Ensayos
Recepción: 18 Agosto 2021
Aprobación: 15 Octubre 2021
CÓMO CITAR: Samaja, J. A. (2021). Hacer de la ciencia un espacio habitable. A&P Continuidad, 8(15). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v8i15.337
Resumen: Este artículo presenta los lineamientos teóricos que hemos venido desarrollando desde 2019, junto al equipo de cátedra de la asignatura Introducción al Pensamiento Científico (Lic. Diseño Industrial, FAPyD-UNR). Se pretende explicitar la relación profunda entre ciencia y prácticas profesionales, en general, y en torno a la formación en diseño, en particular. Pero como una articulación semejante no puede dejar a la ciencia en el mismo lugar donde la encontró, nuestro esfuerzo implica necesariamente realizar una revisión concomitante de las representaciones generales sobre lo científico. Sintetizamos a continuación el núcleo de esta revisión en las siguientes afirmaciones: 1) la ciencia constituye una práctica no separada del pensar y del hacer en general, entramada con las restantes modalidades de la producción humana del sentido; 2) la ciencia no es solo un método específico, sino también un mundo de experiencias específicas que ese método hace posible para un sujeto también específico; 3) una concepción verdaderamente ampliada de la ciencia requiere incorporar a la comprensión del proceso científico una dimensión subjetiva, tal como lo han reconocido los lineamientos epistemológicos de los últimos 50 años conocidos como cibernética de 2º orden.
Palabras clave: método científico, experiencia científica, sujeto científico, diseño, práctica profesional.
Abstract: This paper presents the theoretical guidelines that we have been developing since 2019, together with the teaching team of the subject Introduction to Scientific Thought (Lic. Industrial Design-FAPyD-UNR). It has been tried to make explicit the deep relationship between Science and Professional Practices, in general, and around Design training, in particular. But since such an articulation cannot leave science in the same place where it found it, our effort has necessarily implied a concomitant revision of the general representations about the scientific itself. We summarize below the core of this review in the next statements: 1) science constitutes a practice not separate from thinking and doing in general, intertwined with the other modes of human production of meaning; 2) science is not only a specific method, but also a world of specific experiences that this method makes possible for a specific subject; 3) a truly expanded conception of science requires incorporating a subjective dimension into the understanding of the scientific process, as recognized by the epistemological guidelines of the last 50 years known as 2nd order cybernetics.
Keywords: scientific method, scientific experience, scientific subject, design, professional practice.
Introducción
El objetivo de este trabajo es desarrollar los lineamientos teóricos que vienen implementándose desde la cátedra de Introducción al Pensamiento Científico (IPC), en relación a la comprensión interna del fenómeno científico, así como de las interacciones profundas que este mantiene, no solo con el campo profesional, sino también con las restantes formas de producción del sentido. El propósito de todo este esfuerzo es rescatar aquella concepción ampliada de la ciencia (Samaja, 1999) con el ánimo de mostrar a los estudiantes que hay otra ciencia posible en lugar de aquella versión reducida y mezquina (vinculada generalmente a una visión aséptica y positivista) que ofrecen los manuales de formación tradicionales.
Partimos del supuesto de que no se puede tener una verdadera comprensión del proceso científico ni de sus productos cuando se abstraen las relaciones profundas que el método establece con los sujetos y los mundos que ese mismo método produce. En otras palabras, pretendemos desarrollar la idea de que la novedad moderna no reside en el método únicamente, sino en la constelación que se instituye como sistema: mundo-método-sujeto.
Como plan de trabajo, se propone abordar la complejidad del pensamiento científico dinamizando la lógica de su método, del mundo de experiencias que emerge de tales modos de producción, así como del sujeto involucrado.
A los efectos de este abordaje, se considerarán 3 ejes estratégicos: en primer lugar, la necesidad de abordar a la ciencia, escenificándola en la trama dramática de relaciones junto a las prácticas profesionales y cotidianas, con las que interactúa de modo profundo, no solo como contextos de aplicación de sus producciones, sino también como contextos de problemas y necesidades emergentes; en segundo lugar, asumir que el único modo de entender a la ciencia es historizarla, esto es, articulando la ciencia con el contexto en que se consagra como dispositivo de apropiación de experiencias en vínculos jurídicos de interferencia intersubjetivas; y, en tercer lugar, afirmar de modo cabal que la ciencia es la forma objetiva en la que se constituye el sujeto de la modernidad, y por ende, debe incorporarse una perspectiva subjetiva a nuestra comprensión orgánica de lo científico.
Estos 3 vértices son elementos de un sistema que no pueden concebirse en abstracto: no existe un método que no configure un mundo, como tampoco existe un mundo sin la configuración de las experiencias constitutivas para el sujeto. Pero tampoco existe un sujeto pleno mientras no se regularicen e instituyan las relaciones con un sistema de experiencias.
Un buen punto de partida
-Al Gran Bonete se le ha perdido la Ciencia y dicen que Ud. la tiene. -¿Yo, señor? -Sí, señor. -No, señor. -Pues entonces… ¿quién la tiene?
¿Por qué sería relevante introducir a las/os diseñadores en el pensamiento científico? Una primera respuesta: porque en el plan de estudios coexisten, junto a las materias de taller, asignaturas que emplean una jerga, métodos y razonamiento de tipo científico; de modo tal que una introducción en ese terreno allanaría la comprensión de aquellos espacios curriculares más formalizados. Otra respuesta: en tanto que una disciplina adquiere mayor potencia de transformación en la medida en que se formalizan sus procedimientos, podría beneficiarse de esa planificación racional de la experiencia conocida como método científico, sobre todo en lo que atañe a los mecanismos de validación de sus procedimientos.
Cualquiera de estas respuestas constituye una parte de la verdad, pero tienen el defecto de reproducir una representación instrumental de la ciencia. Se pretende ofrecer en esta ocasión una tercera alternativa, complementaria de aquellas: según nuestra concepción, además de estos valores propedéuticos y procedimentales, una visión científica permite reflexionar sobre las especificidades de la disciplina, las modelizaciones que atraviesan nuestros modos de producción, así como problematizar tales concepciones cristalizadas.
La ciencia como producto al interior del sistema general de producción del espíritu
Antes de presentar formalmente las reflexiones correspondientes a este primer eje, se ofrece una descripción didáctica muy simple en torno a un conocimiento de tipo procedimental: el atarse los cordones, que presenta los núcleos básicos de los elementos invariantes que luego serán precisados:
Tomo una punta del cordel de algodón con una mano y la aprieto con los puños para que no se escurra entre los dedos; lo mismo intento con la otra mano. Una vez apresados los dos cordeles intento pasar una de las sogas por encima de la otra. En ese momento fatal, abro la palma y los dedos queriendo ensayar una prueba justiciera que parece imposible: pasar por arriba lo que había quedado por debajo inicialmente. Sin embargo, consigo el artificio y con la soga redimida atravieso el triángulo que forman las dos sogas; capturo nuevamente entre los puños ambas puntas –ahora simétricas- y tiro hacia debajo de las puntas, formando un primer nudo, para que las sogas no se independicen. Siempre con las sogas apretadas en las manos, agarro la primera y la doblo sobre sí misma a la mitad y la vuelvo a sostener para que no se me escape, y lo mismo ensayo con la otra mano. Con ambas sogas, ahora dobladas sobre sí mismas, realizo nuevamente aquella operación primera de pasar una sobre otra, pero ahora con las sogas doblegadas. Con una de ellas atravieso el espacio triangular que se ha formado entre las dos y tiro hacia abajo hasta hacer tope, donde el cordel deviene finalmente en nudo. Consigo entonces atarme la zapatilla. Mi madre me felicita por la conquista del cordón, que es como otra forma de anudarse de la experiencia en mi memoria. Ahora pruebo con la otra. Mañana empezaré todo de nuevo el mismo proceso: una y otra vez; y ensayaré con tantos calzados necesite hasta perfeccionar la técnica. Entonces habré aprendido a atarme para siempre las zapatillas; y no únicamente saber atarme una, o dos, sino cualquiera; no ésta zapatilla, o aquella, sino la zapatilla en general. Ah, me olvidaba: la zapatilla en general no existe en el mundo empírico, es una representación de mi mente. (Invención didáctica del autor) (Fig. 1).
Los rasgos invariantes del conocimiento humano en general
Una de las características más notables de la experiencia humana es, sin lugar a dudas, el cambio fundamental que tiene lugar entre la mera acción y la forma ulterior de la operación mediada por la representación. En ese proceso aparecen 3 rasgos propios del conocimiento humano en general: la inmaterialidad, la universalidad, y la juridicidad (Fig. 2).
Inmaterial, en este contexto, significa que el conocimiento de saber atarse zapatilla no es un cordón atado, sino un método para realizar el proceso de atado. Ese método, en tanto no se pone en actos, tiene su realidad en la representación mental del sujeto, y, por lo tanto, la ausencia del producto queda simbolizada en la presencia del concepto. El conocimiento no es el producto sino el concepto del método de producción.
Universalidad, significa que el conocimiento no se agota en un calzado, ni en una clase de calzado; es conocimiento que se proyecta a un universo de experiencias indefinidas. De modo tal que todo conocimiento de una experiencia deviene su desbordamiento como experiencia localizada e irrepetible. El conocimiento de un objeto es el conocimiento de toda la constelación de objetos equivalentes.
Juridicidad significa que el conocimiento humano no existe como posesión, sino como propiedad. Requiere de una red de reconocimientos intersubjetivos donde el conocimiento de uno deviene en función de todo el grupo. A diferencia del mundo animal donde la cultura humana requiere de una doble satisfacción: a la eficiencia de los resultados debemos agregar la validez de los métodos. Las respuestas deben adecuarse a ciertas condiciones básicas o preceptos, que no intervienen necesariamente en la consecución mecánica del problema, pero sí en el orden de las representaciones, y por lo tanto en la forma de la legalidad de esa transformación.
Hacemos referencia a estos rasgos, porque constituyen ellos el hilo de Ariadna del conocimiento humano en general; todo conocimiento humano está afectado de estas características. Por lo tanto: 1) la humanidad no tuvo que esperar a las grandes construcciones teológicas, a la filosofía y a la ciencia para producir conocimientos universales, pues todo conocimiento, por definición, resulta de una abstracción de la experiencia inmediata y localizada; 2) la necesidad de reconocimientos mutuos se nos presenta como una invariante de toda realidad humana, y no únicamente una premisa de la racionalidad científica. Serán, en todo caso, diversos los mecanismos que se pongan en práctica para alcanzar esa validez, pero la necesidad misma de la validez es una prerrogativa de lo humano.
Ello permite mostrar que la diversidad de experiencias de conocimiento conforma, en verdad, un sistema de producción de sentidos. De modo tal que la producción específica de la ciencia, lejos de negar y eliminar aquel recorrido de sentidos precedente, constituye el escenario estratégico donde se recupera y se levanta la trama de auto-realización del espíritu.
No hay que confundir la ciencia con el progreso de la ciencia, esto es, su existencia con su madurez. La ciencia comienza niña da los primeros pasos inciertos, se apodera poco a poco del lenguaje y tarda en adquirir conciencia de sí misma. Cualquier intento de descubrir las reglas de la vida, por grosero que sea el método, y por incierto que sea el resultado, es obra de ciencia (Carnelutti, 2003, p. 12).
Ahora bien, entender el modo de producción de la ciencia no solo implica restituir la conexión de ella con su pasado (con las formas de semiosis precedentes donde se ha ido instituyendo el territorio de lo epistémico), sino también con su presente y su actualidad; ello supone afrontar la hiperconexión de la práctica científica con el sistema de prácticas sociales restantes.
Ciencia y práctica profesional
Cada estudiante que se inicia en la vida académica construye, en diálogo con la institución que lo está formando, una representación sobre su campo disciplinar, y del conjunto de operaciones, actividades y labores que desarrollará en ese territorio. La experiencia docente acumulada en carreras de un perfil marcadamente práctico nos ha puesto en contacto con ese mundo de imaginarios que presenta cada estudiante en el inicio de su formación universitaria, en particular aquellos asociados al campo de lo científico.
La representación típica del estudiante de Diseño (como de otras carreras con un perfil práctico muy marcado) suele ser que la práctica de la ciencia es algo que hace otro; ellos/as serán diseñadores/as. No parecen percibir que la carrera les brinde un marco conceptual vinculado al pensamiento científico, más allá de la incorporación de técnicas y procedimientos instrumentales de la matemática o de la física. Este imaginario suele ir acompañado de una creencia muy instalada en los/as estudiantes, según la cual la carrera tiene la función primordial –o exclusiva incluso– de enseñarles a hacer cosas, como lo enfatizan Valle y Cabrera (2009) en su investigación sobre los estudiantes del primer año de la carrera de Ingeniería Civil Industrial de la Universidad de Valparaíso-Chile.
Los estudiantes conceptualizan las competencias como un conjunto de saberes necesarios para ser eficientes en su desempeño. Reconocen la importancia de tener conocimientos y ciertas habilidades básicas propias de su área, así como su uso adecuado en la práctica. Ejemplo de ello son las siguientes expresiones extraídas de su discurso: “Comprender y entrelazar sus conocimientos previos” (E/6), “tener conocimientos industriales y saber aplicarlos…” (E/19), “aplicación de conocimientos en forma adecuada…” (E/17), “tener los conocimientos…” (E/26/47/58), “saber aplicar sus conocimientos…” (E/57), “que demuestre saber lo que hace” (E/68), “manejar los conocimientos” (E/79), “bueno con los números” E/23) (Valle y Cabrera, 2009, p. 6).
Y esta misma actitud se enfatiza en una investigación más reciente (2016), realizada en España sobre los estudiantes universitarios de las carreras de Ingeniería, Diseño Industrial, y Desarrollo de Producto de la Universidad de Zaragoza.
[Sobre competencias instrumentales] Se detecta bastante similitud entre el nivel de importancia dado a la competencia durante la carrera y el que consideran que va a tener para las empresas a la hora de buscar trabajadores (Serrano Tierz, Biedermann y Santolaya Sáenz, 2016, p. 84).
Esta conceptualización procedimental de la formación, y el desinterés por el campo de lo científico, es un signo de que los estudiantes no reconocen en la labor científica un capital formativo para la profesión. La ciencia parece representárseles en el mejor de los casos como un reservorio de técnicas y métodos del cual pueden, en tanto usuarios, sacar alguna utilidad eventual para la práctica, pero la producción científica misma parece serles ajena. En torno a la ciencia como actividad, las/os estudiantes no se perciben como sujetos con capacidad de producción. Esto significa que la ciencia no se les representa como un horizonte de expectativas habilitado o legítimo para su desarrollo académico-profesional y que, por lo tanto, no valoren tampoco la participación de sus docentes en actividades de producción científica.
Los estudiantes otorgan la menor valoración al hecho de que el profesor desarrolle actividad investigadora. En parte puede ser por el desconocimiento o desinterés por la labor investigadora y en parte, por el distanciamiento y desconexión que en muchas ocasiones se produce entre actividad profesional e investigación (Serrano Tierz, Biedermann y Santolaya Sáenz, 2016, p. 82).
Estos imaginarios no parecen surgir de un modo espontáneo ni existir de una manera aislada en los estudiantes; de hecho, podríamos interpretarlos como funcionales a las lógicas de un mercado laboral, que suele concebir la formación superior bajo el modelo de la racionalidad técnica (Schön, 1987, p. 17), asumiendo a la universidad como una función dependiente de las necesidades del sistema económico, en detrimento de una formación emancipadora y crítica del sujeto humano.
Hoy la principal amenaza a la educación superior ha sido planteada por la desmesurada presión de las políticas mercantilistas que exaltan las fomaciones societales lideradas actualmente por las gigantes empresas multinacionales, en detrimento de los estados nacionales, de sus diversas comunidades y, finalmente, de los individuos que las integran, quienes corren el inminente peligro de ser privados de su condición de personas para quedar reducidos a una extensión unidimensional: productor-innovador-consumidor de las sociedades civiles, concebidas como agentes de mercado (Samaja, 2003, p. 31).
Toda formación académica queda asociada –bajo esta representación mediadora– a una mera transmisión del saber hacer: circulación de técnicas para resolver problemas de la vida práctica. De modo tal que no pareciera entonces existir diferencia alguna entre un taller de formación profesional, donde se ejercita y aprende el oficio, y el ámbito académico de la universidad. Sin embargo, el solo hecho de que hoy en día las carreras técnicas se enseñen en ámbitos formalizados, separados del espacio exclusivamente práctico del taller de oficios, debería estimular nuestra curiosidad, y cuestionar el carácter de evidencia de esa primera representación.
Los centros de formación y los organismos de control social de las prácticas
Los saberes técnicos antiguamente se aprendían exclusivamente en la acción; quienes se iniciaban aprendían haciendo junto a aquellos que ya tenían consagrado el dominio sobre el hacer. Con el desarrollo económico de las ciudades en la Edad Media hace su aparición el gremio de artesanos. Estas asociaciones de trabajadores especializados por rubro u oficio no solo tuvieron la función de proteger al agremiado, garantizándole la prioridad de contratación dentro de la ciudad respectiva, impidiendo de ese modo que se contratara a artesanos por fuera del gremio, sino que constituyeron las primeras escuelas de formación. Sin embargo, el gremio no fue en aquella época la única institución interesada en organizar y unificar el campo de los saberes; junto al gremio aparecen también las primeras universidades. Si el gremio fue el escenario de control sobre los saberes técnicos, la Universidad lo fue sobre el saber teórico o especulativo.
Las universidades, si bien fueron moviéndose en una dirección científica (abandonando, gradualmente, unas preocupaciones exclusivamente teóricas para incorporar una dimensión empírica e instrumental) se resistieron durante mucho tiempo a incluir en sus programas de estudio carreras de formación técnicas. Recién hacia fines del siglo XIX encontramos los primeros vestigios de un cambio sustantivo en la oferta educativa, primero en las escuelas técnicas e institutos, y, finalmente, en el ámbito universitario. En la Argentina, este acontecimiento tuvo lugar en el contexto del gobierno de Juan Domingo Perón, con la creación en 1948 de la Universidad Obrera Nacional (U.O.N, hoy U.T.N) (Dussel y Pineau, 1995).
El resultado principal de ese proceso de formalización es que a partir de entonces los contenidos disciplinares en los que se forma cada estudiante ya no son resultado del ensayo y error, o de la costumbre; cada concepto, cada operación, cada instrumento que hace posible una experiencia social ha salido de los espacios de investigación científica que cada disciplina desarrolla con diversos niveles de formalización. De modo tal que los contenidos que cada estudiante incorpora de la tradición disciplinar es resultado actualmente de la investigación científica, y no ya de una mera experiencia profesional. Esta experiencia profesional, que continúa siendo capital para la formación, se encuentra ahora mediada por los contextos de validación de las prácticas.
La ciencia en el sistema de las prácticas contemporáneas
Según lo que venimos tematizando, la práctica científica se nos presenta como el conocimiento en tanto proceso, es decir, la actividad de producción del saber; en cambio, la práctica profesional, es el conocimiento en tanto producto, y puesta en acción del producto, es decir, el uso del conocimiento, la aplicación práctica a cada experiencia o problema de hecho (Samaja, 1999; Ynoub, 2015). Pero esta articulación pretendida entre la investigación científica y las prácticas profesionales resultan incompleta hasta no incluir un tercer escenario: las prácticas cotidianas de la sociedad (Samaja, 2018). Denominamos de este modo al conjunto de experiencias posibles y comunes, (por no requerir un aprendizaje especial) para un conjunto indiferenciado de individuos al interior de un sistema social determinado.
En un mundo globalizado, cuya premisa clave es la hiperconectividad de sus producciones y servicios, no es posible concebir a las prácticas como islas en un océano. En la Edad Media, era todavía posible mantener separados el ámbito del conocimiento científico, desarrollado en un monasterio, de la vida de una familia campesina, que se desarrollaba en los límites del feudo. Esto significa que los descubrimientos de la óptica no podían tener ningún impacto significativo en la población general, simplemente, porque ese conjunto social no constituía un mercado potencial para la recepción de producciones. Pero hoy día, esta separación resulta impensable, pues en un mundo devenido un enorme conglomerado de circulación de mercancías, los productos de la ciencia, como las intervenciones de la práctica profesional que vehiculizan los conocimientos científicos, transforman las relaciones sociales, y, por lo tanto, tienen poder de afectar las prácticas cotidianas de la sociedad civil.
Ahora bien, a estas prácticas profesionales y cotidianas no las vamos a considerar únicamente unos escenarios de aplicación o recepción del saber científico; ellas, fundamentalmente, brindan a la práctica científica el campo de problemas y necesidades que nutren y estimulan la investigación. Esto significa que cada una deviene función para las otras en alguna medida.
Resulta sencillo reconocer que en la vida contemporánea las prácticas profesionales se nutren constantemente de los productos de la ciencia (de sus conceptos y categorizaciones, de los instrumentos y de operaciones validadas); no resulta, en cambio, evidente la influencia recíproca, desde las prácticas hacia el conocimiento científico. Y, sin embargo, es precisamente este diálogo permanente entre la ciencia y las restantes prácticas humanas lo que otorga sentido a la actividad científica, así como la práctica científica misma constituye el escenario paradigmático de la reproducción social de las prácticas contemporáneas (Samaja y Galán, 2018). Pero si la práctica profesional se sirve de la ciencia, y al mismo tiempo constituye una cantera de necesidades emergentes para la problematización científica, las prácticas cotidianas constituyen el escenario sociopolítico y económico de la circulación de las producciones y anidamiento de las transformaciones sociales.
No debemos pensar tampoco a la práctica profesional como un escenario pasivo, receptivo de una actividad científica extraña y ajena, sino como el escenario de la dramática científica, es decir, el territorio donde tiene lugar el universo de conflictos que justifican la relevancia práctica de la ciencia (Samaja, 1999). Y lo mismo cabe decir respecto de las prácticas cotidianas; tampoco ellas habrán de asumirse como un escenario del puro consumo, mera esponja que recibe y succiona todo el caudal que las prácticas profesionales y científicas desarrollan. Por el contrario, las prácticas cotidianas constituyen el sustrato de toda necesidad social legítima, pues ella es la que, finalmente, tiene a su cargo la validez real de las innovaciones (Fig. 3).
Y así, como un conocimiento científico no se valida de manera plena porque ha pasado las pruebas formales del testeo empírico, sino porque una comunidad científica ha decidido apropiarse de tal producción y modificar sus representaciones sobre la práctica normal, las innovaciones no se validan, tampoco, por el mero expediente de la eficiencia tecnológica. Una innovación no se realiza socialmente por cumplir un objetivo tecnológico abstracto, sino por entrar en vínculos de concreción con las necesidades orgánicas del sistema en su conjunto (Samaja, 2015). Por lo tanto, si toda transformación en la dimensión colectiva requiere de un nivel de legitimación social que excede al puro campo de las técnicas, ello solo puede significar que la validación real de las innovaciones se juega en el escenario de las prácticas cotidianas, el medio propicio y único en el que las tecnologías pueden reproducir sus operaciones para garantizar su existencia social y simbólica.
La ciencia como proceso
Comprender cualquier ser o proceso exige considerarlo en el marco de la evolución; esto puede enunciarse diciendo que comprender bien algo equivale a entender su proceso de origen (Cordón, 1977, p. 12).
Poner a la ciencia en contexto es una tarea que necesita trascender los esfuerzos frecuentes pero triviales de las posiciones mecanicistas de la Historia, que generalmente se conforman con la colocación de una realidad ya consumada en una superficie que la recibe, y que por el solo alojar la superficie a la realidad, también pudiera explicarla. Contextualizar, por lo tanto, no puede consistir en el mero expediente de enmarcar un método nuevo en un mundo preexistente puesto en acción por un individuo tan atemporal como el mundo al cual la nueva técnica pretende aplicarse. Sobre todo, porque el método nuevo supone una transformación decisiva de las experiencias que solo ese método hace posible y, por ende, constituye un mundo de experiencias que no puede preceder plenamente al método en un sentido riguroso.
Veamos un ejemplo muy simple: colocar un par de medias en un cajón no implica una puesta en contexto, ya que el cajón no explica el sentido ni la función de la media que aloja, así como el par de medias tampoco afecta o resignifica en modo alguno la organización estructural del cajón. El cajón y las medias están –aunque físicamente no se advierte– en una relación de mutua exterioridad, únicamente uno junto al otro, uno en el otro; la relación no modifica a ninguno de los elementos conjuntados. Sin embargo, todos sabemos que la única razón por la cual sirve poner en contexto algo es, precisamente, para que los elementos vinculados (lo contextualizado y lo contextualizante) se resignifiquen el uno al otro.
La revolución industrial del siglo XVIII no puede realmente entenderse si se circunscribe todo el evento a la mera construcción de artefactos nuevos, es decir, si no se advierte simultáneamente que ese proceso de innovación implicó también un cambio decisivo y determinante de las relaciones sociales de producción y consumo. Y así como resultará fácil advertir que el nuevo modo de producción industrial hizo posible unas experiencias hasta ese momento inéditas en la cultura y la sociedad, el método científico, como modo controlado de la producción de las operaciones y las representaciones, también supuso la configuración de un campo de experiencias –y, por lo tanto, de un mundo– que no podía existir plenamente con anterioridad a esos modos de producción.
Una máquina, un mundo
La modernidad se ha caracterizado por hacer carne el axioma de que toda realidad (humana o no natural) está sometida a los cambios y al devenir. Una cultura que asume tal representación como una certeza trascendental, entiende al mismo tiempo –y como parte del mismo movimiento– que la comprensión de una realidad semejante solo puede realizarse, a partir de una epistemología que incorpore al movimiento mismo como rasgo constitutivo. Esto supone una concepción especial sobre la realidad del mundo, pero también del estado de la ciencia misma, como de sus productos: la de procesualidad, donde cada estado particular deja de asumirse como un término final, para concebirse como término-pasaje hacia un estado siguiente.
Este carácter dinámico del conocimiento no le cabe solo a la ciencia, sino a todo el sistema de representaciones, y al mundo en su conjunto, pues toda realidad está irremediablemente sometida al tiempo; sin embargo, únicamente la ciencia ha hecho consciente su propio carácter dinámico, y la necesidad constante de acomodarse al medio que la hace posible. Esa conciencia sobre su carácter histórico, sobre su falibilidad, es el signo más destacado de la ciencia como método, y lo que probablemente influya en que sus transformaciones sean más acentuadas, y socialmente organizadas.
Esta cualidad inédita de la ciencia respecto del campo de las representaciones asume, en la dimensión de las operaciones técnicas, la forma de un sistema organizado en el proceso de innovaciones. La ciencia y su método, así como las dinámicas de producción industrial, aparecen en un contexto donde las acciones transformadoras han dejado de considerarse una transgresión para asumir ahora la forma eminente del valor.
Una innovación es, en principio, un movimiento cuya dirección presupone alguna forma de la discontinuidad; su función eminente es la transformación y el desarrollo y, por lo tanto, su existencia está llamada a problematizar un estado de cosas, a producir alteraciones, sean estas controladas o no, buscadas o accidentales. Sin embargo, las innovaciones, como los descubrimientos científicos, pueden presentar dos modalidades de afectación: como funciones de un sistema existente, constituyendo estrategias de sostenimiento, o, por el contrario, instituir trayectorias disruptivas, con potencialidad de subversión. Las primeras constituirían discontinuidades positivas, en tanto únicamente amplían una trayectoria preestablecida, mientras que las segundas se presentan como discontinuidades negativas (Christensen, 1999), pues implican cambios de modelo (Samaja y Galán, 2018), alteraciones del universo de valor, es decir, cambios de paradigma tecnológicos (Dossi, 2003).
En el terreno de las innovaciones, lo nuevo nunca es una mera producción material; debe producir, además, una transformación en el sistema perinormativo (Cossio, 1964) que es el que habilita que la desviación respecto de lo canónico pueda ser considerada un hecho valioso para la comunidad (Samaja, 2014 y 2015). Una innovación, en tanto pretende anidar su producto en un sistema social necesita, no solo dar con una solución material a sus problemas, sino también ofrecer una perspectiva simbólica a las transformaciones virtuales que ofrece, conquistando la legitimidad en la interacción de los sujetos con los objetos, así como las interacciones de los sujetos entre sí. Esto significa que la novedad tecnológica no se realiza por una mera relectura que hace el/la diseñador/a de alguna variable eficiente en el objeto, debe coincidir –además– con la relectura que la propia comunidad hace de sus problemas y de las soluciones que admitirá como universo de las soluciones posibles y deseables. Como afirma Bruner (1990), en el mundo de las construcciones humanas del sentido, no es posible disociar completamente el campo de las producciones del campo de las consagraciones (p. 35). Este es el sentido nuclear de que uno de los rasgos eminentes del conocimiento humano sea su carácter juridiforme.
En el mundo antiguo precapitalista, las novedades o acciones disruptivas de los descubrimientos e innovaciones fueron siempre consideradas delitos contra la costumbre, pues lo verdadero se asumía entonces como una entidad estática y fija; cuando se tiene la certeza de que la verdad es un punto fijo, todo peligro de movimiento, todo desplazamiento respecto de ese punto, se percibe necesariamente como una negación de la verdad, y, por lo tanto, como una amenaza a la existencia instituida.
Si la innovación ocupa hoy en día el papel preponderante que se le adjudica es solo porque deben haberse modificado las estructuras profundas de nuestra sociedad, que permiten hacer de la innovación un valor por excelencia para la reproducción y el desarrollo social. Es decir, que la situación aislada de desvío por parte de individuos desconectados entre sí, solo pudo devenir en la existencia del innovador como sujeto social en el mismo contexto en que las existencias erráticas de desvío pudieron intersectarse y conformar una estructura favorable para la innovación permanente.
Lo empírico de la ciencia no es del orden de las cosas, sino de las relaciones entre los sujetos entre sí y de los sujetos con las cosas
Confundir a la ciencia con el método, y asumir que la irrupción de su modo innovador de producir creencias consistió simplemente en la aplicación de un método nuevo en un mundo preexistente y por parte de individuos modernos también dados desde siempre, impide advertir el carácter histórico de la ciencia, ya no en torno a las características de su método, sino de sus objetos y productos.
En tanto se concibe que la Modernidad se define por una mera actitud (la de atender una dimensión empírica, que la antigüedad habría descuidado en favor de la teoría pura y especulativa), se asume de modo acrítico que la realidad investigada por la ciencia, así como la configuración misma de esa experiencia científica, estaban ya dadas para ser tomadas por quien/es tuviese/n simplemente la voluntad de hacerlo. Creer esto implica sostener que lo empírico de la ciencia consiste simplemente en dirigir la mirada a una realidad preexistente, que es –obviamente– independiente de toda mirada.
Aunque evidentemente falaz, es esta una concepción tradicional y muy instalada en las primeras representaciones que se tienen sobre la ciencia. Al asumirse que el conocimiento científico se basa en hechos, se da por sentado que los hechos están allí desde siempre, y por ende la indiferencia de los antiguos, al no poderse adjudicar a cuestiones biológicas (pues la capacidad sensorial es una invariante en la especie humana, y no un descubrimiento de la modernidad) solo podría entenderse debida a limitaciones instrumentales (los antiguos no habrían tenido acceso a la tecnología adecuada para observar), y/o actitudinales (no le adjudicaron la importancia que se debía, por no querer renunciar a sus teorías).
En efecto, si la ciencia fuera exclusivamente un asunto de cosas exteriores, que se captarían por medio de los sentidos, entonces las experiencias científicas solo requerirían de un mundo de cosas perceptibles y de un sujeto munido de los órganos sensoriales para percibir. Por lo tanto, o el mundo con el que la ciencia experimenta existía desde siempre, y entonces los antiguos no quisieron o tuvieron limitaciones instrumentales para ver lo que desde siempre estuvo allí, o ese tipo de experiencias no existía para estos individuos. Es decir, no eran posibles para ellos, por el tipo de configuración social que los organizaba.
Veamos un ejemplo extremadamente simple: los ingredientes que se utilizan en una experiencia culinaria pueden ser compartidos entre diversas culturas, y sin embargo no encontrar en dichas culturas la elaboración de los mismos platos. Mientras que, para una de ellas, un tipo de elemento constituye una experiencia alimentaria; para la otra, en cambio, ese mismo ingrediente podría constituir una imposibilidad de representación para la experiencia del comer. Por ejemplo, muchas culturas consideran a los insectos materia apta para la preparación de platos, mientras que nuestra cultura, en cambio, considera repugnante ese tipo de ingesta. Se trata del mismo elemento, pero interpretado desde dos marcos epistémicos diferentes (Fig. 4).
No se pretende con esto último negar la objetividad de la ciencia, ni la existencia de un mundo exterior sobre el cual ella pretende aplicarse. Tales exterioridades existen, como también son reales nuestras capacidades perceptivas comunes para poder dar cuenta de la materialidad del mundo. Podemos considerarlas, como las condiciones materiales básicas de todo conocimiento; pero, igual que sucede con cualquier producción, la materialidad sola no es suficiente para que se realice un producto: se requiere –además– de un proceso asimilador de la materia, que ya no dependerá de lo externo, sino de las necesidades del agente transformador.
Más allá de la materia con la cual se amasa todo tipo de experiencia científica, era necesaria la forma singular de esa experiencia determinada; específicamente, tenía que ser posible una modalidad de la experiencia que solo podía asimilar un tipo de sujeto inédito en la historia: el sujeto con derecho a la intimidad con su experiencia y sus representaciones. Esta emancipación del individuo se dio en el marco de una transformación fundamental de las representaciones sobre la realidad, que hizo posible dejar de lado aquella concepción del trasmundo que había forjado la Edad Media, para focalizar su interés epistémico e instrumental en la nueva concepción de una realidad operativa (Romero, 1987).
La dimensión empírica de la ciencia no reside, por lo tanto, en la posibilidad de la mera receptividad sensorial, ni en la existencia material de esos hechos exteriores; reside, por el contrario, en la matematización y el análisis de la materia, en la abstracción de los componentes de un fenómeno. Pero esa forma particular de observación solo fue posible una vez que el pensamiento produjo un instrumental para generar esa experiencia específica de la fragmentariedad; no eran suficiente los órganos biológicos, sino que fue necesario producir una corporeidad ampliada (inorgánica) que permitió acercarse a ese tipo de fenómenos en particular con los órganos de la nueva racionalidad histórica (Szilasi y Wilhelm, 1969)
La ciencia como encrucijada entre el sujeto y el objeto
El sujeto solo se conoce por intermedio del objeto y solo conoce el objeto respecto de su actividad como sujeto (Piaget, 1978, p. 54)
Es un lugar común afirmar que el conocimiento científico se define por ser un producto derivado de los hechos. Pero casi nunca se detiene alguien a preguntarse a qué tipo de hechos hace referencia un enunciado como este. ¿Ese mundo de hechos desecha al sujeto, o, por el contrario, incluye lo hecho por el sujeto en el mundo de sus operaciones? ¿El hecho incluye al hacedor, o se habla de un hecho abstracto?[i]
De ese mismo lugar común se desprende la imagen de que investigar científicamente implica determinar aspectos de una realidad exterior al individuo: conocer empíricamente es salir al mundo y tomar de este sus verdades, del mismo modo que un sujeto toma el fruto de un árbol que está allí afuera, en esa realidad llamada árbol. Puede ser trivial advertir que el fruto del árbol existe en sí mismo, es decir, no espera a que un sujeto quiera comerlo para existir como el fruto de aquel árbol. Sin embargo, el fruto en su condición de alimento no presenta ya esta misma cualidad. ¿Una manzana en el árbol es un alimento en sí misma? No, la manzana es una estrategia de la reproducción de la especie a la que el árbol pertenece, en todo caso es un desarrollo y consecuencia del crecimiento del árbol y realización de su ciclo vital. El árbol de manzanas no come manzanas, por lo tanto, el fruto no es alimento en ese sistema. Será alimento solo para otro organismo, el cual sacará a la manzana de su contexto natural para refuncionalizarla al interior de otro sistema, donde ella sí asumirá la función de alimento.
Ahora bien, la condición de alimento no depende solo de que el organismo se la represente de ese modo, la manzana solo será alimento en la medida en que asuma la forma del alimento, para el organismo, que no es ya su forma exterior y separada del sujeto que come la manzana, sino precisamente resultado de la operación del sujeto sobre ese objeto. Comer la manzana implica cambiar su aspecto exterior, despedazándola primero, transformándola luego en bolo alimenticio, hasta tragar los pequeños bocados donde serán tratados con los jugos gástricos que transforman la forma original del fruto en una sustancia apta para ser asimilada por el que alojará la materia transformada y resignificada. Esto significa algo muy importante: el sujeto viviente solo puede alimentarse del afuera en tanto realiza conjuntamente una actividad de transformación que hace de esa realidad independiente, una función dependiente de la actividad subjetiva.
En tanto los seres humanos no nos relacionamos de manera inmediata con el mundo de las cosas, sino a partir de mediaciones, resulta entonces que cuando observamos el mundo, no vemos lo que hay, sino lo que nuestro organismo epistémico es capaz de asimilar de esa realidad. Y del mismo modo que la forma de pasta procesada no pertenece a la condición de fruto de la manzana, sino a mi acción sobre ella (única forma en que podré yo hacer algo productivo con ese objeto), el conocimiento del mundo solo podrá ser metabolizado por el organismo investigador en tanto pueda realizar una actividad transformadora. Esa transformación consiste en descontextualizar el objeto de su escenario natural inicial, para reinsertarlo y resignificarlo en el contexto nuevo donde asumirá una función superadora de la materialidad inicial. Comer la manzana implica desorganizarla y descomponerla, primero del árbol donde ella es fruto, y luego de su ser propio como forma-manzana, para reorganizarla en el nuevo escenario.
Christensen (1999) menciona en su trabajo sobre las innovaciones que las empresas se conectan con la realidad a partir del universo de valores que cada empresa ha ido construyendo en su propia historia, y desde el cual organiza la actividad y genera sus productos. Del mismo modo, el investigador se relaciona con su objeto a partir de los modelos y representaciones que lo han ido constituyendo en su praxis. Esto significa que el científico no investiga un objeto exterior independiente de su actividad; el objeto que finalmente el investigador conoce, no existía antes de que lo investigara, pues en su investigar está también su propia actividad como sujeto.
Bajo esta misma concepción del modelo narrativo, se propone clausurar el contenido del epígrafe con esta hermosa imagen del artista holandés M.C Escher (Fig. 5).
La imagen resulta sugerente en varios aspectos: no solo se tematiza el punto de conciliación y convergencia, sino además el momento dinámico del proceso, pues el artista ha representado también el conflicto y la contrariedad, condiciones materiales fundamentales de la reunión.
Sin embargo, la imagen ofrece dos elementos sugestivos que resultan estratégicos para la asimilación de esta clausura: 1) el hecho de que cuanto más se alejan el sujeto y su contrafigura, más cerca están el uno y la otra de su reencuentro, ya que la peripecia de uno lleva irremediablemente a la inminencia del enfrentamiento con el otro. Ese es probablemente la justificación de que Escher dibuje todo el recorrido con la forma de un círculo; 2) la representación cabal del carácter necesario que adquiere todo conflicto, no solo porque renueva lo instituido que ha entrado en crisis, sino porque la discontinuidad de la materia, la fuerza que exterioriza sus elementos en la forma de contrariedad, se transforma en la misma fuerza que nutre de sentido la clausura posterior, pues instituye para esas realidades escindidas una teleología vital: el deseo de recuperación del orden que se había perdido. Acaso Rilke sospechó también esta fuerza de gravedad del sentido construido humanamente, cuando escribió aquellos versos sensibles: “‘¿con qué fin cabalgáis por esta tierra envenenada, en contra de los perros turcos?’. El marqués sonríe: ‘Para volver’” (Rilke, 1906/1964, pp. 111-112).
Reflexiones finales
Entre las representaciones habituales que se hacen de la ciencia (de su método y sus productos) se han destacado principalmente dos: 1) que ella constituiría una realidad doblemente separada, primero, de la historia precedente de los modos de producción precientíficos, luego, de las prácticas contemporáneas no científicas; 2) que la ciencia, en tanto mero descubrimiento de una legalidad exterior, no dejaría lugar alguno para los procesos de la subjetividad.
Ambas representaciones tienen el defecto de generar una sensación de ajenidad en el imaginario de los/las estudiantes, a quienes no les resulta sencillo ni estimulante preocuparse por un campo científico que, en principio, pretende excluir al estudiante como sujeto del campo de las operaciones y, por si esto no fuera suficiente, pretende postularse por encima y por fuera de todas las prácticas cercanas a lo vital, presentándose a sí misma como un paraíso exclusivo del objeto, respecto del cual todo sujeto ha quedado expulsado por culpa de algún pecado original.
Este escrito ha pretendido ofrecer una mirada alternativa sobre la ciencia. Mostrando, por un lado, las articulaciones profundas (no meramente instrumentales) que existen entre ella y las prácticas restantes, pero insistiéndose, por otro, en que dichas articulaciones no vinculan a individuos extraños e inconmensurables, sino que las relaciones expresan en el más sublime de los sentidos el espacio de lo común, pues el núcleo primario de lo que constituye el conocimiento científico se halla en la base nuclear de todo conocimiento en general. De modo tal que la ciencia no es otra cosa que esa historia actualizada; y siendo tal, solo podría hallarse a sí misma en las constelaciones de sentido que ha ido produciendo con las restantes formas de la cultura. Restituir ese hilo de Ariadna es recorrer los surcos del sentido que hacen posible toda experiencia con lo real, precisamente en la medida en que cada experiencia con lo real ha sido instituida y consagrada (reconocida) por el curso trascendental de la historia (Szilasi, 2001, pp. 11-12).
Cuando olvidamos esta historia crucial de la ciencia, ella se nos vuelve una presencia extraña, ajena, desencantada; una realidad sin sustancia, forma vacía, pura técnica carente de espíritu.
No se puede negar que el discurso científico conserva algo de estas tres inspiraciones (lo sapiencial, lo teórico, lo hermenéutico). Hasta es posible que extraiga de ahí su fuerza más secreta; acaso sólo por una especie de desviación se integre en la acción y se interprete como acción. Y muy bien podría suceder que la ciencia, el día en que no sea más que un hace, cuando haya perdido todo contacto con sus raíces especulativas, esté completamente agotada (Ladrière, 1977, p. 29).
Siguiendo la concepción ampliada de la ciencia (Samaja, 1999), afirmamos –además– que la ciencia no debe concebirse únicamente como un método para validar hipótesis; el postulado de que la única racionalidad de la ciencia está en el contexto de validación, implica, de facto, una exclusión de los procesos subjetivos involucrados en los contextos del descubrimiento.
Es sintomático, en este aspecto, el hecho de que los programas de materias de formación en el pensamiento científico en educación superior, así como ciertas bibliografías consagradas y reconocidas por su valor pedagógico (como las de Alan Chalmers, 1999) circunscriban todo su programa a una exposición de la propuesta falsacionista de Karl Popper (1980), o la versión sofisticada de Imre Lakatos (1989), complementándola –eventualmente– con la teoría estructuralista de los paradigmas de Thomas Kuhn (1988). Por el contrario, las teorías constructivistas, como las de Jean Piaget (1978; 1979); Piaget y Rolando García (1987); Humberto Maturana (1995); Heinz von Foerster (1991, 1994) y Ernst von Glasserfeld (1994 y 1995), o de corte fenomenológicas, como las de Szilasi (1956 y 1969/2001), que precisamente hacen su foco en la actividad trascendental del sujeto (heredadas de la filosofía crítica de Immanuel Kant) brillan todas por su ausencia.
Una revisión semejante de estas ontologías de base, implica repensar seriamente la noción de cambio/transformación tanto en el plano de las representaciones como en el de las operaciones y tecnologías, así como implica dialectizar la estructura sujeto-objeto.
¿Cómo repensar la articulación validez/descubrimiento a partir de los 3 ejes propuestos?
Cuando imaginamos que un descubrimiento científico o una innovación tecnológica debiera imponerse frente a la comunidad por el propio peso de los hechos, generalmente omitimos el detalle de que en verdad los hechos a los que se hace referencia consisten en el reconocimiento de una eficacia y de unos valores implícitos asociados (actual o potencialmente) a esos resultados. Por fuera de ese vínculo, entre eficacia pragmática-valor del resultado resulta imposible establecer el reconocimiento de un hecho como científico.
Un caso paradigmático fue el de Galileo y su telescopio. La negativa de sus contemporáneos a aceptar las conclusiones que se derivaban de las observaciones realizadas por el telescopio, o la negativa cabal a la invitación de Galileo a mirar las imperfecciones por medio de esa tecnología nueva, no se debía a un problema de eficacia abstracta del instrumento de observación (el telescopio permitía ver cosas que sin ese instrumento no se veían del mismo modo, y ello era evidente para todos). El problema era aceptar que el telescopio mostraba un hecho incontestable, sobre todo porque cuestionaba un valor tradicional (la perfección del mundo celeste, ergo la perfección de toda jerarquía superior) pero, sobre todo, porque ponía a la experiencia personal, y, por lo tanto, al sujeto individual, por encima de todas las cosas: por encima de la Iglesia, de la tradición, por encima de Dios.
Al olvidar estos detalles, los descubrimientos científicos y tecnológicos parecen concebirse bajo la imagen de una irrupción de meteoritos que caen desde cielo, transformando desde afuera, una realidad pasiva incapaz de resistirse. Sin embargo, el meteorito tiene la particularidad de no necesitar que la Tierra le dé un permiso para ingresar a su órbita. Simplemente impacta agresivamente contra ella por leyes mecánicas. Las representaciones y los artefactos, por el contrario, requieren de una aceptación por parte de la sociedad, pues el poder de estos elementos solo es en potencia, y su actualidad depende del uso social que se hace de ellos.
Una metáfora más adecuada sería la del organismo viviente; este solo puede realizarse (existir y reproducirse) cuando se han realizado previamente las condiciones materiales para su desenvolvimiento (Cordón, 1977). De modo análogo, podríamos decir que una innovación tecnológica solo podrá llegar a la existencia social, en la medida en que estén dadas las constelaciones sociales adecuadas para su desarrollo. Esto significa, básicamente, que el método científico sería impotente sin un mundo científico y unas subjetividades científicas capaces y deseosos de respaldar ese método.
La mancha de Pollock como metáfora del proceso
El mismo error conceptual de la metáfora de los meteoritos se aplica cuando tratamos de precisar e individualizar el factor causal que produce una serie compleja de cambios. ¿Es el método el que produce al mundo, y a los sujetos? ¿Son acaso las nuevas subjetividades que pugnan por un mundo y unos métodos nuevos? Esta forma de razonamiento tiende a presuponer una lógica simplista y lineal en las relaciones causales. En efecto, si existiera un fenómeno eminentemente simple, su existencia podría ser adjudicada a una causa tan simple como el efecto. Sabemos en la actualidad que esa simpleza es una pura abstracción, como acaso las figuras geométricas puras y exactas de Euclides. En verdad, ningún fenómeno físico es realmente tan simple (o carece de una complejidad tal) que sus vectores puedan reducirse a una única causalidad (Prigogine, 1997, p. 45; Bateson, 1993, pp.104-106).
Del mismo modo, debemos revisar la idea de que el conocimiento científico constituiría solo la base teórico-operatoria de la construcción de tecnologías. En principio, es falaz creer que la ciencia estaría al comienzo, como una causa, y la tecnología, en segundo lugar, como su efecto, pues en verdad ambas dimensiones son la ciencia. Por otra parte, la ciencia (como actividad crítica) vuelve a intervenir en la investigación de las trasformaciones que ella como tecnología pone en acto; vuelve sobre sus propios productos, está al comienzo como teoría, luego como operación, finalmente como interpretante.
Heurísticamente, podría ser más útil lo que denominamos la metáfora de la mancha de Pollock. Una mancha ya constituida como obra de arte (el caso de las producciones del artista Jackson Pollock una vez exhibidas) tienen la particularidad de ser eventos espaciales; sus trayectorias ya están cerradas y todo el diseño del proceso ha quedado petrificado. Pero la macha en proceso es un fenómeno bien diferente; en el instante en que se produce la mancha, no hay un punto que produce al otro como una secuencia de dominó. En su defecto, se cubren simultáneamente diversos sectores de una superficie extensa, y luego la mancha se irá expandiendo y cubriendo también en simultáneo otros sectores de la superficie. La mancha se va desarrollando y particularizando en la medida en que entra en contacto con la realidad de la superficie que afecta. Sin embargo, la mancha no es tal hasta no estar en contacto con la superficie manchada; la superficie manchada no solo ha manchado el espacio, sino que ha constituido el ser de lo que mancha.
Análogamente, podemos suponer que una constelación es como una mancha en la dimensión social: al principio no del todo definida, ni completamente individualizada en sus componentes. Las partes de esta constelación se van definiendo por el movimiento total, y no por una de sus partes; no hay parte originaria, porque la parte es un producto del movimiento del todo.
La habitabilidad como espacio a recorrer, y, en la misma medida, como lo recorrido que espacializa
En este escrito hemos propuesto el término habitable para referirnos a una concepción de la ciencia que nos permita recorrerla, constituirla, al mismo tiempo que nos constituye. Pero la condición de habitable no surge de recorrer unos surcos externos y ajenos, sobre todo porque la habitabilidad no es solo la forma que asume el espacio que se puede recorrer, sino el resultado de la actividad de quien lo recorre. En el mismo sentido, la habitabilidad de la ciencia solo se realiza en el acto mismo del habitar. Solo el sujeto con su presencia hace de la ciencia un espacio habitable. Hacer de la ciencia un espacio habitable, no es solo invitar a un sujeto a ingresar a una realidad clausurada, sino invitarlo a que redefina la espacialidad con sus recorridos.
En el apartado anterior dijimos que constituye un error conceptual presuponer un término originario y acabado en toda su realidad como causa de una serie de procesos. Este mismo vicio conceptual nos llevaría a asumir el conocimiento como una actividad aplicable a un mundo preexistente. Bajo este modelo podríamos imaginar al proceso del conocimiento como algo análogo al recorrido del agua sobre un surco prefijado; de modo tal que quien asume esta imagen de la ciencia, podría imaginar que el conocer sería como el fluir del agua sobre un surco, cuyos límites van controlando que el agua no salga de su cauce. Desde esta perspectiva, el conocimiento verdadero sería únicamente el conocimiento del surco, que al agua no debiera alterar en el acto de recorrerlo.
Sin embargo, es posible imaginar una concepción invertida de esta relación: podríamos suponer que el mundo-surco en verdad no preexiste al sujeto-agua que lo recorre, sino que uno y otro se van constituyendo en sus mutuas determinaciones, en un mismo proceso histórico. En esta segunda imagen, conocer no sería entonces definir la forma del surco, sino reconocer las formas del recorrido que va dejando el sujeto sobre la materia, de la cual resulta el surco. Y el conocimiento verdadero no podría excluir realmente la actividad del agua que configura el surco, pues la verdad es la relación.
Se concluirá este escrito con una imagen alegórica que de un modo poético alcanza a expresar el núcleo conceptual de las ideas de este escrito.
En el principio el agua erosionó la tierra hasta contagiarle su forma acuífera por vía de una violenta penetración, desencadenándose de aquella prisión que fue la nada. Pero como una violencia lleva a otra, la tierra arrancada de su cuajo terriforme se hizo forma y cauce para el agua, conteniendo a su violento impulso primigenio y limitándose la fuerza de sus arbitrariedades.
Cuando hoy observamos el movimiento del agua sobre el surco, su desplegamiento en la historia, creemos que el surco ha debido preexistir a aquello que luego contiene y ordena, y que el agua ha sido ordenada externamente por surcos primigenios. De ese modo olvidamos fácilmente que los surcos son solo agua transformada, es el movimiento líquido solidificado. El surco es un invento del agua.
Agradecimientos
Al equipo de cátedra, a las/os estudiantes de IPC FAPyD de la UNR. A los primeros, por su amor a la enseñanza y a la ciencia; a los segundos, por la generosidad de permitirnos trabajar sobre sus representaciones para mejorar las nuestras. A Malena Pasin, colaboradora activa de estas reflexiones.
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Notas
Notas de autor
ORCID: 0000-0002-6350-1203
juan.alfonso.samaja@gmail.com
Información adicional
CÓMO CITAR: Samaja, J. A. (2021). Hacer de la ciencia un espacio
habitable. A&P Continuidad, 8(15). doi: https://doi.org/10.35305/23626097v8i15.337
Enlace alternativo
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