Tema Central
Recepción: 26 Diciembre 2022
Aprobación: 21 Mayo 2023
Resumen: El artículo propone echar una mirada sobre el papel político-ideológico de la prensa en las discusiones que tuvieron lugar en el año 1877 en torno a la organización de la enseñanza, un campo en el que diversos sectores de la intelectualidad estaban interesados en incidir pues era un importante agente de formación de ciudadanía. Las opiniones eran volcadas en los papeles periódicos, lo que los convertía en actores políticos relevantes. Usando algunos elementos de la historia conceptual como herramienta metodológica, indagaré en los recursos discursivos utilizados por los contendientes para construir sus argumentos en los debates acerca del grado óptimo de participación del Estado en la enseñanza.
Palabras clave: prensa, enseñanza, debates públicos.
Abstract: This article aims to examine the political-ideological role of press in the debates that took place in 1877 regarding the organization of teaching, a field which many intelectual groups intended to influence since it played a large part in the creation of citizenship. Opinions were voiced through newspapers, which turned them into relevant political actors. Using elements from the history of concepts as a methodological tool, I plan to research the discursive resources used by the contenders to build their arguments when debating about the optimal amount of State involvement in teaching.
Keywords: press, education, public debate.
1. Introducción: la historia conceptual aplicada al análisis de la prensa periódica en el proceso de modernización en Uruguay
El período que discurre entre finales del siglo XVIII y principios del XIX en Iberoamérica fue caracterizado por Guerra y Lempérière como de nacimiento de la modernidad política. Los elementos identificados con ella son «el surgimiento de nuevas formas de sociabilidad, de producción del escrito y de lectura y, más globalmente… maneras diferentes de concebir el cuerpo social, la soberanía o la representación» (6). Esto desencadenó una «serie de transformaciones que altera[ro]n objetivamente las condiciones de enunciación de los discursos» (Palti 79).
Una de las manifestaciones más significativas del ingreso de las colonias hispanoamericanas a la modernidad política fue la aparición, en las ciudades, de ámbitos de sociabilidad que se desarrollaron en paralelo al espacio ―hasta entonces único― sostenido por las esferas de gobierno (González Bernaldo, «La Revolución…» 10-11). Nuevos sectores de la sociedad comenzaron a participar en lo que ha sido denominado cultura impresa, en particular a través de la prensa periódica, que por sus características materiales permitía ampliar, en términos relativos, el acceso del público a los contenidos de las publicaciones, posibilitando la emergencia de nuevos sujetos políticos. Periódicos y revistas funcionaron como dispositivos culturales que proporcionaban un espacio a los intercambios de opinión y la comunicación social de las ideas (González Bernaldo, Civilidad 138). El incremento del público lector y la popularización de la cultura impresa rioplatense fueron posibles gracias a un sostenido aumento del índice de alfabetización (Acree 110). En la segunda mitad del siglo XIX, las publicaciones periódicas se habían convertido en uno de los principales vehículos de la opinión de la intelectualidad rioplatense. La mayoría de estas publicaciones «surg[ía] de ―o se vincula[ba] con― sociedades ilustradas en donde sus discusiones conflu[ían] y de donde s[olía]n extraer material ―en ocasiones en forma de cartas, en otras en la modalidad de discursos― para la empresa editorial» (Pas 132), lo que aseguraba el intercambio de ideas entre escritura y oralidad.
En este trabajo, procuraré analizar la prensa con el fin de ponderar su participación en la producción y circulación de ideas políticas. Los papeles periódicos fueron actores influyentes en los principales debates que dieron forma al Uruguay moderno, ya que difundían las posturas discutidas en los círculos intelectuales de su capital y formaban opinión en los públicos lectores, ostentando así no solo una función política, sino también «pedagógica y propagadora del conocimiento, de modo que asum[ían] implícita o abiertamente el carácter filantrópico con que fue pensada durante mucho tiempo la prensa: como expansión de las Luces» (Pas 131). Los periódicos tenían la capacidad de mostrar las discusiones cotidianas que se suscitaban entre los redactores de distintos medios y que eran, en su mayoría, sobre asuntos de actualidad. Al igual que las revistas, «no se planean para alcanzar el reconocimiento futuro…, sino para la escucha contemporánea» (Sarlo 9). Los problemas que se abordan son los exigidos por la coyuntura. Por otra parte, los periódicos son, en general, proyectos que nacen de la conjunción de varias voluntades y por tanto permiten abordar a los intelectuales en colectivo. El periódico como producto final no es solo la suma de sus artículos considerados individualmente, sino también su sintaxis, diseño, el ordenamiento y la jerarquización de los textos que fueron seleccionados para componerlo, lo que lo vuelve un objeto colectivo.
La investigación de los lenguajes políticos difundidos por la prensa se enriquece con la utilización de la historia conceptual como herramienta metodológica, pues permite ver el carácter contingente de las formaciones discursivas. Como expresó Reinhart Koselleck (99), la historia de los conceptos «literalmente se pregunta por la evidencia de la transformación que se produce» en una época histórica y «cómo se ha articulado lingüísticamente en los conceptos». Los términos o ideas acumulan connotaciones particulares diversas que lo convierten en un concepto, en el que «se encuentran siempre sedimentados sentidos correspondientes a épocas y circunstancias de enunciación diversas» (Palti 72). Un concepto se amplía cada vez que la realidad sobrepasa su capacidad enunciativa, y de esta forma adquiere nuevas dimensiones, sin necesariamente perder las previas. En ocasiones, los conceptos acumulan sentidos superpuestos e incluso contradictorios, cuando son utilizados como armas discursivas por sectores en pugna.
El principal concepto que me interesa rastrear en este artículo es el de libertad de enseñanza, que era una de las diversas adjetivaciones de la libertad. Esta última estaba, en el ámbito rioplatense de la segunda mitad del siglo XIX, estrechamente relacionada con las nociones de orden, civilización y progreso. También estaba asociada a una «dimensión liberal de la libertad como derechos individuales» (Entin 60-61). El concepto de libertad de enseñanza articuló en su entorno una serie de consideraciones acerca de los límites del Estado, de los particulares y de las organizaciones eclesiásticas en la cuestión educativa. Asimismo, combinó dimensiones políticas, económicas y sociales, incluyendo los roles de género, que fueron desplegadas a través de las argumentaciones de los contendientes y que permiten acercarnos a las formas en que concebían la libertad.
2. Cambios y continuidades en el Uruguay de la modernización
El Uruguay de 1877 vivía procesos concurrentes de modernización y de secularización. La década de 1860 es señalada convencionalmente por la historiografía uruguaya como el comienzo de la transición a la modernización. Esta literatura suele marcar el fin de la Guerra Grande como el momento de adopción definitiva de esquemas organizativos más complejos tanto a nivel productivo ―resultado de una economía cada vez más integrada al capitalismo mundial― como a nivel social y cultural, que superaban y ampliaban las dicotomías de la época colonial y presentaban, en consecuencia, nuevas realidades y problemas.
La modernización ha sido definida por Zubillaga y Cayota (33-34) como un «proceso [que] combina ―aunque no siempre todos, ni todos contemporáneamente― los siguientes factores: urbanización, industrialización, superación de pautas tradicionales de comportamiento, eliminación de referentes religiosos de la normatividad social, y articulación de una estructura política democrática y participativa». Los autores plantean que durante el proceso de modernización «coexisten elementos de la tradicionalidad… con factores de la modernidad» y que, precisamente por ser momentos de transición, se caracterizan por «una fuerte conflictualidad».
Por su parte, según di Stefano, la secularización no es
Esta caracterización recupera la multidimensionalidad del proceso de secularización, lleva la mirada hacia las formas en que las religiones y en particular el catolicismo, también formaron parte de la modernidad política. Las estrategias incorporadas por el «Nuevo Catolicismo» para «responder a los desafíos» planteados por la modernidad incluyeron «redes de asociaciones voluntarias, periódicos, producción en masa de imágenes y manifestaciones masivas» (Clark 13).
En cuanto a la coyuntura política, las primeras décadas posteriores al fin de la Guerra Grande en Uruguay, en 1851, estuvieron marcadas por la necesidad de emprender el proceso de organización estatal que requería de una autoridad fuerte y centralizadora, capaz de lograr la ansiada soberanía nacional. En este contexto, tras una serie de presidencias impopulares, accedió al poder el coronel Lorenzo Latorre en calidad de gobernador provisorio. Su gobierno y los dos siguientes ―encabezados por los también coroneles Máximo Santos y Máximo Tajes― fueron agrupados por la historiografía bajo el nombre de «Militarismo». Durante este período, que transcurrió entre 1876 y 1890, Uruguay hizo grandes avances hacia la modernización estatal: actualizó la tecnología al servicio de la productividad agropecuaria, dio garantías a la propiedad privada, profesionalizó los cuadros de muchas dependencias públicas con el fin de tener un conocimiento más acabado y científico de la realidad del país ―contribuciones, padrones, población, registro civil― y, fundamentalmente, buscó la llegada del control estatal a todo el territorio, en un marco de austeridad en la administración y recuperación económica.
Algunos aspectos del proceso de modernización llevados adelante durante el militarismo implicaron la asunción por parte del Estado de funciones que antes habían correspondido a la Iglesia católica.[1] La transferencia de potestades no estuvo exenta de conflictos. La sustitución de la Iglesia por el Estado o por asociaciones civiles no católicas en estas atribuciones que históricamente eran competencia de la primera, como el registro de las estadísticas vitales de la población a través de los libros parroquiales, la enseñanza impartida por las órdenes religiosas y el ejercicio de la caridad cristiana, transformada en filantropía, tuvieron una fuerte significación simbólica y evidenciaron una considerable merma en el poder material y espiritual de la Iglesia católica en Uruguay, con un correlativo aumento de las atribuciones del Estado.
Un campo privilegiado por el proceso de secularización fue el de la enseñanza,[2] ya que se la consideraba imprescindible para el ejercicio de la ciudadanía a través del voto ―el analfabetismo era una de los causales de su suspensión―[3] y también como fundamental agente formador de una conciencia nacional en un país joven y con altas tasas de inmigración (Islas 13-53). El grado de intervención del Estado en la organización y administración de la enseñanza fue una de las cuestiones que se discutieron en ese contexto, lo que entrañaba diversas posturas con respecto a la libertad de enseñanza y a la libertad en general.
3. Presentación de los medios de prensa relevados[4]
Para estudiar la prensa montevideana de 1877 es importante tener en cuenta que Uruguay atravesaba un régimen dictatorial ―eufemizado como «provisorio»―, algo que probablemente incidió en la forma y el contenido de los papeles periódicos. Aún en 1900, Fernández y Medina (43) decía: «Durante la época llamada de Latorre (1876-80), el periodismo experimentó cierta transformación, que es todavía algo difícil precisar», y explicaba: «La política se trataba con miramientos notables y como era natural tenerlos en tiempos en que las vidas y la tranquilidad pública y privada dependían del capricho del hombre que ejerció el poder ad libitum». A continuación, presentaré los medios de prensa estudiados en este artículo, y las principales figuras detrás de ellos. Conocer las trayectorias rioplatenses ―y una de ellas transatlántica―de varias de estas personas ayuda a calibrar la circulación que pudieron dar a las ideas que defendían.
3.1 El Siglo
Fue fundado en 1863 por iniciativa de Adolfo Vaillant (1816-1881), francés de origen y radicado en Uruguay desde 1840, caracterizado por Fernández Saldaña (1253-54) como un «espíritu liberal ― sobrepuesto a los prejuicios confesionales». Vaillant es conocido como el fundador de la estadística en Uruguay, ya que fue el creador de la Mesa de Estadística, primera oficina dedicada a la organización demográfica en el país. En el primer número se anunciaba: «El Siglo será liberal en política. La libertad en el orden y el orden en la ley, este es su dogma, pero no olvidará jamás que el saber esperar es una verdadera ciencia en política, y que la impaciencia y la indiscreción son los más temibles enemigos del progreso liberal en las instituciones de los pueblos» (Álvarez Ferretjans 181). Los valores volcados en esta profesión de fe eran típicos del principismo en boga.[5] Vaillant, al igual que el resto de los propietarios y redactores, pertenecía al Partido Colorado aunque, como señala Scarone (232), «[l]a filiación política del diario era visible, pero para facilitar su acción, se resolvió no ponerle divisa partidaria y hacer gala de moderantismo».
La segunda época del diario, iniciada en 1868, tuvo como director y redactor a José Pedro Ramírez (1836-1913), también colorado y destacado publicista, abogado y político uruguayo. Entre enero y marzo de 1877 su administrador fue Miguel Álvarez y de abril a diciembre lo fue Cayetano C. Álvarez. El gerente fue, durante todo el año, Ricardo Goodall.
El Siglo demostraba conocer cabalmente su influencia y su lugar de cuarto poder político: en 1873 el diario editorializaba que «[l]a misión de la prensa es convencer. Su propaganda no puede ser más que un instrumento para inculcar doctrinas en todas las conciencias y conseguir en el terreno positivo de los hechos, el triunfo de los principios y de las ideas que constituyen su programa, su aspiración y su bandera».[6] Pocos meses más tarde sostenía que «[n]o vacilamos en afirmar que si la prensa no tiene la facultad de hacer las leyes, de ejecutarlas ni administrar justicia, hace algo que a la larga es más importante que todo eso: contribuye poderosamente a formar y dirigir la opinión pública: esa opinión que expresada por medio del sufragio es el origen de todos los poderes…».[7]
3.2 La Democracia
Apareció en junio de 1872, dos meses después de celebrada la llamada paz de Abril, que puso fin a la revolución de las Lanzas y marcó el inicio de la coparticipación en el gobierno de los dos partidos tradicionales, el Partido Blanco (que en adelante se denominaría Nacional) y el Colorado. Tuvo como fundadores a los nacionalistas Agustín de Vedia (1843-1910), Alfredo Vásquez Acevedo (1844-1923) y Francisco Lavandeira (1848-1875). De Vedia, uno de los mayores representantes del principismo blanco, inició su actividad periodística antes de los veinte años, fue diputado en Uruguay y vivió alternativamente en Montevideo y Buenos Aires. Un indicio de su anticlericalismo puede hallarse en el proyecto de ley sobre enseñanza que presentó en 1873 y en el que proponía eliminar la instrucción religiosa (Oddone 155). Vásquez Acevedo mostró desde joven un interés por la cuestión educativa y fue cofundador de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, en 1868, y rector de la Universidad de la República entre 1880 y 1899. Lavandeira estudió Derecho en Buenos Aires, retornó a Uruguay luego de finalizar la carrera para ponerse al frente de la cátedra de Economía Política en 1873. Fue también un principista blanco, asesinado durante el motín militar que se produjo el 15 de enero de 1875 con motivo de la elección de alcalde ordinario de la capital.
En su programa, de tintes también principistas, se afirmaba: «La Democracia se presenta en la arena del debate de las ideas, levantando una bandera de porvenir en el seno de una asociación dispersada en otro tiempo por la derrota y la proscripción, y que se reconstituye hoy para consagrar sus esfuerzos a la grande obra de la regeneración de la patria» (Álvarez Ferretjans 210). En 1877 su administrador fue Horacio Fariña, y a partir del mes de setiembre figura además el redactor, que era Luis Melián Lafinur (1850-1939). Este fue un abogado, político e historiador uruguayo de larga vida. Fernández Saldaña (824) lo describió como un «orador de corte netamente principista en política y netamente liberal y anti-clerical». En 1877 desempeñaba el cargo de defensor de pobres en lo criminal en Montevideo.
La Democracia también defendía el papel de la prensa como productora y difusora de ideas, llevándolas incluso a un nivel moral: afirmaba que era «muy legítimo que cada uno aspire a que triunfen en la opinión de los demás y en la práctica las ideas que juzga verdaderas. Si no fuera así, la propaganda y la discusión no tendrían valor moral».[8]
3.3 El Mensajero del Pueblo
Inaugurado el 1 de enero de 1871, fue primero un semanario, aunque en 1877 se publicaba dos veces por semana. Su director fue el presbítero Rafael Yéregui, hermano del segundo obispo de la diócesis de Montevideo, Inocencio María Yéregui. Los propósitos de esta publicación incluían, según su director, «el establecimiento de un periódico católico, que respondiendo a la altura de su misión, difundiese en el pueblo la enseñanza de las verdades católicas, las ideas de moral cristiana, bases del verdadero progreso y civilización de los pueblos», uniendo «lo ameno de la literatura y la variedad de las noticias a la parte doctrinal y en un tanto árida que formará el fondo de nuestro periódico».[9] Según Álvarez Ferretjans (224), en sus páginas El Mensajero del Pueblo reprodujo el pensamiento de ilustres personalidades del catolicismo universal aunque, como podrá verse en el desarrollo de este artículo, en sus editoriales también se trataron temas de actualidad nacional.
3.4 El Ferro-Carril
Este medio vespertino, que lucía en su subtítulo la frase «diario de la tarde, político, noticioso y comercial», apareció por primera vez el 30 de enero de 1869. Su administrador y redactor fue José María Rosete (1848-1916), hijo de un imprentero. Fernández Saldaña (1121) criticó la falta de compromiso político de Rosete, calificándolo de «hombre sin carácter», que «adhirió a los oficialismos más indignos, siempre obsecuente a quien mandaba». Con todo, Fernández y Medina (38-39) señala que El Ferro-Carril «inauguró el periodismo puramente noticioso y popular» y que alcanzó «la mayor circulación que hasta entonces tuviera un diario en el país», aunque «por el lado político no mereciera nunca consideración ni respeto». Según Fernández Saldaña (1121), este impreso «marcó en el diarismo nacional el advenimiento de la hoja liviana y alerta, repleta de noticias y llena de datos no cotizados hasta entonces en el mercado de una prensa grave y trascendental, posesionada de su rol de cuarto poder del Estado».
3.5 El Evangelista
Es considerado el primer periódico protestante de América Latina, y fue publicado en forma continuada desde el 1 de setiembre de 1877 hasta el año 1886. Llevaba como subtítulo la siguiente expresión: «Órgano de la Verdad Evangélica en el Río de la Plata». Su director, Thomas B. Wood (1844-1922), fue un pastor metodista de reconocida actuación en el espacio platense (Amestoy 2009; Delgado 2011). Se interesó especialmente en el estudio de los vínculos entre la ciencia y la fe, en tiempos en que esta última recibía profundos cuestionamientos, y fue también un destacado pedagogo.
3.6 L’Eco d’Italia
Sobre este medio no ha sido posible definir para este artículo su origen ni tampoco establecer su periodicidad, pues existieron varias publicaciones con ese nombre a lo largo de los siglos XIX y XX en Montevideo y Buenos Aires, a las que no se pudo acceder directamente. Dada la numerosa colectividad italiana residente en Uruguay, es factible que, si no era editado en nuestro país, el periódico fuera traído desde Buenos Aires para sus suscriptores montevideanos.
4. Libertad de enseñanza y papel del Estado en la prensa relevada
El año 1877 estuvo marcado por varios debates que tuvieron como protagonista a la enseñanza. El 12 de enero, el gobierno de Latorre decretó la supresión de los estudios preparatorios dependientes de la Universidad. «Siendo la libertad de enseñanza un sagrado derecho individual que el Poder Público tiene el imperioso deber de respetar y garantir», se estableció «la libertad de estudios en todo el territorio de la República» (Monreal 143). Esta disposición, que estuvo en vigencia hasta 1884, eliminaba el monopolio de la Universidad sobre los estudios preparatorios. El 1 de agosto, el director de la comisión de Instrucción Pública de la Junta Económico-Administrativa de Montevideo, José Pedro Varela, comenzó la reorganización de las escuelas en cinco categorías y redistribuyó a la totalidad de los y las escolares del departamento según su «grado de adelanto» (Palomeque 88). El 24 de agosto, Latorre aprobó el Decreto-ley de Educación Común, inspirado en el proyecto que Varela había incluido en su libro de 1876 La Legislación Escolar.
4.1 El decreto de libertad de estudios (12/I/1877) en la prensa periódica
Con la aprobación del decreto el día 14 de enero, se puso en marcha el intercambio de opiniones entre papeles periódicos. Es posible distinguir algunos puntos de contacto entre La Democracia y El Mensajero del Pueblo en su opinión a favor de la liberalización de los estudios secundarios, contrastante con la de El Siglo que, en su intercambio con La Democracia, dejaba ver una mayor afinidad hacia la presencia estatal en la enseñanza. Tanto La Democracia como El Mensajero del Pueblo apelaron a la libertad individual como fundamento básico para apoyar el nuevo decreto.
La Democracia realizaba una distinción entre sociedad política y sociedad civil, y sostenía que la instrucción pertenecía a la órbita de la segunda, por lo que debía quedar «librada a la acción de los particulares».[10] Lo opuesto contrariaría el derecho individual. Se colocaba a la educación junto al comercio, «las industrias, las ciencias y las religiones» como ámbitos de la actividad privada donde no tenía lugar la iniciativa de los gobiernos. Cualquier intervención de estos era considerada «una injerencia indebida si la hemos de juzgar con el criterio teórico; nos parecerá cuestionable bajo el punto de vista constitucional positivo».[11] Este diario privilegiaba la libertad individual sobre cualquier otra y se amparaba en preceptos constitucionales vigentes que, aunque no fueron explícitamente citados, podemos suponer se tratase de los artículos 130 y 134 de la Constitución relativos a los derechos de los habitantes del Estado, y a los alcances del Estado en lo tocante a las acciones privadas de los hombres.[12] Esta complementariedad entre los clásicos principios liberales ―vida, honor, libertad, seguridad y propiedad― y las limitaciones del Estado en la esfera privada conducían a la libertad de acción individual y de asociación para comerciar, producir o enseñar que preconizaba el articulista de La Democracia.
Este medio sostenía que los gobiernos eran los menos idóneos para ocuparse de la enseñanza, y que quien estaba en verdad capacitado para hacerlo era el pueblo.[13] Para realizar esta afirmación se apoyaba en los hechos históricos, expresando que siempre que un pueblo había tomado la iniciativa de educarse a sí mismo había superado intelectual y políticamente a los «tiranos» que lo precedieron. La república sería, en ese recorrido histórico ascendente, el punto más alto: «Los monarcas excluyen a los republicanos en nombre de la ciencia gubernativa, y los republicanos hacen gobiernos modelo». De modo que, dentro un régimen republicano liberal, la población estaba llamada a ser su propio agente de autosuperación. Los gobiernos solo debían ser una especie de «recurso supletorio» o brindar «tutelaje» ―por usar dos expresiones halladas en el diario referido―. Por otro lado, los gobernantes habían demostrado estar ausentes y desinteresados en el progreso intelectual y cívico del pueblo:
Esta era una alusión a la realidad educativa del Uruguay de décadas anteriores, en que la tarea había sido asumida en gran parte por particulares ―cansados, como decía el artículo, de esperar la acción de las autoridades públicas―, debido a que el Estado había dedicado gran parte de sus recursos a la reconstrucción del país y recién comenzaba a configurar una identidad nacional que pudiera ser enseñada. El redactor del artículo asociaba, además, las virtudes intelectuales con las cívicas, destacando la importancia de la instrucción en la formación de una conciencia cívica y de valores democráticos y la omisión de los gobiernos a la hora de garantizar esa formación.
Por momentos, el articulista de La Democracia parecía entablar una discusión no ya con la prensa, sino con la postura de José Pedro Varela en el capítulo destinado a «La educación obligatoria» en su obra La Educación del Pueblo.[15]Allí, Varela prevenía contra «un mal entendido liberalismo» y sostenía: «El esfuerzo individual, el de las corporaciones religiosas o filantrópicas, es impotente para obtener el resultado educacionista que es indispensable para la vida regular de las democracias», pues la experiencia demostraba que «allí donde el poder público se ha abstenido de dar educación al pueblo, este ha vegetado en la ignorancia». Por consiguiente, era «la acción conjunta del Estado y del individuo, concurriendo a un mismo fin» (Varela 82-83), la que produciría los resultados deseados.
El semanario católico El Mensajero del Pueblo elogió en un editorial «la facultad de estudiar cada uno donde quiera, con quien le plazca y siguiendo los métodos y textos que más le agraden» que el nuevo decreto posibilitaba. Asimismo, hizo alusión a «la libertad que de justicia se les deb[ía]» a los «colegios de enseñanza católica», que hasta entonces habían encontrado un freno en el control estatal y que desde ahora podrían «con ventaja competir con otros colegios donde se olvidan los sanos principios del catolicismo». Quedaba claro que los sectores católicos se veían beneficiados por la libertad de enseñanza, ya que podían ofrecer una alternativa competitiva a las instituciones oficiales de estudios preparatorios, donde no se priorizaba la enseñanza de la religión católica. El artículo concluía felicitando «al gobierno por la acertada resolución» y también «a los padres de familia»[16] que podrían optar por una enseñanza para sus hijos e hijas que se adaptara a aquellos sanos principios.
Pocos días después, La Democracia sostenía que «el Departamento escolar debería recibir toda su autoridad y organización directamente del pueblo».[17] Según El Siglo, eso conllevaría «ni más ni menos que la creación de un nuevo Poder público» y la posibilidad de que hubiese tantos «poderes» como ámbitos particulares («un Poder Industrial, un Poder mercantil, y un Poder artístico»), algo que no consideraba útil ni recomendable. Sostenía, por el contrario, que «cuando se trate de autoridad, esta no puede emanar, sino de los Poderes públicos» ―de los ya existentes, se entiende― y en particular del Poder Legislativo, aunque «sin perjuicio de dejar a los hombres científicos y facultativos que deben componer el departamento [de instrucción], toda la libertad de acción, toda la independencia administrativa que el buen servicio requiera».[18] El Estado, según esta visión, debía proporcionar el marco dentro del cual podrían organizarse con libertad las cuestiones relativas a los programas y contenidos, pero de ninguna manera debía delegar su autoridad al pueblo o a poderes particulares.
Si bien en los hechos el grado de intervención estatal que cada contendiente propugnaba era muy similar, la diferencia radicaba en el argumento discursivo: mientras La Democracia aceptaba con reticencia esa intervención, El Siglo la reclamaba. El primero de estos medios lo describía de la siguiente forma, en un editorial que apuntaba a delimitar el campo de acción de los particulares: «Es un tutelaje, término medio entre la independencia absoluta que quisiéramos para la acción popular, y la enseñanza ejercida exclusivamente por el Estado; transacción que tiene de bueno todo lo que hay en ella de popular, y que tiene de malo todo lo que hay de gubernativo».[19] Mientras tanto El Siglo se preguntaba retóricamente: «¿quién, sino los Poderes Públicos ha de organizar el centro de la educación común? ¿De quién, sino de ellos ha de recibir la investidura que le dé fuerza legal y autoridad para que sus resoluciones sean respetadas?»,[20] dejando en claro que, si bien era necesaria la participación de personas ajenas al gobierno que, con sus capacidades intelectuales y técnicas pudieran beneficiar a la instrucción, la autoridad que le daba fuerza legal provenía indiscutiblemente de los poderes públicos.
En un editorial posterior, El Siglo apeló a desarmar la lógica de La Democracia con sus propios argumentos, vertidos en una serie de artículos sobre los orígenes de la criminalidad, que desde un punto de vista médico-científico intentaban explicar los motivos que empujaban a las personas a actividades delictivas. Dentro de esa explicación, una de las causas que generaban en algunos individuos una inclinación a conductas criminales era una instrucción defectuosa, en una visión que entendía a la educación y a la enseñanza como preventivas de los males sociales. El Siglo dirigía entonces la siguiente crítica:
Se recurría al argumento esgrimido por La Democracia sobre la libertad individual, y se lo reconfiguraba para legitimar la entrada del Estado en el ámbito de la enseñanza.
4.2 El debate sobre escuelas mixtas en la prensa periódica
A partir del mes de agosto, el impulso reformador de José Pedro Varela desde su puesto de director de la comisión de Instrucción Pública de la Junta Económico-Administrativa de Montevideo comenzó a hacerse sentir con más fuerza. La reorganización de las escuelas de la capital implicaba que a partir de entonces niños y niñas de hasta ocho años concurrieran a un mismo establecimiento educativo y que, por añadidura, se privilegiara la formación de maestras y ayudantes mujeres sobre la de varones.[22] Esto suscitó una serie de debates que iluminan los modelos que la prensa difundía sobre los roles de género. La cuestión se abordó, en parte, mediante el intercambio ―real o ficticio― establecido con las cartas de lectores publicadas en la sección «Remitidos». Tal como señala Pas (132), con frecuencia esta era la vía elegida para «socializar asuntos bajo la máscara del anonimato, dado que la mayoría de las cartas aparecían ―previsiblemente― o bien firmadas con seudónimo o bien anónimas». Adicionalmente, «aun respondiendo a esa misma temática, las cartas oficia[ba]n de leve ruptura en el monocorde discurso del redactor» (135).
El semanario católico El Mensajero del Pueblo fue quien tomó la iniciativa con una exhortación al organismo que promovía la novedad: «Creemos que la Dirección de Instrucción Pública debiera pesar seriamente las razones que militan en contra del establecimiento de las escuelas mixtas de que hemos hablado; puesto que uno de los principales deberes que su misión le impone es el de velar porque se alejen de la escuela hasta los más pequeños gérmenes por los que pueda peligrar la moralidad de la niñez».[23]
En un artículo remitido por un lector publicado por La Democracia al día siguiente se responsabilizaba directamente a la prensa periódica por haber permitido que la dirección de Instrucción Pública llevara adelante sus propósitos:
Hemos visto prepararse la tormenta que amenaza sobre nuestras hijas, en artículos de diarios que trataban de hacer propaganda y preparaban el terreno a fin de que no hiciera tanto efecto el golpe de la reforma escolar. A la manera de para-rayos dispuestos para neutralizar los funestos efectos de una nube cargada de electricidad, aparecieron en algunos diarios, artículos tendentes a demostrar las inmensas ventajas que estaba reportando en la ciudad del Durazno una escuela mixta o sea de varones y niñas. Desde entonces comprendimos, a dónde se dirigía el objetivo de los encargados de la Instrucción Pública, no se hizo esperar el proyecto de reforma, entonces pudimos contener nuestra tendencia a atacarlo, en la confianza de que plumas mejor cortadas que [la] nuestra, se encargarían de hacerlo. Nos hemos equivocado.
Enseguida, el articulista manifestaba: «El absoluto mutismo de la prensa en tan importante asunto, la indiferencia o mejor dicho el menosprecio de muchos padres de familia que no educan a sus hijos en las escuelas del estado (…) nos [han impulsado] al terreno del debate».[24] El reclamo de este lector evidencia el papel que cabía a la prensa en la sociedad montevideana de la época: debía oficiar de mediadora, previniendo los males que pudieran poner en riesgo a la sociedad.
En su defensa La Democracia se basó en la argumentación a favor de «la nueva organización escolar en la parte que se refiere a las escuelas mixtas», demostrando «que no hay en la medida impugnada cosa alguna que sea una rémora del progreso; que la escuela mixta moraliza a la juventud; que no es una innovación en ningún país civilizado, ni aun en el nuestro; y que no puede ser objeto de resistencia de parte de personas que hayan estudiado y meditado algo en materia de educación». El editor pedía que se tuviera en cuenta no solo el papel de la maestra o el maestro en la formación de las infancias, sino también el de la familia: «no puede ser más peligroso un niño de seis o siete años, que una niña de diez, doce o quince, cuya familia puede ser una escuela permanente de disolución». Y terminaba su columna diciendo que «la Comisión de Instrucción Pública nada reforma; apenas aumenta el número de las escuelas mixtas que teníamos, animada por los buenos resultados que nos han dado».[25]
La Democracia contó con el apoyo de El Siglo en esta cuestión. Este último expresó su solidaridad con aquella en su sección editorial del día siguiente y atribuyó a viejos prejuicios las resistencias a la reorganización de las escuelas: «Esta útil y saludable reforma no podía eximirse de la suerte común a todas las innovaciones provechosas». Y agregaba: «Entretanto lo que hoy nos toca es defender la reforma de los ataques que se le dirigen». Según este medio, las escuelas mixtas no representaban ninguna amenaza a la moralidad de la niñez, pues niños y niñas convivían ya en el ámbito doméstico, y esto sin la tutela de la maestra o el maestro.[26]
En números posteriores La Democracia volvió a tratar el asunto expresando que la intención de esos editoriales era prevenir contra afirmaciones erróneas que pudieran surgir fruto de los prejuicios o la desinformación:
En la medida en que se siguieron publicando artículos contra la reforma en la sección «Remitidos», el editor creyó necesario reafirmar la advertencia. Luego de agradecer al «ilustrado colega El Siglo los conceptos con que nos favorece con ocasión de la defensa que en el número de ayer hice de las escuelas mixtas, y que nos es muy agradable el coparticipar de sus ideas en una cuestión que tanto importa al porvenir de la República», expresaba:
Este tipo de explicaciones, incluidas en los editoriales, contribuían a resaltar la función pedagógica que los redactores entendían que la prensa debía ejercer.
En simultáneo, el articulista anónimo pretendía incidir en la opinión de las autoridades:
…al escribir estos renglones no abrigamos la pretensión de convencer a los extravagantes que pretenden y acostumbran mirar por encima del hombro, a todos los que no piensan como ellos, y sí solo de llevar el convencimiento al ánimo del Sr. Director de Instrucción Pública a quien jamás hemos creído privado de buen sentido, ni tan terco que no sea capaz de convencerse y volver sobre sus pasos, ante el abismo que se presenta bajo sus pies, al considerar solo el peligro en que la moral pública se coloca al llevarse adelante la reforma.
Cerraba el artículo diciendo que «consideramos a la comisión de Instrucción Pública y a su digno presidente llenos del mayor deseo del progreso de la instrucción», y por ese motivo exponía su opinión, «en la esperanza de que esta pesará en su alto criterio las razones aducidas y resolverá lo que juzgue más conveniente a los intereses de la instrucción y educación de la juventud».[29]
Entretanto, El Mensajero del Pueblo retomaba la cuestión de las escuelas mixtas y el abordaje que de ella habían realizado los dos medios recién citados: «El Siglo haciendo coro a La Democracia dice que solo los pretendidos moralistas y los recalcitrantes son los que se oponen a tan útil e importante mejora que existe en los países civilizados». A continuación, cuestionaba la argumentación realizada por ambos diarios: «No terminaremos sin hacer notar la completa sinrazón con que nuestros colegas comparan la reunión de niños y niñas en el hogar doméstico con la reunión que vendrá a establecerse en las escuelas mixtas. Nada más pobre que ese argumento».[30]
Fustigado por el debate que se prolongaba ya por varios días, el propio Varela envió una comunicación a la sección «Remitidos» de La Democracia, que comenzaba de esta manera:
En el número aparecido pocos días después de la publicación de la nota de Varela en La Democracia, la columna editorial de El Mensajero del Pueblo dejaba ver que había un sector católico al que sería difícil convencer de las bondades de las escuelas mixtas:
La contraposición de argumentos como principal arma discursiva tenía la particularidad de que, en ocasiones, los que eran considerados argumentos válidos por un sector no lo eran por otros.
4.3 El decreto-ley de educación común (24/VIII/1877) en la prensa periódica
Esta noticia no fue editorializada por El Siglo ni por La Democracia, sino que ambos se limitaron a publicar el texto en la «Sección oficial» como acostumbraban hacer con todas las novedades que tuviesen ese carácter, pero sin comentarlo. Este llamativo silencio podría ser una señal de aprobación o de desaprobación, y las fuentes no permiten emitir un juicio terminante al respecto. También importa recordar que se vivía bajo un régimen dictatorial por lo que es necesario considerar el posible temor a represalias o censuras en caso de emitir opiniones contra el gobierno.
En las secciones llamadas «Revista de la prensa» los dos periódicos permiten echar un vistazo a posiciones más definidas de otros medios. El Ferro-Carril resaltaba la importancia de darle carácter nacional a la instrucción pública, además de su gratuidad y obligatoriedad, como forma de extender su influencia y establecer «la verdadera igualdad democrática para todas las jerarquías». Esto probablemente refería a la posibilidad de ejercer la ciudadanía a través del voto, ya que algunas líneas más adelante se celebraba el hecho de «[h]abilitar a cada ciudadano oriental, para tomar según nuestra Constitución y nuestras leyes, la participación que le corresponde en la gestión de los negocios públicos, y que solo la instrucción podrá concederle y legitimarle».
Por otro lado, el periódico hacía un abierto reconocimiento al gobierno de Latorre:
Aquí El Ferro-Carril ponía de manifiesto el hecho de que había sido necesaria la acción de un gobierno dictatorial, que en más de un sentido recortaba libertades y cometía arbitrariedades, para aprobar el decreto. Esto contrastaba con los cuarenta y siete años de vida independiente previa, encabezada por elementos «progresistas e ilustrados», en los que no había sido posible lograr la organización necesaria para dar ese paso. Sin llegar a elogiar al gobierno de facto, el diario eludía la formulación de un juicio claro sobre el tema, y es posible concluir que consideraba la dictadura latorrista como un mal necesario para alcanzar la ansiada reforma. Pocos días antes, comentando el decreto del Ministerio de Gobierno que resolvía «afectar exclusivamente el producto de la renta de correos al sostenimiento de la instrucción pública en el Departamento de la capital» el mismo diario había recordado a sus lectores, «[p]ara poner de relieve el empeño del Gobernador Provisorio por generalizar la instrucción», que «cuando el coronel Latorre era jefe del 1er. batallón de Cazadores, costeaba una escuela en la que las clases y tropa de su cuerpo recibían instrucción».[34] Esta sucesión de hechos, y el sentido que El Ferro-Carril les daba, buscaban construir la figura de Latorre como un gobernante comprometido con la enseñanza de la población, que no dudaría en dedicar los recursos necesarios, aunando esfuerzos y voluntades para lograr su objetivo.
L’Eco d’Italia transmitía una postura firme y pragmática en torno al problema de la participación estatal en la enseñanza. Si bien aplaudía «la solicitud que muestra el gobierno por difundir y fomentar la instrucción pública», no estaba «conforme con el impuesto que con este objeto se ha establecido sobre la propiedad».[35] Es decir que no era partidario de que la enseñanza estuviera a cargo del Estado por la carga impositiva que ella comportaba y que, por añadidura, dicho gravamen pesara sobre la propiedad. Opinaba que «en materia de impuestos son preferibles los indirectos, porque el pueblo los paga con menos violencia», pero dicho esto aún consideraba que a esta nueva carga «convendría aplazarla para tiempos mejores». Esta posición crítica hacia el desvío de los fondos estatales a la enseñanza evidenciaba la discrepancia de los redactores con el hecho de que el gobierno acogiera la administración educativa como tarea propia. El Siglo, que fue quien transcribió esta noticia en su «Revista de la prensa», agregaba que L’Eco d’Italia «[n]o parece… partidario de la instrucción obligatoria: cree que el Estado no debe hacerse cargo de atribuciones que en su concepto son privativas de los padres de familia».[36] El posicionamiento de este medio, partidario de mantener la enseñanza en el ámbito privado, aunado a su rechazo a los impuestos a la propiedad, habla de una orientación netamente liberal. Aunque ―y esto es lo llamativo― el uso de la frase «padres de familia», vista en los escritos periodísticos católicos, junto con la ya referida oposición a la intervención estatal, considerados fuera de contexto, bien podrían conducir a pensar que se trataba de un periódico católico. Más allá de las pugnas entre liberales y católicos se evidenciaba un universo de ideas comunes a ambos sectores que convergían en el combate a la intervención estatal, aunque sus motivaciones fueran distintas.
Ya en su segundo número, El Evangelista publicó un artículo en el que hacía comentarios a favor de la reciente reforma de la instrucción pública. El articulista celebraba el hecho de que «los adelantos de la ciencia pedagógica» prometían «ser una realidad para todos», es decir que el alcance de las novedades en el campo de la enseñanza se ampliaba para llegar a más niños y niñas, lo cual era visto como uno de sus mayores beneficios. Unido a esto aparecía el tópico, ya visto en otros periódicos, de la importancia de la reforma para «todo ciudadano patriota», por varios motivos: la implementación de renovados «cursos de estudios y métodos de instrucción», pero también, a un nivel menos explícito, la preparación de un sedimento común desde la temprana infancia para formar ciudadanos que sintieran amor por su patria, a través de la acción de la enseñanza formal que habían recibido.
El artículo también destacaba la importancia de que la reforma propugnara la «enseñanza libre» que, podemos suponer, aludía a la no obligatoriedad de que se enseñara la religión católica, ya que era un tema muy debatido al momento de la aprobación del decreto, y más aún si el comentario provenía de un periódico protestante. El hecho de que este diario caracterizara a la enseñanza no católica como «libre» estaba directamente vinculado a la libertad de prescindir de ella, algo que hasta ese momento no era posible pues la doctrina católica estaba presente en todos los programas de estudios. Esta era otra acepción, opuesta a la católica, de la libertad de enseñanza.
Al final del artículo, El Evangelista encomiaba el papel de la prensa en el proceso de difusión de la reforma escolar y reconocía el creciente protagonismo que los papeles periódicos iban ganando en el ámbito montevideano: comentaba que era «muy satisfactorio notar la unanimidad con que la prensa sostiene las medidas reformadoras», pues ese era «el síntoma más favorable de [su] solidez». Según este medio, el posicionamiento en favor de la reforma por parte de la prensa demostraba «que la opinión pública la aprueba y la sostendrá»,[37] colocando así a los periódicos como eficaces agentes en la circulación de ideas.
Por su parte, El Mensajero del Pueblo celebró «que las buenas ideas ha[ya]n triunfado en lo que respecta á la enseñanza religiosa, habiendo la Comisión reformado el proyecto del Sr. Varela de una manera conveniente», en alusión al artículo referente a la enseñanza de la religión católica, que era luego transcripto. Dicho artículo había sido modificado en su redacción respecto de lo que proponía Varela en La Legislación Escolar de manera que la enseñanza religiosa terminaba siendo obligatoria excepto en caso de aquellos niños y niñas cuyos padres, tutores o encargados se opusieran a ello. Concluía la nota en un tono algo amenazador: «Ahora solo falta que ese artículo no sea letra muerta y se lleve a la práctica como se debe. Esperamos que así sea y en caso contrario seremos los primeros en levantar nuestra voz para exigir el cumplimiento de esa disposición».[38]
5. Conclusiones
Los debates analizados hasta aquí dejan ver la doble función de la prensa: en primer lugar, una función pedagógica, en el sentido de poner a circular las ideas consideradas verdaderas y desterrar las falsas informaciones. Como ya fue dicho, el papel que cabía a los impresos periódicos en la difusión de conocimiento estaba muy vinculado con la emergencia de nuevos públicos lectores. En segundo lugar, una función política, que la prensa ostentaba desde su lugar de cuarto poder influyente en la toma de decisiones que involucraban al país. A pesar de no tener poder legislativo, ejecutivo o judicial, los periódicos contribuían a formar la opinión de sus públicos que luego demostrarían su formación cívica en el ejercicio de la ciudadanía. Los intercambios mostrados en el análisis permiten apreciar algunas de las formas en que circulaban las ideas, entre redactores de medios que opinaban sobre las cuestiones relativas a la enseñanza, sus lectores ―aun cuando no podamos determinar la autenticidad de los artículos remitidos― y las autoridades encargadas de esos asuntos, incluyendo al propio Varela, quien se involucró en la polémica.
El concepto de libertad de enseñanza que trasluce en la prensa estudiada contiene acepciones contrapuestas, provenientes de distintos sectores político-ideológicos reflejados en sus medios de prensa. Podemos, asimismo, pensar esas acepciones dentro del concepto más amplio y abarcativo de libertad,[39] para observar las interacciones entre las distintas capas de sentido. Tanto La Democracia, representativa del principismo liberal del Partido Nacional, como El Mensajero del Pueblo, vocero de los sectores católicos, entendían la libertad de enseñanza como ausencia del Estado, oponiéndose a una excesiva intervención oficial en ese campo. Esta libertad de enseñanza podría incluirse dentro de lo que Barberis (2002) ha denominado concepción liberal de la libertad. En oposición a la primera acepción, las opiniones vertidas en El Siglo, medio que por la vía de los hechos representaba al sector principista del Partido Colorado, y El Evangelista, portavoz de la comunidad metodista, vinculaban la libertad de enseñanza con una mayor intervención estatal que permitiera su democratización, en el entendido de que, si el Estado se ocupaba de ella, ampliaría sus alcances y podrían acceder a ella más niños y niñas. También estaba relacionada a la libertad de prescindir de la doctrina católica en los planes de estudio, aspiración muy cara a los protestantes. Esta segunda acepción es típica de una concepción preliberal de la libertad.[40]
6. Obras citadas
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El Mensajero del Pueblo [Montevideo, enero-diciembre 1877]
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Notas