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Dilemas de la representación política. La experiencia republicana de las provincias (des)unidas del Río de la Plata en el horizonte atlántico
Investigaciones y Ensayos, vol. 74, 2022
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Dossier Las Provincias des-unidas en debate

Investigaciones y Ensayos
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina
ISSN: 2545-7055
ISSN-e: 0539-242X
Periodicidad: Semestral
vol. 74, 2022

Recepción: 09 Septiembre 2022

Aprobación: 13 Octubre 2022


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El presente artículo es un ensayo de interpretación sobre la representación política y sus procesos de institucionalización republicana en la década de 1820. El objetivo es abordar los problemas específicos que enfrentaron las Provincias Unidas del Río de la Plata en conexión con el mundo atlántico. El texto se organiza en tres partes. En la primera se analizan las consecuencias que provocaron las crisis de los imperios ibéricos en la región del Atlántico Sur. En la segunda se discuten las interpretaciones acerca de las convergencias y divergencias entre Iberoamérica y Europa en la década de 1820. En la tercera se exploran los desplazamientos que se observan en el régimen representativo rioplatense en el proceso de construcción de una república unificada.

Palabras clave: Representación política, Experimento republicano, Provincias Unidas del Río de la Plata, Mundo Atlántico.

Abstract: This article is an interpretation essay on political representation and its processes of republican institutionalization in the 1820s. The aim is to analyze the specific problems faced by the United Provinces of the Río de la Plata in connection with the Atlantic world. The text is organized in three parts. The first explores the consequences of the crises of the Iberian empires in the South Atlantic region. The second discusses the interpretations about the convergences and divergences between Ibero-America and Europe in the 1820s. The third reflects on the shifts observed in the Río de la Plata representative regime in the process of building a unified republic.

Keywords: Political representation, Republican experiment, United Provinces of the Río de la Plata, Atlantic world.

Introducción

Para la historiografía argentina, la década que se abre con la caída del poder central en 1820, y se cierra en 1831 con la concertación del Pacto Federal, presenta una entidad propia al distinguirse de la «década revolucionaria» que la precedió y del prolongado período de hegemonía de Juan Manuel de Rosas que le continuó. Los rasgos que caracterizan esta periodización en el plano político son bien conocidos: la profunda reconfiguración del mapa jurisdiccional con la creación de nuevos sujetos soberanos autodenominados provincias; el fracaso del tercer y último congreso constituyente reunido en la primera mitad del siglo XIX; la consolidación de las divisiones facciosas y partidarias en torno al debate sobre las formas de gobierno; y la creciente virulencia que alcanzaron los conflictos que derraparon en guerras civiles. Se trata, pues, de una etapa de creciente y desigual institucionalización republicana sobre la base del régimen representativo en los espacios provinciales que exhibe las dificultades de ampliar y constitucionalizar ese proceso a nivel supra provincial.

La crisis del paradigma historiográfico modelado en la matriz teleológica del estado-nación y las críticas a las interpretaciones basadas en el fenómeno caudillista renovaron las miradas sobre los temas mencionados (Chiaramonte, 2004; Goldman y Salvatore, 1998). Hoy contamos con una sólida masa crítica que desde diversos enfoques abordan las trayectorias republicanas y prácticas representativas a nivel local/provincial, los debates desplegados en el congreso constituyente de 1824-1827, las posiciones y polémicas desatadas en la prensa periódica, los repertorios doctrinales que circularon en el espacio público y sus formas de apropiación, los modos de pensar y establecer los derechos de ciudadanía activa y pasiva, los mecanismos utilizados para tramitar los conflictos, las formas de participación de los diversos segmentos sociales y étnicos en el espacio público/político, los procesos de construcción de identidades, entre otros tópicos relevantes.[1] La potencia que adquirió el desplazamiento de las agendas de investigación hacia la regionalización de las escalas de análisis multiplicó los «estudios de caso», enriqueció el conocimiento de los rumbos adoptados en las distintas jurisdicciones y matizó las hipótesis clásicas centradas en la provincia de Buenos Aires.

Frente a este panorama tan prolífico en el contexto de renovación disciplinar que nos acompaña desde hace tiempo, en las siguientes páginas me propongo ensanchar el foco de atención y poner en diálogo algunas cuestiones –históricas e historiográficas– que involucran el espacio de las Provincias (des)Unidas del Río de la Plata con los procesos desarrollados simultáneamente en el resto de América y Europa. Por cierto que no se trata de un enfoque novedoso. El diálogo propuesto se inscribe en la creciente internacionalización de las perspectivas de análisis y aspira a reubicar en horizontes más amplios los problemas que estaban en juego en el mundo Atlántico (González Bernaldo de Quirós, 2015).

En esta dirección, para el tema específico que nos ocupa, el examen comparativo realizado por Darío Roldán sobre la cuestión de la representación política en el gran laboratorio de discusión que se constituyó entre 1770 y 1830 es un buen disparador de las reflexiones que continúan (Roldán, 2003). El autor retoma allí los principales problemas que enfrentaron la revolución de independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa y las revoluciones hispanoamericanas, y plantea una sugerente hipótesis: a diferencia de los dos primeros casos, en Hispanoamérica –y en particular en el Río de la Plata– «la implementación de un sistema representativo responde a la puesta en práctica de un principio constructivista de la desmembrada soberanía, dependiente de la crisis monárquica», y por ello remite más «a una discusión acerca del sujeto de imputación de la soberanía» que a una crítica liberal en torno a los posibles excesos de la soberanía popular (Roldán, 2003: 42). Destaco en cursiva principio constructivista porque el concepto permite trazar en el mediano plazo las variaciones que experimentaron los diagnósticos, las proyecciones y las contingencias históricas en los modos de concebir y practicar la representación política.

Si periodizamos la hipótesis de Roldán para el caso rioplatense podemos afirmar que, en efecto, las dificultades vinculadas a los dilemas en torno al sujeto de imputación soberana que se venían arrastrando desde 1810 derraparon en 1820 hacia nuevos desafíos surgidos del contexto local e internacional. Desafíos asociados –fundamentalmente– a los mecanismos destinados a representar los territorios, tanto hacia adentro de las nacientes comunidades políticas como hacia afuera de las cambiantes fronteras que se fueron delineando en el concierto de naciones. Solo basta recordar que en esos años se institucionalizó el quiebre definitivo del orden jurisdiccional del virreinato del Río de la Plata –del que surgieron cuatro estados independientes– y tomó forma el mapa político que heredaría el orden confederal rosista y luego los constituyentes de 1853 que crearon la república federal.

A partir de esta rápida periodización, en los dos apartados siguientes me ocupo de recuperar algunas interpretaciones que exploran las conexiones a escala transatlántica y revisitan la década de 1820 dentro del horizonte ibérico para interrogarse sobre las adaptaciones y consecuencias que provocó la crisis del orden imperial (Adelman, 2006; Portillo Valdés, 2006). En esa revisión, algunos autores discuten la difundida imagen de que se trató de un momento de ruptura en las relaciones entre Europa y América Latina por la dramática disgregación de los imperios español y portugués. En contraposición a la idea de que en dicha etapa se iniciaron caminos divergentes –atribuida, en parte, a las limitaciones de los paradigmas de la Historia Atlántica y la Era de las Revoluciones– el énfasis colocado en los vínculos continuos, pero reajustados entre ambos continentes, abre nuevas perspectivas para repensar los procesos locales y regionales (Brown y Paquette, 2013; Thibaud, 2019). Perspectivas que, en este caso, parten de una evidencia: la representación política fundada en el principio de la soberanía popular desafió tanto al experimento republicano hispanoamericano como al de las monarquías constitucionales surgidas con las revoluciones liberales de los años veinte, y en ambos casos la cuestión territorial ocupó un lugar central. Desde ese horizonte amplificado, el tercer y último apartado regresa sobre los procesos vernáculos con el objeto de reponer los desplazamientos que se observan en el régimen representativo a la hora de construir una república de repúblicas y las cuestiones que dejó pendientes la década que se clausura con el ascenso del rosismo.[2]

Las revoluciones liberales ibéricas en el Río de la Plata

En 1820, la implosión del orden político rioplatense coincidió con la implosión que desataron las revoluciones ibéricas que dieron lugar a los trienios liberales en España y Portugal. Por mucho tiempo, la historiografía argentina no prestó atención a los impactos locales provocados por los acontecimientos peninsulares. Sin embargo, las derivas de ambas revoluciones marcaron el curso de las guerras en Iberoamérica y los modos de pensar y redefinir la representación de los territorios a escala regional y transatlántica. Cabe recordar que el pronunciamiento de Rafael de Riego el 1° de enero de 1820 –exactamente un mes antes del triunfo de las fuerzas federales que derrocaron al gobierno del Directorio en la batalla de Cepeda– clausuró la expedición de reconquista española destinada a Buenos Aires, reinstauró la Constitución de Cádiz sancionada en 1812 y obligó al rey Fernando VII a jurar como monarca constitucional. En ese nuevo escenario se abrieron negociaciones promovidas en las Cortes del trienio que se expresaron en las propuestas de los diputados americanos allí representados para alcanzar lo que no habían logrado ocho años antes –mayor autogobierno y autonomía para sus jurisdicciones– y en las tratativas entabladas por las misiones enviadas tanto a las regiones que aún se mantenían leales a la metrópoli como a las que ya habían declarado o adoptado el camino de la independencia (Frasquet, 2020).

Detengámonos brevemente en las dos misiones diplomáticas enviadas a Buenos Aires por el gobierno liberal de la Península (Ternavasio, 2021). Ambas se produjeron en dos coyunturas muy diferentes. La primera arribó a fines de 1820, cuando los intensos conflictos locales de ese año no se habían acallado completamente. Los agentes designados estaban instruidos para declarar el cese de hostilidades, siempre y cuando la dirigencia platina se comprometiera a sellar la unión constitucional con la monarquía enviando representantes a las Cortes. A esa altura, la opción de aceptar ser parte de la nación española de ambos hemisferios no tenía base alguna en la que apoyarse, si se considera que la Constitución de Cádiz había sido rechazada de manera unánime en 1812 y sometida a duras críticas en el espacio público en los años siguientes. La independencia era un hecho irreversible y así quedó demostrado ante los comisionados regios. La Junta de Representantes de Buenos Aires, devenida gradualmente en el poder legislativo de la provincia, les negó el salvoconducto y exigió reconocer, antes de toda negociación, la preliminar e indispensable base de la independencia. Los agentes peninsulares emprendieron el regreso, no sin antes desconocer las facultades de la Junta por considerar que solo representaba al distrito de Buenos Aires.

En efecto, la ausencia de un gobierno que integrara al conjunto de provincias surgidas luego de la caída del poder central dejaba a toda la región en una situación de suma fragilidad para encarar cualquier tipo de tratativa diplomática que aspirara al reconocimiento de la independencia. Pero hay dos cuestiones que quedan de manifiesto en la contundente respuesta de los diputados de la Junta. La primera es que se produce ante la certeza de que había cesado la amenaza bélica de la expedición preparada en Cádiz y abortada por la revolución liberal. La segunda es el cambio ocurrido en el clima político vernáculo, cuando parecían enterrados los planes monárquicos constitucionales tramitados por el fenecido Congreso y las misiones diplomáticas enviadas a Río de Janeiro y Europa durante la primera Restauración. Recordemos que dicho Congreso había aprobado en sesión secreta de noviembre de 1819 el plan de enlazar al duque de Luca (sobrino de Fernando VII) con una princesa de Braganza y reconocer al duque como monarca de las Provincias Unidas bajo la constitución política jurada en abril de ese mismo año. Una constitución que debía ser reformada en los artículos pertinentes, pero que contaba a su favor con un prudente silencio: a saber, el que ha subrayado Natalio Botana al afirmar que en el texto no se hacía «mención alguna del sustantivo república o del adjetivo republicano» (Botana, 2016: 192). La recepción poco amable de los agentes peninsulares –que no pudieron pasar de la rada del puerto porteño– es reveladora de la rápida reconversión de las dirigencias a cargo del gobierno. En pocos meses, el umbral republicano se había impuesto como un horizonte irrenunciable, aunque por el momento ese umbral quedara reducido a las escalas provinciales.

La siguiente misión enviada por las Cortes del trienio arribó en 1823. El gobierno interlocutor fue, una vez más, el de Buenos Aires, pero ahora afianzado internamente en su proceso de institucionalización republicana durante el período conocido como la «feliz experiencia» rivadaviana. España, por su parte, relanzaba las negociaciones en un momento de creciente debilidad, con casi todo el territorio americano en camino de consolidar sus independencias y con una monarquía constitucional en serio riesgo de ser clausurada frente a las amenazas intervencionistas de la Santa Alianza. Esta vez, los comisionados fueron admitidos por la Junta de Representantes, que ratificó y amplió las condiciones impuestas a sus antecesores: cualquier tratativa debía estar precedida por la cesación de la guerra en todos los nuevos estados del continente americano y el reconocimiento de su independencia. Las negociaciones avanzaron hasta desembocar en la firma de una Convención Preliminar el 4 de junio de 1823. En ella se estableció un plazo para el cese de hostilidades, el restablecimiento de las relaciones comerciales y el compromiso del gobierno de Buenos Aires de negociar con los de Chile, Perú y demás provincias rioplatenses el acceso a la Convención hasta tanto se celebrara el tratado definitivo de paz y amistad. A diferencia de lo ocurrido tres años antes, la provincia se hallaba consolidada en su papel de vocera de un amplio territorio para asumir el liderazgo diplomático –sin que la atribución de las relaciones exteriores le haya sido delegada– y los comisionados aceptaron esa situación. La Convención, sin embargo, no pasó de ser preliminar por la restauración del absolutismo en España que puso fin al trienio liberal. La guerra continuó, pues, en el espacio andino hasta la victoria de los patriotas en la batalla de Ayacucho a fines de 1824, y la política de reconocimiento de los nuevos estados por parte de España se prolongó por décadas.

Simultáneamente, las derivas de la revolución liberal desatada en Portugal pocos meses después de la española –y muy entrelazadas en diversos aspectos– son bien conocidas: Joao VI se vio obligado a regresar a Lisboa y jurar como rey constitucional de la carta sancionada en 1822. Los conflictos suscitados en las Cortes en torno al estatus de los territorios americanos concluyeron con la independencia de Brasil, erigido en un imperio bajo una monarquía constitucional según la carta otorgada en 1824 por Pedro de Braganza (Berbel, 1999). Tales acontecimientos repercutieron en todo el Atlántico Sur porque dejaba pendiente la secular disputa por la Banda Oriental, ocupada desde 1817 por la monarquía portuguesa y convertida en Provincia Cisplatina del flamante imperio. Así, mientras las provincias del Río de la Plata quedaban liberadas de la amenaza bélica procedente de España, se reavivaba el viejo conflicto que tenía por base el reclamo portugués de alcanzar lo que consideraba sus «fronteras naturales» y que poco después las enfrentaría al emperador Pedro I (Pimenta, 2017). Las tratativas diplomáticas encaradas por el gobierno de la provincia de Buenos Aires en Río de Janeiro fracasaron y en mayo de 1824 el ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, anunciaba en su mensaje a la legislatura que de allí en más el problema pasaba a ser del «gobierno general» por tratarse de «una causa nacional, y a la nación toca defenderla» (El Argos de Buenos Aires, n° 32, 5 de mayo de 1824).

Aquí interesa destacar un aspecto relevante. El congreso constituyente reunido a fines de 1824, destinado a dotar de una unidad constitucional a las fragmentadas repúblicas provinciales, debió enfrentar los desenlaces bélicos de las crisis imperiales ibéricas y de los fallidos ensayos constitucionales en las respectivas metrópolis. Esto significó asumir el doble desafío que suponía, por un lado, la definición del sujeto de imputación soberana disputada entre federales y unitarios, y por otro, la decisión de integrar o excluir en ese sujeto de soberanía a las jurisdicciones que estaban todavía en conflicto y habían pertenecido al virreinato platino. Recordemos que la finalización de las guerras de independencia en la batalla de Ayacucho dejó pendiente la situación del Alto Perú, liberado por los ejércitos bolivarianos. El futuro de las provincias alto peruanas fue objeto de debates en el seno del congreso y en la prensa periódica, y luego de intensas tratativas diplomáticas con Antonio Sucre y Simón Bolívar, dichas provincias decidieron en congreso declarar la independencia del nuevo estado de Bolivia en 1825; una independencia que implicaba emanciparse de España como asimismo de su antigua pertenencia virreinal. Pero en el caso de la Banda Oriental, su incorporación como parte de las Provincias Unidas a través de la representación en el poder constituyente terminó de desatar lo que ya resultaba indetenible: la guerra contra el Brasil. El enfrentamiento bélico con el imperio exhibe dos dimensiones importantes. La primera es que alentó a reelaborar las narrativas en torno a la dicotomía monarquía/república, ahora anudadas al concepto de nación republicana enfrentada a un enemigo externo identificado con un «rey tirano» (Di Meglio, 2019; Rabinovich, 2011). La segunda es que la contienda fue la primera guerra internacional de la región y a la vez el epílogo de las guerras de independencia en el Atlántico Sur. Un epílogo que terminó de dirimir los conflictos heredados de las disputas interimperiales entre las coronas ibéricas y que concluyó con la creación de la república independiente de Uruguay.

De lo dicho hasta aquí se desprende que los trienios liberales de España y Portugal no solo incidieron en los derroteros de las guerras libradas durante la década de 1820, sino que contribuyeron a poner en evidencia la enorme dificultad que implicaba diseñar un sistema representativo que contemplara las demandas surgidas de la diversidad jurisdiccional de los territorios a escala transatlántica. Si bien las iniciativas constitucionales ibéricas se propusieron poner fin al absolutismo monárquico y limitar el poder de los reyes, también estuvieron destinadas a evitar la dispersión de la soberanía territorial de sus imperios. En España, el primer ensayo constituyente había apuntado a concentrar esa dispersión frente a la explosión juntista –tanto en la Península como en América– y el segundo a salvar lo que quedaba del imperio y torcer el rumbo autoritario que Fernando VII le imprimió a su gobierno luego de la Restauración. En Portugal, por su parte, el ensayo constituyente procuró evitar la americanización definitiva de su monarquía y concluir con el desdoblamiento de su gobierno en dos continentes, rebajando a Brasil de la calidad de reino alcanzada en 1815 a su anterior condición de colonia. En ambos casos, las iniciativas fracasaron, e incluso incentivaron las definitivas salidas independentistas. No obstante, como afirma José María Portillo Valdés, el escenario ibérico fue, en rigor, el único donde se produjo una «revolución propiamente atlántica» al ensayar un constitucionalismo que intentó reconstituir los espacios de las previas monarquías y «establecer una idea de nación bihemisférica» que las experiencias revolucionarias de Norteamérica y Francia habían descartado explícitamente (Portillo Valdés, 2010: 128-129).

Desde esta perspectiva, si lo ocurrido en Estados Unidos y Francia en el inicio de las revoluciones atlánticas marcó la primera estación del impacto de la soberanía popular con la instauración de un sistema representativo tanto en formato republicano como monárquico constitucional, la década de 1820 puede ser considerada como la segunda estación de ese impacto. En esos años confluyeron los repertorios modelados a partir de la experiencia de la primera Restauración europea y del gran proceso de descolonización que afectó a todo el universo luso-hispano.

Convergencias y divergencias

La revisión de la imagen rupturista atribuida a la década de 1820 en el plano internacional reabre el interrogante acerca de si Europa y América iniciaron caminos convergentes o divergentes una vez colapsados los imperios ibéricos. El énfasis colocado en la continuidad de los mutuos intercambios políticos, económicos, culturales o diplomáticos deja, sin duda, en evidencia la intensidad de las conexiones; entre ellas, las que atañen a la circulación de los idiomas constitucionales y a las variadas, e incluso contrapuestas, lecturas y recepciones que podían tener los mismos textos a ambos lados del Atlántico. El ejemplo que estudia Gabriel Paquette para el mundo luso es revelador: la constitución otorgada por Pedro I en Brasil en 1824 –y readaptada en la carta portuguesa de 1826– fue vista en su territorio de origen como una suerte de máscara del absolutismo restaurado, mientras que en Europa fue recibida con alborozo por los liberales portugueses y sus partidarios en el extranjero (Paquette, 2013). Algo parecido sucedió con la constitución gaditana, rechazada por razones similares entre los grupos revolucionarios e independentistas hispanoamericanos, aplicada por las regiones leales, y tomada como modelo por los movimientos liberales ibéricos y mediterráneos (Lorente y Portillo Valdés, 2011).

Ahora bien, más allá de los evidentes vínculos transcontinentales que cuestionan la hipótesis de una ruptura, hay allí un aspecto central que ha puesto de relieve Hilda Sabato en su reciente libro Repúblicas del Nuevo Mundo: en la década del veinte comienza el «experimento republicano» que, con la excepción de los dos ensayos imperiales mexicanos, marcó la vida política hispanoamericana. La autora sostiene que, aun cuando las repúblicas y las monarquías constitucionales rechazaban por igual toda instancia trascendente de legitimación del poder político, presentaban una diferencia crucial: la figura del monarca fungía como cabeza simbólica y referente máximo del nuevo orden. Las reglas hereditarias que dotaban de previsibilidad a la sucesión de ese referente contrastaban con el espacio de incertidumbre que abrían los mecanismos republicanos (Sabato, 2021: 228-229). En el marco de esta distinción, el planteo formulado por Darío Roldán en su comentario a Repúblicas del Nuevo Mundo es particularmente relevante para los temas que aquí nos ocupan, por cuanto sugiere que el proceso de construcción de repúblicas en Hispanoamérica puede ser iluminado a través de la comparación con la vigencia de las monarquías en el Viejo Mundo (en sus diversos formatos) y a su vez iluminar «las dificultades que la instauración de la soberanía popular produjo en Europa» (Roldán, 2022: 130).

En esa línea, si observamos algunos de los ensayos o intentos de institucionalización política que se configuran en esos años desde la perspectiva de la forma de gobierno y de la distribución territorial del poder, se constatan las dificultades que comparten las nuevas repúblicas de la América hispana con las experiencias monárquico constitucionales (Entin, 2014). En el caso de Brasil, según demuestran los especialistas, el flamante imperio no estuvo exento de las disputas regionales que constantemente desafiaron al poder central (Carvalho, 2003). En su etapa constitutiva –que es la que nos interesa en este ensayo– la clave que en gran parte explica la unidad de ese enorme territorio –de la nación «una e indivisible» creada después de la independencia– no es solo el diseño constitucional fundado en la legitimidad del monarca, sino el modo de tramitar institucionalmente los potenciales conflictos. Siguiendo la hipótesis de Andrea Slemian, fue el intenso proceso de «valorización de la esfera administrativa y, en especial, la creación de instituciones que nacían amparadas por un discurso acerca de su capacidad de generar estabilidad en los más distantes y recónditos territorios» del Imperio lo que contribuyó a que las demandas de «los pueblos» se canalizaran por la «afirmación prioritaria de los ‘intereses colectivos’» (Slemian, 2009: 303-306).

En cuanto a los casos europeos, es oportuno subrayar dos cuestiones que retomo de las hipótesis exploradas por Maurizio Isabella. En primer lugar, que en los años veinte las disputas por la representación territorial se manifestaron en las revoluciones de la cuenca mediterránea, donde la introducción de constituciones desató demandas de los poderes locales por reafirmar sus propios derechos. Tanto en los acontecimientos ocurridos en España como en Piamonte, Nápoles, Sicilia y Grecia, las reivindicaciones de antiguas autonomías conformaron un repertorio común –a pesar de los rasgos que distinguieron a cada caso– e inauguraron una serie de conflictos territoriales que reemergieron en los decenios sucesivos (Isabella, 2022). En segundo lugar, el autor revisa la clásica imagen de las influencias de las ideas europeas en América como un proceso unilateral y destaca que las revoluciones e independencias hispanoamericanas tuvieron un impacto significativo al otro lado del Atlántico y, en particular, en el liberalismo europeo federalista y democrático no radical (Isabella, 2013).

Desde esta perspectiva, las disputas que presenta el problema de representar los territorios, con reclamos de derechos al autogobierno en el contexto de construcción de nuevas naciones, conectan experiencias transatlánticas comunes y a la vez disímiles. Y una de las diferencias reside, precisamente, en el planteo central del libro de Sabato antes citado. Lo que una rápida mirada comparativa parece alumbrar es que la república moderna –tal como se fue configurando a partir de las revoluciones atlánticas– no podía sino pensarse en Europa bajo la sombra de una forma de gobierno radical, mientras la monarquía constitucional emergía como gesto revolucionario frente al absolutismo. El umbral republicano en la América hispana, en cambio, asociado tanto a una dimensión antimperial como asimismo a un fuerte debate acerca del régimen político deseable, podía alojar en su seno desde las versiones más radicales o moderadas hasta las más conservadoras e incluso autoritarias.

La década de 1820 exhibe, en este sentido, una variada paleta de proyectos y ensayos de institucionalización republicana. En algunas regiones se llevaron a cabo procesos reformistas que Alfredo Ávila ha caracterizado como de «radicalismo republicano». Al comparar las experiencias del Río de la Plata, México, Colombia y Centroamérica, el autor sostiene que los problemas y las propuestas eran semejantes y que el cierre de estos ciclos reformistas tuvo también características semejantes que no fueron ajenas a los movimientos de fragmentación o centralización territorial (Ávila, 2011). En Centroamérica los estados que integraban la federación se convirtieron en repúblicas independientes; en México, la organización federal dio paso a un estado de tipo unitario; en Colombia se puso fin al proyecto de unidad con Venezuela y Ecuador; y en el Río de la Plata, el proceso reformista de Buenos Aires se clausuró con el intento de constitucionalizar una república centralista que derivó en el orden confederal rosista.

Por otro lado, los casos de «radicalismo republicano» coexistieron con otros que aspiraban a volcar en el molde del «gobierno mixto» la compleja articulación que implicaba representar los territorios, las poblaciones y la unidad del cuerpo político. En este punto, Natalio Botana desarrolla agudas reflexiones al trazar un diálogo entre los proyectos constitucionales bolivarianos y rioplatenses en dos momentos cruciales. El primero es 1819, cuando Simón Bolívar expone su célebre discurso de Angostura y el deán Gregorio Funes presenta el Manifiesto de la Constitución para las Provincias Unidas. La afinidad de ideas, expresada en el entrelazamiento de las formas republicanas de la antigüedad y el modelo monárquico británico, revelaba en los dos casos «la intención de elaborar el mejor compuesto posible entre aristocracia, república y monarquía» (Botana, 2016: 190). La presencia de elementos electivos y aristocráticos (con un senado hereditario en la propuesta bolivariana y no hereditario en la rioplatense) apuntaba a limitar «al máximo el alcance de la soberanía del pueblo y de los pueblos como sujetos de representación» (Botana, 2016: 191). El segundo momento es 1826. Aquí Botana destaca dos desplazamientos relevantes. La fórmula mixta bolivariana diseñada para la constitución de la flamante república de Bolivia ya no descansaba en el papel atribuido en 1819 al Senado como poder moderador. La combinación de elementos electivos y hereditarios se apoyaba ahora en la figura del poder ejecutivo con un presidente vitalicio encargado de designar al vicepresidente para sucederlo en el cargo; un ejecutivo poderoso que «viene a ser en nuestra constitución como el sol que, firme en su centro, da vida al universo» (Botana, 2016: 231). En el Río de la Plata, por su parte, la carta de 1826 procuró rehacer el proyecto de 1819 pero teniendo como telón de fondo la «feliz experiencia» en Buenos Aires que estableció un régimen representativo sobre la base de un sistema electoral directo con sufragio universal masculino. Fue, en realidad, una versión atenuada de la carta precedente que volvió a fracasar por su carácter centralista, al establecer que el ejecutivo nacional nombraría a los gobernadores de provincia a propuesta en terna de los consejos de administración provinciales designados por las legislaturas electivas (Botana, 2016: 242-243).

Los ejemplos citados nos permiten regresar a la pregunta acerca de los caminos convergentes o divergentes entre América y Europa. Una respuesta posible, formulada desde el ángulo de las formas de gobierno, es que al concluir la década de 1820 las convergencias transatlánticas respecto del dilema de cómo tramitar los reclamos de los cuerpos territoriales ante la doble crisis que afectó al mundo ibérico y mediterráneo –la del absolutismo restaurado y la del orden imperial– se procesaron a partir de la crucial divergencia que supuso el modelo republicano en la América hispana. Aun cuando ese modelo admitió notables variaciones que incluyeron dispositivos propios de las monarquías constitucionales, la construcción de sistemas representativos de base republicana supuso enfrentar el eslabón más problemático de ese experimento: hallar un mecanismo legítimo para dotar de «unidad de gobierno» a la pluralidad de voces y jurisdicciones que pretendía albergar.

De las Provincias (des)Unidas a la República Argentina

En la variedad de opciones de institucionalización republicana transitaron dos asuntos de naturaleza diferente pero entrelazados: el que refiere a la centralización/descentralización territorial del poder y el que remite a la concentración/limitación de funciones en el registro del principio de división de poderes. En el Río de la Plata, el debate y las disputas en torno al primer asunto parecen dominar sobre el segundo en la etapa que aquí nos ocupa. Nora Souto exploró en detalle la idea de unidad como forma de organización política y establece un balance de las similitudes y diferencias que presentó el discurso sobre la unidad en las décadas de 1810 y 1820. Entre las continuidades subraya «el obstinado sostén de la noción de indivisibilidad de la soberanía de la nación a construir, imaginada ésta como el corolario de un pacto voluntario y negociado entre las provincias rioplatenses» (Souto, 2017: 424). El pacto debía concretarse en un texto constitucional para poner fin al conflicto surgido de los reclamos de pueblos y provincias con pretensiones soberanas. Y entre los rasgos de discontinuidad señala que con la caída del poder central, la idea de unidad mutó ante el surgimiento de trece estados provinciales en pie de igualdad en lo referente a la soberanía. A diferencia del congreso que sancionó la Constitución de 1819, el de 1824-1827 se ató las manos en su carácter constituyente al sancionar la Ley Fundamental que reconocía a las provincias la vigencia de instituciones propias y el derecho de aceptar o rechazar el texto constitucional. En este punto, los diputados siguieron el camino de la convención de Filadelfia que estableció la exigencia de que la constitución fuera ratificada por al menos nueve de los trece estados norteamericanos.

La comparación con el caso norteamericano nos presenta un ángulo crucial: así como las trece colonias británicas arribaron a Filadelfia en calidad de estados independientes constitucionalizados, las trece provincias rioplatenses arribaron al congreso de 1824 equipadas con sus credenciales republicanas –ya sea bajo la forma de reglamentos constitucionales o leyes fundamentales– para debatir el pacto del que surgiría la futura nación (Saguir, 2020). Fue en ese contexto en el que se institucionalizó el quiebre definitivo del orden jurisdiccional del virreinato y tomó forma el mapa político que tres décadas después constituiría la república federal unificada, donde las provincias pasaron a ser catorce al desgajarse Jujuy de la jurisdicción de Salta en los años treinta. Pero fue también en ese contexto que el congreso llevó a cabo el primer y último experimento de rediseñar el mapa heredado de la crisis de 1820. Aun cuando los unitarios no renunciaron –sino todo lo contrario– a colocar a Buenos Aires como «centro» del orden republicano de unidad frente al resto de las provincias, a su vez promovieron y promulgaron la ley de capitalización y dividieron el resto del territorio provincial en dos jurisdicciones diferentes (Aliata, 2006). La apuesta reveló la percepción de que el cuerpo político más poderoso nacido de la fragmentación creaba serias distorsiones en el diseño de una república con poderes territoriales muy asimétricos. Una apuesta resistida por propios y extraños y que, una vez fracasado el congreso, no volvería a practicarse.

El fallido intento de la constitución de 1826 mostró a escala local –como ocurrió en otras regiones hispanoamericanas– las dificultades que ya había exhibido la constitución de Cádiz al pretender imputar la soberanía a una nación indivisible a escala bihemisférica. En ambos casos, como señala Geneviève Verdo para el de las Provincias Unidas, la razón del fracaso no radica solo «en la coexistencia eventual de dos niveles de soberanía, sino en la incapacidad de los actores por llegar a un consenso –bajo la forma de un andamiaje institucional– que permitiera a estos dos niveles coexistir» (Verdo, 2021). A diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos en 1787, esa falta de consenso derivó en una nueva implosión territorial que regresó a las provincias a la situación de 1820, pero ahora bajo el signo de una intensificación del conflicto político que se tradujo en guerras civiles intra e interprovinciales.

Ahora bien, si la representación de los territorios fue el tema clave del congreso reunido en 1824, sus diputados debatieron otras dos dimensiones del sistema representativo. La primera refería a la esfera de la sociedad. El imperativo de inclusión que predominó en los reglamentos electorales de la mayoría de las provincias para definir el voto activo comenzó a ponerse en cuestión cuando el asunto pasó a debatirse a escala nacional. Los unitarios hicieron propuestas para limitar el derecho de voto mientras los federales se opusieron a restringir los derechos de ciudadanía, tal como se plasmaron en la constitución de 1826, donde la restricción no asumiió la forma de un voto censatario sino la de exclusiones que se mantuvieron en el universo de la dependencia social (Ternavasio, 2002). La segunda dimensión remite al principio de división de poderes, y a un debate en particular: el que mereció la sanción de la Ley de Presidencia que colocó a la cabeza del poder ejecutivo a Bernardino Rivadavia (Gallo, 2012). Los federales se opusieron con vehemencia, fundamentaron su rechazo porque nacía como una magistratura destinada a perdurar en el futuro ordenamiento constitucional cuando todavía no se había llegado a un consenso, y apelaron a representaciones que asociaron la figura unipersonal del presidente con el despotismo de los reyes (Salas, 1998). El fantasma de la monarquía alimentaba los discursos de quienes pretendían, en realidad, crear una república federal con un presidente a la cabeza, pero limitado en sus atribuciones; y a su vez, el fantasma de las divisiones facciosas y partidarias alimentaba la vocación de encontrar en la figura de un presidente fuerte el instrumento capaz de restituir la unidad del cuerpo político.

Y he aquí donde el cierre de la década de 1820 presenta un desplazamiento fundamental. Si hasta allí el dilema de dotar de unidad al heteróclito mosaico de jurisdicciones que disputaban su lugar en la imaginada nación giró en torno a las contrapuestas concepciones de una soberanía indivisible o plural que atravesaron el «enigma del poder constituyente», según la expresión utilizada por Noemí Goldman (2012), a partir del ascenso de Juan Manuel de Rosas al poder el problema se trasladó hacia «quién» encarnaba la unidad de gobierno. En este sentido, Natalio Botana ha encontrado una ajustada y eficaz categoría para denominar al sistema rosista; el de una «confederación ejecutiva» que, a través del carácter delegativo del Pacto Federal de 1831, conformó un poder ejecutivo que abarcó a todo el territorio:

Entre 1831 y 1852, la confederación ejecutiva no fue por tanto patrimonio de un congreso del cual emanan las relaciones exteriores y las decisiones acerca de la guerra y la paz; fue, al contrario, patrimonio de los gobernadores de provincia que lo delegaron en Buenos Aires. Un pacto entre ellos le dio origen y otro pacto, después de Caseros, marcó su ocaso aunque no eliminó sus legados (Botana, 2021).

El desplazamiento que se observa, entonces, es en el modo de concebir el principio constructivista atribuido a la representación política. Y esto es así porque entre los legados que dejaba el rosismo estaba el duro aprendizaje que supuso descubrir la enorme plasticidad que el experimento republicano demostraba en su despliegue (Sabato y Ternavasio, 2020). Si las monarquías constitucionales se proponían limitar el poder de los reyes, las repúblicas podían crear poderes ejecutivos todo poderosos en nombre de la representación de la soberanía popular. Así lo proyectó Bolívar al sentenciar que «los nuevos estados de la América antes españolas necesitan reyes con el nombre de presidentes», y así lo concretó Rosas al crear un sistema de representación unanimista y plebiscitario en su base de poder terrritorial y congelar el debate sobre las formas de gobierno en una situación de hecho que dejó en suspenso la organización constitucional.

Cuando Juan Bautista Alberdi evocaba en sus Bases la cita de Bolívar para fundamentar un poder ejecutivo «republicano en la forma y casi monárquico en el fondo», que fuera determinante de toda la fisonomía constitucional y de la «reconstrucción del gobierno central» (Alberdi, 1914: 75), no ignoraba la incógnita acerca de dónde hacer anclar su autoridad. Una incógnita que dejaba entrever al afirmar que «una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la silla difícil de la presidencia, se le debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a la persona pública del presidente de la Nación» (Alberdi, 1914: 273). La distinción alberdiana entre el «hombre» y la «persona pública» marcaba, justamente, la distancia que pretendía trazar con el pasado rosista y la idea de «encarnación» de la soberanía popular, pero también con la que existía entre la investidura dinástica de un monarca y la más inestable derivada del voto ciudadano (Ternavasio, 2017).

Una vez constitucionalizado el país, la distribución territorial y funcional del poder se entrelazaron en la fórmula transaccional que, inspirada en Las bases de Alberdi, diseñó un federalismo que acentuó los rasgos centralistas en manos del poder ejecutivo nacional (Alonso y Bragoni, 2015). A esa altura, el prolongado y complejo proceso de construcción de la república unificada desafió a las dirigencias provinciales y a las que regresaban del exilio a confrontar y negociar sobre el futuro de la nación (Halperin, 1982) como asimismo sobre la memoria histórica del pasado reciente (Eujanian, 2015). En esa memoria, la década de 1820 pasó a tener un lugar medular, aunque las interpretaciones sobre los episodios que dieron origen a la caída del poder central y las consecuencias que provocó en el proceso de construcción nacional hayan mostrado miradas divergentes (Botana, 1991). En cualquier caso, el rosismo era para estas visiones una suerte de paréntesis oprobioso que dejó al desnudo los dilemas que nacían de la nueva representación política republicana.

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Notas

[1] Cabe aclarar que, puesto que sería imposible hacer aquí un estado de la cuestión y mencionar los aportes realizados sobre los temas y problemas abordados, las citas bibliográficas se limitan a los autores mencionados en el texto central y a las hipótesis explícitamente retomadas en los argumentos expuestos.
[2] La selección de temas y problemas abordados responde a la convocatoria a participar del panel “Instituciones del régimen representativo y republicano (1820-1831)” que dio origen a este ensayo de interpretación.


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