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¿"Nueva normalidad” o nueva configuración social?
New normal o new social configuration?
Analéctica, vol. 7, núm. 43, pp. 8-16, 2020
Arkho Ediciones

Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 7, núm. 43, 2020

Recepción: 10 Marzo 2020

Aprobación: 26 Octubre 2020

Resumen: La pregunta que guía este artículo es la siguiente: la situación de crisis provocada por el Coronavirus –más allá de las teorías que afirman que fue implantado y las que no– ¿puede ser la bisagra que permita una nueva configuración social (política, económica, cultural y espiritual) en el mundo donde la solidaridad y la justicia sean los valores esenciales? La lenta agonía de la modernidad nos puede encontrar gestando una nueva sociedad, un nuevo contrato social ciudadano o bien contemplando la muerte de algunos más y aceptando que todo siga igual. Ofrecemos algunas reflexiones en torno a la sor-fraternidad como método para transitar esta agonía y esperamos que puedan ser un insumo que sirva a las acciones y decisiones de los líderes y de los pueblos en el marco de la pandemia y la post pandemia.

Palabras clave: Nueva configuración, Coronavirus, analéctica.

Abstract: The question that guides this article is the following: the crisis situation caused by the Coronavirus - beyond the theories that affirm that it was implanted and those that do not - can it be the hinge that allows a new social configuration (political, economic, cultural and spiritual) in the world where solidarity and justice are the essential values? The slow agony of modernity can find us creating a new society, a new citizen social contract or contemplating the death of some more and accepting that everything remains the same. We offer some reflections on sorority as a method to go through this agony and we hope that they can be an input that serves the actions and decisions of leaders and peoples in the context of the pandemic and the post-pandemic.

Keywords: New configuration, Coronavirus, analectica.

En diversas épocas y con distintos focos y matices se anunció en reiteradas oportunidades el fin del capitalismo. Lo cierto es que una y otra vez vuelve a resurgir o reinventarse no sin antes cobrarse muchas vidas. Pero el capitalismo ha ido mutando a la par de una compleja trama de acumulación de riqueza de unos pocos que ya no tiene relación directa con la producción sino más bien con la especulación. Lo financiero ha reemplazado a lo laboral o podríamos decir lo abstracto cobró más relevancia que lo real.

Sin embargo, la realidad –como sostiene Francisco (2013)– siempre es superior a la idea. Y el tiempo nos ha enseñado que no podemos controlar todas las variables que la componen ni mucho menos predecir con exactitud el porvenir. Carlos Matus (2007), considerado el padre de la planificación en América Latina aprendió y enseñó que más que predecir se trata de prever, que más que controlar la realidad se trata de reconocer el juego social que se manifiesta entre los distintos actores que la componen. Y sostuvo que ni siquiera la planificación más objetiva y exhaustiva se puede librar de la incertidumbre. Lidiar con ella es tarea de todo decisor tanto en el ámbito público como en el privado.

En efecto la realidad vuelve a poner en jaque al capitalismo y a una sociedad de consumo cada vez más individualista, egoísta y hedonista. La COVID-19 no distingue clases sociales y ataca “como un enemigo invisible” a todos por igual. La enfermedad la puede contraer tanto Donald Trump como una abuela humilde que recibe la jubilación mínima en Argentina. Este virus, además, divide a los países y asalta los desarrollos y movimientos políticos más sólidos. Pone en cuestión las decisiones y obliga a pensar y obrar sobre la marcha. Nadie tiene “la posta”. Nadie puede controlarlo y todo el ciclo económico ha entrado en un proceso de recesión sin precedentes a nivel mundial. No se trata de una crisis sin más del sistema. Es una crisis en la que el sistema es uno más de los atravesados. Claro que quienes mayores recursos poseen menos posibilidades de sucumbir tienen. Claro que los pocos y grandes especuladores nunca perderán sino tan sólo correrán el riesgo de ganar menos. Pero nadie puede negar que la riqueza acumulada en acciones y bonos en las diferentes bolsas, se desplomó de golpe de una manera cruda y poco prevenible.

Por lo tanto, la pregunta clave es la siguiente: la situación de crisis provocada por el Coronavirus –más allá de las teorías que afirman que fue implantado y las que no– ¿puede ser la bisagra que permita una nueva configuración social (política, económica, cultural y espiritual) en el mundo donde la solidaridad y la justicia sean los valores esenciales? En el presente artículo nos gustaría reflexionar en torno a esta pregunta y sus efectos.

El bumerán que lanzó la modernidad

Para Dussel (2020) la pandemia actual es como “un bumerán que la Modernidad lanzó contra la Naturaleza”. En efecto, la ciencia inauguró el camino del progreso indefinido, del conocimiento objetivo capaz de explicarlo todo. El ser humano se sintió con el derecho de poder hacer lo que quisiese con la naturaleza y abrirse un mundo de infinitas posibilidades. La revolución tecnológica avanzó sin pausa en todos los sentidos posibles y trastocó todos los ambientes y las relaciones.

El capitalismo salvaje se vale de esta última revolución científica para cumplir su cometido. Destruye montañas con la minería a cielo abierto extrayendo sólo los minerales y contaminando lo que está a su paso. Desmonta los grandes pulmones del planeta no sólo para aprovechar la madera y la tierra sino para urbanizar lo que antes era selva. Realiza pruebas militares arrojando bombas en los mares. Poco invierte en energías limpias y renovables. Interviene en la generación de la vida a gusto y piacere clonando, propiciando mutaciones y alteraciones en organismos diversos e invirtiendo para controlar la creación como le plazca. Asimismo, trabaja la tierra de manera irresponsable a través del monocultivo desaprovechando las posibilidades de regeneración y producción corresponsable de alimentos.

Pero, además, el uso de la tecnología ha profundizado la avaricia y el individualismo característico de esta época. Aunque se mantienen relaciones entre las personas por medios virtuales, hay procesos de aislamiento entre quienes comparten la vida en un mismo espacio. Se ha intensificado lo que la sociedad de consumo requiere: que las personas hagan del “tener” su filosofía de vida. La austeridad es mala palabra en este contexto.

Entiéndase bien, no estamos haciendo una apología del mundo pretecnológico sino tan solo visibilizando algunas de las consecuencias de los avances de la ciencia explotados por la voracidad de la modernidad. No estamos descubriendo la pólvora. Sabemos que hemos avanzado de manera desmedida contra la naturaleza. Hemos lanzado un búmeran que ha regresado de una manera imprevista o al menos con efectos imprevistos. Estamos experimentando, quizás, lo que Heidegger imaginó con mucha profundidad en 1934:

“Cuando se haya conquistado técnicamente y explotado económicamente hasta el último rincón del planeta, cuando cualquier acontecimiento en cualquier lugar se haya vuelto accesible con la rapidez que se desee, cuando se pueda asistir simultáneamente a un atentado contra un rey de Francia y a un concierto sinfónico en Tokio, cuando el tiempo ya sólo equivalga a velocidad, instantaneidad y simultaneidad y el tiempo en tanto historia haya desaparecido de cualquier ex-sistencia de todos los pueblos (…) entonces, sí, todavía entonces, como un fantasma que se proyecta más allá de todas esas quimeras, se extenderá la pregunta: ¿para qué? ¿hacia dónde? ¿y luego qué?” (Heidegger, 2003).

Ante la pandemia que hoy nos asecha estas preguntas afloran. La simultaneidad y la globalización de las comunicaciones –que permiten que todos sepamos que hay una cantidad de infectados y de muertos socializando, de este modo, el pánico– nos llevan a cuestionar el para qué de tanto avance científico y tecnológico.

Sin embargo, como decíamos no pretendemos cuestionar ese avance sino las consecuencias de la avaricia y el individualismo aplicados a dicho avance. Hoy la humanidad se vale de la ciencia y deposita en ella la esperanza del cuidado necesario y de la cura. Esto no niega la espiritualidad, pues estamos ante la posibilidad de luchar contra un virus de trascendencia mundial a partir de una nueva relación entre la fe y la razón.

Entre los años 1346 y 1353 tuvo lugar una epidemia que azotó a Europa, Asia Menor, oriente medio y el norte de África. Se la conoció como “la Peste Negra” o “Peste Terrible” (Benedictow Ole, 2004). Se estima que sólo en Europa fallecieron 25 millones de personas. Sin conocimientos sobre microbiología la población, que en su mayoría era cristiana, judía y musulmana, consideraba a la enfermedad como un castigo de Dios. Desde ya, se trataba de una interpretación de los grandes líderes (religiosos y políticos) que se diseminaba en la sociedad. En esa línea, las celebraciones y los cultos, así como los distintos actos y luchas comerciales entre las religiones, fueron grandes focos de contagio y expansión, aunque luego, a partir de esta experiencia negativa nació el concepto de “cuarentena” que no estrictamente tiene un origen científico sino religioso o de creencia; algunos lo asocian de manera directa con el tiempo litúrgico de la cuaresma cristiana.

La pandemia del COVID-19 implica no contraponer la fe a la ciencia y construir una relación madura entre espiritualidad y política. El cristianismo, por ejemplo, como señala Emilce Cuda (2020) nace como teología diferenciándose de la religión de Estado vigente con dos premisas: “1) afirmar la existencia de un Dios trascendente para destronar a los falsos dioses inmanentes que ocupaban el poder político esclavizando económicamente a los pueblos; 2) afirmar el principio de creación del mundo por parte de Dios para deslegitimar a los falsos propietarios, acumuladores de todos los bienes al costo de la vida de la mayoría de los seres humanos”. Cuda sostiene, además que “el dogma de la creación es el fundamento incuestionable para que los cristianos católicos de buena voluntad puedan salir al mundo y denunciar la apropiación ilegítima de la Tierra, el Techo, y el Trabajo practicada por falsos dioses”. Como consecuencia directa de esta afirmación tomar decisiones en contextos de pandemia (y post pandemia) implica el cuidado de la creación (del ser humano, de todos los seres vivos, del medio ambiente, de la naturaleza, de la Pachamama) y un especial respeto a los pobres, porque son el signo visible del fracaso del capitalismo salvaje.

Pese a la divergencia en la asunción de la problemática por parte de los distintos países, se ha generalizado la necesidad del aislamiento como estrategia primaria para vencer al virus o al menos para frenarlo. Dados los avances epidemiológicos hoy se conocen los modos de transmisión y las maneras de prevenir y cuidar a la población, más allá de que la “cuarentena” sea un método medieval. Hay confianza en que se elaborará una vacuna dentro de un tiempo considerable y que se logrará frenar la COVID-19. Sin embargo, es preciso decir que mientras tanto la muerte va dejando un tendal de problemas de orden psicológico, social, cultural, económico, político y espiritual. Por ello, el abordaje de la pandemia debe ser integral, transversal, interdisciplinar y comunitario. Así la ciencia consciente de sus límites –pues no puede alcanzar el conocimiento absoluto– debe reconocer la necesaria articulación hacia adentro (entre y más allá de las disciplinas) y hacia afuera (con la cultura y la espiritualidad). Desde esta posición humilde se puede suprimir cualquier iniciativa posterior de volver a lanzar el búmeran contra la naturaleza una vez que la pandemia se haya superado[1] y así aprender de la experiencia.

El olor a muerte y el llamado a un cambio radical

En la Biblia, en un pasaje del Evangelio según San Juan, se relata un hecho que se conoce con el nombre de “la resurrección de Lázaro”[2]. Lázaro de Betania quien tenía dos hermanas, Marta y María, había estado enfermo y fallecido posteriormente. Jesús quien mantenía una amistad entrañable con ellos y no estuvo presente durante el tránsito de la enfermedad a la muerte, les propone a sus discípulos regresar a la región de Judea e ir a Betania para acompañar a sus amigas. De inmediato los discípulos le recomendaron no volver a esa región ya que con anterioridad había sido expulsado a piedrazos por muchos judíos. Sin embargo, Jesús decide ir y la comunidad que lo seguía responde en consecuencia. Antes de llegar a Betania, cerca de Jerusalén que quedaba a unos tres kilómetros, Marta sale al encuentro de Jesús y como un alarido del corazón le manifiesta su certeza de que, si él hubiera estado a su lado, Lázaro no habría muerto. En ese momento Jesús le afirma que su hermano resucitará. Más adelante sale María al encuentro del Maestro –como le decían a Jesús– y repite la misma exclamación que su hermana: que si Jesús hubiera estado Lázaro estaría vivo. Ante ese contexto y al ver la conmoción de sus amigas Jesús pide ir al sepulcro y allí descarga su llanto. Algunos judíos que estaban en el lugar y que habían ido a consolar a Marta y María no miraban con buenos ojos a Jesús y decían: “éste que abrió los ojos al ciego de nacimiento, ¿no podía impedir que Lázaro muriera?”. Conmovido Jesús pide que retiren la piedra del sepulcro. Pero Marta exclama con preocupación: “Señor huele mal: ya hace cuatro días que está muerto”. Jesús continuó, levantó los ojos al cielo, dio gracias a Dios y llamó a Lázaro quien salió afuera para el asombro y la alegría de quienes presenciaron el hecho.

Traigamos este relato a colación de nuestra reflexión. La muerte toca a la puerta de manera masiva y sin distinción de fronteras ni clases sociales con el Coronavirus. Hay un pánico generalizado dado que se trata de un virus que aún no tiene vacuna y es extremadamente contagioso. Partimos de la base de que toda enfermedad que pueda derivar en la muerte de manera mediata genera estupor y miedo. Alrededor de un 20% (o más dependiendo del país) de los infectados por el COVID-19 –que es el porcentaje de personas que requieren intervención hospitalaria como consecuencias de la enfermedad– experimentan algo similar a lo que vivió Lázaro. Y los familiares y amigos son como Marta, María y los judíos que habían ido a consolarlas, aunque los familiares que despiden un pariente fallecido fruto del Coronavirus ni siquiera pueden llorar de manera afectiva y religiosa a su familia porque no hay contacto posible. Claro que en el Evangelio no se relata una epidemia. Pero la muerte es la muerte y las reacciones de quienes la sufren permiten meditar al respecto.

El olor a muerte se globaliza y se expande con pánico por todo el planeta. Por momentos la esperanza y la fe no tienen lugar en las conversaciones porque el sufrimiento gana el corazón de quienes pierden a sus seres queridos. La sociedad puede expresar –como Marta en el Evangelio– que el mundo “huele mal” porque ya hace varios meses que el virus asecha a la población. Ante esta afirmación podríamos preguntarnos: ¿era necesaria una pandemia de este talante para que el olor a muerte se sienta de manera explícita? La respuesta parece ser: sí.

Según las estimaciones de Unicef, el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la División de Población de Naciones Unidas, más de 6 millones de niños menores de 15 años murieron en 2017 por causas prevenibles. Por día mueren 8500 niños a raíz de la desnutrición (UNICEF, 2019). Pese a conocer estos datos de los cuales somos responsables como sociedad (sobre todo los y las dirigentes y quienes tienen cargos de alta jerarquía), el olor a muerte no estuvo tan presente como lo está a partir de la pandemia del COVID-19. ¿Por qué se da esta contradicción? Una de las cuestiones centrales radica en el hecho, que antes mencionábamos, de que el Coronavirus no distingue entre clases ni castas, puede atacar al presidente más poderoso como al pobre más pobre. Pero además al expandirse el pánico, lo que modifica la indiferencia frente a la muerte es el derrumbe de la economía y de un modo “normal” de reproducción del sistema vigente.

En esta clave podríamos decir que la pandemia no solo pone en jaque al capitalismo como lo plantea Žižek (2020). Según Dussel (2020), lo que está en juego es “el agotamiento de la modernidad”. La globalización de la pandemia, del miedo en torno a ella y del colapso de la economía mundial no tiene precedentes al menos en tiempos de la simultaneidad. Es por ello que lo que se presenta como oportunidad frente a esta crisis no es una “nueva normalidad” –como parece instalarse en el discurso de los gobiernos incluso en los más progresistas– sino una nueva configuración sociopolítica y económica mundial que interpela de manera incisiva a la humanidad en su conjunto y al sistema que la modernidad fue construyendo.

Estamos ante las vísperas de un cambio radical y no sólo del fin del capitalismo. Lo que está agotado es el modo de producción, es la especulación indefinida, el daño a la “casa común” que habitamos y la manera en la cual nos relacionamos. Es inconcebible que más del 80% de la riqueza esté concentrada en el 1% de la población mundial. Es imperdonable el daño constante que le infringimos a la pachamama (madre tierra). Este sistema de vida, como dice Francisco (2015), “ya no se aguanta”.

Sin embargo, cabe decir que estar en las vísperas de ese cambio no significa que se pueda producir mañana o dentro de unos meses. Las grandes transformaciones a lo largo de la historia, en cualquier cultura que se estudie, nunca se dieron de la noche a la mañana. Y quizá, aunque todo indique que el sistema se cae, le quede mucho hilo en el carretel. Es una lenta agonía y todo muestra que no se quiere rendir. Lo que nos queda por delante como última manifestación de la modernidad, es quizás, su extrema locura.

En esa locura, es de esperar que el resultado del aislamiento y de la cuarentena mundial que estamos viviendo como consecuencia del Coronavirus, no sea el estallido de la solidaridad sino la profundización del individualismo en su máxima expresión; que más que el fin de las fronteras lo que se genere es una mayor fragmentación; que más que un reconocimiento de las miserias por parte de los líderes mundiales lo que se dé sea la más egoísta y tétrica expresión de las guerras (frías o no, declaradas u ocultas, mundiales o de “a pedacitos”). La pregunta es ¿cómo nos encontrará esta agonía? Mi respuesta es: contemplando el sepulcro como los judíos, como Marta y María y como la comunidad de discípulos de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro.

Los judíos que estuvieron presente en el hecho “milagroso” acompañaban a las hermanas del difunto como tradición cultural y por afecto. Cuando Jesús llegó, sólo pensaban –desde parámetros mesiánicos– que “el Nazareno” podría haber hecho algo, pues si le devolvió la vista a un hombre pecador (el ciego de nacimiento): ¿cómo no hizo algo por su amigo? En realidad, ellos no esperaban demasiado. El sistema de costumbres y creencias alimentado por un modo de vida que seguían con un sinfín de preceptos –que por cierto atentaban muchas veces contra la vida de sus semejantes– les impedía ver los signos de muerte que estaban presentes en la sociedad que ellos mismos parieron. La agonía de la modernidad nos puede encontrar contemplando la muerte de algunos más (los que mató el Coronavirus) y aceptando que todo siga igual como esos judíos que se desvinculaban de cualquier cambio en su sistema de vida y en todo caso ponían una relativa “fe” en el afuera, en algún mesías o demiurgo que les devolviera el esplendor cultural que tuvieron en tiempos de David o Salomón.

Por su parte Marta, María y la comunidad de discípulos –que por cierto también eran judíos en su mayoría– aunque no creían que Jesús podía resucitar a Lázaro, pues sentían el olor a muerte que emanaba del sepulcro, veían en Jesús algo más que un mesías poderoso. Veían un Maestro, un líder nuevo y diferente. Habían experimentado un cúmulo de experiencias comunitarias junto a Jesús que les permitía soñar con una sociedad distinta, la del Reino de Dios y su justicia. La lenta agonía de la modernidad nos puede encontrar gestando una nueva sociedad, un nuevo contrato social ciudadano que no es precisamente el de los llamados contractualistas (Hobbes, Locke, Rousseau). Se trata de una Nueva Era “transmoderna” que no podemos describir a priori de manera absoluta sino construir desde la experiencia acumulada. Dicha experiencia, si es conceptualizada, implica contemplar el sepulcro teniendo presente la muerte no sólo de las víctimas de la COVID-19 sino todas las del capitalismo salvaje.

Se trata, entonces, de animarse a parir un nuevo modo de relacionarse y regir junto a otros. Hacer efectivo un tipo de poder comunitario. Abrirse camino yendo más allá de lo que implica la mera “nueva normalidad”, pues de lo contrario sólo lograremos una reproducción actualizada del propio sistema, aunque con ciertos matices. En esta Nueva Era “la economía, con otra racionalidad –como dice Boff (2020)– sustenta una sociedad globalmente integrada, fortalecida más por alianzas afectivas que por pactos jurídicos. Será la sociedad del cuidado, de la gentileza y de la alegría de vivir”. Solo así, podremos poner a la vida como derecho supremo y a la esperanza como actitud permanente que nos impone inventar algo distinto desde la solidaridad, la fraternidad universal y la justicia.

Ahora bien, ¿cómo hacemos esto posible?, ¿qué caminos seguir para concretar este cambio radical?, ¿hay algún método? Desde ya, la respuesta a estas preguntas no es unívoca sino análoga. Es decir, no podemos responderlas de una vez y para siempre sin generar controversias y perspectivas encontradas, pero podemos partir de la situación histórica, cultural, ética y política en la que nos encontramos y abrirnos en la búsqueda, no exhaustiva –aunque comprensiva– de respuestas posibles desde la comunidad concreta de la que formamos parte. Ensayemos esta búsqueda.

La analéctica y la sor-fraternidad: ¿método hacia y para una nueva configuración social?

Se dice que la fraternidad es el principio olvidado (Baggio, 2009). En efecto del tríptico francés: libertad, igualdad y fraternidad, esta última no ha tenido estrictamente hablando un correlato político en términos de fin último y de concreción sistémica como sí han tenido el resto. La Libertad tuvo su expresión máxima y extrema en el liberalismo como premisa de un sistema capitalista. Del mismo modo la igualdad se ha expresado cabal y radicalmente en el otro extremo a través del comunismo. Desde ya, esta es una visión simplista, pues, considerar a la libertad y la igualdad en sí mismas amerita un desarrollo complejo que no se reduce en un sistema. Pero lo cierto es que tanto el capitalismo como el comunismo resaltaron (resaltan) una parte esencial de cada una de ellas. La fraternidad por el contrario ha caído en el olvido, o al menos esa es una interpretación posible.

Muchos de los que ya están pensando la post-pandemia, hablan de la necesidad de una “nueva solidaridad universal”. Francisco –sobre todo– viene trabajando en esta línea. Siguiendo esta postura, muchos pensadores –cristianos o no y no necesariamente afines al Papa– afirman que ha llegado la hora de la fraternidad universal, o bien de que este principio tenga una mayor incidencia dado su olvido selectivo a lo largo de la historia. Sin embargo, detrás de esta afirmación hay un olvido previo al olvido de la fraternidad como principio. Quienes sostienen que llegó la hora de la fraternidad olvidan que tanto para la consolidación del capitalismo como del comunismo hubo una fraternidad (un nosotros) que los hizo posibles.

Al decir esto, alguien podría objetar que de ninguna manera el capitalismo burgués o el capitalismo salvaje de la actualidad representan los valores de la fraternidad universal. Tampoco los representó, en esta dirección, el comunismo chino o el socialismo de la Unión soviética. Quienes piensan de este modo entienden a la fraternidad como fin en sí mismo, pero omiten su esencia de origen. Como afirma Del Percio (2014), no se puede desconocer que la fraternidad contiene el conflicto de manera inherente. En efecto, ¿quién puede desconocer que los hermanos se pelean?, o bien ¿quién puede desconocer que los mitos están llenos de fratricidios como el de Caín y Abel? La fraternidad no es sólo un fin ético sino también una condición y una realidad compleja que además de los ideales muestra también las limitaciones y la contradicción humana.

Desde esta perspectiva, hay que entender que detrás de cada sistema de vida que la humanidad ha generado, estuvo presente la construcción de una comunidad, un nosotros que lo hizo posible. Y estuvo presente con sus ideales y sus contradicciones. Por lo tanto, si la fraternidad es un principio olvidado o relegado en términos éticos, ha estado presente dándole forma a los sistemas y estilos de vida más o menos cercanos al capitalismo, más o menos cercanos al comunismo.

La tentación radica en volver a conformar un nuevo sistema que se cierre dialécticamente con la aparición de la fraternidad como principio. Como sí la solidaridad universal fuera la síntesis entre la libertad de los liberales y la igualdad de los comunistas. Consideramos que no es este el camino, y en este punto, proponemos una tercera acepción de la fraternidad, ya no solo como fin ni solo como origen sino también como método.

Chiara Lubich (2004), fundadora del Movimiento Políticos por la Unidad, sostenía que la fraternidad modificaba el método de hacer política teniendo al dialogo, la reciprocidad y el amor como valores de fondo para cada acción o decisión. Es preciso comprender la palabra método en su sentido etimológico y según su finalidad específica. Proviene del griego y significa “camino” o “vía”. Es el camino, la senda posible a transitar para llegar a un determinado lugar existencial, a un fin. Desde ya, si comprendemos a la fraternidad como método no podemos asociarla de manera directa con otros significados de la palabra tales como procedimiento o modo científico de arribar a un resultado. Los seres humanos que conforman una comunidad no son probetas ni el contenido de estas; ni tampoco son figuras abstractas cuyas formas se puedan describir de manera exacta. Pero las personas y las comunidades tienen relaciones y adoptan determinadas prácticas de organización política e institucional. Es allí donde podemos pensar a la fraternidad como método y no solo como objetivo a alcanzar.

Ahora bien, ¿cómo pensar la fraternidad en este sentido?, ¿qué característica ha de tener?, ¿en todas las latitudes será igual? Queremos pensar la respuesta a éstas preguntas de manera situada.

Desde América Latina y el Caribe –desde nuestra Abya Yala, la tierra de la sangre vital, el continente de la esperanza– al menos a partir de 1492 y en adelante, no es posible pensar en la construcción de comunidad, en el nosotros de los pueblos si no es a partir de la resistencia, la insurrección y la sobrevivencia física, cultural y espiritual. La “conquista” irrumpió (e irrumpe) en la historia derramando un tendal de sangre por todo el territorio. La paz en nuestra américa se constituyó a partir de la construcción de un nosotros que resiste ante la destrucción. Esto se refleja no solo en las culturas originarias sino también en el mestizaje que trajo aparejado no solo dolor y sufrimiento sino también un modo particular y situado de pararse y pensar la comunidad. Hay un método comunitario que se desprende de esta experiencia. Cullen (1978) y Scannone (1990) sobre la base de la “América profunda” de Kush (1999), llaman a éste método experiencia vital de los pueblos o “nosotros estamos” latinoamericano.

El nosotros estamos es el sujeto del filosofar latinoamericano que se comprende desde la experiencia y la sabiduría de los pueblos. Ello implica considerar la herencia de la historia ibérica, el sentido comunitario indígena y la tradición popular criolla. El nosotros estamos es, desde nuestro punto de vista, el modo en el que se asume la fraternidad desde América Latina y el Caribe. Es nuestro universal situado desde el que es posible abrirse al mundo y construir comunidad (Casalla, 2011). El verbo estar le agrega al nosotros su situación histórica, ética, mítica y política desde la cual se puede pensar y proyectar. Filosofar desde el estar es filosofar desde la sabiduría de los pueblos, algo que para muchos en occidente sigue siendo una herejía filosófica.

Se trata de concebir al nosotros como sujeto comunitario desde la sabiduría popular y de su forma peculiar de simbolizar, la cual, articula el pensamiento. El nosotros estamos no es el sujeto trascendental (como en Kant) ni una mera universalización del “yo”, pues en el nosotros están implicados también el “tú” y los “él” (incluso el Él, es decir Dios). En un filosofar del nosotros prima la relación ética (hombre-hombre, mujer-mujer, mujer-hombre) y la relación religiosa (hombre y mujer-Dios). La expresión más cabal de esto que afirmamos se da en el estar arraigado en la tierra como lugar simbólico y comunitario (experiencia de los pueblos indígenas y del mestizaje). En este sentido, el pensar del nosotros estamos no ha de concebir ni un modo de filosofar similar al de los griegos (espíritu-materia) ni un modo de filosofar similar al de la modernidad (sujeto-objeto). Ocurre que la dimensión comunitario-simbólica del nosotros implica un pensar que parta, no de la relación hombre-naturaleza, sino de lo ético-religioso. En el caso del filosofar del nosotros, el cual se mueve en el horizonte de comprensión del “estar”, no vale tanto la metáfora de la intuición intelectual que “ve” (como en el horizonte del “ser”), ni tampoco la del “oír” creyente que escucha (como en el horizonte del “acontecer” de las religiones), sino más bien la del “sentir”, el cual es sapiencial y ético, o sea, un “sentir del co-razón”.

Volvamos a las preguntas. Si el nosotros estamos es el modo en el cual se comprende la fraternidad desde América Latina, entonces no cabe caracterizarla como un método dialéctico en sentido hegeliano. En efecto, en su libro “Fenomenología de la crisis moral. Sabiduría de la experiencia de los pueblos” Cullen contrapone esta experiencia (la del nosotros estamos) a la experiencia de la conciencia expuesta por Hegel en su “Fenomenología del espíritu”. Por lo tanto, la dialéctica de la filosofía del ser (de la modernidad) que suele sintetizarse en la tríada tesis, antítesis y síntesis no encuentra asidero para pensar la fraternidad como principio político desde nuestra América.

La transmodernidad implica dejar de perseguir el ideal de una síntesis superadora del sistema (tesis) y su negación (antítesis). Es preciso pensar en términos analécticos. El método de la analéctica promovido por la filosofía de la liberación latinoamericana –sobre todo Dussel (1974) y Scannone (2005)– propone moverse al ritmo de la analogía. Esto es: la afirmación (el sistema y la normalidad), la negación de “su verdad” que se presenta como única (denunciar la injusticia y anunciar un nuevo modo de buscar la verdad) y el salto hacia la eminencia (renunciar al sistema e imaginar una nueva configuración social posible, viable, factible y sustentable) (Neirotti, 2019)[3].

Partiendo de esta comprensión de la fraternidad desde América Latina, lo que haremos será repensar la propia terminología. Aparece, ante todo, la cuestión de género. Fratres son los hermanos. Parece no haber lugar para las hermanas o bien ellas quedan subsumidas. Además, detrás de la palabra no está solo la masculinidad que se impone sino el patriarcado que hoy se derrumba junto con la modernidad. Por lo tanto, a partir de este momento vamos a hablar de sor-fraternidad recuperando no sólo la dimensión femenina sino también maternal, pues, si hay madre puede haber hermanos y hermanas. Dicho esto, definamos la sor-fraternidad desde el horizonte del nosotros estamos.

La sor-fraternidad política es –para nosotros– un camino programático y el asidero de diversas visiones y proyectos (Di Lascio, 2012). Es un principio que rige las relaciones hacia una nueva comprensión de la institucionalidad política basada en la comunidad, la construcción de la paz y la defensa de la justicia. Es una senda reflexiva y activa que no suprime las diferencias, sino que las respeta estableciendo relaciones de reciprocidad entre todos los actores que intervienen en múltiples proyectos e instancias de organización compartida. Pero no sólo genera responsabilidad y compromiso por el otro, sino que conlleva un modo de regir junto a otros a partir de una visión común (aunque no sin lucha y puja de intereses). La sor-fraternidad es un principio político que abriga una noción de poder en tanto que “poder-hacer-con-otros” un mundo más justo (Ivern, 2009). Es un método que, no sólo no suprime los conflictos (Del Percio, 2013), sino que además se constituye resistiendo a la negación y la desaparición. Por ello, los pueblos y las organizaciones comunitarias que se animan a ir más allá de las reglas construyendo caminos alternativos, padecen de un deliberado ocultamiento como lo señala Ighina (2011), por ser considerados peligrosos para el orden hegemónico establecido.

En esta línea, damos un paso más y nos animamos a pensar un aporte a la nueva configuración social post-pandemia esbozando algunas categorías prospectivas de la sor-fraternidad[4] que podrían tenerse en cuenta. Las mismas surgen de la reflexión anterior y pretenden enfrentar el concepto de nueva normalidad (miran hacia el futuro como posibilidad de transformación de un destino impuesto).

  • La primera es la categoría de “des-ocultamiento” de estrategias comunitarias de resistencia a la injusticia. Los pueblos latinoamericanos han generado anticuerpos que permitieron sobrevivir a situaciones complejas de esclavitud y matanza. Pero siguen siendo postergados y es preciso des-ocultar las prácticas comunitarias que los sustentan.

  • En segundo lugar, la convicción de que “la realidad es modificable” dado que desde los pueblos surgen alternativas impensadas a problemas que parecen irresolubles.

  • En tercer lugar, encontramos la concepción del poder en tanto “poder-hacer-con-otros”. Desde esta perspectiva, los “últimos”, los “de abajo” ocupan un lugar central en la propia construcción del poder, porque son los pobres y los humildes quienes están mayormente predispuestos a servir a los demás como un estilo de vida.

  • En cuarto lugar, la concepción del pueblo u organización comunitaria, como un “nosotros situado” que se revela a sí mismo en las acciones de sus integrantes, quienes, a su vez, se realizan personalmente en la entrega a la causa que desvela a la comunidad con un claro sentido de reciprocidad.

  • En quinto lugar, la “conciencia de la convergencia” con otros nosotros situados que se atreven a desafiar el destino impuesto de vulneración de derechos. Las comunidades y organizaciones que se enfrentan al aniquilamiento van tomando conciencia del propio hacer de muchos en distintos lugares generando un acuerdo no explicitado, aunque si vivencialmente asumido con otras comunidades que padecen lo mismo.

Estas categorías, patentes y latentes en la historia de los pueblos de América Latina y el Caribe, nos permiten acercarnos a diversas experiencias de construcción comunitaria que aportan a la promoción de una nueva solidaridad universal manifestando una emergencia actualizada del nosotros estamos y reflejando una expresión encarnada de la sor-fraternidad.

La pregunta que dio origen a este artículo, a saber: si es posible que la situación de crisis provocada por el Coronavirus se constituya en la bisagra hacia una nueva configuración social donde la solidaridad y la justicia sean los valores esenciales, no tiene desde ya, una respuesta unívoca ni simplista. Sin embargo, esperamos que las reflexiones en torno a la sor-fraternidad como método para transitar la lenta agonía de la modernidad puedan ser un insumo que sirva a las acciones y decisiones de los líderes y de los pueblos en el marco de la pandemia y la post pandemia.

Referencias

Baggio, A. (2009) “Introducción: Fraternidad y reflexión politológica contemporánea”, en Baggio Antonio (comp.). La fraternidad en perspectiva política. Exigencias, recursos, definiciones del principio olvidado. Buenos Aires. Ciudad Nueva.

Benedictow Ole, J. (2004) La Peste Negra, 1346-1353: La historia completa. Edición española publicada en 2011. Madrid: Akal.

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Notas

1 Cabe aclarar que hablar de superación de la pandemia puede ser agresivo para tantos y tantas que desgraciadamente perdieron la vida o para sus familiares y amigos. Aquí nos permitimos, en honor a cada vida, animarnos a imaginar un nuevo mundo posible post pandemia.
2 Jn. 11, 1-45.
3 Es interesante, aunque excede el desarrollo de este artículo, observar que el método analéctico ha sido asumido para la reflexión no sólo en el ámbito filosófico social sino también en el del análisis de las políticas públicas. Ejemplo de ello es la propuesta de Neirotti (2019) de pensar la multiplicidad de actores, sus perspectivas y la puja de intereses que están en juego en las políticas en general y en la evaluación de las mismas en particular, desde la analéctica.
4 Las categorías mencionadas a continuación son una elaboración propia a partir de los trabajos de: Alberto Ivern (2009), sobre los procesos de auto-organización y aprendizajes colectivos de los nuevos movimientos sociales; Juan Carlos Scannone (1990), que desarrolla el concepto del “nosotros estamos” latinoamericano; Enrique Del Percio (2014) quien desarrolla el concepto de fraternidad definiéndola como ineludible sin desconocer del concepto la dimensión conflictiva; Domingo Ighina (2012) quien desarrolla la noción de fraternidad a lo largo de la historia latinoamericana y poniéndola en dialogo con los procesos de integración regional actuales. También han sido aplicadas en otros escritos presentados por mí en congresos de la Red de Universidades para el Estudio de la Fraternidad (RUEF).


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