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La ciencia entre los modernistas: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)1
Soledad Quereilhac
Soledad Quereilhac
La ciencia entre los modernistas: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)1
Science among argentine modernists: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)
Orbis Tertius, vol. 24, núm. 30, 2019
Universidad Nacional de La Plata
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Resumen: El presente artículo analiza la presencia, las apropiaciones y la resignificación del discurso científico en una revista argentina vinculada al ámbito literario del Modernismo: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902), dirigida por el escritor Guillermo Stock. En La Quincena no sólo es posible hallar numerosos relatos ficcionales, artículos y ensayos vinculados a las ciencias de la época, sino también diferentes resonancias de su discurso. En su amplio mosaico de textos, se verifica que, en los años de entresiglos, la potencia del discurso científico-positivista no sólo repercutió en ámbitos expertos, sino que también decantó hacia otras áreas de la cultura ajenas al quehacer científico, pero profundamente atraídas por su imaginario, por su potencial proyección futura y por su juego hipotético con la fantasía.

Palabras clave:Fantasías científicas,Modernismo, La Quincena Revista de Letras,Relato fantástico,Cientificismo.

Abstract: This article discusses the presence, uses and resignification of scientific discourse in an Argentine magazine linked to Latin American Modernism: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902), directed by Guillermo Stock. In La Quincena it is not only possible to find numerous short stories, articles and essays related to the scientific imagery, but also different resonances of its discourse. In its wide mosaic of texts, it is verified that, in the years of the between-centuries, the power of scientific-positivist discourse not only had an impact on expert fields but had also influenced other areas of culture that were deeply attracted to its imaginative potential.

Keywords: Science fantasy, Modernism, La Quincena Revista de Letras, Fantastic story, Scientificism.

Carátula del artículo

Dossier

La ciencia entre los modernistas: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)1

Science among argentine modernists: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)

Soledad Quereilhac
Universidad de Buenos Aires-CONICET, Argentina
Orbis Tertius, vol. 24, núm. 30, 2019
Universidad Nacional de La Plata

Desde una perspectiva contemporánea, hablar de espiritualismo y de ciencia presupone la mención de mundos antagónicos. Sin embargo, si el escenario se sitúa hacia atrás en el tiempo, hacia el pasaje del siglo XIX al XX, el antagonismo se licúa en una relación algo más permeable, ciertamente menos polar. Sobre todo, si se pone el foco en algunas zonas de la cultura argentina en las que es posible encontrar solapamientos entre el espiritualismo y el discurso cientificista. Nos proponemos revisar aquí algunas de esas zonas de cruce, bajo la hipótesis de que el amplio desarrollo de las ciencias y la hegemonía del discurso positivista no sólo repercutieron en ámbitos específicos, disciplinares o académicos, sino que también decantaron hacia otras áreas de la cultura ajenas al quehacer científico, pero profundamente atraídas por su imaginario, por su potencial proyección futura y por su juego hipotético con la fantasía.

El presente artículo busca analizar la presencia, las apropiaciones y la resignificación del discurso de las ciencias en una revista vinculada al ámbito literario del Modernismo: La Quincena. Revista de Letras (1893-1902), dirigida por el escritor Guillermo Stock, en la que no sólo publicaron escritores, sino también hombres de leyes, historia, ciencias, filosofía y espiritualismos en general. De contenido heterogéneo, La Quincena fue espacio de confluencia de un amplio espectro de plumas del mundo intelectual, científico y literario del fin de siglo, espectro que a veces se superponía con las firmas de otras revistas literarias o espiritualistas o aun médicas. En La Quincena no sólo es posible hallar numerosos relatos ficcionales, artículos y ensayos vinculados a las ciencias de la época, sino también diferentes usos y resonancias de su discurso. Tanto las narraciones incluidas como su heterogéneo corpus de artículos han tentado versiones fantasiosas, utópicas u oscuras del potencial desarrollo científico, material que aporta tanto a la historización de un género o modo narrativo –las nacientes fantasías científicas o la temprana ciencia ficción argentina–, como al estudio de una recepción no experta de las ciencias en relación a su capacidad para resemantizar los misterios, para correr los velos de lo oculto y revelar nuevas maravillas seculares, tangibles, verificables.

A lo largo de los casi nueve años en los que se publicó La Quincena, el imaginario científico apareció tanto en un corpus de narraciones breves de Eduardo L. Holmberg, Carlos Monsalve, Miguel Cané, Eduardo Wilde, Emilio Godoy, Roman Pacheco, Alberto Ghiraldo, Julio Piquet, Manuel Blancas, entre otros, como en la serie de ensayos y artículos que abordaron cuestiones vinculadas a la astronomía, la geología, los rayos X, la psicología, la medicina, el atavismo, entre otras temáticas poco visitadas por otras revistas modernistas del período. En este variopinto mosaico de temas es posible encontrar, no obstante, un hilo conductor, una constante que explica la selección y el interés por ciertos textos. Ese hilo conductor proviene de los lineamientos que definen el proyecto estético y en menor medida, intelectual de la revista: la confluencia de firmas diversas aunadas en la convicción común sobre la literatura como fin en sí mismo,2 y aunada en la reivindicación de lo decadente, de los misterios y de lo oculto como valores estéticos. Si bien en la revista escribían tanto católicos como ateos, tanto intelectuales de prestigio como escritores jóvenes poco conocidos, y en general las colaboraciones eran heterogéneas, es cierto que cuando se trataba de temas científicos había un interés por esas zonas que se superponían a lo otrora considerado misterioso o sobrenatural.

A diferencia del tipo de artículos que publicaba un órgano estrictamente científico, como los Anales de la Sociedad Científica Argentina (1876-actualidad), concentrado en la utilidad o la aplicación directa del conocimiento científico como la obra pública y el desarrollo de infraestructura, las innovaciones técnicas en el área agrícola ganadera, las expediciones geográficas por el territorio nacional, entre otros, en La Quincena hallamos un espectro de temas más plausibles de extrapolación especulativa, sobre todo desde la perspectiva del lego, como las investigaciones astronómicas, la historia evolutiva o el espectro de radiaciones. En la mayoría de los números, verificamos un interés por disciplinas, conceptos y teorías que irrumpen para descorrer los velos de lo otrora innombrado, una ciencia que pareciera hacer más tangibles los mundos de Edgar Allan Poe, de Guy de Maupassant, de Jules Verne, todos autores muy celebrados en La Quincena. De ello se deduce que el amplio imaginario cientificista de entresiglos ingresó a la revista desde una óptica y una sensibilidad que es complementaria y afín al repertorio típicamente modernista de las ninfas, el exotismo y los palacios (Bernabé, 2006). Ese gusto por lo exótico, por lo que permite el ensueño, el paraíso artificial y la experiencia decadente, también impregnó en muchos modernistas su acercamiento al mundo de las ciencias y esto, lejos de determinar un rechazo o una actitud anticientífica, moldeó una forma de recepción de la producción científica, una forma desviada, algo alucinada, propensa a la fuga fantasiosa o pesadillesca, una forma que decantó en representaciones ficcionales y apropiaciones discursivas.

Un ámbito donde se llevaron al extremo esas extrapolaciones es el de los ocultismos finiseculares, como el espiritismo moderno y la teosofía, en cuyas revistas es posible detectar algunas firmas comunes con La Quincena. Tanto en Philadelphia (1898-1902), primera revista teosófica del país, dirigida por el geógrafo Alejandro Sorondo, como la revista espiritista Constancia, dirigida por Cosme Mariño, hallamos no sólo similares ejercicios proyectivos sobre el imaginario científico, sino las firmas de algunos colaboradores de La Quincena como Leopoldo Lugones, Emilio Becher, Felipe Senillosa y el propio Mariño, además de reproducciones de textos de Rubén Darío y otros escritores de la época. En apariencia también alejadas de la “cultura científica” (Terán, 2000, p. 9), tanto en Constancia como en Philadelphia se verifica una amplia presencia del discurso de las ciencias, pero convocado aquí con el fin de argumentar la ambición de “cientificidad” de las corrientes espiritualistas de las cuales eran órgano de difusión. Dicho de otro modo: el estímulo aquí no era una sensibilidad estética ni la fuga hacia la fantasía admitida como tal, como en la mayoría de los textos La Quincena, sino el interés por articular toda una fenomenología espiritual con un discurso, una metodología y una legitimación social proveniente de las ciencias. Tanto espiritistas como teósofos fueron activos receptores de los logros científicos de entresiglos; y cada uno a su modo, ambicionó extender los límites de lo observable y cognoscible científicamente para hacer ingresar como objeto de estudio la dimensión espiritual de la vida, tomada como una realidad indudablemente empírica, cuyas leyes eran aún desconocidas. Vistas en su conjunto y a la luz de sus confluencias (no obstante su diferente ubicación cultural), tanto en la revista modernista como en las ocultistas hallamos similares testimonios de una forma de recepción especulativa y proyectiva a futuro de las ciencias de la época; una lectura desviada, alucinada, nocturna, fantasiosa del mismo material enarbolado en otros ámbitos como el motor del progreso.3

Una cuestión de perspectiva

La Quincena. Revista de Letras integró, junto con otras de más corta vida, el lote de revistas identificadas con la estética modernista durante los últimos años del siglo XIX argentino. En este conjunto se destacaron La Nueva Revista (1893-1894), dirigida por “Aníbal Latino”, pseudónimo de José Ceppi; La Revista de América (1894), dirigida por Rubén Darío y Ricardo Jaimes Freyre, de escasos tres números, pero acaso la revista más emblemática del Modernismo en el Río de la Plata; y El Mercurio de América (1898-1901), dirigida por Eugenio Díaz Romero, que buscó ocupar el lugar vacante dejado por La Biblioteca, de Paul Groussac. Las firmas se superponían y fluctuaban entre estas publicaciones, sobre todo las de la generación de jóvenes escritores nacidos en la década de 1870. De hecho, La Quincena celebró en su segundo número, de agosto de 1893, la llegada de Rubén Darío a la Argentina y en sus números sucesivos, de manera ininterrumpida, incluyó tanto colaboraciones originales del nicaragüense como muchas reproducciones de otros ámbitos donde Darío escribía.

La revista se publicó de manera quincenal al comienzo y mensual después, a través de la fusión de dos números en uno; eventualmente, por ciertos períodos, también salió en forma bimestral. Su director, Guillermo Stock, un escritor poco conocido entonces y menos aún en la actualidad, fue el primer traductor de Henrik Ibsen y de otros escritores noruegos en la Argentina. Publicó un libro de relatos, Cuentos (1894), con el pseudónimo de “Gustavo Hervés”, pseudónimo que solía usar en La Quincena. Durante los primeros números, el secretario de redacción fue Alberto Ghiraldo, quien solía firmar también como “Fur Heden” y “Marco Nereo”. Asimismo, quienes tenían activa participación eran Luis Berisso, definido en la revista como un auténtico “mecenas del arte”, y Emilio Berisso, un joven poeta y crítico, futuro dramaturgo, que a veces firmaba como “Azrael”, y quien ejercía la dirección ante la ausencia de Stock. La revista se financiaba a través de suscripciones anuales y también a través de la publicidad de un espectro amplio de productos. Su sostenida continuidad a lo largo de nueve años demuestra que la empresa logró autosustentarse con éste y acaso otros recursos.

Ahora bien, en esta “tribuna modernista”, tal como la llaman Lafleur, Provenzano y Alonso (2006, p. 42), se exhibió un ávido interés por ciertas cuestiones científicas a través de diversos géneros discursivos. En La Quincena, el amplio espectro de discursos científicos de la época y aun una zona de las pseudociencias aparecieron tanto en narraciones ficcionales como en ensayos de divulgación, escritos por científicos o por autodidactas en ciencias con formación en derecho. De hecho, en los numerosos artículos sobre derecho, se pregonaba en líneas generales la articulación de los nuevos conocimientos científicos con la legislación; por ejemplo, en “El derecho penal ante la ciencia”, fragmento del libro del ex juez anticlerical Juan Ángel Martínez, se afirmaba que “[el]l derecho debe salir de la región nebulosa de las abstracciones, y constituir sus puntos de partida en demostraciones a posteriori de las ciencias experimentales” (1893, p. 10). Aún más, también es posible hallar curiosos artículos como “El arte desde el punto de vista fisiológico”, de Carlos Gutiérrez, en el que se abogaba por salir de la “escolástica especulativa” para pensar la estética y concebir, en cambio, al arte como una forma de “vibraciones” que pueden captarse, transmitirse y enseñarse (1892, p. 229). En contigüidad a estas especulaciones, tuvieron lugar también las firmas de intelectuales explícitamente inscriptos en el positivismo como Lucas Ayarragaray, quien publicó en la revista el adelanto de su libro Pasiones, y el pedagogo comteano Víctor Mercante, quien colaboró con una serie de artículos de divulgación precedidos por el título “Ciencia Popular”. En cierto punto, en una importante porción de artículos, se buscaba la articulación entre saberes tradicionalmente “humanistas” con los nuevos conocimientos científicos, satisfaciendo a un tiempo una voluntad de divulgación de temas actuales entre un público de pares y una puesta en discusión de los saberes previos.

En relación con la literatura, llama la atención que, a diferencia de otras revistas, en las que se daba mucho lugar a la poesía, en ésta hay extenso espacio cedido al relato breve (y también a la novela por entregas, sobre todo a traducciones del noruego y del inglés). Muy frecuente en diarios, periódicos y revistas ilustradas de mayor tirada, el relato breve no era la forma literaria privilegiada. En algunos puntos confluyentes con la crónica, fue uno de los géneros literarios que se fue formando “en el roce” con su soporte periodístico y, a la vez, en diálogo con la tradición específicamente literaria del cuento, sobre todo anglosajona, francesa y alemana (Roman, 2010, p. 36). Dentro de los relatos que se publicaban en La Quincena, había particular difusión de fantasías científicas, de relatos fantásticos en general y también de relatos que, sin ser fantásticos, retomaban el mundo de las disecciones y las autopsias, un mundo muy conocido por el grupo de narradores médicos o estudiantes de medicina que participan de la revista, como Pacheco, Piquet, Blancas o el propio Eduardo Wilde.

El interés por este tipo de narrativa se explica fácilmente si se atiende al contenido del primer número (2 de agosto de 1893), donde en general todas las revistas literarias y culturales suelen presentar su programa y las razones de su intervención en el presente. Además de las declaraciones explícitas,4 el índice mismo es significativo. En primer lugar, Julián Martel, pseudónimo de José María Miró, célebre autor de La Bolsa (1891), escribió un homenaje a Edgar Allan Poe, en el que concluía:

Tal fue la vida y la muerte del primer cuentista que ha habido en el mundo, del más original de los poetas, del que reunió en sí las más heterogéneas aptitudes, como que fue filósofo y poeta, matemático y novelista, creador de la novela científica que hoy cultiva [Jules] Verne, y quizá, quizá, de la escuela realista a la cual Zola ha dado después tan formidable impulso. Amalgamadas todas estas cualidades en una sola a obra, resulta ser Poe el escritor más original del siglo (Martel, 1893, p. 4)

En la hipérbole con la que acaso se concibe a Poe como fundador de buena parte de las líneas estéticas del siglo diecinueve, llama la atención la categoría de “novela científica”, ya que será retomada, en los hechos, en parte de los cuentos seleccionados para la revista. En este mismo número, se incluyó un largo artículo sobre Guy de Maupassant traducido del danés, en el que también se lo presentaba como faro de una estética de interés para La Quincena. Y a continuación, dos relatos breves: “Así”, de Eduardo Wilde, autor a cuyos cuentos se les dará un lugar privilegiado en la revista, y un extraño relato de Alberto Ghiraldo que transcurre en el salón donde los médicos estudian los cadáveres y éstos se enfrentan con el costado más crudamente material de la muerte, donde leemos:

Estoy en el anfiteatro. En ese sangriento campo de batalla de la ciencia, en ese campo donde se lucha encarnizadamente, a arma blanca, con lo desconocido, con lo ignorado. Muchas veces he entrado a los cementerios. He pasado muchas horas contemplando sepulcros, contemplando muertos. Hasta de noche, por capricho, he ido a hacerles compañía. Pero nunca ante las sombrías bóvedas, ante las sepulturas regias o ante la modesta cruz de palo que indica que allí yace alguien que pertenece a los que fueron, he sentido la impresión de disgusto, de desagrado que experimento aquí. […] aquí, frente a frente a la verdad desnuda, mirándome de cuerpo entero en ese espejo ¡oh vida, vida! no es miedo lo que siento, no, es repugnancia; es rabia porque sé que yo soy lo mismo. ¿Y esto fue un hombre? (Marco Nereo, 1893, p. 12)

Lo que trasunta como verdaderamente angustiante, como ominoso, en este primer relato de Ghiraldo, no son las clásicas ánimas del cementerio en su latencia de ultratumba, sino lo crudo del cuerpo material muerto, sobre el cual aún poco se conoce. Esta vuelta de tuerca cientificista sobre la muerte, y el contraste entre la ciencia médica y la calma espiritual, simbólica, de los cementerios, abre toda una línea narrativa dentro de La Quincena, cuyo momento más logrado será “La primera noche en el cementerio”, de Eduardo Wilde, dado a conocer originalmente en 1888 en El Sud Americano y luego reeditado aquí en una versión más corta (Korn, 2005, pp. 11-31). En ese texto (y en sus diferentes reescrituras), la incursión ficcional en la vida de ultratumba se realiza en clave científico-espiritualista o, en otras palabras, dotando de composición material a ciertos atributos tradicionalmente atribuidos al alma (Quereilhac, 2017). Por último, hacia el final del ejemplar, se incluye un texto sobre la igualdad en las sociedades capitalistas, del médico Eugenio Wasserzug, curiosamente subtitulado “Un grano de ciencia”.

Vemos, entonces, en este primer número, que el interés por las posibilidades que Poe ha abierto para el cuento fantástico y/o gótico, así como su eventual creación de la “novela científica” a lo Verne; el elogio de Maupassant en su doble faceta de escritor de relatos fantásticos y de terror, y luego naturalistas; la publicación de relatos inéditos y el condimento de un “grano” de ciencia resumen si bien no la línea dominante, una de las tendencias que predominó, junto con otras, en la revista y que permitió el desarrollo de este tipo de narrativa que pivoteaba sobre los temas de las ciencias con mirada extrañada, a veces deudora de una sensibilidad gótica “criolla”.

En efecto, se publican en La Quincena tres narraciones del naturalista Eduardo Holmberg, y al menos dos del periodista y parlamentario Carlos Monsalve, que constituyen “fantasías científicas” o relatos de “temprana ciencia ficción”:5 dos fragmentos de La casa endiablada de Holmberg presentados como relatos independientes y aún inéditos (la nouvelle se publicaría en folleto en 1896); y el ya publicado en 1879, pero presentado como desconocido en la época, Horacio Kalibango los autómatas. De Monsalve también se incluyen dos relatos ya publicados en la década del ochenta, “De un mundo a otro” e “Historia de un paraguas”, y con ese gesto la revista parece querer reinsertar en un nuevo contexto de recepción fantasías científicas que ya habían sido olvidadas o que eran directamente desconocidas por los lectores más jóvenes. De hecho, como nota al pie del relato de los autómatas se señala:

El Dr. Holmberg tiene un folleto entre sus revueltos papeles de literatura en prosa […] impreso en el 1879: Horacio Kalibang o Los Autómatas. No le suelta por nada. Es el único que aún existe. A pesar de eso, nosotros hemos dado con otro para poder publicar como inédita acaso la mejor obra de Holmberg después de su Lincanel, poema épico que está escribiendo (N. de la D. 1894, p. 296).

Llama la atención el comentario de que, para 1894, sólo quedaba una copia (y desconocida) de un relato que hoy constituye uno de los más celebrados por los estudiosos de la ciencia ficción latinoamericana. La re-publicación de Horacio Kalibang o los autómatas es significativa para comprender el tipo de literatura de imaginación que reivindicaban los responsables de La Quincena, con mirada renovada y en sintonía con otras fantasías científicas que producirán por esos años tanto Lugones como Darío. Esa historia de la creación de vida artificial por un inescrupuloso inventor, que maneja con maestría el juego de cajas chinas entre lo real y lo aparente, entre el ser inteligente y el autómata, veía potenciada su interpelación a los lectores dos décadas más tarde.

Asimismo, con la publicación de los dos adelantos de La casa endiablada, centrados ambos en las experiencias espiritistas de los personajes Kasper y Otto, La Quincena introduce otra variable de estas tempranas “fantasías científicas”: la que presenta el contacto con los espíritus (en este caso un “peri-espíritu”, el nexo material entre el organismo vivo y el más allá) como otra forma de experimentación pseudocientífica. No exentas de humor e ironía, estas historias narran esa posible deriva cultural de los jóvenes que defendían a Darwin y a Newton, pero que no descartaban su curiosidad por la “empiria” de la ultratumba.

Por su parte, “Historia de un paraguas” de Monsalve, narra un original viaje espacial hacia un satélite, posibilitado por la acción de un paraguas misterioso, enterrado en Baltimore. El protagonista, Nathaniel, recibe un mensaje telegráfico de un rayo que le da las pistas para ese viaje. Las referencias explícitas a Poe (la ciudad en la que murió) y a Hoffman (Nathaniel es el protagonista de El hombre de la arena) se combinan con una historia que no agota sus ejes en el viaje maravilloso, sino que además agrega otras variables que también reaparecerán en otros textos de La Quincena: la culpabilidad criminal de los locos (“¿era criminal no siendo consciente?” se pregunta el narrador), la mirada extrañada y sobrenaturalizadora de la muerte por el temor a la catalepsia, que el protagonista de hecho padece; y la pregunta sobre la posible “inteligencia” del cosmos, plasmada en el “pensamiento inteligible” que emite la tormenta.6 Una pregunta similar sobre la locura y el grado de responsabilidad sobre los propios actos aparece también en el notable relato “Un crimen”,7 del médico forense Manuel Blancas, compañero de la cátedra de Medicina Legal de Eduardo Wilde; el texto es digno de integrar una selección de la temprana narrativa policial argentina, porque aquí el enigma está construido no tanto en base a un hecho, sino en base a la ambivalencia que encierra el propio diagnóstico psiquiátrico del perito y narrador, que no puede decidir si el asesino está loco o no.

En otra dirección, “De un mundo a otro” (1898) también de Monsalve, fantasea con el contacto extraterrestre a través de un mensaje cifrado en sánscrito, que un científico loco, el Dr. Pánax, encuentra durante sus exploraciones por la India. Aquí se mezclan un banquete antediluviano (carne prehistórica, vino de miles de años) con la locura lindante con la genialidad de un científico muy similar el personaje de Burbullus de El tipo más original de Holmberg (Abraham, 2015, p. 336-347).

A este mosaico se suman algunos relatos de Miguel Cané que tematizan la cuestión de las ciencias y la fantasía, como “Las armonías de la luz” y “El canto de la sirena”.8 Al igual que Wilde, Cané despertaba mucha admiración entre los jóvenes de la revista, no sólo por la calidad de su prosa, sino también por estas líneas fantásticas que abría para la exploración narrativa. En “Las armonías de la luz”, un tema caro al modernismo y al simbolismo europeo como la sinestesia se aborda con un discurso cientificista: un anciano dice haber construido un “órgano de colores” o “clavicordio ocular” para su hija enferma; pero tal como sostiene Sandra Gasparini, la resolución de la trama llega de la mano del recurso romántico de “el ensueño” y así el invento “anunciado por su inventor en el plano de la trama, queda en suspenso y olvidado, aunque realizado en la fantasía onírica del narrador” (Gasparini, 2010, p. 143). Si bien aquí “la fantasía científica se autofagocita y deviene género fantástico, a secas” (p. 143), es cierto que al menos el artefacto queda enunciado, listo para que Leopoldo Lugones lo retome años más tarde en “La metamúsica”, de 1898. Esta concesión parcial a la fantasía científica se repite en “El canto de la sirena”, en el que también parece fracasar la verificación de una hipótesis inicial: Broth, el músico protagonista del relato que lee a Poe y parece “el recuerdo de un cuento de Hoffman”, afirma que todo se puede conocer, que detrás de toda leyenda hay una verdad histórica y que, por lo tanto, irá en busca de las sirenas para reproducir su canto. Pero su destino será, finalmente, el manicomio. El fracaso de esta empresa del conocimiento va en dirección contraria a la corroboración de lo sobrenatural presente en relatos anteriores, y acaso ilustre la perspectiva distante o desencantada de Cané respecto del positivismo y el cientifismo, tal como señaló Oscar Terán (2000, p. 13-82). Curiosamente, la concreción de esta verificación de la existencia de las sirenas se dará pocos años más tarde, en 1908, en el relato “Una sirena en Mar del Plata” de Carlos Octavio Bunge, dado a conocer originalmente en Caras y Caretas, con el pseudónimo de Thespis.

Ahora bien, por fuera de los modos de lo fantástico, pero aun así imbuido de un raro cruce entre naturalismo, patetismo y elementos góticos, se halla el conjunto de cuentos sobre los cadáveres que llegan al anfiteatro de la Facultad de Medicina, generalmente cuerpos femeninos que los narradores o protagonistas –estudiantes o médicos en ejercicio– han amado y abandonado en vida, mujeres suicidas y madres solteras. Roman Pacheco en “Una autopsia” y “Coquetería suprema”, Julio Piquet en “Margot. Boceto naturalista” y Ghiraldo (Marco Nereo) en el ya citado “El anfiteatro”, indagan en ese terror sórdido que genera “el carro de los pobres” cuando trae los cuerpos muertos para que los jóvenes los despedacen con sus bisturíes. No hay aquí una deriva hacia el fantástico, pero la perspectiva patética y reflexiva sobre lo ominoso de la carne muerta da a los cuentos un aire de supra naturalismo oscuro, algo perverso. Los relatos parecen enunciar el costado sórdido y melancólico de la práctica médica; también, condensan cierta sensibilidad gótica al representar el retorno de lo conocido en forma terrorífica –el cuerpo de la mujer amada–, una especie de reverso necrofílico de la experiencia erótica diurna, ya perdida. Si bien los rasgos formales de estos relatos son sencillos y su desarrollo se reduce, por lo general, más a una anécdota que a una historia propiamente dicha, ellos son testimonio de una experiencia entre bambalinas de la actividad científica, sólo aprehensible por el lenguaje literario. En estos relatos, los médicos-escritores de la nueva generación vuelcan el horror que les despierta, por momentos, su propia profesión. Así, por ejemplo, en “Margot”, el narrador afirma estar volviéndose loco luego de presenciar cómo otro practicante había arrancado los ojos del cadáver de un nonato, a la sazón su propio hijo natural. Y concluye:

Constantemente, aún en el sueño, veo ante mi vista [sic] aquellos ojos suplicantes de la madre moribunda, a la pobre Margot entre el sórdido cajón del hospital extendida desnuda sobre la mesa de disección, hinchada verdosa, con los labios amoratados y el cuerpo abierto y despedazado por el serrucho y el escalpelo de los estudiantes... (Piquet 1895, p. 430).

La Quincena, así, fue un ámbito donde tuvo lugar un modo del relato que se desarrollará más sólidamente en años posteriores, con la obra de Leopoldo Lugones, Atilio Chiáppori, Ricardo Rojas y Horacio Quiroga, entre otros. Más allá de la disparidad en la calidad formal, hay ya aquí esbozos de una mirada literaria sobre las ciencias que terminará de cobrar cabal forma narrativa años más tarde.

Las “correspondencias” entre arte, ciencia y espiritualismos

Las proyecciones imaginarias de la narrativa incluida en La Quincena estaban en sintonía con las propuestas de muchos artículos y pequeños ensayos. Entre estas confluencias de perspectivas se destaca un texto firmado por el “Dr. Moorne” (pseudónimo del escritor español Francisco Teodosio Moreno) titulado “La fantasía y la ciencia”, en el que el autor se sirve de la analogía para trazar un puente entre ciencia e imaginación:

Perennes están, en comprobación de cuanto digo, las grandes hipótesis científicas procreadas por fantasías tan poderosas como las que en cunas de oro han mecido las más grandes y asombrosas concepciones de los poetas. Dígalo, si no, la colosal hipótesis de Laplace sobre el origen de los mundos; y si esto no fuera suficiente, díganlo también las hipótesis de un lego en ciencias, de Julio Verne, todo fantasía, algunas de cuyas hipótesis o han pasado a la categoría del consumado hecho o a la de lo posible. […] ¿Cómo negarle fantasía al astrónomo que dijo que este planeta opaco es hijo de la luz y que este globo frío es emanación de incandescente hoguera solar y que es la apagada chispa de un incendio colosal? Semejantes conceptos o imágenes no emanan, no han podido emanar de la poesía, sino que son hijas legítimas de la ciencia y del estudio, de esas deidades que alguien califica de frías, de estériles, de prosaicas, de refractarias a todo ensueño y desafectas a todo vuelo genial. […] Las demostraciones científicas y las comprobaciones experimentales muestran bajo su aparente aridez un caudal inventivo e imaginativo extraordinarios siendo tan variados como múltiples los ejemplos que podrían presentarse fácilmente en prueba de tal aserción. […] Es en vano, pues, que alguien se afane en afirmar que la ciencia influye de una manera desfavorable sobre la fantasía (tomo 4, pp. 25-26).

Esta filiación de las ciencias con la fantasía y el trazado de una equivalencia entre la creación literaria y la creación científica –a la que ya se había referido, también, Eduardo Holmberg en otros textos (1878)– es planteada por un autor que, curiosamente, desde las páginas de otra revista contemporánea, La Revista Literaria (1895-1896), dirigida por Manuel Ugarte, fustigaba la estética modernista y la figura tutelar de Rubén Darío, en pos de su defensa de un arte social como el ensayado por Almafuerte. No obstante, Moreno, o “Dr. Moorne”, si bien no compartía el devaneo por “las excelencias de la mitología, de los reyes y las princesas” por considerarlo una evasión de la realidad (Galasso, 2014, p. 50) sí compartía afinidad por esa otra zona atractiva para los modernistas: las ciencias ocultas u ocultismo, y sus posibles solapamientos con las ciencias positivistas o “materialistas”, tal como se las nombraba en la época. En efecto, años más tarde, entre 1901 y 1905, el “Dr. Moorne” publicaría en España cuatro tomos sobre Vulgarización de las Ciencias Ocultas, además de Los maravillosos secretos de los naipes. Arte de echar las cartas, entre otros títulos. Esta afición al ocultismo no es casual aquí, ya que su visión de la ciencia en cercana relación con la fantasía está emparentada con el tipo de proyección que postulaban el espiritismo y la teosofía.

Por otra parte, la articulación entre el arte y el espiritualismo ocultista también halló aire en la revista, evidenciando, además, cuán caras era las figuras de la “analogía” y de las “correspondencias” en los textos de este grupo de escritores e intelectuales. Esta analogía fue puntualmente trabajada por una firma común entre la revista teosófica Philadelphia y La Quincena: un joven Leopoldo Lugones. Además de varios poemas, entre ellos, los del futuro libro Los crepúsculos de jardín (1905), Lugones publicó en La Quincena el ensayo “Los climas del arte”; allí, no sólo ponderaba la decadencia como ámbito ideal para el modernismo y los “misterios” como la materia privilegiada del arte, sino que también se refería a la teosofía como dadora del método perfecto para conocer el arte en profundidad:

Si el Arte moderno tiende al simbolismo, nada tienen que ver con eso los artistas, sujetos, como todos los humanos, a la imposición fatal de las leyes naturales. Empleando el método analogista de la Ciencia Teosófica, puedo explicar la ley citada recordando el desarrollo vegetal que va de la raíz al tronco, del tronco al follaje, del follaje a la florescencia y de la florescencia al fruto que en sí contiene todo el árbol (1897-1898, p. 311).9

Tanto en La Quincena como en Philadelphia, Lugones, en tanto poeta y teósofo, buscó argumentar una articulación premoderna y monista del arte, la filosofía y la ciencia (Quereilhac, 2008). En el primer ensayo que escribe para Philadelphia, “Acción de la teosofía”, anuncia el avance del espiritualismo en las disciplinas científicas, en reemplazo de las caducas teorías materialistas. El modelo de esta nueva ciencia estaba, paradójicamente, en la antigüedad, en una ciencia que “sabía más, aunque conociera menos” (1898, p. 168), gracias a haber estado siempre precedida por un sistema filosófico. El punto común de esa ciencia del pasado y aquella que necesariamente se impondrá en el futuro era la búsqueda de una ley única, de una ley que sintetizase el funcionamiento de todos los fenómenos del universo. Hay aquí un curioso monismo espiritualista: no se niega la ciencia por su oposición a la religión, sino que se aspira a un sistema de síntesis. En este esquema, el arte es vía privilegiada de percepción de las analogías del universo (Lugones, 1901, p. 151-161).

Articulaciones similares entre arte, ciencia y espiritualismo aparecen también en La Quincena en boca de un grupo de espiritistas que colaboraron con cierta regularidad: Cosme Mariño, Felipe Senillosa y un joven Emilio Becher. El primero, líder de la Sociedad Espiritista Constancia y director de su revista homónima; el segundo, rico hacendado de Buenos Aires y ferviente propagador del espiritismo desde las páginas de Constancia; el tercero, ahijado de Cosme Mariño y joven escritor promesa de la generación modernista, futuro amigo íntimo de Ricardo Rojas y Atilio Chiáppori, y en pocos años más, celebrado crítico literario de Ideas y de La Nación. En sus colaboraciones, estos espiritistas buscaron transmitir a los lectores de La Quincena su particular visión de las ciencias en reconciliación con el mundo espiritual, tema al que se le daba amplísimo desarrollo en la revista Constancia.

La participación de espiritistas no sólo es en sí misma ilustrativa de las perspectivas sobre las ciencias y sus posibilidades, sino que lo es, además, por su convivencia con otro tipo de artículos, en apariencia centrados en temas menos espiritualizantes, pero acaso atravesados por similar tamiz proyectivo. Por ejemplo, las colaboraciones por entregas sobre el sol y los astros, a cargo del montevideano Carlos Honoré, una materia que permitía altos niveles de proyección fantástica, como los viajes extraterrestres, tema en efecto presente en los relatos de Carlos Monsalve mencionados. En esa misma línea se encuentran las entregas “Cartas a Lilí”, en las que el bibliotecario catalán Luis Ricardo Fors le enseña a su sobrina la formación del planeta y la evolución de las especies, buscando borrar de su cabeza la cosmogonía bíblica. Asimismo, a propósito de los asombrosos rayos X descubiertos por Wilhem Roentgen en 1895, el médico argentino Miguel Ferreira publicó en La Quincena un extenso artículo que terminó siendo, por cierto, uno de los más completos que se habían publicado sobre el tema en la ciudad en esos años. El surgimiento de estos y otros rayos (como los alfa, beta, gamma y luego la radioactividad) implicó una especie de corroboración generalizada de que, en efecto, las personas se hallaban rodeadas de “fuerzas” desconocidas (Vallejos, 2019; Quereilhac, 2018), y ése fue un elemento rápidamente incorporado por la literatura, como en el caso de “Verónica”, de Rubén Darío, cuento publicado en La Nación en 1896, así como en otros relatos posteriores de Leopoldo Lugones, que reuniría en su libro Las fuerzas extrañas.

La Quincena incluyó también textos como “El atavismo” del darwinista brasileño Ladislao Netto, en el que se insinuaba el retorno de ciertos caracteres primitivos producto de las mezclas raciales, tema que, mirado con óptica no necesariamente racialista, se prestaba, entre otras cosas, a la especulación fantástica, como sucedió con el cuento “La licanthropia”, que Lugones publica en Philadelphia, en 1898, en el que se presenta una curiosa figura de “doble astral” simiesco, especie de fuerza atávica que se apodera de un inglés aprendiz de yoghi y que a la vez da forma al fantasma de la degeneración. En relación a los temas vinculados a la psicología y al estudio del comportamiento humano, encontramos asimismo los ensayos sobre “los estados de irresponsabilidad”, como el que escribió el médico Manuel Derqui, a propósito de la culpabilidad delictiva de los sujetos afectados por diferentes grados de locura; o sobre la “sugestión natural”, tema sobre el que escribió Víctor Mercante para la revista. En muchas ocasiones, estos temas eran motivo también de ficciones literarias, como los cuentos “Los presentimientos”, “Fraude y sugestión” o “Apariencias y apariciones” de un asiduo colaborador, el ingeniero mendocino Emilio B. Godoy, en los que se ficcionalizaban las teorías sobre telepatía, sensibilidad paranormal, hipnosis y sugestión hipnótica, en un registro que alternaba entre lo fantástico y lo realista.

Conclusión

En La Quincena es posible encontrar, entonces, variadas proyecciones del imaginario científico, que rompían los límites de lo estrictamente positivista y que buscaban llevar las pertinencias de la ciencia al terreno de lo espiritual y de la fantasía. Hay, en La Quincena, variados ejercicios de imaginación razonada sobre el potencial de las ciencias: por un lado, en la publicación de un corpus de relatos de temática científica, integrado tanto por textos nóveles como por aquellos escritos en el pasado que cobraban nueva significación y más atenta recepción en el presente; y por otro, en los artículos que divulgaron, analizaron o especularon con nuevos descubrimientos y teorías. En cierto punto, La Quincena constituye una bisagra entre las tempranas fantasías científicas de la década de 1870 y aquellas que se consolidarán en los primeros años del siglo XX.

En un principio, la pregunta sobre la gravitación del discurso de las ciencias en la cultura argentina de entresiglos no pareciera encontrar escenarios de indagación pertinentes en las revistas literarias como La Quincena. Sin embargo, es innegable que perviven en ella lejanos ecos de una recepción sensible frente a los nuevos mundos posibles develados por las ciencias. Entre los palacios, los coqueteos galantes, el erotismo y los ensueños de los modernistas, entre los trípodes, los sensitivos y las cosmogonías de los espiritualistas, se colaron también variados elementos del imaginario científico convocados bajo el tamiz de la fantasía.

Material suplementario
REFERENCIAS. Fuentes de La Quincena. Revista de Letras (1893-1902)
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Derqui, M. (septiembre 1895/agosto 1896). Estados de irresponsabilidad (I-VI). Tomo 3, pp. 68-72, 119-120, 159-160, 192-195, 274-276, 406-408.
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Notas
Notas
1 El trabajo fue financiado por la Universidad de Buenos Aires. Programación Científica 2018-2019. Proyecto bienal UBACYT 20020170200296BA, “Constelaciones literarias en la prensa argentina: emergencia de géneros, crítica y polémicas (1870-1987)”.
2 “Las letras, en general, entran en su programa. Pero política no, religión no, porque quiere lectores en todos los partidos y en todas las sectas. […] Tan simpático le es un amante de la literatura de tal o cual color político, como de tal o cual creencia religiosa, siempre que sea amante de la literatura y siempre que la lea”. (S/f, “La Quincena. Su programa”, La Quincena, año 1, nº 1, 2 de agosto de 1893, p. 1). La colección de la revista se conserva en dos formatos: encuadernada en tomos anuales y en números sueltos. La referencia bibliográfica queda sujeta a esta circunstancia; no siempre figura el número del ejemplar.
3 He trabajado extensamente estos temas en Quereilhac (2016); véase también Vallejo (2017).
4 “Cuanto publique ha de ser de mérito, comprendiendo en esta palabra las ideas de interesante y de valor literario” (“La Quincena. Su programa”, 1893, p. 1).
5 Para definiciones de estos modos o géneros narrativos, véase Abraham (2015), Gasparini (2010), Quereilhac (2016) y Page (2016).
6 El relato también es considerado uno de los primeros cuentos policiales argentinos, junto a los de Waleis y el propio Holmberg. Cfr. Setton (2013).
7 La Quincena, año 2, nº 5-6, 1º y 2º quincena de noviembre de 1894, pp. 112-119.
8 Ambos relatos se habían publicado originalmente en Ensayos (1877). Casi dieciocho años después, reaparecieron en La Quincena.
9 Para un análisis detallado de este y otros ensayos véase Salazar Anglada (2000).
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