobre las vidas de sus lenguaraces junto con otros personajes varios, y aplazando e interrumpiendo sus relatos: «Habiendo esperado yo tanto; ¿por qué no han de esperar Uds. hasta mañana o pasado? La curiosidad aumenta el placer de las cosas vedadas difíciles de conseguir» (Mansilla, 1984, p. 127). Aquí el autor juega también con la temporalidad con la que se publicó Una excursión inicialmente, esto es, una entrega separada en forma de apostillas, que salía en diferentes días, en el diario La Tribuna.

La figura del lenguaraz es un asunto de tiempo estrechamente vinculado al espacio y a la velocidad. Uno de los términos utilizados para referirse a los lenguaraces es el de baquiano, cuyo significado es ‘guía experimentado en rutas y viajes’ (Rivarola, 1990, p. 81). Mansilla valora positivamente al lenguaraz Mora, entre otras razones, porque lo considera «hombre muy baquiano»; del mismo modo, Juan de Dios San Martín, lenguaraz de Baigorria, sigue al servicio del cacique a pesar de ser un pésimo intérprete por ser un gran conocedor del territorio, que sabe leer y escribir y que guarda, entre sus libros, un tratado de geografía[8]. Para Mansilla el hacerse baquiano es el primer requisito que debe cumplir un buen soldado. No hay que olvidar que él era comandante de Frontera (con aspiraciones a ministro de Guerra), y el fin último de su viaje a Tierra Adentro era elaborar un croquis topográfico con los datos reunidos sobre el terreno para que el gobierno lo utilice cuando sea necesario. Quizá por eso Mansilla puso en el título de su narración la palabra «excursión», cuya etimología proviene del latín excursor, que significa tanto explorador como espía y emisario, en lugar de «viaje», como era habitual en la época (Rodríguez, 2010, p. 352)[9].

Una de las responsabilidades de los lenguaraces era la de guiar por las rastrilladas al forastero y hacerlo llegar cuanto antes a su destino. Habitualmente los baquianos (o chasquis) se separaban del grupo y se adelantaban para dar aviso en las tolderías de la llegada de la visita; su velocidad y su conocimiento de los caminos eran tanto o más importantes que sus conocimientos lingüísticos. La logística, definida como la técnica militar que se ocupa del movimiento de los ejércitos, de su transporte y de su mantenimiento, es, según Paul Virilio, una de las partes más importantes en la organización de la guerra (2008, p. 20). En esta expedición, esta pasa por tener buenos lenguaraces baquianos y, sobre todo, buenos caballos. Deleuze y Guattari, en su Tratado de nomadología (1994), sostienen que el intento por parte del Aparato del Estado —en este caso, representado por Mansilla— de apropiarse de la Máquina de guerra nómade —indios ranqueles— pasa por el control de la velocidad (1994, p. 390). Para estos críticos, solo el nómada tiene la rapidez absoluta que despliega libremente en su espacio liso; para el Estado, estas vidas incontrolables suponen un problema, por eso es preciso canalizarlas y reconducirlas por un espacio estriado, regulado[10]. Desde las primeras páginas del relato, Mansilla está obsesionado con la velocidad: las mulas no soportan bien la marcha acelerada; por esa razón, decide dejarlas atrás y quedarse solamente con sus caballos. El narrador siente que su caravana se mueve con demasiada lentitud y envidia la velocidad de los indios:

De cálculo en cálculo, de sospecha en sospecha, de esperanza en esperanza, mi caravana se movía pesadamente, envuelta en una inmensa nube de polvo. [...]. Dejé mi comitiva atrás, aunque mi caballo iba bastante fatigado, y apartándome del camino, que ya habíamos encontrado, y poniéndome al galope, me dirigí al grupo más numeroso de indios. [...]. Rápidos como una exhalación, varios pelotones de indios estuvieron encima de mí. Era indescriptible el asombro que se pintaba en sus fisionomías. Montaban todos caballos gordos y buenos (Mansilla, 1984, pp. 79-80).

Para Deleuze y Guattari (1994) el Estado debe estriar el territorio que domina o emplear espacios lisos —en este caso, la pampa— como un medio de comunicación al servicio de un espacio estriado. Estos autores citan, a su vez, a Paul Virilio para explicar que «el poder político del Estado es polis, policía, es decir, red de comunicación» (2008, p. 389). Y esta comunicación, en la travesía de Mansilla, ha de entenderse en varias de sus acepciones: a Mansilla y al gobierno de Sarmiento les interesa que el tratado de paz con los indios salga adelante porque lo que pretenden es construir una red de ferrocarril que pase por las tierras ranquelinas y que permita establecer mejores relaciones comerciales. Para llevar a cabo este acuerdo, se han de servir de lenguaraces para comunicar sus intenciones a los indios, quienes ya están enterados debido a que tienen acceso a medios de comunicación, como el periódico La Tribuna. Los lenguaraces baquianos, montados en sus caballos veloces, son los bárbaros migrantes que van y vienen, pasando, una y otra vez, las fronteras, sirviendo de herramienta de traducción entre los dos polos, que pueden convertirse en el mejor aliado del aparato o, también, en su peor enemigo.

Amenaza, Desconfianza, Disuasión

La ambigüedad del lenguaraz, que está, al mismo tiempo, dentro y fuera de la máquina de guerra, se explica por sus orígenes y por los lazos afectivos establecidos entre las dos comunidades. La mayoría de ellos solía ser mestiza, como Mora —cuyo padre había sido también lenguaraz—, renegados, cautivos, rehenes o casados entre los ranqueles; este último es el caso de José, lenguaraz del cacique Baigorria, «vinculado por el amor, la familia y la riqueza al desierto» (Mansilla, 1984, p. 213). Es interesante poner en relación el recelo de los intérpretes con lo que Paul Virilio (2008) denomina deterrence o arte de la disuasión. Para este autor la distinción entre guerra y paz es imprecisa, la célebre frase de Clausewitz se invierte: la política es la continuación de la guerra por otros medios. Vivimos en un estado de guerra constante basado en «actos de guerra sin guerra», una hostilidad pura sustentada en la amenaza más que en la propia batalla (Virilio, 2008, p. 40). Sobre el lenguaraz siempre sobrevuela un halo de desconfianza; por muy estrechos que sean los lazos que Mansilla haya establecido con ellos, la barrera que separa los amigos de los enemigos es muy sutil en Una excursión, en la que abundan los momentos de tensión en los que parece que podría estallar el conflicto en cualquier instante.

En su estudio sobre la mediación lingüístico cultural en las fronteras araucanas, Payàs y Garbarini distinguen tres riesgos principales del uso de los lenguaraces que preocupaban tanto a los indios como a los «civilizados» (2012, pp. 351-357). El primer escollo es que el lenguaraz se ponga al servicio del enemigo y revele información relevante para las negociaciones, como hace la china Carmen transmitiéndole a Mansilla datos sobre los planes y estrategias de Mariano Rosas[11]. El segundo riesgo es que el lenguaraz no sea competente y ponga en peligro la calidad de la producción del sentido; lo que podría haber ocurrido en las negociaciones intermediadas por Juan de Dios San Martín y Juancito, quienes tenían pocos conocimientos de la lengua y, por ello, fueron reemplazados, ya que «era necesario que todos los circunstantes se enterasen perfectamente bien de mis [de Mansilla] razones» (Mansilla, 1984, p. 243). La tercera y última amenaza que distinguen estas autoras es la de que el lenguaraz se independice y actúe por cuenta propia:

Le pregunté a Mora qué habían conversado. Me contestó que el uno me había saludado, y el otro había contestado por mí; que el uno representaba a Mariano Rosas y el otro me representaba a mí, según orden de Caniupán que acababa de recibir.

—Pero, hombre —le observé—, ¿tanto ha hablado solo para saludarme?

—Sí, mi Coronel, es que los dos son buenos lenguaraces —oradores quería decir.

—Pero, hombre —insistí—, si han hablado un cuarto de hora, ¿cómo no han de haber hecho más que saludarme? (Mansilla, 1984, p. 111).

Mansilla parece no acabar de fiarse del todo ni siquiera de Mora, su lenguaraz más querido, quien lo guía y aconseja durante su travesía —e incluso se queda de rehén en las tolderías para asegurar la palabra del coronel—. De ahí que insista varias veces preguntando por el contenido del diálogo. La violencia se traslada aquí desde la batalla al plano psicológico, y descansa, entre otros factores, en la sospecha de deslealtad que persigue a los lenguaraces. Asimismo, esta violencia simbólica se palpa en el trato con los ranqueles y, como ha señalado Iglesia, «irrumpe bajo la forma del acoso casi intolerable de los cuerpos indios sobre el cuerpo del narrador» (2003, p. 561). Los saludos antes de cada parlamento, con sacudidas de manos exageradas e interminables, dejan exhausto a Mansilla, así como la insistencia de los indios en emborracharlo con aguardiente. La figura del negro del acordeón que persigue al narrador es un ejemplo del atosigamiento que padece hasta la extenuación, que desencadena una escena brusca en la que el coronel está a punto de agredir al músico. La suspicacia es mutua: los ranqueles tampoco se fían del comandante ni de su séquito. «Son muy desconfiados estos indios», se repite el narrador a lo largo del relato:

Yo he recogido, a fuerza de maña y disimulo, muchos datos a este último respecto [los caminos de Leubucó], que algún día no muy lejano publicaré, para que el país los utilice. Y digo con maña y disimulo, porque entre los indios, nada hay más inconveniente para un extraño, para un hombre sospechoso, como debía serlo yo y lo era yo, que preguntar por ciertas cosas, manifestar curiosidad de conocer las distancias, la situación de los lugares a donde jamás han llegado los cristianos, todo lo cual se procura mantener rodeado del misterio más completo. Un indio no sabe nunca dónde queda el Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó a Wada. La mayor indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo (Mansilla, 1984, p.131).

Los indios ranqueles guardan con recelo información que puede resultar útil para los «cristianos» por miedo a que se vuelva en su contra. Mansilla percibe y entiende esta desconfianza, aprende sobre el comportamiento de los indios a través de la experiencia de su viaje, y se encarga de recopilar datos relevantes en secreto («con maña y disimulo»), para servir al país. En Una excursión se describe un estado de guerra permanente en el que reina la disuasión. Además de ser el relato de una espera es también la narración de la preparación de una gran batalla —que tendrá lugar en 1879— en la que la información no circula con libertad por parte de ningún bando, y los datos que se revelan, sobre todo los relativos al terreno, están minuciosamente calculados. Debido a la desconfianza, Mansilla describe, en varias ocasiones, su trato con los indios empleando términos relativos a la actuación: «El parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decía, después de los vivas y mueras de costumbre [...], se representará el lindo drama romántico en verso» (Mansilla, 1984, p. 138). Las negociaciones están intervenidas por la simulación y la conciencia del artificio. El narrador calcula estratégicamente sus movimientos para dar la imagen que considera oportuna en cada ocasión. Por momentos finge no entender nada del idioma araucano para que los indios lo crean más inofensivo de lo que realmente es, y en otros opera de manera totalmente contraria, pretendiendo intimidar:

Aprovechando la presencia de Villarreal y de los otros indios, simulé el mayor enojo e indignación; me levanté de la rueda del fogón; paseándome de arriba abajo exclamaba a cada rato:

—¡Pícaros!, ¡ladrones! —rellenando estas palabras con imprecaciones por estilo de ésta—: ¡Ojalá me hagan algo a mí, para que se los lleve el diablo!

Los indios, sin excepción alguna, me oían fulminar rayos y centellas contra ellos, sin decir ni una palabra, sin moverse siquiera de su lugar. [...]. Hecha ya la comedia, pedí más aguardiente, y volví a convidar a los indios del fogón (Mansilla, 1984, pp. 104-05; las cursivas son mías).

Mansilla es consciente del poder que la violencia simbólica posee, que pasa por el miedo y por la amenaza, que puede ser más efectiva que la propia batalla. En Una excursión reflexiona, en numerosas ocasiones, acerca del miedo psicológico:

Entre asustarse y asustar, la elección no es nunca dudosa. Un gran capitán ha dicho que una batalla son dos ejércitos que se encuentran y quieren meterse miedo. En efecto, las batallas se ganan, no por el número de los que mueren gloriosamente, luchando como bravos, sino por el número de los que huyen o pierden toda iniciativa, aterrorizados por el estruendo del cañón, por el silbido de las balas, por el choque de las relucientes armas y el espectáculo imponente de la sangre, de los heridos y de los cadáveres (Mansilla, 1984, p. 77).

Como se deduce de esta cita, para Mansilla la verdadera victoria en una batalla está en la capacidad de disuasión (los que «pierden toda iniciativa», «aterrorizados»), que provoca la huida de los ejércitos. Una de las escenas que da cuenta con mayor claridad de lo premeditado de los gestos de Mansilla tiene lugar cuando un hombre de su séquito entra en el toldo de Mariano Rosas ebrio e interrumpe su conversación: «aquel momento era decisivo para mí. Si me dejaba faltar al respeto por uno de mis mismos soldados era hombre perdido» (Mansilla, 1984, p. 202). Ante la actitud díscola de su hombre, que no atiende a sus advertencias, decide atacarlo con el puñal, de modo que este se asusta y huye. Este gesto servirá para transmitirle a Rosas su audacia, determinación y capacidad intimidatoria.

Para Paul Virilio, la guerra que sustituye a la batalla por la disuasión tiene como principal inconveniente la prohibición de la guerra política, basada en el diálogo y la comunicación entre Estados (2008, pp. 39-40). El miedo y la amenaza de una batalla inminente, que no sería beneficiosa para ningún bando, atraviesa todas las negociaciones de Mansilla con los caciques y capitanejos ranqueles. La disuasión está directamente relacionada con el poder dromocrático (el poder de la velocidad), es su fase emotiva. Virilio distingue tres aspectos del poder imbricados entre sí: poder-mover (promover), poder-saber y poder-conmover (mover emocionalmente) (2008, p. 69). La búsqueda de saber implica siempre un movimiento, una penetración en un territorio desconocido. La excursión de Mansilla Tierra Adentro responde al deseo por parte de este de descifrar, de primera mano, cómo es la sociedad ranquelina, un deseo de obtener información y de hacerlo lo más rápido posible; de ahí su envidia por la velocidad de los indios y su desesperación e impaciencia ante la duración de los parlamentos y ante las dilaciones impuestas por Rosas. El punto último de esta operación es la capacidad de conmoción doble: convencer a los indios de la verdad y los beneficios del tratado de paz, por un lado, y presentar una imagen humanizada de los habitantes de los ranqueles a los lectores de La Tribuna para facilitar una posible convivencia, por otro.

Agradecimientos

Quiero agradecer al profesor Fernando Degiovanni por sus lecturas y comentarios que inspiraron este trabajo en el marco de su seminario Culturas de guerra en el siglo XIX que tuvo lugar en la primavera de 2017 en el Graduate Center de CUNY.

Referencias Bibliográficas

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Mansilla, L. V. (1984 [1870]). Una excursión a los indios ranqueles. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Mendonça, I. (2015). Escribir como se habla: Mansilla y Fray Mocho. Voces oídas y voces escritas en textos de la literatura argentina de fin de siglo xix [tesis doctoral inédita]. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires.

Payás, G. y Garbarini, C. G. (2012). «La relación intérprete-mandante: claves de una crónica colonial para la historia de la interpretación». Onomázein, 25 (1), pp. 345-368.

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Notas

* Doctora en Literatura Latinoamericana por el CUNY Graduate Center. Correo electrónico: loren.paz.lopez@gmail.com
[1] Por ejemplo, Domingo F. Sarmiento escribió su Facundo. Civilización o barbarie (1845) desde su exilio en París, sin haber puesto nunca un pie en la Pampa.
[2] En una estampa necrológica de 1894, Mansilla descalificará a Sarmiento y se referirá a él como «aquel que no poseía las lenguas de contacto» (Mendonça, 2015, p.17).
[3] Existen claras diferencias entre el rol que desempeña un lenguaraz dependiendo de si este es hombre o si es mujer. Según ha analizado Florencia Roulet, lo importante de las mujeres lenguaraces no era tanto su conocimiento de la lengua, sino los vínculos personales que establecían con los dos bandos (2009, p. 308). Los lenguaraces masculinos eran más apreciados por sus conocimientos geográficos y sus habilidades de guía.
[4] En el capítulo 44 de Una excursión, aparece la figura del lenguaraz controlador: «No siendo Juan de Dios San Martín bastante buen lenguaraz, mandaron llamar otro cristiano, hombre de la entera confianza de Baigorrita [...]. Le dije mis primeras razones, intentó traducirlas. No pudo, sus oídos no habían jamás escuchado un lenguaje tan culto como el mío [...]. Al transmitirle a mi compadre Baigorrita mis razones, Camargo y Juan de Dios San Martín, le decían: —El coronel no ha dicho eso. [...]. La conversación continuó, haciendo de intérpretes otros lenguaraces» (Mansilla, 1984, p. 243).
[5] En 1860 Santiago Arcos había publicado Las fronteras y los indios: cuestión de indios, donde proponía que la solución al problema del indio tenía que pasar por su aniquilación.
[6] Julio Ramos ha visto, en la intercalación de estas historias, una crítica a la ideología literaria de la civilización (1986, p. 93).
[7] No es casualidad que, tras el aplazo de la visita al toldo de Rosas, Mansilla pase el tiempo leyendo un tratado titulado La moral aplicada a la política, o el arte de esperar (cap. xxiii).
[8] Con respecto a Mora como baquiano parece haber una incongruencia en el texto. En el capítulo xlii, se dice de Mora que «no hay ejemplo de que se haya perdido en los campos. En las noches más tenebrosas él marcha rectamente a donde quiere» (1984, p. 234). Sin embargo, el capítulo xv contradice estos hechos: «Marchábamos en alas de la impaciencia [...] alargándose la distancia cada vez más, por ciertas equivocaciones de Mora» (Mansilla, 1984, p. 79).
[9] Por ejemplo, el libro de Sarmiento, Viajes en Europa, África i América (1851), y el de su propia hermana, Eduarda Mansilla, quien publicaría, unos años más tarde, Recuerdos de un viaje (1882).
[10] Resulta realmente iluminadora a este respecto la escena del capítulo xlv, en la que se aprecian las dos concepciones del terreno cuando el narrador está utilizando su aguja de marear delante de un indio: «Gualicho redondo, era mi aguja de marear óptica, de la que me había servido infinidad de veces, en la travesía del Río Quinto a Leubucó.

—Eso no es para medir la tierra ─ le contesté.

—Vos engañando ─ repuso.

—Yo no miento.

—¿Y entonces qué haciendo gualicho redondo?

—Era para saber el rumbo, dónde quedaba el norte.

—¿Y para qué haciendo eso, teniendo camino y baquiano?

—Porque cuando ando por los campos me gusta saber derecho a dónde voy» (Mansilla, 1984, pp. 252-253).

[11] La traición de los lenguaraces está estereotipada en la imagen de la Malinche y su relación con Hernán Cortés, así como en la de Felipillo con Francisco Pizarro y Diego de Almagro.


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