Dossier: Nuevas Lecturas sobre Poesía Neobarroca de Nuestra América
INDAGACIONES SOBRE OTRO OBJETO CONCEPTUAL NO IDENTIFICADO DE LOS ESTUDIOS LITERARIOS
Gramma
Universidad del Salvador, Argentina
ISSN: 1850-0153
ISSN-e: 1850-0161
Periodicidad: Bianual
vol. 32, núm. 66, 2021
Recepción: 05 Mayo 2021
Aprobación: 12 Junio 2021
i. Preliminares
La idea de volver a transitar el neobarroco/so/cho americano, a través de la obra, en especial, de poetas actuales, poniéndolos en diálogo con otros ya canonizados, como Néstor Perlongher, Marosa di Giorgio, José Lezama Lima, Carmen Berenguer…, así como con las lecturas críticas más tradicionales y también las más novedosas, pensadas desde la ecocrítica, las problemáticas de género, entre otras, nace de un primer diálogo iniciado con el también poeta Enrique Solinas. Y elegí esta combinación de frases: «El barroco vino para quedarse», del mismo Enrique, para nombrar el volumen, y otra de Miguel Casado, el poeta vallisoletano, como parte del título de mi ensayo, porque creo que ambas expresan la permanente paradoja que signa esta estética[1]: por un lado, un modo que soporta el paso del tiempo, que continúa convocando la palabra poética y que se renueva sin cesar; y, por otro, un concepto difícil —si no imposible— de atrapar en ninguna definición.
Quisiera comenzar dibujando una suerte de mapa de mi recorrido, desde el barroco español hacia el de Nuestra América, sin ninguna intención de construir un manual sobre la cuestión, sino la de abrir algunas aristas que me permitan releer o revisitar algunos poemas y conceptualizaciones, desde el punto de partida sobre el que se ha construido este universo polifónico, diverso, híbrido y antropofágico, hasta las voces más recientes que continúan transitándolo. Es decir que comenzaré ordenando prolijamente la estantería que, a continuación, los poetas y los lectores de esos poetas se dedicarán a desmoronar con elegancia. Pero bueno, está muy bien que así sea.
Desde aquella orilla, el poeta valenciano Jaime Siles decía que la mejor caracterización del Barroco la constituye precisamente la amalgama de opiniones contradictorias que la crítica ha elaborado. Y desde esta otra, el filósofo cubano Humberto Piñera bien podría completar esta visión entendiendo el Barroco como un concepto del que todos hablan y ninguno sabe a ciencia cierta qué es. Por eso mismo tomo prestada, sobre todo por creativa, también por perturbadora, la frase de Miguel Casado, sosteniendo, entonces, que el Barroco podría considerarse un «OCNI: objeto conceptual no identificado». La literatura está llena de esos objetos. Y a mí me resulta más que pertinente esta imagen, porque muestra, desde el vamos, el carácter elusivo del Barroco…
Hace poco, en una clase, recordaba que, cuando se estudia Letras, hay, al menos, cuatro diccionarios que se convierten en una lectura casi cotidiana: El diccionario de la Real Academia Española, por supuesto, el de Griego, el de Latín y el etimológico de Corominas. De los cuatro, yo siempre le tuve mucho apego a este último, porque me enseñó que las palabras tenían su historia, que respiraban, que cambiaban… y, por eso mismo, se volvían esquivas. Siempre logran eludir a los dueños de las normativas y a todos quienes intentan encasillarlas, definirlas, marcar sus contornos, volver traslúcida su historia, fosilizarlas. Crear la ilusión de lo que los lingüistas llamaron sincronía, como si fuera posible detener el tiempo, cuando las palabras cambian aun mientras las estamos leyendo en el diccionario…
Comenzar entonces esta introducción con las definiciones del diccionario podría parecer contradictorio, pero como hablo de Barroco, podrá permitírseme esta contradicción. Entiendo que transitar las definiciones del diccionario de la RAE, aunque no me va a llevar a desentrañar este OCNI, iluminará cuál ha sido —y sigue siendo, de algún modo— la razón por la que esta estética ha generado tanta resistencia y hasta, diría, animadversión.
El diccionario define, entonces, barroco recordando que la palabra deriva del término francés baroque, que es el resultante de fundir en un vocablo barocco, figura del silogismo de los escolásticos, y el portugués barroco, que significa ‘perla irregular’. Consigna varias acepciones, pero me quedaré con las que tienen directa relación con lo literario. En la segunda de estas, lo define como «… un estilo literario: Caracterizado por una rica ornamentación del lenguaje, conseguida mediante abundantes elementos retóricos». Lo interesante surge si hacemos el recorrido de significados encadenados a esta definición. En la deriva que podríamos emprender desde ornamentación, el diccionario nos remite a adornar y, luego, a adorno, entre cuyos significados encontramos «aquello que se pone para la hermosura o mejor parecer de personas o cosas». Podríamos terminar en su locución de adorno: «Que no hace labor efectiva» o «En algunos colegios, dicho de algunas enseñanzas: que no eran obligatorias; p. ej., el dibujo, la música, el bordado, etc.». Es decir que una de las líneas que se derivan del Barroco en relación con el arte (la literatura, el dibujo, la música, el bordado) nos conduce a la idea de adorno.
Pero la definición también contenía otra frase clave: elementos retóricos, que serían los instrumentos que asegurarían la rica ornamentación. Para retórico, la RAE consigna varios significados, entre los que se encuentran: «Vacuo, falto de contenido», «Arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover», «Uso impropio o intempestivo de la retórica», etc.
Finalmente, la RAE también entiende por barroco lo «excesivamente recargado de adornos», definiendo curiosamente lo excesivo como lo «que excede y sale de regla». Me pregunto, entonces, ¿qué es lo que excede el Barroco? ¿De qué regla se sale? En definitiva, ¿qué perturba el Barroco para ser considerado de un modo tan negativo? Se sabe que este término estuvo marcado por ese carácter despectivo: barroco era lo caótico, desordenado, vanamente complicado o de mal gusto. Y esto ha signado las lecturas que se han hecho sobre esta estética durante mucho tiempo. Lo que me resulta extraordinario es que estas definiciones que he citado fueron extraídas de la última edición del diccionario…
ii. Primera Parada del Recorrido: Algunas Aproximaciones Teóricas Europeas sobre el Barroco Español
Quisiera comenzar transitando brevemente algunas de las lecturas que se han entendido paradigmáticas para este tema. Todo recorte termina resultando, de algún modo, arbitrario, pero necesario. La bibliografía sobre este tema es, literalmente, inabarcable. Una de las primeras que he seleccionado, casi obligatoria, es Renacimiento y Barroco, de Heinrich Wölfflin, un libro de 1888, pero el que se considera su libro insoslayable es Conceptos fundamentales en la historia del arte. Este texto es de 1915, aunque luego su autor lo revisa en 1933. Allí, Wölfflin opone las formas renacentistas a las barrocas a partir de cinco caracteres opuestos: lo lineal del Renacimiento frente a lo pictórico del Barroco; lo superficial frente a lo profundo; la forma cerrada frente a la forma abierta; la pluralidad frente a la unidad; lo claro frente a lo indistinto. Esta concepción rescató al Barroco de su descalificación, pero, al mismo tiempo, lo redujo a una mirada formalista. Así, «continuaría siendo un arte que retorcía, distorsionaba los patrones renacentistas y nada más» (Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, 1980, p. 14). Por ese entonces, era considerado por muchos como un capricho, una complicación por la complicación.
No mucho después de que Wölfflin planteara sus rasgos característicos para el arte barroco, se comenzó a conectarlos con el entorno histórico. De este modo, la segunda lectura nos lleva a otro historiador, Werner Weisbach, quien, como se sabe, interpreta el Barroco como un producto de la Contrarreforma católica y del influjo de la Compañía de Jesús, y vincula el arte y la literatura barrocos al movimiento político y cultural que sigue al Concilio de Trento. El historiador del arte madrileño Enrique Lafuente Ferrari prologa el libro de Weisbach El barroco: arte de la contrarreforma, mostrando un evidente viraje en su concepción, entendido ya como opuesto al formalismo clasicista del Renacimiento: «Esta nueva sensibilidad deja de lado el artificial mundo platónico de los humanistas para plantearse de nuevo los eternos y angustiosos problemas del hombre» (Weisbach, 1942, p. 24). En esta línea, el crítico argentino Edgardo Dobry destaca el trabajo del filólogo Leo Spitzer Estilo y estructura en la literatura española, quien desarrolla la idea de que el Barroco español expresa «toda la profundidad concreta que hay en la carnalidad religiosa del catolicismo mediterráneo» (1980, p. 317). Spitzervislumbra una lucha irreducible entre cuerpo y espíritu, «como si la luz deslumbrante del sol de España exigiera a modo de complemento la negrura de la iglesia y la oscuridad del convento» (p. 318). La consecuencia más obvia es que esta concepción, según Dobry, «aleja al Barroco español de la sensualidad renacentista propia de Italia y la tendencia a la abstracción racionalista característica de Francia» (2009, p. 2). La fórmula del lingüista alemán Karl Vossler es quizá la más rotunda: «España ha conocido el Renacimiento, pero le ha dicho que no [...]. No se puede concebir el arte barroco sin el trascendentalismo medieval, ni sin la vida sensual del Renacimiento, sin danza macabra y sin bacanal» (pp. 319-320).
Por su parte, René Wellek, crítico vienés que trabajó mucho tiempo en la academia norteamericana, señala, en su trabajo «El concepto de Barroco en la investigación literaria» (1946), que no es posible identificar los rasgos estilísticos del Barroco per se. La única manera de discriminarlos halla su clave en la relación entre estilo y visión o filosofía del hombre del siglo xvii, coincidiendo con la concepción del Barroco que propone el granadino Emilio Orozco. Textos claves para indagar en su pensamiento son Temas del Barroco (1947); Lección permanente del Barroco español (1952) y Manierismo y Barroco (1960). En su colaboración en la Historia de la literatura española (1974) que dirigió José María Díez Borque, catedrático de la Complutense, las formas barrocas son «… producto de unos determinantes vitales e ideológicos que suponen una especial actitud, no solo ante el arte, sino ante el mundo en toda su complejidad» (p. 513).
No podría dejar de mencionar al historiador y crítico literario valenciano José Antonio Maravall, que publica su libro La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica (1975) en la colección Letras e Ideas, dirigida por el académico de la lengua Paco Rico, y que sostiene la dificultad de explicar tan heterogéneos hábitos artísticos, por lo que es de suponer, como lo hacen Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáseres,que la crítica ha facilitado el camino entendiéndolo como el arte de los contrarios. Es decir que
[p]asa de la suma concentración verbal de Quevedo o Gracián, a la pura perífrasis de Góngora, de la exaltación delirante de lo bello a la recreación de lo monstruoso, de la grandiosidad desmesurada de Rubens al interés por o bajo, lo cotidiano o lo vulgar de Quevedo o el mismo Velázquez (Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáseres, p. 16).
Para Maravall, el Barroco rompe tanto los patrones clásicos como el decoro. Pensemos que La cultura de Barroco se publica en 1975, un momento bastante peculiar para España, tras cuarenta años de dictadura, lo cual supuso su aislamiento del resto de Europa, por lo que todos estos investigadores van a intentar emprender el camino para volver a la Historia… Estas sucesivas crisis políticas y económicas que atraviesa España determinan una visión del mundo opuesta al optimismo del Renacimiento. La estética barroca tiene, entonces, una común raíz histórica que Maravall caracteriza en estos términos:
Es así como la economía en crisis, los trastornos monetarios, la inseguridad del crédito, las guerras económicas y, junto a esto, la vigorización de la propiedad agraria señorial y el creciente empobrecimiento de las masas, crean un sentimiento de amenaza e inestabilidad en la vida social y personal, dominado por fuerzas de imposición represiva que están en la base de la gesticulación dramática del hombre barroco y que nos permiten llamar a este con tal nombre (p. 29).
Como consecuencia, los críticos españoles identifican a los autores barrocos por el sustrato histórico del que provienen y que, según su visión, va a conformar sus obras. Desde esta línea, que inicia con la lectura de Weisbach, en la que se enfatiza la relación entre arte y realidad histórica, y se completa con otra lectura, la de La decadencia de Occidente (1923), de Oswald Spengler, el filósofo alemán, quedará consolidada la idea de que los límites de los movimientos artísticos son históricos. El Barroco es, entonces, la concepción de la realidad que tienen los hombres del siglo xvii.
Merece especial mención la teoría del escritor catalán Eugenio D’Ors. Su texto clave es Lo barroco (1935). En él sostiene su teoría de los eones. Para D’Ors, el hombre expresa los conflictos de su época a través de las técnicas artísticas. Si se da el caso de que dos épocas presenten semejanzas en este sentido, es muy probable que dichas técnicas sean parecidas. El eón barroco —del que define veintidós manifestaciones— es, en consecuencia, recurrente en la historia del arte.
iii. La Poesía Barroca Española: Luis de Góngora, uno de los Poetas más Influyentes del Neobarroco Latinoamericano
La mayoría de los críticos literarios concuerda en entender que la nueva concepción artística que representa el Barroco no supone necesariamente el descrédito de las anteriores. No hay en sus representantes —los más conocidos son, sin duda, Miguel de Cervantes Saavedra, Luis de Góngora y Agote, Lope de Vega y Francisco de Quevedo— un propósito manifiesto de ruptura, lo cual se percibe claramente si se toma en cuenta el respeto que profesan a Garcilaso de la Vega.
Lafuente Ferrari, el historiador madrileño que mencioné anteriormente, sostiene que se produce una vuelta a la tradición medieval interrumpida por el Renacimiento. Esta idea fue muy discutida por otros críticos, como los también citados Felipe Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, porque entienden que las «columnas que el Barroco solomoniza son las columnas clásicas renacentistas, no las que sostenían las catedrales góticas» (p. 19). Seguramente adhiriendo a la concepción de Helmut Hatzfeld en su libro Estudios de literaturas Románicas (1972), para estos críticos «el gótico, por más flamígero que sea, es un estilo alado, optimista y, claro está, reflejo de un triunfo de la burguesía» (p. 20). El Barroco, así, se concibe como una estética, sin duda lejana al gótico, pues en la poesía barroca:
Nadie vuelve al verso de arte mayor, por ejemplo. Los metros castellanos que se siguen cultivando son los que se habían mantenido en el Renacimiento. No hay que irse a la Edad Media para encontrar romances. Pocos años después de la publicación de las Obras de Boscán y Garcilaso (1543) se inicia el boom editorial del romancero con la publicación del Cancionero de romances de Martín Nuncio (1547) (Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, p. 20).
Lo que resulta evidente es el agotamiento formal del Renacimiento: la fosilización de las imágenes petrarquistas, por ejemplo, que pierden, rápidamente, su eficacia expresiva. La poesía clasicista había dejado de lado lo irregular, lo que se salía de la norma: la locura, lo disparatado, lo risible, lo prostibulario, lo escatológico, mientras que el Barroco irrumpe violentamente en su quietud y serenidad. Luis Rosales, en el prólogo al segundo tomo de Poesía Heroica del Imperio (1943) sostiene, justamente, que:
La lírica clásica los desechó [los motivos apicarados] por no considerarlos ejemplares ni normativos, siguiendo la ley estilística de la eliminación. La lírica posterior les da acogida siguiendo la ley estilística del claroscuro y contraste barroco… El Barroco no renunció a expresar la realidad que lo rodeaba, aunque esta fuese desordenada y contradictoria (p. 4).
Algunos de los autores más paradigmáticos en la literatura barroca española fueron, sin duda, Miguel de Cervantes (1547-1616), Vicente Espinel (1544-1634), Mateo Alemán (1547-1613), Lope de Vega (1562-1635), Luis de Góngora y Agote (1561-1627), Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613) y su hermano Bartolomé Leonardo (1562-1631), Francisco de Quevedo (1580-1645), Tirso de Molina (1580-1648), el Conde de Villamediana (1582-1622), Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), Baltazar Gracián (1601-1658), entre otros. Y las corrientes literarias más destacadas: el conceptismo y el culteranismo. La primera, de origen medieval, se basa sobre la afirmación de que en el universo hay una serie de semejanzas sonoras, formales, funcionales, etc., es decir, de relaciones más o menos tangibles entre dos elementos. Baltasar Gracián, escritor zaragozano, jesuita, define, en su Agudeza y arte de ingenio (1642), el concepto como un «acto del entendimiento que exprime[2] la correspondencia que se halla entre dos objetos» (p. 1167). Lacónico y conciso, el lenguaje se abisma en diversos recursos retóricos para lograr dicha correspondencia: equívoco, paranomasia, calambur, alegoría, metáfora, metonimia, sinécdoque, comparación, símbolo, paradoja, antítesis, retruécano, zeugma, hipérbole…
El filólogo gallego Ramón Menéndez Pidal destaca, en Castilla, la tradición, el idioma (1945), que los escritores que cultivaron esta corriente se opusieron al culteranismo, porque entendían que la dificultad debía estribar en el pensamiento, no en la oscuridad de las palabras o en el hipérbaton de la frase. Obviamente, se alinea con las sentenciosas palabras de Gracián: «Preñado ha de ser el verbo, no hinchado; que signifique, no que resuene; verbos con fondo, donde se engolfe la atención, donde tenga en qué cebarse la comprensión» (p. 1249).
El culteranismo, arte considerado elitista, también tiene su texto teórico destacado en el Libro de la erudición poética (1611), del poeta cordobés Luis Carrillo Sotomayor, aunque alcanzó su mayor esplendor con otro cordobés, Luis de Góngora y Agote, quien fue cuestionado hasta el hartazgo por sus contemporáneos y hasta por sus seguidores por lo que se consideró un abuso por su parte de recursos tales como perífrasis, hipérbaton, latinismos, alusiones mitológicas, sustituyentes distantes de los sustituidos, así como por la complicación de sus versos debida a voces extrañas al lenguaje común y la disposición extravagante de los elementos de la frase.
Las jácaras, mojigangas y bailes eran las piezas más populares de la época. Asimismo, otros géneros breves, como los romances, se difundían a través de pliegos sueltos, pero, sobre todo, a través del canto. La mayoría de los poetas no imprimían sus obras. Los textos circulaban entre amigos y admiradores. La gran excepción es Lope de Vega, que imprimió cuarenta y cinco volúmenes de su obra no dramática, en gran medida lírica.
En el segundo tomo de su Historia de la literatura española, el que versa sobre la poesía y la prosa del Siglo de Oro, el crítico norteamericano R. O. Jones enfatiza la simultaneidad entre el ocaso económico y político español y el extraordinario florecimiento de las artes, especialmente de la poesía. Esto es sostenido también por el filólogo madrileño Dámaso Alonso. Es una época de florecimiento del mecenazgo. Muchos de los grandes poetas barrocos tienen mecenas dentro de la nobleza española. Lo mismo sucede con la Iglesia, que, desde la segunda mitad del siglo xvi, fomenta el conceptismo sacro.
Según José María Micó, en todos los poetas, influye una herencia variopinta, culta y popular, nacional e italiana. Es decir, la poesía tradicional, con sus romances, canciones, letrillas y villancicos; la poesía culta castellana, con sus redondillas, quintillas y décimas; la poesía italianista, con su petrarquismo y horacianismo… También persiste la lírica del escritor toledano Garcilaso de la Vega.
El romancero pastoril y morisco fue muy transitado por los jóvenes Góngora, Lope de Vega, Juan Salinas y otros poetas barrocos. Entre 1589 y 1597, se publican Flores de romances nuevos y el Romancero General, al que siguen los Romancerillos tardíos. Pocos años después, en 1605, Miguel de Madrigal publica la Segunda Parte del Romancero General y Flor de diversa poesía.
La transformación resulta evidente. De una poesía que mantiene lo referencial, es decir, la peripecia amorosa del pastor o del moro, y su trasunto real en la vida del poeta, donde lo épico y lo dramático siguen siendo operativos, se pasa, en poco tiempo, a otra poesía más lírica, literalmente cantada, lo cual supondrá una estricta regularización métrica. Asimismo, en lo temático, desaparece el romance morisco, el pastoril se estiliza y pierde carácter autobiográfico o se vuelve irónico. Los motivos amorosos están puestos en boca no del poeta, sino de un personaje, y son vistos con distancia.
La jácara, romance que tematiza la vida de rufianes y de malhechores, es seguramente uno de los géneros más exitosos, según Micó. Quevedo, más allá de sus chistes escatológicos, obscenos y macabros, es uno de los autores más relevantes de este género, junto a Jerónimo de Cáncer y a Antonio de Solís. Además de las jácaras y las sátiras personales o colectivas, destacan los poemas paródicos, en especial Las necedades de Orlando, de Quevedo, que invierten la imaginería poética de la tradición petrarquesca, la reducen al absurdo y destrozan con ferocidad el mundo irreal y encantado de la épica caballeresca.
Andrée Collard, en Nueva Poesía: Conceptismo, Culteranismo en la Crítica Española (1967), sostiene que lo que está presente en buena parte de la poesía culta barroca es un «espíritu de insubordinación». Y de todos los poetas barrocos, sin duda admiradores de Garcilaso —por ser el gran renovador de la poesía, sobre todo desde el punto devista formal, aunque en lo demás siguiera siendo un poeta medieval—, es Góngora, en especial con su Polifemo y sus Soledades, quien imprime un radical cuestionamiento a la esencia de lo poético. Propone, asimismo, una nueva percepción de lo real, mostrando sus aspectos más grotescos, a la vez que recrea una belleza que convierte en realidad contemplada y exaltada desde afuera, consolidando uno de los cambios más significativos —no desde fuera de la tradición que le antecede, sino desde su corazón mismo— en la poesía de su época. Rompió los modelos petrarquistas que otros copiaban hasta el cansancio, retorció las estructuras sintácticas, innovó en el léxico, construyó sentidos insólitos, cuestionó los límites entre el lenguaje poético y coloquial, entre lo considerado culto y vulgar (Micó). Esta gran invención lingüística lo convertiría luego en uno de los escritores más influyentes del modernismo y del neobarroco latinoamericanos.
iv. Segunda Parada del Recorrido: El Neobarroco/so/cho de Nuestra América
En Nuestra América, podemos identificar fechas, espacios de debate y publicaciones claves para continuar armando este recorrido. Solo mencionaré algunas que suelen ser las más reconocidas como emblemáticas para pensar el neobarroco en este continente.
Como se sabe, José Lezama Lima publica un texto imprescindible: La expresión americana (1957), del que el capítulo «La curiosidad barroca» se convertiría, en adelante, en el punto de partida de muchas de las reflexiones latinoamericanas sobre el Barroco. Lezama no fue solo poeta, sino también narrador, ensayista, pero muchos de sus críticos han postulado que, en el fundamento de todos sus escritos está la experiencia de la poesía, en el hallazgo del logos poético. Entre esos críticos, Valentín Díaz sostiene que «[e]sa experiencia arrasa con toda distinción de géneros y Lezama Lima a través de ella adquiere su verdadera imagen: una bestia del lenguaje inmanejable» (p. 157). Aunque muy poética su expresión y acordando con que esto puede ser así, sin embargo, no creo que sea una característica exclusiva de Lezama Lima. Gran parte de los escritores que han transitado diversos géneros podrían responder a esta observación. Hay una línea de escritores que borran, en cierta medida, los límites, que dinamitan las clasificaciones teóricas sobre aquellos. En nuestro país, por ejemplo, esto sucede muy particularmente con varios narradores-poetas-ensayistas: Cabezón Cámara, Julián López, María Rosa Lojo, entre muchos otros. Este desborde del lenguaje, en Lezama, alcanza la reflexión teórica. Con respecto a esta, en «Preludio a las eras imaginarias», que es un texto que publica en 1958, Lezama desarrolla la oposición entre la causalidad y lo incondicionado de la poesía:
Lo más fascinante es que ese encuentro, esa batalla casi soterrada, ofrece un signo, un registro, un testimonio, una carta, donde el hombre causalidad […] penetra en el espacio incondicionado, por el cual adquiere un condicionante, un potens, un posible, del cual queda como la ceniza, el vestigio, el recuerdo, en el signo del poema (2010, p. 16).
En este ensayo, destaca significativamente la fuerza del verso octosilábico, que entiende impersonal, como una forma natural del poema. La fuerza de la tradición, pienso, y me recuerda a los romances barrocos de Góngora, cómo él los usaba especialmente para reinventar su propio lenguaje poético. Obviamente, lo poético excede el poema y es, al mismo tiempo, un método de conocimiento. Su agente, el sujeto metafórico, cuyo territorio, claro está, es lo imaginario. Lezama «no deja de interrogarse por el surgimiento, la gestación, la germinación, la poiesis» (Díaz, p. 161).
No menor resultan la presencia y la voz de Severo Sarduy, el poeta cubano que todos los críticos señalan como el impulsor del neobarroco en la poesía latinoamericana. En 1967, Barthes le dedica un artículo publicado en La quincena literaria, «El rostro barroco». Para González Echevarría, la participación de Sarduy, en el comienzo de su producción, en el grupo de la revista Ciclón, marca su distanciamiento de Orígenes y de Lezama Lima, pero, a través de su experiencia con Tel Quel, Sarduy se reencuentra, ya definitivamente, con su compatriota. Asimismo, su lectura de Góngora orientará la dirección que tomará en lo sucesivo, lo cual queda claro en su primer libro de ensayo, Escrito sobre un cuerpo (1969), texto en el que el neobarroco no aparece como concepto, pero cuyas bases se definen como condición de relectura y reapropiación del barroco, con el poeta cordobés como origen. Unos años después, en 1972, Sarduy publica su ensayo «El Barroco y el Neobarroco», en el volumen colectivo América Latina en su literatura. La coordinación y la introducción de este volumen las hizo el poeta y ensayista César Fernández Moreno. El libro es magnífico. Tiene colaboraciones, además de Severo Sarduy, del ecuatoriano Jorge Adoum, del chileno Fernando Alegría, del paraguayo Rubén Bareiro Saguier, de los uruguayos Mario Benedetti y Emir Rodríguez Monegal, del brasileño Haroldo de Campos, de los cubanos Roberto Fernández Retamar y José Lezama Lima, del mexicano José Luis Martínez, del peruano Julio Ortega, de los argentinos Adolfo Prieto y Noé Jitrik, del venezolano Guillermo Sucre… es decir que supone una participación conjunta desde varios países latinoamericanos. Allí es, entonces, donde aparece este texto emblemático de Severo Sarduy. Dos años después, en 1974 y en Buenos Aires, Barroco, texto clave para pensar su concepto de retombée:
Las notas que siguen intentan señalar la retombée de ciertos modelos científicos (cosmológicos) en la producción simbólica no científica, contemporánea o no. La resonancia de esos modelos se escucha sin noción de contigüidad ni de causalidad: en esta cámara, a veces el eco precede a la voz (Sarduy, 1999, p. 1197).
En Nueva estabilidad (1987), precisa el alcance de este concepto:
Retombée es también una similaridad o un parecido en lo discontinuo: dos objetos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble —la palabra también tomada en el sentido teatral del término— del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia (Sarduy, 1999, p. 1370).
Valentín Díaz entiende que la relevancia de lo imaginario «en la obra del cubano permite comprender hasta qué punto el neobarroco no es solo una matriz interpretativa, sino también y sobre todo, la postulación de una maquinaria de imaginarización de sí y del mundo» (2010, p. 51).
Y el diálogo continúa. En 1974 aparece la novela de otro cubano, Alejo Carpentier, Concierto barroco, y, al año siguiente, en 1975, dicta su famosa conferencia «Lo barroco y lo real maravilloso». Interesante recordar que es el mismo año en el que aparece el trabajo de Maravall La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica, que comenté anteriormente. En 1984, se publica, póstumamente, La ciudad letrada, del uruguayo Ángel Rama, quien considera a las ciudades de América Latina como barrocas, recordando, en sus descripciones, seguramente, las de Lezama Lima en La expresión americana.
Me siento obligada a mencionar también, por su trascendencia y su influjo en la crítica de este continente y aunque no sea un pensador latinoamericano, a Gilles Deleuze, quien, en 1988, dedica un libro, El pliegue, al estudio de Leibniz y el Barroco, y afirma que «[e]l Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo» (p. 11). El título del libro está relacionado con la obra Pliselonpli, de Pierre Boulez, quien la compone a fines de los años cincuenta (1957) con varias revisiones (1959, 1960, 1962 y otra tardía en 1989), inspirándose en Mallarmé. Deleuze sostiene, asimismo: «El pliegue es sin duda la noción más importante de Mallarmé, no solo la noción, sino más bien la operación, el acto operatorio que lo convierte en un gran poeta barroco» (p. 45).
En conclusión, mientras los estudios literarios españoles ven, en gran medida bajo la égida de Maravall, en el Barroco un arte condicionado por el momento histórico y una categoría estética que permite vincular a España con el resto de Europa, en Latinoamérica, se lo está considerando el «arte propiamente americano y se está formulando la doctrina de un neobarroco que será, sobre todo en poesía, el movimiento nuclear —y panamericano— hasta mediados de los ochenta» (Dorby, p. 4). Según este crítico, Maravall y Lezama Lima ven en el Barroco un arte de la modernidad. El poeta cubano entiende así que «[r]epitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista. Representa un triunfo de la ciudad y un americano allí instalado con fruición y estilo normal de vida y muerte» (Lezama Lima, 1969, p. 47).
Y no puedo terminar este recorrido de vértigo sin mencionar al poeta argentino Néstor Perlongher, quien, sin duda, se convirtió en un autor de culto de la poesía neobarroca de Nuestra América. Nicolás Rosa dijo, en Tratados sobre Néstor Perlongher, un texto del año 1997, que “[s]i el museo de la literatura argentina es un Panteón Nacional […] presidido por Borges, sostenido por la columna dórica de Macedonio Fernández y coronado por la cariátide de Don Adolfo Bioy Casares, Perlongher es un ladrón de cadáveres que intenta ocultarlos en la margen izquierda del río color de león”.
Poeta maldito, Perlongher escribió «en una lengua en la que el vocabulario culto, de resonancias gongorinas, se carnavaliza con términos domésticos, barriales, y se deja contaminar por el portugués» (Dobry, 2006, p. 51). A él le debemos la paródica expresión de neobarroso: un neobarroco que asume su parte kitsch y que el mismo Perlongher llamó «un barroco cuerpo a tierra».
v. Tercera Parada: una Antología de Poetas Neobarrocos/sos/chos en Diálogo con Lectores Críticos Actuales
Emprender una nueva antología que tendrá, entre otras, pero sobre todo, como antecedentes nada menos que la muestra de Roberto Echavarren Medusario (1996) o, como la dio en llamar él: “una entrega de una serie” -refiriéndose a las muestras anteriores de Perlongher Caribe Transplatino (1991) y otra suya Tansplatino (1990)-, supone una responsabilidad enorme, pero entendemos que es necesario, además de homenajear a algunas figuras emblemáticas y que ya están incluidas en otras compilaciones, dar cuenta de otros poetas que, en estos momentos, siguen esta tradición, tanto para adherir a ella, como para continuar reformulándola. Así, en este volumen de Gramma, incluimos voces de los poetas argentinos Romina Freschi, Enrique Molina, Olga Orozco, Néstor Perlongher y Susana Villalba; del boliviano Jaime Sáenz; del brasilero Floriano Martins; del colombiano Jorge Zalamea; de los cubanos Reina María Rodríguez, Víctor Rodríguez Núñez, José Lezama Lima, Luis Manuel Pérez Boitel y José Kozer; de los chilenos Carmen Berenguer, Oscar Saavedra Villarroel y Malú Urriola; de los ecuatorianos Ernesto Carrión y Alexis Gómez Rosa; del salvadoreño Rolando Costa; de los mexicanos Juana Inés de la Cruz, Mario Bojórquez y Jorge Ortega; del panameño Javier Alvarado; de los peruanos Paul Guillén, Bruno Pólack, Rodolfo Hinostrosa y Enrique Verástegui; del dominicano José Mármol; de los uruguayos Rafael Courtoisie, Marosa di Giorgio, Roberto Echavarren y Alfredo Fresia y del venezolano Miguel James.
Asimismo, consideramos que entablar un diálogo con sus lectores podría resultar especialmente fructífero, por lo que compilamos también un dossier de ensayos críticos. Algunos de ellos son abordajes tradicionales y, otros, aproximaciones un tanto más arriesgadas.
Susana Cella emprende un lúcido recorrido por algunos de los principales conceptos ligados al neobarroco de Nuestra América, tanto desde las voces de Lezama Lima, de Severo Sarduy y de Néstor Perlongher, a quienes ha estudiado en profundidad en trabajos anteriores, como desde la de un poeta menos transitado por la crítica, Eduardo Espina. Así, Cella analiza sus poemas, en especial los incluidos en El cutis patrio. Y hace un relevamiento de los términos relacionados con esta estética: neobarroco y neobarroso, en diálogo con la propuesta de Espina, el barrococó, que supone una crítica del poeta uruguayo a las conceptualizaciones, prefijos y denominaciones vacuas contra las que claramente arremete en «Neobarroco y otras especies».
Lucía Puppo, por su parte, analiza el último poemario de Susana Villalba, La bestia ser. Establece una conexión muy interesante entre el rasgo neobarroco que identifica en esta poesía: la estructura del poemario —que se acerca al procedimiento de la fuga— y la ecocrítica. Un contrapunto de voces no humanas atraviesa el poemario y pone el foco de atención en la interconectividad entre objetos y seres, que descentran la perspectiva humana. Me pregunto si una de las caras de la relación entre poesía y medio ambiente de la que habla Puppo puede ser la del poeta que intenta que las palabras fluyan de otro modo[3], con otra música: la del viento, la de las rocas, y si es justamente la estructura barroca la que abre esa posibilidad en los poemas de Villalba. Pienso en la tradición que también recoge Puppo de escrituras poéticas que cuestionan la fantasía de la independencia humana de la naturaleza. Una lectura novedosa y arriesgada, que abre nuevos diálogos entre la poesía neobarroca y los enfoques de la crítica literaria actual.
Alicia Salomone aborda la producción poética contemporánea de mujeres, observando en particular los poemarios Sayal de Pieles, de Carmen Berenguer, y Albricia, de Soledad Fariña, e, incómoda ante la posibilidad de considerar la existencia de una estética o de una escuela neobarroca en la poesía latinoamericana actual, prefiere hablar de «trazas» o «destellos». Recupera el texto de Diego Maqueira, La Tirana, poema largo en tres partes que escenifica una figura autoritaria que alegoriza a quien, en los años ochenta, ejercía el poder dictatorial, iluminando, al mismo tiempo, la herencia colonial y neocolonial en la cultura chilena. Este es un enfoque no poco frecuente en la poesía latinoamericana actual, que permite establecer una estrecha vinculación entre este modo, estética neobarroca latinoamericana y las reflexiones o poéticas de las dictaduras. Las voces que analiza Salomone ponen el foco en cuestiones que recogen, en gran medida, las lecturas tradicionales del neobarroco, con claros referentes: Lezama, Sarduy, Carpentier, etc., pero también arrojan luz a otras aristas posibles, como las propuestas por Soledad Bianchi, quien estudia, en la poesía de Carmen Berenguer, en diálogo con la de Gabriela Mistral, cuestiones de género y de canon literario de la poesía chilena de la dictadura.
Milena Rodríguez Gutiérrez parte de la propuesta del grupo de poetas transnacionales surgidos a partir de la publicación, en México, de Medusario, y aborda la poesía del poeta cubano exiliado José Kozer. La ocupan, en su análisis, no solo el abordaje de los rasgos neobarrocos, en especial en los poemas «La exteriorización de sus sitios», incluido en Carece de causa, y «De los nombres», en et mutabile, sino también su peculiar y, según lo considera la crítica cubana, enrevesada construcción de la cubanidad que lleva a cabo Kozer.
Finalmente, tenemos la satisfacción de poder incluir, en este volumen, gracias a la generosidad de Adrián Cangi y de Enrique Flores, un anticipo del libro Theatrum chemicum. Ayahuasca, conjuro y alegoría, de próxima aparición, editado para la Universidad Nacional Autónoma de México. Este adelanto incluye dos perlitas: un poema inconcluso de Perlongher y una suerte de diálogo sobre el auto sacramental entre los dos pensadores.
vi. Algunas Ideas y Muchos Interrogantes Finales
Diversos poetas latinoamericanos actuales pueden considerarse casi militantes del neobarroco, mientras que otros no se ven tan convencidos. Asimismo, en las lecturas críticas que componen el dossier de este volumen encontramos que, en cierta forma, no todos terminan de apoyar demasiado la existencia de la poesía neobarrocadentro de una escuela o una estética. Se habla, más bien, de momentos, de destellos… Más allá de estas reticencias, pienso que vale la pena encarar este desafío de indagar si hay o no una poesía neobarroca y si esta responde a un programa, a una estética, a un movimiento que, de alguna forma, anime el diálogo entre poetas de los países que conforman Nuestra América.
La diversidad de opiniones, algunas de las cuales ya he comentado en los apartados anteriores, es abrumadora: desde ese «estilo literario, caracterizado por la rica ornamentación del lenguaje, conseguida mediante abundantes recursos retóricos» del diccionario de la RAE, nos abismamos en un sinfín de aproximaciones: una mentalidad, una actitud de vida, una ideología (Skrine y García de la Concha), un estilo propenso a la exageración expresiva y a la pomposidad (Gurlitt), un derroche de mal gusto, no un arte (Croce), la fase final de la evolución interna de cada estilo (Focillon), un eón (D’Ors), un pliegue (Deleuze), un aparato de dominio colonial y un injerto que trajeron los españoles para borrar y aniquilar la cultura de origen (Marzo), una cultura, un modo de vida, una modalidad del saber (Picón Salas), una era imaginaria, una forma de resistencia, un drama de características épicas, una poiesis demoníaca, una rebelión, una propuesta estético-política, un arte de la contraconquista (Lezama Lima), un desafío a lo considerado «buen gusto» o «alta cultura», una rebelión que se transforma en revelación, una negación de todos los estilos (Alejo Carpentier), un arte de la metamorfosis del objeto (Paz), una reflexión metateórica, una práctica poética, un esquema operatorio, un sistema de desciframiento, una operación de decodificación, una inarmonía, un desequilibrio, un reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto (Sarduy), un arte de lo sublime, un estilo de vida, una práctica poética y política (Echavarren), un estado del espíritu, un estilo de vida, un espectáculo total (Ávila), una fábula intertextual (Chiampi), una estrategia, una práctica, un ethos heterogéneo, una puesta en escena, una des-realización (Echevarría), un pacto de lectura (Gamerro), un germen que se puede rastrear hasta las crónicas del descubrimiento (Martínez), una amalgama de opiniones contradictorias que la crítica ha elaborado (Siles), un concepto del que todos hablan, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es (Piñera), un OCNI, objeto conceptual no identificado (Casado), un capricho, una complicación por la complicación (Castro y Machado), una nueva sensibilidad (Lafuente Ferrari), una lucha irreductible entre cuerpo y espíritu (Spitzer), la concepción de la realidad que tienen los hombres del siglo xvii (Spengler), una tropología, un relieve, una arquitectura, una archi-escritura (Rosa), y podría continuar…
Finalmente, si, como sostienen varios poetas neobarrocos actuales, el Barroco es un gesto de rebeldía, una experiencia de vida, una opacidad en el aire, un concepto abierto, un metabolismo, un temperamento, un agrupamiento caprichoso, entonces, me pregunto si esta polifonía de voces que propicia no colisiona con el proyecto de elaborar categorías y conceptos sobre él.
Algunos teóricos adoptan, así, una nueva concepción del Barroco, entendido como sistema de desciframiento y operación de decodificación, como metodología de lectura más que como poética. Es el caso de María José Rossi, entre otros, quien tituló uno de los últimos libros que publicara con su equipo de investigación, Polifonía y Contrapunto Barrocos, entendiendo a ambos como elementos constitutivos de esta estética. En su presentación, Rossi sostiene que
[n]o habría, a simple vista, diferencias de fondo entre polifonía y contrapunteado: si la primera consiste en la combinación de sonidos diferentes que se suceden o superponen, a la segunda concierne su precario equilibrio. Este libro es el encargado de registrar ambos momentos (p. 9),
lo que me hace suponer que habría, en esta postura, una tentativa de moverse por el terreno fangoso de los conceptos y las categorías, intentando hacerse cargo de esta polifonía y contrapunteado como un modo otro de teorizar, tal vez, distintivo de Nuestra América.
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Notas