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La potencialidad política del montaje en Walter Benjamin: variaciones formales para interpelar al espectador en la cultura de masas
The political potentiality of montage in Walter Benjamin: formal variations to question the spectator in mass culture
Plurentes. Artes y Letras, núm. 14, e059, 2023
Universidad Nacional de La Plata

Artículos de investigación

Plurentes. Artes y Letras
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1853-6212
Periodicidad: Anual
núm. 14, e059, 2023

Recepción: 16 Junio 2023

Aprobación: 14 Julio 2023

Publicación: 27 Octubre 2023


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: La distinción que realiza Walter Benjamin al final del ensayo sobre la obra de arte acerca de la estetización de la política y la politización del arte ha suscitado lecturas contrapuestas sobre la relación entre forma y contenido respecto a la conexión del arte con el público masivo. Aquí nos preguntamos de qué manera la reproductibilidad técnica puede favorecer una respuesta activa del espectador a partir de un producto de la industria cultural que, inicialmente, pretende duplicar la ilusión de la realidad a través de tópicos reaccionarios. Nos centraremos en el caso paradigmático del arte post- aurático por excelencia: el cine.

Palabras clave: Walter Benjamin, montaje, cine, teatro épico, vanguardia.

Abstract: The distinction made by Walter Benjamin at the end of the essay on the work of art about the aestheticization of politics and the politicization of art has given rise to opposing readings on the relationship between form and content as regards art’s connection with the mass public. Here we ask how technical reproducibility can favor an active viewer response to a product of the culture industry which, initially, aims at duplicating the illusion of reality through reactionary clichés. We will focus on the paradigmatic case of post-auratic art par excellence: the cinema.

Keywords: Walter Benjamin, montage, cinema, epic theater, avant-garde.

Introducción

La diferencia que plantea Benjamin al final del ensayo sobre la obra de arte acerca de la estetización de la política y la politización del arte ha generado lecturas opuestas sobre la dinámica entre forma y contenido respecto a la conexión del arte con el público masivo. La convicción de que no basta cargar a determinada manifestación artística de un contenido progresista condujo al extremo opuesto, materializado en ciertas vanguardias históricas del siglo XX, de emprender una revolución estrictamente formal de la obra de arte que, sin embargo, no logra interpelar a las masas de la manera esperada. Resta preguntarse de qué manera la reproductibilidad técnica puede favorecer una respuesta activa del espectador a partir de un producto de la industria cultural que, en principio, pretende duplicar la ilusión de la realidad a través de tópicos reaccionarios. Para ello, nos centraremos en el caso paradigmático del arte post-aurático por excelencia, el cine, y las posibilidades que el montaje ofrece en el extrañamiento del contenido a partir de la subversión formal y la experiencia fragmentada.

Pérdida del aura en el arte: hacia una recepción masiva

Desde el comienzo de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (2008a), Benjamin da cuenta sobre la potencialidad de reproducción inherente al arte, pero es con el desarrollo de la técnica cuando se alcanza un nuevo nivel: no ya sólo reproduciendo las antiguas obras de arte, sino que la reproducción halla su lugar en los procedimientos artísticos vigentes. Las nuevas posibilidades de la técnica llevan a la pérdida aurática de la obra de arte, entendiendo el aura como la presencia irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse (Benjamin, 2008a). Carencia que se manifiesta en la falta de singularidad, comprendida como su existencia irrepetible y sustituida por una ocurrencia masiva; su autenticidad, el aquí y ahora del original; y el hecho de arrancar la obra de arte de la tradición en la que está inmersa. Esto implica necesariamente un cambio de percepción, acorde a la tendencia de las masas a acercar las cosas lo más posible, en base a una percepción de sentido por lo igual.

Según Benjamin, la reproductibilidad técnica permitió por primera vez a la obra de arte emanciparse de su función ritual, propia de la integración de la obra de arte en la tradición, y de su valor útil originario que sólo posteriormente llegaría a considerarse arte. A diferencia de este ocultamiento del ritual, la técnica ha permitido incrementar el valor expositivo de la obra de arte al acercarla a un público considerablemente más numeroso. Es verdad que el valor ritual y el valor exhibitivo siempre han estado presentes en la obra de arte, pero la técnica ha descompensado la balanza a favor del segundo. En el caso de la fotografía, si bien es cierto que el valor expositivo comienza a desplazar al valor de culto, este último aún permanece en los primeros retratos familiares, en el aura que sobrevive en los rostros de los seres queridos; pero una vez que la aniquilación del aura se concreta en la fotografía, sólo resta ver las nuevas posibilidades de esta pérdida: Benjamin destaca, sobre todo en “Pequeña historia de la fotografía” (1989), las reproducciones fotográficas del París de Atget, quien “introdujo la liberación del objeto del aura” (Benjamin, 1989, p. 74).

Especialmente notorio resulta el caso del cine: donde se elaboran formas artificiales de recrear el aura mediante el culto a las celebridades tras la pérdida aurática que supone, entre otras cosas, el paso del teatro al cine en la actuación, confinando a los actores a desempeñarse y ser vistos a través de un entramado de mecanismos. De todas formas, Benjamin critica a quienes se empeñan en negar el estatus de arte de la fotografía y el cine por no adecuarse a los parámetros del arte tradicional y destaca, por ejemplo, cómo los mecanismos cinematográficos permiten que “los aparatos penetren tan hondamente en la realidad” (Benjamin, 2008a, p. 72) y operen sobre ella; de modo que desaparece la posibilidad de acceder a una realidad no mediada técnicamente, a la vez que posibilita tomar registro de aspectos de la realidad que comúnmente caen en el inconsciente1 A este respecto, Susan Buck-Morss destaca (2001) que la reproducción técnica restablece de alguna manera la capacidad de la experiencia humana que el mismo desarrollo de la técnica comienza a arrebatarle; la cámara y el montaje pueden sintetizar la realidad fragmentada y la crisis de la percepción producidas por la industrialización.

Como no podía ser de otro modo, la reproducción técnica modifica la forma de recepción de la obra de arte: la pintura no está en condiciones de ser contemplada por un público masivo, que acaba siendo regresivo ante ella, ya que el recogimiento necesario para su recepción debe ser individual y requiere del conocimiento de su tradición. En cambio, en el caso del cine, puede darse una recepción colectiva de disfrute con, por ejemplo, las películas de Chaplin a la vez que el espectador va adquiriendo un entrenamiento de examinador, aún si se trata de un examinador disperso, puesto que la transformación de la percepción mediante el shock implica la necesidad de estímulos que encuentra en el cine un principio formal (Benjamin, 2008b). Por ello, ante la vinculación de las grandes masas con la obra de arte no han faltado quienes, como Duhamel, se han referido desfavorablemente a esta relación inédita: dado que las masas sólo buscan la disipación, recepción propia del cine, y en el arte es imprescindible el recogimiento. Benjamin nos aclara que quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; pero la masa dispersa sumerge a la obra dentro de sí. El caso paradigmático para Benjamin es la arquitectura, en tanto manifestación artística tradicional cuya recepción implica la dispersión colectiva, y por lo tanto no es posible en los términos del recogimiento individual que exige la pintura.

Arte y política: el principio de subversión formal

El contacto de las masas con el arte reproducido técnicamente despertó una preocupación fundada sobre las repercusiones políticas que podría suscitar tal encuentro. A diferencia de Adorno, que no puede encontrar en el arte de masas ningún elemento liberador: “el hecho de que el espectador reaccionario se convierta en un espectador vanguardista porque, frente a una película de Chaplin, comprende de qué se trata, me parece igualmente una mera romantización” (Monnoyer, 2012, p. 160), Benjamin ve en la técnica y las nuevas formas de arte posibilidades inéditas en relación a las masas. Aun así, estas oportunidades no están exentas de tensiones, puesto que ni el cine ni la fotografía son revolucionarios per se: el autor deja claro su rechazo a la estetización de la política que pretende dirigir a las masas, propia de la propaganda fascista, porque eso implica concebirlas de manera pasiva. A esta recepción inactiva de la cultura de masas, Benjamin opone la necesaria politización del arte: no porque la cultura de masas deba redirigir al público a favor del comunismo, porque en ese caso aún sería una masa pasiva2, sino utilizar los nuevos mecanismos del arte de masas para interpelar al público, al modificar la forma tradicional del arte mediante las posibilidades que ofrece la técnica. Susan Buck-Morss señala que Benjamin se refiere a que el papel crítico de un arte politizado no consiste en duplicar la ilusión de la realidad, sino en interpretar la realidad como ilusión (Buck-Morss, 2014).

En efecto, como Benjamin evidencia a partir de una cita de Moholy-Nagy en “Pequeña historia de la fotografía”, muchas veces las posibilidades de lo nuevo se manifiestan a través de formas antiguas que, a partir de la crisis en que se encuentran cuando lo nuevo surge, y como resultado de esa presión, acaban por florecer (Benjamin, 1989). Tal es el caso de la pintura y la literatura a partir del dadaísmo, cuyos artistas proyectaban sobre el arte los elementos más contundentes de la nueva tecnología y lo dirigían en un ataque hacia la esfera de la alta cultura, teniendo en cuenta que la ideología burguesa vivía en una pretendida separación entre la realidad cultural, con sus categorías estéticas de la bella apariencia, y la realidad industrial con su respectiva expansión tecnológica. De allí que la fuerza más revolucionaria del dadaísmo fue poner a prueba la autenticidad del arte (Benjamin, 1999), mediante el intento de alcanzar en sus obras la inutilidad de la inmersión contemplativa del arte aurático, sirviéndose de materiales degradados: elaborando cuadros compuestos por el montaje de boletos de trenes, colillas de cigarrillos y otros objetos cotidianos, junto a elementos pictóricos.

La obra de arte dadaísta, en tanto pretendía ser un proyectil que debe impactar contra el espectador disperso, fue funcional a la recepción del cine cuya distracción es también táctil -dado a que sus estímulos igualmente penetran a golpes en el público-: “antes que el cine se hiciera tan frecuente, los dadaístas trataban con sus montajes de producir en el público una conmoción que luego logró Chaplin de modo mucho más simple y natural” (Benjamin, 2008a, p. 78). Vale la pena preguntarse si una vez que las técnicas vanguardistas del shock han sido capitalizadas por el cine de Hollywood, en cuyo seno sirven más para afirmar la percepción que para alterarla (Huyssen, 2006), el acento puesto en la subversión formal -dejando en segundo plano el contenido de la obra- es suficiente para interpelar al espectador. En efecto, el dadaísmo estaba más preocupado en desarticular la posibilidad de la inmersión contemplativa de la pintura que en la utilidad mercantil que produjeran sus obras y, ante el avance de un público masivo que se habituaba cada vez más al cine y al consumo cultural, el collage dadaísta no parecía lograr un acercamiento a la masa, de modo que pudiera ser menos regresiva hacia su yuxtaposición de elementos degradados que ante un Picasso. Si la actitud progresista implica poner en relación el gusto por mirar distraídamente con la pericia crítica del experto3, es en el cine donde coinciden en el público ambas actitudes (Benjamin, 2008a). Como plantea Huyssen:

Irónicamente, la misma tecnología que ayudó al nacimiento de la obra de arte de vanguardia y a su ruptura con la tradición la privó luego del espacio necesario para habitar en la vida cotidiana. Fue la industria cultural y no la vanguardia la que consiguió transformar la vida cotidiana durante el siglo veinte. Y sin embargo las utopías de las vanguardias históricas permanecen preservadas, aunque bajo una forma distorsionada (…). (Huyssen, 2006, pp. 39-40)

En el cine el espectador no puede recrearse en la contemplación propia de la pintura porque el montaje cinematográfico interrumpe esa inmersión mediante el cambio constante de imágenes y el efecto de shock que dicha fragmentación produce. Sin embargo, aunque el montaje sea el recurso paradigmático de las nuevas artes post auráticas, que es utilizado para revolucionar la estructura formal de las obras y sacudir al espectador, también es cierto que se constituye el filme comercial como una nueva continuidad a partir de la superposición de imágenes discontinuas (Benjamin, 1991). De modo que, si bien el entramado técnico permite ampliar la cognoscibilidad de los estímulos provenientes de la multitud y la vida moderna, también da lugar al establecimiento de narraciones lineales y eminentemente reaccionarias que duplican la imagen del mundo como ilusión, aunque su principio formal sea el montaje en tanto interrupción.

El montaje como extrañamiento del contenido

En Estética del montaje (2005) Vincent Amiel explicita cómo el siglo XX ha resultado el siglo de las asociaciones de imágenes, dado que accedemos a una representación del mundo que opera tanto en pos de la ruptura y la fragmentación, como por la continuidad. De ahí que el valor documental del cine y su naturaleza artificial se expliquen a través del montaje, en cuanto recurso que se ha ido imponiendo progresivamente hasta modificar la percepción de los espectadores, al punto que se acepta sin problemas la sucesión desenfrenada de imágenes superpuestas (Amiel, 2005).

Para nuestro análisis, nos interesa destacar la distinción del autor entre procesos diferenciados, hasta opuestos, que suelen englobarse indistintamente dentro del término “montaje”. En primer lugar, Amiel refiere al desglose como aquella fragmentación previamente planeada, cuya organización efectuada antes del rodaje se asemeja al orden establecido por un escritor de novelas, a fin de componer una estructura mediante las diversas partes yuxtapuestas. De lo que se trata es de desmembrar una unidad preestablecida, para que a partir de las “partes sueltas” el espectador pueda recomponer una totalidad similar. Para que este ejercicio sea posible, es necesario que puedan tenderse relaciones obvias entre los diferentes fragmentos, y de cada uno en relación a la totalidad, de manera que la continuidad es imprescindible en el principio de desglose; no sólo continuidad cronológica, sino también lógica entre los diferentes planos utilizados (Amiel, 2005). Para Amiel, este tipo de montaje paradigmático responde al del cine clásico hollywoodense, que estableció un modelo de narrar representativo4 entre fines de los años ‘20 hasta la última parte de los ’50, cuya recepción por parte del público es eminentemente pasiva y refiere a un acercamiento del espectador con los sucesos que ve, en tanto pretende generar identificación con dicha representación del mundo.

En oposición a la continuidad que ofrece el desglose, Amiel hace referencia al trabajo de grandes directores -tales como Welles y Eisenstein- que utilizan el montaje no para recomponer una unidad de la percepción, ya que en sus obras lo que sucede es que “las imágenes chocan entre sí, se golpean, se responden, sin ofrecer el límpido trayecto de una mirada que unifica” (Amiel, 2005, p. 21). A esta manera de utilizar el montaje el autor la denomina como collage, puesto que no surge de una necesidad delineada con antelación, sino del pegado de instantes, ademanes y situaciones. Lo importante es que el principio de este estilo es el azar y no la continuidad, lo que acerca esta forma de montaje a los collages de los pintores surrealistas o las experimentaciones de Picasso.

Para facilitar la argumentación, mantendremos la distinción analítica entre forma y contenido. Sin embargo, entendemos que es imposible una separación real entre ambos aspectos; como Benjamin comenta sobre el juego que realizaba con un calcetín que convertía en bolsillo "me enseñó que forma y contenido, el envoltorio y lo envuelto, son lo mismo” (Benjamin, 2016, p. 181). De manera que cuando nos referimos al contenido estamos aludiendo a los materiales que son presentados formalmente de determinada manera, constituyendo en conjunto la obra en cuestión. Benjamin no diluye la distinción forma y contenido, es decir que no deja de pensar que es posible distinguirlas, sino más bien que los concibe como polos dialécticos de una obra que deben implicarse y al mismo tiempo se resisten a disolverse en el otro por la tensión en la que se encuentran. Efectivamente, no es posible una separación real o total de forma y contenido, pero tampoco los disuelve en la indistinción.

Ahora bien, para los efectos de la politización del arte tal como es planteada por Benjamin, podría entenderse como necesario que el montaje se mueva entre esos dos polos: un acercamiento a la vida del espectador a través de una imagen del mundo conocida y la propuesta de que el relato marque un trayecto reconocible para la mirada y la conciencia (Amiel, 2005) –lo que se haría efectivo a partir de un contenido conocido organizado mediante el desglose-, para luego subvertir las expectativas mediante la mezcla del collage que desordene la percepción y ponga en cuestión la posibilidad de la representación. En lugar de un recorrido constante para la mirada, se la interrumpe de manera interrogativa. Por ejemplo, Amiel analiza que en El acorazado Potemkin (1925), en la conocida escena que transcurre en las escaleras de Odessa, la contraposición constante de planos no permite un desglose del espacio narrativo ni tampoco el del tiempo de una acción, sino que “en la pantalla toma cuerpo una especie de acontecimiento (…) es un pánico, una masacre y no una acción cualquiera que se desarrolla y pasa” (2005, p. 21). Así también, el autor destaca cómo en Una historia inmortal (1967) de Orson Welles y en Al final de la escapada (1959) de Godard, se exponen encuentros sexuales o amorosos, pero no el desarrollo de la acción, sólo el acontecimiento. Esto resulta en una dificultad del espectador para lograr una identificación con lo que ve. El propio Benjamin, cuando analiza el teatro épico de Brecht, sostiene algo en este mismo sentido: recordemos que el teatro épico de Brecht, paradigma de la politización del arte, se basa en un alejamiento del teatro dramático aristotélico, de tal forma que no sea posible para el público identificarse, generar catarsis, con los personajes y sucesos de la representación, sino que busca producir asombro ante las situaciones en las que el héroe se mueve. Puesto que “el teatro épico avanza a empujones como las imágenes en el celuloide de una película” (Benjamin, 1999, p. 39) sucede que, análogamente a ciertas escenas presentes en los filmes mencionados anteriormente, no se trata de desarrollar acciones sino de exponer situaciones; un distanciamiento respecto del acontecimiento que se logra mediante la ruptura de los desarrollos.

La exposición de las situaciones y la citabilidad del gesto5 terminan por extrañar un relato que en principio resulta conocido. Considerando que el descubrimiento de los acontecimientos ocurre mediante la interrupción de los hechos, y que para Brecht lo gestual es una reconversión del montaje cinematográfico, tal detención de la continuidad fuerza al espectador a tomar postura frente al suceso (Benjamin, 1999) que se vuelve extraño. Por su parte, el montaje cinematográfico presenta en la intervención del collage “una suspensión, de presentación fuera del tiempo y de la acción” (Amiel, 2005, p. 22), y al igual que para el teatro épico resulta mejor un argumento antiguo que uno nuevo -donde aparece como eficaz utilizar hechos históricos, fácilmente reconocibles- que luego la distensión épica que se manifiesta por la subversión formal termine por quitarles el carácter de vida real (Benjamin, 1999); también la utilización de tópicos del cine reaccionario estructurados mediante el principio de desglose pueden servir como contenido argumental bien conocido por el público, que al ser interrumpidos demanden una reacción que fuerce una postura activa. Esta relación entre desglose y collage puede dar lugar a la manifestación de la politización del arte en el cine, en tanto revolución formal sobre un contenido que implica inicialmente una estetización de la política6 .

Consideraciones finales

En este trabajo hemos analizado la posibilidad de que en las narraciones de las culturas de masas, y en particular del cine, puede vislumbrarse una politización del arte a partir de la revolución formal impulsada por el montaje. Sin embargo, teniendo en cuenta que la subversión formal puede no ser suficiente para interpelar al público masivo que se habitúa cada vez más a los consumos culturales facilitados por la reproducción técnica, es relevante pensar cómo se relaciona el uso del montaje, en sus diferentes aplicaciones, con el contenido de la obra en cuestión. Por ello, atendiendo a la particularidad del corte cinematográfico y a la distinción que realiza Benjamin entre un cine reaccionario -que, a pesar de operar mediante el montaje componen una continuidad que es contemplada pasivamente- y otro con potencialidades revolucionarias, nos servimos del análisis de Amiel sobre el funcionamiento del montaje en sus dos variantes: en tanto desglose que implica una continuidad a la hora de presentar un contenido con el que el espectador pueda en principio identificarse; y como collage que interrumpe y extraña dicha representación continua. Asimismo, podemos encontrar algunos puntos en contacto entre la relación de contenido y forma que plantea Amiel, a partir de ambos modos del montaje, y ciertas características del teatro épico analizadas por Benjamin.

Referencias

Amiel, V. (2005). Estéticas del montaje (M. Perriaux y V. Carmona, trads.) Abada.

Benjamin, W. (1989). Discursos interrumpidos I (J. Aguirre, trad.) Taurus.

Benjamin, W. (1991). Gesammelte Schriften (tomos I-VII) (R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, eds.) Suhrkamp.

Benjamin, W. (1999). Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III (J. Aguirre, trad.) Taurus.

Benjamin, W. (2008a). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica [1936]. En Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (eds.), Obras (libro I, vol. 2, pp. 49-85) (J. Barja, F. Duque y F. Guerrero, trads.). Abada.

Benjamin, W. (2008b). Sobre algunos motivos en Baudelaire. En Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (eds.), Obras (libro I, vol. 2, pp. 205-259).

Benjamin, W. (2014). Sobre Kafka. Textos, discusiones, apuntes. (M. Dimópulos, trad.) Eterna cadencia.

Benjamin, W. (2016). Infancia en Berlín hacia 1900. El Cuenco de Plata.

Buck-Morss, S. (2001). Dialéctica de la Mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes (N. Rabotnikof, trad.) La balsa de la medusa.

Buck-Morss, S. (2014). Walter Benjamin, escritor revolucionario. La Marca Editora.

Huyssen, A. (2006). Después de la gran división: modernismo, cultura de masas, Posmodernismo. Adriana Hidalgo.

Monnoyer, J. (2012). Noticia (Sobre La obra de arte en la época de su reproducción mecánica). En W. Benjamin, Escritos franceses (H. Pons, trad.) (pp. 155-163). Amorrortu.

Notas

1 Este adentrarse en la realidad equipara al operador de cine con el cirujano quien, a diferencia del pintor que mantiene distancia con el objeto de su trabajo de manera similar al mago, incrementa la cercanía mediante la intervención directa. Estos mismos mecanismos que penetran en la realidad nos ayudan a ser más conscientes de nuestras apercepciones, dando cuenta de distintos elementos posibles de ser aislados técnicamente.
2 La diferencia más esclarecedora a este respecto puede ser la que existe entre el teatro político de Piscator y el teatro épico de Brecht. Mientras que el primero cargaba sus obras de contenido progresista para concientizar a las masas, pero mantenía intacta la estructura del teatro burgués; el segundo apuntaba hacia una interpelación activa del espectador, generando asombro al romper con la forma clásica de la representación teatral mediante la incorporación de recursos formales propios del cine, como el montaje.
3 En la pintura ambas actitudes están bien diferenciadas: mientras que lo convencional se disfruta de manera acrítica, a lo nuevo se lo critica con repugnancia; recordemos que Benjamin comenta que el dadaísmo tenía que “satisfacer un requisito: provocar la indignación del público''. (Benjamin, 2008a, p. 80).
4 Para Amiel, el desglose implica el supuesto de que el director y el público potencial comparten la misma representación del mundo, lo que permite que el observador del filme pueda reconstruir la continuidad mediante los fragmentos que se le proporcionan. Teniendo en cuenta que el desglose es propio del cine clásico más reaccionario, la representación común del mundo responde al ejercicio de duplicar la ilusión de la realidad que ya hemos mencionado.
5 La cita del gesto como elemento fundamental de la interrupción en el teatro épico -haciendo que un actor cite su propio gesto en un contexto diferente, por ejemplo- y su utilización en la narrativa de Franz Kafka donde se diluye el acontecer en lo gestual (Das Gestische), siendo que los gestos kafkianos carecen de un significado unívoco y resultan imprevisibles porque el autor renuncia a explicarlos (Benjamin, 2014), pueden tener su correlato en el collage cinematográfico.
6 Las lecturas sobre la diferencia entre estetización de la política y politización del arte que establece Benjamin han resultado en una polarización irreconciliable de ambos conceptos. Sin embargo, las consideraciones que aporta Amiel sobre el montaje nos permiten vislumbrar una relación dialéctica, que dé lugar potencialmente a procedimientos complementarios que extrañen y politicen un contenido reaccionario.


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