Dossier
Resumen: Durante el 80 argentino abundan relatos de viaje (Cané, Estrada, Groussac, etc.), género que bien podría definirse como una tarea de varones -que dejaron impresiones con motivo de sus desplazamientos, generalmente, a Europa, por placer o la tarea diplomática-, si no se hubiese editado Recuerdos de viaje (1882) de Eduarda Mansilla. Esta obra de una de las escritoras más importante del ámbito cultural rioplatense del siglo XIX acerca el único relato sobre la experiencia en Estados Unidos, durante la Guerra de Secesión, escrito por una mujer del período. El texto es relevante porque aporta matices, desde su inherente e impregnante perspectiva de género, permitiendo descentrar los estatutos del viaje estético tal como ha sido topicalizado por la crítica para abordar a los varones del 80. En su derrotero, una narradora sofisticada, munida del ‘savoir faire’, admira las libertades civiles y laborales de las norteamericanas, aunque se inquieta ante otras costumbres, bascula en el ‘leitmotiv’ de la alteridad cultural cuando analiza la política y el conflicto étnico. La fina ironía de la mirada multifocal de la foránea, porteña y mujer de mundo que es, en simultáneo, la narradora, rebalsa el texto con contrastes donde la Unión es eje de distanciamiento y seducción modélica.
Palabras clave: literatura de viajes, mujeres viajeras, Eduarda Mansilla, el 80 argentino, modernidad finisecular.
Abstract: During the Argentine 80’s, there was an abundance of travel accounts (Cané, Estrada, Groussac, etc.), a genre that could be defined as the work of men -who left impressions on the occasion of their travels, generally to Europe, for pleasure or diplomatic work- if Eduarda Mansilla's Recuerdos de viaje (1882) had not been published. This work by one of the most important writers of 19th century Rioplatense culture is the only account of an experience in the United States during the Civil War written by a woman of the period. The text is relevant because it provides nuances, from its inherent and permeating gender perspective, allowing the statutes of the aesthetic journey, topicalised by critics to address the men of the 80’s, to be de-centred. In her journey, a sophisticated woman narrator, with her savoir faire, admiring the civil and labour freedoms of American women, yet not always, dwells on the leitmotif of cultural otherness when analysing the politics and ethnic conflict. The fine irony of the multi-focal gaze of the foreigner, porteña and woman of the world, who is, at the same time, the woman narrator; overflows the text with contrasts where the Union is the axis of distancing and model seduction.
Keywords: travel literature, women travellers, Eduarda Mansilla, the Argentine 80’s, fin-de-siècle modernity.
«Tout
l’aspect du pays est
étranger: on se sent dans un
autre monde, dans un
monde qu’on n’a connu que par
les descriptions des poètes
de l’antiquité, qui ont
tout à
la fois dans leurs peintures tant d’imagination et
d’exactitude».
Madame de Stäel, Corinne
ou L’Italie
I.
La tradición del relato de viaje tiene sus orígenes, sin dudas, en la intensa experiencia del viaje devenida en sustrato donde se amoldarán las palabras, un periplo que arranca con la dinámica volátil del cuerpo en tránsito y acaba en el estancamiento donde la escritura logra aprisionar una versión de los hechos. Volver de un lugar -no importa si familiar o desconocido- al contexto más habitual del enunciador que quiere compartir -muy probablemente a partir de los géneros discursivos orales como la anécdota o el chisme- la vivencia de aquel desplazamiento constituye el gesto embrionario de todo relato de viaje. Allí donde la vivencia particular y el acto de escritura se solapan -a menudo de forma indiscernible-, cuando las temporalidades del momento de la enunciación y las de lo recordado disimulan con pericia sus insalvables discordancias, donde el juego de ausencias y presencias a los que se someten el vivir y el decir -y también por supuesto la polifonía vidriosa entre el propio autor y el narrador- se tornan paradojales, cuando la conflictividad de los contrastes culturales muestra toda su potencialidad de acuerdos por reconocimiento y exotismos disonantes, allí, anida el decálogo elemental y estratégico del viajero urgido por volver a mostrar, en lo dicho, lo vivido (Monteleone, 1999; Reguera, 2010 y Colombi, 2004, 2016).
Durante el 80 argentino abundan los relatos de viaje, de hecho, los aportes de Miguel Cané, Lucio V. Mansilla, Lucio V. López, Santiago Estrada y Paul Groussac, entre otros, conforman un corpus de producción sostenida durante este momento tan canonizado en la historia de la literatura argentina, en el cual se han instituido además como una de las formas literarias más representativa del período. Por muchas razones, estos relatos de viaje bien podrían comprenderse como un ejercicio particular de varones, en la medida en que muchos de ellos dejaron mediante el registro escrito impresiones personales con motivo de sus desplazamientos, generalmente, hacia Europa -pero también a Latinoamérica, el Caribe y Norteamérica-, motivados tanto por el placer del turismo cultural o el trabajo específico que demandaba la tarea diplomática, comercial u otras. Todo ello habría sido así, si no se hubiese editado Recuerdos de viaje de Eduarda Mansilla. Esta obra, perteneciente a una de las escritoras más importante del ámbito cultural rioplatense del siglo XIX, acerca el único relato de viaje escrito por una mujer argentina del 80, en el que recoge su estadía por Estados Unidos y Canadá durante el inicio de la Guerra de Secesión.1 Las estrategias discursivas del relato de a ratos despuntan con una perspectiva crítica -aparentemente configurada desde cierto reconocimiento de pertenecer a un país periférico latinoamericano-; mientras que, en otros momentos, se someten en términos reproductivos a la herencia de la mirada metropolitana -pues se parece observar desde la tiranía de los ojos imperiales, tal como definió Mary Louise Pratt (1997) esta convención hegemónica occidental-. Desde este estrabismo cultural enclavado en el registro de una mujer de la elite, hiperletrada, distante de su país durante años, la enunciadora nos devuelve la realidad social conflictiva de una de las naciones más hegemónica de su tiempo, con sus luces y sombras bien repartidas.
Es justamente en este sentido que el texto resulta sumamente relevante, porque aporta matices significativos y disonantes, desde su inherente e impregnante perspectiva de género, permitiendo así descentrar los estatutos de aquello que David Viñas (1994), rastreando una de las manchas temáticas de la literatura argentina, institucionalizó para el período con las categorías de viaje consumidor, ceremonial y estético, es decir, las variaciones de una única expresión topicalizada por los varones del 80.
Recuerdos de viaje relata la primera estadía de Eduarda Mansilla en Norteamérica, en 1861, en momentos en que estallaban los conflictos internos en esa nación y que el relato precisa: «Á mi llegada á Nueva York, apenas comenzaba la guerra de secesion» (Mansilla de García, 1996:68). En su edición príncipe, la obra se anticipaba como un primer tomo que terminó, finalmente, siendo el único; el cierre de la narración -tensionando otra vez las proximidades entre experiencia y relato- respondió a un motivo puntual: las alteraciones políticas ocurridas tras la batalla de Pavón que determinaron el imprevisto retorno de Manuel García, el marido de Eduarda, junto a su familia a París, donde originalmente estaba integrando el cuerpo diplomático argentino.2 El proceso de escritura del libro parece haber cubierto un período importante, ya que alrededor de 20 años separan las experiencias vitales de Mansilla de la versión narrativa de su texto, definiendo una dinámica que se hizo evidente también en los escarceos por los que atravesó la edición y divulgación de la obra.
En relación con lo anterior, al menos el folletín titulado Recuerdos, publicado por la autora en La Gaceta Musical, y tres artículos suyos que salieron en El Nacional, entre los años 1880 y 1881,3 pueden leerse como versiones preliminares -en tanto materiales compuestos ‘ad hoc’ para la sección de folletín o la sección literaria donde vieron la luz en el diario- de capítulos que, luego, en 1882, integrarían la edición en formato de libro de Recuerdos de viaje. Cada una de estas instancias preliminares, gestionadas durante tanto tiempo, adecuadas a las formas tipificadas de la prensa y su público, evidentemente constituyeron un laboratorio de pruebas en el que la experiencia del viaje fue decantando a través de la escritura de Mansilla, hasta llegar a la versión final del libro de viaje, donde parece haberse arraigado a su mejor molde, en términos de convenciones tradicionales de codificación genérica y para las expectativas de los lectores decimonónicos familiarizados con este género.
Por otra parte, cuando alcanzó su versión definitiva, la escritura había pasado también por un segundo tamiz capital, que la enunciación, aunque deja entrever las capas de perspectivas que median entre los hechos y la escritura, no termina de sincerar totalmente en el fuero interno de lo narrado. Pues, los Recuerdos de viaje se clausuraron -compositiva e ideológicamente- aprovechando el horizonte más definitivo que había aportado una segunda y mucho más prolongada estadía en Estados Unidos, entre 1868 y 1874, cuando García volvió a ser trasladado a este país por cuestiones laborales. Ello le permitió a Mansilla pulir sus apreciaciones sobre la sociedad norteamericana, saldar una interpretación personal sobre la guerra, una vez que el norte «materialista» había triunfado sobre el sur «aristocrático», entre otras evidentes adecuaciones que sólo esa experiencia, cronológicamente bastante posterior a los episodios narrados en el libro, permite comprender. Esta velada estrategia la advirtió con perspicacia Sarmiento, cuando en su reseña del libro para El Nacional en 1882 señaló que:
Los recuerdos de viaje no son los viajes mismos sino lo que de ellos queda cuando estamos en casa. La autora ha visto los Estados Unidos poniéndose a la sombra, para contemplar el paisaje bajo un cielo azul y una atmósfera llena de los penetrantes olores de la vegetación de los bosques. Desde allí ha visto al yankee, y podemos recomendar al que hubiese de viajar en los Estados Unidos estos recuerdos que le darán tout fait, el juicio que debe formar de lo que no se alcanza a ver, bajo las apariencias primeras, sino después de una larga residencia. (Sáenz Quesada, 1996:7)
La experiencia en Estados Unidos constituyó un episodio singular para todos los miembros de la familia García-Mansilla; Daniel, uno de los hijos de Eduarda, dejará una versión personal en sus memorias. Visto, oído y recordado. Apuntes de un diplomático argentino (1950) es un texto donde la presencia de la madre aparece algo deslucida, opacada por cierta notoria configuración patriarcal del narrador que elige destacar más las filiaciones paternas, con las cuales evidentemente fructifica mejor su relato autobiográfico, en el que se diseña un camino de vida que proyecta, entre otras continuidades, la carrera diplomática y sus formas de vida consuetudinarias con el padre. A pesar de ello, el texto deja entrever en varias pinceladas el peso de la figura de una madre escritora y, de hecho, transcribe parte de un capítulo de Recuerdos de viaje para caracterizar la sociedad estadounidense. Justamente, en relación puntual con la primera estadía familiar en Estados Unidos, el libro explicita los motivos de aquel viaje -seguramente siguiendo más lo «oído» que lo «visto» o «recordado», si tenemos en cuenta que Daniel García-Mansilla4 no había nacido cuando ocurrieron los acontecimientos referidos-; es decir, que los episodios se reponen tal como deben haber fraguado en la memoria familiar -con errata incluida-:
En 1860 [sic] se trasladó, pues, mi padre a Wáshington con mi madre y sus dos hijitos, Eda (Eduarda) y Manuel, de corta edad. El titular de nuestra misión diplomática era don Domingo Faustino Sarmiento, que fué gran amigo de la pareja. En sus «Recuerdos de viaje» (ameno libro, agotado, sumamente instructivo), ya citado refiere mi madre, con gracias y simpática objetividad, sus impresiones de la gran república hermana del Norte bajo la presidencia de Lincoln, a quien conoció y describe. Si Dios me da tiempo y fuerzas, quisiera reeditar aquellas y otras obras de «Eduarda» -como se firmaba- para ilustración de nuestra gente joven y estudiosa, siempre en acecho de curiosidades genuinamente nuestras, útiles y de buena psicología. (García-Mansilla, 1950:39)
La buena voluntad para la reedición de las obras de la madre no transgredió el umbral de las buenas intenciones. Los textos de la autora debieron esperar hasta el rescate de críticas literarias estudiosas de Mansilla, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX, para poder ganar así nuevos lectores.5Cuando uno relee Recuerdos de viaje, parece caer en saco roto el valor estrictamente pedagógico o el estatuto de garante de las curiosidades que el hijo prejuiciosamente destinaba a la escritura de su madre. Todo lo contrario, el libro se aquilata muy cómodo en la genealogía discursiva del relato de viaje, tradición que se retoma sin ingenuidades, y desde ese presupuesto genérico diseña un perfil cargado de sutilezas sobre la sociedad de la Unión y, en menor medida, también la canadiense. En su hojaldrada textura general nos acerca, entonces, una impronta proto etnográfica y proto sociológica, pues aborda cuestiones de apreciación ideológicamente complejas y éticamente espinosas, entre otras, las referidas a lo que se interpreta como las pautas culturales intrínsecas de una nación, la administración político institucional del estado moderno, el mestizaje, la esclavitud, las aperturas en la participación de las mujeres en la sociedad civil, las motivaciones económicas de la vida colectiva y, por supuesto, las fatalidades de la guerra civil. Es decir que, en verdad, lejos del deseo del hijo, el libro no se estrecha en las significaciones catequizadoras de una obra instructiva didáctico moralizante.
II.
Si en el relato de viaje hay un dios creador, de tarea invalorable, es el narrador. Como entidad enunciativa capital, perfila una tarea vertebradora que consiste es traducir la experiencia del viaje desde el cuerpo a la escritura. En su tarea se modeliza, además, ese mirar estrábico que, insinuado por Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (1997) como rasgo idóneo para examinar el viaje iniciático de Esteban Echeverría a Francia en 1826, es una categoría paradigmática para poder apreciar las operaciones de traducción cultural que todo viajero emprende al tomar contacto con sociedades y culturas foráneas. Entonces, lejos de convertirse en un caso fortuito, estas percepciones cruzadas del viajero van trazando tradiciones y construyen un catálogo de alternativas, con las cuales se puede empalmar o trastabillar al momento de articular el relato de la propia experiencia del viaje. Para el caso de la literatura argentina, Viñas (1994) ha señalado esas líneas paradigmáticas en la asunción de la voz, configuradas a partir de los modos en que se estructura socioculturalmente como decir, desde el viaje del súbdito a la metrópoli encarnado por Manuel Belgrano hasta el viaje consumidor que representa con creces Lucio V. Mansilla como ‘dandy’ recién llegado a Europa. Es decir, que Eduarda Mansilla disponía de un conjunto de alternativas asentadas en las tradiciones literarias rioplatenses con las cuales podía empalmar sus propias derivas discursivas como viajera.
Es nuevamente Viñas (1998), en su libro dedicado a contrastar en un período de largo aliento las experiencias de los viajeros argentinos a Estados Unidos, quien ensaya la imbricación de Mansilla con estas tradiciones. El generoso comentario, que le dedica como capítulo en este volumen, responde a sus conocidos modos de lectura seriada y encuadre político de significaciones y nos devuelve una imagen un tanto ingrata de la escritora, por sobrecargar las tintas sobre su pertenencia social a la elite porteña. Esta aproximación también deviene actualmente un tanto restringida, por sostener planteos que perspectivas de género más actualizadas hoy descentrarían, por ejemplo, en lo que concierne a la supuesta adscripción «insular» y «a la sombra de» que se le asigna a Mansilla. Este escrúpulo machista es muy evidente en la perspectiva general desde la cual el crítico piensa la función autoral en Recuerdos de viaje, donde para seguir afianzando su lectura de los ‘gentlemen’ del 80 estimará, no sin cierta inverosimilitud, que la autora en su recorrido escriturario «irá adquiriendo un singular dandismo femenino» (Viñas, 1998:57, subrayado en el original).
Como correlación de lo anterior, frente a la oratoria y la escritura pública que señala como «paradigma oficial» de los varones del 80, para Viñas la autora se amoldaría a «lo confidencial [que], en cambio, era la comarca de las mujeres» (1998:58).6 La afirmación no logra quebrar el ‘cliché’ que lo constriñe, pues no se reconoce dicho posicionamiento, que efectivamente ha sido muy señalado por la crítica especializada, como un lugar de enunciación estratégico desde el cual resistir o proferir un cuestionamiento a los roles de género establecidos en la vida cultural decimonónica (Masiello, 1994 y 1997). El crítico asume así, incluso cuando a veces parece guiarlo un interés genuino por destacar los aportes peculiares de la autora, una perspectiva patriarcal donde la única vara de evaluación y contraste factible de esta obra sería la doxa de los escritores varones. De hecho, las novedades aportadas por el libro de Mansilla entrarían dentro de lo que designa como «una literatura heterodoxa» (Viñas, 1998:58), por las razones del relativo apartamiento de aquella escritura modélica, es decir, por no recurrir al silabario impuesto por las masculinidades viajeras que aparece, en este caso, convalidado también por la perspectiva crítica de Viñas.
Tras el objetivo, evidentemente necesario, de desplazar estas limitaciones de apreciación amparadas en escalas axiológicas ya superadas, se fue constituyendo la propuesta de ensayar lecturas que recuperen una tradición diferente y particular para la escritura de mujeres viajeras argentinas, fundándose así muy recientemente toda una tendencia crítica más renovadora, cuyas aperturas de corpus y temáticas y nuevos disparadores interpretativos aparecen representados con claridad por los textos de Mónica Szurmuk (2000 y 2007) y Graciela Batticuore (2005 y 2019). Estas modificaciones de apreciación, encaradas desde diferentes perspectivas de análisis teórico o crítico (como los encuadres aportados por los feminismos, las literaturas comparadas, la historia cultural, la historia de la lectura, la imagología o el poscolonialismo) y las nuevas prácticas metodológicas empleadas (por ejemplo con las lecturas en serie desde el género, en las reconstrucciones de los estatutos de las prácticas de lectura y escritura o los recortes de escalas de estudio que van de lo regional y lo continental a lo trasatlántico y lo global), resultan más iluminadoras para poder pensar otras potenciales genealogías y problemáticas, que admitirían para el caso de Eduarda Mansilla, por ejemplo, las filiaciones enriquecedoras con escrituras y prácticas de viajeras previas como las de Juana Manuel Gorriti, Francisca Espínola o Juana Manso (Alloatti, 2014). Tal como plantea con precisión Szurmuk, estas trasformaciones de los aparatos críticos permiten descubrir en las trayectorias literarias de las viajeras otros semblantes, a partir de los cuales vienen a destronar «la suposición, tan ampliamente sostenida, de que los relatos de viaje de las mujeres son una aventura interior meramente personal» (2007:13).
Estas perspectivas decantadas nos permiten rever cómo la literatura, en general, funciona como estratégico modo de apropiación de las nuevas experiencias que el viaje le devuelve, a veces de manera fastidiosa, a la narradora del libro. Para volver a dimensionar los actos vividos, y tornarlos aptos para su devolución al lector, las referencias literarias -como es esperable, eminentemente eurocéntricas- conforman una cantera móvil a la que se apela en numerosos momentos del relato. Las alusiones a autores y a pasajes de obras -algunos de las cuales se transcriben- dan cuenta de las gafas de la cultura letrada con las que esta viajera puede ver y decir el mundo. Así, una escena costumbrista de la vida cotidiana en Norteamérica, como la inexplicable afición por la sopa de tortuga de tierra, literalmente se lee -y se reescribe- como si fuera un episodio literario del naturalismo: «Solo el realismo de Zola, puede dar acabada idea del espectáculo, del olor, del ambiente, que rodea á esas bellas mujeres escotadas y coquetas. Devoran por cucharadas el liquido negrusco en el cual flotan grandes pedazos de carne resistente, ajitando á la par que sus dorados rizos, sus activas mandíbulas» (Mansilla de García, 1996:47-48).
Entre estas alusiones resulta particularmente interesante el reconocimiento de la tradición del relato de viaje, un bagaje cultural previo a la escritura de gravitación significativa en Recuerdos de viaje. La situación resulta importante no sólo para interpretar las formas de architextualidad que de modo autorreferencial la obra acredita, ya que escribir sobre un viaje es siempre un velado homenaje a los viajeros anteriores que atravesaron por dilemas semejantes, también es productiva para poder revisar las genealogías posibles con otras escritoras viajeras. Uno descuenta, advirtiendo los índices de cultura letrada que exhibe la autora, que tuvo un conocimiento menudo de la literatura occidental y de las producciones rioplatenses, las reseñas de obras contemporáneas que se conservan en sus escritos periodísticos y las incesantes referencias en su propia producción literaria así lo atestiguan. Por otra parte, no parece posible que Mansilla no haya conocido los textos de su hermano Lucio -Diario de viaje a Oriente (1850-1851), De Adén a Suez (1855) y Recuerdos de Egipto (1864)-7 serie de relatos que se inscribe también claramente en la tradición de los viajeros. Sin embargo, en otro gesto que destaca la perspectiva de género que parece orientar este acto para nada fortuito de revisar las tradiciones previas de viajeros y sopesar con cuál de ellas conviene establecer filiaciones, en Recuerdos de viaje la autora religa su decir mediante la apelación a otra mujer viajera como Madame de Stäel: «Llegar á una ciudad, donde nadie nos espera, produce dolorosa impresion en el ánimo del viajero bisoño, y casi le hace arrepentirse del triste placer de viajar, como dice madame de Stael» (Mansilla de García, 1996:26, subrayado en el original). En «Desde la Patria», un artículo publicado en El Nacional en 1880, Mansilla recupera la misma frase -en este caso vertida sintéticamente como «viajar es un triste placer» (Mansilla de García, 2015:375)-, al momento de esbozar la vida de la Legación argentina en París. La cita, tomada de Corinne ou L’Italie (1807) de Madame de Stäel,8 permite reponer a uno de los modelos femeninos de escritura de viaje que la autora argentina está priorizando y que la francesa encarna modélicamente desde mediados del siglo XIX, el de la narradora romántica de viajes. Lo hace, claramente, en desmedro de otras alternativas, incluso la tan cercana literato filial con Lucio.
Como señala Batticuore, la predilección por las autoras francesas no puede desatenderse como proveedoras ejemplares de formas de tramitación discursiva de diversos lugares de enunciación para las escritoras latinoamericanas desde mediados del siglo XIX. Para el caso de Juana Manso, cuyos textos de viaje guardan más de un punto de contacto con la obra de Mansilla, señala «la tradición dieciochesca de otras célebres escritoras francesas como Mme. de Sevigné o la Condesa de Segur» (Batticuore, 2019:16), en especial como fuentes intertextuales del «Manuscrito de la madre» (1846), un texto que encabalga las formas del relato de viaje con la misiva moralizante destinada a los hijos. Como puede advertirse, las autoras francesas constituyeron modelos escriturarios precisos sobre cómo abordar las narraciones de viaje en tanto mujeres. Las proyecciones arquetípicas en el modo de conducirse en ámbitos no familiares, las formas de sensibilidad que se legitiman durante la velocidad del viaje, los resguardos para las complicidades entre mujeres, la presencia de roles inherentes como la maternidad y la crianza de los niños, el poner el cuerpo en el viaje como mujeres (embarazadas y/o con niños a cargo) son componentes distintivos que sólo la solidaridad con estas genealogías discursivas previas permite comprender como líneas de revisión constante en las series literarias de mujeres viajeras en el Río de la Plata y, también, en las tentativas redes continentales y trasatlánticas de escritoras que pueden cartografiarse, hacia cuya recomposición ha avanzado el reciente estudio de María Vicens (2020).
Me parece oportuno haber repasado, aunque sea sucintamente, este breve estado de la cuestión sobre cómo se leyó el libro de viaje de Mansilla, a fin de poder dimensionar mejor ciertos aspectos que algunas tradiciones críticas a veces desatendieron. En este sentido, resulta de vital importancia destacar desde un comienzo cómo el propio texto, mediante la construcción de la narradora -de su diosa creadora-, va suturando la representación de una imagen de mujer cargada de particularidades, que rompen con los estereotipos atribuidos al viajero contemporáneo del 80 y abrevan, deliberadamente, con algunas perspectivas que con anterioridad ya habían puesto en juego otras narradoras de viaje argentinas o extranjeras.
III.
En Recuerdos de viaje, la construcción de la imagen de la viajera es la de una mujer en todo momento autosuficiente. Embarca en Le Havre y arriba a New York tras superar todos los maltratos típicos de la travesía, circula a lo largo de su estadía con dos hijos pequeños y participa de la vida social de los diferentes lugares que su trayectoria propicia con la compañía de amigos y circunstanciales acompañantes. Sintomáticamente, la figura del marido aparece ausente, ni aun en aquellas situaciones urgidas por la vida protocolar de la diplomacia, en los ágapes o reuniones con otros ministros, la figura de Manuel García es convocada siquiera por decoro. Como ayuda de la narradora en los quehaceres familiares se menciona, circunstancialmente, la colaboración de una niñera. Pienso que esta es una borradura compensatoria, que en el imaginario viene a saldar cuentas con esa voz oficializada del varón para relatar el viaje, sobre todo durante el 80, cuando ocupando el lugar privilegiado del funcionario o turista podía desplazarse y detentar así las prerrogativas para ver, conocer lo otro y volcarlo por escrito. En el libro de su esposa, García es un sujeto sin voz y sin presencia, no representa -porque ni siquiera se lo admite así- una mínima competencia para la voz enunciadora de Mansilla, quien invierte de este modo el rol apendicular asignado tradicionalmente para las mujeres acompañantes del marido, trastoca la designación satelital de «la señora de» para plantarse como única dueña y señora del universo discursivo.
Viñas no se equivoca cuando irónicamente manifiesta que Mansilla se muestra a lo largo del viaje «muy dueña de sí» (1998:51), pero sí yerra seguramente en el juego de falsa conciliación que dictamina entre autora y narradora, puesto que lo que pueda decirse sobre el desempeño y función de la voz narradora habrá que atribuírselo en principio al fuero intradiscursivo del relato. Este postulado puede desarmonizarse rápidamente cuando uno contrasta, por ejemplo, las consideraciones algo edulcoradas que la narradora vertió sobre el pragmatismo estadounidense en este libro con las que Mansilla difundió sobre temas cercanos como ‘repórter’ en un diario; dicha variación da cuenta de modos de ajuste y gradación operados entre la voz discursiva y el sujeto empírico, cuyas proximidades o distancias fueron definiéndose según las necesidades contextuales y del género discursivo empleado. La narradora viajera se muestra bastante amable y contemplativa con las costumbres ‘yankees’, aunque no las comparta; y, si bien en muchos momentos expresa su malestar ante estas convenciones que le resultan indigeribles, elige a menudo formas de ‘politesse’ de rigor como las salidas humorísticas y los eufemismos que tanto abundan en el libro. Esta suerte de estrategia de recato verbal pone de relieve que la enunciadora evidentemente está morigerando lo que piensa o, sin ser explícita, deja entrever lo contrario de lo que dice. A punto de desembarcar en New York, la narradora remata así los «Preliminares» del libro:
Viajar con los franceses es más agradable en verano; pero, lo es más seguro en invierno con los ingleses.
Y aquí, para no ser ingrata ni olvidadiza con una nación que tanto quiero, diré, que personalmente, yo prefiero hasta naufragar con los franceses. Pero, en mi calidad de viajera, que escribe con la mira honrada de dar luz á los que no la tienen, creo de mi deber consignar en estas páginas, lo que he oído repetir á tantos famosos touristes. Pues en ciertas materias, forzoso es contar los votos, por más amigo que uno sea de pesarlos. Además, quien á Yankeeland se encamina, tiene por fuerza que democratizar su pensamiento. Con lo expuesto, queda ya tranquila mi conciencia, y sigo rumbo hacia el Norte. (Mansilla de García, 1996:22)
Luego de la gracia contenida del humor negro -con el típico chiste de naufragio en un crucero-, la chanza del final insinúa, apenas, un leve cuestionamiento al supuesto espíritu democrático norteamericano, que la narradora viajera va a analizar con mayor detalle y hondura cáustica cuando en el capítulo V comente la ferviente -y, por momentos, muy decorativa- devoción de los ‘yankees’ por su Constitución. Por el contrario, cuando se reseñe el libro homónimo Recuerdos de viaje de Lucio V. López en El Nacional, la ‘repórter’ no escatimará durezas y frases emponzoñadas para denostar la tan poco democrática política exterior norteamericana. El tono de la viajera es aquí desbancado por el de la periodista, con un cuestionamiento sin remilgos sobre el imperialismo y las inmiscusiones geopolíticas de los Estados Unidos:
El yankee por Americano no conoce sinó á él y como libre á él y solo á él. (…) lo esperamos todo de nuestros hermanos del Norte y con pueril ignorancia, creemos que la nación, más egoísta de la tierra, piensa en nosotros, nos admira y estaria hasta pronta á ayudarnos llegado el caso. (…)
En vano, vemos hoy en la guerra del Pacifico la actitud ambigua de los Estados Unidos, que ofrece tibiamente su mediación pérfidamente tarde y a destiempo, á campeones enfurecidos los unos por el sufrimiento, embravecidos los otros por el éxito; nuestra ilusion no se disipa y continuamos en un error que nos halaga. (Mansilla de García, 2015:401)
Al momento de ensayar aproximaciones sobre la narradora viajera parece difícil no destacarla como una entidad sofisticada e hiperculta y, además, con la taxativa distinción -como señala Szurmuk- de «ser una mujer moderna que, se siente cómoda en barcos, autobuses y hoteles» (2007:74). Efectivamente, la vemos transitar todos los espacios de sociabilidad munida del ‘savoir faire’, no disimular su admiración por las libertades civiles y laborales de las norteamericanas -aunque se inquiete ante otras costumbres como la ‘flirtation’-; o asistimos, como lectores, a las lúcidas apreciaciones que vierte desde el ‘leitmotiv’ de la alteridad cultural -tan ajustado a la idiosincrasia discursiva de la escritura del viaje- cuando discute en torno de la política y lo étnico. La fina ironía de la mirada multifocal de la foránea, porteña y mujer de mundo -con experiencia como ‘salonnière’ parisina- que tensiona a cada paso su experiencia autobiográfica con la narradora, rebalsa el texto con contrastes donde la Unión es a la vez eje de irreconciliable distanciamiento y seducción modélica.
En el cierre de los «Preliminares» que citamos, la narradora por primera vez explicita una autopercepción sobre su rol en «calidad de viajera, que escribe con la mira honrada de dar luz á los que no la tienen» (Mansilla de García, 1996:22). Con claridad meridiana, la enunciadora sabe que las novedades en principio gratificantes que la esperan en el puerto de la ciudad desconocida no son de su exclusivo disfrute, por eso diseña una «misión apostólica enunciativa» donde verá para sí y también para los otros.
En relación con esto último, como señala Szurmuk:
En las narraciones de viaje escritas por mujeres, podemos observar muy específicamente el conflicto provocado por la definición de la identidad, debido a que escribir sobre viajes exige un compromiso activo con el espacio físico que se observa y describe, y los espacios físicos que se retienen mentalmente para la comparación. Se trata de un género que requiere un constante cuestionamiento de los motivos y de los puntos de vista. Sobre todo, obliga al escritor‑narrador a ubicarse en el papel del «otro». (2007:20)
Lo interesante de Mansilla es que esta asunción tipificada por el relato de viaje aparece reduplicada, mediante la especularidad de otredades (inclusivas y excluyentes para la narradora) que propone el libro. El relato de viaje narra siempre para los propios, es decir, la comunidad imaginada de pertenencia de la que el narrador se siente parte en términos identitarios, con la que comparte los valores a partir de los cuales reconstruye su mirada extrañada frente a lo diverso o desconocido y a quien, por lo tanto, dirige su discurso apostando por la garantía inclusiva de la identificación y el acompañamiento de sus lectores modelo. Ahora bien, en Recuerdos de viaje la construcción de la otredad, gracias al juego de reversibilidad que el género propicia, se diversifica: la narradora ve primero -siendo la otra en Norteamérica- y les cuenta luego sobre los otros -los norteamericanos- a los otros que no pueden participar del viaje -los miembros de su comunidad de pertenencia-.
El texto es generoso en señalar de manera indiciaria cuáles son las características distintivas del grupo de pertenencia. Evidentemente estamos ante la construcción de una comunidad nacional (el texto se la pasa contrastando la realidad norteamericana con la historia y la contemporaneidad argentinas) y de elite (deberían mencionarse aquí numerosos rasgos trazados que van desde los privilegios de pertenecer a la etnia blanca a la autocomplacencia burguesa). Son interesantes de destacar las competencias que se reconocen en esa comunidad, capaz de poder transitar así por las calles de la Unión con el mismo hilo de asombro que sorprende a la narradora. A su vez, las inscripciones políglotas de la escritura en Eduarda, típicas del sujeto que actúa como mediador cultural, a partir del uso del inglés y del francés -en menor medida el latín-, funcionan como lentes a partir de los cuales poder referir el mundo y presuponen, entre los lectores, el manejo o la familiaridad con estas lenguas y el ingreso cultural modélico que ellas habilitan.
En una escena paradigmática de operación narrativa, donde se evidencian las conflictividades irresueltas del cosmopolitismo y la mirada metropolitana con que se abre este libro, al pisar suelo americano la narradora transita la escena «dantesca» del puerto, donde la enunciación deja entrever las artimañas del relato, pues ante la efervescencia ruidosa de los reencuentros de los viajeros con sus familiares, justo en ese momento oportuno, el personaje trae a colación el elemento de la cultura ilustrada que ingresa al texto en otra lengua: «Diverse lingue orribile favalle. Recordé al Dante, sin poderlo remediar, cuando seguida de mi numerosa smala, me encontré á cierta altura del muelle, delante de un muro humano, que vociferaba palabras desconocidas, como una legión de condenados» (Mansilla de García, 1996:27).9 Sobre este poliglotismo de Mansilla y su pose de intérprete cultural ha trabajado Batticuore (2005:241-249), analizando los contrastes que se inician -como veíamos en la cita- con los traspiés lingüísticos (al no comprender totalmente el inglés, por lo que se disculpa de inmediato con su maestro Antonio Zinny)10 y alcanzan la posterior pose exhibicionista (de quien paladea la gratificación personal y la elegancia social del ‘savoir dire’); es decir, que la narradora avanza por todo el arco de la dificultosa experiencia del don de lenguas, a través del cual va tanteando la circunstancia de ser un sujeto cultural fronterizo, durante su peregrinaje norteamericano.
En el mismo sentido, el de la presuposición del entendimiento con el receptor vía el conocimiento, parece funcionar el cúmulo de referencias eruditas provenientes de los campos de la historia, la literatura, el arte y también, sobre todo, los señalamientos a las polémicas culturales, políticas y científicas de la época. En la tendencia de mostrarse como una mujer de mundo moderna, la narradora se autoconstruye como una voz actualizada en materia de discusiones políticas (sobre la administración estatal de Estados Unidos y la ineficacia de sus instituciones democráticas durante la guerra), los asuntos controversiales (como la anticoncepción o la pena de muerte) y las novedades científicas y comerciales (como los adelantos en fisiología y en productos de maquillaje). Todo ello para dejar bien en claro que está plenamente sintonizada con la vorágine, tan fascinante como traumática, de la experiencia de la modernidad occidental.
IV.
Probablemente no haya especie narrativa donde se ponga el cuerpo con mayor abandono que en el caso del relato de viaje. El desplazamiento del viajero irrumpe sin piedad en la corporeidad misma del sujeto que, como en caso de Mansilla, siente el cansancio del traqueteo en trenes y buses, soporta la náusea de los movimientos del barco, aprecia la cortesía de las caminatas cortas, tiene hambre, es invadida por el polvo y sofocada por el calor del verano, etc. Viajar es tanto sentir «esas horas crueles de la vida de abordo, en las cuales toda la sensibilidad parece concentrarse en el estómago» (Mansilla de García, 1996:18), como atomizarse lúdicamente en el órgano sinecdóquico y soporte biológico del viaje: «ese ávido mirar del viajero, que se vuelve todo ojos» (Mansilla de García, 1996:29).
Como presupone todo movimiento, el contacto de los cuerpos anónimos y entre sujetos de diferente género durante el viaje, sobre todo si incluye desplazamientos grupales por medios de locomoción colectivos, es una instancia inevitable que la narradora discierne desde parámetros rígidos y tolera a disgusto. Se molesta tanto de los efusivos saludos del reencuentro de viajeros y familiares por el espectáculo de «[los besos que] eran estampados en plena boca y acompañados de un vigoroso shake hands muy prosaicos» (Mansilla de García, 1996:27, subrayado en el original); como de la incomodidad del reducido espacio del que disponen los compartimentos de los trenes que no permite sortear los roces o la «excesiva» -e intencionada- proximidad de las parejas en los rellanos de las escaleras o los ‘bow windows’ durante el flirteo que se promueve en las reuniones sociales ‘yankees’.
Pienso que estos cuestionamientos recurrentes terminan por ejemplificar mejor la encendida impronta moderna, desde la cual pretende dejarnos entrever el mundo la viajera. Aunque fascinada por los avances de la modernidad finisecular decimonónica, la narradora no evita delinear todavía alguna perspectiva reaccionaria, que se entrevé por ejemplo en este gesto escandalizado ante los besos. Lo que parece inquietar a la narradora es su íntima convicción de que los besos en los labios son prerrogativa de los amantes, es lo que se deja entrever en otra intervención consecutiva, donde el recato corporal disputa su lugar con la mera pacatería: «Los lábios, me parecen sitio sagrado, que no deben así no mas prestarse á públicas efusiones de familia. Si me equivoco, tanto peor, conservo mi error, porque me es grato» (Mansilla de García, 1996:27). Una situación semejante se produce con la ostensible censura al modo en que se exhibe la cama matrimonial con cubrecamas bordados, en las casas norteamericanas, frente a lo cual la narradora aconseja que «fuera más elegante y más púdico, velar esos misterios de la alcoba, con una sobrecama de oscuro raso» (Mansilla de García, 1996:37). De este modo, la confrontación entre el vitoreo de los adelantos y novedades de la vida moderna en la gran ciudad11 con el tácito resguardo de los valores tradicionales y las convenciones disciplinadoras de la sexualidad, que esta última anécdota nos acerca, constituye un muestrario sintomático de aquella contradictoria vivencia subjetiva de la modernidad occidental, con la que Marshall Berman (1999) ha pensado la transición experiencial hacia el siglo XX.
Diversas proyecciones, dimensionadas desde una concepción moderna todavía bastante confiada en el discurso legitimador de la ciencia, parecen orientar muchas de las convicciones a partir de las cuales la viajera va recomponiendo los sentidos del mundo. Así, por ejemplo, una instancia palpable como el mestizaje, donde se entrecruzan aproximaciones proto sociológicas sobre los vínculos étnicos, llamativamente es interpretado no sin cierto escepticismo, a partir del encabalgamiento de interpretaciones sociales con la fisiología. Esta última disciplina venía convirtiéndose en un discurso reinante todoterreno que, desde mediados del siglo XIX, disfrutaba de su hegemonía gracias a la difusión de los adelantos alcanzados por las ciencias médicas, especialmente a partir de los trabajos de Claude Bernard:
Los Sajones que se han mezclado empero, con la raza negra, hánse mantenido distantes de los Pieles Rojas, con una antipatía digna de preocupar á los antropologistas, y que debe indudablemente tener una séria razon fisiológica.
Dicen algunos pensadores, que esta separacion, esta antipatía congenial, es una de las causas del engrandecimiento de los Estados Unidos. Yo no sé hasta qué punto tengan razon. (Mansilla de García, 1996:62)
La alimentación, que constituye otro ‘leitmotiv’ infaltable del relato de viaje, es presentada como un índice de estudio de la idiosincrasia ‘yankee’. De paso, el axioma «Dime lo que comes, te diré lo que eres» (Mansilla de García, 1996:46), que orienta el análisis de la narradora, habilita naturalmente la comparación con las costumbres argentinas en esta materia: «En los Estados Unidos, las ostras bajo forma de sopa se venden por las calles á un precio ínfimo, en grandes tarros de lata, como lo eran en otros tiempos los de nuestras mazamorreras, es la base del alimento del pueblo» (Mansilla de García, 1996:47). Las consideraciones sobre la dieta ‘yankee’, que no escatiman críticas sobre la tendencia desmesurada a ingerir ostras, tortugas y ‘candies’, también le permiten diagnosticar la causa de enfermedades como las gastralgias o dispepsias, a consecuencia de lo que la narradora evalúa como una mala o descuidada alimentación. De hecho, la concatenación alegórica del cuerpo individual con el cuerpo social, sobre cuyos órganos y funciones el relato deja varias huellas, con traslaciones típicas ya ensayadas por la novela experimental de Zola, se entromete por ejemplo en la lectura política sobre el enfrentamiento civil, cuando se dimensiona: «el Norte, que era la parte sana, la parte viva de la Union» (Mansilla de García, 1996:71), en la Guerra de Secesión.
En Mansilla irrumpe un rasgo habitual que sólo la corporeidad femenina habilita en el relato de viaje. Así como Juana Manso, durante el derrotero en que acompaña a Francisco de Sáa Noronha, su marido, señalaba que estaba encinta, un componente que hará más penoso su deambular en la vida de artista que ambos comparten por aquellos años, también Eduarda hace partícipe su rol de madre en Recuerdos de viaje. La figura corpórea de la madre y su proyección satelital en los hijos aparece recurrentemente, en la persecución del confort de la prole, en el seguimiento de sus comidas y el intento por morigerar las dificultades propias que el niño, un viajero más al fin de cuentas, debe ir sorteando durante la estadía familiar en el extranjero. Aunque el cuerpo femenino transfiere así, en el modo en que la madre asume el deambular con sus niños, un lugar social preestablecido desde el relato moderno de la maternidad según Nora Domínguez (2007), ello no quita que la enunciación del viaje alcance la peculiaridad propia de construirse de la mano de un cuerpo de mujer en tránsito.
V.
Una línea de sentido sostenida a lo largo del relato de Mansilla es la caracterización de la sociedad norteamericana, «ese pueblo práctico y nada sentimental» (Mansilla de García, 1996:57), menospreciada como «la [nación] más conservadora del mundo» (Mansilla de García, 1996:59). Las aproximaciones políticas que la viajera vierte sobre el país foráneo son una variante de peso en el libro. Por todo ello, uno no puede dejar de pensar la obra como una contestación subrepticia a las consideraciones de Sarmiento, en Viajes por Europa, África y América (1849-1851), narración paradigmática del encomio sobre el desarrollo norteamericano. Si, a pesar de la fascinación que las formas de vida de este país le provocan, Sarmiento deja entrever los peligros del imperialismo norteamericano, la mirada de Mansilla será menos idealizadora y más concreta, lo que permite destrabar aquellas apreciaciones panegíricas, reponiendo así una panorámica más compleja sobre dicha sociedad (desde la presencia allí del divorcio a la pena de muerte), donde en todo momento procura incorporar la cara más oscura y menos modélica de Yankeeland, lo que con cierto falso prurito llamará «la historia privada de los Estados Unidos» (Mansilla de García, 1996:61).
Volviendo sobre un lugar común en la literatura latinoamericana finisecular, que puede rastrearse desde las crónicas de José Martí y confluye de manera más orgánica en el Ariel (1900) de José Enrique Rodó, la crítica al materialismo norteamericano es uno de los aspectos vislumbrado con distanciamiento en este libro de viaje. La abnegada entrega al trabajo del pueblo norteamericano, que se transfiere a la organización de la vida cotidiana misma (la inversión minuciosa y eficiente del tiempo, la conveniente comida callejera, los horarios de los comercios, etc.), en función de rendir culto al dios capitalista cuyo mantra la viajera reitera en más de una oportunidad: «time is money» (Mansilla de García, 1996:40), se examina en términos cuestionadores en Recuerdos de viaje. A la eventual liturgia que redunda en ganancias materiales, el texto interpondrá una evaluación en la que reconoce un declive moral de la sociedad estadounidense ante el avance implacable de lo económico, como precepto ubicuo que parasita todas las dinámicas sociales. Estas definiciones muy precisas no pueden menos que reconocerse como formas de ajuste de la mirada inquisitiva de la viajera, donde la otredad cultural del expansionismo ‘yankee’ es digerida desde una perspectiva que tibiamente parece ensayarse desde el mirador periférico de una mujer representante de la elite de un país latinoamericano.
También desde una visión crítica, la obra procura poner bajo sospecha el valor modélico endilgado a la cultura política norteamericana. Por eso no se escatiman los reproches sobre la corrupción política, por ejemplo: en el caso del tendero millonario Stwart, un ministro del presidente Grant; en el entorpecimiento de la burocracia administrativa y el clientelismo político; y en la hipocresía general que frente a estos casos parece desentrañarse, ya que queda en evidencia que los norteamericanos «no practican el principal de sus preceptos: la fraternidad» (Mansilla de García, 1996:63).
Por otra parte, provoca enorme desconfianza los alcances de la política internacional de Estados Unidos, una tesitura que en el libro se fundamenta desde el conocimiento de la historia del país -especialmente de los factores culturales y religiosos implicados en la colonización de Norteamérica- y los constantes desmanejos en torno a conflictos contemporáneos como la guerra de Pacífico, que mencionábamos en una cita anterior, episodios todos estos en los que los ‘yankees’ tuvieron una incidencia perniciosa. En este aspecto, la desestimación de la narradora se muestra insobornable:
Intolerantes y orgullosos, como severos puritanos, los hijos de la Union no creen sino en sí mismos, y ni siquiera dan fe, ni hacen justicia, al progreso real de nuestras Repúblicas. Nosotros les llamamos, con cierta candidez, hermanos del Norte; y ellos, hasta ignoran nuestra existencia política y social. (Mansilla de García, 1996:68, subrayado en el original)
El imperialismo ‘yankee’ es denunciado entonces, como se puede apreciar, sin tapujo alguno. Se dirá en otro momento que «el fariseismo político de los Sajones ha hecho su camino, y la gran nacion va adelante con su go a head, destruyendo, pillando, anexando» (Mansilla de García, 1996:62, subrayado en el original), lo que inscribe sin duda a la obra en esa nutrida serie discursiva latinoamericana que referimos, encaminada tras la denuncia del enemigo subrepticio que Martí cifró unos años después en «Nuestra América» (1891), con la contundente imagen de «los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima» a uno.
Pasando a otro tema que tiene sus propias controversias, hay que destacar que la percepción que la narradora esboza sobre la guerra civil aparece transida de contradicciones que ponen en primer plano la incomodidad en esferas diversas, desde la enunciativa hasta la biográfica, que atravesaron a la viajera en relación con este asunto. El origen del conflicto es interpretado como una falta de conciliación entre las trayectorias socioculturales que se fueron gestando desde la colonización; enfrentado así al Norte -poblado por ingleses, alemanes, irlandeses, holandeses- industrioso y trabajador, frente al Sur -poblado por franceses- opulento gracias a la conquista de fortunas mediadas por la explotación de los esclavos. Además, es pensado como un problema de origen económico en el que la narradora interpreta el conflicto de dos formas de producción -proteccionistas versus librecambistas- como uno de los factores realmente más significativo que motoriza la contienda; por fuera de toda apreciación moral o humanista sobre el asunto, la Guerra de Secesión es interpretada como manifestación de «la ineficacia de las instituciones democráticas» (Mansilla de García, 1996:95).
Así las cosas, uno tiene la impresión de que esta lectura crítica, que decanta en la posición antisudista de la narradora, no resulta coherente a lo largo del texto. Algunos episodios narrados y ciertas intromisiones evaluativas de la viajera -por fuera del comentario específicamente enfocado a tratar la guerra en los capítulos VI y VII- demuestran cierta miopía o la señal de que la guerra, en verdad, no es un asunto completamente definido en el fuero íntimo de Mansilla. Al describir las rutinas del servicio en los hoteles, la narradora asume indicaciones cargadas de un etnocentrismo rígido, que trasunta una posición que difícilmente no pueda calificarse de racista; así, por ejemplo, se fastidia con la displicencia del trato de camareros y sirvientas negros al momento de ofrecer el ‘lunch’:
Á esas horas sólo se ven algunos negros, vestidos de blanco, invierno y verano, ya sea abanicándose con grandes pantallas de paja, ya asomándose por las puertas á mirar á la calle; que en vez de la obsequiosa amabilidad con que acuden por la mañana al menor signo, responden con distraccion y á veces continúan sentados leyendo un diario. (Mansilla de García, 1996:44, subrayado en el original)
La escena no dejará ausente aquellas imágenes cosificadoras y animalizadas con las que se suele designar la otredad negra, en intervenciones como la que refiere el accionar del mayordomo, un «negro viejo» que «tiene bajo sus órdenes un enjambre de negrillos de todas tallas y edades» (Mansilla de García, 1996:45). Es decir que la causa antiesclavista se apoya pero se dimensiona y trata a los negros del Norte bajo la estricta mirada segregacionista de la elite blanca. La situación es, finalmente, sincerada en algún pasaje como el que sigue: «Pobre Sud! Á pesar de sus faltas, del látigo cruento con que azotaba las espaldas de sus negros, era simpático. Lo compadezco y le dedico aquí un latido de mi corazón femenino» (Mansilla de García, 1996:72).
Lo que este desfasaje también deja entrever es el reajuste en las variaciones de posición que, evidentemente, debe haber transido interiormente a la narradora, pues parece haber estado, en su primer viaje a Norteamérica, más cercana a la posición esclavista. Acabada la guerra, ha tenido necesariamente que reacondicionar su lectura, en un acto que tiene valor acomodaticio o prioriza un enfoque más ‘polite’, pues siempre es más redituable acompañar a los vencedores. Otra vez es la previsible reescritura de la experiencia, reposada, garantizada por los casi veinte años transcurridos, lo que desmaraña las versiones encontradas sobre la guerra, que perduran todavía de manera vidriosa, aunque ahora recubiertas por el maquillaje de lo políticamente correcto. Recién en el final de Recuerdos de viaje, la protagonista se muestra «confesando mi pecado; yo era sudista. (…) Á pesar de los esclavos? Se me dirá. Á pesar, respondo humildemente, que ese Sud, donde reinaba la esclavatura, era hasta entónces el monopolizador de la elegancia, del refinamiento, y de la cultura en la Union» (Mansilla de García, 1996:197); y, para más datos, transcribe allí el fragmento de una carta amonestadora de su amigo Santiago Arcos, quien le reclamaba sobre su posición: «Amiga mia: Vd. es sudista ahora porque es una niña y aún no ha vivido: espere á envejecer para comprender y apreciar á esos rústicos Yankees que tanto chocan su sentimiento artístico» (Mansilla de García, 1996:197, subrayado en el original).
Considerando todos estos elementos, las disculpas, en verdad, suenan con una sinceridad a medias, pues tras la calculada recuperación del estereotipo «del corazón femenino» y la inmadurez juvenil parece ocultarse un acto que trasunta puro esnobismo o es, sin más, un gesto levemente cínico. Por otra parte, la pervivencia de estas posiciones incongruentes de Mansilla muestra un indudable acto de desprendimiento del mandato patriarcal, aquel que Arcos dirigía a «la niña», donde se le señalaba cómo interpretar los acontecimientos. Así, la posición ‘work in progress’ sobre la guerra que el libro nos ofrece, a comienzos de la década de 1880, resulta en extremo polémica ante los convencionalismos que se reactualizaron tras haberse saldado el conflicto, y perdura además como una resolución deliberada donde la narradora no negocia excluir de su texto aquella simpatía -políticamente incorrecta- por el Sud, sobre la cual se la reprendió siendo «niña» (es decir, por ser mujer y joven).
Así las cosas, es por lo menos llamativo el hecho de que la narradora sostenga, hasta último momento, su visión idílica de la esclavitud, casi como uno de los complementos necesarios de la vida aristocrática que tanto valora con nostalgia en el sur norteamericano y, en cambio, se conmueva frente a la situación de sumisión que el gobierno sostiene con los pueblos originarios norteamericanos. La escena en que, sorprendida, la narradora ve al presidente norteamericano sentado junto a los caciques pieles rojas, sirve de pábulo para que increpe a las autoridades por el despojamiento ocasionado, ante el cual sin embargo la dignidad de los originarios, vencidos, termina por «enternecer» a la viajera. En la crítica sobre el trato que reciben «las tribus salvajes» se destaca el oportunismo de las ocupaciones y la dureza del sostenimiento de los territorios incorporados a la Unión, pues «así que el Yankee tuvo una existencia politica asegurada, no se contentó ya con comprar, como en otro tiempo, tierras á los indígenas, decidió destruir la raza por todos los medios á su alcance» (Mansilla de García, 1996:61).
La sobrina de Juan Manuel de Rosas, el primer «pacificador» del desierto argentino que protagonizó las campañas de 1833 y 1834 al sur del río Salado, desenfoca aquí la mirada comparatista que tanto orienta sus significaciones sobre política en otros pasajes del viaje. Ante esta situación, con velado fundamento, el texto elide el contraste para evitar así el careo con lo que fue la política argentina de ocupación de los campos del sur bonaerense, en las diferentes avanzadas sobre territorios indígenas. Un hecho donde a la narradora la intromisión política del gobierno nacional en estos conflictos se le superpone, muy incómodamente, con el accionar de su propia familia.
La circunstancia, además, constituye otro argumento que permite seguir abonando la hipótesis sobre los criterios genéricos -pautados según las tradiciones literarias y discursivas de su momento- que la escritora baraja con sumo cuidado a lo largo de su trayectoria autoral. Pues si en este caso, en el relato de viaje lo espinoso del asunto se escamotea como un pase escénico hacia la elisión, por el contrario, en otra zona de su producción -como ya observamos en la periodística- se convertirá en terreno fértil para el disenso y la polémica. De igual manera, bajo el amparo de otras convenciones literarias canónicas como la novelística, diversos cuestionamientos cercanos -como la figura del indio en la historia argentina, desde Lucía Miranda (1860) a Pablo ou la vie dans les Pampas (1869), y la de otros sectores populares como el gaucho, en El médico de San Luis (1860)- serán decididamente encauzados (Sosa, 2006). En esta porción de la narrativa de Mansilla, se alcanzan relevantes niveles de solidaridad con grupos subalternizados por varios factores estigmatizantes -étnicos, genéricos, socioeconómicos, etc.- y se predefinen claros programas contestatarios más inclusivos que aquellos que los modelos de construcción de las naciones latinoamericanas estaban ensayando de manera contemporánea, tanto en el terreno de la edificación del aparato institucional del estado moderno como en el campo no menos definitorio de los imaginarios homogeneizadores de las nacionalidades.
VI.
En la compleja circunstancia, en todo momento especular, con que la narradora ve a las norteamericanas (y las critica, las envidia, se solidariza con ellas o lisa y llanamente no las comprende), se tensiona y descalibra a medias el modelo canónico del ángel del hogar -el corsé imaginario decimonónico impuesto como estatuto sobre el ser y el hacer para las mujeres occidentales-, como la expresión de un deseo de ruptura coartado, que logra atisbarse pero ante el cual todavía aparecen resistencias íntimas que impiden cristalizarlo.
La descripción de una de las ocasionales mujeres que Mansilla conoce, Miss Duncan, refleja ese modelo que la narradora se resiste, en algún subterfugio interior, a abandonar y que la lleva, por momentos, a no comprender ciertas costumbres, como en el caso de aquella otra matrona que conoce en New York llevando toda una vida en hoteles, es decir, sin un hogar familiar (Mansilla de García, 1996:43). Por el contrario, la venerable Miss Duncan, «la madre, allí había madre, era una bellísima anciana, paralítica, de tez delicada y facciones finas» (Mansilla de García, 1996:186). Frente al frenesí de las otras mujeres norteamericanas que ganan la calle, trabajan y son dueñas autosuficientes de sus proyectos de vida, esta mujer -madre, vieja e impedida- es casi una alegoría del modelo femenino del ángel del hogar agonizante. En ese contraste parece cifrarse en buena medida la lucha interna que a la viajera, aun cuando se jacta como mujer moderna y de mundo, se le presenta a cada paso cuando tiene que opinar sobre las norteamericanas. Otra vez, la lucidez de Viñas señala esta inquietud interior sin coagulación:
Eduarda va contando su aprendizaje norteamericano con sus matices y sus previsibles pero severas contradicciones. Es un paso a paso cauteloso donde practica miramientos, vigilias, reservas y, bruscamente, desquites y réplicas certeras. Una recopilación de «cosas vividas» que, mujer de mundo victoriana al fin, al asimilarse al típico narrador experimentado del siglo XIX, convertirá en «consejos de una madre» a través del matiz de los Recuerdos. (Viñas, 1998:53, subrayado en el original)
Innumerables situaciones van perfilando este aspecto insoluble. Irrumpe, así, el elogio: sobre la libertad individual de la norteamericana que «parece poseer gran dósis de self reliance (confianza en sí mismo)» (Mansilla de García, 1996:117, subrayado en el original); sobre el desempeño de la ‘repórter’, muy valorado por la inscripción de la mujer periodista en la vida pública como trabajadora y por el dinero que gana, cuya cifra la autora no olvida mencionar. Pero al mismo tiempo acecha, también, la censura: hacia esa misma independencia de las mujeres que «toman el tranway ó el ómnibus, solas ó en compañía» (Mansilla de García, 1996:116); o hacia la apariencia pública de sus cuerpos: «tan coquetas, tan provocantes» con «ese descoco de criaturas tan preciosas» (Mansilla de García, 1996:101), endulzado por el consumismo desmedido de los productos de belleza femenina y el uso del «traje muy corto, en extremo corto» (Mansilla de García, 1996:116). La falta de disimulo en la belleza montada artificialmente para la conquista amorosa es una franqueza que la narradora no tolera. ‘The american flirtation’, tal como la nombra, representa uno de los aspectos que el viaje registra obsesivamente, en un gesto de desaprobación constante por la autonomía con que las mujeres manejan su sexualidad. Comentando un baile en casa del banquero Phelps, la viajera se escandaliza ante el excesivo coqueteo y las libertades de dominio de las jóvenes en estas reuniones y, sobre todo, en el regreso a casa: «Las niñas, si no van con Pa, llevan the key (la llave) y mediante el beau, respectivo que las escolta, all is right» (Mansilla de García, 1996:181, subrayado en el original).12
Volviendo a la tematización de la ropa, debe señalarse que funciona como un monitoreo constante que el ojo ‘chic’ de la narradora no desatiende bajo ninguna circunstancia. Cito tan solo el comienzo de un pasaje sin desperdicios, donde se exterioriza sobre este asunto la pose criticona de la viajera:
Confieso que sentí cierto malhumor, al verme tan modestamente ataviada, con mi vestido de tela cruda, que á pesar de estar firmado Laferrière, quedaba completamente eclipsado, por el de mi rubia vecina, que, á fuer de novelista de estos tiempos descriptivos, voy á darme el gusto de detallar minuciosamente. La bella en cuestión, que tal lo era, empiezo por la cabeza, que bien merece la supremacía que le concedo, ostentaba una profusion de rizos dorados, suyos ó adquiridos á precio de oro, que encuadraban maravillosamente el gracioso óvalo de su cara. (Mansilla de García, 1996:163-164)
Este ajuste de cuentas sobre vestidos deja entrever, con maestría, ese tono malicioso de la venganza de la pluma de la que habla Jiména Néspolo, cuando destaca cierta iridiscencia de la prosa de la autora:
Eduarda es más Eduarda cuando desborda el corsé por los siete costados y sus fisuras, cuando el cinismo y la maledicencia afilan su pluma y aguzan su mirada, cuando le canta a la civilidad de la mujer madre pura y beata y la hilacha embarrada de la enagua le astilla la retórica en apenas tres sintagmas y medio. En esa tensión irresuelta, entre la letra (anormal, excesiva) que fluye y la normalidad que en todo tiempo reclama o reivindica, Eduarda se espesa, se ahonda. (Néspolo, 2015:10)
Mientras se van definiendo los matices de la pose burguesa de la viajera, por ejemplo, cuando se queja, casi desde una perspectiva de Antiguo Régimen, porque no está profesionalizado el oficio de sirviente en Norteamérica; o cuando respeta con prolijidad el itinerario por los lugares turísticos, desde los emblemáticos (las cataratas del Niágara -donde compra las infaltables postales-, Broadway, el Capitolio, etc.) hasta los espectáculos circenses con su pequeña feria de monstruosidades de la modernidad, donde se exhiben enanos; o discute el precio del calzado en New York, ante la frivolidad circunstancial de estas situaciones, de repente, en el relato emerge la escena siniestra:
El acueducto que surte de agua á Filadelfia, que dicen ser obra de ingeniería de gran mérito, tiene un estanque vastísimo que presenta una vista pintoresca, con sus elevados muros cubiertos de yedra, que semejan una fortaleza antigua. Recuerdo, sinembargo, el horror que sentí, al pasar por delante de ese edificio cuando un amigo cicerone me dijo: «Hace algun tiempo, habiendo agotado los depósitos del agua, se encontró en uno de ellos el cadáver de un niño de pocos meses: algún infanticidio». (Mansilla de García, 1996:128)
Lo ominoso del caso no podría constreñirse exclusivamente a la escena truculenta, es la estela de una idea sobre la muerte del niño probablemente descuidado por su madre, es decir, una víctima palmaria de la no persistencia del modelo del ángel del hogar, lo que parece sembrar el horror en nuestra viajera. Hasta en estas circunstancias se alude, entonces, de manera velada, a la incomodidad con que la narradora va incorporando los nuevos lugares sociales y estándares de vida, legitimados con mayor fuerza entre las norteamericanas, sobre los cuales se va afianzando la emancipación de las mujeres burguesas occidentales, en la sociedad civil de fines del siglo XIX.
VII.
A lo largo de su vasta tradición escrituraria, el viaje como creador discursivo del otro desde la mirada excluyente de lo eurocéntrico o metropolitano -en su versión más imperialista, de lo bárbaro (Svampa, 1994)- promovió estratificaciones sobre la diversidad cultural que se impusieron como consecuencia de macro órdenes políticos y económicos favorables a las expansiones del capitalismo occidental. Lo interesante de la mirada decimonónica que nos devuelve Recuerdos de viaje de Eduarda Mansilla es la ambivalencia con que va generando sus registros, especialmente, mediante el vaivén de los géneros (la autobiografía, el ensayo de interpretación sociocultural, el estudio antropológico ‘avant la lettre’, el comentario político, la nota de color social, etc.) que el libro de viaje propicia. A ello debe sumarse el nutrido andamiaje que el baúl atiborrado de experiencias y conocimientos de la narradora puede acreditar en su relato (por su pertenencia social a la elite patricia de un país periférico latinoamericano y también como residente extranjera durante muchos años en Europa), haciendo gala de la cultura letrada exquisita que porta y el afán honesto por la escritura que la encandila a cada paso.
Antes que recapitular aquí aspectos que creo han sido lo suficientemente comentados en los apartados de este artículo, organizado tras algunas de las temáticas en las que podría ordenarse las intervenciones sobre la otredad (la imagen de la narradora, la figuración del cuerpo, la sociedad norteamericana, la guerra civil, las mujeres, etc.) que la viajera va improvisando en las acciones y de manera calculada va fijando en la escritura, me gustaría cerrar estas apreciaciones destacando una circunstancia autorreferencial de la obra, precisamente abocada a dejar una huella interior -otra más- de la propia inscripción de la figura autoral.
Dos episodios breves se corresponden recíprocamente en Recuerdos de viaje y permiten ser leídos como la continuidad de una misma escena en la que Mansilla borronea su autorretrato como escritora. En la primera, mientras recuerda su transitar por la vida cultural de New York con el Conde de París, se interpola una frase señera donde nos comparte con cierto pudor que: «Aquí, en el Plata, no hace mucho, he recibido una carta suya muy expresiva sobre mis CUENTOS» (Mansilla de García, 1996:100). En una segunda ocasión, esta vez en su encuentro con el escritor John Lothrop Motley, de cuya obra The Rise of the Dutch Republic la narradora venía de hacer un fallido regateo en una librería de la ciudad, emerge más claramente el halago entre colegas: «Señora V. me favorece; más fácil es escribir una buena historia que una buena novela; y V. ha escrito el Médico de San Luis» (Mansilla de García, 1996:193), nos confía la narradora socializando el elogio del escritor norteamericano. Cada uno de estos episodios, que se introducen como astillas casi imperceptibles en la dinámica imperiosa del viaje y su relato, alcanza para conformar la típica autofiguración de autora, es decir, la imagen de escritora desde la cual Mansilla quiere ser dimensionada.
Afectada en su condición de mujer por costumbres que admira y desdeña, atribulada por las prácticas sociales en las que no puede evitar caer a veces en la torpeza y la ridiculización, fina intérprete de la cultura occidental con la que sintoniza sin mayores inconvenientes sus consumos culturales, Mansilla elige terminar este libro con la anécdota de Motley. Es decir, que decide cerrar su compleja lectura sobre la sociedad norteamericana sin exhibir los blasones de pertenencia a la familia Rosas, también desestima enrostrar a los lectores el hecho de ser la esposa del diplomático García -un auténtico desplazado de escena-; por el contrario, elige privilegiar aquí una figuración más propicia donde se autopercibe entrañablemente, en un gesto de modernidad finisecular cargado de fisuras, desde la asunción de su oficio como escritora. Desde ese lugar Recuerdos de viaje invita a ser leído, disfrutado, (re)vivido por la palabra, como el registro personal ennoblecido de una profesional de la literatura.
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