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Una construcción utópica: un futuro posible en el sistema-mundo globalizado
A utopian construction: a possible future in the globalized world-system
Analéctica, vol. 3, núm. 19, pp. 29-35, 2016
Arkho Ediciones

Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 3, núm. 19, 2016

Recepción: 10 Febrero 2016

Aprobación: 18 Octubre 2016

Resumen: Si la utopía gira en torno a la idea de un gobierno mundial capaz de dar solución a problemas de naturaleza compleja que atraviesan las fronteras nacionales, es más razonable que el gobierno imaginado sea el de un Estado Confederado que respete las reivindicaciones de la identidad propia, porque existe un problema de legitimidad que precede a la construcción jurídica. Aunque el pensamiento utópico está más interesado en imaginar posibilidades que en formular fines concretos, el mismo expresa la tensión entre la situación actual y la esperanza que impulsa los cambios históricos.

Palabras clave: utopía, sistema mundo, cambios históricos.

Abstract: If utopia revolves around the idea of ​​a world government capable of solving problems of a complex nature that cross national borders, it is more reasonable that the imagined government is that of a Confederate State that respects the claims of its own identity, because there is a problem of legitimacy that precedes the legal construction. Although utopian thought is more interested in imagining possibilities than in formulating concrete ends, it expresses the tension between the current situation and the hope that drives historical changes.

Keywords: utopia, world system, historical changes.

Los problemas que enfrenta la humanidad, en nuestros días, no pueden ser resueltos desde la perspectiva de cada uno de los Estados nacionales y con los instrumentos políticos convencionales:

  • Preservación del medio ambiente;

  • lucha contra la criminalidad transfronteriza;

  • prevenir los conflictos sociales y actuar como mediador;

  • promover el desarrollo;

  • regular las actividades económicas a escala global;

  • garantizar la justicia social a escala planetaria, etc.

En este breve ensayo reflexionaremos sobre dos futuribles (futuros posibles) vinculados con los problemas precitados.

La utopía, dijo Víctor Hugo, es la verdad del futuro.

“La utopía [...] es el único instrumento para resituar antropocéntricamente –vale decir, humanísticamente– el conjunto de discursos referenciales puros emanados de la racionalidad abstracta, científica o técnica, cuya aplicación descontextualizada o amoral ha producido los efectos perversos de la llamada “razón instrumental de la modernidad”, pues la utopía es el campo de encuentro integral de las funciones del hombre” (Fernández Retamar, 2006, p. 58).

Si la utopía gira en torno a la idea de un gobierno mundial capaz de dar solución a problemas de naturaleza compleja que atraviesan las fronteras nacionales, es más razonable que el gobierno imaginado sea el de un Estado Confederado que respete las reivindicaciones de la identidad propia, porque existe un problema de legitimidad que precede a la construcción jurídica.

Aunque el pensamiento utópico está más interesado en imaginar posibilidades que en formular fines concretos, el mismo expresa la tensión entre la situación actual y la esperanza que impulsa los cambios históricos.

El utópico Estado Mundial

Además de la estructura y funcionamiento de un Estado diseñado a escala global, es necesario establecer sus competencias, las que deberían estar principalmente dirigidas a la solución de los problemas globales. Para que el proyecto federal sea viable es necesario tener en cuenta dos importantes aspectos que hacen a la estructura y funcionamiento del Estado:

  • Es necesario partir de un consenso acerca de los principios que servirían de base a las leyes y la actuación de los responsables políticos. No es justo que esta decisión se tome sobre la base de la proporción de habitantes de cada pueblo, porque hay algunos que comprenden a una gran fracción de la humanidad, y otros solo a una ínfima minoría. Este procedimiento contribuiría a la dominación de los pueblos grandes sobre los pequeños. Tampoco sería justo dar el mismo “peso” a cada Estado, pues existen Estados ficticios basados en vacías formalidades jurídicas o en antiguas tradiciones, hoy disfuncionales. La solución parece estar en un punto intermedio, basado en fórmulas de consenso que combinen mayorías calificadas y minorías con derecho a veto (Français, 2000).

  • En lo que respecta a la Asamblea de los pueblos, en ella habría que reconocer el derecho a voz deliberativa solo para aquellos Estados que tengan real representatividad, e inscribir entre los principios constitucionales las garantías que protejan a las minorías no representadas (Français, 2000).

Uno de los principales obstáculos a la legitimidad del Estado confederado es que el debilitamiento de los Estados nacionales se agrava porque un modelo cultural globalizado agrede la identidad cultural de los pueblos y el sistema de valores que la respalda; y esto ocurre tanto en las sociedades del mundo occidental como en las sociedades de los países periféricos. Se trata de una cultura que exalta la violencia y el individualismo y atenta contra los valores de la solidaridad y los principios éticos, incluyendo los aspectos morales y religiosos (Français, 2000).

La crisis de identidad de las distintas comunidades provoca un rechazo que se expresa en reacciones violentas y, en muchos casos, en un retorno a las culturas tradicionales con rasgos xenofóbicos.

Ética Global

La construcción de una Jungla Global en la Aldea Global, en la que quepan todas las personas y todas las culturas humanizadoras requiere la mundialización de la solidaridad y la justicia mediante una ética global (Cortina, 1997, p. 219).

El teólogo Hans Küng (1995) opina que una ética mundial no se debe orientar solamente hacia una responsabilidad colectiva que liberaría al individuo de su propia responsabilidad, como cuando se dice “es la historia”, “es el sistema”, etc. También se deberá orientar a la responsabilidad de cada uno de acuerdo al lugar que ocupa en la sociedad y, muy especialmente, a la responsabilidad individual de los dirigentes políticos.

En los casos de crímenes contra la humanidad, genocidio y crímenes de guerra podrá ser reclamada judicialmente la transgresión a las normas éticas, en tribunales internacionales, cuando uno de los Estados no quiera castigar por la vía judicial a dichos crímenes perpetrados en su territorio.

Liberalismo y comunitarismo

El discurso de la filosofía política parece haberse anclado en cuestiones tales como los derechos individuales, por un lado, y la pertenencia comunitaria por el otro.

La defensa intransigente de posiciones radicalizadas, consideradas “políticamente correctas”, a menudo desemboca en posturas absurdas y sin sentido. Por otra parte, resulta muy difícil combatirlas porque se presentan de una manera atractiva y ganan gran popularidad, aun en los ambientes académicos. Así el debate entre liberalismo y comunitarismo no avanza, porque se basa en una confrontación entre posiciones extremas en las cuales se enfatiza lo antagónico de ambas doctrinas.

Lo curioso es que ambas doctrinas han sido utilizadas por personas ubicadas en distintas posiciones del espectro político, las que van desde el tradicionalismo hasta el progresismo, pasando por el conservadurismo y el reformismo, adaptadas a los intereses de los expositores y a las situaciones concretas que rodean a los mismos.

Como bien dice Sergio Bagú (1997):

“… No hay individualidad humana fuera de la comunidad de los hombres. La historia de las sociedades humanas podría ser reconstruida como un constante desequilibrio y un constante re-equilibrio entre lo individual y lo colectivo” (p. 134).

En las luchas contra el absolutismo, surgieron varias versiones del liberalismo: Una de ellas puso el acento en los derechos civiles y el derecho al voto. Otra versión identificó el liberalismo con la propiedad privada. Los propietarios de bienes raíces se consideraban personas altamente respetables, y detrás de esta ideología hay instituciones como el voto calificado (Bagú, 1997, p. 135).

Esta segunda versión es la que considera que el hombre es dueño de sus facultades (inteligencia, voluntad) y del producto que obtenga de estas, sin deberle nada a la sociedad. Sin embargo, dice A. Cortina (1997), que el desarrollo de dichas facultades humanas debe mucho a instituciones como:

“… la familia, la escuela, el grupo de amigos, la comunidad religiosa, las asociaciones voluntarias, la sociedad política. Incluso a la sociedad internacional en estos tiempos de economía global, en los que cada producto es resultado del esfuerzo conjunto de quienes trabajan en distintos lugares de la Tierra” (p. 215).

Con la Modernidad, el “honor” basado en la jerarquía fue cediendo lugar a la “dignidad” como algo propio de todo ser humano. La política de la dignidad universal luchaba contra la discriminación, pero era “ciega” a las diferencias reales empíricamente observables.

La igualdad sólo afectó a los derechos civiles y el derecho al voto, y luego se fue extendiendo hacia la esfera socioeconómica. De manera que aquellas personas a las que se les ha impedido aprovechar sus derechos han sido relegadas a la categoría de ciudadanos de segunda clase.

Los bienes producidos por personas que viven en la sociedad, es decir los “bienes sociales” deben distribuirse con justicia, para ello es necesario el concurso de tres sectores: el social, el económico y el político (Cortina, 1997, p. 216).

La política de la diferencia

Las elites dominantes tratan de afirmar su hegemonía inculcando una imagen de inferioridad de los subalternos. Por eso, es un punto estratégico someter a revisión estas imágenes.

El principio de la “igualdad universal” llegó a ser universalmente aceptado. “Toda postura por reaccionaria que sea se defiende hoy enarbolando este principio” (Taylor, 1993, p. 60). Sin embargo, la igualdad abstracta (formal) basada sólo en las normas y procedimientos, invisibiliza la desigualdad real. Es evidente que la desigualdad real difícilmente se resolverá en el marco del contractualismo mediante la elaboración de reglas de igualdad. Los indígenas y afrodescendientes, por ejemplo, quedarán atrás relegados y sometidos por la presión del sistema. Lo que hace falta es cambiar el sistema alterando las relaciones de poder. Por esa razón, los conflictos polarizados son juegos de suma cero.

En un principio, los estudiosos se preocupaban de la integración de la clase trabajadora, cuya falta de educación y recursos económicos la excluía de la cultura compartida por el resto de los ciudadanos y del sistema político. Con el tiempo se advierte que muchos grupos y cuasi-grupos (negros, mujeres, pueblos originarios, minorías étnicas y religiosas, etc.) se sienten excluidos no sólo por su situación socioeconómica, sino también por su identidad sociocultural.

De acuerdo con Taylor (1993, p. 43), nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento, por la falta de éste o por el faso reconocimiento de otros. El que un hombre haya descubierto su identidad no significa que la haya elaborado en aislamiento, sino que la ha negociado “por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con los demás” (p.55).

Nancy Fraser (2000) advierte que, después de la caída del “socialismo real”, en los debates de filosofía política, se ha prestado un exceso de interés a los problemas culturales y un gran desinterés por la injusticia social. Vale decir que temas como identidad, diferencia, reconocimiento y dominación cultural, desplazaron a cuestiones tales como explotación, redistribución y exclusión (pp. 126-127).

Cuando estamos ante una cultura diferente a la nuestra, sólo podemos tener una idea muy vaga de sus valores y de su contribución a la cultura compartida. Taylor (1993, p. 106) toma en calidad de hipótesis la afirmación de que todas las culturas que han animado a sociedades enteras durante un período considerable tienen algo que merece nuestra admiración y respeto:

“Es razonable suponer que las culturas que han aportado un horizonte de significado para gran cantidad de seres humanos, de diversos caracteres y temperamento, […] que han articulado su sentido del bien, de lo sagrado, de lo admirable deben tener algo que merezca nuestra admiración y respeto, aún si esto se acompaña de lo mucho que debemos aborrecer y rechazar”.

Si se desconoce el valor de la cultura particular a la que pertenecen los grupos subalternos, o si se espera que desaparezcan por asimilación, si ellos son blanco de la xenofobia y del racismo, entonces los miembros de estos grupos se verán como estigmatizados, se sentirán desvalorizados y con escasa autoestima, pues recibirán una imagen humillante de sí mismos y de sus familiares.

Es difícil construir una identidad común en países donde la gente pertenece a distintas comunidades políticas, pero además algunos se incorporan a la sociedad como individuos y otros lo hacen a través de la pertenencia a sus respectivas comunidades.

Los grupos que se sienten excluidos de la sociedad deben ser incluidos, y el primer paso es el reconocimiento de su diferencia. Algunas naciones insisten en la identidad común compartida y sus constituciones no hacen referencia a grupos particulares. Este es el caso de los E.U.A., donde el problema consistía en asimilar poblaciones de inmigrantes voluntarios. Distinto es el caso de aquellas comunidades históricamente autogobernadas (indígenas, inuit, puertorriqueños y hawaianos). Cuando se intentó aplicar la ciudadanía común a estas minorías nacionales, el resultado fue un tremendo fracaso. De manera que, en la actualidad, a muchos de estos grupos se les ha concedido derechos de autogobierno.

Como es lógico suponer, los grupos culturalmente excluidos se encuentran en desventaja en el proceso político. Para superar esta desigualdad, se ha pensado en recurrir a dispositivos procedimentales que garanticen tanto su representación política como su derecho a veto sobre políticas públicas que afecten directamente al grupo.

Ahora bien ¿la democracia representativa no tendrá como supuesto implícito que solo es aplicable en sociedades donde existe cierta homogeneidad, que facilita el acuerdo final de los ciudadanos? Y, al mismo tiempo, cabe preguntar cómo han de manejarse las discrepancias irresolubles que tienen como base valores diferentes.

Los ciudadanos no pueden ser miembros plenos y participativos de una sociedad si sus necesidades básicas no están satisfechas.

Podemos ilustrar las necesidades particulares de los grupos subalternos, citando los derechos lingüísticos de los hispanos, los derechos territoriales de los indígenas y los derechos relativos a la reproducción de las mujeres.

Críticas al relativismo cultural extremo

El respeto a las otras culturas no puede quebrantar el pacto republicano básico de la igualdad de derechos y obligaciones ante la ley. Supuestos derechos identitarios no pueden atentar contra los derechos humanos básicos, como ocurre con ciertas prácticas institucionalizadas: esclavitud de las niñas, ablación del clítoris, negación de la igualdad de mujeres y hombres.

El supuesto de que “toda diferencia es prima facie buena puede llevar a consecuencias grotescas. Por una parte, si toda diferencia es válida por principio, entonces nada por principio puede ser prohibido o excluido. Eso presupone, o bien un mundo en el que se cancelaron las relaciones de poder, o que cualquier intento de limitar la gama de diferencias válidas es de por sí represivo. La cancelación del poder es sencillamente una expresión de deseos, porque un orden –cualquier orden- tiene que trazar fronteras para defenderse de los que lo amenazan” (Arditi, 2000, p. 115).

Importantes investigaciones llegan a la conclusión de que las culturas no son comparables, pero aquellos patrones que tienen que ver con el poder, la dominación y la violencia pueden ser juzgados sobre la base de patrones universales inspirados en la democracia: No importa si una musulmana usa o no el velo, lo importante es que tenga libertad para decidir (Heller & Feher, 1985).

“Frente a los problemas planteados por una u otra diferencia cultural, la acción política precisa inscribirse en una visión de conjunto, en un marco definido por orientaciones generales, principios de justicia, valores democráticos. Pero también debe tomar en cuenta expectativas y demandas que no se limitan tan solo al grupo portador de la diferencia considerada” (Wieviorka, 2003, p. 202).

Teniendo en cuenta lo expuesto y aceptando que todas las culturas son diferentes, es posible aplicar un patrón común a ciertos tipos de pautas de conducta y creencias en cualquier tipo de cultura en que aparezcan. Aún más, debemos aplicar dichos patrones comunes a aquellos valores, costumbres y principios “que involucran dominación, fuerza y violencia, y debemos hacerlo cualquiera sea la cultura en que se presenten y se los de por supuestos” (Heller & Feher, 1985, p. 113).

Los relativistas culturales extremos consideran que la aplicación de estos patrones comunes significa imponer una idea occidental sobre las culturas no occidentales. Este tipo de relativismo cultural es aparentemente un radicalismo antietnocéntrico. Según Heller & Feher (1985) no es sino un radicalismo nominal. Su antietnocentrismo sería, para dichos autores una invención occidental:

“Si ninguna cultura puede tener deméritos, tampoco ninguna cultura puede tener méritos. Únicamente si aplicamos ciertos patrones universales podremos tal vez hablar de méritos y deméritos, de diversas culturas, incluida la nuestra.” (p. 113).

Si se acepta que la humanidad está constituida por culturas diferentes y que “la constituyen todos y cada uno de los seres humanos, pero mediatizados por estas culturas, entonces tenemos que aplicar nuestra vara de juicio común a culturas (mundos vitales) y no directamente a individuos” (p. 114).

Reflexión final

Existe la necesidad de lograr nuevos pactos que no excluyan a nadie, sino que establezcan relaciones de complementariedad entre sistemas que se presentan como antagónicos, vale decir una combinación de democracia representativa y democracia comunitaria. Para ello, es necesario conjugar una teoría de la igualdad con una teoría de las diferencias. Este parece ser el mayor desafío que debe enfrentar la teoría política en nuestros días.

Bibliografía

Arditi, B. (editor) (2000). “El reverso de la diferencia”. En B. Arditi et al. El reverso de la diferencia. Identidad y política. Caracas. Nueva Sociedad.

Bagú, S. (1997) Catástrofe política y teoría social. México. Siglo XXI.

Cortina, A. (1997) Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Madrid. Alianza Editorial.

Fernández Retamar, R. (2006) “Utopía y radicalización en nuestro pensamiento” En Pensamiento de Nuestra América. Autorreflexiones y propuestas [http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/libros/campus/retamar/FRLec5.pdf].

Français, A. (2000) “El Crepúsculo del Estado-Nación. Una interpretación histórica en el contexto de la globalización”. Documentos de debate - n° 47. Gestión de las Transformaciones Sociales – MOST. UNESCO [ www.unesco.org/shs/most].

Fraser, N. (2000) “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era post-socialista”. En New Left Review No. O. Madrid. Ediciones Akal S. A.

Heller, A. & Feher, F. (1985). Anatomía de la izquierda occidental. Barcelona. Ediciones Península.

Küng, H. (1993) ¿Por qué una ética mundial? Barcelona. Herder.

Taylor, C. (1993), El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, Ed. Fondo de Cultura Económica, México.

Wieviorka, M. (2003). La diferencia. La Paz. Plural Editores.



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