Temática Libre
Recepción: 08 Septiembre 2021
Aprobación: 19 Noviembre 2021
Resumen: Este artículo explora el anticomunismo en el ámbito educativo uruguayo, en especial en referencia a los docentes, entre 1948 y 1958, en el contexto de la primera etapa de la Guerra Fría. Se analizan el contenido de esas denuncias, los medios que usan, los denunciantes y sus fines, así como las respuestas que encuentran en el ámbito de la educación primaria, secundaria y técnica. El artículo se basa fundamentalmente en fuentes de prensa publicadas en Montevideo. A partir de allí se puede observar la continuidad de los llamados de alerta acerca de la presencia comunista entre los docentes uruguayos, la percepción sobre lo que esta amenaza «totalitaria» suponía, además de las dudas que van emergiendo acerca de los mecanismos legales existentes en la enseñanza pública para combatirla.
Palabras clave: Uruguay, Guerra Fría, anticomunismo, educación.
Abstract: This article explores anti-communism in the Uruguayan educational field, especially in reference to teachers, between 1948 and 1958, in the context of the first stage of the Cold War. The content of these complaints, the means they use, the complainants and their purposes, as well as the answers they find, in the field of primary, secondary and technical education are analyzed. The article is based mainly on press sources published in Montevideo. From there we can see the continuity of the calls for alert about the communist presence among Uruguayan teachers, the perception of what this «totalitarian» threat meant, in addition to the doubts that are emerging about the existing legal mechanisms in public education to combat it.
Keywords: Uruguay, Cold War, anticommunism, education.
1. Introducción
En octubre de 1948 la proyección en un cine de Montevideo de una película de origen estadounidense, que denunciaba la penetración del espionaje soviético en ese país, derivó en serios incidentes protagonizados por militantes comunistas, que buscaron impedir su difusión. La policía detuvo a un centenar de personas, entre las cuales la prensa vinculada a diferentes derechas destacó la presencia de estudiantes y docentes. Este tipo de acusación fue usual en la década siguiente, con diferentes manifestaciones. En este artículo se analizan algunas de estas denuncias en el transcurso de la década de 1950, partiendo de la hipótesis de que buscaban consolidar la percepción acerca de la existencia de una fuerte presencia comunista entre los docentes de la educación primaria, secundaria y técnica. En particular, se pretende un acercamiento a los tópicos en los cuales se centró esa campaña, sus protagonistas y sus resonancias, especialmente en lo referente a la formulación de medidas para conjurar el supuesto peligro comunista.
En buena medida, la década del cincuenta permanece como un período un tanto inexplorado, en parte pensada como una prolongación del período de prosperidad y paz social que, desde mediados de los cuarenta, se resumía en la denominación del Uruguay como la Suiza de América, en una mirada de clara excepcionalidad del país. La perspectiva que se propone en este trabajo, claramente exploratoria e inicial, busca poner el foco de atención en un aspecto puntual del decenio que transcurre entre 1948 y 1958: las denuncias anticomunistas acerca de la educación primaria, secundaria y técnica. Este artículo aborda la campaña anticomunista llevada adelante en ese período, prestando atención a las estrategias y los tópicos que contribuyeron a la formación de un imaginario acerca del rol de los comunistas en la educación, así como el reclamo de medidas a las autoridades.
El enfoque que se toma en este artículo implica analizar el anticomunismo como fenómeno, que va más allá de los avatares específicos del Partido Comunista del Uruguay. Así, el anticomunismo se analiza como una tradición política que busca reaccionar y enfrentar a un enemigo presente al interior de la nación, aunque frecuentemente pensado en función de una amenaza externa, y que puede tomar diferentes perfiles, tanto en relación al liberalismo como al catolicismo o al nacionalismo. Así, es un marco adecuado para perseguir tanto a individuos como a grupos sociales, a la vez que posibilita la justificación de prácticas de represión política. Cabe destacar que el peligro que denunciaban los actores anticomunistas iba más allá del propio Partido Comunista, y podía incluir a diversas manifestaciones políticas, sociales y culturales. En esta corriente ideológica, el comunismo era visto como un mal esencial, cuya existencia ponía en riesgo el orden social, un «totalitarismo» que amenazaba la democracia, lo que motivaba la búsqueda de medidas para enfrentarlo.[2]
De cualquier manera, cabe hacer algunas consideraciones acerca del Partido Comunista, cuya existencia era legal y que en este período pasó por distintas circunstancias. El puntual crecimiento electoral en 1946, en el marco del final de la Segunda Guerra Mundial y el lugar ocupado por la Unión Soviética y los comunistas en la lucha contra el nazismo, fue rápidamente erosionado por la emergencia de la Guerra Fría. El episodio del Cine Trocadero en 1948 fue un claro ejemplo de la intensificación de la campaña anticomunista, que ambientó la «automarginación» (Leibner 104) del Partido Comunista y el desplome electoral en 1950. Esta circunstancia reforzó la «sectarización» (Leibner 111) del comunismo uruguayo, bajo la conducción de Eugenio Gómez, que recién se quebró con la remoción de este dirigente en 1955, de la mano del ascenso de Rodney Arismendi. A partir de este giro, considerado como un renacimiento partidario, la inserción de este partido en diferentes ámbitos de la sociedad uruguaya se reforzó, en especial tras proponerse la construcción de la unidad sindical, primero, y de las izquierdas políticas, después. Al mismo tiempo, si bien el Partido Comunista tenía un lugar relativamente marginal en el sistema político, poseía mayor incidencia en el movimiento sindical, lo que sería aprovechado en particular por los anticomunistas en un contexto de mayor conflictividad social, como se verá en el apartado siguiente.[3]
Esta perspectiva es tributaria de diversas investigaciones, que llaman la atención acerca del papel de las élites locales en los conflictos de la Guerra Fría. Como ha afirmado Gilbert M. Joseph (2004). una mirada sobre el significado que los actores latinoamericanos le daban a la Guerra Fría permite comprender la dinámica de ese conflicto a nivel local. En particular, en este trabajo aborda un período donde la pugna ideológica de ese conflicto se instaló en el cono sur, tras la Segunda Guerra Mundial, y supuso el paso del discurso antifascista al anticomunista, como marcos trasnacionales, donde el concepto de democracia fue apropiado, especialmente, por actores liberales (Bohoslavsky e Iglesias 2014). Un ejemplo de esta perspectiva se puede encontrar en la investigación de Valentina Orellana, en la cual se analiza la «guerra contra el comunismo» en Chile, entre 1947 y 1949 bajo la presidencia de Gabriel González Videla. En ese trabajo se analiza cómo, dentro de la educación de ese país, se llevó adelante una campaña de depuración del cuerpo docente y un impulso de valores democráticos, panamericanistas y nacionalistas. En particular, describe la confluencia de las acciones de las autoridades, la prensa y parte de la sociedad civil, en busca de extirpar el comunismo, tanto a nivel de ideología como de práctica (Orellana 2013). Otro trabajo relevante es el de Marcelo Casals Araya (2006), que explica también en Chile la influencia de las campañas anticomunistas en la propagación, dentro de la sociedad, de una percepción signada por el miedo y el rechazo a una opción política
Para el caso uruguayo, es relevante destacar los trabajos de Magdalena Broquetas sobre el anticomunismo y las derechas, en especial durante el período de los colegiados de mayoría nacionalista, entre 1958 y 1966. En ese marco, las diferentes derechas se caracterizaron por un profundo anticomunismo, que les permitió una cierta confluencia, más allá de los matices entre aquellas identificadas con el liberalismo conservador y las que se definían desde una posición extrema y nacionalista. Desde el gobierno, impulsaron medidas para lograr el control ideológico de la enseñanza y los sindicatos (Broquetas 2014). Además, ha estudiado experiencias civiles como el caso de la Organización de los Padres Demócratas (Orpade) en la década del sesenta, que buscaron tanto alertar a la sociedad sobre el peligro existente en las aulas, como incidir en el gobierno para lograr la aprobación de mecanismos para combatirlo (Broquetas 2018). Recientemente, en una obra dirigida por esta misma autora, se ha analizado la dimensión visual del anticomunismo en referencia a la educación, entre 1968 y 1973, relevando en especial la iconografía publicada en la prensa uruguaya. En este último aporte, la mirada acerca de los docentes ya se encontraba signada por la sospecha acerca de sus convicciones ideológicas, a la vez que eran presentados como actores sujetos a poderes extranjeros (Rodríguez Metral 2021).
Las fuentes en las que se apoya este artículo provienen, en su mayor parte, de una revisión amplia de la prensa conservadora de la capital uruguaya, que reflejaba las posiciones de distintas vertientes de las derechas que, bajo el influjo de la naciente Guerra Fría, fueron incorporando posiciones anticomunistas. Los periódicos abordados son El Día, vinculado a la rama conservadora del batllismo, el catorcismo; La Mañana, del sector colorado conservador, el riverismo; El País, relacionado con el nacionalismo independiente; El Debate, vocero del herrerismo del Partido Nacional; y El Bien Público, portavoz católico. Asimismo, se usó también documentación oficial, de la Cámara de Senadores, así como publicaciones contemporáneas y archivos personales.
El artículo se estructura en cinco partes: comienza con un panorama del contexto histórico, que atiende además a la relación del «neo-batllismo» con el anticomunismo. En segundo lugar, se revisan algunos aportes sobre el vínculo entre el anticomunismo y la educación en Uruguay, especialmente en el período previo y contemporáneo al que se estudiará. En tercer lugar, se exponen diferentes ejemplos de las denuncias acerca de la presencia comunista en la educación entre 1948 y 1958. En cuarto lugar, se analizan las denuncias, procurando identificar y sistematizar a los sujetos denunciantes así como a los destinatarios de sus manifestaciones. En quinto lugar, se destacan las medidas propuestas y adoptadas en el período para enfrentar el peligro comunista en las aulas.
2. El Uruguay de los años cincuenta
La historiografía uruguaya ha abordado la década del cincuenta del siglo XX bajo el concepto de «neo-batllismo» para definir el período de predominio colorado y batllista[4] bajo el liderazgo de Luis Batlle Berres, entre las elecciones de 1946 y las de 1958. Esta etapa estuvo caracterizada por la consolidación de la democracia social, el desarrollo industrial y la intervención estatal en lo económico (D’Elía 1982). En una mirada más reciente, Esther Ruiz (2008) ha destacado que en ese período se buscó, sobre la base del impulso a la industrialización por sustitución de importaciones, «igualar democracia, progreso, justicia social y orden bajo la protección del dirigismo del Estado» (124). El período coincide con las presidencias de Batlle Berres, iniciada en 1947, y de Andrés Martínez Trueba, comenzada en 1951, ambos electos por la Lista 15 del batllismo, fracción progresista de dicho sector. Martínez Trueba, al comienzo de su mandato, propuso una reforma constitucional para instaurar un formato colegiado en el Poder Ejecutivo, viejo anhelo de la tradición batllista, que lo acercó a la Lista 14 de ese sector, de perfil conservador y crecientemente anticomunista, bajo el contexto de la Guerra Fría. En esta opción logró el apoyo del herrerismo del Partido Nacional,[5] encabezado por Luis Alberto de Herrera, que buscó por este medio una posible vía para obtener espacios de poder. Finalmente, la reforma fue aprobada, por lo que desde 1952 el Poder Ejecutivo pasó a estar encabezado por un Consejo Nacional de Gobierno de nueve miembros, de integración bipartidista.
A partir de ese mismo año la conflictividad social fue en aumento, con grandes huelgas que encontraron como respuesta gubernamental, en dos ocasiones, la implantación de medidas prontas de seguridad, lo que implicaba un régimen temporal de excepción.[6] Este recurso posibilitó reafirmar la autoridad del gobierno frente a la protesta social, a la vez que desacreditaba a esta última como una amenaza al orden público (Iglesias 2010). En ese marco, la movilización de los «gremios solidarios» se topó con una respuesta anticomunista por parte de la prensa que, según sostiene Hugo Cores, buscó revelar el «complot comunista o peronista» entre los sindicatos (227). Como ha señalado Fernando Adrover (2020), el peronismo fue relevante en las discusiones que sostuvieron las derechas uruguayas en la primera etapa de la Guerra Fría, y sirvió para legitimar acciones represivas frente a la movilización sindical y estudiantil. Este contexto de conflictividad se incrementó a partir de 1955, cuando las dificultades económicas se acrecentaron por el final del ciclo económico expansivo de posguerra. En particular, las movilizaciones provinieron de diferentes movimientos sociales, como el sindical, el estudiantil y el ruralismo. Este movimiento, surgido bajo el liderazgo de Benito Nardone, buscó movilizar los sectores medios y bajos del medio rural, en un contexto donde también se daba la sindicalización de los trabajadores rurales. Poseía un fuerte perfil anticomunista, y al final de la década se volvió un actor político clave al aliarse con el herrerismo y conseguir, en 1958, la victoria del Partido Nacional sobre su tradicional adversario (Jacob 1981).
Se ha señalado que el anticomunismo encontraba poco espacio en el discurso del principal líder colorado del período, Batlle Berres. Según D’Elía, el enfrentamiento contra el comunismo para este dirigente se daba, fundamentalmente, en relación con las ideas y con la práctica de la «justicia social» (42). Sin embargo, algunos trabajos posteriores han matizado esta perspectiva y destacaron la importancia que fue adquiriendo el contexto de Guerra Fría y la prédica anticomunista. Por un lado, en 1947 se creó el Servicio de Inteligencia y Enlace de la Policía de Montevideo, que tuvo entre sus principales finalidades la vigilancia de las personas identificadas como «comunistas», así como el seguimiento de diversas actividades sociales y culturales (Aparicio, García y Terra 2013). Por el otro, Gerardo Leibner menciona la campaña anticomunista llevada adelante por el embajador estadounidense Ranvdal durante 1950, en especial en el interior del país y con apoyo de dirigentes de la Lista 15 de Batlle Berres (145-148).
3. Anticomunismo y educación en Uruguay: algunos antecedentes
En Uruguay la creación de disposiciones tendientes a fortalecer el control político de la educación, ante la sospecha de que allí radicaba una amenaza «comunista», provenía de los años treinta. En esa década se dio el predominio de Gabriel Terra, que asumió la presidencia en 1931 por el Partido Colorado y dio un golpe de Estado en 1933, a partir del cual gobernó apoyado en una fracción del batllismo y en dos sectores conservadores de los partidos tradicionales, el riverismo[7] y el herrerismo. Durante este período, la educación fue un objetivo prioritario de estos sectores, en particular por su rol en la difusión de valores en la sociedad. Como ha señalado Ruiz, la designación de autoridades claramente alineadas con el nuevo gobierno, en el caso del Consejo de Enseñanza Primaria, fue una de las primeras acciones tras el golpe de Estado de marzo de 1933, signada por la percepción sobre la prédica «subversiva» y «comunista» imperante en ese nivel educativo. Sumado a esto, se impulsó una reforma programática que buscaba acentuar la formación «moral» de los estudiantes, a través de la exaltación del sentimiento patriótico y nacionalista (Ruiz 1994). En 1935 se separó la enseñanza secundaria de la órbita universitaria, creándose un ámbito específico. Más allá de las rispideces que generó esta decisión, que apartaba de la principal casa de estudios del país a uno de sus subsistemas sin su consentimiento, Mónica Maronna ha destacado que este paso supuso la imposición de un control político sobre Secundaria y, especialmente, sobre sus funcionarios docentes, por lo que para el gobierno adquirió relevancia la necesidad de enfrentar a la amenaza «comunista». Para esto se impulsó la enseñanza de nuevos valores, en parte a través de actividades patrióticas. En este marco, fue frecuente la publicación en la prensa oficialista de acusaciones de «disolventes», «díscolos» y «anarquizados», a la vez que se iniciaron procesos de persecución política, que incluyeron destituciones (Maronna 1994).
Las discusiones sobre la crisis de Enseñanza Secundaria y el rol de la influencia comunista, se prolongaron en la década del cincuenta. Según Antonio Romano (2010), en 1953 en el V Congreso de la Asociación de Profesores de Enseñanza Secundaria se discutió la necesidad de que el Poder Ejecutivo definiera normas precisas para impedir que ejercieran la docencia personas desleales a la democracia, en particular comunistas. En un sentido similar, en el mencionado trabajo sobre la Orpade de Magdalena Broquetas (2018), se encuentran antecedentes de la preocupación acerca de la presencia «comunista» en Secundaria a mediados de los años cincuenta.
Asimismo, Clarel de los Santos estudió cómo, en el marco de la celebración del centenario de la muerte de José Artigas, considerado «héroe nacional» de Uruguay, se dieron diferentes debates en relación con la presencia comunista en el país. En particular, en las discusiones parlamentarias los legisladores provenientes de los partidos tradicionales cuestionaron los diferentes intentos del Partido Comunista por establecer lazos y conexiones con la figura de Artigas en el marco de los homenajes, algo que tenía antecedentes en el marco de la Segunda Guerra Mundial (Ruiz 2001). En sí, el héroe patrio no podía ser apropiado por una organización que era representada como «foránea», a la vez que se buscó emparentarlo, en el contexto de Guerra Fría, con una visión del «americanismo» que legitimaba la presencia de Estados Unidos en el hemisferio (De los Santos, 2012).
El mundo universitario uruguayo, más allá de no ser el foco de este trabajo, tuvo clara influencia en el resto del sistema educativo. En ese sentido, los años cincuenta poseen una relevancia significativa, dado que en octubre de 1958 se aprobó la Ley Orgánica de la Universidad de la República, que consagró una estructura autónoma del Poder Ejecutivo, con un gobierno propio. Este proceso, que tenía una larga trayectoria, tal como señalan Vania Markarian, María Eugenia Jung e Isabel Wschebor, tuvo un mojón relevante en 1951, cuando en el marco de la reforma constitucional de ese año se había consagrado de forma genérica la autonomía universitaria, lo cual requirió discusiones y choques entre docentes, estudiantes y parlamentarios (Markarian, Jung y Wschebor 21-22). La aprobación en 1958de la norma señalada antes estuvo acompañada por una fuerte de conflictividad social, con grandes movilizaciones estudiantiles y una represión policial que pareció sorprender a los contemporáneos. En este caso, el papel principal estuvo en manos de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU), fundada en 1929, que en la década del cincuenta estaba muy relacionada con posiciones anarquistas y radicalizadas, a la vez que se proclamaba partidaria de la «tercera posición» en el marco de la Guerra Fría. En setiembre, los estudiantes universitarios iniciaron una huelga, que recibió el apoyo de los alumnos de Secundaria y de algunos sindicatos, y en octubre los choques con la policía se intensificaron.
4. El peligro docente: «totalitarios» y «comunistas»
En el período que se extiende desde 1948, con los incidentes del Cine Trocadero, hasta 1958, cuando se produjo la victoria electoral del herrero-ruralismo, se reiteraron las denuncias sobre la presencia de docentes comunistas en las ramas primaria, secundaria y técnica de la educación pública. En diversos momentos, en relación con hechos que movilizaban las opiniones políticas, estos llamados de alerta sobre la amenaza presente al interior de las instituciones educativas se multiplicaron y contenían ciertos elementos comunes que ayudaron a consolidar y ampliar un imaginario anticomunista preexistente.
Como se señaló al comienzo de este artículo, en octubre de 1948 al proyectarse la película La cortina de hierro en un cine del centro de la capital uruguaya militantes comunistas se manifestaron en su contra, lo que derivó en choques con los espectadores y la policía. Este evento fue uno de los primeros momentos en que empezaron a acumularse denuncias en la prensa sobre la acción de «comunistas» en las instituciones educativas. Desde los medios de prensa vinculados a los sectores conservadores de los partidos tradicionales, se destacó la acción de comunistas, tanto a nivel estudiantil como docente. En una de las primeras notas sobre los incidentes, calificados de «asonada» desde las páginas de El País, se señaló la participación de un «núcleo de estudiantes del Liceo Nocturno», que se había organizado en un «club comunista», en referencia a un local del Partido Comunista.[8] Una semana después, en la página editorial del mismo medio de prensa se planteaba la preocupación por la «penetración del totalitarismo en los cuadros docentes», condenando que algunos profesores hicieran un «mal uso de su libertad de enseñanza», al seguir su «sectarismo dogmático» y obedecer «órdenes y consignas provenientes del exterior», todo lo cual exigía medidas.[9] Por su parte, en una columna editorial del periódico El Día se consideró que los hechos del Cine Trocadero probaban que «el comunismo» había penetrado «en los centros de enseñanza», lo que implicaba el desarrollo de una corriente «antidemocrática».[10]
En estas primeras notas de 1948 ya están presentes varios de los tópicos que se repetirán en las distintas denuncias durante la década siguiente, como la relación entre la presencia comunista en el cuerpo docente y la movilización estudiantil, las referencias al carácter dogmático de las ideas que profesaban, y la afirmación de que estos grupos estaban vinculados a un actor exterior al Uruguay. Asimismo, el uso del calificativo «totalitario» para describir a los comunistas implicaba el definitivo final de la coyuntural alianza surgida en el marco de la Segunda Guerra Mundial, donde aquellos habían sido admitidos como actores legítimos en la lucha contra el fascismo y el nazismo. Como se afirmaba en otra nota por esos mismos días de octubre de 1948, el «comunismo» se había aprovechado de «la época en que actuaba como aliado» para «deslizarse» en la enseñanza del país.[11] A partir de finales de los cuarenta, los comunistas volvían a engrosar el conjunto de los «enemigos» de la democracia. En varias ocasiones, a la hora de fundamentar la necesidad de tomar medidas contra ese peligro, se recordó nuevamente el episodio del Trocadero para argumentar la amenaza que suponían los «totalitarios comunistas».[12]
Como se mencionó, en 1951 durante el debate sobre la reforma constitucional se actualizó la discusión sobre la autonomía de la Universidad de la República, a la luz de las diferencias entre la propuesta tratada en el Parlamento y las demandas de los actores universitarios, especialmente en lo referente a las cuestiones financieras de la institución. Los sindicatos de maestros y profesores protagonizaron, en este contexto, movilizaciones propias, que despertaron críticas sistemáticas desde los medios de prensa. Por un lado, se recordó desde las páginas de El País que, pese a la medida tomada por la Federación Uruguaya de Magisterio, la huelga era ilegal en el caso de los maestros, dada su condición de funcionarios públicos.[13] Por el otro, en el matutino El Debate se consideró el paro como una muestra del «clima de subversión existente» en el país,[14] así como un intento de «coaccionar la voluntad del Legislador».[15] De estas críticas se desprende, en particular, la condena a la movilización social y la consideración de ilegalidad para la huelga de los funcionarios públicos, aunque sin tener ribetes anticomunistas explícitos.
El año 1952 fue particularmente conflictivo, con enfrentamientos entre el recién creado Consejo Nacional de Gobierno y diferentes sindicatos vinculados a la administración pública, la industria y los servicios. En esa situación, el Ejecutivo colegiado decretó medidas prontas de seguridad en dos ocasiones, en marzo y en setiembre. En el marco de la segunda aplicación de dichas medidas, en la ciudad de Paysandú se allanó un «club o comité comunista», donde se detuvo a una docente del Liceo de esa localidad. Esto llevó a afirmar a los denunciantes, pertenecientes al Movimiento Estudiantil Demócrata Antitotalitario, que «una gran cantidad de maestros y profesores» militaban en «una sucursal moscovita», que buscaba «el momento propicio para dar el zarpazo traidor a la Democracia». Significativamente, en esta mirada sobre la amenaza existente dentro de la educación pública se advertía también sobre un profesor en otro departamento, Colonia, que tenía «notorias inclinaciones peronistas». En este contexto, una publicación de El Día advertía que el peligro de la amenaza «totalitaria» a la democracia uruguaya involucraba tanto a los comunistas como a los simpatizantes del gobernante argentino Juan Domingo Perón, e inclusive, a aquellos que abogaban por la «tercera posición», en el marco de la Guerra Fría.[16] Como ha señalado Adrover, el antiperonismo, que tuvo un lugar relevante en las disputas políticas uruguayas entre 1947 y 1955, era un arma política cuyo lenguaje en ocasiones se cruzaba con la prédica anticomunista (2020).
En simultáneo a la nueva constitución de 1952 también se elaboraron libros de texto para la asignatura de formación cívica, prevista tanto en la Universidad del Trabajo del Uruguay como en Enseñanza Secundaria. Para esta última se editó una segunda edición corregida y ampliada del texto Educación cívico-democrática, de Cielito Irigoyen Jara, destinado a la asignatura homónima de los cursos de cuarto grado de secundaria. Su capítulo trece estaba dedicado a estudiar a los «regímenes totalitarios» como una forma de «despotismo», con sus variantes «fascista, hitleriana y bolchevique» (Irigoyen Jara 109). El texto reseñaba aspectos históricos e ideológicos de los tres modelos, destacando del comunista la existencia de la «dictadura de un partido», al cual el ciudadano «entrega por completo su independencia» (Irigoyen Jara 120-121). Para demostrar que el funcionamiento de las instituciones parlamentarias soviéticas estaba «ahogado» (Irigoyen Jara 122), se apoyaba en la descripción hecha por Emilio Frugoni, fundador y primer secretario del Partido Socialista, que se había desempeñado como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario del Uruguay en la Unión Soviética entre 1944 y 1946. Finalmente, se proponía una comparación de la «democracia» y el «comunismo», que concluía, como «resultado», que la primera lograba un «alto nivel de vida», mientras que el segundo conseguía un «nivel de vida miserable» (Irigoyen Jara 123-124).
La mirada sobre el accionar comunista elevó su tono acusador en 1955, cuando en un suelto editorial en El Día se detalló cómo los «infiltrados» buscaban atacar la «independencia de la nación». Allí se explicaba que, de la mano de un plan diseñado por los «técnicos rusos», los comunistas actuaban en la educación para llevar adelante «su venenosa propaganda en las mentes juveniles». Esto era posible no solo por la «libertad» existente en el país, sino también por la ceguera de los «demócratas», que no comprendían «el cáncer que está corroyendo la libertad del mañana».[17] La virulencia de esta imputación, que es llamativa en relación con los anteriores llamados de atención sobre esta temática, puede estar vinculada a la realización de los Congresos anticomunistas en América Latina, donde participaron delegados uruguayos y que se reunieron en cuatro ocasiones entre 1954 y 1958. Como han señalado Bohoslavsky y Broquetas, en esas instancias circularon propuestas, declaraciones e iniciativas anticomunistas, que entre otros aspectos denunciaron la «infiltración» en la educación y la necesidad de desenmascarar a los «agentes» allí presentes (452).
Las denuncias acerca de la actividad comunista en la educación y, en especial, entre los docentes, fueron logrando mayor nivel de meticulosidad. En una nota del matutino El Día en 1957, se explicó el plan del «partido comunista» para lograr un «frente de liberación nacional», y se detallaba la importancia que tenían los «profesores y maestros comunistas». Este incluía a aquellos que se desempeñaban en «centros de Enseñanza del Estado», destacando que podían ser «no afiliados al partido comunista», considerado como una «célula del comunismo ruso», que buscaba por este medio alcanzar el poder en el país.[18] Esta nota, parte de una larga serie publicada en el medio de prensa señalado, suponía la descripción de una estrategia que, de concretarse, implicaba el riesgo de la llegada al poder de los comunistas. Asimismo, aparece la importancia de los que apoyan esa causa sin estar afiliados al partido.
La preocupación acerca de la amenaza «totalitaria» alcanzaba, hacia finales de la década, al rol de la Embajada soviética en Montevideo. En 1957, un suelto editorial de El Día se dirigió directamente a las autoridades de Enseñanza Secundaria para cuestionar la finalidad de la distribución de materiales provenientes del «imperio ruso soviético» en institutos educativos del interior del país.[19] La nota inquisitiva se reiteró una semana después, reclamando conocer las autorizaciones para la distribución de dichos materiales, así como la fecha en que había comenzado.[20] Esta perspectiva se complementaba con la atención a ciertas organizaciones vinculadas al Partido Comunista del Uruguay y a la Unión Soviética, como la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores; el Instituto Cultural Uruguayo Soviético, la Sección Estudiantil y la Unión Internacional de Estudiantes. Los nombrados eran considerados, en una nueva entrega de «Cómo opera el comunismo internacional en el Uruguay», en tanto los vehículos de la «infiltración de la doctrina marx-leninista» en la educación, al organizar a los «educadores pro soviéticos». Significativamente, en esta nota se seguía haciendo mención de los incidentes del Trocadero, casi una década después, a la vez que se planteaba la preocupación por la asistencia de una delegación estudiantil al Festival Mundial de la Juventud a realizarse ese año en Moscú.[21]
Cabe destacar que en algunos asuntos surgieron disonancias entre las diferentes corrientes anticomunistas, como las que involucraban a católicos y batllistas catorcistas acerca de la laicidad y la educación religiosa. Por ejemplo, ante la organización de Jornadas Laicas en la ciudad de Salto en 1950, en las páginas del diario católico, El Bien Público, se atacó la presencia de autoridades educativas, resaltando la asistencia de un diputado socialista. Se advertía que el «laicismo escolar» le quitaba las «posibilidades religiosas» a la población, lo que beneficiaba al «socialismo» y al «comunismo».[22] Esta perspectiva era habitualmente contestada en los editoriales del periódico batllista catorcista El Día, que en setiembre de ese mismo año advertía que los ataques al laicismo era una defensa de la «escuela dogmática», lo que implicaría perder el «desenvolvimiento dentro de la libertad» que caracterizaba al Uruguay, en esta mirada.[23]
Como se vio, desde 1948 las denuncias acerca de la presencia comunista en la educación, tanto entre docentes como estudiantes, tuvieron continuidad. Si bien podían presentar perfiles particulares, como los referentes al papel del peronismo o los debates sobre la laicidad, estas manifestaciones tendían a coincidir en el peligro que el comunismo, como fenómeno «totalitario», suponía para la democracia uruguaya. Como se verá a continuación, las denuncias tenían variados orígenes.
5. Los denunciantes: diferentes actores a través de un mismo escaparate
Al momento de examinar a los actores que elaboraban las denuncias acerca de la presencia comunista en las aulas se advierte, por un lado, que provenían de diferentes ámbitos, pese a lo cual lograban un espacio relevante en la prensa conservadora. Es decir, la prédica anticomunista recibía una cobertura significativa en los periódicos, donde muchas veces se hacía un seguimiento de las acusaciones. Por el otro, las diferentes notas que alertaban acerca de la amenaza existente entre los docentes se dirigían, en general, a las autoridades, tanto del sistema educativo como nacionales, aunque también a otros actores sociales, exigiendo definiciones.
Hubo agrupaciones de tinte partidario que hicieron llamados de alerta a las autoridades sobre la amenaza comunista, sobre todo en el contexto de fuerte movilización política que implicó el suceso del Trocadero. En la cobertura que le dio el diario El Día a este episodio, se destacó la condena de la Agrupación de Estudiantes Batllistas del Liceo Nocturno. En esta institución, algunos de cuyos alumnos estaban acusados de participar en los incidentes vinculados a la proyección de «La cortina de hierro», una asamblea de estudiantes autodefinidos «demócratas» repudió los «manifiestos calumniosos y sediciosos» realizados por «elementos comunistas», a la vez que le exigía a la FEUU que se posicionara ante el «atentado contra la cultura y el civismo».[24]
Un segundo tipo de denuncias partieron del ámbito educativo, tanto desde organizaciones docentes y estudiantiles como desde profesores que hicieron manifestaciones anticomunistas. En 1948 una declaración de la Asociación de Profesores de Enseñanza Secundaria y Preparatoria del Uruguay publicada en El Día expresó su confianza en que las «autoridades competentes» impusieran las «penas previstas» en la legislación vigente, destacando que los responsables del incidente del Trocadero eran personas con «un alto grado de peligrosidad».[25] Además, aparecieron condenas de la Asociación de Maestros de Canelones, que identificaba a «elementos de filiación comunista», y de la Asociación de Estudiantes del Liceo de San Ramón, una localidad del departamento de Canelones. En los dos últimos casos se señalaba que los sucesos acontecidos amenazaban la «democracia» que caracterizaba al Uruguay, y se mantenía un carácter más bien genérico, sin una petición particular.[26] En la década del cincuenta, algunas de estas agrupaciones realizaron manifestaciones similares en relación con la invasión soviética de Hungría, en 1956.
Existieron diversas denuncias de docentes, que alertaban acerca de la amenaza «comunista» mediante notas firmadas. En 1948 cobró relevancia una carta del arquitecto Luis Nunes, director de la Universidad del Trabajo del Uruguay. En ella afirmaba que el mecanismo de los concursos de oposición para acceder a los cargos en la educación, era una «conquista comunista», dado que se usaban como un «medio de infiltración». En ese sentido, ejemplificaba con dos casos donde la mayor parte de los ganadores de esos concursos eran «comunistas», por lo que «los hechos» demostraban «claramente» su acusación.[27] Sobre la base de esta denuncia, en un editorial de El Bien Público se reclamó a las autoridades «vigilar la inscripción de los concursos», para evitar que los «comunistas» pudieran acceder a ellos. En esta propuesta se aclaraba que no se buscaba una persecución a las «ideas», dado que el «comunismo», como las «otras formas totalitarias», estaba formado por «actitudes vivas» que no pueden «convivir» con la «democracia».[28]
A finales de 1952 se organizó una conferencia en la ciudad de Las Piedras, a cargo del profesor Mario Delgado Robaina. En ella, luego de un repaso histórico sobre la importancia de la educación, se insistió en la necesidad de «educar para la democracia», que para el conferencista se hallaba gravemente amenazada. Los enemigos, que había que «descubrir» y hacer «desaparecer», eran aquellos que «obraban a la descubierta», profesando un «dogma totalitario», y también los «indiferentes».[29]
En 1955 una profesora de Secundaria, Celia Reyes de Viana, publicó una larga columna en El País, para explicar cómo los «profesores soviéticos» difundían sus ideas en las aulas uruguayas. Para ella, solo aquellos docentes que tuvieran «un perfecto concepto de lo que es la democracia» podían educar; advertía que el «comunismo» actuaba en los salones de clase mostrando un «ángulo especial», pensando en el «futuro» y sin identificarse ni nombrar a «Rusia». En ese sentido, el «profesor comunista» era un «soldado en pie de batalla», que buscaba difundir el «pesimismo acerca de la organización social actual», para llevar a sus estudiantes a un «concepto falso de una democracia». Para probar su acusación, Reyes de Viana ejemplificaba con un libro de texto de la asignatura Idioma Español de la Editorial Pueblos Unidos, vinculada al Partido Comunista, que podía «ser utilizado por el profesor comunista para la divulgación de su doctrina». Al finalizar, citando a José Artigas, señalaba que no podían dedicarse a la docencia los «enemigos de nuestro sistema».[30]
La formación del Movimiento Estudiantil Demócrata Antitotalitario, en 1950, supuso la aparición de un fuerte portavoz en la formulación de acusaciones sobre la existencia de docentes «comunistas». Desde su mismo manifiesto fundador, este grupo consideraba a la «lucha contra el comunismo» como su principal finalidad, lo que unía a una definición «demócrata militante».[31] Como se señaló, en 1952 este Movimiento protagonizó una denuncia en Paysandú: tras un allanamiento a un local comunista en el marco de las medidas prontas de seguridad, afirmó que era el «momento de tomar medidas», en clara apelación a las «autoridades de la enseñanza». Asimismo, apelaba a que todo aquel que fuera «demócrata» se uniera en un frente contra el totalitarismo.[32]
Esta denuncia encontró eco en otro grupo de estudiantes en Paysandú, que se dirigió a las autoridades de Enseñanza Secundaria para cuestionar «la presencia de educadores que profesan ideas totalitarias», vinculadas a «tendencias exóticas y aún más de Estados extranjeros». Esta circunstancia socavaba «los fundamentos del Estado y de la nacionalidad», por lo que se reclamaba el cumplimiento de la normativa que obligaba a los docentes a «profesar el ideal democrático republicano». Esta nota, destacada por un editorial de El País, resaltaba la importancia de que la educación fuera una tarea a cargo de «demócratas».[33]
Desde una posición institucional, en 1953 el senador colorado Atilio C. Cutinella hizo referencia a una denuncia de un periódico de la ciudad de Cardona, departamento de Soriano, sobre la «propaganda comunista en una escuela». Ante esto, el legislador buscó indagar en la propia población sobre los hechos señalados, para evitar «cometer alguna injusticia», pero encontró datos que lo alarmaron, como el hecho de que muchos alumnos habían cambiado de escuela a partir de la llegada de un nuevo matrimonio de maestros –a los cuales identificaba–, dado que sus padres no consentían que «se pretenda deformar las mentalidades infantiles con doctrinas exóticas de cuño totalitario». Asimismo, detalló el retiro en las aulas de los cuadros de José Artigas y José Pedro Varela, reformador de la escuela uruguaya en el siglo XIX, así como la difusión de propaganda comunista, como películas y el periódico Justicia, órgano del Partido Comunista. Inclusive, pese a destacar la laicidad de la educación, el senador Cutinella resaltaba que los maestros habían «ridiculizado la existencia de Dios». Todo esto lo llevaba a cuestionar la «liberalidad» existente en el país, que daba oportunidades a los «agentes totalitarios», por lo que exigía medidas de la Inspección y de las autoridades del Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal.[34]
Las diferentes manifestaciones analizadas planteaban un horizonte de peligro para la democracia uruguaya, y generaban un impacto en la sociedad uruguaya. Una muestra de ello fue que, en noviembre de 1948, los propios militantes del Partido Comunista enviaron una carta al presidente Batlle Berres en la que respondían a la que consideraban una «campaña calumniosa», dirigida por la «gran prensa» y las autoridades educativas, entre las que identificaban al director de la Universidad del Trabajo, el arquitecto Nunes.[35]
Estas llamadas de alerta, en general dirigidas a las autoridades, ambientaron la búsqueda de respuestas.
6. La búsqueda de medidas contra el comunismo en las aulas
Las diferentes denuncias analizadas contuvieron no solo una demanda de respuestas por parte de las autoridades, sino que incluyeron propuestas de mecanismos que permitieran remover de sus cargos a los docentes acusados de comunistas. En cierta forma, esta década conllevó una revisión acerca de la legislación creada a tal fin, así como una reflexión sobre sus límites.
Los incidentes provocados por militantes comunistas ante la proyección de la película «La cortina de hierro» fueron fructíferos para la emergencia de algunas medidas, que buscaron afrontar el peligro denunciado dentro de la educación. El 15 de octubre de 1948 el Consejo Nacional de Enseñanza Secundaria emitió un comunicado en el que condenaba los «bochornosos hechos» que implicaban un «atentado contra la tradicional cultura democrática» del país, a la vez que recordaba que las autoridades no tolerarían «dentro del recinto liceal» ninguna actividad que buscara «desvirtuar o desconocer la libre organización institucional de nuestra República». Además, las autoridades de Secundaria recomendaban a los directores que, «sin xenofobia, ni nacionalismos exaltados», los docentes fueran «diligentes colaboradores en el necesario mantenimiento de las instituciones democráticas».[36]
Por esos mismos días, desde el matutino El País se recordaba que las autoridades de Secundaria habían reclamado al Parlamento la elaboración de una legislación que «impidiera el ejercicio de la docencia a personas que profesasen ideas totalitarias». En particular, desde el editorial se aclaraba que una normativa de ese estilo no afectaría la «libertad de cátedra», ya que esta no podía significar libertad para «propagar (…) ideas de violencia y destrucción», que traían división a la «familia oriental».[37] En el mismo sentido, desde un editorial de La Mañana se planteaba que la mejor forma de enfrentar al «comunismo» era la «propaganda democrática», para lo cual era necesario enseñar «la auténtica naturaleza del régimen humillante» existente en la Unión Soviética. Frente a este, se proponía instruir a los jóvenes sobre lo que significaba «vivir en el goce pleno de todas las libertades al amparo de la democracia».[38]
Las respuestas y los mecanismos que tímidamente aparecían en 1948 anticipaban en parte dos caminos que se recorrerían en la década del cincuenta. Por un lado, se buscaría reforzar los marcos normativos que permitieran excluir a aquellos individuos sindicados como «comunistas» o «totalitarios» de la función docente. Por el otro, se elaborarían diferentes propuestas para fortalecer la educación «democrática».
La elaboración de normas que impidieran que el «peligro totalitario» acechara en las aulas apeló, en primer lugar, en el aprovechamiento de la normativa existente. Uno de los recursos reiteradamente citados fue el Estatuto del Profesor de 1947, que en uno de sus artículos establecía la obligación para los docentes de «profesar el ideal democrático-republicano». Si bien en una nota editorial de El País de marzo de 1952 ya se reconocían las dificultades existentes para la «aplicación» de ese requerimiento, por la «dualidad que ofrecen los totalitarios», se consideraba que era una «actitud de franca y activa defensa».[39] A finales de ese año, en el mismo medio de prensa se insistía en que la formación de la juventud solo podía estar en manos de «profesores auténticamente demócratas».[40]
En mayo de 1953 se aprobó una ley que exigía la comprobación de la «filiación democrática» para el ingreso de nuevos funcionarios públicos, lo que llevó a que desde la página editorial de El Día se reclamara en forma infructuosa su reglamentación y aplicación, para evitar que los «totalitarios» continuaran con la «corrupción» de las instituciones.[41] Sin embargo, a continuación se explicitaban las dudas sobre la efectividad de dicha medida, dado que los «totalitarios comunistas» igualmente cumplían con la «declaración de fe democrática», dado que eran «elementos inescrupulosos». Esto exigía «severas y ejemplares sanciones» para aquellos que llenaran dicho requisito, como «activos agentes de la idea totalitaria rusa».[42] Tres años después, se seguía advirtiendo sobre la «infiltración comunista», ahora considerada de «gravedad», dado que había «por todas partes, funcionarios que son servidores del totalitarismo soviético», pese a los requisitos legales señalados, logrando «posiciones decisivas».[43] Además, el uso que hacían estos docentes de la «libertad de cátedra» se consideraba un «abuso»; «las autoridades docentes» tenían «el deber de impedirlo», amparadas en el Estatuto del Profesor.[44]
Para los editores de El País, la normativa existente no alcanzó los logros esperados, y destacaron que el «problema del totalitarismo en la docencia» era una preocupación también en «otros países democráticos». Al afirmar como «suficientes» los «instrumentos legales» existentes para «reprimir la propaganda totalitaria en la docencia», se exigía de manera explícita el «respeto por la ley», a la vez que de forma implícita se aceptaba su ineficiencia.[45] Un año después, en referencia a la legislación existente, un editorial similar lacónicamente concluía que «hay que aplicarlas».[46]
La otra vertiente para enfrentar la amenaza «comunista» pasaba por el fortalecimiento de la educación «democrática», como medio de contrarrestar su influjo sobre los jóvenes. En 1950 se transformó la asignatura «Educación Moral» en «Educación Moral y Cívica» en la carrera de Magisterio, lo que era visto en una nota de La Mañana como un medio para defender al país de la «intrusión de toda ideología extraña», a través de la formación de los maestros.[47]
En 1952, en un editorial de El País se insistió en la necesidad de fortalecer la «educación cívica» que, «vigorizando el sentimiento democrático», permitiera enfrentar la «infiltración totalitaria».[48] Unos meses después, en las mismas páginas, se consideraba «indispensable» llevar adelante «la preparación de la juventud para el ejercicio de la vida democrática». Esta debería «fortificar la fe en los principios que aseguran una vida libre», para evitar el «engaño de teorías trasnochadas».[49] El tema llegó al Senado, donde el legislador nacionalista independiente Javier Barrios Amorín expresó que le «extrañaba» la ausencia de la «enseñanza de la instrucción cívica» en los planes de estudio liceales, a lo que un editorial del recién citado periódico sumaba la necesidad de «meditar la lección» que surgía de la educación en los «países totalitarios», en cuanto a la formación de los jóvenes. En ese sentido, se reclamaba que se buscara la formación de «espíritus fervorosos de la democracia», lo que era una «enseñanza substancial».[50]
En esta línea se planteó una propuesta relativamente original, que no recibió mayores apoyos: la creación de una efeméride sobre la democracia. En 1952 se propuso, desde el medio de prensa del nacionalismo independiente, la creación de un «Día de la Democracia» a celebrarse en los institutos de formación docente, en el que las autoridades dedicarían «veinte o treinta minutos de clase en todas las asignaturas» para «exaltar los valores morales de los principios de la democracia», lo que sería una «serena y razonada exposición de las virtudes» de esta. Se sugería como posible fecha el 5 de abril, coincidente con el inicio del Congreso de Abril de 1813, en el que Artigas había esbozado el concepto de soberanía popular.[51]
7. Conclusiones
Con el inicio de la Guerra Fría se configuró un marco donde, desde fines de los años cuarenta y durante los cincuenta, diferentes sectores de las derechas uruguayas fueron reforzando sus posicionamientos anticomunistas. Esto supuso consolidar la percepción acerca de la existencia de un enemigo interno, que poseía diferentes facetas e iba más allá del propio Partido Comunista, y que a su vez estaba vinculado a un actor externo. Si bien este período ha sido escasamente revisado, el presente artículo plantea que el anticomunismo tuvo un perfil definido en la educación.
Las denuncias sobre los profesores «comunistas» fueron continuas durante el decenio iniciado en 1948, realizadas por actores que, pese a sus matices, coincidían en la prédica anticomunista. En este artículo se ha analizado la continuidad de esos llamados de alerta anticomunistas en relación con la orientación de la educación y de los maestros y profesores, en una década en la que se consolidó la noción de enemigo «totalitario», identificado, sobre todo, con el «comunismo». Este, como peligro para la «democracia», era definido tanto por sus ideas como por su organización partidaria, a la vez que ambas dimensiones eran vinculadas a un poder extranjero, el soviético. Los actores vinculados fueron diversos, empezando por los mismos medios de prensa, pasando por organizaciones políticas y sociales, hasta sujetos individuales que decidieron participar en este campo de denuncias. Si bien tenían diferencias, el anticomunismo los unía.
Asimismo, la prédica anticomunista relacionada con la educación no se limitó a la exposición del peligro. Como se vio, la demanda a las autoridades ambientó la búsqueda de mecanismos para enfrentar la amenaza que se identificaba en las aulas. Primero se intentó fortalecer los marcos normativos para alejar a los docentes considerados «comunistas» de las aulas, lo que incluyó la creación de la «filiación democrática» en 1953. Posteriormente, se desarrollaron diferentes iniciativas para vigorizar la educación «democrática», tanto a nivel de manuales como de actividades alusivas. Sin embargo, parece haber predominado un cierto consenso acerca de la debilidad de los mecanismos legales existentes para enfrentar el peligro que se cernía sobre los jóvenes. Si bien nuevos trabajos podrán ampliar la mirada sobre dichas discusiones, esto podría explicar algunos intentos de realizar modificaciones legales, planteadas en el colegiado de mayoría herrero-ruralista iniciado en 1959.
Los resultados de este trabajo parecen indicar que en el período estudiado comenzó a consolidarse un imaginario acerca de la presencia comunista entre los docentes uruguayos. La educación se convertía, así, en un campo de batalla de la Guerra Fría.♦
8. Obras citadas
8.1. Fuentes
8.1.1. Archivos
Archivo General de la Nación, Fondo Luis Batlle Berres.
8.1.2. Otros
Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores (1953)
8.1.3. Periódicos
El Bien Público [Montevideo, 1948, 1950]
El Debate [Montevideo, 1951]
El Día [Montevideo, 1948, 1950, 1952, 1954, 1955, 1957]
El País [Montevideo, 1948, 1951, 1952, 1957, 1958]
La Mañana [Montevideo, 1948, 1950, 1952]
8.1.4. Éditas
Irigoyen Jara, Cielito. Educación cívico-democrática. Montevideo: sin datos, 1952.
8.2. Bibliografía
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Notas