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De Christo et Antichristo. Eikōn y phantasma en la onto-teo-logía cristiana
Germán Osvaldo Prósperi
Germán Osvaldo Prósperi
De Christo et Antichristo. Eikōn y phantasma en la onto-teo-logía cristiana
De Christo et Antichristo. Eikōn and phantasma in Christian Onto-theo-logy
Revista de Filosofía y Teoría política, núm. 50, 2020
Universidad Nacional de La Plata
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Resumen: Para la cristología dogmática, Cristo es la imagen consubstancial del Padre, el mediador entre Dios y los hombres. Los Padres de la Iglesia de habla griega se han referido al Logos con el término eikōn, el cual remite a la filosofía platónica y designa una imagen que se asemeja a su arquetipo. En este artículo sostendremos que Cristo funciona como un dispositivo de dos caras: por un lado, como eikōn (cristología dogmática); por el otro, como phantasma (anticristología). A lo largo de la tradición occidental, la teología se ha esforzado por conjurar la naturaleza fantasmática de Cristo. Nosotros afirmaremos, alejándonos por supuesto del dogma cristológico, que el Anticristo no es el otro absoluto de Cristo, sino el mismo Cristo pero en tanto fantasma. Asimismo, la figura del Anticristo, es decir de Cristo qua phantasma, posee un eminente sentido metafísico, pues indica una región irreductible a las polaridades de la metafísica (sensible-inteligible, materia-espíritu, etc.) que coincide para nosotros con el reino de las imágenes.

Palabras clave: Cristo, Anticristo, Ícono, Fantasma, Carne, Espíritu, Marción.

Abstract: According to dogmatic Christology, Christ is consubstantial with the Father, mediating between God and the human being. The Greek-speaking Church Fathers referred to Logos as eikōn, a term that relates to platonic philosophy and denotes an image resembling its archetype. In this paper, we argue that Christ operates as a twofold device: eikōn (dogmatic Christology) and phantasma (Antichristology). Throughout western tradition, theology has attempted to ward off the phantasmatic nature of Christ. We claim —obviously dissenting from Christological dogma— that Antichrist is not the adversary of Christ nor his absolute other, but Christ himself as phantasma. At the same time, the concept of Antichrist, namely Christ qua phantasma, is significantly metaphysic in its meaning because it refers to an area that is irreducible to the polarized dichotomies in metaphysics (tangible and intelligible, matter and spirit, etc.); an area that we consider the realm of images.

Keywords: Christ, Antichrist, Icon, Phantom, Flesh, Spirit, Marcion.

Carátula del artículo

Artículos

De Christo et Antichristo. Eikōn y phantasma en la onto-teo-logía cristiana

De Christo et Antichristo. Eikōn and phantasma in Christian Onto-theo-logy

Germán Osvaldo Prósperi
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Revista de Filosofía y Teoría política
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 2314-2553
Periodicidad: Anual
núm. 50, e025, 2020

Recepción: 01 Marzo 2020

Aprobación: 03 Septiembre 2020

Publicación: 01 Octubre 2021


0. Introducción

El término antichristos figura sólo cuatro veces en la Biblia, las cuatro en el Nuevo Testamento: tres veces en la primera epístola de Juan y una vez en la segunda epístola. En dos ocasiones, además, el término aparece vinculado a quienes no creen en la realidad carnal de Cristo. Citamos dos pasajes, uno de cada carta:

En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne [en sarki], es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo [to tou antichristou], del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo (1 Juan 4:2-3).1

Porque muchos engañadores han entrado en el mundo, los cuales no confiesan que Jesucristo ha venido en carne [en sarki]. El que tal hace es engañador y anticristo [ho planos kai ho antichristos] (2 Juan 1:7).

El enigma del Anticristo no ha dejado de perturbar a los teólogos y Padres de la Iglesia ya desde los primeros siglos.2 En cierto sentido, el desarrollo de la cristología dogmática ha implicado, de forma más o menos velada, el desarrollo paralelo de una anticristología.3 Como puede verse en los dos pasajes de Juan que hemos transcripto, la figura del Anticristo (ho antichristos), así como la de los diversos anticristos (hoi antichristoi), está relacionada con el problema de la encarnación, es decir con la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios. Varios Padres apologéticos han identificado a estos anticristos con los diferentes grupos heréticos que negaban la carne de Cristo, en particular los docetistas, los gnósticos y los marcionitas. En efecto, para Marción4 (y aquí resulta evidente el aspecto docetista del marcionismo),5 según testimonia Tertuliano en su Adversus Marcionem, “Cristo no era sino un fantasma [phantasma vindicans Christum]” (III, 8).6

En este artículo sostendremos, alejándonos por supuesto de la cristología dogmática, que el Anticristo no es el otro absoluto de Cristo, sino el mismo Cristo pero qua phantasma. Nos explicamos: para la tradición cristiana, el Hijo de Dios es la imagen consubstancial del Padre,7 el que media entre el Creador y las creaturas. Para decirlo con Pablo: “Cristo es la imagen del Dios invisible” (Colo. 1:15); o también, esta vez con Juan: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Esta concepción de Cristo como imagen, frecuente en los Padres de la Iglesia desde los primeros siglos hasta la escolástica (la querella iconoclasta pondrá nuevamente en primer plano el problema de la imagen de Cristo, así como también el problema de Cristo como imagen), se funda sobre todo en la tradición platónica.8 Por eso Cristo es siempre pensado como eikōn, es decir como una imagen que remite a su arquetipo paterno. El hombre, siendo también imagen de Dios, puede asemejarse a su modelo divino a través del Hijo. Ahora bien, en este artículo sostendremos que Cristo funciona como un dispositivo de dos caras: por un lado, como eikōn (esta será la cristología dogmática); por el otro, como phantasma (esta será la anticristología). A lo largo de la tradición occidental, la teología se ha esforzado por conjurar la naturaleza fantasmática de Cristo. ¿Cuál era el peligro que se ocultaba en la identificación de Cristo con un fantasma? En lo que sigue intentaremos responder a este interrogante. Para ello, procederemos en cuatro momentos. En primer lugar, mostraremos la diferencia entre eikōn y phantasma en la filosofía platónica,9 pues de ella se nutren los Padres de la Iglesia para elaborar lo que se ha denominado una teología de la imagen.10 En segundo lugar, explicaremos rápidamente la cristología dogmática según la cual el Hijo es pensado como un eikōn del Padre, un eikōn Theou. En tercer lugar, abordaremos la cristología de Marción tal como es reconstruida por Tertuliano en el Adversus Marcionem para mostrar que allí Cristo, según el africano, es pensado como phantasma.11 Por último, mostraremos que las dos figuras de Cristo y del Anticristo tienden a volverse indiscernibles en los últimos textos de Friedrich Nietzsche, autor que no sólo consuma, según Martin Heidegger, la historia de la metafísica occidental, sino que muestra también la realidad fantasmática del Anticristo.

1. Eikōn y phantasma en la filosofía platónica

En el asombroso ensayo “Platon et le simulacre”, añadido como un apéndice a Logique du sens, Gilles Deleuze sostiene que la verdadera distinción del platonismo no radica en la dicotomía modelo-copia o Idea-imagen, sino entre dos tipos de imágenes: las copias-íconos, dotadas de semejanza y fundadas en las Formas o esencias; los simulacros-fantasmas, repeticiones infundadas de una desemejanza o disparidad. El mundo de la caverna, en esta perspectiva, es el mundo de las imágenes en general, lo que Deleuze llama imágenes-ídolos. Éstas se subdividen, a su vez, según indicamos, en copias-íconos y simulacros-fantasmas. “Platón divide en dos el dominio de las imágenes-ídolos: por una parte las copias-íconos, por otra los simulacros-fantasmas” (Deleuze, 1969, p. 296). En la lectura que Deleuze hace del Sofista, los eidōla se dividen en eikōna y en phantasmata. Estos últimos, a los cuales Deleuze se refiere también con el término simulacros,12 designan una imagen sin semejanza, es decir, una imagen que se ha eximido, por así decir, de su relación con un modelo. Ni copia ni arquetipo, el fantasma es una intensidad diferencial.

Partíamos de una primera determinación del motivo platónico: distinguir la esencia y la apariencia, lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y el simulacro. Pero ya vemos que estas expresiones no son válidas. La distinción se desplaza entre dos tipos de imágenes. Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales (Deleuze, 1969, pp. 295-296).

Como hemos visto, a diferencia de las copias, cuya semejanza se funda en la Idea, los simulacros no remiten a ningún modelo de lo Mismo, por eso no representan ninguna semejanza, sino más bien un desequilibrio interno. Por eso Deleuze advierte de no confundir al simulacro con un ícono. El simulacro no es una imagen degradada, una copia de una copia, sino más bien una potencia de disimilitud, una disparidad positiva. Más esencial que la distinción entre las Ideas y las Imágenes es la distinción entre estos dos tipos de Imágenes. Los simulacros y las copias difieren por naturaleza.

Si decimos del simulacro que es una copia de una copia, ícono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza (1969, p. 297).

En el concepto de simulacro o fantasma, insinuado ya en Platón aunque sólo para conjurarlo, Deleuze encuentra la posibilidad de pensar una diferencia en sí, una potencia de diferenciación: “El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (1969, p. 302). El simulacro/fantasma, entendido como potencia positiva, permite desarticular y pervertir todo el armazón del pensamiento representativo, tanto el modelo como la copia, tanto el original como la reproducción. Esta noción de phantasma, a diferencia del eikōn, constituirá el mayor peligro para la cristología dogmática. Por eso Cristo, como veremos en el próximo apartado, será siempre pensado como eikōn Theou y nunca como phantasma Theou.

2. Cristo como eikōn Theou

David Clines sostiene que “el eje alrededor del cual gira la doctrina de la imagen en el Nuevo Testamento es la figura de Cristo, quien es la verdadera imagen de Dios” (1968, p. 102). En el Evangelio según San Juan, encontramos dos pasajes que confirman esta idea: “Y el que me ve, ve al que me envió” (Juan 12:45). Ver al Hijo es ver al Padre. Con la encarnación de Cristo, Dios se hace visible.13 Otro versículo lo ratifica: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Además de estos pasajes, fundamentales para comprender la teología cristiana de la imagen, las epístolas de Pablo corroboran el lugar central que ocupa Cristo como imago Dei. En la carta a los Colosenses, por ejemplo, leemos: “Él [Cristo] es la imagen [eikōn] del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación” (Colo. 1:15). Cristo viene a redimir al hombre de la caída. En este sentido, a diferencia de Adán, creado de la tierra y por lo tanto confinado, luego de la caída, a una existencia dolorosa y corrompida, es decir terrenal, Cristo, llamado por Pablo el segundo Adán, viniendo del cielo, hace posible el acceso del hombre a una existencia celestial. A diferencia del hombre, Cristo representa la imagen única y absoluta del Padre. Por eso Clemente puede hablar, poniendo en tensión la lógica platónica de la imagen y el arquetipo, de una imagen arquetípica o una imagen consubstancial (cfr. Lossky, 1967, 131-133).14 De algún modo, Cristo viene a situarse en el pliegue exacto de lo visible y lo invisible, del Arquetipo (el Padre) y Adán (el hombre), del Espíritu y la carne. Como dice Pablo en Colosenses 1:15-16: “Porque por Él fueron creadas todas las cosas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, visibles e invisibles [ta horata kai ta aorata]; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por Él y para Él.”

Puesto que se trata de un solo Dios, Cristo conserva la realidad del arquetipo, pero en la medida en que el Hijo no puede ser confundido con el Padre, conserva la realidad de la imagen. El Hijo es uno con el Padre según su naturaleza o su esencia (ousia), pero diverso de Él según su persona (prosōpon) o su hypostasis. Este doble aspecto de Cristo vuelve posible la conexión entre Dios y los hombres, entre lo invisible [ta aorata] y lo visible [ta horata].15 Sostiene Clines:

En Cristo, el hombre contempla lo que la humanidad puede llegar a ser. En el Antiguo Testamento todos los hombres son la imagen de Dios; en el Nuevo, donde Cristo es la única verdadera imagen, los hombres son imagen de Dios en la medida en que se asemejan a Cristo. La imagen es totalmente realizada sólo a través de la obediencia a Cristo; así es cómo el hombre, la imagen de Dios, quien es ya hombre, ya la imagen de Dios, puede volverse totalmente hombre, totalmente la imagen de Dios (1968, p. 103).

De allí que varios Padres enfaticen el rol mediador [mesitēs] que posee Cristo en la economía de la salvación. Andrew Louth, en su texto sobre Juan de Damasco, comentado el tratado De imaginibus sobre los íconos, escribe:

las imágenes establecen relaciones entre las realidades: dentro de la Trinidad, entre Dios y el orden providencial del universo, entre Dios y la realidad interna del alma humana, entre lo visible y lo invisible, entre el pasado y el futuro y entre el presente y el pasado. La imagen, en sus diferentes formas, es siempre mediadora, siempre asegurando una armonía entre términos. Las imágenes como íconos pictóricos entran dentro de este patrón, de un modo muy humilde. Pero negar el ícono es amenazar todo el tejido de armonía y mediación basado en la imagen. En el centro de todo esto se encuentra la especie humana como imagen de Dios (2002, p. 216).

En efecto, en la primera epístola a Timoteo, Pablo había enfatizado el rol mediador de Cristo: “Único es Dios, único también el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, verdadero hombre” (1 Tim. 2:5). Agustín se detendrá particularmente en estas palabras de Pablo. Dios se hace hombre para redimir a los mortales del pecado original, de la caída del primer hombre y de la primera mujer. La encarnación representa el movimiento descendente de la imagen arquetípica; la redención, el movimiento ascendente. Cristo es el puente que permite ambos movimientos: la katabasis (de Dios al hombre: la encarnación); la anabasis (del hombre a Dios: la redención).16 Cristo es un espejo de dos caras, un límite y un nexo, una frontera y un umbral: “Yo soy la puerta; si alguno entra por mí, será salvo; y entrará y saldrá y hallará pasto” (Juan 10:9). Cristo es la imagen verdadera del Padre precisamente porque permite la conexión de lo invisible con lo visible, de lo inteligible (el Verbo) con lo sensible (la carne). La entrada y la salida de la puerta designan los dos movimientos que conectan al hombre con Dios: la encarnación, es decir el proceso a través del cual Dios deviene humano, y la redención, el proceso a través del cual el hombre deviene divino. Este último punto es denominado deificación. Agustín, por ejemplo, escribe: “Él, que era Dios, se hizo hombre para que aquellos que eran hombres se hicieran dioses” (De civitate Dei, IX, 15, 1). La misma idea encontramos expresada, incluso de manera más directa, en varios Padres. Ireneo: “Dios se hace hombre, a fin de que el hombre pueda hacerse dios” (citado en Lossky, 1967, p. 95). Lo mismo en Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, etc. Michel Henry, en Incarnation. Une philosophie de la chair, indica que, para los Padres de la Iglesia, al menos desde el Concilio de Nicea hasta el de Constantinopla, “el devenir hombre de Dios funda el devenir Dios del hombre”, razón por la cual la “salvación cristiana […] consiste en la deificación del hombre” (2001, p. 23). Esta función mediadora o conjuntiva de Cristo se verá amenazada, como veremos en el próximo apartado, por las enseñanzas de Marción de Ponto.

3. El Cristo-fantasma de Marción

Marción considera a Pablo el verdadero intérprete de las enseñanzas de Jesús. La distinción paulina entre pneuma y sarx, así como entre nomos y evangelion, alcanza con Marción un límite crítico. El Antiguo Testamento, la Ley, el nomos del Dios creador, resulta desechado por completo. A él se contrapone la figura y la doctrina amorosa de Cristo. En efecto, para Marción, Jesucristo es el hijo del Dios desconocido, enviado por el Padre para redimir a los elegidos de la prisión pecaminosa de la carne y la materia.17 Siendo absolutamente heterogéneo al reino material, Cristo no puede asumir una naturaleza carnal, es decir humana. Explica Mark Edwards: “La materia es irredimible, y Cristo no puede asumir la carne sino (como aclara Pablo en Romanos 8.3) una semejanza fantasmal de la carne” (2009, p. 27). Existe una dualidad irreductible de substancias, una discontinuidad fundamental entre lo visible y lo invisible. El Dios desconocido, eternamente bueno, pertenece al reino espiritual de lo invisible; el Dios hebreo, rencoroso, al reino carnal de lo visible. A lo sumo, Yahvé es del orden de lo anímico, nunca de lo pneumático. Por tal razón, la encarnación de Cristo es en verdad una fantasmatización, un devenir-fantasma de la divinidad.18 De esta naturaleza aparente o fantasmática de Cristo, además, se derivan otras blasfemias inconcebibles. Por ejemplo, el rechazo de la natividad del Salvador. Siendo incapaz de mezclarse con la carne y la realidad humana creada por el Dios vengativo del Antiguo Testamento, Cristo no ha nacido de María. De hecho, Marción sostiene que el Hijo del Dios desconocido se manifestó, sin haber nacido, “el año doce de Tiberio-César” (Adversus Marcionem19 I, 15) para ejercer su ministerio.20 En De resurrectione carnis, Tertuliano critica a los herejes, sobre todo Marción y Basílides, que niegan la realidad corporal o carnal de Cristo y, por eso, excluyen la resurrección de la carne (humana) de sus doctrinas.

Finalmente, los herejes que han inventado otra divinidad, son los únicos que rechazan la resurrección de la substancia corporal [corporali substantiae]. Así, obligados a cambiar la naturaleza de Cristo, por miedo a que no se confundiera con el Creador de la carne, comenzaron por engañarse sobre su carne, unos pretendiendo con Marción y Basílides que no era verdadera, otros afirmando con Apeles y Valentino que tenía propiedades particulares. Se sigue de allí que excluían de la salvación a la substancia que no podía por ende formar parte de Cristo (De resurrectione carnis I, 2).

La condición fantasmática del redentor significa, para un espíritu riguroso como el de Tertuliano, el fracaso de la función salvadora proclamada en los Evangelios. En efecto, si Cristo es un fantasma y no posee una naturaleza carnal, entonces no es capaz de sufrir; ergo, la pasión es una quimera y, con ella, también la resurrección y la salvación de los hombres.21 En efecto, si “Cristo no era un cuerpo verdadero [non erat veritas corporis], sino un fantasma [phantasma], una cosa insubstancial [res vacua]” (AM IV, 20), y si “un fantasma no es capaz de sufrir” (AM III, 8), entonces “el fundamento del Evangelio [fundamentum evangelii], y de nuestra salvación, y de su prédica, son aniquilados” (AM III, 8). La consecuencia extrema, que Tertuliano juzga calamitosa, es que, si Cristo es un fantasma, “toda la obra de Dios [dei opus] se derrumba” (ibid.).

Para Marción, como hemos visto, la naturaleza de Cristo es eminentemente espiritual y divina, razón por la cual considera imposible que la carne humana pueda ser salvada.22 Una de las estrategias empleadas por Tertuliano para refutar esta herejía consiste en demostrar la realidad carnal, es decir humana, de Cristo.23 Como se sabe, es un tema frecuente en los textos del africano. Sirva de ejemplo el caso de la mujer pecadora que besa los pies de Jesús y que, luego de lavarlos con sus lágrimas, los enjuaga con su cabello. Si Cristo hubiese sido un fantasma, arguye Tertuliano, tales acciones habrían sido imposibles de realizar: “cuando ella [la pecadora] besó los pies de nuestro Señor, y los lavó con sus lágrimas, y los secó con su cabello, y los cubrió con un ungüento, fue un cuerpo verdadero y real el que ella manipuló [solidi corporis veritatem], y no un fantasma vacío [non phantasma inane]” (AM IV, 18). O también, el ejemplo de la mujer indispuesta que toca la túnica de Cristo y, al hacerlo, demuestra la realidad corpórea del Hijo de Dios: “Tocando el borde de su túnica, la enferma nos demuestra que Cristo tenía un cuerpo real y no ilusorio [corpori non phantasmati inditum]” (AM IV, 20). El contacto de la mujer indispuesta, además, prueba que la carne de Cristo es capaz de padecer y recibir la deshonra de los hombres: “Porque si no hubiese habido un cuerpo verdadero [veritas corporis], sino un fantasma, un objeto insubstancial [res vacua], no podría haberse contaminado. A causa de su carácter insubstancial [inanitate substantiae] es incapaz de contaminación” (ibid.). El Cristo de Tertuliano, a diferencia del de Marción, se caracteriza por la solidez (soliditas), la verdad (veritas) y la corporalidad (corporalitas).24 Estos tres términos enfatizan la realidad concreta y actual de la carne de Cristo. A ellos se opone la insubstancialidad (inanitas) y la vacuidad (vacuitas) del Cristo fantasmático de Marción. La inanitas y la vacuitas aluden a la irrealidad del fantasma, a la falta de substancia y de actualidad. Se trata, en el fondo, de una cuestión ontológica. El fantasma, a diferencia del cuerpo, es una vacua res, una realidad vacía e inane, una mera imagen sin esencia ni modelo. Tertuliano lo sintetiza, con su estilo lacónico habitual, en la siguiente expresión: substantia corporis adversus phantasmata (AM IV, 11), es decir, la substancia corpórea se opone al fantasma. El Adversus Marcionem es en verdad un Adversus phantasma. En efecto, ¿en qué consiste el Cristo de Marción? Respuesta de Tertuliano: “Apariencia ilusoria, acto ilusorio; actor imaginario, obras imaginarias [putativus habitus, putativus actus; imaginarius operator, imaginariae operae]” (AM III, 8). Es la condición putativa, imaginaria, es decir fantasmática del Cristo marcioniano lo que amenaza la empresa de la teología ortodoxa.

3.1. Más allá de Marción

El peligro que Tertuliano percibe en las enseñanzas de Marción, peligro que no por nada lo lleva a escribir su obra más voluminosa, no se encuentra en la realidad pecaminosa de la carne ni en la mera concupiscencia de los apetitos animales, sino en algo mucho más decisivo e inaceptable: en la condición insubstancial, ni material ni espiritual, ni corpórea ni incorpórea, ni visible ni invisible, del fantasma, del Cristo fantasmático. El phantasma, y no el corpus ni la caro, es el verdadero punto de desencaje de la cristología dogmática, la eversio, la subversión o, mejor aún, la perversión del opus Dei. Pero para llegar al corazón del fantasma, es preciso ir incluso más allá de Marción – y, de la misma manera, más allá de Tertuliano – y leerlo, de algún modo, contra sí mismo. Para Marción, el Cristo fantasmático se identifica con la realidad espiritual de la divinidad. Cristo es divino, y justamente por eso no puede asumir una naturaleza corpórea. Por tal motivo, Tertuliano se esfuerza por demostrar que la redención del hombre implica por necesidad la condición también humana del Hijo de Dios.25 Si para Marción Cristo es sólo divino, para Tertuliano (y para el canon de la cristología ortodoxa) es a la vez humano y divino. Pero creemos que el verdadero peligro para la teología, peligro que se oculta en la noción de phantasma, radica en su condición irreductible a las polaridades propias de la tradición occidental. Como si el phantasma hubiese abierto un hiato o una dehiscencia entre lo divino y lo humano, entre lo sensible y lo inteligible o entre la materia y el espíritu que la teología de Occidente intentará conjurar o suturar por todos los medios.26 Tertuliano, por supuesto, ha presentido esta amenaza implícita de algún modo en las enseñanzas de Marción. Gran parte del dispositivo de refutación de la herejía marcionita (y, en la misma línea, docetista) implementado por los teólogos y Padres de los siglos II-III (Ireneo, Justino Mártir, Hipólito, Tertuliano, etc.) tiene por finalidad conjurar la naturaleza fantasmática o aparente de Cristo. Pero si bien la identificación del fantasma con la divinidad o con el espíritu, y el consecuente rechazo de la humanidad del Salvador, resultaba ciertamente blasfemo, lo intolerable e inasimilable por el dogma incipiente de la cristología ortodoxa era la posibilidad de un Cristo que, por ser precisamente un fantasma, no fuera ni humano ni divino, ni material ni espiritual. La condición específica e irreductible del fantasma es la verdadera mancha ciega de la teología de Occidente. En el Adversus Marcionem, de hecho, Tertuliano hace referencia a esta naturaleza específica del fantasma cuando sostiene que, de seguir las tesis de Marción, habría que concluir que el Hijo de Dios es “carne sin ser carne, hombre sin ser hombre, dios Cristo sin ser dios [caro nec caro, homo nec homo, proinde deus Christus nec deus]” (AM III, 8). Sólo resta un paso para la consecuencia extrema: Cristo no sería ni hombre ni dios, ni carne ni espíritu. Esto último no está presente en Marción, por supuesto, ya que el Cristo fantasmático, como dijimos, es identificado con el espíritu y la divinidad. Sin embargo, el docetismo de Marción deja abierta la puerta a la irreductibilidad del fantasma. Este es el riesgo que Tertuliano ha vislumbrado en los recodos del marcionismo y del docetismo. Acaso en ningún otro texto, como en el apartado 42 del libro IV del Adversus Marcionem, Tertuliano haya llevado tan lejos la exposición de este peligro. Se trata del comentario al pasaje del Evangelio (Lucas 23, 46) en el que Cristo, luego de encomendar su espíritu al Padre, expira. El problema consiste, para el africano, en saber quién expira.

“Diciendo estas palabras, expira”. ¿Quién? ¿El espíritu se exhala a sí mismo, o la carne exhala al espíritu? Pero el espíritu no ha podido exhalarse a sí mismo. Uno es el que exhala, otro el que es exhalado. ¿El espíritu es exhalado? Es necesario que lo sea por otro [ab alio]. Si el espíritu hubiese estado solo, se diría: se ha retirado, y no: se ha exhalado. ¿Quién entonces lo exhala fuera de sí sino la carne [caro]? Así como ella respira cuando lo tiene, asimismo lo expira cuando lo pierde (AM IV, 42).

Es claro que Tertuliano intenta demostrar que es la carne la que expira y no el espíritu, puesto que el espíritu no puede retirarse de sí mismo. Este alius del espíritu no puede ser sino la carne. Tertuliano aplica a la perfección el principio del tercero excluido. Si algo no es espíritu, entonces es carne, y a la inversa. La tercera posibilidad está excluida. Pero si Cristo fuese un fantasma, y por lo tanto un espíritu, entonces al retirarse el espíritu, al expirar, se habría retirado también el fantasma y por ende no habría quedado nada en la cruz.

Finalmente, si en lugar de la carne, el Cristo no hubiese sido más que el fantasma de la carne [phantasma carnis]; si el fantasma fue un espíritu [phantasma autem spiritus fuit]; si el espíritu se exhala de sí mismo y se retira al exhalarse, sin duda el fantasma también se retira cuando se retira el espíritu que era un fantasma; y el fantasma con el espíritu no reapareció más en ninguna parte. ¡No queda entonces nada sobre la cruz [Nihil ergo remansit in ligno]! ¡Nada queda colgado de sus brazos cuando encomendó su espíritu! ¡Nada le fue pedido de nuevo a Pilatos! ¡Nada fue bajado de la cruz! ¡Nada fue envuelto en un sudario! ¡Nada fue encerrado en un sepulcro! Algo permanece, me respondes. ¿Qué era entonces? ¿El fantasma? Pero entonces Cristo estaba allí todavía. ¿Cristo se ha retirado? Entonces él había llevado consigo al fantasma (AM IV, 42).

Como vemos, el gesto de Tertuliano, y en esto se muestra fiel a Marción, consiste en identificar al fantasma con el espíritu [phantasma spiritus fuit]. Aquí se ve con claridad de qué manera Tertuliano aplica el principio del tercero excluido. Si el fantasma no es carne, entonces es por necesidad espíritu. Si Cristo era sólo un fantasma, y si ser un fantasma es ser un espíritu, entonces al retirarse el espíritu, al expirar, debería haberse retirado también el fantasma y, por ende, Cristo en cuanto tal. Habría que concluir, entonces, que nada habría quedado sobre la cruz. Si Cristo es un fantasma, y si el fantasma se ha retirado, Cristo se ha retirado. Sin embargo, el cuerpo muerto sobre la cruz demuestra, dice Tertuliano, la realidad carnal y humana de Cristo. Pero hacia el final de este comentario, Tertuliano deja entrever una posible respuesta por parte de los herejes, una vía que les permitiría superar la supuesta contradicción. Se trataría de afirmar – aunque tal cosa es absolutamente aberrante – que el “cuerpo” crucificado no era sino el fantasma de un fantasma: “La impudencia de la herejía no tiene más que un recurso: decirnos que quedaba el fantasma de un fantasma [phantasma phantasmatis]” (AM IV, 42). ¿Cómo entender este fantasma de un fantasma, este phantasma phantasmatis? Nuestra tesis es que esta expresión designa, ad absurdum o per via negationis, la condición específica e irreductible del phantasma. Ser un phantasma phantasmatis es ser tanto un phantasma carnis cuanto un phantasma spiritus, tanto un phantasma hominis cuanto un phantasma Dei. La expresión phantasma Dei figura, de hecho, en Adversus Marcionem III, 8. Si Cristo es un phantasma carnis, se pregunta allí Tertuliano, ¿por qué no sería también un phantasma Dei? Vemos entonces que el phantasma no se confunde ni con la caro ni con el spiritus, ni con homo ni con Deus. Cristo se presenta, así, como la figura de la ambigüedad y de la ambivalencia: por un lado, en tanto hombre y dios – y esta será la línea dogmática de la teología occidental – sirve para suturar la dehiscencia, ni humana ni divina, del fantasma; por el otro, en tanto fantasma, es decir ni humano ni divino, funciona como la puerta a un dominio que no coincide con lo real de la metafísica teológica y que se identifica, para nosotros, con el mundo de las imágenes.27 Cristo como fantasma, es decir en tanto Anticristo, representa la disiunctio de lo divino y lo humano. De allí que la teología haya afirmado el carácter conjuntivo de Cristo, la coexistencia, sin confusión ni separación, de sus dos naturalezas,28 en detrimento de su carácter disyuntivo (es decir, según nuestra tesis, anticrístico). El Cristo de la tradición dogmática es siempre una coniunctio de dos naturalezas. Y si bien era blasfemo confundir ambas substancias, la humana y la divina, mucho más blasfemo era separarlas y abrir un hiato o una dehiscencia entre ambas; abrir, pues, la puerta a las imágenes fantasmáticas. Si Cristo ha sido el encargado de mantener esta puerta cerrada, el Anticristo ha sido el otro furtivo, el mismo Cristo qua phantasma, que ha osado abrirla.29

4. Friedrich Nietzsche: el Anticristo y el Crucificado

Este aparatado puede resultar, prima facie, extraño a la temática desarrollada hasta aquí. Varios siglos, de hecho, separan a Friedrich Nietzsche del cristianismo primitivo y muchos más de la filosofía platónica. Amerita, por eso mismo, una breve justificación. En varias oportunidades hemos empleado las expresiones “tradición teológica” o “cristología dogmática” en un sentido esencialmente equivalente a la expresión “historia de la metafísica occidental”. El pensador que oficia aquí de referencia, por supuesto, es Martin Heidegger. Para el autor de Sein und Zeit, metafísica y teología forman parte de la misma estructura histórica del mundo Occidental. La metafísica es esencialmente teológica, por la misma razón que la teología es esencialmente metafísica. Por otra parte, así como la historia de la metafísica se inicia para Heidegger con Platón, asimismo se consuma con Nietzsche.30 Por tal motivo, consideramos oportuno dedicarle a Nietzsche un breve apartado para explicar de qué modo se expresa esta consumación en relación a la naturaleza fantasmática de Cristo, naturaleza que se identifica, según nuestra interpretación, con el Anticristo. El razonamiento –y a la vez la justificación de este apartado– sería, entonces, el siguiente: si para Heidegger “la metafísica occidental ya era desde su principio en Grecia, y antes de estar vinculada a este título, ontología y teología” (2006, p. 63), o, de manera aún más lacónica, si “la metafísica es onto‐teo‐logía [Die Metaphysik ist Onto-Theo-Logie]” (ibid.), y si, además, “Nietzsche lleva a su acabamiento la esencia de la metafísica occidental en la vía histórica que le había sido consignada” (1961, p. 525), entonces resulta imperioso saber cómo se manifiesta este acabamiento en relación a nuestro tema de indagación, a saber: el Anticristo como Cristo fantasmático. Las páginas que siguen están dedicadas a analizar esta cuestión.

5. Nietzsche

Es probable que en ningún otro autor como en Friedrich Nietzsche las figuras de Cristo y del Anticristo se hayan vuelto tan extrañas y tan íntimas, tan lejanas y tan próximas, tan antagónicas y tan irremediablemente cómplices. Pocos filósofos han llevado adelante una guerra contra el cristianismo como Nietzsche. Sin embargo, la consideración de la figura de Jesús que emerge de los textos nietzscheanos, sobre todo de los últimos, no deja de ser compleja y muchas veces ambivalente. En ciertos momentos, las figuras de Cristo y del Anticristo parecieran volverse casi intercambiables. La progresión de los parágrafos de Der Antichrist evidencia con total claridad este devenir-Cristo del Anticristo y, a la vez y por lo mismo, este devenir-Anticristo de Cristo.31 Si damos la razón a Gilles Deleuze y evitamos el contrasentido de creer que las últimas obras de Nietzsche “son excesivas o ya descalificadas por la locura” (Deleuze, 1999, p. 41), debemos concluir que Dionisos a veces se presenta con los atuendos del Crucificado y que el Anticristo adopta rápidamente los rasgos de Cristo. La consigna “Dionisos contra el Crucificado [Dionysos gegen den Gekreuzigten]” (1999, p. 374) con la cual se cierra Ecce homo se convierte poco a poco en Dionysos, der Gekreuzigte; de la misma manera, el Anticristo se convierte en Cristo, pero considerado – es nuestra tesis – desde su lado fantasmático. Como ha señalado oportunamente Heinrich Detering a propósito de Der Antichrist: “parágrafo tras parágrafo, incluso frase tras frase, Jesús asume con claridad los rasgos del Anticristo” (2012, p. 54); o también: “Puesto que Jesús resulta reconstruido en base a la imagen de Dionisio, esta última adquiere a su vez los rasgos de Jesús” (2012, p. 63).

Enero de 1889 es un momento milagroso en la vida de Nietzsche: Dionisos, lo evidencian las firmas de las epístolas que el filósofo envía a sus amigos, se vuelve indistinguible del Crucificado.32 Nietzsche, al fin, ha dejado de ser humano: ecce phantasma. Pero ¿cómo entender este punto de indicernibilidad, este juego de espejos en el que Cristo es el Anticristo y Dionisos el Crucificado? Tal vez es posible encontrar una respuesta en un texto de la misma época: Götzen-Dämmerung, particularmente en el apartado en el que Nietzsche esboza una somera genealogía de la fábula del mundo verdadero. Las dos regiones de la historia de la metafísica se traducen allí en la contraposición entre el mundo verdadero (inteligible, invisible y eterno), y el mundo aparente (sensible, visible y mutable). No es azaroso que el primer momento de esta historia encuentre su figura emblemática en Platón: “El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, - él vive en ese mundo, es ese mundo. (La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis ‘yo, Platón, soy la verdad’)” (1999, p. 80). Platón marca el inicio del dualismo ontológico, la partición de la realidad en dos niveles jerarquizados: el nivel sensible sometido a la primacía del nivel inteligible, el devenir como imagen o copia degradada del Ser. La teología se apropiará paulatinamente de este esquema: la creación será subsumida al Creador. El segundo momento, importante para nosotros, está representado por el advenimiento del cristianismo, tal como es interpretado por Nietzsche. Es el mundo del pecado y de la culpa. El mundo verdadero es inasequible, pero funciona como una promesa para el virtuoso, el piadoso o el penitente: “Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, - se convierte en una mujer, se hace cristiana…” (1999, p. 80; el subrayado es de Nietzsche). El último momento de la fábula del mundo verdadero coincide con la llegada de Zaratustra. Es el punto culminante de la humanidad, el final del error más largo: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!” (1999, p. 81; el subrayado es de Nietzsche).

Este pasaje es altamente significativo para nosotros. Nietzsche está diciendo que muerto Dios, no puede seguir pensándose a Cristo como eikōn. Si no existe modelo, tampoco existe copia; si no hay arquetipo, tampoco hay ícono.33 Esto significa que al morir Dios, al desaparecer el mundo verdadero, el estatuto de Cristo, y consecuentemente el de lo humano, sufre una profunda modificación. Cristo no deja de ser una imagen, pero el tipo de imagen muta de forma irreversible. No puede ser ya un eikōn, puesto que, como hemos visto, en la tradición platónica designa una imagen que se asemeja al original; con la muerte del arquetipo, Cristo se transforma en un phantasma. Luego de varios siglos de una cristología icónica, sale a la luz, de la mano de Nietzsche, la anti-cristología o la cristología fantasmática que, desde su mismo inicio, había corrido en paralelo, siempre conjurada y oculta, al interior de la teología dogmática. El verdadero Anticristo, en este sentido, es el fantasma, Cristo como fantasma. Incipit Zaratustra, incipit phantasma.

Conclusión

En la Cappella di San Brizio (localidad de Orvieto, Italia) se encuentra sin duda una de las representaciones más célebres del Anticristo. Se trata del fresco Predica e fatti dell'Anticristo, realizado por Luca Signorelli en torno al 1499-1502 (https://it.m.wikipedia.org/wiki/File:Luca_signorelli,_cappella_di_san_brizio,_predica_e_punizione_dell%27anticristo_04.jpg). La obra, que pertenece al ciclo de las Storie degli ultimi giorni, impacta por los rasgos decididamente crísticos del Anticristo. Si se excluye el entorno que rodea al “hombre del pecado [ho anthrōpos tēs anomias], hijo de la perdición [ho huios tēs apōleias]”, según las expresiones de Pablo (cfr. 2. Tesal. 2:3), y sobre todo si se excluye al demonio que susurra blasfemias en su oído izquierdo, cuyo brazo, además, se confunde con el del propio Anticristo, se diría que se trata de Cristo. Los dos personajes, el Anticristo y el demonio, fuera de contexto, bien podrían representar la tentación de Jesús en el desierto. No sorprende, sin embargo, la semejanza del Hijo de Dios y el Hijo de la perdición. Como hemos sugerido, el Anticristo no es el adversario de Cristo (o, si lo es, no constituye un otro radical, un rival externo y absolutamente antagónico), sino la condición fantasmática del mismo Cristo.34 El dispositivo cristológico es susceptible de dos funcionamientos: como eikōn (Cristo), y entonces permite la conexión de lo sensible con lo inteligible o de lo humano con lo divino o, por último, de lo visible con lo invisible; como phantasma (Anticristo), y entonces escinde o disocia ambos registros y, al hacerlo, abre un espacio neutro (ni humano ni divino, ni sensible ni inteligible, etc.) que coincide para nosotros con el topos específico de las imágenes.35 Ante la posibilidad, ciertamente amenazante, de la dehiscencia y la consecuente apertura del abismo en el que subsisten las imágenes infundadas, la teología ha reaccionado suturando la herida, sellando la fractura desde su mismo centro. Por eso Cristo, para la teología, es el dispositivo que permite mantener unidas, acopladas o zurcidas, las dos naturalezas, humana y divina, sin confusión ni mezcla, pero sobre todo sin separación. El Anticristo, por el contrario, designa el movimiento de separación: la verdadera mancha ciega de la teología.36 Cuando lo divino se separa de lo humano, sólo resta la emergencia de los fantasmas. Pero ¿cómo entender este espacio ni divino ni humano, ni sensible ni inteligible? A lo largo de la historia, los hombres se han adentrado, acaso sin saberlo, en este lugar paradójico y ambiguo. Desde siempre, han hecho experiencia de esta condición irreductible a los dos niveles de la metafísica occidental. Se trata de los sueños. Cada vez que soñamos hacemos la experiencia de existir – o, más bien, de subsistir – como imágenes, como fantasmas.37 El Anticristo, por eso mismo, es la puerta al mundo de los sueños, a Dreamland, según la expresión de H. P. Lovecraft pero ya antes de Allan Poe.38 No es casual, por eso, que Johann Paul Friedrich Richter, más conocido como Jean Paul, haya entrevisto la indicernibilidad de Cristo y del Anticristo en un sueño.39 El escritor sueña que se despierta en un cementerio y ve a los muertos levantarse de sus tumbas. La tierra entera se sacude ante el descenso de Cristo: “Entonces descendió de lo alto sobre el altar una figura noble, elevada, llena de un imperecedero dolor; y todos los muertos exclamaron: Cristo, ¿no hay Dios? Él respondió: No hay [Es ist keiner]” (1996, p. 273). Las sombras de los muertos tiemblan de horror ante semejante noticia, pero continúan suplicando: “Jesús, ¿tenemos padre?, y él respondió con ríos de lágrimas: Somos todos huérfanos [Waisen], vosotros y yo; no tenemos padre [wir sind ohne Vater]” (1996, p. 273). He aquí el funcionamiento anticristológico de Cristo: el mismo Cristo anuncia la muerte del Padre y la orfandad de los hombres. El Hijo ha dejado de ser un eikōn, puesto que ya no hay arquetipo al cual asemejarse; Cristo es ahora un phantasma, la puerta que conduce al recinto de los sueños, al intersticio, ni humano ni divino, ni material ni espiritual, en el que proliferan las “imágenes titubeantes [wankenden Bilder]” (cfr. 1996, p. 274), es decir los espectros que contempla Jean Paul en su experiencia onírica.40 A estos fantasmas se oponía otrora la imagen consoladora de la divinidad a la que remitía el eikōn. En efecto, Cristo, contemplando el abismo, recuerda: “Entonces yo era feliz: tenía todavía un padre: contemplaba, aún alegre, la montaña en lo infinito del cielo, y mi seno doloroso se refugiaba en esta imagen consoladora [linderndes Bild]” (1996, p. 274). El eikōn, es decir el dispositivo hipostático de la segunda persona de la Trinidad, permitía la coniunctio de la tierra y el cielo. Cristo como eikōn Theou era, desde luego, una imagen consoladora. Sin embargo, el sueño de Jean Paul, así como los últimos escritos de Nietzsche, nos revelan otro Cristo, un Anticristo que, en vez de mantener unidas o suturadas las dos regiones de la metafísica occidental, las separa y desactiva. Este Cristo, este Anticristo que no es lo otro de Cristo sino su otro lado,41 este Cristo que se vuelve en cierto sentido contra sí mismo, que convierte la hypostasis en una disiunctio, no es ya pues un eikōn Theou sino meramente un phantasma, irreductible tanto a lo humano cuanto a lo divino. En la espalda de Cristo acecha el Anticristo, aunque sólo para recordarle que el otro no es sino el mismo, y que el mismo, Cristo, en su espalda, en negativo, es el otro, el Anticristo.

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Material suplementario
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Notas
Notas
1 La traducción de los textos bíblicos es en general la de Reina Valera Gómez 2010. En algunos casos, la hemos modificado ligeramente, atendiendo siempre al texto ogirinal. Aclaramos también que a lo largo de este artículo hemos utilizado como criterio de transliteración de los términos griegos las normas ALA-LC 2010.
2 Sobre la figura del Anticristo en la teología cristiana, cfr. (Jenks, 1991); (Hughes, 2005); (Emmerson, 1981).
3 Los estudiosos de la teología dogmática del cristianismo hablan de una anticristología para referirse a los diversos tratados que, desde los primeros siglos hasta la Modernidad, aluden a la figura del Anticristo. Kevin L. Hughes, por ejemplo, habla de una “anticristología paulina [Pauline antichristology]” (Hughes, 2005, p. 30) o de una “anticristología agustiniana [augustinian antichristology]” (ibid., p. 139). En nuestro caso, como se verá hacia el final, nos servimos de este término para designar una corriente que ha permanecido velada por la tradición dogmática. En cierto sentido, podría decirse que la teología cristiana se ha constituido en cuanto tal a partir de una obliteración de la anticristología. No hay que creer, sin embargo, que la anticristología designa sólo una corriente de pensamiento, una sucesión de teorías acerca del Anticristo. La anticristología, para nosotros, posee un sentido profundamente metafísico: ella alude a la fractura o la dehiscencia que, como veremos, desde el mismo origen del dogma cristológico coincide con el espacio o el topos específico de las imágenes. Cristo qua phantasma es la figura que simboliza la apertura de este espacio imaginal e irreductible a las dos regiones metafísicas de la onto-teo-logía: sensible-inteligible, materia-espíritu, visible-invisible, etc.
4 Como se sabe, no se han conservado escritos de Marción. En nuestro caso, nos interesa sobre todo la lectura crítica – y por ende la reconstrucción – que realiza Tertuliano, particularmente en Adversus Marcionem. Sobre el pensamiento y la curiosa figura de Marción, cfr. Harnack 1924; Lieu 2015; Moll 2012; Orbe 1995, vol. I: 34-38, 107-108; 1995a, vol. II: 250-268. La investigación de Adolf von Harnack, Marcion: das Evangelium vom Fremden Gott; eine Monographie zur Geschichte der Gundlegung der katholischen Kirche, marca un punto de inflexión en los estudios sobre este hereje y el movimiento al que dio lugar.
5 Bart D. Ehrman explica que “el término docetismo deriva del griego δοκεīν, que significa ‘parecer’ o ‘aparentar’, y es normalmente usado para designar las cristologías que niegan la realidad de la existencia carnal de Cristo. De acuerdo a esta concepción, Cristo sólo ‘parecía’ o ‘aparentaba’ ser humano y experimentar sufrimiento. […] En este sentido, Jesucristo era un fantasma [a phantom], humano sólo en apariencia” (Ehrman, 1993, p. 81). Las raíces docetistas de Marción son más que evidentes. El mismo Ehrman llega a sostener que Marción era el mayor exponente de la corriente herética que negaba la realidad carnal de Cristo: “Una infamia particular rodea al representante más conocido del docetismo, Marción de Ponto. Ningún otro hereje provocó tal enjundia, o, lo que es aún más interesante, se reveló tan instrumental para los contradesarrollos de la ortodoxia” (Ibíd., p. 185). Sobre el docetismo, cfr. Brox, 1984, pp. 301-314; Slusser, 1981, pp. 163-172; Adam, 1996, pp. 391-410.
6 Se pueden consultar las siguientes ediciones críticas: E. Evans (ed.): Adversus Marcionem. Complete edition, text, critical apparatus, notes, translation, latin and english, Oxford, Oxford University Press, 1971; R. Braun (ed.). Contre Marcion. Book 1: Sources Chrétiennes 365 (1990); Book 2: 368 (1991); Book 3: 399 (1994); Book 4: 456 (2001). La última edición crítica completa de las obras de Tertuliano es la de Corpus Christianorum, vols. I-II. Turnhout: Brepols. Los tratados de Tertuliano a los que hagamos referencia de aquí en más están basados en estas dos últimas ediciones críticas.
7 Interpretamos la noción de eikōn, aplicada a Cristo, como “imagen consubstancial” al Padre en el sentido propuesto por el teólogo Vladimir Lossky: “Por la encarnación, que es el hecho dogmático fundamental del cristianismo, ‘imagen’ y ‘teología’ se encuentran ligadas de una manera tan estrecha que la expresión ‘teología de la imagen’ podría convertirse en un pleonasmo – por supuesto, si se quiere la teología como un conocimiento de Dios en su Logos que es la imagen consubstancial del Padre [la image consubstantielle du Père]” (Lossky, 1967, p. 131; el subrayado es nuestro); y también: “Puesto que el Logos de los cristianos es la imagen consubstancial del Padre, la relación de la imagen con el arquetipo (si se quiere conservar este último término, familiar a Orígenes, pero que debía ser ya un arcaísmo en Gregorio de Nissa), esta relación de la imagen con lo que manifiesta no podrá ser ya concebida como un participación (methexis) o un parentesco (syngeneia), pues se trata de identidad natural” (1967, p. 132); y, por último: “Cuando se quiere aplicar la teología de la imagen a la Trinidad sería necesario entonces, para evitar todo equívoco, hablar de ‘imagen natural’, como hacía Juan Damasceno, para quien el Hijo es un eikōn physikē ‘completa, en todo semejante al Padre, salvo la inasibilidad y la paternidad’” (1967, p. 133). La misma idea, por otro lado, sugiere Hans Belting en relación a la querella de las imágenes: “En el Hijo del Hombre se hallaba la imagen original de Dios como en una reproducción” (2009, p. 206).
8 Las líneas dominantes de la teología cristiana hunden sus raíces en dos grandes tradiciones: la bíblica de origen hebreo y la filosófica de origen helénico. En esta segunda tradición, además, sobre todo en lo que concierne a la cuestión de la imagen de Dios, la filosofía platónica, y en menor medida el estoicismo, ocupa un lugar destacado. Henri Crouzel ha explicado esta doble influencia en los Padres de la Iglesia, particularmente en la escuela de Alejandría: “Era inevitable que el encuentro del pensamiento griego con la tradición judeo-cristiana condicionara la interpretación de los escritos inspirados con los resultados de esta reflexión en la medida en que podían acordarse con ella […] Las ideas de parentesco y de semejanza, de imagen y de imitación, se encuentran sobre todo en la línea platónica (y pitagórica) y en la filosofía del Pórtico” (Crouzel, 1956, p. 33).
9 Retomaremos sobre todo la lectura que realiza Gilles Deleuze en su ensayo “Platon et le simulacre”. Nos interesa este texto puesto que allí, como veremos en breve, Deleuze sostiene que entre el eikōn y el phantasma existe una diferencia de naturaleza y no de grado.
10 Sobre la teología de la imagen, cfr. Lossky, 1967, pp. 123-137.
11 Como sostiene Emanuele S. Lodovici, Tertuliano “es la fuente más importante para la reconstrucción directa del pensamiento de Marción” (1972, p. 374). Sobre Tertuliano, cfr. Osborn, 2001.
12 La noción de “simulacro”, tal como la entiende Deleuze en el ensayo “Simulacre et philosophie antique”, remite a los epicúreos, especialmente a Lucrecio. En nuestro caso, utilizamos los términos “simulacro” y “fantasma” como sinónimos.
13 El fenómeno de la encarnación representa uno de los ejes, sino el más importante, de la tradición cristiana. Jean-Luc Nancy, por citar un filósofo actual que se ha interesado en el problema del cristianismo, sostiene: “sabemos bien que el corazón de la teología cristiana es la cristología, que el corazón de la cristología es la doctrina de la encarnación y que el corazón de la doctrina de la encarnación es la doctrina de la homoousia, de la consubstancialidad, de la identidad o comunidad de ser y de substancia entre el Padre y el Hijo” (2007, p. 210).
14 Sobre la noción de imagen consubstancial, cfr. la nota 7.
15 No es casual que Maurice Merleau-Ponty, en sus últimos años, haya acuñado el concepto de quiasmo o pliegue y, al mismo tiempo, el concepto de carne. Ambos términos, aunque según una interpretación que no necesariamente se desprende de los textos de Merleau-Ponty, remiten a la figura de Cristo. En efecto, como hemos visto en la epístola a los Colosenses, Cristo, en tanto divinidad encarnada, es el pliegue entre lo visible y lo invisible [ta horata kai ta aorata].
16 Estos dos movimientos de Cristo, hacia abajo y hacia arriba, encontrarán en Gregorio Magno una de sus formulaciones más acabadas: “Grande era la distancia entre el Justo e Inmortal y nosotros, mortales e injustos. Pero entre el Inmortal y Justo y nosotros, mortales e injustos, ha aparecido el mediador entre Dios y los hombres [mediator dei et hominum], mortal y justo, que tenía en común con los hombres la muerte y con Dios la justicia. Por eso, dado que nuestra bajeza distaba mucho de la suma altura, él ha unido en sí la bajeza con la suma altura, de tal manera que gracias a esta unión de lo bajo y de lo alto se ha abierto en nosotros la vía para retornar a Dios” (Moral. XXII 17, 42). Sobre la función mediadora de Cristo en Gregorio, cfr. Simonetti, 2006, pp. 479-490.
17 Es indudable que existe, en esta concepción negativa de la materia, una influencia gnóstica, cuando no platónica, en Marción. De hecho, varios estudiosos han considerado la herejía marcionita como una forma de gnosticismo: “Otro líder del movimiento gnóstico fue Marción, quien vivía en Sínope en Asia menor. Creía y enseñaba que Cristo no había poseído nunca una realidad física” (Thomsett, 2011, p. 29). Sin embargo, otros autores dudan que Marción haya sido un gnóstico à la lettre: “Si bien Marción creía en dos dioses y también compartía ciertas ideas con el gnosticismo – tales como el ascetismo y la maldad inherente a la carne –, no termina de quedar claro qué tan gnóstico era en verdad” (Martin, 2006, p. 47).
18 Mark Edwards sostiene, de hecho, acaso forzando un poco las palabras, que Marción admitía “sólo una encarnación espectral [a spectral incarnation]” (Edwards, 2009, p. 39). Sobre la terminología empleada por Tertuliano, cfr. Braun 1977; Moingt 1969; Waszink 1947.
19 De aquí en más AM.
20 En De carne Christi, Tertuliano afirma, no sin cierta ironía, que según Marción Cristo descendió súbitamente del cielo: qui subito de caelis Christum deferebat (cfr. II, 1).
21 Por este motivo, nos recuerda Darrell D. Hannah, fue sobre todo en relación “al nacimiento, la muerte y la resurrección corporal de Jesucristo que los primeros docetistas resultaron problemáticos” (1999, p. 168).
22 Explica Mark Edwards: “En la época antigua, Marción era el representante más notorio de la doctrina que afirmaba que Cristo vino sólo en espíritu, y sólo para emancipar al espíritu del cuerpo” (Edwards, 2009, p. 31). En tanto espíritu, Cristo es divino pero no humano: “Algunos gnósticos acordaban con Marción en que Jesús era totalmente divino y para nada humano” (Ehrman, 2000, p. 6).
23 Además del Adversus Marcionem, habría que mencionar, en esta misma línea, los tratados De praescriptione haereticorum, De carne Christi y De resurrectione carnis. Sobre este punto, cfr. Cantalamessa, 1962, pp. 34-48.
24 En el De carne Christi, sin ir más lejos, Tertuliano emplea la expresión corporis soliditas para referirse a la consistencia real y verdadera de la carne de Cristo (cfr. De carne Christi III, 9).
25 Las palabras iniciales del De carne Christi son más que vehementes en este sentido. Se trata allí de demostrar la realidad carnal y humana del Redentor a fin de garantizar la salvación de los hombres en cuerpo y alma. En efecto, ante quienes afirman la no existencia de la carne de Cristo, es preciso demostrar “que se trata de carne humana […] y que la carne resucitará cuando resucite en Cristo” (I, 1); o también: “Esta carne, que conoce por experiencia el nacimiento y la muerte, que es sin duda humana [humana sine dubio], en cuanto nacida del hombre y, en consecuencia, mortal, ésta será, en Cristo, el hombre y el hijo del hombre [Christo homo et filius hominis]” (De carne Christi V, 5).
26 Cabe aclarar que no estamos queriendo decir que Tertuliano entienda por “fantasma” lo que nosotros entendemos aquí por dicho término: una entidad irreductible al espíritu y la carne o a lo divino y lo humano. Nuestro objetivo es mostrar que la noción de fantasma representaba el mayor peligro para la cristología dogmática no ya o no sólo porque designaba una entidad espiritual y por ende no humana, sino porque designaba una entidad ni espiritual ni humana, es decir neutra (ne…uter). Esta concepción del fantasma no está presente en Marción y tampoco en Tertuliano. Sin embargo, como veremos en breve, el africano vislumbra este peligro, sin demasiada conciencia, cuando lleva al extremo la tesis de Marción y muestra que si Cristo era un phantasma carnis nada impedía que fuese también un phantasma Dei. Resulta evidente, entonces, que nuestra lectura no pretende hacerle decir ni a Marción ni a Tertuliano algo que no han dicho, sino sacar a la luz un peligro que adquiere incluso mayor pregnancia en la medida en que no ha sido dicho pero sí insinuado, a veces ad absurdum, en los recodos del Adversus Marcionem y de otros tratados de Tertuliano.
27 Sobre este punto, que por razones de extensión no podemos desarrollar en el presente trabajo, cfr. la nota 40.
28 Se recordará el texto principal del Concilio de Calcedonia (sesión V, definición 34): “se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha trasmitido el Símbolo de los Padres.” Sobre el Concilio de Calcedonia, cfr. Grillmeier, 1975, pp. 488-519; Price, R. y Whitby, M. 2009. Puede consultarse una traducción inglesa de las Actas del Concilio en Price, R. y Gaddis, M. 2005; el pasaje recién citado corresponde a la p. 204.
29 Erwin Möde, en un interesante artículo sobre el docetismo, ha hablado de una “escisión esquizoide [schizoiden Spaltung]” (cfr. Möde, 1985, p. 117) en la figura de Cristo: por un lado humano, por el otro divino. Möde, además, identifica a este Cristo docetista con la figura del Anticristo (cfr. ibid., p. 118).
30 En Platons Lehre von der Wahrheit, Heidegger sostiene que haber pensado al ente a partir del concepto de Idea o Forma (εἶδος) es lo que convertiría a la filosofía en metafísica. En Platón se produciría, para Heidegger, esa metamorfosis esencial del pensamiento occidental, esa conversión de la ontología en metafísica que sentaría las bases de la historia misma entendida como historia del olvido del ser. Leemos en el texto de Heidegger: “Desde Platón, el pensar sobre el ser del ente deviene ‘filosofía’, porque él es un mirar ascendente hacia las “ideas”. Pero esta ‘filosofía’ que comienza con Platón adquiere en lo sucesivo el carácter de lo que más tarde se llama “metafísica”, cuya forma fundamental ilustra el mismo Platón en la historia que narra la alegoría de la caverna” (1997, p. 235). En su estudio sobre Nietzsche, por otra parte, Heidegger indica que el autor de Also sprach Zarathustra “lleva a su acabamiento la esencia de la metafísica occidental” (1961, p. 525).
31 Sobre Der Antichrist de Nietzsche, cfr. Sommer, 2013, pp. 3-322. Sobre las figuras nietzscheanas de Cristo y del Anticristo, cfr. Detering, 2012. Sobre la crítica al cristianismo, cfr. Kaufmann, 1974, pp. 337-390.
32 Nietzsche firma algunas de sus cartas posteriores al colapso de Torino alternativamente como Dionisos o como el Crucificado, volviendo de algún modo indiscernibles ambas figuras. El 4 de enero de 1889, por ejemplo, le envía una carta a su amigo danés Georg Brandes firmada “el Crucificado [Der Gekreuzigte]” (1954, p. 384). El mismo día, una carta dirigida a Jakob Burckhardt lleva por firma “Dionisos [Dionysos]” (ibid., p. 384).
33 La misma idea expresa Ludwig Feuerbach en Das Wessen des Christentums, a propósito de la idolatría: “sancionar el principio significa necesariamente sancionar las consecuencias; la sanción del arquetipo es la sanción de la copia” (1883, pp. 129-130).
34 En efecto, para la cristología dogmática, como explica Gian Luca Potestà, el “anticristo es quien toma posición contra el Cristo, quien se opone al mesías” (2005, p. xi). Sin embargo, no deja de resultar llamativo que la figura del Anticristo se haya construido en una suerte de simetría con la de Cristo. Tal es así que en los tratados de Ireneo o Hipólito, continúa Potestà, existe “una especularidad de la acción del Anticristo respecto a la de Cristo” (ibid, p. xxxiv). En su tratado contra las herejías, por cierto, Ireneo había advertido que si no se leen con atención las Escrituras se corre el riesgo de confundir a Cristo con el Anticristo, riesgo probable en función de la semejanza entre ambas figuras. Comentando el pasaje de Pablo en 2 Tesal. 2:3, Ireneo explica: “Si uno no está atento a la lectura y no muestra con pausas de la respiración de quién se está hablando, leerá no sólo incongruencias, sino blasfemias, por ejemplo que el advenimiento del Señor se cumple por obra de Satanás [secundum operationem fiat Satanae]” (Adversus haereses III, 7.2). Por otro lado, el tratado De Christo et Antichristo de Hipólito, cuyo título hemos tomado prestado para este artículo, constituye el primer texto dedicado deliberadamente al Anticristo (cfr. Podestà y Rizzi, 2005, pp. 109-112).
35 Cfr. la nota 40.
36 No es casual que gran parte de los términos teológicos que se refieren al mal y al demonio posean un sentido vinculado con la acción de separar, escindir o alejar. Tal es el caso con los términos diabolo, apostasis, decessio, schisma, etc. A ellos se opone el término religio (de religare: ligar, unir, vincular), al menos según la interpretación de Lactancio confirmada por Agustín pero también cuestionada por varios estudiosos y filólogos. En efecto, leemos en Lactancio: “Obligados por un vínculo de piedad [vinculo pietatis] a Dios estamos religados [religati sumus], de donde el mismo término “religión” tiene su origen, no – como fue propuesto por Cicerón – a partir de “releyendo” (Institutiones divinas, 4). Giorgio Agamben ha cuestionado esta etimología del término religio, considerándola insípida e inexacta y remitiéndola, en cambio, al verbo relegere: “El término religio no deriva, según una etimología tan insípida como inextacta, de religare (lo que liga y une lo humano con lo divino), sino de relegere, que indica el comportamiento de escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones con los dioses, la inquieta excitación (el “releer”) ante las formas – y las fórmulas – que es preciso observar para respetar la separación entre lo sagrado y lo profano” (Agamben, 2005, p. 110). Sin embargo, más allá de la exactitud o inexactitud de la observación de Agamben, creemos que el dispositivo religioso ha funcionado, en un sentido general, como nexo o coniunctio del hombre con Dios y de Dios con el hombre. La interpretación de Lactancio y de Agustín, por eso mismo, sigue siendo válida.
37 No podemos dejar de citar, en este sentido, el pasaje del De generatione animalium en el que Aristóteles presenta al sueño como un estado intermedio entre la existencia y la no-existencia, entre el vivir y el no-vivir: “la transición del no ser al ser se produce a través del estadio intermedio, y el sueño parece ser por naturaleza una cosa de este tipo, una especie de frontera entre el vivir y el no vivir, y el que duerme parece que ni existe del todo ni no existe” (V, 1, 778b28-33). Recordemos además que Aristóteles, en los tratados sobre los sueños, particularmente en De insomniis, utiliza el término phantasma para referirse a las imágenes oníricas. Interesa destacar que según Aristóteles el sueño supone una desactivación tanto de la sensibilidad cuanto del intelecto, a la vez que una preeminencia de la actividad imaginaria o fantástica. Bástenos citar las conclusiones a las que llega Ángel J. Cappelletti en su estudio sobre el fenómeno onírico en el estagirita: “Los sueños no pueden reducirse a la actividad de los sentidos externos o del sentido común. Pero tampoco a la opinión o a una operación cualquiera del entendimiento. Los sueños tienen su origen en la misma facultad que producen las ilusiones durante la vigilia, es decir, en la imaginación o fantasía” (1987, p. 97).
38 Sobre Dreamland, cfr. sobre todo Lovecraft, 1970, pp. 1-141; cfr. también el poema “Dreamland” de Edgar Allan Poe (Poe, 1997, pp. 27-29).
39 Se trata del relato titulado Rede des Totes Christus (cfr. Jean Paul, 1996, pp. 270-275).
40 Dreamland, la tierra de los sueños, coincide para nosotros con el espacio específico de los fantasmas y de las imágenes en un sentido general. Si bien por razones de extensión no podemos desarrollar aquí este punto, remitimos a Coccia, 2011. En este texto, La vita sensibile, Coccia sostiene que el ser de las imágenes no se confunde ni con el ser de los objetos ni con el ser de los sujetos. En este sentido, designa un afuera que ha subsistido, como los sueños, en los márgenes de la tradición occidental: “Se podría decir que la imagen es el afuera absoluto, una especie de hiper-espacio, aquello que se mantiene fuera del alma y fuera de los cuerpos” (2011, p. 24). Este afuera absoluto, cuya fragilidad ontológica requiere una hiper-topografía, esta suerte de hiper-espacio del que habla Coccia es el espacio de la imaginación o fantasía: Dreamland, la tierra de las imágenes. Coccia lo denomina, sin más, sensible. No hay que creer, sin embargo, que se trata del sensible platónico, es decir del sensible entendido como mera materia corpórea. Lo sensible, tal como Coccia lo entiende, designa el medio específico de las imágenes que, en cuanto tales, no pertenecen ni al registro de lo objetivo ni al registro de lo subjetivo: “Lo sensible es el ser de las formas cuando están en el exterior, exiliadas del propio lugar” (ibid., p. 25). Este exilio es propio de las imágenes, puesto que no coinciden ni con el reino de la materia ni con el reino del espíritu, ni con las creaturas ni con el Creador, ni con el sujeto ni con el objeto: “El mundo específico de las imágenes, el lugar de lo sensible (el lugar originario de la experiencia y del sueño), no coincide ni con el espacio de los objetos del mundo físico – ni con el espacio de los sujetos cognoscentes” (ibid., p. 30).
41 Cuando decimos que el Anticristo no es lo otro de Cristo, sino su otro lado, tenemos presente un pasaje de Le visible et l’invisible en el que Merleau-Ponty explica la relación entre el cuerpo y el espíritu. Luego de afirmar que “hay un cuerpo del espíritu, y un espíritu del cuerpo y un quiasmo entre ellos” (1964, p. 307), Merleau-Ponty sostiene: “El ‘otro lado’ quiere decir que el cuerpo, en tanto que tiene este otro lado, no es descriptible en términos objetivos, en términos de sí, - que este otro lado es verdaderamente el otro lado del cuerpo, desborda en él (Ueberschreiten), se solapa sobre él, está oculto en él, - y al mismo tiempo tiene necesidad de él, se termina en él, se ancla en él” (ibid., p. 307). De la misma manera, el Anticristo no designa lo otro absoluto de Cristo, sino una suerte de solapamiento o desborde del mismo Cristo. Cristo y Anticristo, así, son como el reverso y el derecho de la segunda hypostasis.
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