Ensayos

Notas sobre la pasada y presente enseñanza de la estética y la teoría de las artes y la arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB, España)

Notes on the past and present teaching of aesthetics and the theory of arts and architecture at the ETSAB Barcelona School of Architecture - UPC

Pedro Azara (*)
Universidad Politécnica de Cataluña, España

A&P continuidad

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

ISSN: 2362-6089

ISSN-e: 2362-6097

Periodicidad: Semestral

vol. 9, núm. 17, 2022

aypcontinuidad@fapyd.unr.edu.ar

Recepción: 07 Agosto 2022

Aprobación: 24 Noviembre 2022



DOI: https://doi.org/10.35305/23626097v9i17.396

CÓMO CITAR: Azara, P. (2022). Notas sobre la pasada y presente enseñanza de la estética y la teoría de las artes y la arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB, España). A&P Continuidad, 9(17). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v9i17.396

Resumen: ¿Enseñar a construir o a pensar? ¿A proyectar y edificar o a reflexionar? La arquitectura ¿requiere paredes y techos? Los materiales con los que se edifica ¿son solo los que habitualmente se utilizan en obra? Las imágenes gráficas y escritas ¿pueden suscitar imágenes de bienestar, configurando espacios soñados, lugares donde soñar, donde soñar que se podría soñar?

Los estudios de arquitectura se hallan en una encrucijada entre la práctica y la teoría, entre la construcción y la reflexión, la vida activa y la vida contemplativa. La conjunción entre la acción y la reflexión es incierta y difícil, sobre todo cuando los conocimientos técnicos son los que se exigen al arquitecto en España, pero cabría preguntarse si los estudios no deberían enseñar también a dar un paso atrás para considerar o reconsiderar la obra en ciernes o ejecutada.

Palabras clave: arquitectura, construcción, estudios, enseñanza, escuelas de arquitectura.

Abstract: Is teaching intended to build, or to think; to project and to build, or to reflect? Does architecture require walls and ceilings? Are building materials only those that are usually used? Can graphic and written images evoke images of well-being that are able to shape dreamed spaces; places where to dream, i.e., where to dream that it would be possible to dream?

Architecture studies are at the crossroads between practice and theory, construction and reflection, active life and contemplative life. The action-reflection conjunction is uncertain and complex, especially when architects in Spain are required technical knowledge. Thus, one might wonder if studies should also teach to take a step back to consider or reconsider the building work in progress or the already built work.

Keywords: architecture, construction, studies, learning, schools of architecture.

“À Combray, tous les jours dès la fin de l’après-midi, longtemps avant le moment où il faudrait me mettre au lit et rester, sans dormir, loin de ma mère et de ma grand-mère, ma chambre à coucher redevenait le point fixe et douloureux de mes préoccupations. On avait bien inventé, pour me distraire les soirs où on me trouvait l’air trop malheureux, de me donner une lanterne magique, dont, en attendant l’heure du dîner, on coiffait ma lampe et, à l’instar des premiers architectes et maîtres verriers de l’âge gothique, elle substituait à l’opacité des murs d’impalpables irisations, de surnaturelles apparitions multicolores, où des légendes étaient dépeintes comme dans un vitrail vacillant et momentané [En Combray, todos los días, desde que empezaba a caer la tarde y mucho antes de que llegara el momento de meterme en la cama y estarme allí sin dormir, separado de mi madre y de mi abuela, mi alcoba se convertía en el punto céntrico, fijo y doloroso de mis preocupaciones. A mi familia se le había ocurrido, para distraerme aquellas noches que me veían con aspecto más tristón, regalarme una linterna mágica; y mientras llegaba la hora de cenar, la instalábamos en la lámpara de mi cuarto; y la linterna, al modo de los primitivos arquitectos y maestros vidrieros de la época gótica, substituida la opacidad de las paredes por irisaciones impalpables, por sobrenaturales apariciones multicolores, donde se dibujaban las leyendas como en un vitral fugaz y tembloroso]

(Proust, 1913, pp. 10-11)

“La ville est un poème…” [La ciudad es un poema]

(Barthes, 1970-1971, p. 24)

A partir de la ya casi olvidada experiencia como estudiante de arquitectura, en la segunda mitad de los años setenta y la primera mitad de los ochenta del siglo pasado, en las escuelas de arquitectura de Montpellier y Barcelona –con unos programas y unos enfoques muy distintos de los actuales, que no querría magnificar ni rescatar con nostalgia, pero que sí constituyen referencias personales a partir de los cuales juzgar las enseñanzas y métodos seguidos en los últimos años (en Barcelona, principalmente), unos comentarios que posiblemente no den cuenta de la riqueza, variedad y complejidad de las enseñanzas en otros centros u otras ciudades–, junto con la experiencia como docente, y en conversación con estudiantes, presentes y del pasado, y con profesores, algunos de los cuales fueron estudiantes míos, teniendo en cuenta sus juicios, comentarios y críticas, quisiera exponer unas consideraciones sobre la enseñanza de la arquitectura que practico, que practicamos, desde un punto de vista crítico, en la Escuela de Arquitectura. El texto no se presenta como un análisis objetivo de cómo se enseña, ni se postula cómo debería enseñarse, no da cuenta de los diversos métodos, enfoques y definiciones de la arquitectura, sino que tan solo refleja y reflexiona sobre la visión de la arquitectura que se comunica –sin imposiciones, a los estudiantes–, a fin de enriquecerles, si fuera posible, su propia consideración de lo que es la arquitectura, de cómo se construye y se percibe. La disciplina se inscribe así en un marco más grande que engloba la acción o la creación humana, en la que participa tanto el artista como el espectador, siendo ambos intérpretes, constructores de la arquitectura, presentada como una construcción subjetiva, como el resultado de un juicio, y como unos recuerdos, de lugares en los que vivimos, o pensamos que viviríamos, bien, si pudiéramos volver o acceder a dichos espacios propios. Este texto es así una reflexión sobre las enseñanzas de la arquitectura y las artes en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (España), que quizá entre en resonancia con las enseñanzas en otras escuelas.

Los planes de estudio comunes de Bolonia, aplicados ya en el siglo XXI, permiten que cada escuela pueda interpretarlos. Los programas de teoría de la Escuela de Arquitectura de Barcelona como, sin duda, de cualquier escuela, están marcados por las enseñanzas de estética previas a la unificación europea, de las que bebe, pero también se desmarca, dejando la libertad de cátedra y, por tanto, la libertad de transmitir una determinada visión de las artes y la arquitectura y de cómo interpretarlas. La bondad de la relación entre los estudios actuales y de los del pasado queda a merced de cada docente.

El programa de estudios de las escuelas de Arquitectura en España hoy, no enseña arquitectura; enseña construcción. Apenas se distingue de los programas de las escuelas de Ingeniería y de Aparejadores (o Arquitectura Técnica, como se denominan estos estudios en España, una expresión que es un oxímoron, en verdad: la Arquitectura requiere un hacer, sin duda, un hacer poético que la imaginación activa, una poiesis antes que una tekné).

En Bagdad, en Iraq, por ejemplo, no existe la facultad de Arquitectura, sino de Ingeniería, que comprende un departamento de Arquitectura con unas asignaturas que los estudiantes de arquitectura, a diferencia de los de Ingeniería, deben seguir. Estas asignaturas se limitan a dos: Historia y, sobre todo, Teoría. Son estas, en particular las asignaturas de teoría, las que marcan la diferencia entre programas dedicados a la construcción de equipamientos, a cargo de ingenieros, y programas dedicados a la formación de los arquitectos. La teoría es lo que distingue las formaciones de los constructores (de obras públicas y privadas) de las de los arquitectos. Se diría, entonces, que los arquitectos no construyen. ¿Es cierto? Pero, antes: ¿qué es la teoría?

Teorizar, habitualmente, significa reflexionar y, sobre todo, abstraer. La teoría necesita del alejamiento de los casos concretos para englobarlos todos en una misma visión, prescindiendo de cualidades particulares cuya ausencia no daña la valoración de las cosas. La teoría se ejerce desde lo alto. Los ejemplos concretos solo ilustran la teoría y facilitan su comprensión. Pero se suele considerar con condescendencia a una ilustración. Se recurre a esta, como ya observara Platón, cuando somos incapaces de remontarnos a la altura desde la cual el teórico analiza las cosas, prescindiendo de la concreción, las delimitaciones, y las limitaciones materiales o sensibles de aquellas.

Mas, teoría, en griego antiguo, significa observación y no solo reflexión: una reflexión alumbrada por una visión. La teoría se sustenta, en este caso, en la vista. Consiste en escudriñar las cosas, sin tocarlas ni forzarlas, en estar atentos a ellas, atentos a lo que tienen a bien decirnos, siendo atentos con ellas. La teoría se fija y se detiene en lo que encuentra, en lo que le sale al encuentro; atiende a lo que se le muestra. La teoría nace de un diálogo entre un observador y un observado, siendo ambos dialogantes a la vez observadores y observados. Las cosas también nos contemplan.

La theoría, en la Grecia antigua, por fin, designaba un espectáculo digno de verse. Un teórico era, entonces, un espectador. ¿Cabía espectáculo más singular que una procesión (un acontecimiento que aún hoy se puede designar con el sustantivo teoría)? La theoría formaba parte de un ritual gracias al cual se entraba en contacto con el mundo sobrenatural para expresarle respeto y rogarle protección. La vida de una comunidad dependía de la correcta ejecución de una theoría. Cualquier gesto o palabra fuera de lugar rompían el cordón umbilical que los mortales mantenían con los inmortales. Una theoria era un gesto de buena voluntad para con el mundo natural o sobrenatural.

La teoría se basa en una atención minuciosa, cuidadosa hacia cada cosa que digna revelarse. Se centra, se concentra en un ente o una persona. Atiende a lo que muestra, a su imagen o su cara, tratando, sin faltarle al respeto, de descubrir lo que dicha imagen o apariencia significa, traduce o esconde. La teoría no atiende a lo general, sino a lo particular. Cada ente o cada ser tiene algo que decirnos, aunque no esté siempre dispuesto a contarnos lo que porta o encierre. Algunos encuentros topan con un muro, una negativa a cualquier apertura. La teoría no considera a las cosas y los seres ejemplos. Las cosas no son casos. No son intercambiables ni prescindibles. No se recurre a ellos debido a nuestra incapacidad de pensar sin ver, sin tener algo tangible a nuestro alcance. Muy al contrario, si nada se nos revela, la teoría no tiene sentido, no tiene nada qué decir.

Teorizar, en suma, es escuchar y descifrar lo que los entes y los seres aceptan decirnos. La teoría se sustenta en la vista, como ya hemos dicho, pero también en el oído. Implica un esfuerzo contante para estar a la escucha del mundo, y la modestia de dejar que las cosas hablen si quieren. La teoría no impone modelos, no modela el mundo, sino que trata de aprender el lenguaje de las cosas, lo que implica estar callado y receptivo. La teoría no nos aleja del mundo, remontándonos a las alturas, sino que nos pone en sintonía con este, nos acerca al mundo, para que podamos escuchar por primera vez, y en ocasiones, por única vez, la voz, única y singular, de las cosas, el tono personal con la que aceptan dirigirse a nosotros. No nos dirigimos a ellas, no las dirigimos, no las organizamos a nuestra medida y voluntad. Se nos dirigen, a veces. La teoría es una apertura al mundo y una lección de humildad. Hay cosas, obras de arte, por ejemplo, del pasado o del presente, de culturas lejanas en el tiempo o el espacio, que requieren por nuestra parte que esperemos a que, quizá, se pongan en contacto con nosotros.

Teorizar, entonces, consiste en estar atento a lo que acontece, lo que se muestra. Teorizar es dialogar. El diálogo se establece entre el espectador y la obra. Esta no se somete a la contemplación y la interpretación del espectador, sino que ambos, obra y espectador, se tienen respeto, se observan y se abren el uno a la obra. Teorizar es prestar atención; y la atención se presta. Se trata de un bien que se cede, se concede; un regalo, una ofrenda. Revela el pleno reconocimiento del ente o el ser a quien se confía la atención. Nuestra atención, nuestra capacidad de atender (a los deseos y necesidades del otro o de lo otro) se deposita en este o esto. Nos entregamos, confiamos lo que nos permite estar atentos, en contacto con el mundo. Nunca nos sentiremos más frágiles, afectados, expuestos y, al mismo tiempo, en confianza que en esta relación con la obra de la que esperamos que nos atienda y nos responda. La teoría abre, así, un espacio de diálogo. La obra es portadora de un mensaje que tiende al espectador si este lo o la acepta. La obra pone a prueba la capacidad de aceptación y comprensión del observador, quien debe asumirla, reconociendo que la obra puede cerrarse en banda y no revelar todo lo que encierra. La teoría, por tanto, nos invita a salir de nosotros mismos y a observar el mundo. Nos obliga a aceptarnos, y a reconocer nuestros límites y limitaciones.

El diálogo tiene lugar en un espacio compartido. Pero debemos ser capaces de escuchar y de aceptar que la obra es un otro yo cuya complejidad, cuyas contradicciones, cuya reserva no podremos solventar ni vencer. La teoría invita a cuidar a lo que se revela. La obra pide respeto, una actitud respetuosa ante ella. Invita a escuchar lo que tenga a bien contarnos. Debemos también aceptar sus silencios. En ningún caso debemos forzar su significado. La obra tiene múltiples caras de las que muestra algunas si somos capaces de atenderla. La teoría es una invitación a atender a lo que se me abre. Aspectos, amables o dolorosos de la realidad, se descubren a través de la obra, aspectos que la obra recoge y muestra, si sabemos atenderla. Miramos o sentimos la obra, pero también ella nos siente y nos observa. La teoría es un cruce de miradas que expone, por medio de dicho encuentro, lo que de otro modo permanecería oculto. Invita a ir al encuentro del mundo al mismo tiempo que permite a este revelar lo que encierra para nosotros. Las cosas, las obras adquieren sentido cuando nos acercamos, siempre manteniendo cierta distancia; distancia que no implica distanciamiento, sino que invita a que nos coloquemos a la distancia adecuada para la obra respire y nos expire.

Teorizar es asumir la complejidad humana y del mundo que la obra expresa o simboliza, actuar como un ser humano, reconociendo en el otro, en la obra, a un igual que merece el mismo trato que nosotros y al que debemos exigir que nos trate bien. La teoría es un trato entre iguales que se confiesan, que confiesan lo que tienen a bien contar, cuidando tanto la expresión como el silencio. La teoría es la asunción de que no estamos solos ni podemos actuar como si estuviéramos solos. Invita a quedarse (quieto) y a escuchar, a aceptar que nuestra vida está guiada por los otros, y por las obras, que nos trazan un camino.

La capacidad de teorizar, de atender y mirar con cuidado, de tener cuidado, es lo que nos define como humanos. El arte y su contemplación nos constituyen.

La teoría del arte trata de hallar un sentido a la acción humana o de dotarla de sentido, tanto a la creación cuanto a la interpretación de la misma. La teoría es sensible a lo que la obra encierra.

La creación debe ser libre. El sentido o el significado no deben ser asignados sino encontrados o desvelados durante la creación o el juicio que la obra, fuere cual fuere, merece. Nietzsche denunciaba las obras modernas, sometidas a la política y a la policía; sometidas a designios externos a la obra, convirtiéndola en propaganda o en publicidad. La obra, empero, no se vende; puede responder a un encargo, muy preciso incluso (los contratos de obras clásicas señalaban hasta la cantidad de materiales costosos que debían utilizarse), pero no puede ilustrarlo. Las obras políticas –puestas al servicio de ideas ajenas, consideradas como un servicio, según Proust, exhiben la misma falta de gusto que un regalo en el que hubiéramos dejado la etiqueta con el precio: “Une oeuvre où il y a des théories est comme un objet sur lequel on laisse la marque du prix” [Una obra de arte que encierre teorías es como un objeto sobre el que se ha dejado la etiqueta del precio] (Proust, 1927, p. 29). La obra de arte se basaba en un enunciado por escrito de especificaciones; pero el artista (el pintor, el escultor, el músico, el escritor) tenía que operar de tal modo que pareciera que era la obra, y no el comanditario, la que requería determinados materiales, colores y formas. La obra tenía necesidades que el artista debía colmar; la obra dictaba lo que tenía que acoger y mostrar. Si la creación no era libre, la coacción no venía impuesta desde fuera sino desde la misma obra.

Dichas exigencias o limitaciones formales y materiales tienen como fin la mejor expresión de un contenido, de modo que la obra llegue al espectador (es la obra que se acerca al visitante y lo recibe, o se cierra en banda) y este tenga la sensación que extrae un sentido o lo infunda a la obra: es decir que la interprete.

Interpretar es teorizar: relacionarse sensiblemente con una obra para entenderla; entender sus razones, lo que contiene, lo que tiene a bien comunicarnos, lo que pone o dispone a nuestro alcance, a nuestra capacidad de sentir y de pensar. Razones que dar sentido a su presencia en el mundo, que dan fe de su necesidad. Aunque la obra tenga razones que la razón no entiende (parafraseando a Pascal), la obra no es gratuita, caprichosa ni está sometida a los designios y las voluntades de quienes han ordenado su existencia. Antes bien, la obra existe para someter a quienes la contemplan, sean comanditarios, espectadores o artistas, incluso (como bien muestran el mito de Pigmalión, o el maldito retrato de Dorian Grey descrito por Oscar Wilde). Las obras se imponen. Animan, seducen, retan, provocan hasta lograr una reacción, sea física (Pigmalión a los pies de la estatua, abrazándola, Verónica besando el paño en el que la Santa Faz se había inscrito) o reflexiva, es decir, teórica, aceptando el poder de la imagen, su presencia, y tratando de entenderla.

Teorizar es dialogar con una obra, sabiendo que nunca llegaremos a descifrarla enteramente, porque la obra posee recovecos a los que nunca tendremos acceso, ni siquiera destruyéndola.

Quienes destruyen las imágenes revelan, por un lado, el embrujo en el que han caído, en la provocación en la que se han hundido, y por otro, el miedo que sienten ante una obra que les puede perturbar. Recordemos el final de Dorian Grey o de la madrastra de Blancanieves rompiendo el espejo que no le revela lo que espera. Como la cara es el espejo del alma, en cuanto el espejo se quebró, el rostro de la madrastra....

La teoría descubre el sentido de las cosas; en verdad, les da sentido. La teoría, por tanto, es creadora, creadora de sentido. Entes sin sentido, construidos material, mecánicamente, cobran vida. Se vuelven portadores de sentido. Dialogan con nosotros. Tienen algo que decirnos. Nos aportan una visión del mundo, nos abren al mundo, a fin de facilitar una relación de buena convivencia. Podemos entender y habitar el mundo, gracias a la reflexión, que nos permite entenderlo y aceptarlo. La arquitectura es construcción animada, hecha a la medida del hombre: un lugar, que la teoría descubre o funda, en el que tenemos la sensación que podremos vivir bien, en el que ya nos vemos viviendo. La arquitectura, que la teoría descubre o crea, es una promesa de bien estar, de estar a buenas con el mundo. Como las ideas, la arquitectura existe y se percibe, se habita con los ojos cerrados.

Quisiera echar una mirada hacia atrás para evaluar el presente, y contrastar ambas aproximaciones a la teoría del arte y de la arquitectura, de la creación humana, de su inserción en el mundo. Durante años, la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB) fue una rara avis en los estudios de arquitectura españoles, europeos y quizá mundiales. Lo característico de sus programas de estudio, entre 1974 y 2010 (Fig. 1, 2 y 3), fueron la presencia y la importancia de asignaturas teóricas, en concreto, de estética y teoría de las artes.

Programa de la asignatura troncal
de Estética y Teoría de las Artes, Plan de estudios 1974-2010, Escuela Técnica
Superior de Arquitectura (UPC-ETSAB), Barcelona.
Figuras 1, 2 y 3
Programa de la asignatura troncal de Estética y Teoría de las Artes, Plan de estudios 1974-2010, Escuela Técnica Superior de Arquitectura (UPC-ETSAB), Barcelona.
Fuente: Recuperado de https://etsab.upc.edu/ca/estudis/estudis-extingits/pdf/1_4_79.pdf

Estas eran asignaturas obligatorias. Se acompañaban de un programa de asignaturas optativas y de libre elección. Todas desaparecieron de los nuevos planes de estudio europeos de arquitectura, al menos en España, al igual que las asignaturas de estética. Dichas asignaturas se impartían también en facultades de filosofía y letras (hoy, Humanidades) y de Bellas Artes. Su inclusión en los programas de la Escuela de Arquitectura de Barcelona era una singularidad. Y desde luego, una excepción o casi: en el curso de 1973-1974, el primer curso de la Escuela de Arquitectura de Montpellier se dividía en un trimestre de asignaturas de pizarra, llamadas teóricas, y dos trimestres de prácticas. Las clases teóricas comprendían desde Economía y Propedéutica a las Ciencias Humanas (o Iniciación a estas), entre la filosofía –la Fenomenología– y la antropología, impartidas, bajo un árbol frondoso, en un prado cercano al modesto edificio de la escuela, por un discípulo del filósofo francés Gaston Bachelard (autor del célebre ensayo La poética del espacio (1957), hoy raramente citado en la Escuela de Arquitectura de Barcelona: el silencio de los estudiantes ante la mención de este texto, en clase, es ilustrativo). En Barcelona, durante dos años, el programa de estudios incluyó la especialidad de Teoría, que se impartía en quinto y sexto cursos. El título siguió siendo de Arquitectura Superior, pese a que la formación del arquitecto varió en función de la especialidad escogida. La línea de Teoría reforzaba las asignaturas y contenidos teóricos –de arte y arquitectura– en detrimento de los propiamente técnicos. Un año, un año tan solo, se permitió que el Proyecto Fin de Carrera, a cargo del profesor de Historia de la arquitectura Josep Quetglas, consistiera en un ejercicio escrito, cercano a una tesina de máster (o una tesis doctoral), salvo por el hecho que dicho trabajo debía versar sobre un tema propiamente arquitectónico, un proyecto desarrollado y justificado mediante la palabra escrita. El proyecto estaba en el texto; era el texto. Su lectura debía ser capaz de suscitar la impresión de estar ante o en una obra.

La presencia de la teoría en los estudios de arquitectura españoles ha desaparecido, no tanto por las exigencias de los planes de estudio europeo, los llamados planes de Bolonia, (puesto que incluyen la necesidad de asignaturas o de contenidos teóricos y estéticos, que hubieran permitido la prosecución de las asignaturas de estética), sino por las exigencias de los ineludibles colegios oficiales de arquitectos quienes, derivados de los gremios de constructores medievales, siguen ejerciendo un férreo control sobre el ejercicio de la profesión del arquitecto, al menos sobre su tarea de constructor. Todo proyecto previo a una obra construida con materiales de construcción, entre los que no se encuentran las palabras, debe ser sometido a consideración, evaluado y visado por el colegio de arquitectos. Este férreo control que obliga incluso al arquitecto a colegiarse, como en la Edad Media, se ejerce porque, según la ley española, los arquitectos son los últimos responsables de las obras durante los diez años siguientes a su finalización. Lo único que no se controla es la cualidad formal de la construcción. Se entiende así que un arquitecto es una figura que construye con determinados materiales, entre los que se excluyen las palabras, de lo que se deduce que las asignaturas teóricas o reflexivas no se consideran necesarias. El arquitecto como pensador no se concibe, una afirmación que es un pleonasmo, porque la arquitectura es reflexión, construcción o proyección mental.

¿Existe alguna diferencia entre la arquitectura y la construcción? En caso afirmativo, ¿cuál sería? Esta diferencia, que sí se considera que existe, ha sido comparada con la que se establece, a partir del siglo XVIII en la Estética occidental, entre el arte y la artesanía, o entre el arte y lo utilitario. La diferencia consistiría en un añadido ornamental al útil para convertirlo o transmutarlo en una obra de arte. Esta estaría mejor hecha, con materiales de más calidad y con el añadido de ornamentos. Por el contrario, la obra de arte libre de artificios añadidos volvería a ser una simple obra artesana. Esta definición de la diferencia entre la arquitectura y la construcción recuerda la que Monsieur Jourdain, protagonista de la comedia El burgués gentilhombre, del siglo XVII, del autor francés Molière, observaba, con sorpresa y admiración, entre la prosa y la poesía. La poesía, explicaba Monsieur Jourdain, era prosa escrita en verso: es decir, una prosa artificiosa, alambicaba, antinatural, que no respondía al habla común, esforzadamente compuesta.

La diferencia entre el arte y la artesanía podría residir en una manera distinta de expresarse, denotando una visión distinta del mundo. La manera de tratar un tema es tan distinta en poesía en y prosa que afecta el contenido del texto. No se trata de contar de un modo determinado, sino de contar distintas historias. La manera incide en el contenido, que solo existe en función de cómo se comunica. Un criterio parecido para distinguir entre arquitectura y construcción afectaría –y determinaría– lo que una obra es. Una construcción no tiene sentido: no expresa ni denota nada. No puede ni tiene porqué contar nada. No es o no encierra un mundo. No acoge ningún contenido; no propone punto de vista alguno, ni brinda ninguna revelación sobre el mundo. Una construcción no ilumina ni mejora el mundo. Cumple estricta y eficazmente con la finalidad que se persigue –un abrigo–, pero no media entre el hombre y el mundo. No constituye ningún lugar. Una construcción se habita, sin más, pero no se considera un lugar propio, no ofrece al ser humano un espacio propio. En una obra de arquitectura confluyen la realidad y los sueños, el pasado, el presente y el futuro, los mortales y los inmortales. Se trata de un lugar en el que se vive, pero también donde se sueña. Cubre necesidades básicas, físicas, pero también espirituales. Una construcción acoge cuerpos, la arquitectura alberga mentes (sueños, esperanzas). En la arquitectura se puede soñar, y proyectarse en el futuro. “Una construcción solo puede ser material. Una obra de arquitectura es, puede o debe ser un sueño, un espacio imaginado: un lugar, real o soñado, en el que se querría estar para siempre, un lugar quizá inalcanzable pero que nos mantiene en vida por la promesa que ofrece de una vida plena” (Azara, 2021). La construcción no es un lugar. Solo cuando sentimos que hemos hallado nuestro lugar en la tierra, este, físico o imaginado –pero sentido plenamente–, deviene una obra de arquitectura. De modo que el arquitecto construye sueños en los que uno descubre qué significa vivir y morir.

Arquitectura es –y no solo está en– un poema. En el célebre poema de Antonio Machado (1903), “Recuerdo infantil”, la clase (donde adormecen los estudiantes, una tarde mortecina) es. Es en y por el poema. Lo que constituye y define la clase se revela en el verso. El poema no describe, sino que funda la clase, tras cuyos cristales llueve de verdad, mientras el hastío la invade. La clase del y por el poema, la modesta aula, se abre de pronto. Todas las sensaciones que suscitaba se despliegan, desde el plomizo aburrimiento de un día de lluvia y canturreo, hasta la sensación de fragilidad y absurdidad que un recitado mecánico causa. La clase, en la que estábamos, y que revive gracias al poema, la clase que habíamos olvidado, como si no hubiéramos estado nunca en ella, se halla, en este momento, cuando la escucha o la lectura de los versos, entre nosotros, o alrededor nuestro. Nos acoge, nos acoge como un aula real quizá no lograría hacerlo, ni podría, pues son los espacios soñados o recordados los que nos invitan a acceder a ellos, a adentrarnos y detenernos, descubriéndolos, y descubriendo, como hasta entonces no lo habíamos hecho, la íntima relación que mantienen con nosotros, pues hacen parte de nuestra vida. Se abren también, al mismo tiempo, en este caso, los recuerdos de infancia. La lectura del poema nos proyecta en el tiempo y el espacio. Regresamos donde estuvimos sin que fuéramos conscientes de dónde estábamos. El disfrute –o el malestar: sensaciones, al menos, que nos hacen vibrar, sentirnos vivos– del aula se da cuando una imagen gráfica o escrita abre la puerta. La arquitectura es un proyecto, ciertamente, un proyecto de vida: un sueño, una imagen imaginada de un lugar añorado, o de un lugar en el que quisiéramos estar. Las salas de estar, del bienestar, están en nosotros, en nuestros recuerdos, nuestros sueños y nuestros anhelos, que una imagen vista, leída o escuchada, despierta. La arquitectura se construye con la memoria y la imaginación. Puede o tiene que ser plasmada para poder ser habitada. He aquí que las palabras, las notas musicales, y las imágenes plásticas, quietas o en movimientos, nos descubren lugares en los que querríamos morar, y que ya habitamos mentalmente apenas los descubrimos. La arquitectura es, al mismo tiempo, el acicate de la memoria y la imaginación, y el resultado de la activación de estas facultades[1].

Teorizar, reflexionar, pensar: actividades mentales que son o deberían ser propias del arquitecto, y la obra de arquitectura es el resultado de dicho pensamiento. Arquitectura es un pensamiento comunicado, proyectado, a fin de dotar de sentido el mundo. El verbo pensar viene del verbo latino pensare. Mas, pensare no significa pensar, sino pesar. No se trata de un trabalenguas, un juego de palabras, una etimología equivocada o un error. Existe una estrecha relación entre la acción física de pesar, y la mental de pensar. Pensare, en latín, es sinónimo de pendere, que también significa pesar. Para pesar, hay que colgar de una cadena, exponiendo una cosa a su observación, exponiendo sus virtudes y sus miserias, facilitando su conocimiento, su reconocimiento. Por el pender o suspender, un objeto o una persona queda expuesta a las miradas y a los pensamientos. No puede esconder nada. Las trampas, los embustes, las ilusiones caen por su propio peso. Pensar, en latín, se decía cogitare o, mejor dicho, cogitare, con el paso de los siglos, ha acabado por significar pensar o, al menos, la concepción del pensamiento ha evolucionado. La célebre expresión de Descartes, en el siglo XVII, no significaba que Descartes era (existía, era o estaba presente) porque soñaba, sino porque no soñaba. Las ilusiones, las ensoñaciones habían sido proscritas o disueltas, y solo quedaba la clara imagen mental, el concepto. Pero, sin embargo, cogitare, en latín, significaba soñar, representarse, hacerse una imagen. La evaluación justa no implicaba el destierro ni el desdén de la imagen, sino su recurso. Se pensaba a través y gracias a la imagen. Un pensamiento que hoy calificaríamos de imaginativo. La imagen –o el proyecto– como medio para reflexionar sobre el mundo, reflejado y puesto al alcance en y por una imagen.

Pensare, en cambio, como hemos precisado, significa pesar en latín. ¿Qué hacemos cuando pesamos (un ente, pero también una propuesta)? Sopesamos. Pesar exige una balanza. Lo que se pesa o se sopesa se dispone de un lado, que se equilibra con un peso, tabulado. La balanza debe equilibrarse. No puede inclinarse en favor de un lado. El peso que se calcula debe ser el justo. Pesar tiene que ver con la justicia. No hace falta recordar la personificación de la justicia, una deidad femenina togada, de pie, los ojos vendados, una balanza equilibrada en la mano. Para poder pensar (o pensar, diríamos hoy) es necesario poder tener una visión completa de la balanza. Debemos retirarnos para poder observar bien. No podemos tomar partido, ni tocar la balanza. Debemos ser objetivos, lo que nos permite evaluar el peso, en todos los sentidos de la palabra (el peso físico, pero también espiritual), la importancia, el valor, de lo que evaluamos, sin incidir en el resultado. Pesar y pensar implica una observación atenta, una mirada cautelosa, prudente, medida, es decir una teoría. Con el pensamiento, descubrimos el peso, la razón de ser de las cosas, de los abrigos, por ejemplo. Podemos medir su capacidad protectora, lo que nos ofrece y aporta, la seguridad y la confianza que nos despierta. Gracias al peso –al pensamiento– nos sentimos de pronto en confianza, y sentimos que el lugar ante nosotros está hecho para nosotros, nos puede acoger y defender. El adjetivo latino pensus se aplica a lo que tiene valor, a lo que es precioso, a lo que suscita aprecio y emoción. Y este aprecio solo se obtiene tras haber bien calibrado o pesado lo que nos disponemos a hacer entrar en nuestras vidas. Pensar y sopesar no son acciones o meditaciones que se puedan realizar a la ligera. Conlleva cierto tiempo. La premura, las prisas, las ocurrencias no son de recibo. Tenemos que esperar que los brazos de la balanza se equilibren, lo que ha exigido, previamente, seleccionar el peso adecuado que se dispone sobre el brazo contrario de la balanza. Pesar exige alcanzar un equilibrio, y saber mantener la calma, la cabeza fría. Las cabezonadas tampoco tienen sentido. Pesar exige tiempo, tomarse el tiempo necesario para dar con el peso, el valor de las cosas y los espacios. Estos se dotan de cualidades (sensibles) gracias nuestra acción de pesar o de pensar. El pensamiento transfigura el mundo, la construcción inerte en arquitectura (viva), valiosa, significativa.

Referencias bibliográficas

Azara, P. (2021). Arquitectura. En La mirada atenta. Barcelona, España: Universitat Politecnica de Catalunya. Recuperado en: https://upcommons.upc.edu/handle/2117/343170

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Notas

[1] Recordemos los versos de Luis Bagué (2011, pp. 52-55) del poema De Construcción: “Cuando la arquitectura de los sueños/ ha producido monstruos de hormigón,/ es preciso mudarse de metáfora/ (ya que no de paisaje)/ y recorrer los tópicos/ que intuye la experiencia/ y que el amor confirma:/ cimentar las ideas, amueblar/ las palabras/ y empezar a vivir por el tejado./ Quisiéremos también/ edificar la historia,/ ladrillo tras ladrillo,/ y levantar la casa de la edad.// Habitarla/ apenas cuesta nada./ Un solo verso/ o, como mucho, dos:/ construir un monumento/ que no destruya el tiempo ni el cemento”. La relación entre la arquitectura y la poesía son particularmente evidentes en la métrica árabe. Beit, casa, también designa a un dístico cuya superposición, bien trabada, permite levantar un poema. Que se presenta como una torre, como quien construye un alto edificio (Azara, 2021, p. 25).

Notas de autor

(*) Pedro Azara. Es doctor en arquitectura y profesor titular de estética en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (España). Director del Departamento de Teoría e Historia de la Arquitectura (THATC) de dicha Escuela. Es miembro de la misión arqueológica de Qasr Shemamok (Kurdistan, Iraq), y ha comisariado exposiciones y ha escrito sobre arquitectura y ciudad en el Próximo Oriente antiguo. Estuvo becado por la Fundación Getty de Los Ángeles y la fundación Gerda Henkel de Düsseldorf.

ORCID: 0000-0001-5666-7013

pedro.azara@upc.edu

Información adicional

CÓMO CITAR: Azara, P. (2022). Notas sobre la pasada y presente enseñanza de la estética y la teoría de las artes y la arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB, España). A&P Continuidad, 9(17). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v9i17.396

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