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Gobernanza cultural para el bienestar regional. Propuesta de intervención comunitaria para el estado de Puebla, México
Cultural governance for regional well-being. Community intervention proposal for the state of Puebla, Mexico
Analéctica, vol. 5, núm. 35, pp. 1-13, 2019
Arkho Ediciones

Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 5, núm. 35, 2019

Recepción: 09 Enero 2019

Aprobación: 11 Junio 2019

Resumen: La democracia, en tanto nodo de experiencias orientadas a un horizonte de expectativas, empieza ahí donde los sujetos –sin importar sus particularidades y especificidades-, acordando por consenso articularse en una comunidad de recuerdos y de destino conjunto, disponen de posibilidades equitativas para ejercer en misma potencialidad iguales derechos, cumplir con congruencia sus responsabilidad para el mantenimiento de lo público y tomar parte en la negociación de significados dentro de una comunidad de sentido. Ante tan sencillo planteamiento de utopía, se encara una realidad que parecería rehusarse a dejarse encuadrar: uno de los grandes problemas es su aparente incompatibilidad con el sistema económico mundial, con su quintaesencia del primado del individuo como actor racional egoísta y el principio de competencia con sus consecuencias acumulativas. El diagnóstico revela la necesidad de una intervención quirúrgica invasiva que desplace los dispositivos ortopédicos y estéticos tan socorridos por la socialdemocracia. ¿Cómo maridar o hacer coexistir la configuración oligopólica del capitalismo tardío con la democracia, que Jacques Rancière caracterizaba como la irrupción violenta y espontánea de las masas? Si en lo inmediato tomar el sistema por asalto se antoja ilusorio, no es imposible consolidar un camino que ya se está andando desde diversas aristas: coadyuvar a la distribución equitativa del acceso a los recursos (materiales, económicos, simbólicos) y gestionar el involucramiento de los ciudadanos en la planeación, implementación y evaluación de la acción política. Es decir, apostar a auténticas políticas públicas.

Palabras clave: gobernanza cultural, políticas públicas, intervención comunitaria.

Abstract: Democracy, as a node of experiences oriented to a horizon of expectations, begins there where the subjects - regardless of their particularities and specificities -, agreeing by consensus to articulate in a community of memories and a joint destiny, have equal possibilities to exercise in same potential, equal rights, congruently fulfill their responsibilities for the maintenance of the public and take part in the negotiation of meanings within a community of meaning. Faced with such a simple statement of utopia, a reality is faced that would seem to refuse to allow itself to be framed: one of the great problems is its apparent incompatibility with the world economic system, with its quintessential primacy of the individual as a selfish rational actor and the principle of competition with its cumulative consequences. The diagnosis reveals the need for an invasive surgical intervention that displaces the orthopedic and aesthetic devices so much aided by the social democracy. How to marry or coexist the oligopolistic configuration of late capitalism with democracy, which Jacques Rancière characterized as the violent and spontaneous eruption of the masses? If immediately taking the system by storm seems illusory, it is not impossible to consolidate a path that is already being followed from different angles: to contribute to the equitable distribution of access to resources (material, economic, symbolic) and to manage the involvement of citizens in the planning, implementation and evaluation of political action. That is, to bet on authentic public policies.

Keywords: cultural governance, public policies, community intervention.

Introducción



“Mi problema es saber cómo los hombres se gobiernan (a sí mismos y a los otros) a través de la producción de la verdad (lo repito una vez más, por producción de la verdad no entiendo la producción de enunciados verdaderos, sino el ajuste de dominios donde la práctica de lo verdadero y lo falso puede ser, a la vez, reglada y pertinente)”

Fuente: Michel Foucault, Dits et écrits.

La democracia, en tanto nodo de experiencias orientadas a un horizonte de expectativas, empieza ahí donde los sujetos –sin importar sus particularidades y especificidades-, acordando por consenso articularse en una comunidad de recuerdos y de destino conjunto, disponen de posibilidades equitativas para ejercer en misma potencialidad iguales derechos, cumplir con congruencia sus responsabilidad para el mantenimiento de lo público y tomar parte en la negociación de significados dentro de una comunidad de sentido. Ante tan sencillo planteamiento de utopía, se encara una realidad que parecería rehusarse a dejarse encuadrar: uno de los grandes problemas es su aparente incompatibilidad con el sistema económico mundial, con su quintaesencia del primado del individuo como actor racional egoísta y el principio de competencia con sus consecuencias acumulativas.

El diagnóstico revela la necesidad de una intervención quirúrgica invasiva que desplace los dispositivos ortopédicos y estéticos tan socorridos por la socialdemocracia. ¿Cómo maridar o hacer coexistir la configuración oligopólica del capitalismo tardío con la democracia, que Jacques Rancière caracterizaba como la irrupción violenta y espontánea de las masas? Si en lo inmediato tomar el sistema por asalto se antoja ilusorio, no es imposible consolidar un camino que ya se está andando desde diversas aristas: coadyuvar a la distribución equitativa del acceso a los recursos (materiales, económicos, simbólicos) y gestionar el involucramiento de los ciudadanos en la planeación, implementación y evaluación de la acción política. Es decir, apostar a auténticas políticas públicas.

Semejante desafío, de envergadura nada despreciable, adquiere dimensiones aún mayores en nuestro país, con altas tasas de desigualdad y segregación espacial, debido a la pervivencia interiorizada de prácticas de Antiguo Régimen –absolutismo fundido con una estructura jerárquica de cuerpos sociales reticulada por mediaciones y subordinada a redes de parentesco- que fueron metamorfoseándose con los mecanismos de la modernidad decimonónica mexicana –caciquismo y caudillismo. Con la llegada del siglo XX y el despliegue del Estado posrevolucionario, los elementos anteriores, lejos de desaparecer barridos por la fuerza de las demandas populares o cierta reforma de las costumbres inspirada en las necesidades de los sectores campesinos y obreros, se fusionaron en el autoritarismo del partido hegemónico, que limitó la soberanía y su representación con instrumentos de control institucionalizados como el clientelismo político y su agregado empírico, el corporativismo.Resulta instructiva la historia de los movimientos utopistas, lo mismo del siglo XV que los más recientes de la pasada centuria. Trascendiendo sus diferencias teóricas y desencuentros sobre su implementación práctica, coinciden en que para hacer frente a las inercias negativas habría que apostar a transformar las consciencias mediante la educación y la cultura. Desafortunadamente, éstas han sido asimiladas por el sistema para neutralizar su potencial emancipador y encuadrarlas como aparatos ideológicos al servicio de las élites. Por ejemplo, ante la urgencia de granjear las necesidades económicas, la administración pública ha subordinado las prácticas culturales como atractivo turístico, generando una industria dirigida a un estrato con poder adquisitivo que se convierte en mero consumidor durante su tiempo de ocio. No obstante, Gramsci nos enseñó que la hegemonía despliega también resistencias y negociaciones, intersticios y franjas para la incidencia.

El ensayo se propone desplegar un análisis de las políticas públicas para el sector cultural que aterrice en una propuesta concreta de democratización del derecho a gozar la cultura, a partir del enfoque ostromiano de instituciones policéntricas: los centros comunitarios de arte, cultura y oficios para el estado de Puebla (México). En un primer movimiento enlistaremos brevemente los desafíos que nuestro momento histórico erige, haciendo especialmente énfasis en las condiciones actuales de desigualdad, haciendo uso de la teoría de la reproducción bourdieuana; plantearemos a la intervención política como el mecanismo ideal para palearlos, distinguiendo entre los tres niveles de acción política (gubernamental, pública, de Estado), y definiremos a la interculturalidad como la lente de enfoque más apropiado para cultivar y cosechar exitosamente el programa de centros comunitarios.

Advertimos que tanto la interculturalidad, el esquema de las políticas públicas y el enfoque contextualista de Ostrom (2000 y 2015) exigen trabajo de campo etnográfico, principalmente a través de la observación participante y las entrevistas a profundidad, complementado con técnicas de grupos focales, por ejemplo, para conocer la situación local, sus dinámicas internas, y promover la autoorganización. Acto seguido, describiremos la metodología ostromiana y sus implicancias para la política pública cultural. Finalmente, describiremos el proyecto de los centros comunitarios, rescatando experiencias existentes en la Ciudad de México en la materia.

Los diagnósticos del estado etiológico de nuestros tiempos son prolíferos. Las radiografías de las fracturas institucionales y el desgaste de las articulaciones sociales son concluyentes. No profundizaremos aquí al respecto ni pretendemos ofrecer una nueva categoría para conceptualizar nuestro horizonte de experiencia actual. Para los intereses de esta comunicación, es decir, el análisis de las políticas públicas para el sector cultural y una propuesta concreta a partir de la propuesta de instituciones policéntricas, baste recuperar la reflexión de Bolfy Cottom (2001), quien sencillamente lo expresa así: el desafío de la gestión de lo cultural está hoy atravesado por una espiral de triple hélice: la globalización, el neoliberalismo y las diversidades culturales.

La primera puede ser resumida como la interconexión tecnológica, el despliegue de una ciberontología, la dinámica de consumo informático y el hedonismo antropocéntrico. En cuanto al neoliberalismo, es definido por John Dunn como el “orden del egoísmo”, sistema de explotación-expoliación posindustrial vertebrado por el principio de competencia, a partir del cual la organización económica regula las demás esferas de lo real, con fatídicas consecuencias acumulativa. En cuanto a las diversidades culturales, referimos al grado de diferenciación de un sistema social por reivindicaciones identitarias globalistas, nacionalistas o regionalistas, en mayor o menor grado violentas, que apuntan en una dirección de maximización de intercambios simbólicos y materiales y de la circulación de personas, ideas y tecnología, o en su opuesto, la restricción de acceso y una economía del discurso que invisibilizan o segrega la otredad por ser un agente patógeno, que contamina la mentada pureza del cuerpo social.

Distinguimos tres niveles de gestión política. El nivel más elemental por su baja complejidad, pero que comporta una proporción directamente inversa de fragilidad, es la política gubernamental, conjunto de acciones que un gobierno emprende para resolver las necesidades de la población sin incluir la participación ciudadana ni las decisiones de la sociedad. Se trata únicamente una decisión del gobierno que considera oportuno aplicar para resolver conflictos o problemas de la comunidad. El segundo nivel lo constituyen las políticas públicas, “cursos de acción tendentes a la solución de problemas públicos acotados, definidos a partir de un proceso de discusión entre actores sociales diversos y con mecanismos de participación de la sociedad" (Canto, 2002: 60-62).

En la punta de la pirámide, por su grado de complejidad, dificultad y alcance, se presenta lo que Pablo Latapí (2004: 49) conceptualiza como políticas de Estado, intervenciones continuadas en el tiempo, más allá de los cambios de gobierno, en las que el Estado se involucra a través de sus órganos en la proposición y formulación al tiempo que la dota con base jurídica para asegurar que no dependa de voluntades personales ni pueda ser utilizada discrecionalmente, que los ciudadanos afectados por ella participen en su planificación y ejecución, así como la existencia en su mecanismo operativo de transparencia en la información y rendición de cuentas.

Lograr este último nivel es una labor prometeica que pocos arriesgan, debido a que desde la racionalidad pragmática consideran que no retribuye a la mercadotecnia electoral ni sirve para afianzar al actor involucrado. Por el contrario, generalmente implica lidiar con altas tasas de volatilidad y conflicto social que cobran cuotas elevadas al capital político de éste. Para ello, se requiere, desde el punto de vista técnico, “un profundo cambio de los procesos de administración de recursos reales, la integración de la administración financiera al nuevo modelo y, fundamentalmente, modificaciones de los patrones esenciales actuales de la cultura organizacional (Máttar y Perrotti, 2014: 18). Proyectado al subsistema de lo cultural, Tomás Ejea Mendoza (2009: 18-19), una acción política se afirma para la “conservación y salvaguarda del patrimonio cultural; la extensión de los servicios y beneficios de la cultura a la población; así como el fomento y apoyo a la creación artística”. En consecuencia:

Analizar el campo de las políticas públicas culturales implica enfrentarse, en primer lugar, a un reto conceptual. Delimitar, aunque solo sea de forma operacional, el campo de la cultura y el de las políticas públicas que se pretende estudiar es enfrentarse con palabras que nacen y evolucionan en situaciones cambiantes relacionadas con el ejercicio del poder. Cada aplicación del término cultura (y del de política cultural) implica su redefinición, y el desgaste facilita su utilización poco rigurosa y a veces incluso demagógica (Barbieri, Partal y Merino citado en Olmos, Rubio y Conti, 2015: 582).

La crisis de legitimidad de las políticas culturales y su orientación instrumental –un ejemplo claro fueron los países fascistas o del bloque comunista, que en el siglo XX metamorfosearon al arte y la cultura en un verdadero instrumento de adoctrinamiento y educación de la población (Ejea Mendoza, 2008; Rodríguez y González, 2010)

han provocado que se replanteé la misión de las instituciones culturales, que hasta entonces se bosquejaba como un instrumento de la política cultural y no como entes completamente autónomos cuyas relaciones eran solamente de financiación. La política cultural, pensada desde el esquema de la gobernanza –administrando redes y no nodos aislados, gestionando negociaciones conflictivas y sistemas de coevaluación- contribuye a crear valor público. En este tanto, los movimientos sociales recurren al Estado para mantener las diversas identidades que componen la ciudadanía, mientras los conservadores insisten en lograr una unidad más integrada (Yúdice y Miller, 2004).

Atendiendo al llamado del foro, para comprehender el tema social en la agenda política con un enfoque de derechos humanos e interculturalidad, consideramos fundamental una torsión en lo cultural, para escindirlo de la gerencialización propia del modelo neoliberal –subordinando las expresiones culturales al turismo y objetualizandolas como hipertrofia de lo típico (García López, 2008). para consumo externo-, pero no para regresar a ser ornato nacionalista del estado autoritario –controlando las manifestaciones culturales como folclor de consumo interno al discurso patriótico, muchas de las veces fuertemente xenofóbico. Las tasas de marginación y la alta pobreza de las poblaciones periféricas –evidenciadas por el Observatorio de Salarios de la UIA-, que sitúan a más del 60% de la población por debajo de la línea de bienestar, se traduce en acceso asimétrico al derecho a vivir la cultura y, en consecuencia, a la reproducción de la desigualdad social en el campo del poder, tal como la han explicado Pierre Bourdieu, Loïc Wacquant y Jean Claude Passeron (Bourdieu y Wacquant, 2005 :114).

Veamos. En el corazón de la teoría de la dominación simbólica de Bourdieu está la noción de que la legitimación ideológica de la desigualdad opera por medio de una correspondencia que sólo tiene lugar entre sistemas. No requiere que los productores culturales se empeñen intencionalmente en enmascarar o en servir a los intereses de los dominantes. Las desigualdades de competencia cultural se exponen constantemente a sí mismas en el mercado de las interacciones diarias. La competencia efectivamente funciona de manera diferencial, y hay monopolios en el mercado de los bienes culturales, así como los hay en el mercado de los bienes económicos.

Transitar hacia un modelo de gobernanza cultural

Nos adscribimos a una la propuesta de la Premio Nobel de Economía, Elinor Ostrom: contra las panaceas idealistas de recetar mecánicamente el mismo sistema de gobierno, presuponiendo que los individuos son indefensos y egoístas por naturaleza que requieren para su organización y evitar la “tragedia de los comunes” de la intervención del Estado (propiedad pública) o del mercado (propiedad privada), ella apunta que la evidencia empírica demuestra que los individuos son capaces de autogestionar sus recursos (propiedad comunal) y generar reglas, apoyados en normas sociales o acuerdos entre participantes, para mitigar ineficiencias, maximizar rendimientos y disminuir conflictos. El modelo robusto de instituciones policéntricas ostromiano subraya la importancia del capital social como conjunto de redes de confianza interpersonal en sociedades humanas, redes que pueden ser impulsadas por normas de reciprocidad y ayuda mutua, que tienen una fuerte relación con la participación en las asociaciones de la comunidad. La valía de esta propuesta metodológica es el énfasis dado al contexto, lo que en teoría de sistemas fue llamado “interaccionismo”, comprender cómo las fluctuaciones de las partes constituyentes y las irritaciones desde el entorno de cada sistema socioecológico modifican la reproducción de las operaciones de éstos, dada su natural tendencia adaptativa.

Los gobiernos deben tutelar el arte y la cultura porque además de ser una necesidad del ser humano, contribuyen a cimentar la educación, construye identidad, dan sentido de comunidad, fortalecen la autoestima, crean lazos de solidaridad, alimentan el espíritu crítico y enriquecen la vida del hombre en lo individual y en lo colectivo. Pero tutelar no quiere decir dirigir. Los gobiernos deben otorgar los medios para su desarrollo y deben estimular las actividades, pero no deben imponer, ni usar las políticas culturales para la obtención de fines partidistas o personales:

Lo que hace falta es una cultura de la libertad. La autonomía del individuo, la idea de que él es partícipe de un pacto social instaurador de legalidad, el reconocimiento del valor de su dignidad y la vigencia de sus derechos, su opción moral a favor de la solidaridad ciudadana y del despliegue de su personalidad, todos estos rasgos que hemos visto aparecer como dimensiones constitutivas de su libertad, deben complementarse entre sí y hallar una forma de existencia en la realidad social. Deben volverse prácticas institucionales y generar además hábitos de conducta entre los individuos que forman parte de ellas. Los individuos, por su parte, conscientes de cuáles son los valores libertarios que inspiran a la sociedad, pueden apelar a ellos, a su fuerza vinculante, para combatir los rezagos de discriminación o las situaciones de inequidad que impidan el ejercicio de la libertad (Giusti, 2012: 619).

La consecuencia última de esta hipótesis de gobernanza policéntrica es operar una torsión, en la práctica, contra la aporía de los productores culturales, que son "dominantes en tanto poseedores del poder y de los privilegios conferidos a la posesión de capital cultural e incluso”, al menos para algunos de ellos, “la posesión de un volumen de capital cultural suficiente para ejercer un poder sobre el capital cultural. Pero son dominados en relación con los poseedores del poder político y económico" (Bourdieu y Wacquant, 2005: 271).

Con otras palabras, es vocación del Estado mitigar, por los medios legales, las condiciones de dependencia entre artistas y poder político-económico para acceder a los públicos y procesos de producción cultural. Ernesto Laclau, en su ya clásica La razón populista, nos advirtió que el concepto de “pueblo” es una catacresis, un término nominativo que no puede referirse a nada en concreto porque pierde su valor ritual, una sinécdoque que expresa la totalidad en su ambigüedad. Para salvar esta aporía, optamos por referir a comunidades, conjuntos demográficos específicos con estructuras de poder e infraestructuras materiales concretas.

En este concierto, una agenda seria de gobernabilidad cultural debe velar por el goce de los derechos culturales: la expresión, creación y difusión de obras en cualquier lengua, el derecho a formarse en el respeto por la identidad cultural, el derecho a la participación de la vida cultural, la libertad de expresión artística y cultural, el derecho a la defensa del pluralismo y plurilingüismo en los medios de comunicación, la igualdad de acceso a las expresiones artísticas y culturales, y el derecho a estar presentes en los medios de comunicación. La piedra arquimédica de esta antropodicea no será otra que el involucramiento de la sociedad en el seno del Estado, para así construir aceptación popular hacia los programas implementados y un alto grado de concientización sobre las múltiples formas de ejercer ciudadanía. Una perspectiva que priorice la capacitación más que la observación, devendrá en nuevos procesos de aprendizaje para la adquisición de conocimientos sobre planeación cultural, con el fin de fortalecer los procesos de creación que formen a los ciudadanos en una ética incluyente de respeto al otro, de cohabitabilidad en la diversidad.

En esta nueva ecuación, lo público se yergue como el espacio de los intereses colectivos y no como lo estatal o lo nacional. Además, se promueven los acuerdos políticos para un nuevo contrato social e intergeneracional, que incluya definición de responsabilidades, protección de derechos y sistemas de rendición de cuentas, teniendo presente el afianzamiento de una cultura de desarrollo colectivo basada en la tolerancia frente a la diferencia y la diversidad, con una visión estratégica de desarrollo de largo plazo y desde dentro, que promueva pactos entre actores (Máttar y Perrotti 2014, 52).

Para nosotros, una auténtica política cultural trata de apostar por el cuidado de sí y del otro a través de la recuperación y reapropiación del patrimonio cultural, histórico y paisajístico, involucrando a la ciudadanía desde la toma de decisiones, la adopción de reglas y su modificación, la distribución de beneficios, la ejecución y evaluación de proyectos (democracia participativa). Estamos convencidos del poder de la cultura para la paz y la convivencia en el proceso de reintegración del tejido social, con la reapropiación afectiva de los espacios públicos, la apertura de los organismos de vinculación y promoción artística a los ciudadanos, y la convivencia familiar acercando a las artes desde la primera infancia hasta los adultos jubilados y con programas incluyentes.

Haciendo de estos sitios (museos, bibliotecas, casas de la cultura, espacios arqueológicos, rutas temáticas, etc.) centros de experiencia cultural transversal abiertos, concientizadores, comunitarios, apuntamos, atendiendo a Teixeira Coelho, a “invitar a creadores y artistas a comprometerse con las ciudades y con los territorios, identificando problemas y conflictos de nuestra sociedad, mejorando la convivencia y la calidad de vida, ampliando la capacidad creativa y crítica de todos los ciudadanos y, muy especialmente, cooperando para contribuir a la resolución de los desafíos de las ciudades”. Coincidimos, pero en el plano de la práctica política administrativa, con Bourdieu cuando advierte que “una ciencia general de la economía de las prácticas que no se limite artificialmente a aquellas prácticas socialmente reconocidas como económicas debe empeñarse en comprender el capital, esa energía de la física social” (Bourdieu y Wacquant, 2005: 177) con sus diversas aristas y la arbitrariedad de su posesión y acumulación.

El papel de un gobierno progresista será crear instituciones para regular la acción colectiva, mismas que deberán facilitar el flujo de información y la apertura de espacios para la autoorganización. Ayudar a las jurisdicciones locales a resolver sus conflictos de interés de una forma que sea consistente con los estándares sociales de justicia y así incrementar las oportunidades para la adaptación y el aprendizaje ante el cambio y la incertidumbre. Es decir, un gobierno que estimule la organización desde abajo, barrial y vecinal, que fomente la patrimonialización comunitaria (Rufer, 2014: 114). Con una agenda que democratice el acceso y goce a los derechos culturales significativos, entendiendo por esto, creadores de relaciones comunitarias basadas en la afectividad (Maturana), para hacer frente al individualismo del self-made-man descripto por Buyng Chul Han, y su despliegue en el campo cultural con la “sociedad de la vivencia” (Schulze).

Así, es fundamental un enfoque sensible a la interculturalidad, un concepto en el debate internacional para apuntar el horizonte étnico y político al que deben dirigirse los esfuerzos de las democracias, una manifestación de voluntad encaminada a lograr las relaciones consideradas como positivas, en un plano de mutua influencia, para aprender la manera de vivir juntos, asegurar la participación plena de todas las culturas, para reconocer, sensibilizar (Cruz, Serrano y Zizumbo, 2013) e interiorizar valores como la diversidad, tolerancia, respeto y convivencia. La interculturalidad propone alcanzar un consenso sobre valores comunes que permitan a su vez vivir la diferencia cultural particular según una idea de la identidad cultural porosa y dialogante.

El mosaico pluriétnico, densamente histórico e intercultural del estado de Puebla se combina con regiones climatológico-paisajísticas y productivas diversas, proveyendo lo necesario para una agenda de políticas públicas con visión integral que puede oscilar entre la intervención urbana de los FAROS de la Ciudad de México y los ecosistemas culturales.

Propuesta de investigación-participación-acción: centros comunitarios de arte, cultura y oficios

Husserl enseñó que uno debe sumergirse en lo particular para encontrar en ello lo invariante. Proponemos regionalizar (diferenciadamente) la cultura mediante la refuncionalización de infraestructura existente para albergar a centros comunitarios de arte y cultura, que conjuguen clínicas de preparación artística, con vocación para detectar y potenciar talentos, y talleres de rescate de oficios, que guarden relación coherente con la vocación productiva local mientras proponen el aprovechamiento del tiempo de ocio, la capacitación para el empleo local y la apreciación social de la cultura material y el universo simbólico de la comunidad.

Un caso exitoso –por sus indicadores de asistentes y alumnos- es la Red de Fábricas de Artes y Oficios (Faros) –Oriente, Milpa Alta, Tláhuac, Indios Verdes y Aragón—, de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, nacido en 2009. Su objetivo es brindar una oferta seria de formación en disciplinas artísticas y artesanales a una población marginada física, económica y simbólicamente de los circuitos culturales convencionales. La oferta de estos espacios cuenta con ludotalleres y juegos exploratorios y de estimulación temprana, dinámicas de formación audiovisual con cineclub y exposiciones fotográficas, mercado de truques, pláticas de sensibilización social y jornadas de salud, sesiones de lectura en voz alta, enseñanza de lenguas indígenas y creación literaria, encuentros de gráfica, talleres de animación, activación física, danza, circo o plástica, agrupaciones corales, conciertos (lo mismo de música clásica que de rock y rap) y montajes teatrales. El gobierno capitalino actual ha arrancado un nuevo proyecto con similar vocación, los Puntos de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes (PILARES).

Pensando en contrapunteo desde este caso, los espacios comunitarios estarían llamados a suministrar a las personas en el nivel local un lienzo para escribir su propia narrativa, gestionar su pasado, leerse y re-interpretarse:

Estas producciones de historia en forma de memoria pública, si se analizan como un “campo etnográfico”, pueden revelar tensiones sociopolíticas del presente: reacomodamientos hegemónicos del Estado que usa al pasado y define “nuevas” memorias, pero tratando de imponer al mismo tiempo las fronteras de lo que entra y lo que queda fuera de “lo nuevo”; a su vez, esos reacomodamientos se entrelazan con interpretaciones y reclamos de sectores subalternos que “leen” los intentos hegemónicos. En esa lectura performativa les hacen decir “otra cosa”, o los contrastan presentando las continuidades históricas de la inequidad, la exclusión o los límites del ejercicio de la ciudadanía en la nación (Rufer, 2010: 32).

El fundamento sistémico de estos nodos de experiencia cultural integral es apostar a que los componentes de la comunidad cristalicen sus interacciones en una escala mayor que con otros elementos fuera del sistema, potenciando sus capacidades homeostáticas y reguladoras. Con este norte, los centros comunitarios deben estructurarse de modo tal que se encaminen a la formación de públicos, a la promoción cultural colectiva en dinámicas solidarias, a la realización de festivales temáticos, al rescate de bibliotecas públicas, donde se podría enseñar a las personas a traducir materiales literarios a sus lenguas nativas, por ejemplo, a la formación de archivos y museos comunitarios, dispuesto autogestivamente. Adicionalmente, pueden ser espacios para “hacer ciudadanía”, ofreciendo charlas y foros para enseñar a las personas a organizarse vecinalmente, emprender sustentablemente, movilizar y canalizar sus iniciativas y demandas colectivamente, resolver conflictos pacíficamente, así como para introducirlos a la comunicación asertiva mediante el debate y la discusión de sus necesidades e intereses.

Considerando la actual geografía económica del estado de Puebla, con el esquema de regionalización que el gobierno ha trazado para la ejecución de sus programas sociales, Secretaría de Bienestar mediante, sería necesario integrar un amplio equipo interdisciplinario, conformado por servidores gubernamentales y académicos, que llevara a cabo trabajo de campo en los núcleos principales de esas regiones socioeconómicas, combinando observación participante y entrevistas a profundidad con encuestas y foros, para asegurar el consenso, viabilidad, enfoque sociocultural y legitimidad social de cada centro comunitario. Se trata de una forma para evadir una política gubernamental y las recetas que Ostrom llama a evitar, buscando interpretaciones colectivas. Es un procedimiento más complicado porque se articulan voluntades de individuos “conscientes y políticamente significantes”, pero con resultados más prometedores, dado que “el uso del yo presupone un tú y el discurso se da en una situación compartida, el significado se da por la interlocución y el contexto” (Clifford, 1991; 61).

La evaluación y continuo mejoramiento se realizaría en acompañamiento entre la comunidad, consultores académicos y las autoridades gubernamentales competentes. Nuestra postura no convida con el concepto de las “industrias creativas”, cuanto menos su enfoque consumista, que asegura que la cultura circula satisfactoriamente basada en las dinámicas del precio, y, por tanto, lo que tiene éxito comercialmente se encuentra ipso facto a tono con el gusto popular y constituye una asignación eficiente, efectiva y justa de los recursos. Toda política pública está vertebrada por el ideal de mejoramiento cultural de la población, porque los mercados favorecen el placer por encima de la concientización, “en otras palabras, los mercados no logran fomentar y mantener la función del arte en la definición y el desarrollo de valores humanos y formas de expresión” (Miller, 2012: 21) más allá del consumo.

Para asegurar que proyectos culturales como éste lleguen a buen puerto, se considera fundamental diversificar los indicadores con que se evalúa la política cultural: al de porcentaje de asistentes –que actualmente es el único que se revisa-, sería atendible incorporar los señalados por el ICACE, especialmente las variables del subíndice de oferta cultural y de infraestructura cultural; los de la Guía de Evaluación de Políticas Culturales Locales de la Federación Española de Municipios y Provincias, enfáticamente las variables:

  • accesibilidad de la oferta,

  • transversalidad de estrategias,

  • involucramiento ciudadano en políticas públicas y

  • iniciativas relaciones con memoria e innovación en la construcción de identidad

o los de La Asistencia Técnica para la Elaboración de Diagnóstico y Metodología para diseñar indicadores culturales en países centroamericanos, de Alfonso Castellanos, como:

  • formación profesional y práctica social y

  • preservación, registro y creación.

Lo subrayamos: no es un programa asistencialista controlado por una autoridad central, sino que ésta dispone el capital económico y la circulación de información necesarios para que la comunidad ponga en acto la patrimonialización (Bustos Cara, 2004: 11) de su entorno socioecológico, maximice su capital cultural, aproveche su capital social –negociando voluntades individuales a la luz de los intereses colectivos, fomentando la cooperación- y se autoorganice empoderando la interacción de sus componentes.

Conclusiones

El reto de las políticas culturales con enfoque intercultural “es conseguir visibilizar y dar protagonismo a todas las opciones culturales, en un contexto donde tradicionalmente la homogeneidad ha sido el objetivo” (Olmos, Rubio y Conti, 2015: 595). Es necesario que, para mediar los antagonismos y encaminar un proyecto de política cultural tan ambicioso, se pongan en acto trabajo de campo etnográfico previo a la fase de planificación –principalmente mediante entrevistas a profundidad y observación participante- y grupos focales (Schumacher-González, 2018) que inicien a los miembros de la comunidad en una ciudadanía efectiva. Para ello, los cientistas sociales adquirimos un compromiso ineludible de acompañar “todo el desarrollo de elaboración e implementación de políticas, programas y acciones, elaborar recomendaciones y visibilizar sectores con serias dificultades para representar sus propios intereses” (Schapira, Abonizio y Pinto, 2008: 97).

No podemos pasar inadvertido que las políticas culturales operan en el sustrato de las identidades, juegan con la memoria, campo cultural lúdico en el que interactúan perenemente función y depósito, consciente e inconsciente, manifiesto y latente, unidad y alteridad, ausencia y presencia. La civilización construida por emisores y transistores culturales socialmente diferenciados con un impacto distribuido inequitativamente (como lo sugiere Guy Debord en La Sociedad del Espectáculo) se sostiene por la interpretación del pasado desde la heterogeneidad de los recuerdos estructurados por medios materiales, instituciones sociales relacionales y transmisiones simbólicas, por los encuadramientos de la memoria, es decir, los discursos organizados en el capital cultural que se entreteje en los espacios donde lo público se manifiesta: museos, bibliotecas, parques, plazas, escuelas, talleres, etc., de acuerdo con Pollak, en su clásico Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. Y dado que la cultura está estrechamente imbricada a la memoria social, y que el referente histórico de la memoria ya no es el acontecimiento vivido o transmitido, sino su representación, desplegar acciones políticas en esta arena es especialmente complicado, pero con altas expectativas de desarrollo regional.

El fracaso de la transición democrática, que más apropiadamente es tipificada por Lorenzo Meyer y Graciela Márquez (2010) como la alternancia de un Estado de partido fuerte a un Estado pluripartidista, se corrobora por la prevalencia del presidencialismo en la separación de poderes y su poder discrecional, la corrupción del edificio de la administración pública en todos sus niveles y en cada una de sus relaciones con los demás subsistemas sociales (iglesias, empresas, fuerzas del orden público y castrenses, organismos desconcentrados, etc.), la hegemonía corporativista que hace uso libidinoso de redes clientelares –baste leer acerca de La Estafa Maestra o la Operación Berlín- aparejado al asistencialismo de los programas sociales, así como la ausencia de una movilización social fuertemente organizada más allá de coyunturas electorales o circunscripciones discursivas y territoriales locales.

Los gobiernos neoliberales, al decir de Tomás Ejea (2009: 44), liberalizaron la política cultural para desahogar un grado la presión social y dar cabida a la disidencia en espacios controlados. Una auténtica transformación de la vida pública debe apostar a democratizar la vida cultural, descentralizar la administración organizacional y compartir el poder de decisión política, empoderando la autoorganización local mediante su involucramiento en las políticas públicas. Éstas, a su vez, deben estar articuladas desde un enfoque institucional intercultural y policéntrico, que rendirá a largo plazo mayores frutos, por su potencial autosustentable. Citando a Benjamin González, director del Faro de Oriente, hay que partir de las costumbres de la comunidad y este primer piso da pie para la incorporación de otras redes de comunicación y participación artística: “nosotros ponemos el piso y los contenidos empiezan a llegar” (2006).

Referencias

Bourdieu, Pierre y Loïc Wacquant (2005) Una invitación a la sociología reflexiva, Buenos Aires, Siglo XXI.

Bustos Cara, Roberto (2004) “Patrimonialización de valores territoriales. Turismo, sistemas productivos y desarrollo local”, Aportes y transferencias, 8 (2), pp. 11-24.

Canto, Manuel (2002) “Introducción a las Políticas Públicas”, en Manuel Canto y Oscar Castro (coords.), Participación ciudadana y Políticas Públicas en el Municipio, México, Movimiento Ciudadano por la Democracia.

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