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Democracia, mujeres y LGBTTTI en México: una reflexión histórica cultura
Democracy, women and LGBTTTI in Mexico: A cultural historical reflection
Ius Comitiãlis, vol. 2, núm. 4, pp. 200-214, 2019
Universidad Autónoma del Estado de México

Artículos

Ius Comitiãlis
Universidad Autónoma del Estado de México, México
ISSN: 2594-1356
Periodicidad: Semanal
vol. 2, núm. 4, 2019

Recepción: 04 Mayo 2019

Aprobación: 16 Octubre 2019

Esta obra está bajo licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 4.0 International (CC BY-NC-SA 4.0).

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Resumen: El objetivo de este artículo es examinar los retos para el pleno ejercicio democrático de las mujeres y la comunidad lgbttti dentro del sistema patriarcal consolidado en el siglo xix mexcano. Se partió de la historia cultural como metodología histórica para explicar la consolidación patriarcal y el legado de los estereotipos masculinos como base para la desigualdad en el proceso democrático, tanto de las mujeres como de la comunidad lgbttti en México. Existe una necesidad urgente de reconstrucción de la identidad masculina, para que ésta no esté basada en la idea de la superioridad del hombre sobre la mujer y sobre otros varones considerados “menos hombres”, sino en la equidad, por ejemplo, liberando a los varones de la presión de ser proveedores, incentivando con ello que las mujeres trasciendan su propio techo de cristal y protegiendo a la comunidad lgbttti contra el sistema patriarcal, machista.

Palabras clave: Democracia, mujeres, lgbttti, historia cultural, patriarcado.

Abstract: The objective of this article is to examine the challenges for the full democratic exercise of women and the lgbttti community within the consolidated patriarchal system of the 19th century in Mexico. It started with cultural history as a historical mthodology to explain patriarchal consolidation and the legacy of male stereotypes as a basis for inequality in the democratic process of both women and the lgbttti community in Mexico. There is an urgent need to rebuild male identity, so that it is not based on the idea of the superiority of men over women and other men considered “less men”, but in equity, for example, freeing men of the pressure to be suppliers, encouraging women to transcend their own glass ceiling and protecting the lgbttti community against the patriarchal, macho system.

Keywords: Democracy, women, lgbttti, cultural history, patriarchy.

INTRODUCCIÓN

La democracia no sólo implica el conjunto de reglas que regulan la participación política y la toma de decisiones de una sociedad, sino la forma de organización social en la que la participación activa y consciente hace posible el ejercicio de derechos políticos de manera individual y colectiva (Fernández, 2012, p. 13). Sin embargo, el pleno ejercicio democrático en México está marcado por la desigualdad y discriminación que hoy enfrentan tanto a las mujeres como la comunidad lgbttti (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travestís, Transexuales, Transgénero e Intersexuales).

Es inconcebible, pero real, que exista un sistema democrático que involucre desigualdad de trato justificando la exclusión al acceso a derechos y oportunidades cuando el objetivo ideal de la democracia –como gobierno de las mayorías involucra el pleno desarrollo del bienestar social y la igualdad (Montesinos, 2010, p. 55). De acuerdo con la democracia liberal se trata de “brindar a sus miembros una constante oferta de oportunidades para aprender una cultura ciudadana que al ser liberal, propugna por la igualdad, la justicia y, sobre todo, la solidaridad” (Montesinos, 2010, p. 56). La sociedad mexicana, en general, tiene una fuerte responsabilidad de participación democrática, un poder:

Que es transferido a los representantes del pueblo, y que éstos lo ejercen en su nombre, a su favor, propiciando el mínimo bienestar social. La construcción de un sistema político realmente democrático ha sido muy larga y, quizá, todavía estemos lejos de alcanzar los ideales del liberalismo político que nos heredó la Ilustración. La sociedad moderna se va construyendo; el Estado de Derecho en el que se van a recrear las relaciones de los individuos, nueva figura social que defiende el sistema democrático en ciernes y el Estado (Montesinos, 2010, p. 56).

Sin embargo, se requiere una cultura y un entendimiento distinto, un posicionamiento personal frente a esta realidad y a la necesidad de transformarla y asumirla por hombres y mujeres como sociedad y por las instituciones del Estado (Fernández, 2012, p. 13). En este tenor, es importante reflexionar sobre los ámbitos: público y privado, de lo macro y lo micro enmarcados en el contexto histórico que ha heredado esa incomprensión del otro. La esfera pública refleja la esfera privada y, por ello, es notable que las desigualdades en una se evidencien en la otra; por lo tanto, las democracias actuales en América Latina son democracias incompletas (Fernández, 2012, p. 12).

Para comprender la desigualdad y discriminación que padecen las mujeres y la comunidad lgbttti en el proceso democrático mexicano, es importante reflexionarlo desde la perspectiva histórica y de género. El proceso histórico revela “una contradicción entre el ideal de la democracia y la práctica política de quienes se encuentran en el poder como élites que perduran en el tiempo, heredando su posición de generación en generación, sea por los vínculos de parentesco, clase social o grupo cultural” (Montesinos, 2010, p. 56). Precisamente este texto examina esa herencia cultural en el ejercicio y administración del poder y la democracia, a través de la discusión teórica de la historia cultural.

CONTENIDO: HISTORIA CULTURAL Y GÉNERO

La historia cultural retrata patrones de pensamientos y los sentimientos característicos de una época y sus expresiones o encarnaciones (Burke, 2006, p. 22). De acuerdo con Burke, el historiador es quien debe descubrir estos patrones culturales a través del estudio de temas, símbolos, sentimientos y formas –o patrones de conducta–.

Asimismo, se da cuenta de las formas y patrones de conducta heredadas y se examinan como un conjunto de características que ciertamente constituyeron y legaron una serie de comportamientos y actitudes en el universo: político, social y económico. El elemento cultural en el tiempo y espacio es clave para estudiar las formas o patrones de conducta que permiten reconocer que los otros también son fuente de información, cuyos comportamientos dan cuenta de su existencia y, en este caso, también es importante reflexionar esa herencia cultural desde la perspectiva de género.

Como lo refiere Gabriela Cano y Georgette José Valenzuela en los años noventa del siglo xx, los historiadores de la cultura propusieron ir más allá de los estudios de caso ensayando interpretaciones más finas del estudio de la sociabilidad de los sujetos, incorporando perspectivas analíticas de género (Cano, 2001, p. 11). Se tomaron en consideración los “temas”, “símbolos”, “sentimientos”, así como las formas o patrones de conducta que definirán la identidad.

Procesos en los que el individuo “en ejercicio de su libertad que le concede un sistema democrático expresa su voluntad, sus preferencias políticas, y diríamos hasta sexuales. Y ese derecho que el Estado democrático concede a cada individuo, constituye una obligación para esa emulación moderna del poder. Se trata, entonces, de mirar más allá de lo estrictamente electoral y considerar a la democracia como un sistema tan complejo que vincula a la política con lo económico, y a estos con la cultura” (Montesinos, 2010, p. 57).

En este tenor, “el poder, que de acuerdo con Bourdieu también es simbólico, está directamente relacionado con la democracia, se trata de este poder invisible que sólo puede ejercerse con la complicidad de quienes no quieren saber que lo sufren o incluso lo ejercen” (Montesinos, 2010, p. 60).

Con base en lo anterior, este proceso se examina en dos partes: quien lo ejerce y quien se sujeta a él. “El poder simbólico es invisible para quien lo posee y para quien lo sufre, pero marca la forma de relación. Alude, por tanto, a los registros del subconsciente de una y otra parte, respondiendo al mandato social de la cultura” (Montesinos, 2010, p. 60). Ahora bien, ¿Cómo se relacionan las mujeres y la comunidad lgbttti en el ejercicio del poder y de la democracia?

Pues bien, la historia cultural muestra que el movimiento feminista, el proceso que las mujeres tuvieron que pasar para adquirir la toma de conciencia –principalmente el de los años 60– cuestionó y sigue cuestionando ese ejercicio del poder. El feminismo como forma de lucha social ha exigido el pleno ejercicio de la democracia. “Las modernas luchas sociales por la democracia demuestran cómo lo político alcanza el espacio privado, cómo lo personal se politiza, y así las demandas políticas que demandan igualdad entre los géneros acompañan la difícil empresa de construir sistemas sociales verdaderamente democráticos” (Montesinos, 2010, p. 57). De esta manera:

La democracia retoma enfoques feministas que representa una vía más que experimentó la lucha por la democracia en los años sesenta. Y por tanto, hace obvio cómo este complejo proceso político y sociocultural representa una crítica a la democracia liberal, así como una demanda social que exige igualdad y respeto a la dignidad humana (Montesinos, 2010, p. 55).

El feminismo heredó a la humanidad y a la historia la categoría de género entendido como: “aquellos sistemas de creencias o prácticas que determinan identidades individuales o colectivas que forman las relaciones consideradas naturales, normativas o evidentes de por sí entre individuos con las colectividades y con su mundo” (Scott, 1996, p. 62). En este tenor “el poder ideológico descansa, en el caso de las relaciones de género, en el terreno de la cultura dominante, de una cultura que, fuera de lo público, impone una forma de pensar, misma que se constituye en el referente colectivo de una conducta que socialmente es aceptada” (Montesinos, 2010, p. 59).

De esta manera, el género “es central tanto para el feminismo, las investigaciones sobre las mujeres, la comunidad lgbttti como para el estudio de los hombres y las masculinidades debido a la claridad con que evidencia de qué forma la sociedad se organiza de manera binaria y oposicional” (Ortiz, 2009, p. 45). Esta perspectiva ha revelado cómo se construyen culturalmente características específicas atribuibles a la masculinidad y a la feminidad.

Es importante señalar que los procesos binarios y oposicionales del género provocan conflictos adicionales cuando existe desacuerdo entre la identidad generada en la institución y aquella desarrollada en la práctica profesional, o bien, la identidad propia en oposición a “la atribuida” por los otros; lo que desencadena una lucha entre la aceptación de la identidad imputada y el deseo de construir la propia identidad (Gewerc, 2001, p. 6). En este proceso resalta la notable la inequidad: “la igualdad formal que otorga la ley ha sido utilizada para ocultar las desigualdades que hay en otros espacios. Las cuotas de género son un paso necesario para equilibrar la balanza, pero se enfrentan a muchos prejuicios, barreras, simulaciones y hasta denostaciones” (Fernández, 2012, p. 11).

Con base en lo anterior, las relaciones entre las identidades heredadas, aceptadas o rechazadas, y la identidad vivida en continuidad y ruptura con las precedentes, dependen de los modos de reconocimiento y la legitimación de las instituciones. Este punto de vista puede concebir el análisis de las identidades como una negociación permanente determinada por el contexto y las circunstancias del sujeto; es decir, relaciones de poder.

“Esta complejidad se refleja en las relaciones de los géneros, sobre todo si se piensa en las estructuras mentales que legitima una cultura tradicional, donde se construye sobre el cuerpo masculino –heteropatriarcal– una representación social del poder; es decir, por el sólo hecho de ser varón se ejerce el poder sobre quienes son diferentes” (Montesinos, 2010, p. 60). A continuación se presenta la base histórica que delimitaron los estereotipos de género presentes en la actual sociedad mexicana.

PATRIARCADO Y LOS ESTEREOTIPOS MASCULINOS DURANTE EL SIGLO XIX MEXICANO

Las identidades de género se constituyen de generación tras generación, ellas se construyen por cada generación sobre la base de categorías y posiciones heredadas de la precedente; pero también, a través de estrategias identificatorias desarrolladas dentro de las instituciones que atraviesan a los individuos. Estas identidades tienen una importancia particular en el campo de trabajo, el empleo y la formación, ya que actúan como fuentes de reconocimiento de la personalidad y atribución de estatus social (Gewerc, 2001, p. 6).

En este tenor, el patriarcado ha sido la base del sistema ideológico, político, social y cultural que ha influido a la sociedad mexicana desde siglos atrás. En su sentido literal –el patriarcado– significa gobierno de los padres. Históricamente, el término ha sido utilizado para designar un tipo de organización social en el que la autoridad la ejerce el varón jefe de familia, dueño del patrimonio, del que formaban parte los hijos, la esposa, los esclavos y los bienes. La familia es, claro está, una de las instituciones básicas de este orden social (Fontela, 2008).

La sociedad patriarcal se ha constituido como el principal referente de la modernidad –de sociedades como la mexicana–, “su capacidad es reconocida institucionalmente y ha vencido muchas de las resistencias que hoy todavía opone la tradición” (Montesinos, 2010, p. 58). De esta manera, el poder masculino no tiene una legitimación institucional, sino cultural:

No es legal pero es aceptado por todos los miembros de una comunidad. Por tanto, es legitimado como práctica social, como un valor aceptado por la comunidad y que es sancionada si alguno de sus miembros la transgrede. Es la cultura tradicional la que coloca al varón como jefe de familia, en la medida en que es el proveedor económico de la familia nuclear (Montesinos, 2010, p. 59).

Con base en lo anterior, el género ha incorporado en sus estudios a las masculinidades. La masculinidad no sólo da cuenta de los significados asociados al hecho de ser hombre, sino también en las formas en que el varón ejerce el poder y cómo éste se incorpora en las estructuras e instituciones sociales.

Se trata del análisis del varón como un nuevo sujeto y objeto de estudio precisando cómo el involucramiento masculino ha estado implicado en: el gobierno, el diseño de políticas y servicios, así como en las relaciones personales y familiares que afectan y controlan la vida de las y los otros.

¿Qué se entiende por masculinidades? Matthew C. Gutmann define a las masculinidades en cuatro variables; el primero se refiere a cualquier cosa que los hombres piensen y hagan; el segundo lo define como todo lo que los hombres piensen y hacen para ser hombres; el tercero plantea que algunos hombres inherentemente o por adscripción, son considerados “más hombres” que otros hombres y, el último concepto referido por el autor, propone que la masculinidad es cualquier cosa que no sean las mujeres (Gutmann, 1997, p. 13).

Las relaciones jerárquicas vinculadas con las masculinidades, se trata del: “reconocimiento de relaciones de poder desigual entre hombres y mujeres (...) asimismo, a la interacción individual de los sujetos dentro del entramado de complejas relaciones institucionales para dar cuenta de procesos” (Ortiz, 2009, p. 43). Estos tienen que ver con cuestiones: políticas, económicas, sociales y culturales, dependiendo de las circunstancias a las que se enfrente el individuo. Entonces los hombres pueden justificar sus acciones, a través del tiempo, por el sólo hecho de ser varones y por tanto tener las prerrogativas del poder patriarcal. En nuestro vivir cotidiano hemos escuchado frases como “es que es hombre” “tenía que ser hombre” “él es el hombre” “pues es hombre” como justificación o razón de ciertas conductas y acciones. Respecto a la segunda definición: “cualquier cosa que los hombres piensen y hagan para ser hombres”.

Respecto a la definición de “que algunos hombres son considerados más hombres que otros hombres”, la influencia que tuvo el darwinismo social y su ley del más fuerte. Es decir, el individuo apto es quien “sobrevive” o en otras palabras es quien se impone sobre el resto (...) que hombres “más fuertes” o “aptos” imponen sobre los otros. Finalmente, sobre la noción de que la masculinidad “es cualquier cosa que no sean las mujeres” cobra sentido en la sociedad decimonónica excesivamente centrada en lo masculino, en la acción de los varones. A través de la historia se pueden observar los procesos importantes que trastocan el devenir social como el Estado, los negocios, las leyes, la política, el ejército, entre otros; todos ellos y espacios netamente masculinos.

Queda claro el nulo o escaso reconocimiento femenino o identidades de género que no responden al estereotipo de varón, tal pareciera que el hecho de ser mujer es sinónimo de inferioridad. Estas cuatro nociones de masculinidades parten desde una perspectiva antropológica. Por otro lado, desde la sociológica y psicológica, las masculinidades pueden entenderse como “un conjunto de prácticas sociales –culturales, políticas, económicas, entre otras– mediante las cuales los hombres son configurados genéricamente. A partir de esto se reconocen a sí mismos y son reconocidos como hombres en contextos y realidades diversas, en las que intervienen factores como las culturas, las clases, las etnias, las sexualidades, las lenguas, las modalidades y los niveles escolares y laborales” (García Villanueva, 2010, p. 87), entre otros.

Tomando en cuenta los conceptos mencionados se muestra que, desde la historia, cada masculinidad responde a su tiempo y espacio específico. Es importante señalar que la categoría de masculinidad está inmersa en las masculinidades hegemónicas y subalternas. En primer lugar, la masculinidad hegemónica corresponde a aquel proceso en el que grupos particulares de hombres encarnan posiciones de poder y bienestar y cómo legitiman y reproducen las relaciones sociales que generan su dominación.

Una de las características importantes en este tipo de masculinidad es la restricción emocional de sentimientos y emociones, puesto que en el hombre son signos de feminidad y, –de acuerdo con el contexto– deben de evitarse por considerarlos inferiores a los rasgos de masculinidad (García Villanueva, 2010, p. 92).

En este sentido, la masculinidad se construye y hay que demostrarla “siendo un hombre de verdad” al demostrar entre otros aspectos, tener siempre la razón. Los representantes de la masculinidad hegemónica o dominante siempre tendrán la razón –de acuerdo con la lógica del momento– esta característica implica un pensamiento descorporalizado y desconectado de la vida emocional, en el que, lo emocional es visto como inferior –y femenino–. Por lo tanto, se debe ejercer ese poder en la sociedad; dado lo anterior, se comprende que el ejercicio del poder está estrechamente ligado a la dominación, no sólo de las mujeres sino de todos aquellos hombres feminizados –enfermos, ancianos, homosexuales, ignorantes, entre otros–. Otras características de estas masculinidades tienen que ver con el ejercicio de la violencia, la heterosexualidad obligatoria y la fuerza física, entre otros aspectos (García Villanueva, 2010, p. 93).

De acuerdo con los ideales hegemónicos o dominantes de ser varón, aquellos que “no son hombres”, ya sea por su preferencia sexual o bien por la expresión de sus sentimientos –que no estén justificados en un contexto aceptado para hacerlo–, son afeminados, mujeriles, maricones, entre otros adjetivos peyorativos vinculados con lo femenino, los cuales reflexionaremos más adelante, dado que, lo que hoy identificamos como homosexualidad, fue transformándose en un crimen durante la segunda mitad del siglo xix mexicano, en especial, durante el porfiriato (1876-1911).

La expresión del afecto y de las emociones entre hombres heterosexuales, solamente era y es válida en, lo que los especialistas en género llaman homosociabilidad en la que los varones demuestran sus afectos y sentimientos (González, 2010, p. 37), enmarcándose perfectamente con la práctica de la cortesía y las buenas maneras. En este sentido, la amistad se convirtió en una herramienta útil en el ejercicio del poder, era una práctica frecuente entre los hombres de poder y con poder. Por ejemplo, a través del “conjuntos de relaciones diádicas” de patrones, padrinos, mentores y compañeros, los miembros de las élites mexicanas obtenían trabajo e intercambiaban información, lealtad, favores y recursos que les permitían sobreponerse a condiciones adversas (Macías, 2008, p. 22).

De esta manera encontramos que durante el siglo xix, se entendía la amistad como una relación recíproca de amor, benevolencia y confianza entre personas que se querían y estimaban profundamente, y que, mediante relaciones estrechas, alcanzaban un estado de autorrealización y plenitud (Macías, 2008, p. 30).

Tanto entre hombres de edad, clase, jerarquía y fortuna similares como dispares, y con variaciones que iban de lo momentáneamente conveniente a lo longevo, las relaciones amistosas proveyeron un medio para el intercambio mutuamente beneficioso del capital cultural, social y político. Se fomentaba una forma de afecto fraternal que proporcionaba cohesión social y estructuraba las nociones del deber, el honor y la lealtad, creando así un sentimiento de identidad, de responsabilidad intensa y dedicación compartida a través de la cual se lograba el éxito personal en la Iglesia, en las fuerzas armadas o en el Estado (Macías, 2008, p. 25).

De esta manera se fabricó un proceso relacional entre los varones, buscando, de manera directa o indirecta, la aprobación homosocial de los otros hombres. Esto se reflejó cuando un sujeto masculino ponía en escena su hombría para impresionar a los pares o para distanciarse de los grupos que carecían de ella o estaban vinculados con las masculinidades subalternas o subordinadas.

Asimismo, la heterosexualidad obligatoria es otra característica de las masculinidades dominantes (García Villanueva, 2010, p. 92). A lo largo del siglo xix, aquel hombre que optara por la soltería era menospreciado dentro de la categorización social de la masculinidad dominante. Al varón soltero –por circunstancias o por elección propia– se le consideraba fatuo por eludir las responsabilidades sociales del matrimonio o la familia lo cual le quitaba méritos dentro de los parámetros de medición de la hombría, circunstancia que ha trascendido hasta la sociedad mexicana actual.

Se hacía referencia al hombre viril –fuerte y contenido, sano y disciplinado, productivo y centrado– conveniente también a la nueva ética del trabajo y la productividad. La moderna sensibilidad burguesa podía acomodarse a las empacaduras marciales o a la permisividad del laisser faire. Después de todo, era una cuestión de saber posar o asumir (González, 2010, p. 39) aquellos ideales de masculinidad.

Así, la masculinidad era la fuerza de la civilización y la modernidad (Peluffo, 2010, p. 16). Los varones letrados e intelectuales fueron los protagonistas de la política del México decimonónico, la mayoría de ellos ostentaban una masculinidad marcial, viril, coqueta y elegante (Macías, 2008, p. 27).

La heterosexualidad será fundamental como legado patriarcal, porque deja en subordinación a los hombres homosexuales por contener aquello que la masculinidad dominante rechaza y por el aspecto femenino que también se encuentra en subordinación–. A lo largo del siglo xix mexicano, y en especial hacia la segunda mitad, aquél hombre que optara por la soltería –a no ser que fuera seminarista o sacerdote ideal del varón religioso o clerical– era menospreciado dentro de la categorización social.

Al varón soltero –por circunstancias o por elección propia– se le consideraba fatuo por eludir las responsabilidades sociales del matrimonio o la familia, lo cual le quitaba méritos dentro de los parámetros de medición de la hombría (García, 2010, p. 92).

El solterón era sospechoso y se le etiquetaba como impotente, neurótico o desviado; al estar solo, se conjeturaba que este hombre realizaba labores femeninas como cocinar, lavar ropa, hacer aseo de su casa, entre otras actividades “inferiores” que lo degradarían como varón. Sin embargo, su condición social inferior resultaría contradictoria, pues a pesar de que tuviera solvencia económica que le permitiera ser independiente, tal vez no alcanzaría para el reconocimiento como hombre (Moreno, 2007, p. 66) –Insistimos, a menos que se dedicaran a la vida religiosa en donde estas “labores femeninas” eran parte del aspecto cotidiano y servicial del clérigo–.

Los solterones ampliaron horizontes de desarrollo masculino sin verse obligados al matrimonio o a la procreación, el cuestionamiento de su hombría y de su preferencia sexual legitimaba su subordinación dentro de la jerarquía social masculina –patriarcal y heterosexista–, pero finalmente, no todos los solterones eran homosexuales; no obstante, es importante señalar que varios homosexuales recurrieron al matrimonio para “curarse del mal” o evitar el desprestigio social y la censura (Moreno, 2007, p. 67) como parte de la conformación de ciudadanos varones modernos y de hombres apegados a los designios idealizados por la elite urbana.

Los varones de la elite debían ser heterosexuales para demostrar que no había “desviación en su masculinidad” y así constituirse como verdaderos hombres que, literal: “harían patria” porque al tener una descendencia numerosa “nadie pondría en duda” su virilidad y honorabilidad.

Ahora bien, respecto a las masculinidades subalternas o subordinadas, éstas están representadas por aquellos individuos sujetos al poder de las masculinidades dominantes, y que –en la mayoría de los casos– no cumplían y no cumplen con los estándares o prototipos construidos por las dominantes (Ramírez, 2006, p. 41). De esta manera, el ámbito masculino define atributos propios de los hombres e impone mandatos que se espera tanto de ellos como de los otros. Esta categoría de análisis también implica elementos de subjetividad en los que se aprecian contradicciones en los individuos opuestas al modelo dominante del deber ser. Es precisamente el ideal del varón moderno, el que se difundió hacia la segunda mitad del siglo xix mexicano impactando a la sociedad mexicana actual, este modelo de ser varón como sinónimo del deber ser masculino se reflejó en la sobrevaloración de ciertos atributos y patrones conductuales y la negación de otros tanto en el ámbito privado como en el público.

Con el ideal del varón moderno se intentó perpetuar la superioridad incuestionable de los varones, socialmente reconocidos, sobre los otros considerados “inferiores”. Este ideal de ser hombre estuvo dentro de una estructura de poder y se manifestó en las relaciones de opresión-subordinación, posición económica, doble moral, poder adquisitivo, incluso preferencia o rol heterosexual, entre otros aspectos. Asimismo, el varón moderno evitaba el cuestionamiento y conseguía tanto el respeto como el seguimiento por parte de los demás, principalmente, además de invisibilizar a los otros e imponer mecanismos de represión –aleccionamiento y restricción– (Moreno, 2007, p. 31).

Lo anterior evidenció las marcadas diferencias existentes entre los sectores sociales anteponiendo un tipo de hombres –líderes– sobre los demás, valorizando, estableciendo o rechazando, por no ser funcionales, ciertos comportamientos, prácticas y formas del deber ser. Esta anteposición y sobrevaloración de un tipo de hombres entre sus congéneres, es lo que legitimaría la existencia de una forma adecuada, normal, única de ser hombre, de ser un varón moderno, de vivir la masculinidad y de ser el garante del orden social y de la reproducción- conservación de ese modelo de varón y de la modernidad.

Todo lo anterior cobra sentido al examinar que el siglo XIX mexicano es un siglo masculinizado –debido a que toda la atención política se concentró en la creación del Estado y sus instituciones–. Es decir, el “acto performativo” de la masculinidad, se constituyó en el constructo sociocultural de identidad por medio de una serie de prácticas consideradas como “naturales” en el discurso de poder (Butler, 1990, p. 23).

En este tenor, la masculinidad tuvo como marco varios espacios principales como: el Estado, la guerra, el gobierno, la iglesia, la hacienda, pero también, en espacios cotidianos como la oficina de trabajo, las instituciones educativas y administrativas, los centros homosociales como los clubes, tabernas, cafés, cenáculos letrados, la calle y en la esfera privada en la cual el varón es la autoridad máxima, entre otros (Peluffo, 2010, p. 17). En todos estos espacios el ejercicio del poder se reflejó en la toma de decisiones a través de ideales predominantes de masculinidad.

Los procesos históricos adyacentes que marcaron gran parte de la estructura político-social del México decimonónico, en especial de la segunda mitad, implicaron ideologías que se concretaron en instituciones. Tal fue el caso del Estado-nación moderno que buscó lograr la igualdad de derechos para todos los hombres; es decir, los ciudadanos no sólo tendrían derecho a participar en la elaboración de leyes, acceso a cargos públicos, con base en el talento, sino también tendrían acceso a la libertad de expresión, o al menos eso se pretendía.

El deber ser nacionalista estaba basado en los derechos individuales y lealtad a la nación. Dicho compromiso implicaba que los sujetos estarían dispuestos a morir por su patria, asimismo, se implementó el deber ser decoroso acorde con las altas normas de civilidad y urbanidad, así como el deber ser educado y culto, principalmente en la elite.

Por otro lado, estaba el respeto a las leyes y las instituciones –de lo contrario, existía la sanción–. Sin embargo, lograr ese deber ser no era algo que se adoptara de la noche a la mañana y en todos los estratos sociales, las prácticas y conductas implicadas en la asimilación de “lo moderno” significaron una lucha individual entre los sujetos y su contexto.

MUJERES Y COMUNIDAD LGBTTTI: RETOS PARA EL EJERCICIO DE LA DEMOCRACIA

Como se aprecia la estructura decimonónica mexicana consideró la creación de un nuevo orden social, resaltando, entre otros aspectos, la configuración de las identidades y estereotipos de género. Las mujeres estarían ligadas a lo afectivo, maternal y sentimental; el varón desde joven debería apreciarse como conquistador, guerrero, patriota defensor; un héroe ciudadano. Estos elementos son los que se adoptarían en la configuración del varón moderno del siglo xix mexicano, un ideal dominante de hombre citadino. Se trata del varón público, productivo, económico, trabajador, proveedor, protector –como lo examinamos en el rol de esposo y padre más adelante– y urbanizado; ideal que se desempeñaría en dos procesos importantes: en el político-cultural vinculado con el Estado-nación y con el económico-progresista relacionado con el mundo laboral y la industrialización inmerso en relaciones de poder.

Y si cualquiera dejaba de cumplir con las expectativas creadas para cada uno de ellos a través de los estereotipos que avala la cultura, los individuos se exponían, como ahora, a las diferentes sanciones que la sociedad impone a todos aquellos que transgreden el orden establecido (Montesinos, 2010, p. 60). Este es el sistema patriarcal y masculinizado al que se han enfrentado las mujeres y la comunidad lgbttti en aras del ejercicio de la democracia. A partir del movimiento feminista,

La misma mujer y la propia sociedad, van construyendo sobre la figura femenina una forma de expresión del poder; la mujer construye los cimientos que le permiten proyectarse como una posible imagen del poder simbólico. La modernidad ha hecho posible que la mujer acceda al capital intelectual al que se refieren tanto Bourdieu como Bobbio: uno aludiendo al conocimiento cultural que pueden manejar los individuos, de tal forma que sus personas se constituyen en una representación social de conocimientos o habilidades que son socialmente valorados; y el otro considerando la capacidad de un individuo o un grupo de hacer valer ante los demás las formas que tienen de concebir lo que es la realidad social (Montesinos, 2010, p. 61).

La lucha feminista ha abierto brecha para el ejercicio del poder, para poder participar de la democracia pese a los obstáculos reflejados en los estereotipos de género por parte de la sociedad y de las autoridades representantes de las instituciones mexicanas. La violencia que enfrentan las mujeres en el ámbito doméstico en México, “los maltratos físicos hasta el feminicidio es alarmante, los altos índices de violencia se deben a la mayor valoración social de los hombres, lo cual lleva a la exacerbación de la misoginia y el sexismo como sistemas de creencias negativas sobre la mujer y lo femenino, provocando desigualdades entre hombres y mujeres que son consideradas por la sociedad como naturales” (Hernández, 2017, p. 226).

Por otro lado, gracias al feminismo y al género, actualmente, la comunidad lgbttti es visibilizada en México, se aboga por el pleno cumplimiento de sus derechos en políticos y humanos. Sin embargo, el sistema está impregando de homofobia y odio, herencia de la historia patriarcal y machista.

A pesar de los avances en las políticas de inclusión de la diversidad sexual en nuestro país, todavía existe mucha discriminación a las comunidades lésbica, gay, transgénero, transexual, travesti e intersexual por no apegarse a la heteronormatividad (Hernández, 2017, p. 221) que se consolidó a lo largo del siglo xix mexicano,

La homofobia es el odio, aversión, miedo, prejuicio irracional contra los homosexuales, la ideología de discriminación que lleva a la violencia contra las personas y las prácticas sexual y genéricamente diversas, y que tiene varios grados de expresión que van desde las burlas hasta la ejecución con saña extrema (2017, p. 221).

Con base en lo anterior, la denuncia, la reflexión y la discusión de cualquier hecho homofóbico es necesaria para llevar a cabo acciones contra esta práctica indeseable en todos los espacios de la vida social, desde los de la sociedad civil hasta los gubernamentales. El odio es una manifestación de poder de la ideología heterosexista inserto en todas las esferas, el cual cuenta con un amplio consenso social en nuestra cultura (Hernández, 2017, p. 222) como se examinó.

La desigualdad y discriminación en la comunidad lgbttti se traduce en un proceso de “deshumanización del otro que lo único que genera es el odio. Tal afán cobra gran importancia por sus repercusiones en la medida que es reproducido acríticamente por una gran parte de la población” (Hernández, 2017, p. 222). Es importante señalar que no sólo los homosexuales son víctimas de la homofobia, sino todas aquellas personas que no se adhieren al discurso del orden de los géneros –reforzado desde el siglo xix mexicano–: “travestidos, transexuales, bisexuales, mujeres heterosexuales con una personalidad fuerte o varonil, hombres heterosexuales con una personalidad delicada, femenina o con gran sensibilidad, entre otros aspectos” (Hernández, 2017, p. 223).

El patriarcado fomentó y reforzó la homofobia, misma que no sólo afecta a los homosexuales, sino también a los jóvenes varones heterosexuales por estar en proceso de formación. Es necesario deconstruir esas estructuras profundas del patriarcado, desarticular ese esquema homofóbico de imposición y reproducción de la masculinidad hegemónica, el cual conlleva el miedo recurrente a ser catalogados y discriminados como “poco hombres” (Hernández, 2017, p. 223).

En la sociedad mexicana la homofobia es una práctica institucionalizada de manera imperceptible, por ser considerada natural, que se construye no sólo desde los medios, sino también desde el Estado, la Iglesia católica y la sociedad civil para violentar la vida de los demás. La homosexualidad constituye “una condición indeseable”, mientras que presentan a la heterosexualidad como algo “natural” (Hernández, 2017, p. 224). En la legislación mexicana la homosexualidad no es un delito porque no existe la discriminación por preferencia sexual, sin embargo, en la práctica esto no se cumple,

Esta discordancia entre normatividad y realidad social se debe, en parte, a que en México existe una incipiente cultura de denuncia en cuanto a la discriminación, porque algunos actos no se perciben como tales. Por ello, analiza el contraste entre las normas federales y estatales, y la vida diaria de las personas sexualmente diversas, y pone énfasis en la responsabilidad ciudadana, más que en la política de cero tolerancia a la discriminación y el papel coercitivo de la ley, solicitadas por el Consejo Nacional para Prevenir y Eliminar la Discriminación (conapred) y las comisiones estatales de derechos humanos. Al respecto concluye: “es responsabilidad de la sociedad civil demandar radicalmente la revisión de los casos donde la aplicación del derecho produce homofobia” (Hernández, 2017, p. 225).

En la actualidad los diversos cambios sociales han llevado a una transformación en los roles del hombre y la mujer, y a un proceso de redefinición de las identidades femenina y masculina. Si bien en este cambio las mujeres han salido ganando al insertarse en la vida pública con mayor empoderamiento, realización personal, auto-estima e independencia, no ha sido el mismo caso para los hombres, lo cual genera tensión en las relaciones y violencia masculina. De ahí que la violencia criminal que las mujeres viven está asociada con la sensación de pérdida de control de los hombres por el incremento de la participación de las mujeres en distintas esferas de la vida social, y por su percepción de estar conviviendo con un igual al ver a su pareja mujer realizar actividades mediante las cuales aparentemente está transgrediendo su género, lo cual cobra visos de homofobia (Hernández, 2017, p. 226).

REFLEXIONES FINALES

Como se examinó a lo largo del artículo, los retos para el pleno ejercicio de la democracia en las mujeres y la comunidad lgbttti tienen su base en el sistema patriarcal fortalecido durante el siglo xix mexicano, en especial, hacia la segunda mitad del mismo.

Es a través de la configuración de las masculinidades tanto hegemónicas como subalternas en el modelo del deber ser masculino del varón moderno donde encontramos los estereotipos que hoy constituyen “lo natural” en la identidad de hombres y mujeres. Quienes no respondan a este sistema establecido en seguida son sujetos de discriminación, desigualdad y odio.

Esta situación de discriminación se agudiza con el fenómeno de la violencia de género que, enmarcado en un contexto de violencia como el que priva en nuestro país, es una sombra que se cierne amenazante sobre las posibilidades de cambio ¿Cómo pensar en garantizar el pleno desarrollo de los derechos políticos y humanos en el proceso del ser contra el deber ser?

Uno de los retos por afrontar para brindar soluciones a esta circunstancia es concretar la obligación del Estado de enfrentar la desigualdad con políticas públicas que sean, en sí mismas, medidas para la igualdad sobre todo en ámbitos que han sido masculinizados.

Existe una necesidad urgente de reconstrucción de la identidad masculina, para que ésta no esté basada en la idea de la superioridad del hombre sobre la mujer y sobre otros varones considerados “menos hombres”, sino en la equidad, por ejemplo, liberando a los varones de la presión de ser proveedor, incentivando con ello que las mujeres trasciendan su propio techo de cristal y protegiendo a la comunidad lgbttti contra el sistema patriarcal, machista.

Como se examinó a partir de la historia cultural, es importante reformular la cultura y, de la misma forma, entender las transformaciones que se derivan de este complejo proceso social, por ejemplo, la redefinición de las relaciones entre los géneros tanto en la esfera privada como pública.

Asimismo, resulta indispensable revisar la historia de la sociedad mexicana en materia de género para comprender la conformación de los estereotipos y poder aplicar políticas que se adapten a las necesidades actuales de la sociedad mexicana. Los comportamientos, actitudes, símbolos y valores pueden transformarse hacia una mayor participación democrática basada en la libertad, igualdad y justicia.

Se trata de generar nuevas interpretaciones sobre los géneros; la cultura también se somete a un cambio a partir del cual se transforman los símbolos, los procesos que se transmiten de generación en generación para definir las personalidades de hombres y mujeres, los roles que se les asignan a quienes pertenecen a su género su clase social, raza, credo religioso, creencia política, entre otras variables.

Asimismo, es indispensable crear y consolidar procesos de deconstrucción de la homofobia en los actos más cotidianos e invisibles, y lograr la visibilización y ruptura del silencio como medidas anti homofóbicas. Resaltar que la homofobia es un proceso que no sólo afecta a los homosexuales, sino a toda la sociedad mexicana en general porque está ligado a otros procesos sociales de discriminación, exclusión y opresión como la misoginia, el sexismo, el machismo, la violencia intrafamiliar, los feminicidio y otros aspectos.

Lo anterior también constituye un cambio cultural, el cual devenga en una mayor responsabilidad y participación de la sociedad civil. Como sociedad se trata de exigir una adecuada procuración de justicia basada en las leyes antidiscriminatorias que existen, así como en la formulación de la normatividad faltante a nivel federal. Del mismo modo, la creación de políticas públicas que defiendan los derechos de las personas sexualmente diversas y en la conveniencia de replicar las experiencias exitosas que al respecto se han obtenido (Hernández, 2017, p. 227).

En el ámbito académico y de investigación es importante realizar investigaciones basadas en el conocimiento científico y humanístico, que permita “desmontar de manera fundamentada y con argumentos los mitos en relación con la homofobia en los diversos espacios de la sociedad mexicana, esto constituiría un excelente sustento empírico en el impulso de políticas públicas y de legislación para el respeto de los derechos humanos, civiles y sexuales de las personas de las comunidades sexual y genéricamente diversas”(Hernández, 2017, p. 227).

Todo lo anterior resulta indispensable tanto para las mujeres como para la comunidad lgbttti hacia el pleno ejercicio de la democracia en México.

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