DOSSIER
LAS VIDAS PARALELAS DE SUR: OBJETIVISMO E IDEOLOGÍA ENTRE VICTORIA OCAMPO Y MARÍA ROSA OLIVER
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 33, núm. 68, 2022
Recepción: 05 Noviembre 2021
Aprobación: 15 Febrero 2022
Resumen: Según la versión canónica, el origen de la revista Sur se sitúa en el encuentro entre Victoria Ocampo con dos intelectuales extranjeros: el escritor neoyorquino Waldo Frank y el filósofo español Ortega y Gasset. Este ensayo ofrece un relato de origen distinto, a partir del análisis de la relación intelectual y personal de dos de sus miembros clave: su fundadora y directora, la liberal Victoria Ocampo, y su colaboradora y amiga, María Rosa Oliver, militante de izquierda, como la dupla fundacional del proyecto por venir.
Palabras clave: Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, Sur, Ideología, Estudios Culturales.
Abstract: According to the canonical version, the origin of Sur magazine lies in the meeting between Victoria Ocampo and two foreign intellectuals: the New York writer Waldo Frank and the Spanish philosopher Ortega y Gasset. This essay offers an account of a different origin, based on the analysis of the intellectual and personal relationship of two of its key members: its founder and director, the liberal Victoria Ocampo, and her collaborator and friend, María Rosa Oliver, a left-wing militant, as the founding duo of the project to come.
Contar la historia ideológica de Sur no es solo contar los posicionamientos políticos de una revista que, si bien se comprometió, en su fundación, a concentrarse en lo más alto del espíritu humano —es decir, a ser apolítica y universal—, terminó atravesando un siglo cargado de guerras y de conflictos geopolíticos que la obligaron a tomar partido y a pronunciarse. Una historia de sus ideas políticas implica dar cuenta de los encuentros y los devenires de sus diferentes miembros y colaboradores más asiduos: qué relaciones construyeron entre sí respecto de sus puntos de vista ideológicos, de sus militancias, simpatías, rechazos, colores políticos y batallas simbólicas. Se trata, entonces, de contar cruces y alianzas, y de interpretar, subrayando el matiz ideológico, la intensidad de ciertas participaciones, de ciertas exclusiones y de ciertas deserciones (pienso, por ejemplo, en Leopoldo Marechal, en Witold Gombrowicz, en Juan José Sebreli, en Ernesto Sábato).
En este trabajo, me gustaría concentrarme en los dos miembros orgánicos que tuvo la revista desde sus cimientos —su fundadora y directora, Victoria Ocampo, y su colaboradora y amiga, María Rosa Oliver— y pensarlas como la dupla fundacional del proyecto por venir. Tierra incógnita, Sur fue para ellas un lugar inexplorado por mujeres que no saben que son mujeres hasta que se ponen a hacer cosas de hombres y se descubren más mujeres que nunca. La primera le dio a la publicación un implacable corazón liberal; a la segunda le tocó, en cambio, ser el contrapeso de izquierda y la guardiana del carácter objetivo de la revista, a la que llama «una revista de buena fe» (Sur, n.º 195-196, 1951, p. 80). Con la legitimidad de su sola presencia, la figura de Oliver le permitió a la publicación no ser totalmente excluida del arco progresista. Diversos son los episodios que pueden citarse para demostrar que Sur no fue solo de avanzada, sino también una revista plural, pero ninguno fue tan contundente como el papel que jugó María Rosa Oliver en tanto garante de diversidad ideológica en el Comité de Redacción. No era simplemente la cuota de izquierda, sino el equilibrio que hacía posible que la publicación aspirase a la objetividad ideológica, del mismo modo que la falta de accionistas —el hecho de que estuviera únicamente financiada por su directora— garantizaba la libertad de sus contenidos.
En este sentido, me gustaría proponer, a noventa años de su creación, otro origen, otro comienzo para Sur: ni Waldo Frank, ni Ortega y Gasset, sino el encuentro de dos niñas que, coincidiendo en género, nacionalidad y clase, se conocen de lejos, pero no se saludan ni pueden sospechar que, veinte años después, serán las dos vidas paralelas que marcarán el pulso de la revista literaria argentina más influyente del siglo xx.
Una Red de Mujeres
Lo primero que hay que decir es que Sur fue un proyecto endogámico: «Será necesario subrayar la relación personal de familia y de amistad, pues la inclusión y la exclusión del grupo dependieron a menudo de estos factores tan personales» (King, 1989, p. 15). El equipo embrionario de los primeros números eran Victoria Ocampo, su hermana Silvina, su cuñado Adolfito Bioy Casares, su primo Eduardo Bullrich, su amiga María Rosa Oliver, su amigo y amante Eduardo Mallea, Guillermo de Torre, marido de Norah Borges, y Jorge Luis Borges, hermano de esta (King, 1989, p. 65), a quien Victoria ya había conocido en 1924 a través de Ricardo Güiraldes, marido, a su vez, de su amiga Adelina del Carril.
De esta endogamia en la escena fundacional de Sur, podemos reponer la red que arman las mujeres: para la Victoria de los años veinte, son claves las figuras de Elena Bebe de Sansinena, de Amigos del Arte, de Tota Cuevas y de las hermanas Del Carril. Es en casa de Julia, casada con Ernesto Vergara Biedma, donde Victoria conoce a Ortega y Gasset. Adelina y Delia, por su lado, traen cada una un marido poeta a la intimidad del grupo: Ricardo Güiraldes y Pablo Neruda. Delia, alias «la hormiguita», había sido, de joven, militante del Partido Comunista parisino y fue, después de su unión a Neruda, afiliada al Partido Comunista de Chile.
La fracción comunista del grupo de patricias se resume en dos integrantes: Delia del Carril y María Rosa Oliver, activista incansable de la causa durante todos los años que colabora en Sur codo a codo junto a la liberal Ocampo. Hay otro personaje, también comunista y también central en la creación de la revista, Waldo Frank, el famoso amigo extranjero que ve, desde afuera, lo que, desde adentro, sus amigas argentinas no podían ver: que la relación entre Victoria y María Rosa era la condición de existencia más determinante para Sur.
Otro Origen para Sur
Todo relato sobre la fundación de Sur —ya sea en boca de Ocampo a lo largo de los numerosos aniversarios de la revista o los que repone la crítica— pone tanto a Waldo Frank como a Ortega y Gasset en primer plano. Se suele también mencionar a Eduardo Mallea. Es sabido, a su vez, que el primer proyecto de Frank incluía, además de a Ocampo, al editor argentino Samuel Glusberg y al escritor peruano José Carlos Mariátegui en un anhelo de comunismo internacional fraterno que uniera a todos los países de América (la revista iba a llamarse, de hecho, «Nuestra América»). Sin embargo, existe la posibilidad de otra lectura: pensar, a modo de hipótesis, en la amistad entre Ocampo y Oliver como germen primero de la revista, dos mujeres que, estando tan cerca, necesitaron de la mirada legitimadora de un amigo en común —un amigo extranjero, comunista y judío— para descubrirse a sí mismas.
La historia empieza, entonces, con el destino de dos niñas que, ávidas de libros y en plena edad salvaje, se ven por primera vez en un gran hotel parisino donde sus familias suelen pasar temporadas. Dos autodidactas tanto en el plano del conocimiento y del estudio como de la vida pública que les espera, dos mujeres subeducadas para los lugares que igual terminarán ocupando con talento y éxito a lo largo de sus vidas.
Cuando, en 1930, Frank le dice a María Rosa Oliver que tiene que hablar con Victoria Ocampo, Oliver sabe perfectamente a quién se refiere y, sin embargo, parece estar sorprendida. Más tarde dirá: «El proyecto de revista se redujo a un pretexto del destino para que nuestro encuentro se produjera» (Oliver, 1969, p. 259). Frank es el mediador, pero no hace sino unir lo que estaba destinado a ser unido.
María Rosa Oliver es un personaje clave en el origen de Sur: es quien participa de las conversaciones preliminares a la creación de la revista, la única otra persona, además de Ocampo, que se sienta a discutir con Pedro Henríquez Ureña y con Alfonso Reyes los objetivos de la revista, y tiene la perspicacia de leer, en las sonrisas escépticas de sus amigos latinoamericanos, una cifra de la inocencia (y la ignorancia) que une a las dos amigas argentinas (Oliver, 1969, p. 236).
Un Perfil Político de María Rosa Oliver
De la figura de Oliver, lo primero que salta a la vista es el oxímoron vital que encarnó: reducida a una silla de ruedas a los diez años por una polio, es una mujer que recorrió incansablemente el mundo. «No puedo negarme a la acción» (Barrera Calderón, 2012, p. 220) es una cita que resume su personalidad. Fue una verdadera mediadora cultural, que hizo posible la circulación y el acceso a las ideas y al activismo, la que tejió, finalmente, la red comunista entre la Argentina y el mundo. Si Delia era una hormiga, María Rosa Oliver fue una magnífica araña.
Se dice de ella, en La Novela Semanal, «María Rosa Oliver, [es] una niña de nuestra aristocracia que está obsesionada por el problema obrero y desea ardientemente conocer la Rusia de los soviets» (Bertúa, 2017, p. 1). Sin dudas, una figura fuera de lo común que, en lugar de renegar de su propio privilegio de clase en pos de una nueva pertenencia política, fue capaz de convertirlo en la base eficaz para el desarrollo de su militancia comunista:
Se trata de un uso estratégico y político de un capital social que Oliver emplea al servicio de una agenda, en principio, antagónica a los intereses de la élite de la que ella misma provenía. [...] empleó su habilidad y su capital social para trabajar —en parte con una misión diplomática internacional como la que tuvo en Washington— y para generar conexiones y relaciones que contribuyeron a formar unidades no solo culturales, sino también políticas (asociaciones de mujeres, organismos regionales y locales) (Fernández Bravo, 2017, p. 134).
María Rosa, además de trabajar en Sur, tuvo un desempeño activista bastante espectacular. En los treinta, fundó y fue presidenta de la Unión Argentina de Mujeres, y participó de la Comisión de Ayuda a la España Republicana. En 1941, frente a la invasión alemana a la URSS que terminó de romper lazos entre comunistas y miembros de la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE), fundó la Junta de la Victoria, importante organización proaliada que, al igual que la UAM, «le permitió al comunismo concretar exitosamente una política frentista y articular agendas que hasta ese momento dialogaban costosamente, como la clase y el género» (Petra, 2020, § 9). Entre 1942 y 1944, fue asesora cultural de la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (OCIAA), invitada por la administración Roosevelt, organismo creado bajo la política del buen vecino. Al final de la Segunda Guerra, participó activamente del Movimiento por la Paz, impulsado y financiado por la URSS. Es decir que lo que en Victoria se percibe sin titubeos como cosmopolitismo, en María Rosa Oliver es verdadero internacionalismo; vale la pena mencionar que, en 1946, el gobierno de los Estados Unidos le prohíbe la entrada al país bajo la calificación de agitadora internacional.
Es durante los años treinta cuando ambas mujeres desarrollan una conciencia política. Se puede leer el impacto que tiene en sus vidas el golpe de Uriburu, que hace caer la falsa imagen que tenían hasta entonces de la Argentina como una democracia estable en contraste con los demás países del continente. En las memorias de Oliver, se delinea con claridad el rumbo que la autora irá tomando, capaz de separarse de sus creencias de origen al punto de desarrollar una mirada interseccional respecto de los derechos de las mujeres; Ocampo, en cambio, siempre supeditará la noción de clase a la de género. En este sentido, su militancia feminista se vuelve, por momentos, obtusa, como puede observarse en la conocida polémica con José Bergamín, en 1937: cuando ella compara las injusticias padecidas por su género con los del proletariado español, él le responde: «¡Que Dios le perdone, Victoria Ocampo, esa… delicada coquetería!» (Sur, n.º 33, 1937, p. 104).
Las dos causas políticas que unen a las dos amigas son la guerra civil española y la situación de la mujer en la Argentina. En el caso de María Rosa Oliver, su primer contacto con la política es a través de los exiliados españoles que conoce en Buenos Aires. En el caso de Victoria, es, en 1936, a propósito de una ley que recortaba aún más los derechos de la mujer, que se lanza a su primera militancia. Una comunista, la otra liberal, y ambas feministas. Ese mismo año, fundaron juntas la Unión Argentina de Mujeres (UAM). Si bien es importante analizar cómo y a qué costo, resulta innegable que el comunismo fue un agente clave en la lucha antifascista y lo fue también para el feminismo.
La Retórica Oliver
En sus intervenciones, la escritora argentina se destaca por un estilo retórico sutil y punzante, un tono afín a la figura de la justiciera que no le teme al reproche y que comparte, aunque desde veredas opuestas del pensamiento político, con su amiga Ocampo. Repasemos algunos ejemplos donde puede verse la astucia de la réplica y la sutileza del altercado que caracterizó a María Rosa Oliver.
Entre las distintas polémicas que la revista anima en los años cuarenta, hay un debate sobre «Temas sociológicos y relaciones interamericanas», la especialidad de María Rosa Oliver, en el cual sus intervenciones se reducen, a veces, a rápidas acotaciones agudas, tan perfectamente irónicas que la pintan de cuerpo entero. Un gran momento es cuando Arnaldo Orfila Reynal expone pomposamente la necesidad de que las sociedades sudamericanas reconozcan «todo [su] valor indígena» y entren en contacto con «el elemento popular», y termina su discurso diciendo, desde una argentinidad ilusoriamente europea: «Cuando los argentinos van a Bolivia, por ejemplo, vienen desesperados o desanimados y desilusionados porque ven el estado del indígena, en estado de atraso social en el que se encuentra». María Rosa Oliver le responde con la velocidad de un látigo: «¿Y si fueran a Santiago del Estero, cómo volverían?» (Sur, n.º 71, 1940, p. 115).
Ese ingenio de Oliver aparece cuando recuerda a Mario de Andrade, que acaba de morir, y cuenta la siguiente anécdota: hablan de los Estados Unidos, Andrade le dice que rechazó viajar allí en distintas oportunidades y agrega «¿sabe usted que tengo sangre negra?». «Miré rápidamente al intelectual blanco y bien vestido, y él, leyendo en mis ojos lo que no tuve tiempo de contestar, prosiguió: ya lo sé, yo no sufriría por ello, pero otros iguales a mí sufren» (Sur, n.º 126, 1945, p. 43). Con una sola mirada, Oliver desenmascara a su amigo. Cuando sea ella quien viaje a los Estados Unidos, en el marco de la guerra contra el nazismo, dirá: «Me parece absurdo que mi contribución a la lucha contra Hitler tenga que darse en un país racista» (Oliver, 1981, p. 151).
Agreguemos a estos ejemplos otro, en donde, más que el ingenio, sorprende la determinación de la intelectual argentina. Oliver no teme afirmar posiciones fuertes, polémicas, como la que toma frente al suicidio de Storni: después de reivindicar la valentía que tuvo la poeta de ser «toda una mujer» (Sur, n.º 49, 1938, p. 88), avala el suicidio como una decisión de integridad. Es decir que habla, en 1938, del derecho a elegir cuándo y cómo morir.
La Única Posible Garante de Objetividad
Sobre la función de Oliver como garante de la objetividad de Sur, podemos leer sus ríspidas intervenciones en la sección «Rectificaciones» de la revista. En el número 166, de 1948, publica «Rectificación a un comentario de Sur», donde acusa al «Calendario» de la revista de emitir juicios personales negativos sobre el exvicepresidente americano, ahora candidato a la presidencia por el partido progresista, Henry A. Wallace. Juicios que, «por pertenecer a la comisión directiva de Sur —dice Oliver—, me siento en el deber de rectificar» (Sur, n.º 166, 1948, p. 84). El texto del «Calendario», al acusar a Wallace de recibir financiamiento del partido comunista y de ser, en el fondo, un candidato comunista («un voto por Wallace es un voto por Stalin», dice la nota), le da el pie para defender la postura de una tercera fuerza y hacer un decálogo progresista que postula, como derechos universales, valores afines al ideal comunista.
En el número 195-196, de 1951, publica «Contestación a Criterio», donde le pega una paliza perfecta a la revista conservadora filonazi, dejando al descubierto que, a diferencia de Sur, ellos son fascistas, antisemitas y eclesiásticos: «Nunca he ocultado mis simpatías y diferencias políticas, pero nunca he utilizado la revista Sur para hacer proselitismo político de ninguna especie. Pertenezco a ella desde que se fundó, colaboro en ella con el mayor gusto [...], es una revista de buena fe» (p. 80).
Al año siguiente, en 1952, en el número 221, además de una nota que refuta los dichos de Neruda en contra de Sur, en el «Calendario», Alfredo Weiss se refiere a la pelea entre Camus y Sartre a propósito de la Guerra de Corea, y afirma una postura ideológica a favor del francés argelino calificando la paz de «siniestra» (p. 161). En el número siguiente, Oliver escribe «Sobre una nota del “Calendario”», donde, además de apoyar la paz, dirige una acusación directa a los accionistas que lucran con las guerras. Termina reivindicando la revista de su amiga, que vive sin dinero de ninguno de ellos (ni siquiera cuando tuvo un accionista de carne y hueso Victoria aceptó perder su autonomía total): «Y menos Sur, una revista que para subsistir nada les debe a esos accionistas, ni a los que lucran cerca de ellos. Sur ha tratado siempre de ser una revista objetiva. En la nota, el redactor del “Calendario” contraría este bien intencionado propósito» (Sur, n.º 222, 1953, p. 146).
Es en 1958 que tiene lugar el quiebre, cuando Oliver recibe el «Premio Lenin de la Paz», y Sur publica una nota sin firma titulada «Premios literarios argentinos. El premio Lenin», donde le reprocha, con un estilo sutil que esconde una violencia brutal, que lo haya aceptado. Lo nombra cada vez como «ex-premio Stalin» y expone su catálogo de ganadores como si fueran una colección inclusiva de exotismos: un físico indio, un exministro francés, un sacerdote budista de Ceylán, un profesor de derecho internacional vienés, un poeta soviético y un católico italiano. Oliver le responde por carta, fechada en Moreno, febrero 15 de 1958:
Querida Victoria: Acabo de leer en SUR la nota sobre el Premio Lenin. Como no quiero tener reservas mentales contigo [...] te escribo enseguida. Por haberse publicado en tu revista la nota me ha entristecido: si hubiera aparecido en otra publicación la habría olvidado no bien leída (Pierini, 2017, pp. 120-121).
Participa, sin embargo, en 1959, del debate acerca del caso Lolita. Y no es poco interesante su posición. A la pregunta de la revista «¿Cree usted que un poder político deba ejercer la facultad de censurar obras literarias?», Oliver responde: «No un “poder político”, pero sí una comisión integrada por personas responsables de todos los sectores de la sociedad y de todas las corrientes del pensamiento» (Sur, n.º 260, p. 57). Hay que decir que ya ha ocurrido la Revolución Cubana y el activismo internacional de Oliver ya no está más financiado por el gobierno estadounidense como durante los años cuarenta, sino por el Kremlin. La posición de María Rosa incluye conceptos como «profilaxis moral para la sociedad entera» y habla de una «[censura] preventiva más que punitiva» (1959, p. 58).
En 1949, sin embargo, en ocasión de la publicación de la novela Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, acusa la censura de la dictadura, «inconfesada censura basada en un mal entendido nacionalismo es más poderosa de lo que llegábamos a sospechar los desconfiados» (Sur, n.º 177, p. 73). En pleno peronismo, se refiere a «la terrible fascinación que este libro ejerce sobre el lector hispanoamericano, sobre los patriotas (sin comillas)» y se pregunta:
… ¿cuál de nosotros no ha vivido o vive bajo el temor de ver a su país sometido al capricho de algún Nerón arbitrario que ni el coraje tenga de matar a la luz del día, que haga de cada casa una catacumba a flor de suelo y cuyas órdenes de captura, tortura o muerte lleguen, dadas nadie admite por quién, sucias y furtivas como salen las ratas de las cloacas? (Sur, n.º 177, 1949, p. 75).
En los sesenta, después de la Revolución Cubana, las cosas terminan por complicarse del todo. En abril de 1961, La Nación reproduce las declaraciones de Sur contra la Revolución Cubana; María Rosa Oliver le escribe entonces a su amiga pidiendo que se la desvincule del Comité de Redacción y señala, entre otros fundamentos de su discrepancia: «El actual gobierno de Cuba no fusila indiscriminadamente ni realiza “operaciones masacre” como aquella que hace cinco años, una medianoche, se realizó en Boulogne» (Pierini, 2017, p. 115).
Conclusión
Ellas nunca cambian —cada una envejece, de hecho, cada vez más parecida a sí misma—; es el mundo el que cambia, como si una grieta dividiera la tierra en dos y dejara a una de un lado y a otra del otro. Dice Adriana Petra:
Cuando la «utopía liberal» de esa comunidad americanista forjada por la guerra y el fascismo se desmorone por el redoblado enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, la posición, por cierto poco incómoda, que ocupaba María Rosa Oliver se deslizará hacia un opción que ya no podrá ser observada como un izquierdismo genérico. Son las condiciones, más que su modo de observar el mundo, las que cambian (Petra, 2020, § 16).
Si en 1943 Victoria y María Rosa (Ocampo, 1997) se divertían como las niñas que fueron viajando juntas a los Estados Unidos (la anécdota del viaje en avión en el que María Rosa coquetea con el azafato es un buen ejemplo), en 1952, la sola idea de ir a Mar del Plata resulta agotadora. Oliver le escribe a Mistral:
No sé si iré a Mar del Plata. Vic [Victoria Ocampo] está obsesionada con el comunismo y no tengo ganas de discutir inútilmente. Siento, y no dejo de lamentarlo por ella, que hoy mi vida es más plena que la de ella. No me siento sola y jamás estoy aburrida. Me llamas idealista. Quizás lo soy, pero si no lo fuera mi vida no tendría razón de ser [...] No es verdad que hay una paz comunista y otra que no lo es. La paz como la guerra es una. Se trata de optar por la primera (Petra, 2020, § 20).
Habiendo tenido tantas cosas en común (Lojo, 2017) —la amistad, la clase, el género y la escritura autobiográfica, la lucha antifascista, la participación conjunta en el homenaje a Churchill que Sur publica en 1941, en el número 87, el viaje a los Estados Unidos de 1943—, el rumbo polarizado del mundo en los años de la Guerra Fría terminará por separarlas. Pero, a modo de conclusión, cerremos esta historia con el voto de confianza definitivo, el del afecto, el que afirma que el amor que las une es más fuerte que cualquier posición ideológica. En «Recuerdos sobre recuerdos», Ocampo escribe acerca de Oliver: «Si el camino es el del amor, todo camino nos llevará al mismo punto central» (Sur, n.º 295, 1965, p. 85).
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Notas