Dossier temático
Recepción: 07 Agosto 2022
Aprobación: 20 Octubre 2022
CÓMO CITAR: Tomasi, J. M. E. y Barada, J. (2022). Etnografías para las arquitecturas. Aproximaciones a los procesos formativos participativos desde experiencias con comunidades puneñas. A&P Continuidad, 10(18). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v10i18.389
Resumen: Las múltiples tramas sociales y culturales en las que se inserta la producción arquitectónica plantean un desafío para la formación de las y los profesionales, en relación al riesgo de analizar otros modos de hacer desde los propios marcos interpretativos, invisibilizando así la densidad de las otras concepciones que atraviesan las espacialidades y materialidades. A partir del contacto con comunidades de la Puna jujeña, se propondrán al trabajo de campo y a los talleres participativos como instancias que posibilitan una revisión de los procesos de formación, articulando la universidad en el territorio con otros colectivos sociales. En este sentido, se observará cómo el desplazamiento espacial del espacio formativo, en el marco de un enfoque etnográfico, habilita nuevas interacciones sociales y permite abordar otras lógicas de producción y concepciones sobre la arquitectura, su espacialidad y materialidad. Más allá de las características de las experiencias puntuales, estas se plantearán como punto de partida para una discusión sobre la formación en un contexto más amplio.
Palabras clave: Talleres participativos, formación, Puna.
Abstract: The multiple social and cultural fabrics in which architectural production is embedded pose a challenge for the formation of professionals that is related to the risk of analysing other ways of doing from our own interpretative frameworks. This makes it invisible the density of the other conceptions dealing with spatialities and materialities. Based on the work with communities in the Puna of Jujuy, fieldwork and participatory workshops will be proposed as instances enabling a review of training processes by means of the articulation of the university in the territory with other social groups. Within this framework, it will be observed how the spatial displacement of the training space -taking an ethnographic approach- gives rise to new social interactions and allows other logics of production and conceptions for architecture, spatiality and materiality. Beyond the characteristics of the specific experiences, they will be introduced as a starting point for a discussion on formation in a broader context.
Keywords: participatory workshops, formation, Puna.
Introducción
La concepción del espacio, y entonces de la arquitectura, como un producto social y no como un hecho objetivo ha permeado los debates disciplinares, al menos desde la década de 1970 (Santos, 1978). Esto ha posibilitado el surgimiento de abordajes que han pensado los saberes, prácticas y sentidos arquitectónicos en el marco de lógicas sociales y culturales más amplias (Oliver, 1969/1978; Rapoport, 1969/1972), lo que lleva a una reflexión sobre otras concepciones integrales de la arquitectura. En este marco, cabe preguntarse si estos debates conceptuales han permeado los procesos formativos en las carreras de Arquitectura, primero, y los ejercicios profesionales, luego. Por el contrario, pareciera que la práctica arquitectónica en espacios que usualmente no forman parte del campo profesional, como pueden ser los ámbitos rurales, o con interlocutores que no son los habituales, como las comunidades campesino-indígenas, se presenta como un desafío complejo, con múltiples aristas, que necesariamente implica una redefinición de los lugares desde los que se ejerce la disciplina, de las articulaciones con distintos actores y actoras sociales, y de las formas de producción arquitectónica, en términos de proyecto y de obra. A estos efectos, el desarrollo de prácticas formativas alternativas, que desafíen los cánones establecidos, se presenta como una condición ineludible.
El reconocimiento de otros saberes, y la revisión de los propios, emerge como una instancia relevante y necesaria para un ejercicio profesional histórica, social y territorialmente situado, y como un camino para evitar la imposición de marcos interpretativos que anulen la complejidad de las concepciones locales. En el marco de estos desafíos, no basta con valorar estas otras arquitecturas o desarrollar una práctica que parte de la responsabilidad social de los y las arquitectos, mientras estos continúan siendo quienes proponen las soluciones surgidas de posicionamientos teóricos y metodológicos construidos desde sus marcos culturales. Esos marcos de la práctica profesional se establecen a lo largo de procesos de formación, reproductores de estructuras del conocimiento hegemónicas, y que merecen ser revisados.
En este artículo nos proponemos encarar una reflexión respecto a otros abordajes posibles para la formación disciplinar que contemplen un desplazamiento de las prácticas, desde una redefinición de los lugares, las relaciones y los modos de hacer arquitectura, que puedan trascender y problematizar las construcciones etnocéntricas. Esto permitirá considerar el modo en que el reconocimiento de otras formas de pensar la arquitectura puede emerger de instancias que habiliten el diálogo intersubjetivo entre distintas actoras y actores sociales, que pongan en juego las intersecciones en una diversidad de trayectorias.
Esta propuesta surge del trabajo que venimos realizando junto con diferentes comunidades en la Puna de la provincia de Jujuy desde el 2003, como Susques, Rinconada, Coranzulí, Tabladitas y Yavi (Fig. 1), en el marco de proyectos de investigación y extensión tanto colectivos (por ejemplo, Tomasi y Rivet, 2011; Barada y Tomasi, 2017; Barada, Tomasi y Veliz, 2022) como individuales (Tomasi, 2011; Barada, 2017). Si bien no nos enfocaremos en las características de cada uno de estos proyectos, sí es relevante observar que la práctica de trabajo en estos contextos ha implicado una necesaria definición del campo como espacio de formación y trabajo, a la etnografía como un enfoque, y a la observación participante y el diseño colaborativo en talleres como estrategias metodológicas participativas para establecimiento de otras articulaciones posibles con actores locales, poniendo en tensión los cánones disciplinares vinculados a una definición unívoca de la producción arquitectónica. A estos efectos, la antropología como disciplina y la etnografía como método y enfoque se presentan como herramientas relevantes para pensar la formación.
Nos enfocaremos entonces en los desafíos que se presentan cuando el accionar profesional nos enfrenta a espacios en los que se tensionan las propias concepciones sobre la arquitectura y los modos de producirla, para luego abordar el trabajo de campo etnográfico como una estrategia definida desde el vínculo entre la arquitectura y la antropología. Finalmente, nos referiremos a los talleres participativos como una metodología que habilita una (re)definición de los lugares, los agentes y la producción, aportando a la descentralización de la universidad, a considerar lo participativo en la formación y a la incorporación de herramientas interdisciplinarias que colaboren en la comprensión de otras concepciones de la arquitectura, el espacio, la técnica, los materiales, entre otras cuestiones.
Los desafíos de la otredad arquitectónica
Las discusiones sobre la práctica profesional en contextos diversos no son novedosas. Podemos situar sus comienzos en coincidencia con la crisis del Movimiento Moderno en la década de 1960 (García Ramírez, 2012), a través de un simultáneo replanteo de la arquitectura en relación con sus entornos tanto ambientales como históricos y sociales, y del rol de las y los arquitectos/as que debía vincularse con colectivos sociales como condición inherente a su compromiso con la sociedad. De hecho, en 1969 se desarrolló en Buenos Aires el X Congreso Mundial de Arquitectura, que tuvo como eje “La Arquitectura, factor social; la vivienda de interés social”, con una participación política muy activa de los movimientos estudiantiles, los que generaron espacios alternativos tensionando con el encuentro oficial (Carranza, 2011).
En este mismo congreso participaron como invitados Amos Rapoport y Joseph Rykwert, dos especialistas en el estudio de las arquitecturas vernáculas. Esta superposición de instancias políticas y académicas no es casual: contemporáneamente comenzó a desarrollarse una apertura de la mirada disciplinar hacia arquitecturas que hasta entonces no habían sido objeto de un interés sistemático, arquitecturas producidas por fuera de las fronteras disciplinares, que se constituyeron como insumos tanto ideológicos como proyectuales. La valoración de las arquitecturas vernáculas, aquellas producidas por diversos colectivos sociales sin la intervención de profesionales formados en contextos académicos, se constituyó como un tema recurrente. En particular en la Argentina, este contexto despertó un interés sobre las arquitecturas de diferentes sitios del país cuya valoración tuvo que ver con la persistencia de la búsqueda de una “arquitectura nacional”, que atravesó las discusiones arquitectónicas a lo largo de todo el siglo XX (Tomasi, 2012b). En paralelo a estas búsquedas, experiencias teórico-pedagógicas radicales, como lo fue la del Taller Total de la Universidad Nacional de Córdoba, en la década de 1970 (Malecki, 2016), contribuyeron a repensar la disciplina y el rol profesional.
Estos abordajes sobre las arquitecturas vernáculas, más allá de su significación política, tendieron a desarrollar una valoración fundamentalmente estética, asociada a su reconocimiento como fuente de inspiración proyectual. Finalmente, mientras se le reconocían ciertos valores, se invisibilizaba cómo la arquitectura se encuentra imbricada en ciertos modos de comprender el mundo. Tal como ha propuesto Bourdieu: “El espacio habitado, y en primer lugar la casa, es el lugar privilegiado de la objetivación de los esquemas generadores y, por intermedio de las divisiones y de las jerarquías que establece entre las cosas, entre las personas y entre las prácticas, ese sistema de clasificación hecho cosa inculca y refuerza continuamente los principios de la clasificación constitutiva de la arbitrariedad cultural” (1980/2007, p. 124).
En este marco, no se trata solo de comprender las arquitecturas dentro de los marcos culturales en los que se produce, sino que es desde esos mismos marcos culturales que se deben construir los mecanismos necesarios para su comprensión, evitando la imposición de categorías externas, emergentes de las disciplinas. Así, reconocer la existencia y el valor que poseen arquitecturas producidas por fuera de estos ámbitos es un primer paso para la problematización del ejercicio profesional, y lo es aún más cuando comprendemos que se trata de una práctica que, en efecto, se produce y se continúa produciendo por fuera del campo disciplinar en su amplia mayoría. En dicho proceso no basta con ampliar la mirada y permear los sentidos disciplinares, sino que es necesario revisarlos y reaprender, en la clave propuesta por Bourdieu (2007), otros esquemas generadores que pueden ser radicalmente diferentes a los propios, y entonces posibilitar la coexistencia de ontologías múltiples (Descola, 2012).
Este abordaje resulta relevante para la incorporación en los programas de estudio de aquellos espacios y arquitecturas que no forman parte de los cánones hegemónicos propios de la formación disciplinar. Redefinir las estrategias formativas implica preguntarse acerca del rol profesional, en relación con los objetos arquitectónicos y los grupos sociales que los demandan, producen y habitan. Esto implica considerar las formas locales de producción, sus temporalidades y la entidad misma de los objetos arquitectónicos dentro de densas redes de relaciones que involucran múltiples interacciones con las personas, las naturalezas, los materiales (Ingold, 2000; Latour, 2008; Viveiros de Castro, 2010).
Estas temáticas han sido tratadas en extenso en distintas etnografías para el área andina en general y el espacio puneño en particular (Arnold, 1998; Barada, 2017; Göbel, 2002; Palacios Ríos, 1990; Sendón, 2004; Tomasi, 2011, entre otros), y vale la pena considerar algunos de sus aportes para evidenciar la complejidad que presenta la comprensión de una producción arquitectónica. En distintas comunidades, el universo de la construcción y sus prácticas se encuentran íntimamente imbricadas con las de la vida cotidiana (Tomasi, 2012a). A diferencia de lo que sucede en otros contextos, especialmente urbanos, la definición y construcción de una casa es una actividad que se extiende en el tiempo y está a cargo de las propias familias. Una casa es habitada y vivida al mismo tiempo que está en construcción, y es de hecho esta condición, la que, en buena medida, constituye a una casa en términos nativos. Las casas, como procesos constructivos, forman parte de la misma conformación de la familia y sus relaciones. En este contexto, el saber asociado a la construcción es un dominio que se extiende a todos los miembros de las familias, involucrando tanto a varones como a mujeres.
Las arquitecturas domésticas tienen una condición que es por definición dinámica: están sujetas a un proceso de construcción continua, que es indisociable de las formas de organización familiar y sus ciclos de desarrollo. En otras palabras, existe una cierta relación de correspondencia entre la conformación de una casa y los distintos tiempos y configuraciones de un grupo familiar (Arnold, 1998), en tanto cada uno de los recintos que la componen están asociados a una generación específica. Esto plantea una centralidad de los lazos sociales en relación con la arquitectura, que se manifiesta en su temporalidad. Es decir, si la arquitectura se constituye como una entidad en constante construcción en línea con la reproducción de un determinado grupo social, la habitual división temporal (y espacial) entre una instancia de proyecto y otra de construcción, debe ser problematizada.
Finalmente, es necesario considerar la entidad misma de la arquitectura para poder reconocer que se constituye como un objeto con agencia, es decir con la capacidad de influir en la vida de las personas. En este sentido, todo el proceso de construcción, desde la colocación de las primeras piedras hasta su finalización, está atravesado por una densa ritualidad en la que se afirman los sentidos asociados a la casa, la definición de su relación con las personas humanas y la conformación de los grupos sociales. La arquitectura, desde su condición material, se constituye como un agente no humano, dentro de los entramados sociales.
Este somero repaso por algunas dimensiones asociadas a la arquitectura, que se presentan con sus rasgos particulares en múltiples grupos sociales más allá del área andina, permite problematizar aquello propuesto en la introducción respecto al desafío que implica una aproximación a otras concepciones sobre el tiempo y el espacio, el lugar de la construcción en la vida de las personas, y la condición de existencia de los objetos arquitectónicos, que incluye, pero no se limita, a sus rasgos materiales. El reconocimiento de la densidad de las arquitecturas como parte de ontologías específicas requiere de un andamiaje metodológico específico. El trabajo de campo etnográfico se constituye como una herramienta clave para reensamblar las arquitecturas dentro de la complejidad de lo social, implicando una redefinición del rol profesional, sus prácticas y ámbitos de desempeño, pero también la puesta en consideración de otras estrategias formativas (Fig. 2 y 3).
Las etnografías como enfoque
Hablar de etnografía implica referirse a un método, una forma de aproximarse al estudio de un cierto problema social, y a un determinado tipo de texto (Rockwell, 2009). La etnografía, en tanto enfoque, posibilita una aproximación a las problemáticas del mundo social desde la perspectiva de sus miembros, entendidos como agentes (Guber, 2001), y propone la elaboración de una descripción que, siguiendo a Geertz (1973/2003), busca reconocer los “marcos de referencia” propios del modo en que las personas ordenan y piensan su propio mundo social. La etnografía se constituye como una interpretación que tiene como sustento básico, la relación que se construye entre el investigador y su campo. Esto último es particularmente relevante para considerar a la etnografía como enfoque posible para repensar la producción arquitectónica y los procesos formativos, y al campo (en tanto sitio por excelencia de los abordajes etnográficos) como ámbito desde el cual es posible repensar tanto la formación como el ejercicio profesional.
En este contexto, el trabajo de campo ofrece una doble posibilidad en relación con la problemática aquí planteada. Por un lado, brinda un espacio para aproximarse a un conocimiento denso de una determinada realidad; por el otro, en línea con lo planteado por Krotz (2002), se constituye como un camino para la puesta en crisis de los propios marcos de referencia, en el reconocimiento de una otredad. En términos específicos, la presencia en el campo, como forma de inmersión en una realidad, se constituye como una estrategia necesaria para comprender a la arquitectura en el marco de las esferas sociales, políticas, económicas, culturales y simbólicas que la definen, y a través del reconocimiento de las implicancias que estas tienen para las personas, sus necesidades y anhelos. Así, la observación participante y las entrevistas no dirigidas (Guber, 2001) resultan instrumentos para la indagación, al mismo tiempo que se constituyen como instancias en las que necesariamente se ponen en tensión los propios presupuestos y sentidos (los que conducirían a la elaboración de preguntas cuyas respuestas solo pueden decodificarse en su propia clave) para comprender una determinada realidad en los términos que esta misma se construye.
La trayectoria de trabajo que venimos llevando a cabo se ha conformado desde estos enfoques y estrategias metodológicas, en pos de aproximarnos a un conocimiento de la realidad local, comprendiendo la complejidad de sus arquitecturas en el marco de procesos históricos, políticos y sociales en los que convergen diferentes actores. El trabajo desde el campo implica un desplazamiento espacial como una instancia necesaria para un desplazamiento en los conceptos y las prácticas a partir de la interacción cotidiana con otras realidades (Fig. 4). Trascender los marcos de referencia disciplinares implica entonces trascender los propios ámbitos de trabajo como arquitectos, necesariamente permeados por las ideas hegemónicas sobre la arquitectura. Es a través del conocimiento y reconocimiento de esos otros saberes y modos de hacer que podemos acceder, desde el propio campo, al conocimiento sobre estas arquitecturas e incluso intervenir en procesos concretos de producción de las mismas (Fig. 5).
En este marco, a los efectos pedagógicos para la formación en arquitectura, un abordaje etnográfico podría implicar una voluntad de deconstrucción de las concepciones establecidas, naturalizadas, que tienden a reproducirse en las facultades, sosteniendo modos de proyectar y modos de hacer unívocos, basados en lógicas hegemónicas, hacia el reconocimiento de ontologías múltiples. Estas ontologías pueden atravesar todas las instancias proyectuales, a partir del cruce de diversas trayectorias del habitar, incluyendo las propias de las y los estudiantes, como sujetos activos, en diálogo con distintos colectivos sociales. En la construcción de diálogos en lo que respecta a las arquitecturas vernáculas construidas con tierra, es la propia concepción del proyecto arquitectónico, como instancia de producción que posee un claro inicio y un final, la que se pone en disputa. En este campo, la producción de arquitecturas se da como una construcción en el tiempo que está estrechamente asociada a la vida de las familias y su devenir generacional (Tomasi, 2011) y, a la vez, es la propia técnica y sus características intrínsecas en torno al mantenimiento periódico, la que implica un repensar del proyecto en términos de su durabilidad e integridad. Solo por citar un ejemplo, las prácticas vernáculas en torno al retechado de cubiertas realizadas en tierra han sido observadas desde la etnografía, como instancias necesarias para la producción misma de las relaciones entre los objetos y las personas, y los diferentes colectivos sociales de los que forman parte (Urton, 1988; Sendón, 2004).
Esto implica, en todo caso, una reflexividad disciplinar, en pos del reconocimiento de una multiplicidad de actores y actoras productores de espacios y de un rol profesional que está inserto en una trama de relaciones con una expectativa de simetría. Un enfoque etnográfico para la producción de arquitectura, entonces, no se limita al desarrollo de capacidades para el reconocimiento en términos nativos de un determinado conjunto de necesidades, sino más bien de las concepciones asociadas a las potenciales respuestas proyectuales, en el marco de decisiones colectivamente orquestadas (Bourdieu, 1980/2007).
El taller como un espacio de participación
¿Cómo es posible generar espacios formativos para la producción de arquitecturas que no solo tensionen las formas y roles habituales, sino que habiliten la construcción de procesos de producción del conocimiento que cuestionen las propias bases de la arquitectura occidental desde la incorporación de otras ontologías? En las últimas décadas se ha planteado una diversidad de formas de intervención si consideramos particularmente el rol profesional en la generación de espacios participativos (García Ramírez, 2012; Ríos, González, Armijo, Borja y Montaño, 2016, entre otros). En este marco, los espacios de taller se constituyen como instancias que permiten la puesta en juego de ideas colectivas, muchas veces contradictorias, situadas en las trayectorias de las personas y comunidades, donde los roles de aprendizaje y enseñanza pueden tener un carácter más dinámico. Eso implica, a su vez, pensar en una forma de ejercicio profesional más cercana al rol de facilitador (sensu Freire, 1993) aportando a un proceso de construcción de autonomía por parte de los actores y actoras locales. De hecho, las búsquedas, en torno a la década de 1960, desde la pedagogía para el desarrollo de procesos formativos más simétricos, partiendo del intercambio de experiencias entre distintos sujetos, todos poseedores de conocimiento, tuvieron un impacto significativo en las discusiones disciplinares contemporáneas en pos de nuevas formas de producción del hábitat (Marzioni, 2012; Kozak, 2016). A los efectos de este trabajo, esto es relevante al menos en dos direcciones. Por un lado, se trata de generar estas otras instancias para la puesta en juego de una multiplicidad de saberes por parte de una diversidad de actores sociales, incluyendo a las comunidades; por el otro, es significativo también considerar la construcción de espacios formativos que reconozcan a las y los estudiantes como sujetos con sus propias trayectorias sociales en torno al habitar, y entonces portadores de conocimientos.
En este marco, debemos volver sobre el trabajo de campo para definir al taller en clave espacial. El desarrollo de talleres participativos, en locaciones definidas por las comunidades participantes, resulta una condición necesaria, mas no evidente, para concretar un trabajo en el territorio (Fig. 6 y 7). En este mismo sentido, el taller no puede constituirse como un mero sitio de ensayos cuya veracidad sea posteriormente verificada en los espacios tradicionales, sino que debe constituirse, en sí mismo, como un ámbito de toma de decisiones (Cox Aranibar, 1996).
Al mismo tiempo, es necesario problematizar la interacción entre los diferentes actores y actoras intervinientes en el taller. En particular, consideramos el rol profesional como participante, para comprender su posición en las instancias de diagnóstico, establecimiento de objetivos, proyecto, planificación y gestión de la obra que se realice. En este sentido, existe un desplazamiento en el posicionamiento de las y los profesionales dentro de la trama de relaciones, abandonando la condición de ser el/la diseñador/a último/a del objeto final, para ser, en principio, un/a participante activo/a para el diseño de las estrategias metodológicas que faciliten la acción por parte de la comunidad. De este modo, la realización de cartografías participativas o el estudio de las arquitecturas existentes y sus prácticas asociadas a lo largo del tiempo en un sitio particular, así como el reconocimiento colectivo de daños en edificios históricos son algunas de las estrategias que definen las instancias colaborativas de trabajo. Por otra parte, como ha planteado Pelli (2007), una producción conjunta de conocimiento exige la participación de la comunidad en la construcción de criterios y necesidades que son las que definen las instancias proyectuales y sus características. El desarrollo de un centro comunitario, una vivienda, o la restauración de una casa histórica, no pueden constituir programas predefinidos basados en necesidades construidas extralocalmente. El trabajo de campo aparece, una vez más, como emergente necesario para facilitar la definición de proyectos coherentes con las necesidades e intereses locales, adecuando los mecanismos proyectuales a estas mismas lógicas.
Lo que se pone en juego aquí, en todo caso, son las propias concepciones sobre los usos de los espacios y, entonces, la puesta en discusión de los preceptos modernos sobre la funcionalidad, así como también, y especialmente en este contexto, las miradas construidas sobre las técnicas y sus materiales. Las arquitecturas con tierra, en todo caso, han estado históricamente sujetas a miradas peyorativas, asociadas a la aparente precariedad y escasa durabilidad de su material. Lo relevante en este sentido es que, en un contexto de participación plena exento de romanticismos, implica reconocer no solo las miradas históricas propias de las comunidades en torno al conocimiento sobre los materiales y sus posibilidades, sino también enfrentarnos a los sentidos construidos por las mismas comunidades en relación con las miradas que desde el campo académico, y particularmente el institucional, han permeado sus sentidos e intereses a lo largo del tiempo, muchas veces en detrimento del devenir de las propias culturas constructivas. Pensar colectivamente los proyectos desde las comunidades implica, entonces también, desplazarse de aquel lugar romántico que podría considerar a las arquitecturas como entidades inmanentes, asociadas a una tradición estática. Por el contrario, implica reconocer a los actores locales como agentes históricos y políticos (Zusman, 2002), cuyas concepciones se han ido transformando, incluso a la luz de las miradas y acciones construidas desde los ámbitos hegemónicos (Barada y Tomasi, 2017).
Finalmente, debemos considerar la dimensión productiva del taller, en concordancia con la comprehensión de las lógicas locales. En este sentido, no podemos escindir al taller de proyecto y al taller de construcción. El taller se desenvuelve en la lógica del “aprender haciendo” (Cox Aranibar, 1996), redefiniendo al proyecto desde la práctica misma, desde un hacer físico, desde la interacción de las personas en el espacio. Esta imbricación entre lo que podría definirse como las etapas de proyecto y de obra no se debe solo a una decisión metodológica: se trata de concebir la arquitectura como un proceso constructivo que atraviesa a las personas, cuyas prácticas se encuentran imbricadas con las de la vida cotidiana (Tomasi, 2012a).
Consideraciones finales
A lo largo de este artículo hemos buscado desarrollar una breve aproximación a los desafíos que implica un proceso formativo hacia una práctica profesional de la arquitectura en contextos alternativos a los habituales, y cómo esto plantea la necesidad de desarrollar estrategias específicas que habiliten el establecimiento de construcciones colectivas, que pongan en evidencia la existencia de una diversidad de voces. Más que una mirada centrada en las particularidades estéticas, se trata de exponer la radicalidad de la diferencia en la experiencia de la otredad. Estas otredades pueden estar vinculadas con las prácticas y modos de habitar de determinadas comunidades, como se ha planteado aquí para el caso del área puneña, pero también con las particularidades, a veces no tan evidentes, de otros colectivos sociales más cercanos, que también suelen ser invisibilizadas.
El trabajo de campo etnográfico conlleva un desplazamiento espacial, pero también del rol disciplinar, en pos del reconocimiento de la existencia de otras formas posibles de concebir la arquitectura y, a partir esto, también reflexionar sobre los propios posicionamientos proyectuales, desde una construcción intersubjetiva en terreno. Las dinámicas de los talleres participativos plantean un escenario donde múltiples miradas pueden ponerse en juego desde una concepción que busca ser simétrica. El cambio del espacio de trabajo brinda la oportunidad de descentrar el propio rol desde la construcción de nuevas formas de interacción con otros actores y actoras que forman parte de la práctica de la construcción y, a su vez, asumir la existencia de otros modos de producción posibles, que habilitan reflexiones sobre las múltiples facetas que puede asumir hoy la práctica profesional. Esas otras prácticas profesionales, que de hecho están en discusión hace muchas décadas, requieren también de otros procesos formativos que se orienten a la democratización de la producción del conocimiento y a una exploración proyectual que ponga en discusión la reproducción de las formas hegemónicas de la arquitectura. Lo etnográfico y los espacios de taller participativos implican aquí una revisión, hacia la integración de otros actores y actoras a los procesos, el cambio de los espacios en los que se desarrollan las dinámicas de enseñanza-aprendizaje, y un rol de las y los estudiantes más allá de una condición de sujetos a ser formados.
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Notas de autor
ORCID: 0000-0002-8568-4426
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ORCID: 0000-0003-2673-6553
ju.barada@gmail.com
Información adicional
CÓMO CITAR: Tomasi, J. M. E. y Barada,
J. (2022). Etnografías para las arquitecturas. Aproximaciones a los procesos
formativos participativos desde experiencias con comunidades puneñas. A&P
Continuidad, 10(18). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v10i18.389
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