Uno, paseos por los bosques narrativos (un lugar para la ficción)
Resumen: El presente artículo propone un acercamiento a la poesía de Jorge Luis Borges y analiza, de manera privilegiada, la figura de la moneda dentro de su obra poética, en particular en los poemas “A una moneda”, “La moneda de hierro”, los apartados “Quince monedas” y “Unas monedas” contenidos en Obra poética (1923-1972) (1977). La finalidad del estudio es poner de relieve, por un lado, el papel simbólico de la moneda dentro de la economía lírica del autor y, por el otro, su anclaje filosófico, ya que el autor la elige como una de las metáforas privilegiadas para representar su idea de ambivalencia y dicotomía como sustancia de la realidad.
Palabras clave: Jorge Luis Borges, poesía, moneda, dicotomía, dicotomía, ambivalencia.
Abstract: The following article proposes an approach to the poetry of Jorge Luis Borges and analyzes, in a privileged way, the figure of the coin within his poetic work, particularly in the poems “A una Moneda”, “La Moneda de Hierro”, the sections “Quince monedas” and “Unas monedas” belonging to the volume Obra poética (1923-1972) (1977). The purpose of this study is to highlight, on the one hand, the symbolic role of the coin within the author's lyrical economy and, on the other hand, its philosophical anchorage since the author chooses it as one of the privileged metaphors to represent his idea of dichotomy and ambivalence as substance of reality.
Keywords: Jorge Luis Borges, poetry, coin, dichotomy, ambivalence.
Introducción
La esencia dual de la realidad constituye uno de los temas cabales de la indagación ontológica que Jorge Luis Borges desarrolla a lo largo de su vida, con lo cual el oxímoron resulta un elemento estructural y temático imprescindible en la extensa labor literaria del maestro argentino. En este sentido, por su polisemia, la moneda es la que mejor encarna la simultaneidad de los contrarios, resultando una figura vectora en los textos de Borges. Se trata de una presencia tan tenaz de un cabo al otro de la obra poética y narrativa del argentino, que hasta encabeza un volumen entero de poemas, La moneda de hierro (1976).
Más que despojar la moneda de sus atributos simbólicos tradicionales, como afirma Iván Almeida (2002:58), Borges le va añadiendo otras significaciones, dando lugar a una semiótica infinitamente más rica que la que podría prometer la moneda concebida simplemente como objeto de cambio. La dimensión comercial del dinero, por lo tanto, no se toma en consideración de manera exclusiva, sino que se ensancha llevando al poeta argentino hasta la elaboración de un personal modelo poemático que es la “moneda lírica”.
El presente trabajo propone una aproximación al uso que Borges hace de la moneda en su obra poética, sin tener la pretensión de analizar por completo su presencia en toda la producción literaria del argentino. Dentro de su obra poética, objeto privilegiado de atención serán sobre todo los poemas “A una moneda”, “La moneda de hierro”, los apartados “Quince monedas” y “Unas monedas”.
Una memoria textual
Antes de empezar este análisis, es menester hacer un rápido recorrido por la memoria textual que la presencia de la moneda marca dentro de la producción literaria de Borges. “El Zahir” (El Aleph, 1949) es el primer cuento donde la moneda figura como protagonista, y está asociada a la figura del oxímoron: en cierta medida es el oxímoron lo que da nacimiento al Zahir y, en cierta forma, le transmitirá en herencia sus propios atributos (Borges, 2004:589-595). En “El disco” (El libro de arena, 1975), en cambio, un extraño viandante posee una moneda que tiene una sola cara visible (Borges, 2003a:66-67).
Con respecto a su labor poética, ya en el poema “Cambridge” (Elogio de la sombra, 1969), Borges imagina todas las cosas del universo como el anverso de una moneda que no tiene reverso: “Como en los sueños/ detrás de las altas puertas no hay nada,/ ni siquiera el vacío./ Como en los sueños,/ Detrás del rostro que nos mira no hay nadie./ Anverso sin reverso,/ moneda de una sola cara, las cosas” (Borges, 2002:359).
Sin embargo, después de reconocer en la bifrontalidad una de las características esenciales de la moneda, Borges se aplica a declinarla según esquemas y recursos totalmente inéditos. En “A quien ya no es joven” (El otro el mismo, 1964) se lee: “ya puedes ver el trágico escenario […] y la moneda para Belisario” (Borges, 2002:273); mientras que en la poesía “Laberinto” (Elogio de la sombra, 1969) se lee: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ y el alcázar abarca el universo/ Y no tiene ni anverso ni reverso/ ni externo muro ni secreto centro” (Borges, 2002:364). “Las cosas” (Elogio de la sombra 1969) se abre con un verso donde se lee: “El bastón, las monedas, el llavero” (Borges, 2002:370). Islandia, en el poema homónimo (Historia de la noche, 1977), se describe como una “isla del agua llena de monedas/ y de no saciada esperanza” (Borges, 2003a:179), y en “Milonga de Manuel Flores” (Para las seis cuerdas, 1965) el hecho de que el protagonista vaya a morir resulta ser “moneda corriente” (Borges, 2002:348). Además, en el final de La moneda de hierro aparece incluso una nota acerca del poema “La suerte de la espada”, donde se lee que “Esta composición es el deliberado reverso de “Juan Muraña” y del “Encuentro”, que datan de 1970” (Borges, 2003a:142). Y la única vez que da a uno de sus poemas el título redundante de “Poema” (La cifra), nombra respectivamente sus dos partes anverso y reverso (Borges, 2003a:317).
Lo posible puro
La primera aparición significativa de la moneda en la producción poética borgeana es el poema “A una moneda”, contenido en el volumen El otro, El mismo (1964). El componimiento se configura como un monólogo en el cual el sujeto poético compara su destino “hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes” (Borges, 2002:313) al de una moneda que arroja al mar. La moneda en cuestión está desprovista de todos los atributos que le confieren un valor de cambio, se trata de un “disco de metal”, de una “cosa de luz” (Borges, 2002:313), pero ciega, la cual al contacto con las aguas asume sobre sí un destino: representar todas las posibilidades del pasado que no fueron, y todas las potencialidades del futuro que podrán acontecer.
La composición se cierra con una invectiva que el sujeto dirige a la moneda: “A veces he sentido remordimiento/ y otras envidia, / de ti que estás, como nosotros, en el tiempo y su laberinto/ y que no lo sabes” (Borges, 2002:313). La moneda no tiene conciencia de la dureza de la condición del ser, cuya condena es la de estar sometido irrevocablemente al fluir del tiempo. En ese objeto, intuye la voz poética, hay dos series infinitas y paralelas: a cada instante de su vida corresponderá otro de “la ciega moneda”. Sin embargo, mientras que en un sueño o en su vigilia nunca podrá liberarse de la conciencia del tiempo y su laberinto, siente que el viaje de la moneda es ajeno a esa conciencia. Acaso, sugiere Zunilda Gertel, hay una forma no sólo de libertad, sino también de plenitud, en esa ignorancia.
En este caso, el poeta se aprovecha de la potencialidad simbólica del dinero no gastado para hacer de la moneda el símbolo de lo que todavía no se ha cumplido y, por lo tanto, de lo posible puro: se convierte en la otra cara de la Historia, la otra posibilidad, lo que hubiera podido pasar y no ha pasado ni pasará nunca y, también, lo que todavía no ha sido, pero podrá ser. Este aspecto encuentra su explicitación en el cuento “El Zahir”, donde se lee que “cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro” (Borges, 2004: 591).
La moneda, según Cervera Salinas (1992:169), constituye en este caso un pretexto simbólico para configurar líricamente la noción de la casualidad como serie infinita de prolongaciones paralelas.
El lenguaje amonedado
Uno de los verbos predilectos de Borges es el inusual “amonedar”, que contiene la imagen de convertir algo en moneda. Para el argentino, es el verbo que corresponde a la actividad demiúrgica por la que el lenguaje crea sus ficciones. Entre las cosas por las que da gracias en “Otro poema de los dones”, por ejemplo, se hace referencia a “las místicas monedas de Ángel Silesio” (p. 267), nombre que el pensador alemán había atribuido a sus dísticos. Así en el poema “De la diversa Andalucía” (Los conjurados) se lee: “Lucano que amoneda el verso y aquel otro la sentencia” (Borges, 2003a:487), mientras que en “Un sajón” (El otro, el mismo) se dice que “Woden […] amonedaba laboriosos nombres” (Borges, 2002:261). En “El espejo y la máscara”, se afirma que “las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras” (Borges, 2003a:45), y en Atlas aparece la advertencia de que “todo el hombre memorable corre el albur de ser amonedado en anécdotas” (Borges, 2003a:442). En “Las ruinas circulares” se afirma que modelar los sueños resulta “mucho más arduo (…) que amonedar el viento sin cara” (Borges, 2004:452).
Para Borges el destino de la moneda está asociado, por lo tanto, al de la palabra poética. El poema y la moneda no son para él símbolos formales, sino ante todo realidades opacas que se añaden al mundo. Ese paralelismo los convierte, paradójicamente, en sinónimos, con lo cual se justifica el hecho de que Borges llame “monedas” a sus poemas cortos.1 Éstos constituyen el apartado identificado bajo el título de “Quince monedas” (Borges, 2003a:90-92), que pertenece al poemario La rosa profunda (1975).
Como señala el mismo título, estas composiciones se caracterizan por su brevedad: se trata de poemas sometidos al dictamen de la más absoluta economía lingüística, de tal manera que con el menor número de referencias el objeto resulta perfectamente dibujado. Constituyen, por consiguiente, un medio lírico basado en la sugerencia, en la omisión de elementos circunstantes y, al mismo tiempo, como sugiere Cervera Salinas, en la máxima claridad (1992:170). En el poema “Génesis, IV, 8” (Borges, 2003a:91), por ejemplo, se condensa en seis versos, y de manera muy clara, el primer asesinato de la tradición histórica del hombre, el de Abel por parte de su hermano Caín. El nivel de sugerencia de este poema está muy bien logrado: “el primer desierto” que se menciona al principio enseguida coloca al lector en el origen primigenio del mundo, así como el cuarto verso, “Hubo por primera vez muerte”, condensa el objeto de todo el poema. El yo poético aparece en el último verso de manera completamente inesperada: “ya no recuerdo si fui Abel o Caín”, e insinúa la duda acerca de su identidad, lo que remite al hecho de que sea una categoría variable. De la misma manera que las monedas, no está sujeto al fluir del tiempo y a la corrupción que conlleva.
La moneda destaca también por ser bicéfala, ya que se compone de dos caras diferentes, que suponen la inferencia de la dualidad en el objeto-uno. Esa característica de la moneda es abordada por Borges como una matriz de paradoja y, al mismo tiempo, de excepcionalidad, ya que la convierte en un objeto capaz de contener y encarnar en su ser el oxímoron que según el poeta constituye la sustancia ontológica del universo. Por lo tanto, cara y cruz de la moneda en su elemento lírico correspondiente suponen la remisión implícita a una doble realidad que en el texto ha sido articulada en su presentación unitaria. De aquí que las monedas-poemas resulten ser la unificación verbal de la cara y el envés y, por ello, su sentido es siempre dual (Cervera Salinas, 1992:170).2
Estos cortos poemas a menudo resultan muy herméticos, enigmáticos en su significado, casi como si fueran monedas extranjeras de las que no se conoce el origen, el país de pertenencia, y lo que queda por hacer es solamente mirarlas. Resulta evidente, sin embargo, el movimiento circular al que están sometidas porque dialogan entre ellas, al tratar muchas el mismo tema. Paralelamente, lo que se produce es también un movimiento radial, porque la relación se extiende también a los otros componimientos de su obra. Lo que parece valorar la hipótesis adelantada por Cervera Salinas (1992:164), según la cual estas breves poesías representan una variación sobre el gran tema poético borgeano: la reflexión ontológica de índole universal hecha materia en el verso. Nótese que, además, pertenecen a la última fase de su creación lírica, caracterizada por la transformación perspectivista de concepciones poéticas ya consolidadas.
En el poema “El desierto” (Borges, 2003a:90), por ejemplo, posiblemente el poeta junte dos acontecimientos tan lejanos entre sí y diferentes, como la segunda guerra púnica y la batalla de Tannenberg, para subrayar la idea de que no existe una sucesión temporal, sino más bien una contemporaneidad en el instante, donde todo confluye. “Estancia El Retiro” continúa la reflexión sobre el tiempo, recurriendo a la metáfora del juego de ajedrez, muy frecuente en la obra de Borges: “El tiempo juega un ajedrez sin piezas/ En el patio […]” (Borges, 2003a:91). Además, es imposible no ver la relación que se establece con la teoría filosófica elaborada por Heráclito, personaje que Borges tiene en gran consideración, y al cual dedica más de un poema. A manera de ejemplo, entre todas se señala “Heráclito” (La moneda de hierro, 1976), donde se resume la historia del pensador griego que ante un río “se mira en el espejo fugitivo […] su voz declara: Nadie baja dos veces a las aguas/ del mismo río. Se detiene. Siente/ con el asombro de un horror sagrado/ que él también es un río y una fuga./ Quiere recuperar esa mañana/ y su noche y la víspera. No puede” (Borges 2003a:160). La filosofía heraclítea, de que a partir de un origen todo fluye y nada queda igual, vuelve también en la moneda titulada “Macbeth”, donde se expresa la íntima relación entre el tiempo y el actuar humano: “Nuestros actos prosiguen su camino/ Que no conoce término” (Borges, 2003a:92). “Eternidades” concluye la reflexión sobre el tiempo de las quince monedas, llevando la voz poética a la afirmación de que “Sólo perduran en el tiempo las cosas/ Que no fueron del tiempo” (Borges, 2003a: 92). El tiempo es una fuerza lenta pero inexorable, que todo gasta, excepto lo que no le pertenece; de este modo, lo que deja intuir este poema es que la eternidad ya no es otro aspecto del tiempo, sino que constituye más bien otra dimensión, del no-tiempo. Es más, ya no se habla de eternidad sino de eternidades, como si la ausencia de tiempo y de su poder de corrupción se concretizara en objetos, en monedas. De este modo, “el repetido remo de Jasón”, así como “la joven espada de Sigurd” (Borges, 2003a:92), son metonimias de la eternidad, es más, resultan fijadas en las monedas.
En “Llueve” la dualidad de la moneda se hace evidente porque este poema formalmente se compone sólo de dos versos, los cuales se pueden leer incluso del principio al final, o bien del final al principio: “En qué ayer, en qué patios de Cartago, / cae también esta lluvia?” (Borges, 2003a:90). Su contenido, además, remite a la forma circular de la moneda porque hace referencia a la ciclicidad del tiempo y el espacio. Dialoga con el poema “La lluvia” (El Hacedor, 1960), donde se adelanta la idea de que: “la lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado./ Quien la oye caer ha recobrado/ el tiempo en que la suerte venturosa/ le reveló una flor llamada rosa/ y el curioso color del colorado” (Borges, 2002:199).
En “Miguel de Cervantes” vuelve otra constante de la poética del autor: el tema del sueño, y más, la concepción de la obra literaria como algo soñado, no fruto del esfuerzo del escritor, sino producto de un sueño: “Crueles estrellas y propicias estrellas/ Presidieron la noche de mi génesis; / Debo a las últimas la cárcel/ En que soñé el Quijote” (Borges, 2003a:91). La reflexión sobre el sueño como raíz de la creación poética y literaria se da también en “E. A. P.” (Borges, 2003a:92). La referencia que se hace en el primer verso al pozo y el péndulo deja entender que las letras del título son las iniciales del nombre del escritor estadounidense Edgar Allan Poe. Pertenece a él la voz poética que atribuye sus historias al sueño, definiéndolas como sueños que ha soñado.
“Asterión”: una moneda laberíntica.
Digna de mayor atención resulta la moneda titulada “Asterión” (Borges, 2003a:90), la más representativa y paradigmática de las quince monedas, desde el punto de vista tanto formal como del contenido.
Al poseer cuerpo de hombre y cabeza de toro, Asterión encarna la dualidad constitutiva de la realidad, la cual, sin embargo, se unifica en la palabra poética, aunque sin perder su ambivalencia ontológica de fondo.
Este breve poema no es sino el monólogo del minotauro presentado mediante cinco reflexiones independientes (en los seis versos del poema) a cuyo contenido es preciso remitir la designación y el trazado del personaje. El poema cumple así, como nota Cervera Salinas, el sentido simbólico de la “moneda”, ya que en él queda sellada una figura inalterable, constreñido a la brevedad “objetiva” del poema.
En el tercer verso y, por lo tanto, en el medio de la composición, se sitúa la reflexión más importante de la voz poética, porque se lee: “En mí se anudan los caminos de piedra” (Borges, 2003a:90). Esto supone la variación del tema recurrente del “laberinto”, piedra de toque de la poética borgeana, que constituye el envés, el reverso de la moneda.
En este breve poema coexisten dos entidades opuestas: la moneda, personificada en el minotauro, caracterizada por su dualidad, y el laberinto, cuya peculiaridad es el infinito. Es posible, sin embargo, destacar el vínculo que descansa entre estos dos elementos en apariencia inconciliables.
El laberinto está constituido por una serie de caminos que andan y se entrecruzan sin cesar, lo que lo hace símbolo del infinito; pero tampoco la dualidad y polaridad de la moneda consigue resolverse jamás; es decir, siempre habrá una cara y un envés, ʻad infinitumʼ. Es más, al definirse Asterión a sí mismo como el centro del laberinto, lo que se quiere comunicar es que todos los caminos no llevan a una salida, sino a una dualidad sin posibilidad de resolución.
El laberinto también encierra en sí una paradoja irresoluble. En su geometría, en la introducción del orden en el desorden, pone de relieve el hecho de ser el producto de una regla, que no perjudica el misterio final, sino que más bien lo exalta a través de esta presunción reguladora (Canfield, 1999:69). El laberinto como la moneda se presenta, por consiguiente, como un oxímoron que concilia caos y orden.
Otra cuestión que la composición saca a la luz es un aspecto crucial de toda poética, y en particular de la borgeana; es decir, la necesaria solidaridad, en términos artísticos, entre la estructura formal y el contenido. En este poema se logra perfectamente esta unión anhelada: el minotauro, ser dual por antonomasia, es simultáneamente emisor del discurso sobre la infinita polaridad y personificación del objeto considerado. Al mismo tiempo, la elección de la moneda lírica como forma poética, que presenta dos caras, precisamente como su emisor dos partes, remite perfectamente al objeto expresado.
Se nota, además, que al estar construido en cinco frases separadas por el punto, este poema se puede leer en dos direcciones: de arriba hacia abajo y también de abajo para arriba, con lo cual me atrevería a definirlo como un “poema palíndromo”. Empezando por el principio: “El año me tributa mi pasto de hombres/ Y en la cisterna hay agua./ En mí se anudan los caminos de piedra./ ¿De qué puedo quejarme?/ En los atardeceres/ Me pesa un poco la cabeza de toro”. O también del final: “Me pesa un poco la cabeza de toro/ En los atardeceres./ ¿De qué puedo quejarme?/ En mí se anudan los caminos de piedra./ En la cisterna hay agua y/ El año me tributa mi pasto de hombres” (Borges, 2003a:90). La misma estructura formal de la composición, por lo tanto, pone en escena la polaridad inacabable en la que se centra todo el discurso poético. Se podría utilizar el esquema siguiente como resumen de lo dicho:
Moneda↔Minotauro = dualidad→∞
Entre la moneda y el minotauro se establece una relación biunívoca, generada por la perfecta correspondencia entre significante y significado. Dicha relación, a su vez, expresa la dualidad poética y ontológica que encuentra su resolución en el infinito; es decir, en una inacabable repetición.
Al presentar siempre un sujeto poético que habla en primera persona, estas monedas líricas se configuran como quince voces diferentes, cada una adelantando una reflexión. Quince piedrecitas que configuran un único mosaico. Quince puertas que se abren sobre espacios y tiempos diferentes.
Todas, además, remiten a un tiempo pasado, pero sugieren que todavía siguen en el presente, viajan a través de la historia de la literatura como hacen las monedas a través del tiempo y del espacio. Después de ser acuñadas, las monedas circulan de mano a mano, y cada una acumula experiencias en sí, cosas vistas y oídas, con lo cual acaso cada poema se configura como un intento de dar voz a las monedas.
Cabe preguntarse también si en este caso el originario valor de cambio de las monedas juega un papel fundamental. No se olvide que estos poemas pertenecen al poemario La rosa profunda, con lo cual podrían simbolizar el tributo para acceder a la profundidad de la rosa, pero ¿en qué consiste esta profundidad? La clave posiblemente la brinde “The Unending Rose”, el último texto del poemario. El poema se concluye de este modo: “Soy ciego y nada sé, pero preveo/ que son más los caminos. Cada cosa/ es infinitas cosas. Eres música/ firmamentos, palacios, ríos, ángeles, / Rosa profunda, ilimitada, íntima, / que el Señor mostrará a mis ojos muertos” (Borges, 2003a:116).
La modalidad expresiva de la moneda lírica por un lado vehicula un contenido mucho más amplio, que por lo tanto resulta sugerido, desbordando de la brevedad de la forma. Por otro lado, pone en escena la dualidad como rasgo ínsito. La economía radiante de sus versos hace de estos poemas breves un ejemplo muy bien logrado de perfecta síntesis de la absoluta concisión del estilo y abrumadora amplitud de la sugerencia. Estos poemas, por lo tanto, reflejan la intención de Borges, que, según afirma Zunilda Gertel, postula la necesidad recíproca de signo y referente, vinculados en una simbiosis indisoluble (1967:82).
“Mateo, XXVII, 9”: la moneda de Judas
Jorge Luis Borges dedica a la moneda incluso un poemario completo, titulado precisamente La moneda de hierro (1976). También aquí, como en La rosa profunda, hay un apartado titulado “Unas monedas” (Borges, 2003a:150), donde aparecen otras tres monedas líricas de cuatro versos libres. Las dos primeras están dedicadas a dos pasajes de la Biblia: el Génesis y el Evangelio de Mateo, mientras que la tercera tiene como objeto a un soldado de Oribe. Voy a fijarme, en particular, en la segunda moneda lírica, único componimiento donde aparece la palabra moneda de manera explícita.
En “Mateo, XXVII, 9”, la referencia en esta ocasión es una cita del Evangelio de San Mateo alusiva a la figura de Judas: “Entonces se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías, que dice: “Y tomaron los treinta siclos, tasa del que fue puesto a precio, del que pusieron a precio los hijos de Israel” (Borges, 2003a:150). A partir del versículo bíblico, Borges subvierte la perspectiva tradicional, de la misma manera que en el poema “Asterión”, creando un monólogo dramático del propio Judas como verbalización de su pensamiento en el momento revelador de su destino. La voz conoce súbita e instantáneamente, tras el contacto de su mano con la primera moneda, su traición fatal. Hay una gran fuerza e intensidad de sugerencia en el hermoso contraste entre la levedad del siclo y la pesadumbre espiritual de tan arduo cometido. Lo que aflora es el arrepentimiento del personaje y el sentido de vacío que las monedas no contribuyen a llenar, sino más bien a aumentar: “La moneda cayó en mi hueca mano. / No pude soportarla, aunque era leve, / y la dejé caer. Todo fue en vano. / El otro dijo: Aún faltan veintinueve” (Borges, 2003a:150). Se revela toda su angustia sin innecesarias manifestaciones externas ni signos evidentes u ostensibles de tal estado pasional, de manera que, parafraseando a Cervera Salinas (1992:174), cualquier tentativo expresionista queda marginado por el autor en beneficio de la depuración verbal.
Al brindar el punto de vista del culpable (y no de la víctima), este poema enseña la otra cara de la moneda, el reverso oscuro de la versión transmitida. Al mismo tiempo, el último verso añade otro rasgo al poema, el de simbolizar la primera moneda que Judas recibe: otra vez en la palabra poética se logra de manera perfecta la unión de forma y contenido, que Borges siempre anhela en sus creaciones literarias.
Digna de nota es la teoría adelantada por Cervera Salinas, según el cual la “moneda” como modalidad poemática peculiar contiene en esta ocasión el motivo de la moneda-símbolo, dado que la referencia aludida es, precisamente, un episodio en que las monedas funcionan como elemento plenamente significativo: Judas recibiendo las monedas que “contienen” y, por lo tanto, “son” su traición. Pues, “la moneda textual comporta, como ‘motivo’ poético, el sentido polisémico que tal objeto posee y, consecuentemente, es factible defender las cualidades “meta-poéticas” del texto” (Cervera Salinas, 1992:175).
Hay que recurrir, según el crítico, a la entidad simbólica del objeto para desvelar su singularidad. Sabemos que la moneda simboliza, por su relieve troquelado, la imagen del alma, ya que el alma es impresión de la marca divina en el hombre, y en tal sentido fue utilizada la “moneda literaria” por el místico alemán Angelus Silesius. En este sentido, pues, es factible entender los poemas del argentino titulados “monedas”: expresiones verbales de una imagen espiritual que el texto, como el objeto numismático, materializa y perfila siluetas lingüísticas de referencias que siempre es necesario trascender hermenéuticamente, pero que se “cifran” en la palabra poética.
Hacia la infinita dualidad
Cierra el círculo el último texto del volumen La moneda de hierro, epónimo, que se configura como el intento de contemplación simultáneo de las dos caras opuestas de la moneda.
La voz poética, esta vez completamente escondida y anónima, obra como una voz oracular que interroga el disco de metal como si fuera una esfera mágica capaz de contestar a las preguntas más profundas del hombre. La moneda de hierro se reviste de una significación más, presentándose ya no como un instrumento de cambio, sino de adivinación. Hay que arrojarla dos veces para encontrar, en cada una de sus caras, la respuesta a una ineludible pregunta: “Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos/ Las dos contrarias caras que serán la respuesta/ De la terca demanda que nadie no se ha hecho:/ ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?” (Borges, 2003a:160).
En la mitad de la poesía vuelve la imagen del laberinto, clave de la poética de Borges: “En este laberinto puro está tu reflejo” (Borges, 2003a:160), lo que parece configurar la idea de la moneda como algo cuyo reflejo actúa como una brújula, permitiendo orientarse en el enredo del laberinto del ser.
A pesar de la consistencia del hierro, cada una de las caras de la moneda arrojada es el espejo del que la mira, pero con esos espejos ocurre que en lugar de reflejar el rostro del que está mirando, añaden, a guisa de reflejo, algo nuevo. De este modo, el anverso de la moneda devuelve el primer reflejo del rostro que se mira, que corresponde a la cosmogonía bíblica en el momento idílico de la creación: “Miremos (…) / Dios en cada criatura” (Borges, 2003a:160). El reverso de la moneda también devuelve el rostro del que mira, pero esta vez, en posición de fondo de espejo; es decir, de sombra, de ceguera, de nada: “Arrojemos de nuevo la moneda de hierro/ Que es también un espejo mágico. Su reverso/ Es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres. / De hierro las dos caras labran un solo eco” (Borges, 2003a:160).
La moneda se ofrece aquí como espejo universal: las dos caras, juntas, forman un único eco de hierro capaz de acoger y devolver los dos aspectos del ser, el todo y la nada. El simple mirar una moneda enseguida hace al hombre consciente de la esencia de su ser y de todo el mundo. La moneda, por lo tanto, se convierte aquí no sólo en el prototipo de todas las monedas, sino también en el paradigma de la identidad dual del universo, asunto tópico de la poética borgeana.
Todo el poema, además, es una magnífica expresión de la polaridad esencial también desde el punto de vista formal: las dos caras de la moneda estructuran numéricamente el texto. Lo construyen veinte versos alejandrinos, por lo tanto, constituidos por catorce sílabas, ambos números múltiplos de dos. De acuerdo con Cervera Salinas (1992:171), la cara de la moneda se revela en los primeros diez versos, su cruz en los restantes. El comienzo y el final son, respectivamente, el planteamiento de la pregunta sobre la unidad de la moneda y la respuesta como símbolo de la unidad del ser. A su vez, los dos versos finales actúan a modo de síntesis de todo el poema, recurriendo a dos elementos polares: la sombra (oscuridad) y el cristal (luz). Ambos se complementan como la moneda, y ésta se complementa como el ser en su infatigable búsqueda del otro como reflejo de sí mismo, con lo cual a la pregunta primera del verso cuarto se responde en los dos versos finales: “¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera? […] En la sombra del otro buscamos nuestra propia sombra;/ En el cristal del otro, nuestro cristal recíproco” (Borges, 2003a:160).
Es posible dar un paso más. La moneda que sirve aquí de modelo a la paradójica ficción es probablemente una de esas monedas japonesas o chinas que, además de ser de hierro, se caracteriza por tener un agujero en el centro. Por ello improvisadamente se descubre que es un anillo (una sortija) cuyo centro, es decir cuyo vacío, es Dios: “Dios es el inasible centro de la sortija/ No exalta ni condena. Hace algo más: olvida” (Borges, 2003a:160). De este modo la especularidad de la moneda, se disuelve en el vacío central que es el olvido, la substancia de todas las cosas. Al final de su recorrido de locura, el poseedor del Zahir alcanzará la visión simultánea de las dos caras: “Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro” (Borges, 2004:595). Quien es capaz de ver al mismo tiempo las dos caras de una moneda, comparte con Dios la visión oximórica de los contrarios. Como sugiere Iván Almeida (2002:73), los opuestos ontológicos, lógicos, éticos o históricos, no tienen de contrario más que su posición en caras opuestas de una misma moneda. Es por esto que, vistos ʻsub specie aeternitatisʼ, coinciden: “Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales” (“Historia del guerrero y de la cautiva”, Borges, 2004: 560).
Conclusión
Las monedas tejen una compleja red de referencias interliterarias a lo largo de la obra de Borges, una invisible cadena de expresiones escritas que configuran lo que Graciela Reyes define una verdadera “polifonía textual” o juego de voces (Reyes apudCervera Salinas, 1992:174). La novedad que el escritor introduce es que ata metafóricamente la palabra a la moneda, pero en lugar de atribuir al lenguaje los valores referenciales y diferenciales de la moneda, Borges actúa al revés, prestando a la moneda los atributos de evocación propios de la palabra poética (Almeida, 2002:65). En las monedas de Borges el lenguaje se convierte a la vez en instrumento creador de irrealidades, de sueños y de mitos, dejando de ser un traductor de la realidad para convertirse, como subraya Alazraki, en un generador de realidad (1976:197). De la misma manera que acuña ficciones, Borges acuña también monedas, monedas literarias cuya materia es el lenguaje.
Las monedas de Borges constituyen otras realidades, literarias y lingüísticas, que, al mismo tiempo, resultan fragmentos de la realidad ontológica. La moneda puede ser, mientras no haya sido cambiada, una tarde en las afueras, música de Brahms, mapas, ajedrez, café, y hasta “las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro” (“El Zahir”, Borges, 2004: 591). Se devuelve a la moneda su originario valor de cambio cargado de un sentido mucho más profundo: “Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios” (Borges, 2004: 595).
La moneda se configura ahora como objeto de intercambio necesario para acceder al pasado, al futuro y al vacío y, al mismo tiempo, es el precio que hay que pagar para salir del laberinto y llegar a perderse en el olvido, que es la nada y el todo. Al reflejar la bifrontalidad de la moneda-objeto, la moneda-lírica permite condensar lingüísticamente la dualidad ontológica y sin resolución del universo según Borges, abriendo el poema a una serie infinitas de posibilidades.
Referencias
Alazraki, Jaime (1976). Jorge Luis Borges. Madrid: Taurus Ediciones.
Almeida, Iván (2002). La moneda de Borges: de la degradación al desgaste-rudimentos de semiótica borgesiana. Variaciones Borges: revista del Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges, 13, pp. 57-77 [en línea]. https://www.borges.pitt.edu/sites/default/files/1304.pdf
Borges, Jorge Luis (2002). Obras Completas, Buenos Aires: Emecé Editores, II.
Borges, Jorge Luis (2003a). Obras Completas, Buenos Aires: Emecé Editores, III.
Borges, Jorge Luis (2003b). Obras Completas, Buenos Aires: Emecé Editores, IV.
Borges, Jorge Luis (2004). Obras Completas, Buenos Aires: Emecé Editores, I.
Canfield, Martha (1999). “Del minotauro al signo leberíntico”. en de Toro A. y Regazzoni S. (eds.). El siglo de Borges. Madrid: Iberoamericana, II, pp. 67-76.
Cervera Salinas, Vicente (1992). La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad, Murcia: Universidad de Murcia Secretariado de publicación.
Gertel, Zunilda (1967). Borges y su retorno a la poesía. Iowa City: The University of Iowa.
Reyes Graciela, (1984). Polifonía textual. La citación en el relato literario, Madrid: Gredos.
Sucre, Guillermo (1967). Borges el poeta. México D.F: Universidad Nacional Autónoma de México.
Toro, Alfonso de y Regazzoni, Susanna (Eds.) (1999). El siglo de Borges. Madrid: Iberoamericana, II.
Notas
Notas de autor