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Recepción: 20 Julio 2020
Aprobación: 13 Abril 2022
Resumen: El objetivo de este artículo es ver la disputa entre dos proyectos para la apropiación de recursos naturales en la Fazenda de Santa Cruz. Este dominio, ubicado en la capitanía de Río de Janeiro, fue la hacienda jesuita más grande de Sudamérica y, después de la expulsión de los ignacianos, en 1759, se convirtió en dominio del Rey de Portugal. En el período comprendido entre 1761 y 1783, intentaremos demostrar que, además del proyecto "Real" para explorar recursos y obtener ingresos, se puso en marcha otro proyecto, que desafió la legislación colonial y buscó expandir los derechos y las ganancias de otro grupo basado en otras reglas, por ejemplo, para poblamiento, deforestación y agricultura.
Palabras clave: Hacienda de Santa Cruz (Río de Janeiro, Brasil), historia desde abajo, resistencia campesina, foreros, intrusos.
Abstract: The aim of this article is to examine the conflicto between two projects for the appropriation of the natural resources of the Santa Cruz Rural Estate. This estate, located in the Captaincy of Rio de Janeiro, was the largest Jesuit rural estate in South America. Following the expulsion of the Order in 1759, the land bécame the dominion of the Portuguese Crown. On the period between 1761 and 1783, we seek to demonstrate that, along side the official Royal Project aime dexploiting resources and generating income for the Crown Treasury, another Project was implemented. This Project challenged colonial legislation. The alternative rules the community employed made provisión for such key issues as settlement rights, deforestation and agriculture.
Keywords: Santa Cruz Estate (Rio de Janeiro, Brazil), history from below, peasant resistance, tenants, intruders.
Introducción
La Hacienda de Santa Cruz fue la mayor empresa agropecuaria de los jesuitas en América del Sur. Formada hacia el final del siglo XVI, comprendía la superficie de diez leguas cuadradas[1] y estaba destinada de manera prioritaria a la ganadería. En 1759, trabajaban en ella 740 hombres y mujeres esclavizados, 250 indios aldeados y 26 foreros, donde criaban 8.000 bovinos en 22 corrales (Leite, 2000, p. 57). Los inmensos cultivos de yuca de la Hacienda, además de garantizar la subsistencia de centenas de personas esclavizadas que en ella vivían, suministraban la “farinha de guerra”[2] que era la base de la alimentación de las tropas portuguesas. En su parte interna la hacienda presentaba bosques densos y gracias a ello, además del pau-brasil, suministraba el tapinhoã, madera de excelente calidad usada en la construcción de navíos, inmuebles y puentes.
Con la expulsión de los padres jesuitas del Imperio portugués, en 1759, este patrimonio fue incorporado al Reino y pasó a ser administrado por los Virreyes. Los nuevos gestores intentaron poner en práctica otros derechos de propiedad y establecer otra relación con los habitantes de aquellas tierras, pero fueron confrontados con una población diversa que tenía otras ideas de cómo gerenciar su vida, trabajo, derechos de propiedad y acceso a los recursos naturales. El choque entre esos dos proyectos generó reacciones no previstas, acciones que desviaron u obstaculizaron los planes y órdenes reales, y, finalmente, crearon otras configuraciones sociales.
El objetivo de este texto es mostrar como una red diversificada de hombres y mujeres, en un primer momento, puso en práctica otro proyecto para la apropiación de los recursos de la hacienda, y, en un segundo momento, hizo frente a una serie de ataques protagonizados por el Reino de Portugal. Nuestra hipótesis es que el resultado de este tira y afloje, en términos de derechos de propiedad, fue debido, en gran parte, a las acciones y transgresiones “de los de abajo”. Buscaremos entender la disputa entre dos proyectos para la apropiación de los recursos dejados por los padres, y examinar las estrategias utilizadas por el grupo local para conseguir sus objetivos.
La investigación se basa en una serie de fuentes de historia política y administrativa de la entonces colonia portuguesa, disponibles en el Archivo Nacional de Brasil, Biblioteca Nacional de Brasil y Archivo Histórico Ultramarino de Lisboa. Su originalidad está en analizar estas fuentes “a contrapelo”, comprendiendo la agencia de “los de abajo” en gran parte anónima y criminalizada como acciones racionales, estratégicas y de resistencia contra las medidas de la administración colonial portuguesa, y demostrando que “los de abajo” cambiaron algunos proyectos Reales sobre aquellas tierras y gentes.
Parte 1 – La Hacienda vista “desde arriba”
En la segunda mitad del siglo XVIII, en medio de la caída de los rendimientos provenientes de la minería y de la aguda crisis financiera del imperio portugués, había una grande expectativa de que la Hacienda de Santa Cruz pudiese garantizar víveres, mercancías y dividendos iguales o superiores a los que se producían en el tiempo de los padres. Los planes para su uso se debatieron intensamente en el Reino[3]. Fue diseñado un “buen proyecto” para el desarrollo de la Hacienda, que preveía un aumento en la producción agrícola y en la recolección de la pensión foral, las rentas y los alquileres de pastos[4].
Concomitante con la expulsión de los sacerdotes, el Primer Ministro, Marqués de Pombal, realizaba una serie de cambios administrativos destinados a racionalizar y modernizar el aparato estatal, así como a combatir fraudes, contrabandos y corrupción. Así, en 1760, la Junta da Real Fazenda se estableció en Río de Janeiro, encargada de la administración de la hacienda en las capitanías, reemplazando los proveedores de la Real Hacienda[5]. Los bienes confiscados a los jesuitas pasaron a ser gobernados por esa Junta, que nombraba sus inspectores y administradores. A partir de 1763, la ciudad de Rio de Janeiro fue elevada a la capital del estado de Brasil y tenía un virrey residente en ella (Wehling, 1986).
Pero, más allá de los planes reales, estaba la vida real. En la Hacienda de Santa Cruz los antiguos sistemas de control de la mano de obra esclavizada y de la producción agropecuaria habían sido desmontados por la expulsión de los padres. Las personas esclavizadas llegaban a más de mil, y no se sabía cómo hacer que trabajaran o evitar que huyeran (Cunha, 1800 aprox., p. 80). Tampoco se conocían los límites del dominio, y no había caminos que permitieran el acceso a las partes más montañosas y boscosas. En 1781, el administrador de la Hacienda confesó a los inspectores que no había registros de foreros y arrendatarios, ni libros de contabilidad, donde constaran las deudas y pagos por hacer[6]. A los ojos de los intereses Reales, hubo tres problemas serios que pusieron en peligro el buen proyecto diseñado para la Hacienda Santa Cruz: la falta de conocimiento de los “intrusos” (que se resistieron a ser registrados como foreros, no pedían permiso y no se sometieron al señorío); la incapacidad de recaudar la pensión foral y arrendamientos y alquileres de pastos; y la ausencia de control sobre las actividades realizadas en la Hacienda, especialmente las relacionadas con el acceso a recursos naturales y materiales, como bosques, pastos, ganado y esclavos.
Estos problemas de control y supervisión fueron el resultado del vacío de poder dejado por la expulsión de los jesuitas, que no fue remediado en la administración real. El sistema administrativo del Reino era distante, lento y “extranjero”[7], lo que debe haber contribuido a la percepción local de que ese dominio se había quedado sin señor. Recordemos que estamos tratando con una "aldea colonial" del Antiguo Régimen[8], sin servidores públicos cercanos, sin caminos terrestres, telecomunicaciones, alfabetización, ni contacto con lo que sería "El Rey".
En la Hacienda Santa Cruz vivía una comunidad que dependía de un sujeto de carne y hueso que pudiese dar órdenes y construir cara a cara su propia aceptación como autoridad. Una vez que los sacerdotes fueron eliminados, hubo un vacío de mando, normas, supervisión e incluso de represión. Era evidente que habría una reorganización del poder en ese dominio. Posiblemente habría nuevas reglas a seguir y nuevos señores a quienes obedecer. Pero estos cambios avanzaban lentamente, dejando muchas dudas. La población residente y otras partes interesadas tenían demandas cotidianas que debían ser satisfechas. Este grupo necesitaba y quería permanecer en sus actividades, tal vez, incluso, expandirlas, si hubiera una oportunidad.
Las autoridades portuguesas intentaron a su manera recrear las relaciones del señorío sobre esa comunidad. Los administradores, instituidos por la Carta Real de 1761, serían los "nuevos señores" de la Hacienda. Representarían el mando, la represión y la denuncia, elementos absolutamente necesarios para el establecimiento de jerarquías sociales y para el cumplimiento (o no) de las órdenes reales en aquel tiempo. Ellos también debían, en virtud del cargo, rendir cuentas a la Junta da Real Fazenda.
Pero ese cargo fue poco disputado por los funcionarios del Reino, pues no significaba ganancia monetaria inmediata (no preveía un salario), ni utilidades o estatus a largo plazo. De tal manera que no hubo demanda para ocuparlo. Por eso se permitió que los miembros de la comunidad local se incorporaran al nuevo sistema de mando de la Hacienda. Entre 1765 y 1783, hubo cuatro administradores y sus ayudantes, que formaban parte del grupo de antiguos residentes. Por tener su subsistencia vinculada a la producción de la tierra, no a las misericordias del Reino, es más comprensible entender por qué Domingos Furtado de Mendonça, Braz da Silva Rangel y su hijo, Antonio da Silva Rangel, apoyaron el "otro proyecto". Después de todo, proporcionaba los medios de subsistencia, producción y acumulación, así como el fortalecimiento de sus posiciones en sus redes de parentesco, amistad y trabajo.
La conquista de los cargos de la administración de la Hacienda de Santa Cruz no fue de poca importancia para la realización del "otro proyecto". Como mediadores en este sistema de apropiación de recursos locales reconocido legal y localmente, los administradores otorgaron préstamos, viviendas, alimentos, tierras y esclavos a los más cercanos. Facilitaron, no supervisaron, ni denunciaron formas de apropiación de tierras, mano de obra y productos que serían perjudiciales para el “Proyecto Real”. Finalmente, si mantuviesen pactos firmes con otros residentes y partes interesadas, evitando denuncias y presentasen las cuentas periódicamente, incluso superficiales o falsas, podrían proteger los esquemas de apropiación local de la Hacienda de interferencias externas. Por lo tanto, era importante que esta red pudiera ocupar los puestos administrativos y funcionales, en lo que aparentemente fueron exitosos, entre 1765 y 1783.
Parte 2 – La Hacienda vista desde abajo
Había una población instalada en las tierras de la Hacienda o en las zonas vecinas que, en el momento de la expulsión de los jesuitas, ya estaba bien arraigada, conocedora de sus recursos e interesada en su futuro. Comprender cómo actuaron fue un gran desafío porque, siendo en su mayoría pobres y analfabetos, estas personas no dejaron testamentos ni escribieron memorias. En esa época no había registros civiles, ni de propietarios de tierras, tampoco mapas de población, ni siquiera registros parroquiales. La Hacienda no tenía registro de foreros, arrendatarios, proveedores y comensales. Además, como actuaron fuera del “plan oficial”, en una colonia donde no había libertad de expresión, asociación o participación política, estas personas no se presentaron públicamente, ni se afiliaron a algún programa, club o partido, tampoco hicieron discursos, ni dejaron explícitas sus posiciones y proyectos. Pocos tuvieron condiciones de abrir procesos judiciales que aún no han sido encontrados en los archivos. Por lo tanto, trabajamos con una escasez casi total de nombres y pocas pistas[9].
En el momento de la expulsión, podemos estimar en mil personas el número de esclavos e indios de la aldea de Itaguaí, una población numerosa para esos parajes. Notamos que hubo un movimiento significativo de esclavos e indios después de la expulsión, casi siempre registrado como fugas, insubordinaciones, robos de ganado, contrabando y faltas al trabajo. Estos hechos indican que estos grupos explotados y subalternizados también estaban al acecho de alguna oportunidad para conquistar más autonomía, como eran en el caso de la aldea los derechos de propiedad previstos por la legislación y limitados por los sacerdotes (Almeida, 2013b), así como en la libertad cotidiana y posible en el contexto de la esclavitud (Engemann, 2002, 2013).
Pasemos a los hombres libres. De los veintiséis foreros existentes en la época de los sacerdotes, todas “en día” con sus pagos, según la lista de 1729, se recibió el pago de treinta y dos en 1789[10]. Esto no indica la llegada de solo tres nuevas familias en sesenta años, sino más bien la poca capacidad de la administración para registrar los “intrusos” y hacerlos pagar el alquiler que adeudaban. Mientras que en 1729 los jesuitas no indicaron ningún intruso, en 1784 se identificaron ochenta y ocho personas como tales[11]. Por "intrusos" se entienden personas que realizaban actividades prohibidas, como tumbar el bosque, o foreros que estaban ampliando los límites de sus cultivos. Muchos de ellos estaban en mora. José Teixeira fue mencionado como uno de estos. Era un residente de Itaguaí, un hombre rico, que podía alquilar esclavos para talar bosques, tenía un rebaño considerable y hacía abultadas mejoras en las tierras de cultivo. Habría llegado a la granja poco después de la expulsión de los sacerdotes, pero habría pagado una pensión foral por primera vez solo en 1789[12].
Junto a foreros e intrusos vivía una población de comensales, los antiguos funcionarios de los sacerdotes. Tenemos muy poca información sobre ellos. Las observaciones que consideramos más relevantes fueron dejadas por Pedro Henrique Cunha, quien registró, en 1800, haber hablado directamente con estos “antiguos residentes” (Cunha, 1800 aprox., p. 18). Había un grupo especialmente abarrotado en la playa de Sepetiba, donde se encontraba el puerto de Itaguaí. Recordemos que la actividad portuaria era esencial para la vida económica en una época en la que no había caminos terrestres, y además era altamente lucrativa (Silva, 1854, p. 87). Los puestos de barqueros y fiscales del puerto de Itaguaí eran muy codiciados. Los sacerdotes observaban de cerca el movimiento de barcos, hombres y mercancías a través de su puerto. Las autoridades portuguesas no crearon un nuevo sistema para ello, dejando esta actividad a cargo de los antiguos habitantes de la playa.
Además del grupo de residentes fijos, podemos notar una población en las áreas vecinas que debía someterse a los dictámenes de los sacerdotes para poder vivir. Los vaqueros, los arrieros y los comerciantes de ganado eran obligados a pagar a los sacerdotes para dejar el ganado en los pastos de la Hacienda[13]. El uso de los caminos, ríos y puertos localizados dentro del domínio también era celosamente cobrado por los jesuitas[14]. Había señores del ingenio poderosos en las cercanías, que en 1730 habían querellado con los sacerdotes los límites de sus dominios y el peaje por la navegación el río Itaguaí[15]. Para los labriegos más acomodados, las limitaciones para transportarsu producción eran incómodas. Mientras que para los arrieros, los pagos fueron un gasto significativo.
En resumen, había en meados del siglo XVIII una gran cantidad de personas con diferentes condiciones legales, derechos de propiedad y acceso a recursos en ese dominio. Además de convivir con el señorío de los sacerdotes, estos grupos conocían de cerca los recursos de la Hacienda y las riquezas y bienes acumulados por ellos. Mientras que para el gobierno real y otros colonos, los tesoros escondidos por los sacerdotes eran un El Dorado a perseguir[16], para ellos aquí eran conocidos, concretos, palpables y, desde 1759, aparentemente disponibles. Hablamos aquí sobre todo de los bienes muebles, inmuebles, semovientes y de hombres esclavizados por los sacerdotes. Si estas riquezas provocaban envidia incluso a los hombres buenos de la época, ¡qué se diría en medios más humildes! En ausencia de sacerdotes, ¿Quiénes disfrutarían estas comodidades? ¿Quién tendría ahora el derecho a esta abundancia?
Parte 3 – La economía moral de los pobres de la hacienda
Después de la salida de los sacerdotes, surgieron muchas preguntas: ¿Quién podría entrar, salir, trabajar o circular allí a partir de ahora? ¿A quién obedecer, a quién pagar, a quién buscar en caso de dudas o conflictos? ¿Quién tocaría el timbre la campana, cuidaría a los esclavos enfermos y celebraría las misas, matrimonios y entierros? ¿Quién haría el mantenimiento de las construcciones, la iglesia, los corrales, las fábricas, el hospital? ¿Quién determinaría qué trabajos, cuándo, dónde y por quién deberían hacerse? ¿Quién vendería el ganado, la madera y la harina? ¿Quién cobraría la pensión foral, el alquiler de los pastos, los peajes de los caminos y de los barqueros? ¿Quién castigaría a los delincuentes y los robos? ¿Quién perseguiría a los esclavos fugitivos?
Así, a partir de la expulsión de los sacerdotes, se conformó una red con los diferentes agentes movidos por un interés común: explotar la Hacienda, sus recursos, territorio y bienes. Durante las administraciones de Domingos, Braz y Antonio Rangel, de 1765 a 1783, parece haberse instituido un acuerdo informal sobre una mayor libertad de los residentes y vecinos (fuesen ricos o pobres, intrusos o foreros) en la apropiación y explotación de estos recursos. Se crearon rápidamente redes de información, trabajo y gestión para apoyar el “otro proyecto”, que preveía diferentes proporciones de libertad y derechos para los involucrados.
Si se invierte la mirada criminalizadora de los inspectores, podemos ver que en esos años los habitantes de la Hacienda se multiplicaron, ahora actuando como poseedores; se amplió el margen de autonomía de los antiguos foreros, que no pagaron sus cuotas y entraron en las "mejores tierras" del dominio con sus cultivos y rebaños; aumentó la desobediencia e insolencia de esclavos e indios, que no era más que osadía, insubordinación y búsqueda de la autonomía; se permitió el uso gratuito de pastos y corrales; no se cohibió a aquellos que sacaban madera del bosque, abrían caminos, circulaban con productos y otros que desviaron cabezas de ganado de la Hacienda para sí mismos.
Indios y esclavos finalmente aprendieron a hablar portugués, buscaron ampliar sus derechos y sus tierras, recordaron sus formas de festejar, divertirse y disfrutar del tiempo para sí mismos, sin moralismos cristianos o imposiciones por su condición jurídica de esclavos o tutelados. Establecieron sus propias alianzas, con otros señores, arrieros, negociantes y contrabandistas, y buscaron algunos caminos para disminuir la expropiación y explotación, como el contrabando, el robo y el desvío de ganado. Todos continuaron usando los extensos pastos de la hacienda para criar sus pequeños rebaños, como lo habían hecho en la época de los sacerdotes. En ausencia de un capataz dedicaron la mayor parte de su tiempo a sus negocios personales: criar sus rebaños, cuidar de sus cultivos, vender sus excedentes y alimentar sus familias.
Aunque los familiares y amigos de los administradores fueron los más beneficiados, la apropiación de los recursos de la Hacienda no parecía estar prohibida para los desconocidos. Notamos el movimiento incesante de “intrusos”, a veces denunciados, pocas veces reprimidos de manera efectiva, por la tala de bosques y la instalación de parcelas y cultivos en tierras de la Hacienda. Su llegada fue parte de un reordenamiento demográfico verificado en la segunda mitad del siglo XVIII. Pero entendemos que su instalación no fue mecánica, espontánea o natural, sino que dependió del sistema poder que estableció sus derechos de propiedad para la época.
En este sentido, la permisividad de la administración con los intrusos – pues no buscó reconocerlos, ni registrarlos como foreros, tampoco cobró alquileres y pensión foral, ni denunció la deforestación, el contrabando y el robo - se debió en parte a la magnitud de la Hacienda, a las grandes dificultades de comunicación y también a la falta de información sobre los límites. Pero pensamos que esta connivencia con los intrusos también era parte de la necesidad de que los administradores aseguraran sus propios actos “ilegales”, creando una red más amplia que se beneficiaría de ese sistema, garantizando el silencio, la no intervención de los inspectores y, con ello, la perpetuación del esquema. Todos tenían conocimiento práctico del funcionamiento de la Justicia colonial, que iniciaba en una denuncia. Nadie denunció a nadie, por lo que todos podrían seguir disfrutando de ese legado. Por lo tanto, se puede comprender la facilidad con la que casi todos pudieron hacer uso de algún recurso de la hacienda, ya sea para la subsistencia (en el caso de la tierra y las parcelas) o para beneficio personal (en el caso del ganado y la madera).
Ese pacto de silencios mutuos funcionó muy bien, desde 1761 hasta 1783, puesto que durante más de veinte años no hubo una única denuncia respecto de ‘intrusos’ en las tierras, bosques o pastos de la Hacienda, y ninguna medida para controlarlos.
Parte 4 – Las ofensivas a partir de 1783
En 1783, Antonio da Silva Rangel, administrador de la Hacienda desde 1780, hijo de Braz Rangel, antiguo comensal de los padres, fue acusado de robo y desvío de ganado de la Hacienda, declarado culpable y encarcelado[17]. El mismo día fue nombrado para el cargo Manoel Joaquim Silva e Castro, señor del ingenio, de esclavos y ganadero de la región vecina. Las acciones del nuevo administrador fueron incisivas y violentas. A partir de 1783, emprendió una verdadera cruzada contra antiguos comensales, intrusos y foreros desobedientes, indios y esclavos rebeldes, arrieros y manifestantes aliados con el "otro proyecto".
Primero, Silva e Castro atacó a los antiguos administradores y sus familias con el fin de desmantelar la red de poder paralela que los atravesaba. Además de denunciar los desvíos de Antonio Rangel y ponerlo en la cárcel, nombró a otro práctico cirujano para la Hacienda, despojando a Braz Rangel de su antiguo cargo. Incluyó en la lista de 'intrusos' que serían desalojados en 1787 varios miembros de la familia de Braz (dos sobrinos, una hija y él mismo, a quienes sabemos poseían una sesmaría confirmada desde 1763 y habían sido residentes de Sepetiba durante muchas décadas)[18] y la viuda del administrador fallecido Domingos Furtado de Mendonça, MargaridaRibeira. Ella fue desalojada de la parcela o lote que posiblemente ocupaba con su esposo desde que allá llegaron en 1761, donde había sido asistente del administrador.
Con base en la autorización otorgada por la Junta da Real Fazenda, en 1784, Silva Castro desalojó a noventa y nueve familias de “intrusos”[19]. Al año siguiente, 1785, hizo una lista con algunos foreros deudores, "que estaban debiendo hace varios años y de los daños que causaron a dicha Hacienda", y la envió a la Junta[20]. En el otro año, 1786, recibió una denuncia de que habría hombres plantando arroz en tierras de la Hacienda sin autorización[21], entre ellos, João Pereira Balthar. Protegido por una orden del virrey, Silva e Castro fue al lugar, secuestró dos esclavos y trescientos veintiséis fanegadas de arroz cosechadas por Balthar. En 1787, Silva e Castro volvió a recibir denuncias según las cuales las plantaciones clandestinas continuaban. Esta vez, protegido por otra disposición de la Junta da Real Fazenda, fue a los campos en cuestión y derrumbó las casas de algunos foreros (entre ellas una casa de tapia o baharequey un rancho de paja del mismo Balthar) "por haber desobedecido la orden y permanecido en el lote de forma irregular, mantenido plantaciones de frijol y rebaños en los campos de la Hacienda”[22]. Con este, en particular, Silva Castro emprendió una violenta "teatralización del poder", en los términos de E. P. Thompson: notificación para abandonar la tierra, seguido de un desalojo violento, del secuestro de los géneros de la cosecha, de esclavos y finalmente demolición de la casa (Thompson, 1998a, pp. 45-50). Luego solicitó a la Junta certificado de más foreros notificados para poder expulsarlos, y efectivamente expulsó a algunos más[23].
No obstante, este teatro tuvo consecuencias que no fueron ficticias. Cabe señalar que los desalojos, aunque no fueran 100% eficientes, siempre eliminaban a las familias más pobres y sin recursos para resistir. En esta, que tuvo lugar en 1784, por ejemplo, de las noventa y nueve personas que fueron notificadas para que abandonaran sus casas y cultivos, cincuenta y cuatro efectivamente lo hicieron, ya que no las encontramos en ningún registro posterior de la Hacienda o la parroquia[24]. Los desalojados de Santa Cruz hicieron parte de la gran masa de hombres y mujeres libres y pobres constantemente desplazados por la violencia señorial, un proceso repetitivo en nuestra historia.
La ofensiva contra los indios se inició oficialmente en mayo de 1784. En esta fecha, la Junta da Real Fazenda decidió expulsar a los indios de la aldea de Itaguaí, ubicada dentro de los dominios de la Hacienda de Santa Cruz hacia más de ciento cincuenta años[25]. Manoel Joaquim da Silva e Castro cumplió rápidamente las órdenes: expulsó a la mayoría, unas cuatrocientas personas, y mató a los más resistentes[26]. Según los informes, Silva e Castro hizo que los "más exaltados embarcaran con sus familias en canoas tomando rumbo lejos de la Hacienda, yendo a parar en Mangaratiba"[27]. Un testigo ocular del desalojo, señor del ingenio vecino, Fernando Dias Paes Leme, afirmó que el avance de Manoel Joaquim da Silva e Castro sobre las tierras indígenas se debió a la avaricia de Silva e Castro de apropiarse de las tierras (Silva, 1854, p. 189). Según Maria Regina Celestino de Almeida, Silva e Castro estaría siendo estimulado por la política pombalina que proponía la asimilación de los indios, pero lo hicieron a su manera: avanzando sobre sus tierras (Almeida, 2013a).
En 1784, Manoel Joaquim da Silva Castro denunciaba que los residentes usaban libremente pastos, corrales y esclavos curraleiros para cuidar de sus propios rebaños. Uno de los delitos cometidos por el administrador Antonio da Silva Rangel había sido no cobrar deudas que tenían los vaqueros con La Hacienda, especialmente en relación con el alquiler de pastos[28]. Cuando se le preguntó al respecto, Rangel se disculpó diciendo que no era práctica de la Hacienda cobrar el alquiler de pastos, y era verdad, pues los jesuitas solo cobraban un valor fijo por “cabeza”. Silva e Castro estaba de acuerdo en que otros grupos mantenían la misma “costumbre” pagando apenas la pensión de quinientos réis por animal[29]. Silva e Castro comenzó la persecución contra los vaqueros que no pagaban los alquileres de pastos, por lo cual tuvieron que cambiar sus hábitos.
Pero, por otro lado, interesado en la propia rentabilidad de la venta de ganado de la Hacienda, se colocó como intermediario de un comercio que anteriormente se procesaba. Supimos que en el mismo año, 1784, la Corona compró caballos criados en los pastos de la Hacienda y los pagó a Manoel Joaquim da Silva e Castro. Primero fueron 3, después 45. En el recibo no estaba claro si las ganancias eran para la Hacienda, por tanto parecía que él era un "proveedor privado", aún cuando era el administrador y usaba los recursos de la Hacienda para tal fin[30]. Además, debido a un acuerdo con Virrey, el administrador de La Hacienda podría quedarse con un tercio de las ganancias obtenidas con la venta de ganado de la Hacienda, lo cual parece sospechoso. Con este privilegio, Manoel Joaquim da Silva Castro recibió 9,040,974 réis en comisión por la venta de ganado de la Hacienda en 1785[31], además de su salario anual de 7,209,750 réis[32].
El comportamiento de Silva e Castro en sus años como administrador de la Hacienda fue claramente señorial, en el sentido personalista y violento del término, ignorando las obligaciones burocráticas del cargo. Fueron expulsadas cerca de sesenta familias indígenas y noventa y nueve de intrusos, lo que configuró una pequeña multitud de pobres expropiados. Lo que él quería, y dejó claro, era ser obedecido por estos hombres, para precisar la jerarquía que los separaba y las normas que debían ser seguidas, sin oposición, para mantener un cierto orden. La norma social inapelable, para Silva e Castro, fue respecto a las órdenes del señor del cual “se ponía la camisa” en esos años. Si no hubiera sido procesado por los foreros, denunciado por el ex administrador y por el capitão-mor indio, habría terminado su gestión, no sabríamos nada de sus acciones, y sólo los elogios del ex virey, su aliado, quedarían para la posteridad.
Parte 5 – Las contraofensivas de los “de abajo”
Un Juiz de Fora, que visitó la Hacienda de Santa Cruz en 1784, dejó escapar que el "nuevo" administrador ya era mal visto por los residentes y vecinos de la Hacienda. Por sus acciones "en poco tiempo se vió cercado por enemigos, distinguiéndose mucho los vecinos más poderosos de la hacienda, que, deshaciéndose en elogios a su antecesor y en quejas contra el dicho Manoel Joaquim"[33]. Hubo muchas personas que fueron perjudicadas por Silva e Castro. Presentar brevemente lo que ellas hicieron es el objetivo de esta parte.
Podemos comenzar por los “foreros e intrusos”. Decimos que el desalojo realizado por Silva e Castro realmente ahuyentó a cincuenta y cuatro familias. Creemos que eran labriegos más pobres, que habían llegado a estas tierras en menos de veinte años, con pocas condiciones materiales o relacionales para resistir esta difícil situación. Pero entre los "intrusos" había también otro grupo. Las reiteradas denuncias contra José Teixeira, João Pereira Balthar y otros, dejaban claro que algunos insistieron en continuar por allí, iban y venían, se escondían y volvían a establecer sus cultivos, y no fueron fáciles de eliminar.
En 1790, José Pereira Balthar presentó una apelación sobre el proceso de secuestro de sus bienes y por la destrucción de su casa en 1787. Se le pidió a Silva e Castro que se presentara a declarar. En ese momento se libró de la culpa, diciendo que el desalojo fue ordenado por el Proveedor de la Hacienda Real, "sin que yo interviniese de ninguna manera", y que derribó las casas siguiendo órdenes, “por disposición de la Junta del 4 de agosto de 1787”[34]. No tenemos el resultado de esta apelación, pero su existencia ya es una señal de que los labriegos tenían algún medio para tratar de defenderse de los arbitrios de un mal señor. La realidad habla por sí misma: en 1794, después de la administración de Silva e Castro, João Pereira Balthar fue forero de un lote entre el río Tinguçu y Timirim, por el que pagó 3.100 réis de pensión foral[35].
Algunos de los intrusos incluían labriegos con algún capital y esclavos que esperaban oportunidades, especialmente la falta de supervisión, para tener acceso a los recursos de la Hacienda, libremente, sin pagar ni pedir permiso, sobre todo aquellos que les parecían poco aprovechados, como tierra y bosque. Esas oportunidades variaban con el nivel de cercanía y consentimiento de los administradores; según las fuentes consultadas, eran aprovechadas celosamente, incluso por períodos cortos. Los intrusos que tenían condiciones e intereses más tarde se registraron como foreros.
Hubo también intrusos menos ricos que, incluso notificados para abandonar la Hacienda en 1784, no lo hicieron. Fueron doce hombres y una mujer, probablemente jefes de familia, quienes eludieron la expulsión y lograron, de alguna forma que desconocemos, permanecer en las tierras que ocupaban, o en otras, en el dominio de Santa Cruz. Si sumamos a estos trece la familia de Braz Rangel, sus dos sobrinos y José Pereira Balthar, son diecisiete familias (de las noventa y nueve que fueron desalojadas) que resistieron, lo que corresponde a casi el 18% del total[36]. En un contexto de presión y violencia, pudieron haber tomado simplemente la decisión de obedecer, registrándose como foreros en las tierras que se les permitió.
Pasemos a los otros impactados por la furia de Silva e Castro, los indios de la aldea de Itaguaí. Fugitivo después de la dispersión de toda su aldea, el capitão-morde la aldea, José Pires Tavares, logró esconderse en el monte, luego viajar a Lisboa, y en 1785 fue a hablar con la reina sobre la "violencia que habían sufrido a solicitud de un paulista llamado Manoel Joaquim, expulsándolos por orden de la Junta de la Hacienda de sus viviendas y de las tierras que cultivaban, e intimidándolos para que algunos se retiraran para el sertón"[37]. Además de denunciar la violencia, Tavares solicitó que "los indios, traídos del sertón da Lagoa dos Patos por el padre José de Anchieta, puedan permanecer en sus tierras de las que Manoel Joaquim, Manoel de Araújo Gomes y José Teixeira intentan expulsarlos" [38].
La Reina escribió una carta al virrey "Dando a conocer la representación hecha en nombre de los indios de la aldea de São Francisco Xavier de Itaguai por el capitão mor José Pires Tavares, y determinando tratarlos de manera justa, entusiasta y favorable"[39] y exigiendo explicaciones sobre la violencia denunciada por el capitão mor indio. Cuando se le preguntó, Luiz de Vasconcelos e Sousa, virrey en la época de la expulsión, minimizó el hecho[40]. Dijo que había ordenado la "asimilación" de manera pacífica, persuasiva y sin violencia durante meses. Pero fueron los propios indios los que se negaron a renunciar a sus derechos y tierras ... En los años que siguieron, parece que hubo algunas averiguaciones sobre la veracidad del relato, tanto de José Pires Tavares como de Luiz de Vasconcellos e Souza[41]. En 1790, al ser indagado, el administrador Silva e Castro dijo con detalles cómo había hecho el desalojo de la aldea. Así que no había dudas sobre la violencia practicada. Ese mismo año, la Reina D. María I ordenó que las tierras fueran restituidas a los indígenas[42].
Ahora pasemos a otro grupo afectado por las acciones de Silva e Castro, el de los administradores anteriores. Primero, Antonio da Silva Rangel, hijo de Braz Rangel y administrador de la Hacienda desde 1780, en 1783 fue declarado culpable de varios delitos y arrestado, gracias también al testimonio de Silva e Castro[43]. Pero desde la cárcel, en 1786, Antonio Rangel apeló su sentencia y abrió un proceso de liberación del crimen[44]. Silva e Castro embargó el proceso y presentó varias declaraciones, certificados y testigos, pero no tuvo éxito. En 1790, Antonio da Silva Rangel fue liberado de la prisión y declarado inocente y sin deudas con la Hacienda Real[45].
Un proceso similar ocurrió con el administrador Domingos Furtado de Mendonça, a quien la Corona secuestró sus bienes después de su muerte en 1780, "por precaución hasta que tomaran cuentas del tiempo de su administración (…) evaluándose que pudiese tener, cuyo secuestro se hizo, quedando la Hacienda Real indemnizada” (Cunha, 1800 aprox., pp. 81, n. 12). En el año 1784, su viuda, Margarida Ribeira, fue desalojada del lugar donde vivía. Pero en 1790 ella solicitó directamente a la Reina que suspendiera el secuestro de los bienes de su esposo, justificando que ella estaba "por esta causa desprovista de todos los medios para poder subsistir"[46]. La reina comenzó a averiguar las cuentas (cosa que, convengamos, debería haber comenzado diez años antes) y al cabo de unas semanas ordenó "levantar el secuestro que se hizo de los bienes del referido administrador Domingos Furtado de Mendonça"[47].
Así, después de una investigación exhaustiva de actos criminales, arrestos, secuestros de bienes, desalojos y todo tipo de violencia, ambos administradores considerados "culpables" y castigados antes de ser investigados, efectivamente fueron absueltos por la propia Reina. Esto fue un alivio para ellos y sus familias, y también un golpe para Silva e Castro y otros directamente involucrados en la difamación y el castigo. Desde 1786, Silva e Castro enfrentó la oposición de señores vecinos (como los de Morgado de Marapicu e de la Casa PaesLeme), ex funcionarios, indios y incluso desalojados. Tal vez por esta razón solicitó dejar su cargo en 1787 y efectivamente se fue en 1790, cuando Antonio Rangel fue liberado y la aldea indígena fue restituida.
Conclusiones
El estudio de caso que presentamos rescata un momento de aguda reestructuración política, social y económica, impuesta por la expulsión de los padres jesuitas del imperio portugués, a partir de 1759. Analizamos este cambio en su impacto micropolítico local en la Hacienda de Santa Cruz. Vimos que la ausencia del señorío fue el punto de partida para las acciones locales, en el sentido de construir nuevas formas de acceso a los recursos en ese dominio. En este caso, fue evidente que el cambio tuvo lugar a partir de la ausencia de la autoridad anterior, capaz de determinar los derechos de propiedad y los medios de acceso a los bienes del dominio. Por lo tanto, sostenemos que las reestructuraciones de los derechos de propiedad, ya sea desde arriba o desde abajo, son un elemento fundamental para comprender los posibles cambios sociales en estas sociedades agrarias.
Consideramos que el caso presentado ilumina la perspectiva conflictiva de estos cambios. Después de todo, como nos recuerda E. P. Thompson, en sociedades desiguales basadas en una variedad de formas de explotación del hombre por el hombre, estas propuestas nunca son neutrales, por más que se camuflen de interés general o espíritu público (Thompson, 1998a). Lo que percibimos es un rechazo activo, por parte de la población local, para aceptar propuestas que convinieran solo al bienestar del Rey, del Reino, de la República o del interés general. Y en su lugar, fue puesto en marcha un sistema local de apropiación de recursos, basado en su propia economía moral, en otras prioridades, y en beneficio de sus propios agentes y redes.
Las formas encontradas por la Corona y sus agentes para "ajustar el rumbo" en la apropiación de recursos y el control de la autonomía "excesiva" de esclavos, indios, foreros y vaqueros fueron la violencia de los desalojos, las investigaciones de intrusos e incumplidos, el castigo ejemplar y el establecimiento de una serie de cobros, limitaciones de derechos y reglas a ser obedecidas. Ese proceso de "control" de la población pobre de la Hacienda fue muy violento por parte de los administradores y agentes de la Corona portuguesa, y se alejó de un supuesto abandono o condescendencia con los que normalmente se describe esta región durante este período.
Es por eso que podemos decir que la contraofensiva de “los de abajo” se dio también en la lucha para que la información sobre lo que él hacía llegara a los oídos correctos: los procesos emprendidos por José Pereira Balthar y Antônio da Silva Rangel, si se suman a las denuncias del capitao-mor de la aldea de Itaguaí y Margarida Ribeiro apeló a los tribunales más amplios. En estas apelaciones, Silva e Castro se vio obligado a explicar lo que hizo con los indios, foreros y con el ganado de la Hacienda, explicando una violencia excesiva y la falta de respeto por los derechos adquiridos por los más pobres, por un lado, y por otro, sus estrategias de acumulación particular, basado en la compra y venta de ganado suyo y de la hacienda.
Algunas de estas apelaciones llegaron a la Reina, doña María I. Ella, sin conocer las redes locales, actuó para frenar los abusos y corregir algunas fallas humanas y de procedimiento tan presentes en la gestión de la Hacienda de Santa Cruz. En este caso, actuó como rescatadora del equilibrio perdido y guardiana de la Justicia, sentido que le daban sus súbditos y que ella misma parecía velar. La intervención de la Reina parecía ser desinteresada y políticamente ineludible, ya que era una orden inaccesible, que finalmente le dio un carácter redentor para aquellos que podían acceder a ella, como fue el caso de José Pires Tavares y Margarida Ribeiro (Hespanha, 1998a).
Así, podemos constatar que personas analfabetas y muy, muy pobres, pudieron en algunos momentos pedir gracias y realizar solicitudes directamente a la Reina. La inocencia de estas personas, previamente encarceladas o expulsadas, demostrada por la propia Reina, también indica el funcionamiento de la lógica del "castigo y la gracia" como prerrogativas reales que se utilizan en tiempos de conflicto, con miras a restablecer el equilibrio social y la legitimidad Real. También demuestra que las autoridades "distantes" podrían compartir parte de la "economía moral" de los pobres en el sentido paternalista de respetar su derecho a la subsistencia[48], que había sido criminalizado por las autoridades más cercanas[49].
António Manuel Hespanha refuerza que, en aquella época, los grupos que resistían tenían de su lado el Derecho, pues Derecho y Justicia legitimaban el poder y eran la norma para un buen gobierno. Por lo tanto, nada más eficaz, como forma de resistencia, que demostrar que se estaba siendo víctima de una injusticia (Hespanha, 1998b). Esto no nos hace olvidar a los muchos otros que tuvieron que someterse a la voluntad y la violencia de los hombres poderosos que tenían poder local, y que fueron explotados, expropiados y sometidos por ellos. Pero matiza el carácter totalitario de esta exploración e incomoda a aquellos que la preferirían completamente autónoma.
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Notas