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Análisis comparado de los sistemas internacionales de la Antigua China y de la Europa Moderna: una aproximación geopolítica desde el realismo estructural
Comparative analysis of the international systems of Ancient China and Modern Europe: A geopolitical approach from structural realism
Relaciones Internacionales, vol. 33, núm. 66, pp. 141-169, 2024
Universidad Nacional de La Plata

Estudios

Relaciones Internacionales
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1515-3371
ISSN-e: 2314-2766
Periodicidad: Semestral
vol. 33, núm. 66, 2024

Recepción: 03 septiembre 2021

Aprobación: 06 julio 2024


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Cómo citar este artículo: Vidal Pérez, E. (2024). Análisis comparado de los sistemas internacionales de la Antigua China y de la Europa Moderna: una aproximación geopolítica desde el realismo estructural. Relaciones Internacionales, 33(66), 190, https://doi.org/10.24215/23142766e190

Resumen: Este artículo es un análisis comparado de los sistemas internacionales de la antigua China y de la temprana Europa moderna. Presenta un enfoque geopolítico desde el realismo estructural que pretende responder a por qué Europa no desarrolló un orden imperial en contraste con China con un sistema multiestatal similar. Este estudio hipotetiza que la elevada fragmentación geopolítica, además de las condiciones geográficas, creó un sistema internacional anárquico e impidió la formación de un imperio continental en Europa gracias al equilibrio de poder. Para contrastar esta hipótesis se examinan los principales rasgos del sistema internacional chino y cómo evolucionó hacia un orden imperial. Esto nos lleva a estudiar el sistema internacional en Europa y cómo impidió el surgimiento de un imperio universal.

Palabras clave: sistema internacional, realismo estructural, geopolítica, Antigua China, equilibrio de poder.

Abstract: This paper is a comparative analysis of the international systems of Ancient China and early modern Europe. It presents a geopolitical approach from structural realism, which intends to answer why Europe did not develop an imperial order in contrast with China with a similar multi-State system. This study hypothesizes that high geopolitical fragmentation, besides geographic conditions, created an anarchic international system, and it precluded the formation of a continental empire in Europe thanks to the balance of power. To contrast this hypothesis, it examines the main traits of the Chinese international system and how it evolved towards an imperial order. That leads to studying the international system in Europe and how its geopolitical environment prevented the rise of a universal empire.

Keywords: international system, structural realism, geopolitics, Ancient China, balance of power.

1. Introducción

La formación del sistema de Estados europeo se inscribe en el marco histórico de la temprana edad moderna y está intrínsecamente unido al auge de Occidente. Este último acontecimiento ha sido motivo de un intenso debate que William H. McNeill inauguró con la publicación de su estudio seminal en 1963, y a partir del que fueron desarrolladas numerosas investigaciones desde distintos puntos de vista (Daly, 2015).

Sin embargo, en el presente artículo vamos a ocuparnos de las razones que explican que en Europa se desarrollase un sistema internacional en contraposición a China entre los años 656 y 221 a. C., donde se forjó un sistema de Estados similar al europeo que, por el contrario, desembocó en la formación de un orden imperial[1]. De hecho, debemos constatar que los grandes sistemas de gobierno hasta la época moderna han sido principalmente grandes imperios como el asirio, el aqueménida, el macedonio, el parto, el romano, el malí, el inca, etc. Estos eran por lo general formaciones políticas que reclamaban un gobierno universal, lo que se reflejaba en el título de sus dirigentes, como en el caso de Persia donde el jefe del Estado era conocido con el título de Shahanshah, esto es, rey de reyes.

Europa, en cambio, parece ser una anomalía política e histórica en comparación con la trayectoria del resto del planeta. No hay que olvidar que las estructuras imperiales que existieron antes del s. XV en esta región fueron los imperios macedonio, romano y bizantino, los cuales nunca abarcaron el conjunto de Europa. Mientras el imperio macedonio se extendió por Oriente Medio y el norte de África, tanto el imperio romano como el bizantino tuvieron su centro geográfico en el Mediterráneo y tampoco llegaron a unificar territorialmente Europa. Lo mismo cabe decir del Sacro Imperio Romano Germánico fundado por Carlomagno, forma política endeble cuyos dominios se concentraron en Europa central y la península itálica.

El punto de vista que aquí planteamos difiere de la visión eurocéntrica de diferentes especialistas en la disciplina de Relaciones Internacionales que se preguntan por qué el equilibrio de poder fracasó en la antigua China (Chi, 1968). Lo mismo sucede con otros autores que consideran que la aparición de la China de los Qin en la remota Antigüedad es una anomalía teórica para las explicaciones de la burocratización (Kiser y Cai, 2003). Lo cierto es que este tipo de planteamientos responden a una actitud que considera que la experiencia europea es la normal, mientras que aquellas otras experiencias no occidentales que no se ajustan al patrón de desarrollo histórico de Occidente son consideradas anormales, lo que induce a la búsqueda de aquello que supuestamente falló en otras partes para desviarse de la trayectoria normal (Wong, 1999; Blue y Brook, 1999; Sivin, 1982). En otras ocasiones se presupone la existencia de un desarrollo social unidireccional que dificulta la comprensión de trayectorias alternativas (Kohli, 1994, p. 310). Estos puntos de vista no resultan acertados si tenemos en cuenta la experiencia global de la mayor parte de las sociedades y civilizaciones, razón por la que nuestra pregunta de investigación es formulada en un sentido contrario, es decir, ¿por qué en Europa no emergió un orden imperial como el que se formó en China en el 221 a. C.? ¿Por qué Europa occidental se desvió de la trayectoria que siguió el resto del mundo?

Estas preguntas que orientan la investigación nos conducen a abordar el marco teórico específico en el que se ubican. Este no es otro que las teorías de la divergencia, las cuales se encuadran en el debate del auge de Occidente. Pero antes de continuar son necesarias algunas aclaraciones en torno al objeto de estudio. En lo que a esto se refiere entendemos que, en el marco de este trabajo, el alcance geográfico de la Europa moderna comprende Europa occidental y central, área en la que surgió el Estado moderno y donde, como se verá más adelante, predominó una elevada fragmentación geopolítica con la coexistencia de multitud de unidades políticas. Asimismo, el periodo histórico en el que se centra el estudio es la fase inicial de la modernidad europea, es decir, desde el s. XV hasta el s. XVII, momento este último en el que, con la Paz de Westfalia, se formalizó el sistema de Estados europeo.

Por otra parte, cabe señalar que Europa como tal es un concepto geográfico amplio del que no hay acuerdo sobre sus límites, y cuyo uso es relativamente reciente, al igual que el carácter cultural e histórico que ha terminado adoptando (Heffernan, 1998). Sin embargo, Europa y Occidente son realidades diferentes pero superpuestas, de tal manera que Occidente no se circunscribe únicamente a Europa, del mismo modo que Europa no incluye todo Occidente. Así, cabe decir que Occidente, al igual que Europa, es una construcción social que ha variado con el tiempo, tanto en su composición como en su extensión geográfica. De hecho, Occidente es un concepto más amplio que Europa pese a que en un principio se circunscribió a una parte de la geografía europea. En la Antigüedad Occidente fue identificado con las ciudades-Estado griegas en contraposición a los imperios asiáticos (Pagden, 2011). Posteriormente, con la consumación de la división del imperio romano en una parte occidental y otra oriental con el emperador Teodosio, Occidente quedó vinculado a la región occidental de Europa, lo que generó una trayectoria divergente respecto al resto de Europa en la medida en que el cisma de 1054 en el seno de la Iglesia sirvió para generar tradiciones políticas, culturales y religiosas diferentes entre Oriente y Occidente. Por un lado un Occidente latino-germano, con una iglesia católica romana organizada en torno al papado en la que el obispo de Roma se erigió en sumo pontífice, y el desarrollo de una estructura sociopolítica feudal muy descentralizada. Y por otro lado un Oriente predominantemente griego, organizado en torno al catolicismo ortodoxo, cesaropapista, con una estructura sociopolítica autocrática altamente centralizada en la que predominó el esclavismo. Todo esto hace que Occidente estuviese constituido en la época moderna por los países y sociedades de Europa central y occidental, área en la que emergieron las potencias que iniciaron la era de los descubrimientos y la expansión colonial, y que, en definitiva, propiciaron el auge de la civilización occidental. Por esta razón, en el marco de análisis de la presente investigación, utilizamos indistintamente Europa moderna y Occidente como sinónimos.

Tal vez pudiera parecer arriesgado comparar dos experiencias históricas cronológicamente tan distantes como las que representan la China antigua y la Europa moderna, pero esto ya fue hecho con éxito por la politóloga hongkonesa Victoria Tin-bor Hui (2011) en su estudio sobre la formación del Estado y la configuración del sistema internacional en estos dos escenarios históricos y geográficos tan dispares. Si Hui trata de explicar por qué la teoría del equilibrio de poder de Kenneth Waltz no es aplicable a la China preimperial, en este artículo no sólo pretendemos responder a una pregunta completamente diferente, como es la razón por la que Europa nunca estuvo políticamente unificada, sino que, además, el enfoque para responder a dicha pregunta es de carácter geopolítico con una base teórica en el realismo estructural[2]. Asimismo, cabe añadir que las explicaciones que se han desarrollado sobre los motivos por los que nunca hubo un imperio europeo no han sido formuladas desde una perspectiva específicamente geopolítica. Por otro lado, la aproximación geopolítica de este trabajo se basa en el estudio de la interacción entre las relaciones de poder y el medio geográfico en el que se desenvuelven, lo que es aplicable al estudio comparado de escenarios geopolíticos análogos como los que aquí son abordados, es decir, contextos de anarquía internacional en los que una considerable cantidad de unidades políticas compiten entre sí.

Después de exponer el marco teórico de la investigación, presentamos nuestra propia hipótesis para, a continuación, explicar el modo en el que procedemos a contrastarla. Para llevar a cabo esta tarea explicamos la perspectiva geopolítica que aquí planteamos y mediante la que analizamos de manera comparada los elementos diferenciales y decisivos que impidieron que, a diferencia de China, se formase un orden imperial en la Europa moderna.

2. Las teorías de la divergencia

Las teorías de la divergencia plantean que Occidente mantuvo un papel secundario a lo largo de la historia, de forma que su trayectoria estuvo en gran medida ligada a Oriente. En este sentido diferentes autores de esta escuela de pensamiento niegan la supuesta singularidad de Occidente en la medida en que Asia permaneció a la cabeza de los grandes avances de la civilización. El auge de Occidente es entendido, entonces, como una divergencia en la trayectoria histórica de esta civilización respecto a la trayectoria de las civilizaciones orientales. Dentro de esta corriente teórica existen diferentes puntos de vista acerca de los factores explicativos de este fenómeno. Así, pueden encontrarse distintos enfoques de tipo económico, tecnológico, histórico, etc., como los que se exponen a continuación.

Las teorías de la divergencia se agrupan en la llamada Escuela de California de la que Jack Goldstone es considerado su iniciador (1991, 2002). Sin embargo, algunas de las contribuciones a esta línea de investigación precedieron la aparición de esta Escuela, como es el caso de la obra de Jack Goody (1986), de forma que no alcanzaron un mayor desarrollo hasta finales del s. XX (Goody, 1996). Entre estos estudios destaca la obra de Kenneth Pomeranz quien afirma que el auge de Occidente es producto de una serie de hechos fortuitos como los yacimientos de carbón mineral y el descubrimiento de América (2000, 2002). Otro autor que también hizo una contribución reseñable es Andre Gunder Frank al señalar que Europa desempeñó un papel secundario en la economía mundial hasta el descubrimiento de metales preciosos en América, momento del despegue de las potencias europeas (1998). John M. Hobson, por su parte, afirma que casi todos los logros de Occidente tuvieron su origen en el mundo oriental gracias a los préstamos tecnológicos, institucionales y culturales recibidos (2004, p. 5). Otros autores, como Leonid Grinin y Andrey Korotayev (2015), consideran que la divergencia de Occidente forma parte de un proceso más amplio de modernización global.

El propio Jack Goldstone (2006, 2009) también incide en el papel de acontecimientos azarosos como causa explicativa del auge y posterior hegemonía de Occidente. Otros autores, en cambio, centran la atención en la divergencia que se produjo en la tecnología militar entre Europa y China, como hace Tonio Andrade (2016, 2015, 2011). También están los enfoques que analizan la divergencia desde un prisma puramente económico (Chaudhuri, 1985, 1990; Flynn, 1996; Parthasarathi, 2011; Glahn, 1996; Vries, 2003; Goody, 2004; Goldstone, 2008). Entre estos enfoques destaca el de Jean-Laurent Rosenthal y Roy Bin Wong (2011) quienes abordan la influencia de las instituciones políticas y su escala geográfica para explicar la divergencia del desarrollo económico de Europa respecto a China. También están los estudios que subrayan las semejanzas entre las sociedades occidentales y orientales en su desarrollo histórico (Lieberman, 2003). Mientras que otras investigaciones prestan más atención a los avances tecnocientíficos y a la modernización (Elman, 2005; Rail, 2007; Ronan, 1978; Marks, 2002; Wong, 1998). En cualquier caso cabe constatar que en los últimos años ha sido abundante la publicación de bibliografía de la teoría de la divergencia, lo que demuestra que el debate sobre las razones del auge de Occidente sigue muy vivo (Vries, 2010).

Constatamos que no existe ninguna investigación que estudie la divergencia de Occidente en unos términos específicamente geopolíticos. En lo que a esto se refiere el interés de este estudio recae en dilucidar los factores de carácter geopolítico que influyeron para que el desarrollo histórico de Occidente siguiera una senda alejada del mundo oriental. Si en la antigua China el sistema internacional que allí se formó desembocó, después de tres siglos, en un orden imperial, es necesario esclarecer por qué razón no ocurrió lo mismo en el sistema internacional que surgió en la Europa moderna, hecho que, como decimos, confirma la divergencia de Occidente respecto al resto del mundo.

Nuestra hipótesis es que al inicio de la época moderna existía en Europa occidental y central una elevada fragmentación geopolítica que implicó una considerable dispersión del poder en comparación con otras zonas del mundo. Esta circunstancia, unida a las condiciones geográficas de esta región, contribuyó a que hiciese aparición un sistema internacional anárquico altamente competitivo en el que el equilibrio de poder mantuvo la fragmentación geopolítica existente, e impidió así la formación de un orden imperial.

3. Una perspectiva internacionalista de la geopolítica

La finalidad de este apartado es definir el marco teórico que, desde las Relaciones Internacionales, nos sirve de referencia para ofrecer una perspectiva geopolítica que explique por qué en el mundo occidental, a diferencia de China, no se formó un orden imperial.

3.1. Anarquía y equilibrio de poder

La publicación del estudio de Kenneth Waltz titulado Man, the State and War a finales de la década de 1950 fue una importante contribución a la teoría de las relaciones internacionales al introducir tres niveles de análisis diferentes para entender el conflicto en la política internacional. Estableció las bases del realismo estructural que más tarde desarrolló con la elaboración de una teoría de la política internacional (Waltz, 1988).

Según Waltz, los enfoques reduccionistas son ineficaces para explicar el comportamiento de los Estados en la arena internacional al centrar la atención en las características particulares de estos actores. Por esta razón Waltz aboga por un enfoque de tipo sistémico o estructural. Para esto parte de la organización anárquica del escenario internacional al no existir un ente superior que regule las relaciones entre Estados, lo que crea un contexto altamente competitivo entre los países que configuran el sistema. En este contexto se impone la autoayuda como estrategia de supervivencia mediante la que los Estados persiguen aumentar sus capacidades internas. Sin embargo, las capacidades están desigualmente distribuidas lo que da lugar a la formación de una estructura de poder que organiza el sistema y limita el comportamiento de las unidades que lo componen. Esta estructura no preexiste a los Estados al ser el resultado de las interacciones que estos desarrollan para garantizar su seguridad (Waltz, 2000a, 1967). La estructura internacional presiona sobre los Estados e influye en las decisiones que configuran sus políticas exteriores. El realismo estructural, entonces, explica el comportamiento de los Estados en relación con la estructura de poder internacional.

El carácter anárquico del sistema internacional conduce a la noción de equilibrio de poder en la medida en que explica la dinámica de las relaciones internacionales. Los Estados no sólo recurren al aumento de sus capacidades internas para garantizar su seguridad, sino que también forman alianzas para restablecer los equilibrios rotos. En cualquier caso los equilibrios de poder se crean de manera distinta en función de los diferentes sistemas políticos internacionales (unipolares, bipolares o multipolares), y son un resultado espontáneo de las interacciones de los Estados, aunque en ocasiones pueden ser fruto de políticas deliberadas de estos (Waltz, 2000a, p. 29, 2000b, p. 54). Waltz establece que el equilibrio de poder se produce de una forma inintencionada cuando se cumplen dos condiciones: que el orden sea anárquico y que esté formado por unidades que deseen sobrevivir (Waltz, 1988, p. 178, 1967).

Por otro lado, el equilibrio de poder es inestable y dinámico, pues está sujeto a los cambios que se producen en el escenario internacional a partir de las interacciones de los diferentes actores. La hostilidad, la rivalidad y la desconfianza son elementos definitorios de la anarquía del sistema internacional, y alimentan la competición. La búsqueda del equilibrio es, entonces, un mecanismo a través del que los Estados persiguen sobrevivir al impedir que alguno de ellos alcance la hegemonía (Walt, 1985, 1987; Taliaferro, 2000/2001; Van Evera, 1999). El equilibrio de poder, por tanto, tiene consecuencias conservadoras para el conjunto del sistema pues cada actor busca mantener su posición dentro del sistema para garantizar su existencia, lo que les convierte en defensores del statu quo (Rynning y Guzzini, 2001; Grieco, 1997, pp. 186 y siguientes). Así, la dinámica del equilibrio de poder limita las políticas expansionistas pues el propio contexto internacional prescribe que los Estados persigan intereses externos limitados y que sus políticas exteriores sean moderadas (Zakaria, 2000, p. 41). Como decimos, esto redunda en el mantenimiento de la naturaleza anárquica del propio sistema y la dispersión del poder.

Cabe decir que el realismo estructural es una teoría hija de su tiempo que en gran medida se inspira en la experiencia occidental. Por este motivo su poder explicativo reside en la correspondencia que existe entre su marco de análisis y el sistema de Estados que surgió en Europa. En este sentido es una teoría útil para explicar el funcionamiento de las relaciones internacionales en el marco de un sistema anárquico. Sin embargo, manifiesta importantes limitaciones no sólo en su incapacidad para, por ejemplo, explicar por qué el sistema internacional que surgió en la antigua China desapareció con la formación de un orden imperial, sino también para explicar por qué en Europa, a diferencia del resto del mundo, el sistema de Estados ha perdurado.

El realismo estructural no tiene en cuenta en sus análisis varios factores relevantes como el carácter contingente del Estado. En general, las corrientes realistas pasan por alto esta dimensión al considerar a esta institución una realidad dada e inmutable. A esto se suma que el realismo estructural no considera importante la forma concreta del Estado al entender que esto es propio de las teorías reduccionistas. Como consecuencia de este punto de vista tampoco tiene en cuenta el modo en el que el tipo de Estado imperante en un determinado momento influye en la organización del sistema internacional. Asimismo, la anarquía internacional constituye un concepto con un gran poder explicativo para entender las interacciones de los Estados, pero el realismo estructural obvia la organización del espacio sobre la que se funda dicha anarquía. Todo esto es lo que nos conduce a clarificar el modo en el que aquí es utilizada la geopolítica.

3.2. La geopolítica

No existe una única definición de la geopolítica (Weigert, 1943, p. 33), razón por la que nos vemos obligados a hablar no tanto de geopolítica en singular como de geopolíticas en plural. Entre los precursores de la geopolítica, y que integran la llamada geopolítica clásica, están Friedrich Ratzel (1903), Halford Mackinder (1904), Alfred Mahan (1890) y Rudolf Kjellén (1899), además de sus continuadores más destacados, especialmente en Alemania, como Karl Haushofer, Arthur Dix, Richard Hennig u Otto Maull entre otros (Murphy, 1997). Este ámbito de conocimiento ha evolucionado a lo largo del s. XX, como así lo demuestra la aparición de distintas corrientes como la geopolítica neoclásica, la geopolítica subversiva, la geopolítica crítica, etc. (Mamadouh, 1998; Criekemans, 2022).

Sin embargo, muchas de las definiciones que se han hecho de la geopolítica han estado influidas por el modo de entender las relaciones entre el medio geográfico y los fenómenos políticos. Es importante tener en cuenta esta cuestión debido a que afecta a la definición del objeto de estudio de la geopolítica. Si la geografía política aborda la dimensión política de la geografía (Maull, 1936, p. 31; Goodball, 1987, p. 362; Dix, 1929; Atencio, 1986, p. 43), la geopolítica, por el contrario, centra la atención en la dimensión geográfica de los fenómenos políticos, y consecuentemente en la forma en que estos se desenvuelven en el espacio (Kristof, 1960). Por tanto, la geopolítica no se limita a estudiar el modo en el que la geografía condiciona los fenómenos políticos sino la forma en que estos fenómenos transforman el espacio. No hay que olvidar que el espacio es una construcción social debido a que no existen procesos puramente espaciales que precedan, influyan e incluso determinen los procesos sociales y políticos que se desarrollan sobre ellos (Cairo, 1993, p. 60). Todo espacio, entonces, implica, contiene y disimula las relaciones sociales (Lefebvre, 2013, p. 139). De hecho, el espacio “|...| es la condición o el resultado de superestructuras sociales: el Estado y cada una de las instituciones que lo componen exigen sus espacios –espacios ordenados de acuerdo con sus requerimientos específicos–. El espacio no tiene nada de “condición” a priori de las instituciones y del Estado que las corona” (Lefebvre, 2013, p. 141).

La geopolítica es concebida aquí a todas las escalas (Giblin, 1985)[3] y no sólo como el estudio de las relaciones espaciales exteriores de los Estados en la organización del espacio internacional (East y Moodie, 1956, p. 23), pues la manera en que el espacio es organizado al nivel de las unidades que componen el sistema internacional afecta, a su vez, a la organización del espacio geográfico internacional y, por tanto, a la organización del propio sistema y a las interacciones de las unidades que lo integran. Esto significa entender la geopolítica en términos estratégicos al tener como fundamento la geografía que es un saber estratégico (Lacoste, 1977). Por tanto, la geopolítica, en contraste con los autores de la geopolítica crítica que la consideran un conjunto de prácticas discursivas (Agnew y Corbridge, 1995, p. 47; Ó Tuathail y Agnew, 1992), es un conjunto de prácticas imbricadas en la guerra, la política (doméstica y exterior) y en la diplomacia cuyos efectos se manifiestan en el modo en el que el espacio es organizado y reorganizado a nivel local e internacional.

En este estudio realizamos un análisis comparado de dos sistemas internacionales muy alejados cronológica y geográficamente, razón por la que no sólo tenemos en cuenta la relación de continuidad entre la ordenación del espacio a nivel local e internacional, sino también las condiciones geográficas, tanto físicas como humanas, en las que dichos sistemas emergieron y se desarrollaron. Así, es necesario señalar que la geografía física, sin ser determinante, ejerce un papel condicionante al limitar las posibilidades que ofrece a la hora de organizar el espacio, lo que dista mucho de los puntos de vista geodeterministas presentes, fundamentalmente, en las corrientes de la geopolítica clásica.

4. El sistema internacional de la antigua China

La historia de China está marcada por una sucesión de ciclos de unificación y desintegración territorial que generalmente se produjeron como consecuencia del derrocamiento de una dinastía y el ascenso de una nueva casa real. Sin embargo, en la antigua China se produjo un momento excepcional debido a que la desintegración del imperio no fue seguida de un nuevo restablecimiento del mismo sino que, por el contrario, se creó una situación inédita al desembocar en un escenario de elevada fragmentación geopolítica que se mantuvo durante varios siglos. Esta experiencia única la hace especialmente interesante a la hora de analizarla desde una perspectiva internacionalista. Por esta razón el análisis que se desarrolla a continuación tiene como punto de partida el año 659 a. C., momento que marca la existencia de un sistema internacional en la China antigua, aunque para ello son abordados antes los antecedentes históricos de dicho sistema.

El zhongguo es el término utilizado para referirse a los Estados centrales de la antigua China (Chen, 1941, p. 643; Loewe, 1999), cuya organización manifiesta una inequívoca similitud con el sistema de Estados europeo (Walker, 1953, p. xi). El origen de este sistema está en el orden feudal, fengjian (Hook, 1991, p. 169), implantado por la dinastía Zhou tras la conquista de Shang en 1045 a. C. (Sawyer, 1993, p. 380) ante la necesidad de gobernar extensas áreas[4]. De este modo, la nobleza vasalla, ubicada en lugares distantes, construyó ciudades fortificadas, los guo, para gobernar las regiones periféricas en las que el monarca no podía ejercer un gobierno directo. Sin embargo, con el paso del tiempo la balanza de poder se inclinó a favor de los guo, que aumentaron sus capacidades en detrimento del rey Zhou. Este proceso culminó en el año 770 a. C., momento en el que una invasión bárbara forzó a la casa real a trasladarse hacia el este, lo que puso fin a la supremacía política de los Zhou (Lewis, 1990, p. 47)[5]. Como consecuencia de esto la corte Zhou dejó de ejercer su poder de forma efectiva sobre los guo, así como sobre la mayor parte del reino, y desde entonces el poder pasó a estar en manos de los vasallos nominales del rey Zhou.

La desintegración de la jerarquía Zhou inauguró un nuevo periodo conocido como las Primaveras y los Otoños al que le siguió el periodo de los Reinos Combatientes. Aunque no existe acuerdo entre los historiadores acerca de la fecha que separa a ambos periodos[6], lo cierto es que desde el año 770 hasta el 221 a. C. existió en China un sistema internacional en la medida en que los guo fueron independientes de la corte Zhou, tal y como lo refleja que el guo Lu iniciase su propia crónica, los Anales de primavera y otoño (Soublette, 1978), en el 722 a. C.[7], y que la casa Zhou terminase al mismo nivel que sus vasallos formales tras ser derrotada por el guo Zheng en el 707 a. C. (Hsu, 1965, p. 5). Además de esto, los líderes de los guo se trataban como iguales en los encuentros diplomáticos a pesar de sus diferentes rangos feudales. Puede afirmarse que existía un sistema internacional en la medida en que lo componían Estados cuyo poder político estaba centralizado en un territorio dado, eran independientes de cualquier otra autoridad secular superior, y existía un sistema interdependiente de relaciones de seguridad (Levy, 1983, p. 14). Otra de las condiciones necesarias para que exista un sistema internacional es que los Estados representen una amenaza militar los unos para los otros (Buzan y Little, 2000, p. 21), y esto es lo que sucedía en la China antigua.

Lo anterior viene confirmado por el hecho de que los guo, a partir del 659 a. C., desarrollaron los contactos suficientes que les hicieron tomar conciencia de que formaban parte de un mismo sistema (Hui, 2011, p. 5), pues ya para entonces constituían entidades políticas provistas de territorialidad y soberanía. En la época de los Reinos Combatientes el aspecto territorial de la soberanía quedó afianzado con la demarcación de fronteras que eran vigiladas desde fuertes estratégicamente ubicados, a lo que cabe sumar la construcción de murallas defensivas a lo largo de éstas (Lewis, 1999, p. 629). Lo anterior no hubiera sido posible sin una burocracia centralizada, un monopolio de la violencia y un sistema fiscal también centralizado (Creel, 1970a). Asimismo, los guo desarrollaron su propia diplomacia (Hui, 2011, pp. 5-6). Todo esto hizo que estas unidades políticas fuesen semejantes a los Estados europeos de comienzos de la época moderna (Creel, 1970b, p. 3; Hui, 2011, p. 6).

Inicialmente podría pensarse que el grado de fragmentación geopolítica en la China antigua era similar al de Europa occidental al final de la Edad Media. Esto es lo que se desprende del Liji, también conocido como el Libro de los Ritos que forma parte de los Cinco Clásicos Chinos, en donde se afirma que existían 1.773 Estados en la región de Zhou (Muller, 1885, p. 212), pero en la práctica sólo se conoce el nombre de 148 (Hsu, 1999, p. 562). Esto significa que si inicialmente la fragmentación geopolítica fue elevada, rápidamente dejó de serlo en cuanto los Estados más poderosos absorbieron a los más débiles. Esto creó un escenario dominado por un grupo reducido de grandes Estados que rivalizaron entre sí por la hegemonía, y con los que convivieron otros Estados de menor entidad.

Las grandes potencias de la antigua China eran Chu, Han, Qi, Qin, Jin, Yue, Wu, Wei, Yan y Zhao (Hui, 2011, pp. 55 y 253; para una definición de gran potencia ver Levy, 1983, pp. 16-18). Entre los años 656 y 356 a. C. el sistema fue estable, periodo en el que, pese a los intentos de algunos Estados por convertirse en hegemones[8], los mecanismos de equilibrio de poder y los costes de expansión operaron como factores que limitaron las aspiraciones hegemónicas. Asimismo, en esta fase las diferentes potencias pusieron en marcha distintos procesos de autofortalecimiento con la introducción de innovaciones en su organización interna mediante una mayor centralización militar y burocrática. Este es el caso de Chu, al haber sido el precursor de este tipo de innovaciones debido a su ubicación geográfica y a disfrutar de una gran extensión territorial con abundancia de recursos naturales. A esto cabe añadir que Chu no estaba influido directamente por el sistema feudal de Zhou, circunstancia que le permitió desarrollar antes una administración protoburocrática (Blakeley, 1999, p. 57) que se basó en un criterio meritocrático (Creel, 1970a, pp. 149-150). De hecho, la burocracia de Chu se desarrolló a través de sus conquistas territoriales en la medida en que los administradores de estos territorios eran funcionarios nombrados por el soberano. Chu consolidó sus conquistas y aumentó su capacidad para extraer recursos de su población gracias a su burocracia (Hui, 2011, p. 57; Creel, 1970a, p. 152). De esta manera las reformas introducidas inicialmente en Chu no tardaron en extenderse al resto de países, y de ahí en adelante fueron perfeccionándose[9], lo que no estuvo exento de importantes costes políticos y sociales en la forma de inestabilidad interna.

La tónica habitual en el zhongguo fue la de que cada Estado buscase conscientemente el aumento de sus capacidades internas para garantizar su seguridad. Sin embargo, cuando se producía el auge de alguna gran potencia con opciones a hacerse hegemónica, los restantes Estados articulaban sus propias alianzas para contrarrestarla, lo que generaba una situación de equilibrio de poder. Así es como hizo su aparición el hezong, un conjunto de alianzas verticales entre Estados que se extendían desde el norte hasta el sur y que desempeñaban un papel equilibrador en el conjunto del sistema. Por el contrario, el lianheng, que eran alianzas horizontales entre los Estados que se extendían en el eje oeste-este, fueron impulsadas por Qin como parte de su estrategia para frenar y romper las alianzas hezong (Crump, 1964, pp. 91, 1996, pp. 36-40; Lewis, 1999).

En el 356 a. C. Qin adoptó una política agresiva dirigida a expandirse territorialmente que estuvo, a su vez, precedida por una serie de reformas internas de autofortalecimiento impulsadas por los duques Xian (384-362 a. C.) y Xiao (361-338 a. C.). Qin hizo de la anexión territorial su principal estrategia, mientras que el establecimiento de alianzas fue su estrategia secundaria para apoyar su política expansionista (Yan y Huang, 2011, p. 134). Como consecuencia de esta nueva política, Qin inició la mayor parte de las guerras entre 356 y 221 a. C. (Hui, 2011, p. 65). El auge de Qin estuvo dirigido a subvertir el equilibrio de poder del zhongguo mediante las alianzas lianheng, (compuestas por Qin, Han, Wei y Qi), que tenían como finalidad enfrentar entre sí a los Estados organizados en el hezong, (que agrupaba a Yan, Zhao, Han, Wei y Chu), y romper así sus coaliciones para facilitar la política expansiva de Qin hacia el este. La habilidad de este Estado radicó tanto en el aumento de sus capacidades internas como en haber aprovechado los conflictos entre las restantes potencias para crecer a expensas de estas. En este sentido Qin, pese a concentrar menos poder que las restantes potencias juntas, buscó el modo de evitar que sus rivales se uniesen en su contra.

Aunque Qin sufrió algunas derrotas, estas no fueron decisivas y no impidieron su auge. Qin logró superar el equilibrio de poder al romper las alianzas anti-Qin. Esto fue posible no sólo gracias a una combinación de corrupción de altos funcionarios y de subversión del orden interno de las potencias rivales (Hsu, 1997, p. 5; Sawyer, 1998, p. 116), sino también porque estas alianzas estaban mal planteadas desde el principio. Los integrantes de estas coaliciones eran reacios a participar en ellas y carecían de la cohesión necesaria para derrotar a Qin (Yan y Huang, 2011), a lo que cabe sumar la falta de un mando militar conjunto en el campo de batalla, circunstancia que facilitaba que fuesen vencidos uno por uno (Hui, 2011, pp. 68-69). Además de esto, hay que señalar que los Estados antepusieron las ganancias territoriales inmediatas a garantizar su supervivencia a largo plazo. De hecho, lo habitual era que las grandes potencias hicieran la guerra a los Estados pequeños (Hui, 2011, p. 75).

Por otro lado, el auge de Qin también se explica no sólo a través de su estrategia de dividir y conquistar, sino también en la medida en que sus anexiones territoriales sobre otros Estados impulsaba a estos últimos a luchar contra terceros para compensar las pérdidas ante Qin. A esto se suma la expansión territorial oportunista de todas las grandes potencias, circunstancia que dificultó el equilibrio de poder. Asimismo, no hay que olvidar que el camino hacia la hegemonía de Qin fue progresivo al ocultar sus intenciones a sus rivales, con lo que cuando estos últimos se dieron cuenta de que constituía una grave amenaza ya era tarde al controlar más de la mitad del territorio de la región y superar así las capacidades combinadas de los restantes seis Estados. Por tanto, la percepción de los estadistas chinos jugó un papel relevante en la medida en que no se percataron de que las ganancias territoriales acumuladas de Qin se convirtieron en una amenaza para la existencia del resto de potencias.

Así pues, el triunfo de Qin con el establecimiento de un orden imperial se explica por una combinación de alianzas hábilmente explotadas, unido a la actitud cortoplacista y oportunista de las restantes potencias que les hacía desertar de sus respectivas alianzas (Yang y Huang, 2011, p. 134), así como a una política de autofortalecimiento, el fuguo qiangbing[10], dirigida a transformar la base productiva para aumentar la riqueza disponible con la que apuntalar un poder militar creciente. Esto último fue favorecido por un proceso de aprendizaje a partir de las experiencias previas de los rivales de Qin, lo que le permitió adoptar y mejorar las innovaciones de estos (Lewis, 1999, p. 611).

Sin embargo, todos estos factores no pueden ser desligados de aquellos otros de carácter geopolítico como es que los guo fuesen unidades políticas altamente centralizadas. Gracias a esta centralización es como los guo mejor ubicados tuvieron mayores posibilidades de crecer territorialmente y, así, convertirse en grandes potencias, mientras que los guo que ocupaban posiciones geográficas más desfavorables al estar rodeados por otros Estados, como es el caso de Zhou, no tardaron en ser sometidos o aniquilados por completo por los Estados más poderosos. Por tanto, la concentración del poder, tanto político-militar como económico, era elevada en los guo tanto a nivel institucional como territorial, lo que implicaba tener unas capacidades internas superiores con las que librar con éxito guerras de conquista territorial, lo que redundaba, a su vez, en un aumento de esas capacidades. Asimismo, esta concentración del poder también se reprodujo a nivel internacional con una fragmentación geopolítica limitada en la que un grupo reducido de grandes potencias convivía con Estados pequeños, de tal forma que en conjunto constituían 21 unidades políticas al principio del periodo de los Reinos Combatientes en el s. V a. C. Esto hizo posible la existencia de diferentes grandes potencias que durante un tiempo ostentaron una posición hegemónica pero que, mientras funcionaron los mecanismos de equilibrio de poder, fueron reducidas o sustituidas por otras potencias ascendentes sin que llegase a establecerse un orden imperial[11]. El deterioro de dichos mecanismos, como eran las alianzas hezong, y la baja fragmentación geopolítica regional, hicieron posible que Qin reunificase China y restableciese el imperio.

5. El sistema internacional europeo

Uno de los factores geopolíticos diferenciales de la Europa moderna es el elevado nivel de fragmentación geopolítica que existía en esta región en comparación con la China de los Reinos Combatientes. Nos encontramos con que en el s. XIV había aproximadamente un millar de unidades políticas independientes en Europa. Esta cifra disminuyó hasta aproximadamente 500 en el s. XVI (Tilly, 1975, p. 15). John Hale hizo la siguiente descripción de este escenario de fragmentación: “Aunque un cartógrafo trazara una línea alrededor de la zona germánica comprendida entre Francia, Hungría, Dinamarca y el norte de Italia, que a mediados del siglo XV se consideraban los límites del Sacro Imperio Romano, no podría colorear la enorme cantidad de ciudades, principados y territorios eclesiásticos que se consideraban independientes en ese momento o se consideraron como tales en un futuro próximo, sin dejar de dar al lector la impresión de que padecía una enfermedad de la retina” (1990, p. 22). Naturalmente esta situación era en gran parte debido a la descomposición del imperio carolingio, pero igualmente influyó, por un lado, la naturaleza de las unidades políticas imperantes y, por otro lado, las condiciones geomorfológicas que favorecieron esta situación de elevada fragmentación.

En Europa imperó durante siglos un amplio conglomerado de diferentes tipos de unidades políticas entre las que había grandes rivalidades y por encima de las que existían dos instituciones supranacionales de carácter no territorial, el Sacro Imperio y la Iglesia, que se disputaban el derecho supremo a gobernarlas. La superposición de multitud de diferentes jurisdicciones que impedían que algún actor ostentase el derecho a reivindicar el gobierno exclusivo sobre un determinado territorio favoreció una situación de dispersión del poder. De hecho, el poder político como tal estaba inserto en una vasta trama de relaciones personales en el seno de la élite dirigente medieval (Poggi, 1978), con lo que la posesión de ciertos títulos nobiliarios o derechos al trono, la pertenencia a determinadas estirpes, las relaciones de amistad, etc., dificultaban un acceso exclusivo a los recursos presentes en el espacio geográfico, esto es, a la población y a la riqueza económica.

A lo anterior cabe sumar que en el mundo occidental persistió la separación entre la autoridad religiosa y el poder político. Esto lo refleja con bastante claridad la presencia de un Papa y de un emperador como representantes máximos de la autoridad espiritual y del poder secular respectivamente. Esto contrasta claramente con la civilización china en la que, por el contrario, la constitución de un orden imperial conllevó la concentración de la autoridad religiosa y el poder político en una misma persona[12]. A pesar de las pretensiones universalistas de la Iglesia, e igualmente del emperador al intentar establecer una monarquía universal[13], en Occidente persistió esta separación por arriba que favoreció el enfrentamiento entre estas dos figuras, pero que igualmente sirvió para que se forjase el sistema de Estados europeo. Las querellas entre el Papa y el emperador contribuyeron a que ambas instituciones se debilitasen mutuamente, mientras que los monarcas obtuvieron concesiones con las que fortalecieron su posición política en sus respectivos reinos (Spruyt, 1996, pp. 42-57). Una prueba de esto es cuando el Papa Inocencio III reconoció en 1202 que el rey de Francia no tenía ningún superior secular y que esto le convertía en emperador en su reino[14]. Más tarde, en 1313, el Papa Clemente V, a través de la bula Pastoralis Curia, confirmó que un rey no tenía obligaciones para con el emperador (Hall, 1988, p. 157; Caferro, 2015, p. 28)[15].

A pesar de la elevada fragmentación geopolítica de Europa occidental en la época medieval, y que las diferentes unidades políticas estaban en permanente conflicto entre sí, no existía un sistema anárquico debido a que estas unidades carecían de soberanía. Sin embargo, como acabamos de comprobar, diferentes Papas, ya en la Baja Edad Media, sentaron las bases para la posterior aparición del Estado territorial y soberano. Esto sirvió para impedir a largo plazo la aparición de un imperio europeo a escala continental, y simultáneamente ahondó la dispersión del poder.

Aunque la fragmentación geopolítica de Europa se redujo entre el final de la época medieval y el comienzo de la era moderna, debido en gran medida al crecimiento de los nacientes Estados territoriales, no se llegó a un punto de inflexión en el que alguna de las grandes potencias lograse alcanzar la hegemonía y se convirtiese en una potencia imperial. Esto es debido en parte a las condiciones geomorfológicas de Europa.

El propio nacimiento de los Estados territoriales se produjo a partir de los dominios de las diferentes casas reales que conformaron los núcleos territoriales originarios. En torno a estas áreas centrales los monarcas europeos ampliaron sus bases tributarias a través de diferentes procedimientos. Sin embargo, estas regiones se concentraron en zonas que estaban separadas por bosques circundantes, montañas, pantanos o páramos arenosos. Esto hizo que los diferentes núcleos originarios fuesen durante siglos una sucesión de islas de población que salpicaron la geografía europea en medio de un mar de bosques y páramos (Duby, 1974, p. 7; Herlihy, 1974, p. 14; Le Roy Ladurie, 1979, p. 179; Kamen, 1976). Así, la geomorfología europea ofreció importantes barreras naturales que crearon unas condiciones de aislamiento relativo que protegieron la formación y desarrollo de los incipientes Estados, circunstancia que impidió a largo plazo la aparición de un imperio europeo al dificultar considerablemente los costes de expansión (Van Evera, 1998, p. 19). Todo esto sirvió de manera indirecta para mantener la fragmentación geopolítica, y con ella el advenimiento de un sistema internacional anárquico.

El surgimiento del Estado territorial y soberano es fundamental para entender no sólo la aparición de un medio internacional anárquico, sino que también ayuda a entender el modo en el que fue transformada la política internacional y el papel que el equilibrio de poder desempeñó a la hora de impedir la aparición de un orden imperial. Así, en el caso europeo el Estado territorial surgió como resultado de un contexto sumamente fragmentado en el que imperaba una intensa competición, de forma que las presiones exteriores moldearon la esfera interna de los Estados ante su necesidad de hacer frente a los desafíos internacionales. Esto se concretó en la introducción de nuevas prácticas geopolíticas dirigidas a reorganizar el espacio interno para movilizar los recursos disponibles, todo ello con la finalidad de garantizar la seguridad.

En la medida en que los monarcas europeos reforzaron su poder al final de la Edad Media, y se dotaron así de los medios de dominación necesarios para afirmar su gobierno exclusivo sobre el territorio que reclamaban como propio, se dio paso a la territorialización del espacio con la demarcación de fronteras políticas. Esto último fue una innovación muy importante en el mundo occidental, pues hasta entonces habían sido los accidentes geográficos, como montañas, ríos, lagos, etc., así como unidades administrativas como los condados, distritos, etc., las que habían servido para demarcar las jurisdicciones de los soberanos (Creveld, 1999, p. 143). El Estado logró así establecer un control exclusivo sobre su espacio geográfico, lo que lo convirtió en una suerte de geopoder (Ó Tuathail, 1996, pp. 15-20) o de “power-container” (Giddens, 2002, p. 120).

La territorialización del Estado fue un cambio cualitativo en su constitución interna que tuvo consecuencias decisivas en la organización del espacio geográfico internacional. La generalización de este tipo de Estado fue crucial para la configuración de un orden anárquico entre finales del s. XV y la Paz de Westfalia. Así pues, 1648 representa la culminación de este proceso en la medida en que conllevó la exclusión de otras formas de organización política no territoriales como las ligas de ciudades, el Imperio, la Iglesia, etc., al no ser aceptadas en el naciente sistema internacional (Spruyt, 1996). Pero además de esto los Estados transformaron sus respectivas políticas exteriores al tener en cuenta la influencia de factores geopolíticos en su formulación, diseño e implementación. En lo que a esto respecta hay que señalar que la conquista territorial se convirtió en una prioridad estratégica, lo que era resultado tanto de la territorialización del Estado como de considerar la tierra una fuente de poder político, militar, económico, etc. (Ratzel, 2011). Esto, junto a la fragmentación geopolítica existente, sirvió para impulsar la competición e intensificar los conflictos bélicos, como así lo prueba que entre 1400 y 1800 estallase un conflicto internacional importante cada 2 o 3 años (Beer, 1974, pp. 12-15; Small, 1982, pp. 59-60; Cusack y Eberwein, 1982; Sivard, 1986, p. 26; Tilly, 1992, p. 109), y que las principales potencias del momento estuviesen en guerra la mayor parte del tiempo entre 1550 y 1700 (Wright, 1942, pp. 634, 641 y 653; Levy, 1983; Hoffman, 2016, p. 25; Tallet, 2001, p. 13; ver también Corvisier, 1985).

Sin embargo, pese a las persistentes guerras sobre suelo europeo la expansión territorial no culminó en la superación del naciente orden anárquico con la instauración de un sistema imperial. La morfología geográfica europea impuso sus propias limitaciones en lo que al coste de la expansión de los Estados se refiere. Por esta razón predominó el multipolarismo a pesar de que algunas potencias intentaron convertirse en hegemónicas en distintos momentos. El motivo de que esto fuese así es el equilibrio de poder. Las periódicas reorganizaciones del espacio geográfico europeo hicieron que un número de Estados aproximadamente similares en tamaño fuese suficiente para mantener la existencia de coaliciones cambiantes que lograron oponerse con éxito al control de un poder central (Jones, 1991, p. 153). Cuando el poder de una determinada potencia crecía y se convertía en una amenaza, las demás potencias lo contrarrestaban por medio de alianzas o con el incremento de sus capacidades internas.

La definición territorial del poder político rearticuló las relaciones entre países conforme a una lógica específicamente geopolítica que trajo consigo la noción de equilibrio de poder. Esto último ya estaba presente a finales del s. XV con motivo de la absorción del ducado de Bretaña por Francia en 1490, lo que generó una alianza entre diferentes reinos. A esto le siguió la invasión francesa de Italia, también en aquella misma década, que desató una intensa lucha por la hegemonía en Europa que impulsó la formación de una alianza entre Venecia, Milán, Aragón y Austria para contrarrestar las aspiraciones expansionistas de Carlos VIII. De este modo los distintos Estados europeos trataban de contenerse mutuamente, lo que convirtió el equilibrio de poder en un elemento central de sus interacciones. Esto es lo que explica que cuando algún Estado amenazaba con hacerse hegemónico, los demás se coaligasen para frustrar sus pretensiones (Kissinger, 1996, p. 67). Asimismo, esta estrategia de equilibrio se daba en un contexto en el que las grandes potencias coexistían con Estados de menor entidad política y territorial en la medida en que eran necesarios para esa estrategia.

Diferentes ejemplos ilustran lo anterior. Este es el caso del ascenso de Carlos V al trono del Sacro Imperio, lo que conllevó la concentración de los dominios de los Habsburgo en Europa central, los Países Bajos, la mayor parte de Italia, España y las posesiones de ultramar de esta última. Esta situación impulsó a Francia a establecer diferentes alianzas como contrapeso, como fue con pequeñas potencias italianas, Escocia, Dinamarca, Suecia, los príncipes alemanes e incluso los otomanos (Merriman, 1925-1936; Symonds, 1894; Vidal, 2021, p. 27). Otro ejemplo es la alianza que se formó durante la Guerra de los Nueve Años a finales del s. XVII, y que aglutinó a las Provincias Unidas, Inglaterra, Escocia, el Sacro Imperio, el ducado de Saboya, Suecia, España y Portugal contra la Francia de Luis XIV. Las guerras de la Francia revolucionaria y napoleónica también originaron coaliciones entre diferentes potencias europeas para contener el expansionismo francés, las cuales agruparon a Gran Bretaña, Países Bajos, Nápoles, Prusia, Austria, etc. Posteriormente, en el s. XX, esta misma dinámica se reprodujo durante las dos guerras mundiales en las que distintos países se aliaron para frenar las ambiciones hegemónicas de Alemania.

El equilibrio de poder fue, entonces, un mecanismo mediante el que los Estados, de una forma no premeditada, y obedeciendo a sus particulares necesidades de seguridad, impidieron la aparición de una potencia imperial que sometiese a todas las demás (Vidal, 2021). Así pues, este equilibrio inestable que se reconfiguró periódicamente en función del devenir histórico internacional, tanto en Europa como en el resto del mundo como consecuencia de la colonización, mantuvo el orden anárquico del sistema internacional en la medida en que preservó la fragmentación geopolítica. Todo esto, en definitiva, impidió la aparición de un orden imperial semejante al que surgió en la China antigua. Así, la competición sistémica en un contexto geopolítico tan fragmentado alimentó la dinámica del equilibrio de poder y preservó la dispersión del poder con el predominio del multipolarismo.

Ciertamente, tal y como Paul Kennedy apunta, “|...| no es tautológico decir que el sistema europeo de Estados descentralizados fue el gran obstáculo puesto a la centralización. Como existía una determinada cantidad de entidades políticas competidoras, la mayoría de las cuales poseía o podía comprar los medios militares necesarios para mantener su independencia, ninguna de ellas podía alcanzar sola la posibilidad de ejercer el dominio del continente” (2013, p. 54). Aunque esto es así, y el equilibrio de poder sirvió precisamente para mantener dicha descentralización, el hecho de que en Europa occidental no llegase a formarse un orden imperial no se explica únicamente por medio de la fragmentación del poder político, sino que también influyeron otros factores geopolíticos. La geografía física, además de facilitar la proliferación de diferentes Estados, también contribuyó a una elevada dispersión de la riqueza económica con la presencia de una extensa red urbana entre el norte de Italia y el Mar del Norte (Pounds, 2009, p. 30).

La geografía europea, con su red de ríos navegables y de canales, ofreció importantes vías de comunicación que desempeñaron un papel relevante en el desarrollo y crecimiento de las relaciones comerciales a nivel continental al facilitar las conexiones entre distintos centros urbanos. A esto cabe sumar el carácter serpentino y recortado de las costas europeas, con una gran cantidad de penínsulas, golfos, estrechos, mares interiores, etc.,[16] que contribuyó de manera significativa a la navegación y al comercio debido al fácil acceso al mar, todo lo cual permitió que las ciudades participaran en el comercio internacional (Cosandey, 1997, pp. 271-272).

En la medida en que las ciudades fueron depósitos de riqueza desperdigados por Europa occidental, y que en muchas ocasiones esto sirvió para que afirmasen su autonomía política frente a otras entidades como los propios Estados (Daly, 2014, p. 37)[17], ningún soberano logró hacerse con el control de esta red urbana. De hecho, nos encontramos con que los principales Estados se formaron y crecieron en la periferia de esta red de tal modo que ninguno pudo monopolizar la riqueza que albergaba esta región y convertirse así en la potencia hegemónica (Vidal, 2022a). Esto contrasta notablemente con el caso chino donde las ciudades, por el contrario, fueron centros del poder burocrático-militar de los diferentes Estados en el periodo de los Reinos Combatientes.

Por último, y no menos importante, encontramos otro fenómeno ligado a la dispersión geográfica de la riqueza que es la emergencia, junto a los núcleos urbanos, de la red europea de universidades a partir del s. XIII en adelante (Le Goff, 1990; Ridder-Symoens, 2003). La importancia de las universidades radica en que fueron centros de estudio y difusión del conocimiento, lo que sirvió para generar una comunidad transnacional de eruditos que intercambiaban ideas y debatían sobre los temas más variopintos, todo lo cual repercutió en el desarrollo tecnológico y científico. Estos centros intelectuales alcanzaron cierta autonomía respecto a los poderes eclesiásticos y seculares, gracias a lo que fue posible la competición entre diferentes ideas y estilos. La ausencia de un único centro intelectual y cultural favoreció la emergencia de la racionalidad como criterio en la confrontación y contrastación de diferentes puntos de vista, así como el impulso de la ciencia y la tecnología. Gracias a este entorno intelectual fue posible la revolución científica en Europa (Gascoigne, 1990). A pesar de todo esto la influencia de la Iglesia siguió condicionando el desarrollo intelectual en Europa (Vidal, 2022a, pp. 536-538).

Por el contrario, los órdenes imperiales tradicionalmente se han caracterizado por imponer un régimen de verdad que reprimía el libre pensamiento. Este es el caso de China donde las academias tenían como finalidad formar futuros funcionarios, mientras la ideología dominante, impuesta por el Estado, era el confucianismo (Blunden y Elvin, 1983, pp. 92 y 145; Lang, 1997). De hecho, en China nunca llegó a existir una red de universidades semejante a la de Europa occidental, y cualquier crítica al discurso dominante era severamente castigada, lo que sumió al país en el atraso tecnológico (Qian, 1985, p. 21). Esta situación estaba unida a la ausencia de fragmentación geopolítica, lo que permitió el monopolio estatal de la producción y distribución de conocimiento y el aislamiento cultural. Así, por ejemplo, el auge de la dinastía Qin, a partir del 221 a. C., puso fin a las Cien Escuelas del pensamiento del periodo de los Reinos Combatientes[18]. Sin embargo, nada de esto impidió que se produjesen cambios en el terreno ideológico en función de los avatares de las distintas etapas dinásticas. Un ejemplo de esto es la dinastía Song (960-1279) durante la que se produjo un florecimiento intelectual y cultural notable acompañado de desarrollo tecnológico, lo que coincidió con un momento de fragmentación geopolítica del imperio (Andrade, 2016).

En cambio, en Europa occidental la materia gris estuvo esparcida a lo largo y ancho de la región, de manera que ningún Estado ejercía el monopolio sobre la producción de conocimiento ni podía imponer su particular ideología o régimen de verdad (Wesson, 1967). Esta situación se combinó, asimismo, con la dificultad de los Estados para reprimir la disidencia, de modo que quienes desarrollaban ideas innovadoras que podían ser consideradas una amenaza para el orden establecido contaban con la posibilidad de huir a otros países donde no eran perseguidos. Los ejemplos de intelectuales que huyeron a otros países son numerosos: Hugo Grocio, Descartes, John Locke, La Mettrie, Voltaire, etc. Gracias a esto se produjo el flujo e intercambio de ideas, lo que impulsó el progreso en la cultura y la tecnología (Vidal, 2020, pp. 222-234).

La fragmentación geopolítica impidió que los Estados acordaran una política general de represión y control político (Jones, 1991, pp. 164-165; Wesson, 1978, pp. 190-191). Esto facilitó, en definitiva, el acceso a nuevas técnicas militares y a las diferentes innovaciones en el ámbito de la guerra al no haber un único centro de producción de armamento, como tampoco de construcción de barcos al estar dispersos los astilleros en diferentes puertos a lo largo de Europa, lo que hacía difícil que alguna potencia monopolizase el poder marítimo (Kennedy, 2013, p. 54). Todo esto impidió la concentración del conocimiento gracias a que el intercambio de ideas, información, técnicas, etc., hizo que las últimas innovaciones estuviesen al alcance de los diferentes Estados, lo que impidió el monopolio científico-técnico que hubiera provisto a alguna potencia de una ventaja estratégica con la cual poder someter al resto[19]. Por tanto, la existencia de una comunidad de eruditos a nivel europeo en torno a la red de universidades desempeñó un papel importante al impedir la centralización política que hubiera conducido a la creación de un orden imperial.

6. Conclusiones

La divergencia de Europa con respecto al resto del mundo se explica en gran medida por una serie de factores geopolíticos que crearon unas condiciones específicas que favorecieron un desarrollo histórico distinto, pero que en ningún caso niegan la singularidad occidental como así sugieren los autores de la teoría de la divergencia. En lo que a esto se refiere constatamos que en la Europa del final de la Edad Media existía una elevada fragmentación geopolítica que reflejaba, asimismo, la dispersión y descentralización del poder tanto político como militar, así como de la riqueza económica y de la producción de conocimiento. Esta dispersión se dio a dos niveles distintos.

Por un lado a nivel de los diferentes Estados en la medida en que no existió un gobierno directo sobre la población hasta después de la revolución francesa, sino que por el contrario este fue ejercido de manera indirecta, por mediación (Tilly, 1992, pp. 159-163). Era habitual que las élites estatales tuvieran que negociar con su población, o con grupos sociales relevantes, lo que limitaba su poder, a lo que hay que sumar la convivencia de múltiples jurisdicciones dentro de un mismo Estado que generalmente se superponían las unas a las otras[20].

Y por otro lado la dispersión del poder a nivel regional era importante debido a la existencia de multitud de unidades políticas que florecieron, en gran medida, gracias a los obstáculos geográficos, lo que elevaba considerablemente los costes de conquista. A esto hay que sumar la presencia de dos instituciones supranacionales que se disputaban la dominación universal, y a cuya sombra emergieron los incipientes Estados modernos. Asimismo, la dispersión de la riqueza en una vasta red urbana fue otro factor limitante para la aparición de un imperio continental, pues ningún Estado llegó a monopolizar el comercio. Igualmente, la descentralización de la producción de conocimiento favoreció el intercambio de ideas y experiencias que repercutieron en el progreso científico y tecnológico, lo que impidió el monopolio de estos desarrollos.

Por tanto, la dispersión y descentralización del poder político, de la riqueza y de la producción de conocimiento facilitaron que los mecanismos de equilibrio de poder, sobre todo las alianzas y, en diferente medida, el aumento de las capacidades internas de cada Estado, sirvieran para mantener un sistema anárquico que se forjó contra la dominación de la Iglesia y del Imperio. Esto contrasta con China donde no había esta separación entre la autoridad religiosa y el poder secular, y donde, además, existía la experiencia previa del imperio. Por el contrario, a partir del 288 a. C. quedó clara la pretensión de las principales potencias de aquel momento, Qi y Qin, de rebasar el equilibrio de poder y convertirse en un imperio universal. En Europa, por el contrario, la Paz de Westfalia puso punto final a las pretensiones universalistas, y con ella se formalizó el sistema internacional que ya existía de facto.

Ciertamente la guerra es un factor que impulsa el crecimiento del Estado y la centralización, lo que es algo muy evidente en la historia de las potencias occidentales. Sin embargo, a pesar de esto, los Estados europeos encontraron limitaciones geográficas, sociales e institucionales a la hora de movilizar recursos y concentrar el poder necesario para preparar y hacer la guerra. Esto los diferencia de los guo que, en cambio, lograron un nivel de centralización burocrática y militar que las potencias occidentales únicamente alcanzaron a lo largo del s. XIX. En este sentido los líderes de los guo no tenían que negociar con sus súbditos ni con ningún grupo social específico a la hora de establecer impuestos, trabajos forzados o el reclutamiento obligatorio. Esto dotó a los Estados chinos de una mayor autonomía, lo que también se explica por la ausencia de una red urbana semejante a la europea que limitase el poder de las élites estatales. Debido a esto los Estados del zhongguo partieron de unas condiciones iniciales de concentración de poder mucho mayores que sus homólogos europeos, lo que favoreció la expansión territorial a un coste inferior y, así, una creciente concentración del poder a escala internacional. A largo plazo todo esto facilitó la subversión del sistema de Estados con la superación de la fragmentación geopolítica y la instauración del imperio. En Europa, por el contrario, las condiciones de elevada fragmentación geopolítica internacional, los obstáculos geográficos, la dispersión de la riqueza y las limitaciones estructurales de los Estados en su orden interno impidieron la creación de un imperio universal.

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Notas

1 En Relaciones Internacionales no son muchas las investigaciones que han abordado el sistema internacional de la antigua China (Bau, 1986; Chan, 1999; Chen, 1941; Hui, 2011; Johnston, 1995; Walker, 1953).
2 La explicación que Victoria Tin-bor Hui ofrece de la desaparición del sistema de Estados chino es en última instancia de carácter cultural al aludir a la crueldad de los gobernantes chinos, mientras que en esta investigación son los factores geopolíticos la variable explicativa de la formación y pervivencia del sistema de Estados europeo.
3 Este punto de vista contrasta con el de la mayoría de los autores realistas que entienden la geopolítica en términos sistémicos (Mearsheimer, 2014).
4 La dinastía Shang es considerada la primera casa gobernante de China de acuerdo con los registros históricos disponibles. Reinó entre 1556 y 1045 a. C., aunque según el relato tradicional chino sucedió a la legendaria dinastía Xia de la que no existe certeza histórica de su existencia (Lee, 2002, p. 21). Fue derrotada en la batalla de Muye por el rey Wu de Zhou en el año 1046 a. C.
5 Los nómadas Quanrong saquearon la capital Haojing y mataron al rey You de Zhou en el año 771 a. C., lo que hizo que la capital fuese trasladada a Luoyi en la actual provincia china de Henan, hecho que dio paso al periodo de la dinastía Zhou oriental.
6 Algunos autores consideran que la partición de Jin constituye el momento en el que concluye el periodo de las Primaveras y Otoños y da comienzo al periodo de los Reinos Combatientes (Kiser y Cai, 2003). Otros autores, por el contrario, toman como referencia el último año de la crónica de Lu, es decir, el 481 a. C. (Hsu, 1999, p. 547). A pesar de las divergencias entre historiadores acerca de la fecha exacta que divide a ambos periodos, parece claro que el s. V a. C. marca dicha separación.
7 La compilación de los anales de Lu es atribuida a Confucio, aunque otros guo también tuvieron sus propias crónicas (Kern, 2010).
8 En la China clásica los principales exponentes del pensamiento filosófico (Confucio, Mencio, Mozi, Guan Zhong, etc.) tenían formas diferentes de entender la hegemonía, así como de los procedimientos para alcanzarla (Yan, 2011). En el plano internacional el hegemón era conocido como ba, y presidía las conferencias interestatales que reunían a los restantes Estados.
9 En este periodo aparecieron diferentes corrientes de pensamiento de entre las que destaca la escuela legalista, la cual hizo una notable contribución al desarrollo de los métodos de gobierno y sobre todo de la burocracia, lo que fue decisivo en la posterior construcción del aparato organizativo del imperio chino durante la dinastía Qin (Bishop, 1995, p. 82; Creel, 1982, p. 93). Entre los máximos exponentes de esta corriente están Li Kui, Shang Yang y Han Feizi. El legalismo abogaba por la imposición de un orden desde arriba, lo que condujo a la exaltación del Estado y a la búsqueda de su prosperidad material para disponer de un gran poder militar. Estos planteamientos convergieron posteriormente, durante la dinastía Han, con el confucianismo de Xun Kuang quien era partidario de la meritocracia y cuyo pensamiento presenta coincidencias con algunos aspectos del legalismo, lo que facilitó el posterior desarrollo de la burocracia (Watson, 2003, p. 6; Manso, 1987).
10 Significa país rico, ejército fuerte.
11 Cabe apuntar que en el año 288 a. C. los soberanos de Qin y Qi, los dos Estados hegemones del momento, se proclamaron conjuntamente emperadores, aunque luego fueron forzados por los demás Estados a renunciar a este título. Este hecho demuestra que en China imperaba un orden anárquico en el que los guo no estaban dispuestos a reconocer ninguna autoridad superior.
12 El emperador chino era no sólo un dirigente político sino también un concepto metafísico. No sólo era concebido como el soberano supremo de la humanidad, sino que en su condición de “Hijo del Cielo” era el eje de la “Gran Armonía” al ser el intermediario simbólico entre el cielo, la tierra y la humanidad (Kissinger, 2012, p. 35).
13 Este es el caso evidente del emperador Enrique VI (Le Goff, 1979, pp. 88-89).
14 La fórmula utilizada por Inocencio III en la decretal Per Venerabilem es la de “rex est imperator in regno suo” y “rex superiorem non recognoscens” (Le Goff, 1979, p. 227).
15 Previamente Clemente V había promulgado en 1311 la bula Rex Gloriae con la que reconoció la independencia del rey de Francia con respecto a cualquier autoridad temporal (Fawtier, 1989, p. 95).
16 El litoral europeo se extiende a lo largo de 37.000 kilómetros, una longitud que casi iguala la circunferencia terrestre, lo que hace que Europa tenga mayor proporción de costa que de masa terrestre (Hay, 2003).
17 Esto se ve claramente en las instituciones medievales que pervivieron durante la época moderna y en las que participaban las oligarquías urbanas, lo que contribuyó a limitar el poder de los monarcas europeos (Poggi, 1978, pp. 42-51; Carretero, 1988; Downing, 1992).
18 Entre el s. VI y 221 a. C. tuvo lugar un florecimiento cultural e intelectual en China, lo que permitió que una variada cantidad de ideas fueran desarrolladas y debatidas gracias a la existencia de eruditos itinerantes que eran contratados como consejeros por los gobernantes. El historiador Sima Qian dejó constancia de todo esto en su monumental obra sobre la historia de China (Qian, 1971). Una vez establecido el imperio fueron quemados todos los libros excepto los registros de la corte Qin, los de medicina y los de agricultura, al mismo tiempo que fue iniciada la persecución de los eruditos que dudaban de las políticas del emperador (De Bary, 1998, p. 39).
19 Karen Rasler y William Thompson (1994) subrayan el papel de la difusión de las innovaciones tecnológicas entre las grandes potencias como factor explicativo del cambio en el sistema internacional.
20 Este punto de vista es coincidente con la tesis de Rosenthal y Won (2011), quienes afirman que las limitaciones internas al poder de los monarcas representadas por las instituciones locales y regionales dentro de sus respectivos reinos fueron las que contribuyeron a mantener la fragmentación geopolítica, pues limitaron la escala geográfica de los Estados y sus posibilidades de expansión. Sin embargo, no es menos cierto que la dinámica de la competición geopolítica internacional contribuyó a transformar la esfera interna de los Estados con su organización territorial del espacio, lo que implicó la progresiva laminación de las instituciones locales y regionales heredadas de la Edad Media (Vidal, 2022b). Por esta razón cabe afirmar que a largo plazo la pervivencia de la fragmentación geopolítica en Europa occidental dependió más de factores geopolíticos de carácter sistémico como el equlibrio de poder y de las limitaciones de la geografía física, que de los equilibrios de poder de la política doméstica en las relaciones entre el Estado y la sociedad.

Notas de autor

* Doctor en Ciencias Políticas con Premio Extraordinario, Universidad del País Vasco. Máster en Estudios Internacionales. Especialista en geopolítica. Ganador del Primer Premio Francisco Javier Landaburu Universitas 2022, concedido por el Consejo Vasco del Movimiento Europeo (EuroBasque) al mejor proyecto de investigación por el trabajo titulado “En busca de la Europa geopolítica. La construcción de una potencia global”

Información adicional

Cómo citar este artículo: Vidal Pérez, E. (2024). Análisis comparado de los sistemas internacionales de la Antigua China y de la Europa Moderna: una aproximación geopolítica desde el realismo estructural. Relaciones Internacionales, 33(66), 190, https://doi.org/10.24215/23142766e190



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