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IMAGINARIOS DE LA CRUCIFIXIÓN Y DE LA RESURRECCIÓN EN LA LÍRICA DE MANUEL CASTILLA
Gramma, vol. 32, núm. 67, 2021
Universidad del Salvador

Dossier

Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 67, 2021

Recepción: 28 Octubre 2021

Aprobación: 22 Noviembre 2021

Resumen: Manuel J. Castilla (1918-1980), a pesar de no ser un autor explícitamente confesional, en su obra utiliza con frecuencia los términos «crucifixión» y «resurrección». Más allá de su contenido teológico implícito, el autor, que se movió en un medio cultural tradicionalmente signado por el cristianismo, los usa para expresar la inefabilidad de una experiencia numinosa, a la que estos términos agregan un plus de significado.

Palabras clave: Manuel Castilla, Crucifixión, Resurrección, Poesía, Experiencia Numinosa.

Abstract: Even if Manuel J. Castilla (1918-1980) wasn’t a confessional author, he often refers in his poems to terms such as “crucifixion” and “resurrection”. The poet, who lived in a traditional Christian environment, uses these words beyond its theological meaning in order to express the ineffability of a numinous experience, because these terms add an extra meaning to it.

Keywords: Manuel Castilla, Crucifixion, Resurrection, Poetry, Numinous Experience.

Dentro del panorama de la poesía argentina y, en particular, de la región del NOA, la lírica de Manuel J. Castilla (1918-1980) ocupa un lugar preponderante. Esta relevancia se da en dos ámbitos diferentes. Por un lado, sus poemarios le valieron reconocimientos tales como el Premio Nacional de Poesía ―en dos ocasiones―, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y un doctorado honoris causa de la Universidad de Salta. Por el otro, obtuvo un reconocimiento masivo como letrista de composiciones de proyección folklórica, tales como «Balderrama», «La pomeña» o «La arenosa», entre muchas otras, gracias a la fructífera relación creativa que entabló con músicos como Gustavo Leguizamón, Eduardo Falú y Rolando Valladares.

A pesar de esto, los estudios acerca de su figura son escasos. Podemos citar a Aldo Parfeniuk, autor de Manuel Castilla. Desde la Aldea Americana (1990), o el volumen compilado por Amelia Royo y Olga Armata, Por la huella de Manuel J. Castilla (2007). Algunos investigadores, como Ricardo Kalimán y Graciela Maturo, también han escrito acerca de su figura. Por lo general, estos estudios tienden a rescatar su cariz de poeta americanista. En este trabajo, proponemos un abordaje diferente: analizaremos algunos textos de Castilla en los que aparece una dinámica recurrente, la de crucifixión-resurrección, no señalada por la crítica anterior, e intentaremos establecer qué rol cumplen en el discurso. Para ello, nos valdremos de los aportes de distintos campos: la crítica literaria, la teología, los estudios del folklore y la hermenéutica simbólica.

Castilla y los Crucificados de la Tierra

Manuel Castilla no era un autor de probada confesión religiosa, como sí lo fue su amigo y mentor, Juan Carlos Dávalos. Más bien podríamos decir que, por criarse y vivir toda su vida en una sociedad marcada en buena medida por el cristianismo hispánico, absorbió los elementos de la cosmovisión cristiana de su sustrato cultural, nutrido también, en buena medida, con la espiritualidad aborigen de los pueblos del NOA (Bianchetti, 2018, pp. 37-38). Por ese motivo, antes que atribuir livianamente una significación religiosa a los términos que utiliza, debemos estar atentos a que el texto lo habilite a fin de intentar un abordaje hermenéutico. Dicho esto, resulta llamativo el empleo frecuente de vocablos como «crucifixión» o «resurrección» en un nutrido grupo de poemas.

Comenzaremos por el primero de estos términos. Aclaremos en principio que, desde sus inicios, y en particular en su poemario Copajira (1949), la lírica de Castilla refiere la situación de los desposeídos, llámense mineros, hacheros, campesinos o aborígenes. En este caso, de entre los numerosos textos que testimonian este compromiso social, pondremos la mirada en algunos en los que esa situación de marginación es expresada en términos religiosos; por ejemplo, cómo esta pobreza inmerecida e indeseada tiene, al mismo tiempo, ciertos rasgos bíblicos. En un poema de 1941, que lleva por nombre «Indio», dice lo siguiente:

  1. Están marchitas las flores

  2. de tu dolor, pero queda

  3. en pie tu vida de roble

  4. y ya está echando raíces

  5. tu santa venganza de hombre (Castilla, 2015, p. 26).

La «santa venganza» de la que habla no es la venganza humana, que, desde el punto de vista ético, goza de mala consideración. Sería imposible delimitar qué alcance quiso darle el poeta, pero hay un equivalente bíblico para referir a la venganza que se impone como deber de justicia y que dará origen a instituciones hebreas como el go’el, el vengador de la sangre justiciero, que obra en nombre de Yahveh. En efecto, «[en la Biblia] la venganza designa en primer lugar cierto restablecimiento de la justicia, una victoria sobre el mal. Si está siempre prohibido vengarse por odio del malvado, es en cambio un deber vengar el derecho atropellado» (Léon-Dufour, 1993, p. 926).

Como vemos, hablar de «santa venganza» no es algo extraño a las Escrituras. En el poema «Luna para tu frente», de Luna muerta (1943), irá más lejos: llamará «santa» ya no a la venganza, sino a la pobreza, en posible sintonía con el espíritu de las bienaventuranzas (Mt. 5, 3-12; Lc. 6, 20-26):

  1. Yo diré de tu vida

  2. chata como tus «huetes» [sic],

  3. de tu santa miseria

  4. y tu monte caliente […] (Castilla, 2015, pp. 56-57).

Si no se la entiende desde el plano evangélico, resulta escandaloso y contradictorio que llame «santa» a la situación de marginación que tantas veces condenó. Lo mismo ocurre con el verso siguiente, tomado de «Luna santa» del mismo libro:

  1. Indio sufrido y mudo del Ingenio

  2. ¡qué puros tu dolor y tu tristeza!

  3. Mira, tu luna tiene, como un santo,

  4. un anillo dorado en la cabeza (Castilla, 2015, p. 68).

La luna, que acompaña la suerte del indio, se apropia de la aureola con que la iconografía cristiana distingue a los santos. A partir de allí, no sorprende que lo conduzca a una identificación con la figura del crucificado, como vemos a continuación:

  1. Ese que va por la noche, sombra en la sombra perdido,

  2. la pena que lo acompaña se le alarga en el silbido.

  3. Cantando en el monte, mi canto me quiere crucificar

  4. el lucero entre las ramas su llanto empieza a colgar […] («El silbador», zamba; en Leguizamón,

  5. 2017, p. 45).

El texto dice que a quien, convertido en sombra, intenta conjurar el dolor con su música, el propio canto se le vuelve cruz: el recuento de las penas dibuja dos leños, las ramas en los que se colgará el llanto. En algunas versiones musicales, el último verso de esta estrofa varía: «A mi cruz con esta copla / le falta un palo nomás». En este caso, se completaría el círculo semántico cruz-canto. Algo similar le ocurre al protagonista de esta zamba:

  1. Cantor pobre de los montes

  2. borracho en las madrugadas

  3. la guitarra con su sombra

  4. lo llevan crucificado […] («Canción del obraje», en: Leguizamón, 2017, p. 27).

Aquí vemos que la guitarra se asocia a la sombra del guitarrero, aunque él mismo no sea hachero; en otros versos de la zamba, dice que su función consiste, precisamente, en animar la vida y el trabajo de los demás. Lo que comparte, entonces, es la cruz de su propia vida; las sombras de la noche y de su existencia lo crucifican en la madera de la guitarra. Y más decididamente oscuro se vuelve en estos versos que, ahora sí, reflejan la vida del hachero, en el poema homónimo de Norte adentro (1954).

  1. Ya no eres sino un gajo de sangre

  2. reposando en el catre crucificado en cuatro horcones

  3. una quietud de trapo remojado en sudores

  4. y una fuerza que apenas late en una forma […] (Castilla, 2015, p. 152).

Aquí la cualidad de crucificado se manifiesta en la precariedad de las condiciones de vida y en el sufrimiento del hachero, reducido a «gajo de sangre» y a «trapo remojado en sudores», habitado por una fuerza que late muy levemente. La asociación entre un ser humano sangrante y la cruz remite inevitablemente a Cristo crucificado. Ahora bien, cuando se ha consumado la muerte física, el cuerpo desciende de la cruz. En «El ahogado», dice: «Está flotando, descrucificado, / hinchada apenas la camisa blanca» (Castilla, 2015, p. 291). Es decir, el muerto, al dejar de sufrir, está «descrucificado», porque, para él, ya acabó la cruz.

Varias cuestiones llaman la atención en todos estos versos que acabamos de citar. La primera tiene que ver con que estas referencias se hacen presentes ya en el primer poemario y lo acompañan hasta sus textos póstumos; por lo tanto, no podemos decir que se trate de una ocurrencia pasajera, sino de una intuición que acompañó a Castilla a lo largo de toda su obra. La segunda cuestión aparece tanto en sus poemas como en varias de sus zambas; es decir, no reservó este recurso para la poesía ilustrada, para un lector in fabula cuya enciclopedia le permitiera reconocer intertextualidades bíblicas, sino también para la lírica popular, la que se canta en peñas y en fogones. La cruz es un significante ampliamente extendido. Quizás la clave está en un verso muy revelador de «Suelo quedarme solo»: «Miren conmigo una cruz del camino como un pedazo de uno» (Castilla, 2015, p. 353). Aquí se consuma el sentido: todos estamos atravesados por la cruz. Por eso es posible la identificación, y así se explica la permanencia diacrónica del símbolo.

Por último, tomaremos un poema en el que también se hace referencia a un crucificado, pero en este caso, no es siquiera un ser vivo, sino un objeto inanimado: «El noque», perteneciente a Andenes del ocaso (1967). El vocablo ‘noque’ refiere al nombre que reciben los antiguos recipientes de cuero utilizados en la elaboración del vino, ya sea como depósitos para la fermentación o para su transporte, al estilo de los tradicionales odres españoles. Si el vino tiene un significado ambivalente, puesto que anima la fiesta y consuela en el dolor, más lo tiene en este poema el recipiente en el que se lo comienza a producir.

  1. Caído,

  2. piel de una sombra oscura y crucificada.

  3. Empozado, cavado.

  4. Triste hueco del aire.

  5. Cuero inocente, piso de mi espíritu.

  6. Casi como yo mismo dormido y olvidado.

  7. […].

  8. Sombra de toro, viva,

  9. te miro y veo dentro de tu entraña baldía

  10. la huella espesa de las borracheras.

  11. […].

  12. Nido del vino.

  13. Cáscara estremecida de los sueños,

  14. pozo alegre,

  15. toro tragándose su sangre

  16. hasta que una canción se hunde sobre sus ojos

  17. como el lago más triste con que piensa el crepúsculo (Castilla, 2015, pp. 246-247).

Resulta llamativo que designe como «crucificada» a la piel de un animal inerte, a un objeto que, de hecho, está destinado a producir o eventualmente a transportar el vino que alegrará la fiesta; pero la extrañeza desaparece cuando dice que es el «piso de mi espíritu. / Casi como yo mismo dormido y olvidado». Quien está crucificado, entonces, no es el toro, no es la piel, no es el noque: es el propio yo lírico, anegado en vinos, de cuyos sueños solo ha quedado la «cáscara estremecida», un «triste hueco del aire». El noque, «nido del vino», le recuerda la alegría, pero también su hombría y su fecundidad heridas, representadas en la doble referencia al toro[1], que se traga su sangre. Por cierto, la conexión entre vino y sangre, aun sin connotaciones cristológicas, es por demás sugerente y habitual. Ese es el motivo por el que, como crucificado, se hunde en el lago de sus canciones desde la conciencia del crepúsculo, de la luz que se va, de la victoria, transitoria o no, de la noche.

¿Acaso Castilla tenía presente, al escribir este poema, el cuadro de la escuela cuzqueña El Cristo de la viña, que se encuentra en la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria o de la Viña, en el corazón de la ciudad de Salta? En él se ve al Cristo de la Pasión pisando las uvas en el lagar o noque, con la cruz a cuestas. No lo sabemos, pero sí nos animamos a afirmar que conocía esta pintura y que la debe haber atesorado en la memoria. A este cuadro, su amigo Santiago Sylvester le dedicó estos versos: «Cristo que pisa uvas para todos, y todos / reciben el vino de una salvación eventual» (Sylvester, 2016, p. 23). En ese «todos» están contenidos incluso quienes, como Castilla, no tenían una pertenencia eclesial institucional.

Finalmente, la cruz aparece también ligada a la entrega. En un largo poema de Bajo las lentas nubes (1963), encontramos estos versos:

  1. La madre, entonces

  2. ―oh, pura flor tan tuya―,

  3. desde la leche niña de los choclos, miraba.

  4. Como el río del cielo bajaba de la noche

  5. y en la verde ternura del maíz

  6. como crucificada se nos daba (Castilla, 2015, pp. 195-196).

Asociar la cruz al sacrificio generoso ―en este caso, de una madre― muestra un sustrato cristológico evidente. En el lugar idealizado que la madre ocupa tanto en el imaginario colectivo como en la propia obra y en la experiencia personal del poeta[2], esta es vista como providente. Lo llamativo es que esa providencia se muestre bajo la figura del sacrificio de la cruz. No es una simple ternura maternal, una imagen edulcorada comparable a tantas otras: es una entrega total, una donación completa de sí, en la que vida y muerte se entremezclan. La crucifixión y la kénosis[3] a ella asociada son, en este contexto, la forma o figura estética[4] con que se representa el don.

La Resurrección como Modo de Trascender la Muerte

Entramos ahora en la contrapartida de esta polaridad de la que hablábamos: la posibilidad de trascender la muerte. En efecto, la poesía del salteño expresa, en reiteradas oportunidades, una idea de la continuidad de la vida. En sus elegías, dirigidas a personas muy vinculadas a sus afectos, el yo lírico da testimonio de una idea recurrente: la impotencia de la muerte para borrar, en forma definitiva, la existencia de quienes han dejado este mundo. He aquí algunos de los numerosos ejemplos que lo muestran:

  1. Ya estás conmigo bajo otro sol que lo quebranta todo y lo alimenta,

  2. con tu pelo violento y lacio quemándote la nuca y la cintura

  3. y tu ademán perdido volviéndosete vuelo entre las manos

  4. como si recordaras mariposas y raíces y aguas […]

  5. («Responso por María Adela Agudo», Castilla, 2015, p. 149).

  1. Yo sé que he de encontrarte, ya niño distraído,

  2. de cara al cielo de la siesta […]

  3. Sí. Yo sé que todo esto que me pasa me volverá a ocurrir […]

  4. («Elegía», Castilla, 2015, p. 173).

  1. Nunca sabré, Raúl, por qué te estoy diciendo estas cosas

  2. ahora que me escuchas sonriendo desde tu muerte […]

  3. («Réquiem por Raúl Galán», Castilla, 2015, p. 205),

  1. Después, si ya estoy muerto,

  2. échenme arena y agua. Así regreso (Castilla, 2015, p. 298).

  1. A la memoria del Pila Díaz, hermano,

  2. que da serenatas con los ángeles (Dedicatoria que encabeza Posesión entre pájaros, 1966).

Reunimos ex profeso todos estos fragmentos porque vemos en ellos un elemento común: la muerte no ha impedido que la vida de los seres queridos continúe, incluso con características similares a las que tenían en su paso por la tierra. Referencias similares a estas se cuentan por decenas, y sería ocioso analizarlas todas. Nos detendremos, además, en un dato paratextual: la manera en que titula estos poemas, como «elegía», «réquiem», «responso». Hay algo de plegaria en esa manera de nombrar. Asimismo, podemos percibir, desde otra perspectiva, una adhesión al mito del eterno retorno. Debemos diferenciar, sin embargo, la continuidad de la vida tal como es entendida en el sustrato cultural aborigen ―con su serie de rituales, momificaciones, utensilios, etc.―, de cómo aparece en el cristianismo subyacente en esta herencia cultural de la que hemos hablado. En efecto, para los pueblos que integraban el Tahuantisuyu,

… la muerte era sencillamente el pasaje de esta a la otra vida. Por eso nadie se atormentaba frente a ella, porque estaban seguros de que sus descendientes y su ayllu cuidarían de su cadáver momificado o simplemente disecado, llevándole comidas, bebidas y ropajes durante todos los años del futuro. En dicho aspecto, lo único que los acongojaba era que pudieran ser quemados o pulverizados, porque eso sí significaba su desaparición total. No tenían la menor idea del paraíso celestial, tampoco del infierno y del purgatorio, ni de la existencia de diablos al estilo de las religiones del Viejo Mundo. Tampoco pensaban en la resurrección de los muertos. Sin embargo, creían en otras cosas: que el camaquem o fuerza vital muere o desaparece cuando al cuerpo vivo o al cadáver se lo quemaba o desintegraba (Espinoza Soriano, 1990, p. 475).

Establecida esta diferencia, vemos que, en la lírica de Castilla, la permanencia no se da en un más allá que es mera continuación de la vida que conocemos, sino en otro plano, tal como podemos ver en el final del «Requiem por Raúl Galán»: «Bueno. Basta, Raúl, ya te vas yendo. / Dos ángeles te escoltan dulcemente / lejos… bien lejos…» (Castilla, 2015, p. 206).

Aquí aparece una idea bastante ortodoxa de la resurrección y, de hecho, de la asunción. Los ángeles actúan como escoltas dentro de la más rigurosa iconografía y teología cristianas. No obstante, lo más usual es que prevalezca la idea de un acompañamiento en el trajinar cotidiano, en la intimidad del afecto y de los códigos compartidos, como aparece en los ejemplos arriba mencionados.

Sin embargo, nos interesa especialmente otra forma de entender la idea de resurrección, ya no como la mera alusión a la trascendencia de la muerte física, sino como un significante al que el yo lírico alude para expresar una realidad tanto humana como trascendente que le resulta inefable. En los apartados siguientes, desgranaremos este concepto a partir de algunos textos.

«La casa»: la vivencia numinosa como resurrección

Comencemos por el soneto «La casa» (Posesión entre pájaros, 1966), uno de sus poemas más celebrados. El espacio que le da título, la casa de su infancia, se muestra con todas las características de un cronotopo, es decir, en él se materializa el tiempo, y el espacio se carga de temporalidad (Bakhtin, 1981, p. 44). Asociada a la casa hay una serie de significantes que han sido objeto de estudio de muchos investigadores, entre quienes se destaca G. Bachelard:

La casa es nuestro rincón del mundo. Es ―se ha dicho con frecuencia― nuestro primer universo. Es realmente un cosmos. […]. Sin ella, el hombre sería un ser disperso […]. Sin duda, las casas sucesivas donde hemos habitado más tarde han trivializado nuestros gestos. Pero nos sorprende mucho, si entramos en la antigua casa, tras décadas de odisea, el ver que los gestos más finos, los gestos primeros, son súbitamente vivos, siempre perfectos. En suma, la casa natal ha inscrito en nosotros la jerarquía de las diversas funciones de habitar (Bachelard, 2010, pp. 34-35; 45).

A estas consideraciones, por demás explícitas, les sumaremos las de G. Durand, discípulo de Bachelard, quien, a nuestro entender, da un paso más en la comprensión del tramado simbólico de este espacio. En efecto, en su libro Les structures anthropologiques de l'imaginaire, Durand sostiene que

La casa constituye, entonces, un microcosmos secundario entre el microcosmos del cuerpo humano y el cosmos, un término medio cuya configuración iconográfica es por eso mismo muy importante en el diagnóstico psicológico y psicosocial. Podemos preguntarnos: «Dime qué casa imaginas y te diré quién eres». […]. Los poetas, los psicoanalistas, la tradición católica […] hacen coro para reconocer en el simbolismo de la casa un doble microcósmico del corpus material como un corpus mental. […]. La casa redobla, determina por demás la personalidad de aquel que la habita […]. La casa es entonces siempre la imagen de la intimidad reposada, sea ella templo, palacio o choza. […]. Lo mismo, la significación de la casa como «construcción de sí»[5] (Durand, 1963, pp. 259-261).

Es necesario tener presente lo que aquí queda explicado, en particular esta relación casa-personalidad, microcosmos-macrocosmos, ya que todo esto se va a poner en juego en este poema. En este ámbito acontece algo singular. Primero se describe una experiencia perfectamente situada en sus coordenadas espaciotemporales, ya que lleva por fecha 17 de marzo de 1964; es uno de los únicos tres poemas de Castilla que tienen una datación concreta. Esta experiencia que se describe, en apariencia simple, consiste en el recorrido que hace una persona por una casa deshabitada, mientras deja que los recuerdos la invadan. Pero, en la segunda mitad del soneto, acontece algo singular, que va a dar pie a un giro en el tono y en el lenguaje. Analicemos primero el texto y luego aportemos datos metatextuales sobre su producción.

  1. Ese que va por esa casa muerta

  2. y que en la noche por la galería

  3. recuerda aquella tarde en que llovía

  4. mientras empuja la pesada puerta,

  1. ese que ve por la ventana abierta

  2. llegar en gris como hace mucho el día

  3. y que no ve que su melancolía

  4. hace la casa mucho más desierta,

  1. ese que amanecido con el vino

  2. se arrima alucinado al mandarino

  3. y con su corazón lo va tanteando,

  1. ese ya no es, aunque parezca cierto,

  2. es un Manuel Castilla que se ha muerto

  3. y en esa casa está resucitando (Castilla, 2015, p. 227).

Las cuatro estrofas comienzan con el pronombre demostrativo «ese»; al final del poema sabremos que se refiere al propio Castilla. La utilización de este pronombre no agrega cercanía ―como sería el caso de «este»― ni lejanía ―como «aquel»―, sino que aporta la justa distancia que necesita el yo lírico. En la primera estrofa, comienza a esbozarse un paralelismo que terminará de revelarse al final: muerte-vida. Alguien vaga de noche por una casa muerta y los recuerdos lo invaden. La lluvia, símbolo caro a la lírica de Castilla, sirve de marco para la rememoración, pero además da el tono general de la primera mitad del poema, transido de melancolía. El panorama parece desolador; sin embargo, esto no hace que el protagonista de esta incursión nocturna en una casa abandonada se amedrente: lejos de paralizarse, entra, recorre la galería, va cuarto por cuarto, abre las ventanas.

Hay algo de extrañamiento en la experiencia que hace el yo lírico. Al recorrer la casa no lo hace como quien la habita, sino como quien busca algo, quizás incluso sin saberlo. Así transcurre la noche hasta que, como afirma en el primer terceto, «amanecido con el vino», se acerca a uno de los árboles; pero no lo hace de cualquier manera, sino «alucinado», es decir, fuertemente impresionado, sorprendido, asombrado. Hasta ese momento, el yo lírico no había expresado sus propios afectos, sino que había recurrido a los sentimientos de los objetos mismos («casa muerta», «pesada puerta», «casa mucho más desierta»). Al arrimarse al mandarino, se produce un cambio, ya que dice que «con su corazón lo va tanteando». Entra en escena su mundo interior, su bagaje emocional. Aquí es donde el poema se resuelve en forma magistral. En el segundo terceto, se nos revela a quién alude el yo lírico y se nos da una clave hermenéutica: desconfiar de las apariencias («ese ya no es, aunque parezca cierto»), porque lo que acontece es una resurrección («está resucitando»). Este análisis nos permite sostener que el uso de un término semejante, ubicado además al final del poema, no es inocente: funge más bien como clave de bóveda a partir del cual el texto se articula y cobra sentido. Si, durante los primeros dos cuartetos, el léxico remite al campo semántico de la desolación, en el comienzo del primer terceto inicia el camino inverso y culmina con una nota discretamente triunfal: lo que estaba muerto ya no lo está, ha resucitado. Catábasis y anábasis.

Merecen especial atención otros datos. Por un lado, la utilización de una forma literaria como el soneto, que Castilla dominaba a la perfección, y abandonar el verso libre que venía utilizando desde hacía casi dos décadas, lo cual es ya una elección que indica el apego que sentía el poeta por la tradición hispánica. Por otro lado, si bien la forma soneto es rígida, en este caso, no impide mostrar un desborde peculiar: el yo lírico se trasciende a sí mismo. En una rara acrobacia, leemos que hay alguien que es y que no es al mismo tiempo, proceso que se expresa con las categorías de muerte-resurrección. La casa también estaba muerta; sin embargo, ella no resucita, sino solo quien la habita. La resurrección no es atribuible a los objetos inanimados, sino a las personas. Las cosas que rodean al yo lírico son las de siempre, las que conoce; pero lo alucinan y provocan en él efectos interiores de una fuerza notable.

Aparece también otro de los símbolos omnipresentes en la lírica de Castilla: el vino, que «[p]ermite al hombre participar fugazmente del modo de ser atribuido a los dioses» (Cirlot, 1969, p. 476). El vino lo amanece ―es decir, lo despierta, lo impulsa, le permite ver la luz que la noche niega―, y lo alucina. De hecho, estamos entonces ante un tipo de experiencia que se inscribe en lo que R. Otto llama «lo numinoso» (Otto, 2008, pp. 17-19). El poema nos invita a seguir al yo lírico en su nocturna travesía a tientas, para llegar al amanecer de la resurrección. Otro poema que plantea explícitamente esta idea es «Cantoras de Tarija» (El verde vuelve, 1970), que reproducimos en fragmentos y merece ser analizado en su totalidad:

  1. Yo he visto en una tierra arenosa,

  2. en un pueblo que dicen Ventolera, en Bolivia,

  3. y dentro de Tarija y de su pascua,

  4. yo he visto, digo,

  5. en un cuarto de adobe cantar a unas pastoras.

  6. Las oí de rodillas

  7. y anduve por la muerte traslúcida de su canto.

  8. (Ayes que no eran ayes me mataban,

  9. sangre que no era sangre me alumbraba,

  10. flores que no eran flores me aromaban). […]. (Castilla, 2015, p. 270).

Comencemos por el título. Tarija es una ciudad boliviana, cabecera de un departamento, que perteneció a Salta hasta 1826; de hecho, Güemes gobernó sobre Tarija hasta su muerte. Es decir, los tarijeños son extranjeros a los efectos legales, pero, desde su cultura y sus tradiciones, se sienten hermanados con los salteños. Por lo tanto, estas pastoras extranjeras se saben parte de otras territorialidades. Lo primero que se dice es que viven una pascua. Están de rodillas, presumimos que rezando, y el poeta se siente íntimamente conmovido por esta escena («anduve por la muerte traslúcida de su canto… flores que no eran flores me aromaban»). Podemos deducir que la plegaria que elevan es de súplica («ayes»), y llama la atención esta «sangre que no era sangre me alumbraba». ¿Qué tiene esa sangre para alumbrar? Planteamos dos hipótesis: o bien es la sangre de Cristo de la que se habla posteriormente («cristos quietos y sangrientos»), o bien cabe pensar que quizás estuvieran velando a alguien. Nos inclinamos por la primera opción.

  1. Dejaban las mujeres

  2. deseosas y cantoras

  3. una flor amarilla en el sombrero

  4. como quien ojalaba su corazón con una yema de oro.

  5. Pero cuento que entonces eran esas mujeres que me alucinaban

  6. creyentes distraídas

  7. llenas de cristos quietos y sangrientos

  8. como un pan que faltara que les den a los perros

  9. y llenas de Tarija […] (Castilla, 2015, pp. 270-271).

Seguidamente hace mención a una flor amarilla, de la que luego dirá el nombre: amancay. Se trata de una flor típica de Salta, que crece en ambientes muy secos, permanece invisible la mayor parte del año y solo florece después de las primeras lluvias. Flores amarillas se entregan en Carnaval y en Pascua, ya sea amancayes o flores de los tolares, nacidas de plantas perennes en zonas desérticas. No es raro entonces que compare a esta flor con una «yema de oro», por lo preciado y por el color. Para Chevalier (1999), «[e]l amarillo es el color de la eternidad, como el oro es el metal de la eternidad. Uno y otro están en la base del ritual cristiano» (p. 88). Esta misma referencia, por otra parte, es la que explica el «y se viene la pascua en amancayas doblándose en rocíos» («Palabras para el poeta Octavio Campos Echazú», Castilla, 2015, p. 329). Lo mismo ocurre con esta estrofa de la zamba «Pastor de nubes», donde volvemos a encontrar una pastora en Pascua, esta vez con mayúscula, festividad a la que describe como «tiempo de andar queriendo».

  1. La florcita amarilla

  2. de tu sombrero,

  3. pastora, dámela en Pascua

  4. que es tiempo de andar queriendo (en Los Fronterizos, 1970).

Tenemos entonces que estas mujeres lo alucinan ―vuelve a utilizar este término, como en «La casa»―, y las describe como «creyentes distraídas llenas de cristos quietos y sangrientos». Esta frase enigmática se entiende solo a partir de la siguiente referencia bíblica: el texto de la mujer siro-fenicia.

Jesús fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quería que nadie lo supiera, pero no pudo pasar inadvertido. De hecho, muy pronto se enteró de su llegada una mujer que tenía una niña poseída por un espíritu maligno, así que fue y se arrojó a sus pies. Esta mujer era extranjera, siro-fenicia de nacimiento, y le rogaba que expulsara al demonio que tenía su hija. —Deja que primero se sacien los hijos—replicó Jesús—, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perros. —Sí, Señor —respondió la mujer—, pero hasta los perros comen debajo de la mesa las migajas que dejan los hijos. Jesús le dijo: —Por haberme respondido así, puedes irte tranquila; el demonio ha salido de tu hija. Cuando ella llegó a su casa, encontró a la niña acostada en la cama. El demonio ya había salido de ella (Mc 7, 24-30).

El poema lo expresa con estas palabras: «como un pan que faltara que les den a los perros, y llenas de Tarija». El yo lírico revela una fuerte conmoción ante la pasividad de estos cristos quietos, que no actúan, y la insistencia de las mujeres llenas de extranjería («de Tarija»), de rodillas al igual que la mujer siro-fenicia, que siguen implorando tener el beneficio que tienen los perros y que les den ese pan, aunque sea como limosna. Esta porfía se expresa en el hecho de que siguen cantando: «cantaban las muchachas por sus poros. / Cada copla […] hacía olvidar un luto cejijunto y austero / sobre los feligreses de esa pascua». Incluso son acompañadas por las campanas de la iglesia. No es casual la elección de un texto en el que el evangelizado resulta el propio Cristo.

  1. … Desde el rincón barroso de esa pieza, en Ventolera,

  2. cantaban las muchachas por sus poros.

  3. Cada copla,

  4. cada virque de chicha hacía olvidar, de golpe,

  5. un luto cejijunto y austero

  6. sobre los feligreses de esa pascua.

  7. El aire, con campanas,

  8. tocaba sus adobes y sus flequillos de oro.

  9. Yo vi a esas campesinas azoradas, cantando.

  10. ¿A quién nombraban, dulces?

  11. ¿Quiénes volvían apenas por sus voces?

  12. (Y vi un doncel moreno.

  13. Iba alzando amancayas

  14. y se desenjoyaba de amor en cada copla.)

  15. Era allá en Ventolera

  16. que enfloradas morían

  17. y que cantando se resucitaban (Castilla, 2015, p. 271).

En este último fragmento, se dice que la chicha hacía olvidar el luto «sobre los feligreses de esa pascua»; presumimos que el luto es el que llevan por la muerte de Cristo, ya que están en pascua y es el único muerto al que se alude. Ante este fenómeno, el poeta se pregunta quién es el destinatario de esta plegaria, que es tanto imploración como alabanza («¿A quién cantaban dulces?»). Inmediatamente se responde a sí mismo, con una particularidad: lo hace entre paréntesis, como renunciando a expresarlo con firmeza: «(Y vi un doncel moreno. / Iba alzando amancayas / y se desenjoyaba de amor en cada copla)». Lo primero que llama la atención es el vocablo «doncel», tan acendradamente castizo, como marcando que es alguien proveniente de la tradición española. Este doncel, por otra parte, va despojándose de su riqueza («se desenjoyaba de amor en cada copla»), y lo hace por amor, al tiempo que recoge estas flores que nacen en el desierto y que tienen el color de la resurrección. ¿Se trata de Cristo? Creemos que sí. El despojo por amor al que se hace alusión se aproxima, nuevamente, a lo que la teología cristiana llama kénosis. En «La casa», la resurrección ocurría como un pathos que le adviene al yo lírico y lo atraviesa; aquí, como una acción casi voluntaria, donde resucitar se vuelve un verbo reflexivo y recíproco. Eso es lo que nos encontramos en la frase final: «enfloradas morían / y cantando se resucitaban». La pronominalización y reciprocidad del verbo «resucitar» indica una novedad; la resurrección se muestra como algo íntimo, algo que ellas atraen y las empapa; posiblemente también algo que comparten entre sí, como ocurre con otros verbos recíprocos como «amarse». Dado que el trasfondo del poema acontece en Pascua, no puede dejarlas indiferentes: también ellas resucitan (1 Cor. 15, 12-49). Una vez más, aquí también la resurrección aparece al final del poema, quizás dando a entender que, después de nombrarla, no hay lugar para nada más.

Hay muchas otras referencias a la resurrección, múltiples y variadas. Marcaremos brevemente aquellas que confirman lo que venimos desarrollando. En «Gertrudis Chale» (Norte adentro, 1954), la elegía que le dedica a la insigne pintora, además de nombrarla como «ángel de greda silencioso», el poeta se pregunta:

  1. ¿Podremos encontrarnos en las hojas resecas?

  2. ¿Caminaremos alegres por la música, como antes

  3. y por el vino donde solías hallarnos desbordados?

  4. ¿Tendrán la misma resonancia los colores dolientes

  5. donde morías y resucitabas cada día?

  6. […].

  7. Yo no sé. Algo queda.

  8. Algo como un antiguo olvido nos acompaña deshaciéndose.

  9. Algo como una sombra que no es sombra,

  10. algo como el amor indefinible (Castilla, 2015, pp. 139-140).

El poema prosigue con su tono elegíaco, pero rescatamos aquí dos aspectos: más allá de lo que implica como prolongación de la vida terrena, la resurrección es algo que acontece cotidianamente; y lo que perdura, en definitiva, es el amor, operando siempre, inclusive más allá de la muerte. En «Si me pongo la muerte», el tono general es de un gozo embriagador, y la música opera como mediadora para la resurrección: «Copla en que vagan madres alejadas / y que lloro en bagualas hasta resucitarlas» (Castilla, 2015, p. 310). La baguala, expresión más íntima del cantor, es la que a fuerza de llantos provoca la resurrección. Bastante cercano a lo que ocurre en «La música», donde le atribuye a la música características mistagógicas:

  1. Yo sé que resucitas en la quena con un collar de lágrimas

  2. sobre el pecho terroso

  3. y que cuando te peinas

  4. caen los tempestuosos tropeles del charango

  5. […].

  6. Espada acariciante de los ángeles,

  7. líquido paraíso,

  8. […].

  9. adiós de Dios a su primer juguete.

  10. Déjame verte levantarte sola y sin memoria.

  11. Sin cascadas ni ríos

  12. lejos de los paisajes que designas,

  13. remota ya de los violentos caos de colores

  14. donde sueles hundirte.

  15. Porque entonces yo sé que te coronas sin saberlo y ausente

  16. con el silencio indiferente y negro,

  17. donde empieza a nacer la eternidad (Castilla, 2015, p. 282).

Nótese que «levantarte» es el equivalente castellano a la anástasis (resurrección) griega. Las referencias celestiales nos embargan: ángeles, paraíso, Dios, eternidad. La música, además, se corona, es decir, se reviste de gloria, como corresponde a toda realidad resucitada. Por último, observamos esta misma idea en un poema que se llama, precisamente, «Resucitando». Pertenece a los poemas inéditos reunidos en Campo del cielo, y lo transcribimos íntegro:

  1. Cantó el hombre en la noche largamente,

  2. y estando dentro del canto

  3. le llegó el padre muerto.

  4. Guitarra encima entró en el cementerio.

  5. Volvió a cantar junto a pastos y lápidas.

  6. La música, cayendo,

  7. era el rocío recordando.

  8. La luna les lamía los esqueletos

  9. cuando estaban los dos resucitando (Castilla, 2015, p. 371).

La música opera aquí como portal entre vivos y muertos; es instrumento y artífice de la memoria, y, nuevamente en la noche y a modo de conclusión, hace posible el encuentro más impensado, el regreso más contundente: el que vence a la muerte.

Conclusión: Crucifixión y Resurrección desde su Hondura Estético-Teológica

Por todo lo dicho, vemos que la cruz y la resurrección, más que como meros significantes, se revelan como figuras estéticas ―o, más propiamente, estético-teológicas― capaces de aportar un plus de significado al momento de describir una vivencia numinosa. De hecho, la frecuencia de sus apariciones en el texto y el campo semántico al que están asociados parece indicar que la profundidad de esta experiencia no puede ser expresada de otra manera. Pero hay una realidad: el fondo teológico de ambos términos resulta imposible de ser soslayado, por lo que no podemos ignorar la enorme densidad semántica de estos conceptos. El hecho de que no se trate de un autor confesional nos lleva a pensar que el poeta, al utilizar estos significantes, procede por analogía, animado por ese sustrato cultural del que hablábamos, más que por adhesión explícita a todos los contenidos de fe referidos o implicados en su producción poética. Dicho de otro modo, toma los vocablos que tiene a mano, para revelar una manera distinta de expresar literariamente una experiencia de lo sagrado.

Sin embargo, esta experiencia aludida en los textos no deja de estar en sintonía con muchos aspectos de la doctrina cristiana, pero sin referir explícitamente a una pertenencia institucional. Quizás este sea el motivo por el que la crítica tradicionalmente los ha dejado de lado, ya que la teología suele preferir las producciones poéticas canónicas, de autores reconocidamente cristianos, así como los estudios literarios no suelen ser proclives al cruce entre literatura y teología. Por ello hemos creído conveniente, en estas páginas, proponer una lectura distinta, que implica una mirada inédita sobre este corpus, acompañándolos desde un horizonte de comprensión que esté a la altura de la eficacia y la belleza de estos textos, y que bien puede extenderse a cualquier poética abierta a lo Trascendente propia del tiempo actual.

Referencias Bibliográficas

Avenatti, C. (2002). La literatura en la estética de Hans Urs von Balthasar. Figura, drama y verdad. Salamanca: Secretariado Trinitario.

Bachelard, G. (2010). La poética del espacio. México DF: FCE.

Bianchetti, M. C. (2018). Tras los rituales de Pachamama. Salta: Hanne.

Castilla, M. (2015). Obras completas. Buenos Aires: Eudeba.

Chevalier, J. y Gheerbrant, A. (1999). Diccionario de símbolos. Barcelona: Herder.

Cirlot, J. E. (1969). Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor.

Durand, G. (1963). Les structures anthropologiques de l’imaginaire. Paris: Presses Universitaires de France.

Espinoza Soriano, W. (1990). Los incas. Economía, sociedad y estado en la era del Tahuantisuyo. Lima: Amaru.

Los Fronterizos (1970). De Salta venimos. LP. Argentina: Philips.

Otto, R. (2008). Lo sagrado. Buenos Aires: Claridad.

Sylvester, S. (2016). «Cristo pisando uvas» en la iglesia de la viña en Salta. Buenos Aires: Vinciguerra

Notas

* Licenciado en Letras por la Universidad del Salvador (USAL), doctorando en Letras por en dicha universidad, y magíster en Literatura Comparada y Crítica Cultural por la Universitat de València. Correo electrónico: mariano.carou@usal.edu.ar
[1] Para Chevalier (1999), el toro «evoca la idea de potencia de fogosidad irresistible, el macho impetuoso», pero tampoco debemos desdeñar que se lo asocia al dios Él, el que está en la base del monoteísmo hebreo (p. 1001). Ver el análisis del poema «Iruya», en la Tercera Parte.
[2] Castilla dedicó a su madre un pequeño libro antológico llamado Ángeles de visillo (1976), en reconocimiento a su presencia providente a lo largo de su vida.
[3] En la teología cristiana, kénosis es el proceso de abajamiento, de anonadamiento, que las personas de la Trinidad hacen despojándose por amor, tanto entre ellas como a la Humanidad.
[4] Podría pensarse también que estamos ante una figura estético-teológica, tal como se entiende este concepto en el pensamiento de H. U. von Balthasar. Por razones de espacio, no podemos desarrollar este tema aquí. Para ahondar en el sentido de esta expresión, ver Avenatti, 2002, pp.271-298.
[5] La maison constitue donc, entre le microcosme du corps humain et le cosmos, un microcosme secondaire, un moyen terme dont la configuration iconographique est par là même très importante dans le diagnostic psychologique et psychosocial. On peut demander: “Dis-moi la maison que tu imagines, je te dirai qui tu es” […] Les poètes, les psychanalystes, la tradition catholique […] font chorus pour reconnaître dans le symbolisme de la maison un doublet microcosmique du corps matériel comme du corpus mental […] La maison redouble, surdétermine la personnalité de celui qui l'habite […] La maison est donc toujours l'image de l'intimité reposante, qu'elle soit temple, palais ou chaumière […] De même la signification de la maison comme “construction de soi”.


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