Editorial
La reciente entrega de los resultados de las pruebas SIMCE, aplicadas en noviembre de 2022, nos recordó la situación vivida durante la pandemia -marcada por el confinamiento- y que casi habíamos olvidado, debido a lo ocupados que estamos, viviendo una cotidianeidad en la que se recuperaron las actividades presenciales y donde pareciera que la vida ha continuado igual que antes de las cuarentenas. Sin embargo, la disminución de puntajes que se evidencia en los resultados entregados demuestra que la suspensión de la vida escolar en los establecimientos educacionales y su reemplazo por clases on line afectaron negativamente el aprendizaje de los estudiantes, lo que nos lleva a reflexionar en torno a una pregunta esencial para la educación: ¿cómo se aprende? ¿Mediante la entrega de contenidos y su respectiva ejercitación? ¿Gracias a los profesores que presentan y explican esos contenidos? ¿Gracias a los compañeros con quienes se establece una relación que rodea al aprendizaje? ¿Gracias a ambos factores?
Una respuesta iluminadora para la pregunta recién formulada está en la siguiente afirmación: la escuela es más que un espacio donde se entregan saberes, es una institución socializadora, lo que significa que prepara a los niños para su futura vida social y ciudadana, a través de formas de enseñar y de aprender que implican interacción. Interaccionar se traduce en múltiples formas de relacionarse que limitan el yo y abren el espacio personal a la presencia del otro: si quiero hablar, debo pedir el turno y esperar a que me lo den para poder expresarme; si el libro de texto dice: “Conversa con tus compañeros sobre…”, debemos reunirnos en pequeños grupos y dialogar para llegar a una respuesta en común; si no sé cómo resolver un ejercicio, el ver a un compañero que lo resuelve aclara el procedimiento. Un importante teórico de la educación, Jerome Bruner, habla de la escuela como “una subcomunidad en interacción”, refrendando la idea de que el aprendizaje significativo ocurre cuando se comparte la construcción del conocimiento, que es justamente lo que ocurría de forma normal en las escuelas.
Así, a través de muchos elementos de la relación educativa -que perdimos durante la pandemia- hemos recuperado la importancia del aprendizaje en el espacio áulico. Nos dimos cuenta de que no basta con que el profesor diga desde una pantalla plana qué páginas de texto hay que trabajar; hace falta la mirada guía del profesor, el ver quién levanta la mano para responder y el trabajo conjunto con compañeros para que ese aprendizaje se logre. Se suma a este ambiente de aprendizaje el surgimiento de amistades y de afinidades personales, con lo cual la escuela cumple el rol fundamental que le corresponde como institución encargada de llevar a cabo la socialización secundaria de los infantes, esto es, un espacio más amplio que la familia, donde se educa y se enseña la interacción, sin perder de vista la protección y la educación emocional.
Las clases virtuales fueron una solución de emergencia que permitió continuar los procesos educativos, pero no una forma óptima. La medición realizada por el SIMCE mostró una baja en los puntajes, puntajes que son una representación de lo que ocurrió en la realidad: los estudiantes aprendieron menos. ¿Qué significa “aprender menos”? Significa aprendizajes de peor calidad, es decir, menos construcción de conocimiento, falta de oportunidad para generar estrategias cognitivas, desmotivación, dificultades para desarrollar tareas junto a otros, escaso acceso a objetos culturales diferentes a los recreados por los medios de comunicación, por nombrar algunos elementos que los docentes han percibido en sus estudiantes al momento del regreso a clases presenciales. En síntesis, pérdida de lo ganado, como lo indican los puntos de menos del SIMCE 2022 con respecto a los años anteriores.
El último aspecto que abordo en esta reflexión es el valor del SIMCE como instrumento de medición de la calidad educativa, que es su propósito esencial. Dado que desde hace un tiempo es una evaluación cuestionada en el debate nacional, estimo que los cuestionamientos apuntan especialmente a los efectos que tiene su aplicación en las escuelas más que al instrumento en sí. En este sentido, creo que esta aplicación tiene un valor particular en el escenario educativo actual: nos permitió dimensionar -a través de cifras- los efectos de las cuarentenas y de las suspensiones de clases presenciales en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Con esto quiero decir que mostró de manera visible y cuantificable una percepción que sosteníamos quienes nos vinculamos con la educación, una sensación difusa de que con la pandemia “algo” de la educación como la concebíamos se había perdido. Ahora lo sabemos: con relación a la aplicación de 2018, los resultados actuales presentan una baja de 10 y de 12 puntos en Matemática y de 4 y 6 puntos en la prueba de Lectura (4° básico y II medio, respectivamente). Evidencia contundente, que se ve agravada por el análisis de niveles de desempeño, pues en ambas pruebas el grupo de estudiantes que se ubica en nivel “insuficiente” aumentó, mientras que disminuyó el grupo en nivel “adecuado”.
Estos resultados plantean un desafío ineludible y una gran tarea para los educadores: recuperar aprendizajes y avanzar hacia mejores niveles de desempeño de nuestros estudiantes. Pero el desafío va más allá, pues no es menos importante recuperar lo perdido en otros ámbitos: generar autonomía en los estudiantes, fomentar las amistades, instalar el currículo lo más completo posible en la práctica educativa y, por último, acercar a niños y a jóvenes al texto escrito (ojalá impreso), recuperando su valor como fuente de conocimiento y reservorio de cultura. Pues otro efecto (uno de los tantos) que nos dejó la pandemia es el cansancio de las pantallas y la necesidad de vincularse experiencialmente con la realidad y con los demás.