Temática Libre

«Entre mazorqueros y pillos»: peleas vecinales y tensiones sociopolíticas en la campaña bonaerense pos Caseros (1854-1858)

Ignacio Zubizarreta
Universidad Nacional de La Pampa – CONICET, Argentina
Carla Molteni
Magyar Agrár- és Élettudományi Egyetem Kaposvári Campus, Hungría

Claves. Revista de Historia

Universidad de la República, Uruguay

ISSN-e: 2393-6584

Periodicidad: Semestral

vol. 8, núm. 14, 2022

revistaclaves@fhuce.edu.uy

Recepción: 08 Febrero 2022

Aprobación: 15 Mayo 2022



Resumen: El artículo indaga acerca de la tensión sociopolítica abierta tras la batalla de Caseros en los pueblos de la campaña bonaerense. Para abordar esta problemática, en este artículo se investigan casos de disputas vecinales en tres partidos: Quilmes, San Nicolás y Patagones, y se profundiza en las causas y desarrollo de aquellas rencillas. Más allá de las especificidades propias de cada episodio, el conjunto de ellos demuestra que los intereses personales y locales se entremezclaron con problemáticas de alcance provincial e ideologías de los bandos en pugna, generando altos niveles de conflicto y violencia. Reflejan, también, el gradual resquebrajamiento de la unanimidad política, la feroz competencia electoral y el estallido de tensiones acumuladas durante el anterior régimen rosista. Esta investigación contribuye a comprender más cabalmente el desarrollo de la dinámica política y la sociabilidad rural en el período entre 1852 y 1860 en el Estado de Buenos Aires.

Palabras clave: Estado de Buenos Aires, campaña, política, sociabilidad.

Abstract: This article research about the sociopolitical tension opened after the battle of Caseros in Buenos Aires hinterland. To address this problem, this article analyses cases of conflict in three villages: Quilmes, San Nicolás and Patagones, and delves into the causes and development of those disputes. Beyond the specificities of each episode, they show that personal and local interests were intermingled with provincial factors and the ideologies of the opposing sides, generating high levels of conflict and violence. They also reflect the breakdown of political unanimity, the fierce electoral competition and the outbreak of tensions accumulated during the Rosista regime. This research contributes to a more complete understanding of the development of political dynamics and rural sociability in the period between 1852 and 1860 in the State of Buenos Aires.

Keywords: Buenos Aires State, rural area, politics, sociability.

1. Introducción

La batalla de Caseros (3 de febrero de 1852) significó mucho más que una enorme disputa bélica que dio por tierra con el régimen de Juan Manuel de Rosas (1829‑32/1835‑52). Caseros constituyó un punto de inflexión en el devenir histórico de la Argentina y de la región del Plata. Pues en dicha batalla se resolvieron buena parte de los conflictos y las tensiones que venían acumulándose desde la Revolución de Mayo, mientras abrió las puertas a nuevos conflictos y a un proceso de organización constitucional del país. Resulta evidente que Caseros tuvo un enorme impacto no solo en lo militar, sino también en otras dimensiones, como la política, la diplomática, la económica y la social (Zubizarreta et al.2022). A pesar de que la historiografía ha tendido a desdibujar los quiebres de los grandes acontecimientos históricos bajo la despectiva denominación de histoire bataille, está claro que Caseros significó, en muchos aspectos, una ruptura con la coyuntura anterior. Consideramos, por lo tanto, que los efectos inmediatos de dicho suceso no fueron completamente explorados para el período de gobernación del Estado de Buenos Aires.

Sabemos muy bien, por ejemplo, que Caseros representó el final del dilatado régimen de Rosas y de una forma de hacer política que duró por más de veinte años. A su vez, inició un régimen constitucional; la carta magna que se promulgaría en la ciudad de Santa Fe en 1853, a pesar de algunas alteraciones posteriores, continúa vigente en la Argentina. Con Caseros se consolidó una república federal que tuvo por modelo una nación ideada, en buena medida, por letrados liberales en el exilio, como Juan Bautista Alberdi o Domingo F. Sarmiento. Se pusieron en marcha trasformaciones institucionales y sociales que afectaron en múltiples niveles. La economía se abrió al mundo, y el país, a su vez, lo hizo a una masiva oleada de inmigrantes principalmente de origen europeo (Míguez 2008). Además, de forma gradual, se fueron consolidando derechos y libertades civiles tanto individuales como de la propiedad. Se afianzaría el voto popular directo en elecciones periódicas a nivel nacional y provincial (Sábato 2012). También registramos, en los años posteriores a dicha batalla, una ampliación y una mayor autonomía de la opinión pública como consecuencia del surgimiento de nuevos medios gráficos y de una libertad de prensa más tangible (Lettieri 2006). Finalmente, Caseros trajo aparejada una verdadera modificación en los patrones de comportamiento social, destacando una explosión del asociacionismo con el surgimiento de mutuales, clubes políticos y de recreación, círculos académicos, sociedades de fomento, logias, etc. (González Bernaldo 1998).

De todas estas transformaciones que se fueron llevando a cabo en este período en un plano macro, tenemos conocimientos dispares sobre cómo afectaron a la sociedad. Es más preciso lo que se conoce sobre la ciudad de Buenos Aires, y mucho menos acerca de lo que aconteció en su propia campaña. A pesar de ello, podemos decir que en estos últimos años se ha avanzado mucho en torno a lo que sabemos sobre el espacio que analizaremos en este trabajo. Jorge Gelman y Raúl Fradkin (2016), Ricardo Salvatore (2020), Bárbara Caletti (2009) y Fernanda Barcos (2012) nos han enseñado sobre los conflictos, levantamientos y construcción identitaria de los habitantes de la campaña bonaerense (principalmente de los sectores populares) durante el régimen de Rosas y la década posterior a la caída de este. Más enfocado hacia lo institucional y para el mismo período y espacio, los trabajos de Melina Yangilevich (2018), Sol Lanteri (2017), Guillermo Banzato y Marta Valencia (2005), Mariana Canedo (2011) y María A. Corva (2014) dan cuenta sobre derechos de propiedad, ocupación de tierras, justicia y administración pública. Mientras que las investigaciones de Juan Carlos Garavaglia (2007) y Eduardo Míguez (2003) analizan las vías represivas y la construcción del Estado durante el mismo lapso temporal.

Enmarcado dentro de esta última renovación historiográfica, en el presente trabajo, por lo tanto, nos interesa ahondar en algo menos estudiado: la vida política y los conflictos de los pueblos de la campaña bonaerense en los años posteriores a la caída del régimen de Juan Manuel de Rosas. Contamos, para ese fin, con sugestivas fuentes, como los documentos oficiales del Estado de Buenos Aires del Archivo General de la Nación y los registros de los periódicos del momento, principalmente de La Tribuna, publicación que brindaba un generoso espacio a los sucesos que acontecían en los pueblos de campaña. Nuestro principal objetivo, entonces, es presentar tres casos que reflejen las tensiones sociales y políticas del momento a través de las disputas vecinales. Si hacemos foco en las transformaciones de esa específica coyuntura, creemos que dichos enfrentamientos permiten advertir ―y en esto radica la principal novedad de nuestra propuesta― el inicio del debilitamiento del unanimismo político que predominó a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Aunque dicho proceso fue gradual y experimentó momentos de marchas y contramarchas, consideramos que Caseros representó un umbral; a partir de ese hito, nuevas ideas, nuevas formas de sociabilidad, nuevas maneras de resolución de conflictos y nuevos mecanismos institucionales favorecerán una vida política algo más diversa, algo menos autoritaria y una mayor apertura de la opinión pública. Los ejemplos en los que nos basaremos para tal afirmación no permiten más que sostener nuestra idea a modo de hipótesis; se requerirán otros trabajos y más evidencia para reafirmarla.

Para contextualizar la coyuntura inmediata pos Caseros en la que se desarrollaron los tres casos que expondremos a continuación, deberemos retrotraernos a los momentos posteriores a la caída de Rosas. A partir de entonces, el gobernador federal de Entre Ríos y general a cargo del ejército vencedor, Justo José de Urquiza, buscó unificar las provincias bajo una organización constitucional. Pero tuvo un escollo principal: amplios sectores políticos de la provincia de Buenos Aires que no querían perder su posición hegemónica, el control sobre la navegación de los ríos (del Plata, Uruguay y Paraná) ni distribuir entre las otras provincias las riquezas de su privilegiada aduana. Por ese motivo, la dirigencia porteña (que resultó el fruto de una alianza entre ex rosistas y liberales, muchos de estos últimos de regreso del exilio) apostó por un proyecto político escindido del resto de la Confederación Argentina, situación que se daría de facto luego de la Revolución del 11 de septiembre de 1852 (Scobie 1961). Este movimiento insurreccional produciría la autonomía de Buenos Aires, la que se transformaría por casi diez años en un estado soberano. Sin embargo, no tardó en iniciarse una contrarrevolución. El 1 de diciembre de ese mismo año, el coronel Hilario Lagos, un antiguo rosista y federal confeso, con fuerzas oriundas de la campaña bonaerense, se rebeló contra su gobernador (por entonces, el unitario Valentín Alsina) e inició el sitio a la ciudad de Buenos Aires (Barcos 2012). El cerco a la capital duró varios meses gracias, en parte, al apoyo de Urquiza, pero finalmente cedió ante el poderío militar y económico de su contendiente; así, las fuerzas federales se dispersaron dejando como corolario una relación tirante entre la campaña, con fuerte impronta federal y rosista, y la ciudad, bastión del liberalismo y del autonomismo. Es evidente que la revolución de septiembre y la de diciembre, sumadas al posterior sitio y a la disolución de este, imprimieron en la campaña no solo cambios radicales en el timón de la conducción política local, sino también generaron una enorme tensión entre sus vecinos, los que terminarían apoyando una causa o la otra.

Con el fin del sitio que comandó Hilario Lagos asumía como gobernador de Buenos Aires el joven Pastor Obligado (junio de 1853). A partir de ese momento, la dirigencia porteña se encontró con el gran desafío de gestionar la campaña de forma tal que no volviese a levantarse, y lograría materializarlo no solo a través de la coerción, sino utilizando diversas vías políticas e institucionales.[1] Varios estudios sobre el período han hecho hincapié en los aspectos represores del Estado en el proceso de pacificación y de disciplinamiento de los sectores rurales.[2] Otros enfoques, no obstante sin descartar las vías coercitivas, han priorizado la negociación y las formas políticas como mecanismos para apaciguar la situación de la campaña bonaerense en la década de 1850 (Zubizarreta 2019). Lo que sí resulta evidente es que esa labor de la dirigencia porteña no fue sencilla. El orden social que había construido Rosas ―y su consecuente despolitización de la sociedad bonaerense― se desvaneció al ritmo que cobró impulso la competencia y participación en la arena política (Halperín Donghi 45). Las disputas entre vecinos en las diferentes localidades se tornaron frecuentes y se propalaban en la prensa, lo que les daba una amplitud inédita. Se fueron conformando así dos grupos políticos a los que a añosas diferencias y rivalidades de familia se les sumaron las tensiones generadas por la situación política del momento. De esa manera, mientras un grupo apoyaba al gobierno porteño y generalmente no simpatizaba ni con Urquiza ni se identificaba con el inmediato pasado rosista (llamado en ocasiones unitario o pandilla), el otro era de claro tinte federal y fue tildado despectivamente de chupandino, mazorquero o reformista. Fruto de este contexto particular, de rispidez y fractura social y política, estallaron los tres casos que analizaremos a continuación.

2. Peticionando contra el Juez de Paz de Quilmes (1854)

Un caso sumamente representativo de las tensiones que se vivenciaban en los pueblos del interior bonaerense en el escenario pos Caseros ―y que nos servirá para iluminar muchas cuestiones sobre los conflictos políticos vecinales― lo constituyó la campaña para destituir al juez de paz que se llevó a cabo, a principios de 1854, en la localidad de Quilmes. Recordemos que el actual partido de Quilmes limita con el Río de la Plata y se encuentra al sur de la ciudad de Buenos Aires, a escasos kilómetros de esta. Para el período que analizamos, en aquella localidad sus pobladores se dedicaban a la ganadería y, por su cercanía a la capital, se extendían chacras de producción hortícola y frutal, y pequeñas propiedades en las que se cosechaba trigo, maíz, cebada, papas, cebollas y hortalizas para abastecer la gran urbe de alimentos (Maeso 1855). Los montes servían para proveerla de leña. El poblado de Quilmes y sus habitantes rurales sumaban casi 4000 personas. Según Daniel Santilli (2000), dicho partido atravesaba un proceso de crecimiento demográfico acelerado, con inmigrantes anglosajones y de diversas regiones de Europa dedicándose a labores rurales, con una importante parte de su población oriunda de otras provincias y con un sostenido declive de presencia aborigen y negra. Grandes hacendados porteños tenían propiedades allí en las que se practicaba la ganadería, verbigracia, en ese partido había funcionado el saladero Las Higueritas de las familias Rosas, Terrero y Dorrego (Santilli 2001).

Aunque desconocemos gran parte del origen del conflicto que analizaremos a continuación ―el que se remonta a previas desavenencias familiares―, por lo que pudimos reconstruir, este se desató cuando un numeroso grupo de vecinos se resistió a la gestión de un flamante juez de paz. Las situaciones que se van a suceder de allí en adelante quedarían registradas en el periódico La Tribuna.[3] sus editorialistas (los hermanos Héctor y Mariano Varela) estaban sumamente interesados en lo que sucedía en Quilmes y le dieron al caso una importante cobertura. Así, la publicación capitalina se erigió en la arena de las disputas vecinales y los principales contendientes utilizaron ese importante medio de divulgación para legitimar sus posturas. La prensa adquiría por entonces una nueva dimensión: más dinámica y horizontal, reflejaba ahora las discordantes opiniones de los vecinos de campaña, situación muy alejada de lo que se experimentó en términos editoriales durante el unanimismo rosista (Myers, 1995). A principios de febrero de 1854 salió publicada una nota en La Tribuna firmada por «unos vecinos de Quilmes». Allí se explicaba:

Siendo Juez de Paz en propiedad D. Andrés Baranda, por circunstancias que no vienen al caso detallar aquí, creyó necesario este señor nombrar un sustituto […] Entonces recayó el nombramiento en D. Laurentino González; parece fuera de toda duda que esta elección fue recibida con un desagrado casi general […] El primer paso que hubo que dar fue reconciliar al nuevo juez de paz con numerosos vecinos con quienes estaba reñido.[4]

Al parecer, ese intento por conciliar a la nueva autoridad local con varios de los vecinos no resultó del todo exitoso y el conflicto escaló. «Un antiguo vecino de Quilmes» escribió una misiva a La Tribuna para defender la posición del juez de paz. Entre los argumentos que esgrimía, no solo apelaba a la difícil coyuntura «en circunstancias que la unión de todos los vecinos era necesaria para establecer todas las mejoras que debían llevarse a cabo», sino que resaltaba que Laurentino González había establecido dos escuelas, había emprendido la obra del nuevo cementerio y controlaba con tesón las guías de los despachos de ganado, en tiempos en que el tráfico de cueros estaba en boga.[5] A simple vista, no parecía justo pedirle más. ¿Qué era, entonces, lo que incomodaba a tantos pobladores de Quilmes? El cura de la localidad, más un grupo de vecinos, se reunió para presentar ante el gobernador un petitorio solicitando la destitución de González, «dando por razón para apoyar su […] pretensión, que el Sr. Juez de Paz es de carácter irritable».[6] Ya habíamos visto que cuando asumió, adolecía de una mala relación con varios vecinos. Según sus detractores, en ese entonces «su tío el Sr. D. J. M. Maldonado le escribió una larga carta y llena de los más sanos consejos con temores respecto a la impetuosidad de su genio […] hoy reñía con uno, mañana con otro…». Más grave aún, se lo señala a González como autor de «violencias, golpes e insultos a personas de ambos sexos».[7] Ante esta situación, la sociedad de Quilmes se dividió y se formaron dos bandos de vecinos, aquellos que pedían por la destitución del juez de paz y aquellos otros que lo sostenían a capa y espada.

Como se daba comúnmente en esa época, estaban a la orden del día las descalificaciones entre contrincantes que solían verterse a través de las páginas de la prensa. El cura de la parroquia era una de las caras más visibles del grupo que pedía por la cabeza de González. Augusto Otamendi era otro de los líderes que bregaban contra el juez, y advertía que junto a él veía muchos «mazorqueros y pillos».[8] En la facción[9] contraria, «Un antiguo vecino de Quilmes», quien bajo su seudónimo se posicionaba entre los que tenían viejo arraigo en la localidad y sostenía al juez de paz, también ubicaba entre los detractores de este último a un conjunto de actores que asociaba al reciente pasado rosista, utilizando así las mismas descalificaciones que sus oponentes. Entre ellos, a un pulpero de origen español, a un médico que tuvo cierto vínculo con Justo J. de Urquiza, a otro que no nombra, pero que era «el hermano del mashorquero Bernardino Soto y cuñado del mashorquero Manuel Gervasio López»,[10] ex juez de paz durante el rosismo y que, además, según la misma fuente, habría pertenecido a la Mazorca (grupo parapolicial de represión surgido bajo la egida de Rosas)[11] y colaborador en el sitio federal que sufrió Buenos Aires a fines de 1852.

Si bien el rosismo como movimiento político orgánico estaba acabado, tildar a un rival de «rosín” o «mazorquero” generaba una importante aura de deslegitimidad. Resultaba, no obstante, imposible cerciorarse de la «limpieza” del pasado de cada miembro de la sociedad. Mucho menos factible aún para las autoridades capitalinas, tratando de mediar entre vecinos que se endilgaban los mismos dicterios. Siguiendo con el caso de Quilmes, un pulpero español que había sido catalogado por sus antagonistas como «Pichón de mazorquero” ―en este caso por el recién mencionado Augusto Otamendi― respondió en una carta enviada a La Tribuna. En ella, le recuerda a su detractor que a él (por Otamendi) lo habían visto: «custodiando el retrato del Escabroso Héroe del desierto [por Rosas] allá por el año 42 en esa gran función que le hicieron al Tirano en este pueblo […] venían en una carroza uno a cada lado del Retrato, por supuesto, luciendo su gran chaqueta punzó [color emblema del rosismo], una divisa con el mismo Retrato al óleo de cuatro dedos de ancho» y remata, «yo no sé cómo ahora señor las dan de tan Patriotas».[12] Así, se evidencia que ambos bandos utilizaban los mismos artilugios retóricos para deslegitimarse ante la opinión pública. Pero la tensión que se vivía en el pueblo no se limitaba a la expresión que se divulgaba por medio de la prensa, sino que se filtraba a través de otros canales, como, por ejemplo, los petitorios.

Señalamos antes que el cura de Quilmes había reunido a un grupo de vecinos para elevar un petitorio solicitando la destitución del juez de paz. Los petitorios, desde el antiguo régimen, seguían siendo unas de las más eficientes vías para la comunicación entre gobernados y gobernantes. La fuerza de este documento no solo la daba la calidad de los argumentos que se presentaban, sino también la cantidad de firmantes. En Quilmes, el cura había logrado que su petitorio para la revocación de González fuese apoyado por cerca de 20 vecinos. A los pocos días, otro de similares características era enviado al gobierno porteño solicitando la continuidad del juez de paz; en este caso, se sostenía en más de ochenta firmantes. En La Tribuna, las dos facciones contendientes hacen alusión a los petitorios y referencian la fuerza del número. Así, los defensores de González afirman que «a pesar de todos los esfuerzos del Sr. Cura y otras personas no ha podido reunir veinte firmas; habiendo en los peticionarios algunos que no saben firmar. Esto no se parece ni con mucho al pueblo en masa de que hablan los comunicantes.»[13] El unanimismo seguía gozando de vigor cuando solo parecía validarse un petitorio si era sostenido por el «pueblo en masa». Como veremos adelante, esta visión de la política comenzaba gradualmente a resquebrajarse. Pero además de la fuerza ―o debilidad― del número de firmantes, había otros motivos para deslegitimar un petitorio.

En el caso puntual que analizamos, estar aquerenciado en la localidad parecía constituir aún un requisito indispensable para poder apelar con propiedad a las autoridades. Mucho del sentido de vecino y de vecindario que analizó Tamar Herzog (2006) para el antiguo régimen hispánico seguía en plena vigencia. No era casualidad que uno de los defensores del juez de paz se apodara para la prensa como «un antiguo vecino de Quilmes». Sus opositores en la localidad también apelaban al viejo arraigo como factor legitimante cuando aseguraban que «no son jueces competentes en la materia [aquellas personas] que van a pasar dos o tres días [o hasta] dos o tres meses de campo, y que no tienen por consiguiente que sufrir lo que los verdaderos vecinos de un Partido. Su interés por ese partido es transitorio, el nuestro es permanente», y remata luego: «podemos asegurar, casi sin temor a equivocarnos que entre los señores que se han acercado a los señores redactores [de La Tribuna] con el fin de hacer sostener al juez de paz de Quilmes, no se contará quizá uno solo que sea vecino de allí propiamente dicho».[14] El fragmento recién citado es taxativo. Aquel que no habitaba la localidad de forma permanente (y es evidente que se hacía un tiro por elevación a los hacendados porteños que tenían propiedades pecuarias en la zona) no era considerado un vecino auténtico. «El comerciante español», que también instaba por la remoción del juez de paz, advertía que en el petitorio de los que lo defendían, «el número mayor se probará hasta la evidencia ser jóvenes de la ciudad que, o por paseo, o por estar aquí accidentalmente sus familias fueron inducidos a firmar».[15] Esta tensión entre residentes y «paseantes» se repetía por entonces en varias localidades de la campaña bonaerense, y en paralelo también se acrecentaba la brecha entre nativos e inmigrantes transatlánticos que, desde la década de 1840, comenzaban a poblar la región.

El enfrentamiento entre vecinos por la continuidad del juez de paz también nos va a permitir, como señalamos arriba, advertir el comienzo del fin del unanimismo político. Este proceso fue lento; no obstante, consideramos pertinente ubicar temporalmente su inicio luego de la caída del régimen de Rosas. Si bien la problemática es extensa y compleja, aquí solo quisiéramos reseñar algunos ejemplos del caso quilmeño que reflejarían esa incipiente tendencia. Una es por demás evidente, las contiendas existían solo porque eso era posible, es decir, la mera presencia de dos bandos con legitimidad para actuar en la escena pública se refleja, entre otras vías, en las discusiones que difundía la prensa. Los propios editores de La Tribuna advertían este cambio que se estaba desarrollando en la cultura política bonaerense cuando aludían al conflicto de Quilmes:

…cada día adquiere mayores dimensiones esta controversia que, por más ardorosa que sea, contribuye a esclarecer verdades que conviene sean conocidas, y a acostumbrar a los ciudadanos a ocurrir a la opinión pública en vez de irse a las manos, como suele decirse, o de promover desórdenes que siempre traen malos resultados. La prensa en estos casos desempeña la misión que las válvulas en la compresión de los vapores.[16]

En esa misma dirección se posicionaba Juan Antonio Wilde, vecino de Quilmes, involucrado en el conflicto y quien también utilizaba las líneas de La Tribuna para fijar su posición y presentar una postura dialoguista. Luego de despejar dudas sobre el mote de mazorquero que le achacan sus contrincantes, esperaba y deseaba:

…como creo que todos esperan y desean que este asunto se arregle pronto. Si desgraciadamente no sucede así, me encontrarán siempre dispuesto a entrar de palabra o por escrito en una discusión templada y en un razonamiento lógico […] ningún resentimiento ha guiado mis acciones en este asunto: que he tenido mis creencias y mis convicciones como cualquier otro.[17]

Otro vecino, en respuesta a las críticas que habían efectuado al cura y pobladores quilmeños que habían firmado el petitorio para la remoción del juez de paz, al tildarlas de anárquicas y poco representativas, se preguntaba: «¿con qué derecho se clasifica de anárquicos a individuos que se reunían para discutir sus propios intereses y que pueden formar juicio y tener una opinión como el que más?». Más adelante continuaba: «la petición ha sido injustamente clasificada de anárquica, y que no ha movido ningún sentimiento personal a los que la han firmado, sino una convicción íntima de que se llenaban las exigencias vitales para el departamento».[18] Aunque no sabemos cómo finalizó el caso quilmeño, este nos demuestra que las vías institucionales y el diálogo se abrían camino mientras que la unanimidad política comenzaba gradualmente a resquebrajarse.

3. La cinta colorada y una disputa entre autoridades en Patagones (1855)

La tensión sociopolítica entre los vecinos de la campaña bonaerense luego de depuesto el régimen rosista también puede palparse en un caso ocurrido en Carmen de Patagones. Ubicado al noreste de la región patagónica, desde su fundación en 1779, Patagones fue el punto más austral del territorio provincial, así como una sociedad de frontera.[19] El poblado estuvo caracterizado por un proceso de mestizaje, en el que la creación de lazos de parentesco interétnicos fue crucial tanto para la seguridad del poblado como para la construcción de jerarquías sociales de sus habitantes.[20] De esta manera, los vínculos fronterizos permitieron a los criollos fortalecer su influencia política y militar e incrementar sus recursos económicos (Davies Lenoble 2013). Por otra parte, la vida en el establecimiento estuvo caracterizada por su relativa autonomía con respecto al gobierno de Buenos Aires. Son ejemplos de ello, la escasez de recursos provinciales enviados a aquel punto, la tendencia hacia la auto subsistencia y el involucramiento de los vecinos en la gestión financiera y administrativa del pueblo (Ratto 2008). En materia política, las autoridades designadas desde la ciudad capital fueron, con frecuencia, cuestionadas por los vecinos y en ocasiones, incluso, depuestas.[21] Más aún, el débil anclaje institucional del estado provincial en aquella sociedad de frontera,[22] impuso la necesidad, por parte de la dirigencia porteña, de tolerar la presencia de opositores políticos entre las tramas del poder local (Zubizarreta, 2018, 116).

Además, el gobierno provincial debió lidiar con la creciente tensión en las relaciones interétnicas a raíz de la disolución del sistema diplomático montado por Rosas ―el negocio pacífico de indios― y las nuevas políticas de expansión y creación de fortines.[23] Para enfrentar estos desafíos, la elite política porteña intentó obtener un mayor control de la población rural y de sus jefes,[24] así como cubrir las necesidades defensivas del territorio con la reorganización de la estructura militar bajo la Guardia Nacional (Literas 2013).

El conflicto en cuestión se desató en octubre de 1855 en ocasión de un gran baile organizado por Marcelino Calvo, un ciudadano del poblado. En las vísperas del evento, se reunió en un bar un grupo de vecinos del sur, y luego de beber varias botellas, Avelino Aloe se unió a ellos. El recién llegado les comentó a sus compinches ya ebrios, que la gente acomodada llevaría consigo la divisa punzó al baile. Si bien la cintilla federal estaba prohibida hacia poco más de año y medio, Aloe explicó a los allí presentes «que ahora se podía usar pues había unos cuantos con ella en este lado del Norte».[25] Luego de aprovisionarse de sus propias cintillas coloradas en el bar, los hombres se presentaron en el baile. Su osadía motivó el asombro entre los demás concurrentes. Sin embargo, provocó más sorpresa al grupo del sur el ver que, a la llegada de los vecinos del norte, ninguno de ellos llevaba la divisa punzó tal como se había rumoreado. En la fiesta, portaron la divisa hasta que el capitán Seguí les pidió que se la sacaran, salvo Avelino, que no obstante, la conservó.[26]

A pesar del discurso oficial sobre libertad política y de expresión, portar aquel símbolo constituyó una expresión pública de disidencia que causó alboroto en el pueblo. El hecho era grave, considerando los rumores acerca de una nueva sublevación federal,[27] el latente enfrentamiento armado con la Confederación y la alianza de Urquiza con ciertas parcialidades indígenas de la región (Davies Lenoble 2013). Los portadores de la cintilla justificaron su accionar argumentando «que ahora era el tiempo de la libertad y que todo se podía usar».[28] El fundamento muestra la noción que tenían los implicados sobre el credo liberal que se transmitía desde las elites porteñas y a través de los periódicos de la capital. Sugiere también que los sectores opositores al gobierno hicieron un uso consciente ―y hasta con cierto grado de manipulación― de aquellas mismas premisas para desafiar a la elite política local dentro del marco de los argumentos públicamente aceptados.

Pese a que en el período pos Caseros el Estado permitió la circulación de opiniones disidentes entre los pueblos, este trazó límites de tolerancia frente a las voces opositoras y se abocó a vigilar y controlar a los sectores díscolos de la campaña a fin de evitar una nueva revuelta de identidad federal. Con relación a los hechos del baile, el juez de paz abrió una investigación policial a cargo del alcalde Magarinhos, con el fin de verificar «qué objeto tendría poco más o menos tal demostración y en qué pudiera fundarse».[29] Y también le solicitó al alcalde «que trate con igual reserva de averiguar las alocuciones o conversaciones que haya habido en tal lugar» para determinar si el uso de la cintilla era una demostración de una facción política determinada y si el gobierno estaba, de alguna forma, amenazado. [30]

Los interrogados reconocieron su culpa al portar la divisa colorada, pero, uno por uno, todos fueron elocuentes en mencionar, como sintetizaba Feliciano García, que el «estado de embriaguez les había quitado la reflexión».[31] Otro hombre interrogado, Severo Cisnero, adujo que su comportamiento fue modificado ya que «usaba esta divisa, por un capricho nacido del estado en que la bebida había puesto su cabeza».[32] Luego de una explicación bastante similar, Remigio Cisnero agregó, «pero que ahora, y antes también después de esa noche había conocido que había hecho un grande error y que le pesaba infinito, y declara que si hubiera estado bueno no lo hubiera hecho».[33] Era evidente que, en estado de sobriedad y frente al interrogatorio del alcalde, los imputados justificaron su accionar por la bebida y vaciaron sus motivos de todo contenido político. Sin embargo, es recurrente en las fuentes de época el hecho de que los disidentes del nuevo gobierno bonaerense propalaran sus opiniones más genuinas cuando estaban alcoholizados. Si bien durante el régimen rosista sus adeptos eran libres de expresarse a plena luz del día, tras Caseros los roles se invirtieron: los vecinos acusados de unitarios tuvieron la oportunidad de alzar su voz mientras que los federales debieron cuidar sus formas y sus opiniones pues podían ser consideradas peligrosas para el nuevo orden social. En este contexto, el sentimiento político era ocultado durante el día y oído en ocasiones en que la bebida relajaba la lengua, generalmente por la noche.

Los interrogatorios arrojaron otro elemento que desnuda el origen del altercado. Según los interrogados, el comandante del fuerte, Julián Murga, asistió al baile y «habló tanto en contra del Juez de Paz y algunos vecinos que ni recuerda tan solo que habló más de una hora en contra de los Crespos de este Pueblo llamándolos pícaros, y que querían mandar siempre».[34] El caso del baile ciertamente dejó al desnudo la crisis política abierta aquel año; crisis que enfrentaba a las autoridades civiles y a vecinos afines al gobierno porteño contra el comandante del fuerte y un núcleo de antiguos rosistas que había participado del levantamiento de Lagos. La disputa venía desde fines de 1853 con el nombramiento del jefe militar, que significó la obligada convivencia de dos facciones políticas opuestas entre las máximas autoridades de Patagones.[35] Además, el malón de febrero de aquel año había tensionado aún más las relaciones entre Murga y el juez de paz.[36]

El primero de octubre de 1855, Murga fue destituido después de varios conflictos con los jueces de paz (Manuel Álvarez primero y Benito Crespo, después) y por haber sido responsabilizado por el malón que asoló Patagones en febrero de ese año (Francisco Pita, Remembranzas, 60). Ante la noticia de su remplazo, el jefe militar recolectó firmas a su favor y «trató de hacerse de partidarios resucitando odiosas especies del tiempo de la tiranía contra familias ilustradas de este pueblo y últimamente se logró inculcar en los ignorantes tales ideas de Libertad […]».[37] Los ánimos estaban agitados y la fracción a favor de Murga se encontraba exaltada al punto que «en casas, pulperías y calles hablaba fuertemente sin rebozo contra este Juzgado».[38]

La contienda facciosa también se desplegó al interior de la autoridad civil porque dos empleados municipales, Francisco Baraja y Eusebio Ocampos, «olvidando su misión de cooperar hoy al Juzgado y Autoridad Civil, predican la justicia de los procedimientos del Sr. Murga».[39] El posicionamiento de dos municipales contra el juez de paz y el resto de los empleados del municipio era grave, puesto que ponía «en ridículo a la autoridad civil». La rivalidad nos permite advertir no solo el quiebre del unanimismo político en aquel punto remoto del sur bonaerense, sino también la dificultad que provocaba la existencia de dos agrupaciones políticas opuestas en las tramas del poder y la casi imposibilidad de gobernar haciendo a un lado las diferencias.[40]

Volviendo a los hechos, debido a la crisis abierta entre el poder civil y el militar, en los primeros días de octubre de 1855 «se introdujo de veras tal anarquía y división en el Pueblo»[41] que no es difícil adivinar que la confrontación pudiese verse reflejada en un baile que congregaba a vecinos de diversos colores políticos y de las zonas norte y sur del pueblo. Un día antes del gran evento, el 6 de octubre, empezaron a circular los rumores de que los vecinos del norte usaban nuevamente la cintilla colorada. Si bien no sabemos si aquel rumor fue cierto y si esto fue apoyado por Murga, en el baile, el comandante no impidió a los vecinos del sur seguir portando las divisas federales en sus sombreros, y cuando un invitado le preguntó al propio Murga cuál sería su proceder, este contestó «Que eso no le correspondía a él, y que desde que era tiempo de Libertad cada uno podía usar lo que quisiera».[42] Sin embargo, es factible que los detractores que habían llevado la cinta colorada estuviesen motivados por el amparo del propio Murga. El juez de paz temía que si «una parte del vecindario se llegase a ver arrestada, sumariada o requerida en juicio […] buscase un apoyo en la fuerza y se amparase de la misma comandancia, trayendo a este pueblo una verdadera crisis».[43] No por nada, luego del interrogatorio, el juez de paz determinó, tal vez con prudencia, no ir más allá con la investigación y absolverlos de la infracción, argumentando que quienes habían portado la cintilla colorada eran «incapaces de meditar y premeditar la gravedad de su falta ni menos de ser corifeos de ningún partido político».[44] La llegada del nuevo comandante, Don Benito Villar, puso fin a la disputa entre Murga y sus seguidores y el bando del juez de paz. Sin embargo, la tendencia política del nuevo comandante no difirió de la de su predecesor, por lo que su nombramiento fue un intento fallido de resolver las tensiones sociopolíticas del vecindario. La división facciosa del pueblo seguiría alimentándose con la pugna entre vecinos y máximas autoridades de Patagones.

4. Combate electoral en San Nicolás de los Arroyos (1858)

A mediados de 1858 se debía llevar a cabo las elecciones municipales. Según recientes estudios, la participación electoral en la campaña bonaerense sufrió una caída importante luego del fin del rosismo. Agustín Galimberti (2021) considera que eso se debió al desmantelamiento de la «máquina electoral» rosista, a los nuevos alineamientos políticos, pero principalmente a un más eficiente control del proceso electoral por la elite citadina porteña.[45] El caso de San Nicolás podría seguir ese mismo patrón, pero a su vez, refleja las enormes dificultades que tuvo dicha elite para imponer su voluntad en algunas localidades bonaerenses.[46] San Nicolás de los Arroyos no era un pueblo más entre los múltiples que se esparcían por la vasta llanura bonaerense. Se trataba de la ciudad más importante del Estado solo después de la propia capital y con una población estimada en casi 10 mil almas (Registro Estadístico, 1859). También la segunda más rica, y la más comprometida geoestratégicamente, al estar a pasos de la frontera con la provincia de Santa Fe, parte integrante de la Confederación Argentina. Luego de la batalla de Caseros, San Nicolás se vislumbraba como un pueblo pujante y orgulloso, que se sabía la segunda aduana en importancia del país y el primer lugar de la provincia ―fuera de la ciudad de Buenos Aires― en haber editado un periódico: La Revista Comercial, de corta vida, en 1857 (De la Torre 83). No obstante, sabía mejor aún que su potencialidad de crecimiento estaba supeditada a múltiples factores, como la armonía social y la estabilidad política e institucional. La cercanía de San Nicolás con los límites de la Confederación hacía que el control de dicha localidad fuera de vital importancia para el gobierno porteño.[47] Y por ese motivo también, pretendía asegurarse de contar con autoridades locales afines.[48] Pero esa no era tarea sencilla, pues la división entre sus vecinos era marcada, y los detractores de las autoridades del Estado, poderosos. Según opiniones del gobierno porteño, el pueblo «se encuentra dividido en dos facciones, que motivos consiguientes a la primera causa los ha ido enconando figurando, en ambos y en primera línea antiguos servidores de Rosas y Urquiza, en segunda vecinos pacíficos y laboriosos». Poco más adelante, la fuente agrega: «ninguno de los partidos tenía una idea política todo era personal e interés particular.»[49]

Las elecciones en San Nicolás eran reñidas desde hacía algún tiempo atrás. En octubre de 1856, el oriental Wenceslao Paunero, radicado en la localidad, partidario de la facción liberal y con un cargo importante en el ejército, respondía, en una misiva a La Tribuna, sobre las vísperas de las elecciones de ese año. Le criticaba en ella a Adolfo Peralta (uno de los líderes de la facción opuesta) por darle libre acceso, antes de los comicios, al paisanaje «a la carne con cuero, a las damajuanas de ginebra, a las bordalesas de vino, al dinero desparramado»[50] pese a lo cual no habría logrado sus objetivos electorales. Las elecciones del año 1857 fueron, esta vez, desfavorables al elenco gobernante. Al parecer, el cura local «se puso a la cabeza de la chupandina en las elecciones municipales, para hacerse municipal y poder de este modo rendirse la cuenta de la fábrica y de la Iglesia que edifica».[51] Así, «el reverendo padre nos ganó […] por habérsenos hecho una sorpresa, trayéndonos las peonadas de vascos de la obra de la iglesia y hornos. Y también que se disfrazaron cuatro veces para ir a votar: tan cierto esto que los vascos nos ganaron las elecciones».[52] Dos tretas muy comunes de las muchas que predominaban por entonces: hacer votar a los extranjeros y disfrazar a los electores para que pudieran votar en más de una ocasión.

El 11 de abril de 1858 se llevaron a cabo nuevamente las elecciones municipales. Luego de que se instaló la mesa en el centro de San Nicolás, y que comenzó con normalidad el día electoral, «repentinamente de sobre los techos del templo, y desde la plaza misma, la mesa y el pueblo fueron atacados con furor, del modo como lo expresa el presidente de la mesa escrutadora, por una turba de hombres armados de pistolas, facón y ladrillos, traídos en la mayor parte de los partidos vecinos y de Santa Fe…».[53] Otro testigo señala que «los partidarios de Marenco hicieron ocupar el atrio de la iglesia desde el amanecer de facón y barras de hierro preparadas al efecto» y que junto a los hombres de Bengolea «salían de los labios de empleados del Gobierno, mueras a las autoridades, mueras al gobierno, mueras a la pandilla».[54] Sandalio Boer, comisario de campaña, estuvo allí presente en ese acto de extrema violencia y señala a don Santiago Bengolea y su banda como principales responsables del desmadre.[55] La mesa, finalmente, debió ser trasladada a la casa del vecino Faustino Fernández para que allí pudieran desarrollarse las elecciones en un ámbito más resguardado, pero la medida no prosperó. El triste resultado de la contienda, siguiendo a Boer, habría dejado «heridos los votantes don Saturnino Molina, que murió hoy a la madrugada» y a varios más «que fueron curados en la botica de Ricardoni», «estas heridas son todas de cuchillo e instrumentos cortantes»; además, «el vecino don Pedro Acevedo había sido herido de un tiro de arma de fuego».[56] También terminaron contusionados algunos policías y otros vecinos a pedradas.

Muy preocupado por la irresoluta situación dejada por la trunca elección, el gobernador Valentín Alsina le escribía una detallada carta a su ministro Bartolomé Mitre en la que sopesaba los bandos en disputa y le exponía las diferencias que existían entre los vecinos de San Nicolás. En ella, destaca, como ya vimos que sucedía en Quilmes, «el vicio contraído de llamar mazorquero a aquel por cualquier motivo que sea, no gusta o contraría en algo al partido “amigo”».[57] Alsina era partícipe de intervenir en la situación, si ello no sucedía, «la división ha de seguir y aumentarse; [y de ese modo] es incurable».[58] También sabía muy bien que la clave para controlar dicha localidad y para triunfar en las elecciones se encontraba en el dominio de las guardias nacionales, las que juzgaba, a lo menos en su oficialidad, favorables a la causa que él lideraba. Esto pone en evidencia la importancia que revestía la fidelidad de las principales autoridades institucionales asentadas en el pueblo. Algunas de ellas no eran de raigambre local, lo que llevaba a que los ya añosos conflictos políticos del vecindario se fusionaran y escalaran con otros, para alcanzar una verdadera dimensión provincial.

Pocos meses después de las elecciones la tensión social seguía vigente. Los vecinos de un bando y otro se agruparon en paralelo para redactar peticiones en las que solicitaban al gobernador in situ (quien había ido temporalmente de visita) la destitución de funcionarios que no consideraban adeptos a sus respectivas causas. Cada grupo, a su vez, había planificado depositar personalmente el petitorio en las manos de la máxima autoridad gubernamental. Pronto, todo se tornó en una curiosa competencia para ver cuál de las facciones lograba aglutinar más personas para impresionar a Alsina en la entrega del petitorio. Mientras que uno de los grupos logró juntar cerca de setenta individuos, el grupo opuesto (y llamado en las fuentes como la «pandilla») una cifra de 110, supuestamente gracias a la colaboración de los alcaldes. La máxima autoridad de la provincia recibió a sendos grupos en un intento ―infructuoso― de conciliar las partes. El gobernador, en el fondo, estaba indignado por la presión que los vecinos ejercían sobre su figura, y le hacía notar a Mitre que la mayoría de los pobladores de San Nicolás no querían que el gobierno actuara como correspondía, sino que fuese «instrumento de odios o de afecciones, y que sin intentar averiguar nada, empiece por donde debe concluir, por castigar».[59]

Finalmente, a fines de 1858, se suprimió la comandancia militar ―que gozaba de alguna autonomía― y se centralizó el poder de las armas en las autoridades porteñas. A principios de 1859 llegó a la localidad, como nuevo prefecto, Wenceslao Paunero, y se iniciaban de forma acelerada los aprestos bélicos que desembocarán en la batalla de Cepeda (octubre de ese mismo año), proceso que significó, para el pueblo, una rigidez logística y social que obstaculizó la dinámica facciosa que había predominado hasta las elecciones de 1858.[60] De esta forma, descubrimos que la tolerancia a la disidencia era menos factible en situaciones bélicas y de emergencia, situación que parece contraponerse a lo que sucedía en Patagones y otras localidades, en donde el alcance del poder central estaba ciertamente más limitado.

5. Conclusión

La derrota de Rosas inauguró una nueva época en Buenos Aires, caracterizada por mayores niveles de competencia política, de libertad de expresión, por la redefinición de alianzas internas y la gestación de nuevas identidades.[61] En el caso de los sectores subalternos, es evidente que su federalismo estaba teñido por la memoria del pasado reciente (rosismo) y de su propia cultura política (Caletti 2009). Por su parte, los vecinos federales, a pesar de su simpatía por el régimen depuesto o por la causa de Urquiza, también mostraron una adscripción liberal en cuanto defendían sus derechos individuales, su libertad, sus propiedades y abogaban por el progreso económico de la provincia (Salvatore 2020, 272). Dentro del sector afín al gobierno porteño, había quienes se pretendían liberales y renegaban de su compromiso o involucramiento con el régimen rosista. Por otro lado, las novedades introducidas en el período pos Caseros permitieron que las jerarquías locales establecidas durante el rosismo perdieran su rigidez: los vínculos sociales se reconfiguraron y quienes estuvieron oprimidos anteriormente, accedieron a nuevos espacios de participación política y tuvieron la oportunidad de volver a jugar sus cartas sobre la mesa. Estas trasformaciones generaron nuevos niveles de conflicto y violencia porque, a partir de allí, debieron reintegrase en un mismo ámbito civil dos bandos que antes se habían enfrentado a muerte y uno de los cuales no había podido participar en la vida política ni pública.

La tensión generada luego de la batalla de Caseros se manifestó en recurrentes casos de disconformidad y enfrentamiento contra las autoridades locales. Como la designación de estas surgía sin intervención popular, los nombramientos no siempre fueron bienvenidos porque las simpatías políticas de gobernados y gobernantes podían discrepar. No solo podía ocurrir que la legitimidad de los nuevos jueces de paz o jefes militares fuese cuestionada: el traspaso de mando desde autoridades federales a liberales fue tensa y repleta de conflictos, porque aquellos que habían vivido oprimidos por tantos años ahora no querían perder la oportunidad para devolver «gentilezas» (Zubizarreta 2018). Los episodios de violencia electoral también denotan la importancia que tenía para el gobierno central y para las elites locales el control de la administración pública. Los momentos electorales estuvieron cargados de incertidumbre por la brutalidad de los bandos en disputa. Pero ¿qué había detrás de esta violenta competencia? Los casos examinados demuestran que detrás del resultado electoral se jugaban viejas competencias personales, la imposición de intereses particulares locales y provinciales y, a la postre, el predominio de distintas propuestas político-ideológicas

Sumando al matiz faccioso de las peleas vecinales, las riñas polarizaban y agudizaban el conflicto cuando los contrincantes achacaban al rival su supuesta afinidad rosista. Era común en ese período deslegitimar los argumentos del oponente acusándolo de «rosín» o «mazorquero». Esto era también una manera de criminalizar al contendiente y hacerlo blanco del castigo estatal, así como de las represalias sociales de carácter local. El gobierno y la prensa urbana desaprobaban esta conducta porque, a fin de cuentas, los grupos en contienda siempre apelaban a las mismas tretas y herramientas retóricas que sus rivales en aras de defender sus intereses particulares. Se advierte, entonces, la difusa conexión entre sus adscripciones políticas, su ideología y la naturaleza de sus acciones. La cualidad de vecindad también fue considerada fundamental para inclinar el equilibrio de fuerzas entre los contendientes. En las riñas locales era frecuente apelar a aquella cualidad para deslegitimar los intereses del oponente y denunciarlo frente a la dirigencia provincial. La pertenencia al poblado no solo significaba morar allí, sino ser reconocido por toda la comunidad. En calidad de habitante, un hombre tenía derecho a intervenir en los asuntos de su pueblo y de hablar en nombre de los intereses locales. En cambio, la comunidad escatimaba esas mismas oportunidades, como hemos visto, a quienes eran catalogados como «extraños al partido» o «paseantes».

En el período pos Caseros, la reactivación del debate sociopolítico en diversas esferas de sociabilidad, y la mayor circulación de voces disidentes, significaron novedosas formas de participación en la vida pública y colaboraron así con el lento proceso de resquebrajamiento de la noción de unanimidad. Este proceso causó incomodidad en ciertos vecinos no solo por la dimensión del cambio, sino porque las voces opositoras traían a colación elementos que encendían rivalidades y disparaban viejas enemistades. Quien tenía una idea contraria al gobierno o al partido político amigo, podía ser potencialmente acusado de subvertir el orden y alterar la paz del pueblo. Aunque el gradual debilitamiento de la unanimidad provocó un mayor nivel de conflictividad, y en muchos de esos casos los vecinos recurrieron a la fuerza para solucionar las rencillas, por otro lado, también empezaron a aparecer en la campaña formas alternativas para encausar las tensiones sociopolíticas. Apelar al gobierno provincial, juntar firmas en petitorios (lo que no era por sí novedoso, pero lo fue la posibilidad de que dicho documento reflejara intereses contrarios a los del gobierno provincial) y acudir a la prensa capitalina, también promovieron tanto el diálogo como la activación de nuevas ―y no tan nuevas― vías institucionales para la resolución de conflictos en detrimento de la coerción estatal.

El Estado de Buenos Aires debió lidiar con muchos frentes de conflicto y las rencillas locales fueron uno de ellos. La situación fue intensa porque, luego de derrotado el régimen de Rosas, las peleas vecinales se reprodujeron por doquier y la dirigencia local debió gobernar con un débil margen de autoridad. El gobierno provincial, para garantizar el orden y control social, se abocó a intervenir en estas disputas y contener las formas de sociabilidad no deseadas. Ello no fue sencillo, porque reprimir manifestaciones disidentes era materialmente difícil (y más aún, en localidades alejadas como Patagones), pero también contradecía algunos de los dogmas del liberalismo que pregonaba. Aun así, como pudimos advertir en momentos de exceso de alcohol, los antiguos rosistas bajaban la guardia y traslucían sus genuinos sentimientos políticos. Estos episodios, más frecuentes en bares y en ámbitos nocturnos, fueron captados por las autoridades y comunicados al gobierno central, denotando el control social del gobierno bonaerense durante el período pos Caseros. Las peleas locales también permiten advertir la progresiva transformación de las prácticas políticas de los pobladores rurales, así como su participación en la esfera pública y las nuevas formas de sociabilidad. Todas ellas apuntan a los cambios que surgirían como consecuencia de lo acaecido el 3 de febrero de 1852, cuando las fuerzas de Justo J. de Urquiza vencieron a las de Juan Manuel de Rosas. ♦

6. Obras Citadas

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Notas

[1] Como se pueden ver algunos ejemplos de ello en Canedo (2011, 675-702).
[2] Principalmente los de Garavaglia (2007), Míguez (2003) y Barcos (2019).
[3] La Tribuna fue un periódico popular de gran circulación en la ciudad y campaña bonaerenses. Fue fundado en 1853 por los hermanos Varela: Héctor Florencio, Mariano Adrián, Rufino y Luis Varela, hijos del líder unitario Florencio Varela. En calidad de periodistas y redactores del periódico, dieron sus opiniones y participaron de la vida política argentina. El primero de los hermanos trabajó también como diplomático, Rufino también sirvió como diputado y senador nacional y Luis actuó como ministro de la Corte Suprema de Justicia de Argentina
[9] Sobre el concepto de facción para este período, recomendamos Sábato (2014).
[11] Para saber más sobre la Mazorca, ver: Di Meglio Gabriel, ¡Mueran los salvajes unitarios!: La mazorca y la política en los tiempos de Rosas, Buenos Aires: Sudamericana, 2007.
[19] Varios estudiosos dieron por tierra con la lógica fronteriza como división entre una sociedad nacional y una indígena. El caso de Patagones nos permite ver la dinámica de una frontera-región en la que jugaron normas y diplomacias específicas que guiaron las relaciones multiculturales (Ratto 2012).
[20] Según ha sugerido Vezub (2009), las relaciones interétnicas mediaron entre los proyectos políticos expansivos de los cacicatos y los pueblos criollos.
[21] Raúl Fradkin (2020) describe los casos de conspiración y sublevación en Patagones contra la autoridad instituida en la década de 1810.
[22] En calidad de sociedad de frontera, el gobierno de la provincia también debió ajustarse a situaciones locales en la que negociaban, disputaban e intervenían actores étnicos diversos.
[23] Para profundizar en los cambios de políticas interétnicas luego de Caseros ver de Jong (2007, 2011) y de Jong y Ratto (2008).
[24] Los comandantes de fronteras portaron sus propias lógicas, valores y prácticas que influenciaron a las sociedades en donde ejercieron su mando. Además, estos jefes militares crearon sus propias formas de poder montadas sobre vínculos personales con los milicianos y elites locales y nexos con el gobierno provincial y parcialidades indígenas (Canciani 2012; 2013).
[25] Alcalde Magarinhos interrogatorio a los involucrados, Patagones, 2 de noviembre, 1855. AGN, Buenos Aires, Sala X, Gobierno de Buenos Aires, leg. 28-8-3. En la zona norte del pueblo residían los sectores más acomodados y afines al gobierno provincial y al grupo del Juez de Paz.
[26] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[27] Después de derrotado el sitio de Lagos, el Juez de Paz Manuel Álvarez y Benito Crespo denunciaron que el comandante recién llegado (Murga) se había aliado con ex rosistas y sitiadores del pueblo (Fourmantín y sus parientes, Fontana y Bajaras) y que estaba planeando una nueva invasión junto al comandante de Bahía Blanca. A partir de allí, las denuncias y sospechas sobre incursiones lideradas por Rosas o por Lagos continuaron irrumpiendo la tranquilidad de los habitantes. [¿es correcto hablar de un sitio “derrotado”? Se podría poner “levantado” o “finalizado..] [no está bien poner “irrumpiendo la tranquilidad de los habitantes”; podría ser: “interrumpiendo la tranquilidad…”, o “irrumpiendo en la tranquilidad…”]
[28] Alcalde Magarinhos interrogatorio a… [ver cómo se indica que un documento ya fue citado]
[30] Carta de Benito Crespo al alcalde…
[31] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[32] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[33] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[34] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[35] Murga asumió en 1853 su cargo en el fuerte en calidad de recién llegado. Sin lazos con los cacicazgos de la zona o con las familias de raigambre, el comandante se dedicó a crear relaciones con ciertos pobladores y miembros de la municipalidad, y, más adelante, con el mundo indígena mediante casamientos y compadrazgos. Aún fuera de la comandancia, Murga seguiría tejiendo lazos intrafronterizos que, a la postre, le permitieron abrirse camino nuevamente a la comandancia entre 1863 y 1870 (Davies Lenoble 2013).
[36] En ocasión del malón de 1855, las autoridades se acusaron mutuamente por lo acaecido, pero al final la balanza se inclinó a favor del Juez de Paz. Geraldine Davies Lenoble (2013) sugiere que, en aquella ocasión, las alianzas inter-étnicas jugaron un papel en la política criolla y se pregunta si el cacique Llanquitrúz habría intentado con el malón influir en la puja de los maragatos, para desprestigiar a Murga.
[38] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[40] Era frecuente que Benito Crespo se dirigiera a Alsina quejándose de los obstáculos para hacer su trabajo porque «la circunstancia de ser el Sr. Murga el Comandante de este punto, a quien solo el Superior Gobierno puede juzgar, paralizó la corrección que tal atropellamiento merecía» Juez de paz, Benito Crespo, al gobernador Alsina, Patagones, 31 de octubre, 1855. AGN, Sala X, Gobierno de Buenos Aires, leg. X-28-8-2
[41] Juez de paz, Benito Crespo y varios vecinos al gobernador…
[42] Alcalde Magarinhos interrogatorio a…
[45] Con el caso que exponemos sobre San Nicolás no pretendemos realizar verdaderos aportes para la comprensión de la praxis electoral en la campaña bonaerense del período, tarea a la que se han abocado otros trabajos: Galimberti Agustín. «La participación electoral en Buenos Aires: una aproximación cuantitativa, 1815-1862» Anuario IEHS. 36, 1 (2021): 33-60; Santili Daniel, «El unanimismo en la campaña. Las actividades políticas en la zona de Buenos Aires entre Rivadavia y Rosas. Quilmes, 1821-1839» Prohistoria. 12 (2008): 41-67; Ternavasio, Marcela. La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002; Garavaglia Juan Carlos. «Elecciones y luchas políticas en los pueblos de la campaña de Buenos Aires: San Antonio de Areco (1813-1844)», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani». 3, 27 (2005): 49-73. Tenemos un objetivo más modesto, y es el de reflejar cómo las tensiones y conflictos entre vecinos se acrecentaron con el resquebrajamiento del unanimismo y puntualmente en este caso, con las instancias eleccionarias.
[46] En muchos casos, el gobierno capitalino se encontró limitado en su accionar debido a su débil anclaje institucional en las poblaciones rurales, además de la adhesión federal de ciertos sectores y la poca colaboración prestada por los jueces de paz para el enrolamiento de los guardias nacionales, necesarios para garantizar la mínima defensa de las fronteras provinciales (Literas 2013).
[47] La disolución de las milicias provinciales en marzo de 1852 había dado paso a una situación de indefensión en la campaña. Más que nada, era imperioso para el Estado porteño reestructurar el sistema defensivo ―bajo el nuevo sistema de Guardias Nacionales― y proteger las fronteras provinciales. Si al sur de la provincia las relaciones interétnicas se estaban volviendo tensas y conflictivas, al norte de Buenos Aires circulaban los rumores de posibles invasiones federales al mando de Hilario Lagos y el resto de los emigrados federales (Cutrera, 2013; Canciani 2014).
[48] Según Canciani (2014), entre 1854 y 1856 la necesidad de reorganizar la Guardia Nacional era para alejar a los jueces de paz del mando de los cuerpos. Su reticencia a completar los contingentes requeridos y la protección que, en reiteradas ocasiones, brindaban a los vecinos de los partidos que se encontraban bajo su autoridad fueron mal vistas por el gobierno y los jefes de frontera.
[58] Carta de Valentín Alsina a Bartolomé Mitre, San Nicolás…
[59] Carta de Valentín Alsina a Bartolomé Mitre…
[60] La literatura sobre el accionar de los comandantes de Guardias Nacionales en las disputas por el poder en distintos espacios provinciales ha estudiado el papel de estos líderes en el sufragio, las elecciones y las dinámicas políticas, llegando a la conclusión de que estos hombres fueron claves en la creación de alianzas políticas y construcción del poder de las elites locales (Canciani 2012)
[61] Luego de la revolución Septiembre y el asedio a la ciudad, la elite dirigente porteña buscó afianzar una tradición política propia y una identidad provincial (Eujanian 2015).
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