Dossier: Nuevas Lecturas sobre Poesía Neobarroca de Nuestra América
Recepción: 18 Abril 2021
Aprobación: 25 Mayo 2021
Resumen: El objetivo de este trabajo es revisar críticamente las líneas del debate en torno a lo neobarroco en la literatura chilena contemporánea, indagando en la pertinencia de este concepto para caracterizar un conjunto de escrituras poéticas. En este marco, se analizan las trazas o destellos neobarrocos que aparecen en la producción poética contemporánea de mujeres, observando, en particular, los poemarios Sayal de Pieles (1993), de Carmen Berenguer, y Albricia (1988), de Soledad Fariña.
Palabras clave: Neobarroco, Poesía Neobarroca Chilena, Poesía de Mujeres, Carmen Berenguer, Soledad Fariña.
Abstract: This essay reviews key dimensions of the discussion about the neo-baroque aesthetic in contemporary Chilean literature, evaluating the pertinence of that concept to characterise a set of poetic texts. In this frame, it analyses neo-baroque traces or sparkles in contemporary women’s poetic writing, focusing on two poetry books: Sayal de Pieles (1993) by Carmen Berenguer and Albricia (1988) by Soledad Fariña.
Keywords: Neo-baroque, Neo-baroque Chilean Poetry, Women’s Poetry, Carmen Berenguer, Soledad Fariña.
1. Introducción
El debate sobre el neobarroco ha sido una presencia constante en la crítica latinoamericana desde los años noventa con particular intensidad desde la publicación de dos antologías de relevancia. Por un lado, Caribe transplatino. Poesía neobarroca cubana y rioplatense (1991), editada por Néstor Perlongher y publicada en San Pablo (Brasil) bajo el sello Iluminuras. Por otro lado, Medusario. Muestra de poesía latinoamericana (1996), compilada por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Serami para Fondo de Cultura Económica en México[1]. Ambas obras establecen genealogías que muestran cómo las definiciones surgidas en el Caribe desde los aportes de Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy se extienden a otros espacios del continente, donde adoptan fisonomías nuevas y responden a desafíos específicos.
En la Argentina, el término neobarroso, ideado por Néstor Perlongher, ha funcionado como «una categoría crítica y creativa» (Galindo, 2010) que nombra un corpus poético significativo, que incluye obras del propio Perlongher y de poetas como Tamara Kamenszain y Arturo Carrera, entre otros/as. En el Uruguay, Roberto Echavarren, Eduardo Milán, Eduardo Espina y Marosa Di Giorgio se alzan como los representantes destacados de un neobarroco asentado, que dialoga con la orilla occidental del Plata. En el Perú, esta estética se visibiliza en la poesía de Rodolfo Hinostroza y Mirko Lauer, entre otros/as, y en el neovanguardismo del movimiento Hora Zero. En Chile, sin embargo, el debate sobre lo neobarroco no cobró intensidad sino hasta hace poco, aunque, como señala Oscar Galindo, Medusario ya había incorporado a ciertos poetas como Raúl Zurita y Gonzalo Muñoz, y Pulir Huesos, la antología de Eduardo Milán, incluía a Diego Maqueira y Paulo de Jolly[2]. A estos últimos, Milán les otorga un papel decisivo «[p]ara explicar procesos relevantes de la poesía latinoamericana. El empeño desmitificador e irónico en el primero y la cultura vista en el prisma del tiempo en el segundo» (Milán, 2007, citado en Galindo, 2010).
En este marco, me propongo reflexionar aquí a partir de dos líneas. En primer lugar, presentaré algunos ejes del debate contemporáneo en torno a lo neobarroco en Chile. En segundo lugar, indagaré en las trazas o destellos neobarrocos que aparecen en la producción poética contemporánea de mujeres, enfocándome, en particular, en los poemarios Sayal de Pieles (1993), de Carmen Berenguer, y Albricia (1988), de Soledad Fariña.
2. Las Derivas de un Término: entre el Neobarroco, el Neobarroso y el Neobarrocho
No existe todavía algo así como un canon de la poesía neobarroca chilena, aunque hay poetas como Diego Maqueira, Pablo de Jolly y Raúl Zurita, narradoras como Diamela Eltit (Perlonguer, 1993, pp. 58-9) e incluso cronistas como Pedro Lemebel (Bianchi, 2015) que aparecen mencionados tempranamente en antologías y en estudios. Sin embargo, como sostiene Matías Ayala (2012, p. 42), su inclusión no siempre se acompaña con una justificación clara.
A partir de 2010, la discusión cobra mayor intensidad, según lo demuestran los estudios realizados por Oscar Galindo (2010), Matías Ayala (2012) y los trabajos compilados en el dossier publicado por la Revista Chilena de Literatura en su edición n.º 89 (2015). Galindo dedica un análisis a La Tirana (1983), de Diego Maqueira, y a Cipango (1992), de Tomás Harris, dos obras principales producidas en la década de 1980, incluso en el caso de Cipango que se publicó posteriormente. Galindo explora en la discursividad neobarroca de estos textos, pero lo hace desde una «acepción más bien restrictiva» en tanto no procura configurar un canon. Por el contrario, se limita a observar cómo, en estos poemarios, se resignifican algunos de los «tópicos más significativos» de la tradición barroca.
La Tirana es un poema largo en tres partes que escenifica una figura autoritaria que alegoriza a quien, en los años ochenta, ejercía el poder dictatorial, iluminando, al mismo tiempo, la herencia colonial y neocolonial en la cultura chilena. El discurso poético procede desde el despliegue expansivo y disolvente de un símbolo sobrecargado de significados, como lo es el de La Tirana. Este es el nombre de un pequeño pueblo del norte de Chile, donde anualmente se celebra un carnaval sincrético dedicado a la Virgen de la Tirana. Sin embargo, en la diégesis del poema, ese significante se resignfica como una mujer que oscila entre lo alto y lo bajo, entre la santidad y la perversión, configurando una suerte de ícono que atraviesa, de manera transhistórica, la trayectoria del territorio. Es el propio personaje, en el poema «La Tirana i (Me sacaron por la cara)» con el que se inicia el libro, el que se define a sí mismo desde aquellos parámetros contradictorios:
Yo, La Tirana, rica y famosa
la Greta Garbo del cine chileno
pero muy culta y calentona, que comienzo
a decaer, que se me va la cabeza
cada vez que me pongo a hablar
y hacer recuerdos de mis polvos con Velázquez.
[…].
Y es verdad, mi vida es terrible
Mi vida es una inmoralidad
Y si bien vengo de una familia muy conocida
Y si es cierto que me sacaron por la cara
y que los que están afuera me destrozarán
Aún soy la vieja que se los tiró a todos
Aún soy de una ordinariez feroz (Maqueira, 1983, s. d.).
Según Galindo (2010), esta figura enuncia desde «una lengua mestiza en cuya inestabilidad se cruzan las voces y los tiempos», evidenciando, a la vez, que esa lengua reprimida cuestiona el poder que la ha violentado. Retomando una lectura previa de Pedro Lastra y de Enrique Lihn, el crítico concluye que el tropo clave en el poema es el oxímoron, pero, con él, no se busca referir algo inefable, sino evidenciar «en la profanación y la herejía, la imagen de Chile como lugar ominoso», la historia como involución y, en definitiva, la negación del macrorrelato del progreso.
Por su parte, Cipango, de Tomás Harris, otro poema largo y narrativo, se articula a partir del motivo del viaje del descubrimiento y la conquista, para expandirse en múltiples direcciones. Describe el trayecto del sujeto lírico por una ciudad sureña —Concepción y su barrio Orompello— en los desolados años ochenta. No obstante, es también un viaje en el tiempo, que conecta pasado y presente, y un recorrido autorreflexivo a través de las tradiciones literarias nacional e internacional. El poema «En aquella mar fecha sangre» sintetiza estas perspectivas mediante una suma de referencias culturales y literarias, donde destacan dos versos de Góngora a partir de los que se connota el espacio ruinoso desde el que enuncia el hablante:
Despertó en la última calle de Concepción,
miró los muros de la patria suya,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
ahora se abría el vacío,
un vacío que era una ventana,
una ventana como túnel, velocísimo,
este túnel desemboca ya en el hielo, ya en el silencio:
el panorama era un mar en calma,
petrificado,
fluorescente,
engañoso,
azul, azul de violencia contenida (Harris, 1992, p. 102).
El poema se construye mediante fragmentos de trayectos que se traman desde una visión intensificada y se montan de manera cinematográfica, dando forma a «un relato circular y siempre inconcluso» que expone «la obsesiva búsqueda de Cipango, del oro, de la promesa del amor, del paraíso, pero desde una visión degradada» (Galindo, 2010). Así se desarrolla este recorrido alucinado por un territorio baldío (Sepúlveda, 2013, p. 18), que recurre al sueño, a la fabulación libre, a la fantasía y al deseo liberador, desplegándose desde una estrategia distorsionante, metafórica y metonímica (Rojo, 1996, p. 19).
Junto con el trabajo de Galindo, otros estudios retoman el debate sobre el neobarroco en Chile a lo largo de los años 2010. Matías Ayala (2012), partiendo de las teorizaciones de Sarduy, Perlongher, Echavarren y Milán, indaga en la categoría reflexionando sobre sus implicancias en tres niveles: cultural, textual y político. A nivel textual, Ayala destaca la presencia de rasgos tales como la artificialidad, la ornamentación y la dificultad: «la conciencia del código abre el hueco entre el poeta, el lenguaje y el mundo en donde el énfasis recae […] en el sistema y no en el sujeto» (2012, p. 36). A nivel cultural, propone que, a través del artificio y el exceso, la intertextualidad y la parodia, el neobarroco deconstruye la oposición binaria entre copia y original, y desplaza el interés en las identidades fijas hacia «su desfiguración, lo inarmónico, el desequilibrio» (2012, p. 37). Finalmente, por esta última vía, Ayala descubre que el neobarroco se abre a la política y a la reivindicación de las diferencias, particularmente en la línea de las teorizaciones queer y feministas.
El ensayo de Ayala, sin embargo, deja en suspenso la apropiación o resignificación de la categoría en el espacio chileno. Esta reflexión es retomada, en 2015, en el dossier compilado por Luz Ángela Martínez y Bernardo Subercaseaux para la Revista Chilena de Literatura. La convocatoria buscaba establecer cercanías y diferencias entre expresiones neobarrocas chilenas y latinoamericanas, abordando su evolución a través de una diversidad de géneros: poesía, narrativa, cine, artes visuales y música. Entre los estudios más lúcidos, se cuenta el de Soledad Bianchi, que reflexiona sobre el desplazamiento de lo neobarroco en el contexto chileno. Para nombrar esa diferencia, la autora utiliza el término «neo-barrocho», que había propuesto, en 1995, para leer La esquina es mi corazón, de Pedro Lemebel, y que es término que retoma la noción perlonghiana de neobarroso, pero la relocaliza identitariamente en territorio chileno.
Para Bianchi (2015, p. 325), el neobarroco «… pierde [en Chile] el fulgor isleño y la majestuosidad del estuario trasandino», para «ensuciarse con las aguas mugrientas del río Mapocho que recorre buena parte de Santiago». Desde su perspectiva, las crónicas de Lemebel, donde se escucha el resonar pedregoso del río, podrían considerarse barrocas, no solo por las múltiples sustituciones, proliferaciones, condensaciones, citas y parodias, sino por su percepción de «[las] numerosas pérdidas […] desesperanzas y decadencias, apuntadas con tono triste, con dejos melancólicos, encontrándose y contemplándose, sin anularse, con la ironía, la parodia, el humor el exceso, provocadores de sonrisas y hasta de risas». De esta forma, Bianchi descubre una política tras el exceso, densidad y torsión de la palabra lemebeliana: sus crónicas refieren algo más allá de la superficie textual, y ello tiene que ver con una crítica profunda, «como de fin de fiesta, a esta sociedad tan neo-liberal, pero tan poco libre y liberada» (Bianchi, 2015, p. 324).
Soledad Bianchi también propone expandir las coordenadas espaciales, temporales y textuales del término neo-barrocho para abarcar, en este arco estético, no solo las crónicas de Lemebel, sino también las producciones las narrativas de José Donoso y de Diamela Eltit, la poesía de Diego Maqueira, Raúl Zurita, Tomás Harris y Javier Bello; la dramaturgia experimental de Alfredo Castro y de Ramón Griffero e incluso la producción visual de Demian Scopf en Los tíos del diablo (2013). Esta última es una obra fotográfica que retoma el motivo de La Tirana, pero lo resitúa en una escena contemporánea de intensos contrastes. En ella, los coloridos vestuarios de los bailarines de la diablada nortina refulgen sobre el fondo neutro del pasaje desértico y se contaminan con los desperdicios de un basural del pueblo de Alto Hospicio, iluminando críticamente, desde esas imágenes, la degradación de la vida en el tiempo crudo del extractivismo neoliberal.
3. Destellos Neobarrocos en la Poesía de Mujeres Chilenas: Sayal de Pieles (1993), de Carmen Berenguer, y Albricias (1988), de Soledad Fariña
3.1. Sayal de Pieles, de Carmen Berenguer
Si el estudio de lo neobarroco es un campo emergente dentro de la literatura y el arte chilenos, su indagación en la poesía de mujeres es un terreno aún por explorar. Soledad Bianchi (2015, p. 239) hace una breve referencia a Sayal de pieles, poemario que Carmen Berenguer publica en 1993, destacando el hecho de que su lenguaje «inútil» no aspira a comunicar, sino que prefiere deleitarse en el goce sonoro. En efecto, en este poemario, a diferencia de los textos de Maqueira y de Harris, comentados antes, no es posible seguir una trama narrativa ni descubrir motivos ligados con la tradición barroca o con sus actualizaciones neobarrocas. Sin embargo, sí se percibe en ellos un elaborado trabajo con sugerencias, imágenes y sonidos, así como con la poesía como artificio y tejido intertextual. La enunciación de los poemas se desliza sobre las superficies visuales y sonoras, rodea y expande los fonemas, y se enreda en múltiples engarces sinestésicos. Es lo que se muestra en la imagen de la rosa que se asedia sinuosamente, con la palabra y el cuerpo, en el siguiente poema de Sayal de pieles:
Rosa la hoja que el ojal fija
petalosa abrasada al dedo
arde táctil vuelo ardida
dádiva curvosa.
Roce que al rosar hierve
dedo curvo,
tocar apenas tersa la línea
signo de adalid;
abertura dedosa, sedoso sedal
cerrar la pelosa (Berenguer, 1993, p. 20).
Si bien este poemario no abre historias ni remite a motivos consagrados, deja establecida una relación con la tradición literaria chilena y, en particular, una genealogía que mira hacia la poesía de mujeres. Es lo que se explicita en las múltiples referencias incluidas, de forma entremezclada, en el poema breve que citamos a continuación: a saber, la basurita en el ojo, el vórtice, la alusión al mapa y al territorio, y, finalmente, a la pajita en una aguja. Son referencias todas ellas que aluden, de modo directo, a distintos poemas de los libros Ternura, Tala, Lagar y Poema de Chile, de Gabriela Mistral.
Basurita en el vórtice,
El mapa no es un territorio
El ojo no es un territorio.
La pajita es una aguja (Berenguer, 1993, p. 39).
Desde estos referentes, este poema articula una relación intertextual con «La pajita», de Mistral, poema incluido en la «Sección Jugarretas» del libro Ternura, donde también se despliegan múltiples juegos de lenguaje o «jugarretas» que operan desde una resignificación del género tradicional de la ronda o canción infantil. En este poema, que el de Berenguer cita, desde esta forma simple y sintética, Mistral ensaya toda una renovación del léxico mediante la recuperación de formas arcaicas y del lenguaje infantil, sugiriendo la posibilidad de expandir la conciencia a través de la imaginación poética. A su vez, desarticula la racionalidad instrumental a partir de una serie de encadenamientos sintácticos contrapuestos que se abren a la paradoja. Dice el poema:
Esta que era una niña de cera;
pero no era una niña de cera,
era una gavilla parada en la era.
Pero no era una gavilla
sino la flor tiesa de la maravilla.
Tampoco era la flor sino que era
un rayito de sol pegado a la vidriera:
no era un rayito de sol siquiera
una pajita dentro de mi ojitos era.
¡Alléguense a mirar cómo he perdido entera,
en este lagrimón, mi fiesta verdadera! (Mistral, Ternura).
El vínculo que Berenguer establece con Mistral no es azaroso en el poemario. Por el contrario, remite a un contexto político específico, como lo es el período final de la dictadura, en cuyo marco se intensifican las luchas del movimiento feminista por el retorno de la democracia, y también emerge una crítica feminista de la literatura que cuestiona la exclusión de las escritoras del canon literario nacional. Junto con el Congreso de Literatura Femenina realizado en Santiago, en 1987, la conmemoración del centenario del nacimiento de Mistral, en 1989, abrió paso a una renovación muy significativa de la crítica sobre la poeta. Ello contribuyó a resituar su figura en la escena pública, después de la instrumentalización que había operado sobre ella la dictadura, presentándola como modelo de una feminidad abnegada y conservadora y como la contracara de Pablo Neruda, el descalificado poeta revolucionario. En este escenario de profundas transformaciones político-culturales, muchas mujeres poetas volvieron la mirada hacia Mistral, descubriendo la complejidad de su escritura poética, el potencial contestatario de su prosa y actuaciones públicas, e incluso, más adelante, la asunción de una identidad disidente en el plano sexual y genérico.
3.2. Albricia, de Soledad Fariña
Soledad Fariña, junto con Carmen Berenguer, Elvira Hernández, Rosabetty Muñoz y Verónica Zóndek, entre varias otras escritoras, forman parte de una cohorte poética de mujeres constituida en los años ochenta y que, en las décadas siguientes, se consolidaría y expandiría con la incorporación de nuevas voces y estilos de escritura. Como Soledad Fariña ha manifestado en numerosas ocasiones, la poesía de los ochentas emerge de la crisis social y de la crisis de lenguaje provocada por la dictadura; y, por eso mismo, muchas veces echó mano de estrategias de enmascaramiento del discurso, que suelen coincidir con las búsquedas experimentales de la neovanguardia.
Sergio Mansilla (2010, p. 27), leyendo la poesía de varones de esos años, ha llamado «poesía de contra-golpe» (o posgolpe) a esa discursividad que, desde diversas instalaciones estético-políticas (testimonial, neovanguardista, canto épico o etnocultural), expresó la tensión trágica entre el dolor y la desazón de la derrota y la búsqueda por lograr una irrecuperable armonía. Por su parte, desde el lugar de relativa marginalidad en que las situaba la sociedad y la cultura hegemónica, las mujeres poetas alzaron la voz desde esas ruinas para iluminar a sujetos marginados y reconstruirse a sí mismas desde una consciencia crítica de género.
A Soledad Fariña la conciencia sobre la crisis de sentidos la impulsa a proponer una auténtica refundación del lenguaje desde la poesía, recurriendo, para ello, a uno de los pocos pilares culturales que todavía percibe en pie en medio de la catástrofe. En su caso, no se trata de apelar a la antigua cultura europea, sino a la sabiduría de los pueblos originarios, cuyos recursos materiales y simbólicos se ponen a su disposición para esa labor constructiva. Así, persigue colores, texturas y un barro primordial sobre cuya superficie inscribe un nuevo alfabeto y una nueva gramática; también descubre una cosmovisión que no excluye lo femenino, sino que lo incorpora como un componente esencial de la identidad del territorio. Con este ánimo, Fariña emprende la escritura de El primer libro, en 1985, un texto que está jalonado de preguntas sobre las que afirmará sus elaboraciones estéticas:
cuál primer tomar todos los ocres también
el amarillo oscuro de la tierra
capas unas sobre otras: arcilla terracota ocre
arañar un poco lamer los dedos para formar
esa pasta ligosa
untar los dedos los brazos ya estás abierto
páginas blancas abiertas no hay recorrido previo
tratar de hendir los dedos (Fariña, El primer libro, fragmentos).
Su segundo poemario, Albricia, publicado en 1988, avanza en esa creación de lenguaje, pero interioriza esa búsqueda en un trayecto iniciático, que procura una expresión propia, más libre de las ataduras y mandatos impuestos al sujeto femenino. Es lo que explicita el título del primer poema de la serie: «VIAJO EN MI LENGUA». Eliana Ortega suma otro argumento a lo que acabo de afirmar: en Albricia, el viaje representa el intento por recuperar esa «palabra-madre americana». Una voz perdida entre los avatares de una historia trágica que, desde la conquista, nos ha obligado a vivir inmersas en una lógica falogocéntrica que no brinda posibilidades de representación a la voz de la mujer (Irigaray, 1996). Para Ortega, entonces, el poemario de Fariña implica una reversión, una «vuelta al origen-madre», desde un trayecto que no puede ser solitario, dado que implica una relación transitiva, dialógica, con un tú, con una otra con la que se establece un lazo cuerpo a cuerpo en la escritura (Irigaray). Dice Fariña:
Al igual que en el poema de Berenguer, esa otra aludida en el poema de Fariña no puede ser sino Gabriela Mistral, cuya voz se convoca desde el propio título del libro: Albricia. Esta palabra establece una conexión directa con el poemario Tala (1938), de Mistral, en una de cuyas notas, la poeta establece una etimología particular del término. Para ella, albricias connota significados colectivos y un tesoro a ser recuperado. Una segunda referencia mistraliana se agrega en el epígrafe del libro de Fariña, que cita el poema «La cabalgata», también de Tala, donde los sentidos aparecen intensificados, como si la hablante de Albricia quisiera subrayar el silencio y la tranquilidad de la noche que brinda descanso a las viajeras, cobijándolas con una valva protectora que habita un lugar de resguardo, más allá del orden social del poder constituido: un «orden simbólico de la madre» (Muraro, 1995, p. 185).
Oír, Oír, Oír,
la noche como valva,
con ijar de lebrel
o vista acornejada,
y temblar y ser fiel,
esperando hasta el alba (Fariña, 2010, s. d.).
Desde ese lugar protegido, la hablante emprende un viaje hacia la interioridad, explorando, en su cuerpo, las posibilidades y los recursos expresivos que este le brinda, desde la boca a los huesos, los ojos, los oídos, la piel y el sexo. De ese espacio amniótico, libertario, ella se desplaza en el juego gozoso con el propio lenguaje, explorando en sus elementos constitutivos: los fonemas y los signos; y, junto con ellos, la respiración, el ritmo, el sonido, el silencio y las múltiples posibilidades de la imagen. Así, la hablante lírica termina por formular esa palabra nueva —y esa nueva imaginación del mundo— que persigue. Lo que hace guiada por Mistral y por las enseñanzas de un libro americano fundante: el Popul Vuh. Esto es lo que vemos expresado en el siguiente poema:
4. Un Cierre Provisorio
Como he afirmado a lo largo de este texto, el debate sobre lo neobarroco en Chile aún no ha alcanzado su momento. Algunos estudios adelantan discusiones y ya se cuenta con algunos análisis específicos, aunque todavía faltan definiciones respecto de cómo se resignifica una categoría de tanto impacto en el continente, pero que no ha cuajado con solidez en territorio chileno. En este escenario de relativa carencia reflexiva, destaca la conceptualización de Soledad Bianchi respecto de lo neo-barrocho como un intento valioso por dar identidad neobarroca a ciertas producciones literarias.
Sin embargo, como lo sugiere la propia Bianchi, esta noción no sirve para todo («it does not fit for all») y, en particular, yo misma me pregunto sobre su utilidad para abordar el objeto de mi interés investigativo: la poesía de mujeres. Si bien la orientación de Bianchi me sirvió para dar con la sonoridad barroca de Sayal de Pieles, de Carmen Berenguer, no puede ser aplicada acríticamente a los poemarios de Berenguer y de Fariña. Desde mi perspectiva, si bien sus textos producen una experimentación «excesiva» con el lenguaje que los acercaría a una sensibilidad neobarroca, estimo que estos recursos están allí en función de una política feminista del lenguaje, que busca instalar y legitimar un modo diferente —femenino— del decir poético.
Aun así, creo que la categoría de neo-barrocho, propuesta por Soledad Bianchi (2015), merece una exploración mayor, y pienso que podría ser muy iluminadora en el caso de ciertas poéticas actuales. Me refiero, por ejemplo, a la obra de Daniela Catrileo, sobre todo sus poemarios Río Herido (2016) y Guerra florida (2019); dos libros que, desde un trabajo experimental con la lengua, problematizan la continuidad (neo)colonial en la sociedad chilena, derivada de la exclusión de la población mapuche y la dominación patriarcal sobre las mujeres y las disidencias sexuales.
En definitiva, al menos de momento, prefiero hablar de trazas o destellos neobarrocos en la poesía de mujeres más que de estéticas neobarrocas. Si bien estas últimas deben haber influido el trabajo de muchas poetas chilenas, incluyendo a Berenguer y a Fariña, la presencia de esos rasgos no alcanza para nombrar globalmente sus proyectos escriturales como neobarrocos, en tanto ellos están atravesados por diversas perspectivas y poéticas.
Referencias Bibliográficas
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Notas