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La violación como construcción identitaria en la escritura de Giovanna Rivero Santa Cruz
Silvana Daniela Abal
Silvana Daniela Abal
La violación como construcción identitaria en la escritura de Giovanna Rivero Santa Cruz
Rape as an identity construction in Giovanna Rivero Santa Cruz´s narrative
Orbis Tertius, vol. 26, núm. 34, 2021
Universidad Nacional de La Plata
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Resumen: La escritura de Giovanna Rivero Santa Cruz, que ya cuenta con más de veinte años de vida, ha transitado principalmente las estéticas gótica, fantástica y erótica y ha hecho de la violencia, en sus distintas formas, su tema más revisitado. Entre las secuencias que dibuja su narrativa, la violencia sexual es la que aparece con más pregnancia, en relatos que tienen como punto nodal la violación o el abuso y que permiten problematizar las nociones de víctima, consentimiento y testimonio.

La temática no es ajena a las matrices narrativas de la literatura boliviana más tradicional del siglo XX ni a los tópicos de la narrativa contemporánea, pero sí es posible afirmar, desde una perspectiva crítica de género, que los textos de Rivero, principalmente la novela Las camaleonas (2011) y el libro de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020), elaboran órdenes de representación alternativos, que se desmarcan de los discursos heteropatriarcales y no se limitan a construir relatos trágicos sobre la violación, sino que a partir de ellos habilitan una reflexión sobre las vidas en peligro (Butler, 2017), las identidades en transición (Morini, 2015) y la creación de alianzas y de nuevos espacios habitables.

Palabras clave: Narrativa boliviana contemporánea, Estudios de género, Violencia sexual, Construcción identitaria, Representaciones alternativas.

Abstract: The narrative of Giovanna Rivero Santa Cruz, which has been around for more than twenty years, has mainly gone through the gothic, fantastic and erotic genres and has made violence, in its different ways, its most revisited subject. Among the sequences that her narrative detaches, sexual assault is the one that appears most vigorous, in stories that have rape or abuse as their turning point and that make it possible to problematize the notions of victim, consent and testimony.

The subject is not far from the narrative patterns of the most traditional Bolivian literature of the 20th century neither from the topics of contemporary narrative, however it is possible to assert, from a critical gender perspective, that Rivero´s fiction, mainly the novel Las camaleonas (2001) and the collection of short stories Tierra fresca de su tumba (2020), develop alternative representation orders, which separates from heteropatriarchal discourses and, on the basis of the construction of tragic stories about rape, enable a reflection on lives in danger (Butler, 2017), identities in transition (Morini, 2015) and the creation of alliances and new living spaces.

Keywords: Contemporary Bolivian narrative, Gender Studies, Sexual assault, Identityconstruction, Alternative representations.

Carátula del artículo

Artículos

La violación como construcción identitaria en la escritura de Giovanna Rivero Santa Cruz

Rape as an identity construction in Giovanna Rivero Santa Cruz´s narrative

Silvana Daniela Abal
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Orbis Tertius
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1851-7811
Periodicidad: Semestral
vol. 26, núm. 34, e212, 2021

Recepción: 31 Marzo 2021

Aprobación: 06 Junio 2021

Publicación: 01 Noviembre 2021


La escritura de Giovanna Rivero Santa Cruz, que ya cuenta con más de veinte años de vida, ha transitado principalmente las estéticas gótica, fantástica y erótica y ha hecho de la violencia, en sus distintas formas, su tema más revisitado. Entre las secuencias que dibuja su narrativa, la violencia sexual es la que aparece con más pregnancia, en relatos que tienen como punto nodal la violación o el abuso y que permiten problematizar las nociones de víctima, consentimiento y testimonio.

En este artículo, me propongo analizar una serie de estas escenas, presentes en dos textos distintos de Rivero que, si bien han sido escritos con casi dos décadas de distancia, son los que abordan de forma más sustancial y compleja la cuestión: la novela Las camaleonas (2001) y el libro de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020). Estas ficciones ofrecen múltiples representaciones de la violación: como un acontecimiento personal, un hecho criminal, un proceso jurídico y una instancia confesional y, en este sentido, el momento de violencia aparece como un hito formativo de la personalidad de las individualidades que la sufren, dado que la puesta en relato no es solo un mecanismo de denuncia, sino también un momento de autodefinición.

La temática no es ajena a las matrices narrativas de la literatura boliviana más tradicional del siglo XX —Íntimas (1913) de Adela Zamudio, Aluvión de fuego (1935) de Oscar Cerruto o El occiso (1937) de María Virginia Estenssoro ya habían configurado tramas alrededor de la violencia sexual— ni a los tópicos de la narrativa contemporánea —las novelas Fantasmas asesinos (Urrelo Zárate, 2007), Hablar con los perros (Urrelo Zárate, 2011), El perro en el año del perro (Suárez, 2006) o El lugar del cuerpo (Hasbún, 2011) construyen argumentos más o menos centrados en la violación—, pero sí es posible afirmar, desde una perspectiva crítica de género, que los textos de Rivero elaboran órdenes de representación alternativos, que se desmarcan de los discursos heteropatriarcales y no se limitan a construir relatos trágicos sobre la violación, sino que a partir de ellos habilitan una reflexión sobre las vidas en peligro (Butler, 2017), las identidades en transición (Morini, 2015) y la creación de alianzas y de nuevos espacios habitables.

Las camaleonas (2001) es una de las obras responsables de que Giovanna Rivero haya sido renombrada como “la escritora erótica” de la Bolivia contemporánea, dado que escenifica de forma explícita diversos episodios sexuales. Es una novela breve y de estructura fragmentaria, narrada en primera persona por Azucena, una treintañera disconforme con su estilo de vida, que asiste a terapia para descifrar qué es lo que realmente quiere. El relato alterna entre la forma de un diario de terapia y de un metatexto, una suerte de novela que la protagonista imagina para darle entidad a fantasías posibles, casi todas de orden sexo-afectivo. Las escenas de violación son tres: el ataque hacia Mary, hermana gemela de Azu, por demás confuso, dado que el primer relato alude a un encuentro con extraterrestres y luego se devela como un asalto sexual por parte de un vendedor callejero; la violación de Liliana, una compañera de terapia de la protagonista, que es ultrajada por un hombre desconocido en medio de una calle oscura y, por último, el episodio —tal vez imaginario— en que una relación sexual inicialmente consensuada entre una vendedora y un comprador deviene en una situación de abuso.

En el caso del libro de cuentos Tierra fresca de su tumba (Rivero Santa Cruz, 2020), las representaciones de violencia sexual son dos: en el relato “La mansedumbre”, se narra en primera persona la violación que ha sufrido una adolescente de una colonia menonita, en manos de un hermano de fe, que abusó de ella luego de irrumpir en su hogar y narcotizar a toda su familia. Las consecuencias del hecho son el embarazo de Elise y el exilio de su familia, porque los pastores se niegan a entender el acontecimiento como un acto criminal y lo conceptualizan como un síntoma de posesión demoniaca. Luego, el cuento “Piel de asno” relata las vicisitudes que dos huérfanos franco-bolivianos, Nadine y Dani, deben atravesar junto a una tía alcohólica, que les brinda cobijo en un bosque nevado de Canadá. Dani, a quien su hermana denomina “marica” (Rivero Santa Cruz, 2020, p. 127), entabla un vínculo sexo-afectivo con Mistah, un joven indígena y, durante una celebración ritual, un grupo de criminales los aborda con el pretexto de un ajuste de cuentas y, en señal de represalia, los sodomizan a ambos. Los métis, la comunidad a la que pertenece Mistah, se niegan a involucrar a la policía y deciden buscar venganza por sus propios medios.

Los relatos, ya sea en la narración de la violación en sí misma o de la instancia de testimonio, permiten problematizar el rol de la víctima y del consentimiento en el marco de la violencia sexual, dado que todas las subjetividades ultrajadas son cuestionadas o se autocuestionan su posible participación instigadora con respecto al hecho. Así, se instalan dentro del discurso del sentido común, que tiende a rotular a las víctimas de violación como provocadoras o cómplices y, al mismo tiempo, entiende a la violencia dentro de los vínculos de pareja como una forma de mostrar autoridad frente a la rebeldía y no como un delito (Pitch, 2010, p.441). Por lo tanto, la violación aparece, paradójicamente, como castigo hacia la negativa débil y hacia la oposición rotunda. Sin embargo, el devenir de las escenas ficcionales se desmarca de los límites de este discurso y da lugar a una nueva forma de autodeterminación para los personajes ultrajados, que rompe con el rasgo de pasividad de las víctimas y las desplaza hacia la agentividad y el autoconocimiento y les permite resignificar la experiencia y elegir cómo contarla, porque vislumbran que la puesta en relato no es solamente un acto burocrático y de catarsis, sino también un acto político, que las conduce hacia la autodeterminación y la creación de nuevos lazos.

“Hueles a ternero, Elise”

En el cuento “La mansedumbre” (Rivero, 2020), en una colonia menonita ubicada en la Manitoba cruceña, Joshua Klassen irrumpe en la casa Lowen durante la noche, los narcotiza con una sustancia que utiliza para sedar al ganado y abusa sexualmente de Elise Lowen, la heredera virgen de la familia. El resultado de la violación es el embarazo de la joven y el exilio de su familia, puesto que ella no puede responder favorablemente a las soluciones que le ofrecen el pastor y su séquito, que consisten en el ayuno del Consejo de Ancianos y la penitencia del hermano que “ha sido tentado por el Diablo” (2020, p.19). Ese será su resarcimiento, pero a ella le piden silencio, discreción, resguardo, porque la vergüenza ha caído sobre su familia y sobre la comunidad. Hasta aquí, las respuestas son esperables —y, de hecho, el cuento se inspira en una serie de violaciones cometidas en Manitoba en 2009, resueltas en forma similar— dado que es conocido que diversas comunidades cristianas ortodoxas se rigen por una lógica patriarcal moralista, sustentada en la segregación y el castigo social y, muchas veces, alejada del sistema jurídico institucional. Sin embargo, la mayor indignación de Elise Lowen sobreviene cuando el Pastor le dice “que todos están tan apenados como ella” (2020, p. 19), porque no solo se está comprendiendo un acto criminal como una mera “tentación”, sino que le están arrebatando una experiencia y un sufrimiento que son propios y los están volviendo colectivos, para borrarlos.

En su exilio, conoce a Leah Welkel, que sí ha atravesado algo similar, al igual que todas sus hermanas, pero que no “puede ser obediente y purificar la herida en silencio” (2020, p. 17). El mandato no es solo etario, sino que responde a un mandato sexogenérico: las mujeres deben mantenerse vírgenes hasta el matrimonio, luego deben procrear, ocuparse del hogar, los niños y el esposo. Perder la virginidad, única posesión valiosa de las mujeres luego de la fertilidad, es una condena, por eso el problema no es la violación, sino sus estragos, así que la solución es el silencio y la indiferencia.

Además del trauma, el embarazo no deseado y el destierro, Elise reconoce un nuevo agravio: su violador la ha animalizado. La similitud con el ganado no viene dada solo por la forma de narcotizarla, sino también, y principalmente, porque “ella misma lo había sorprendido, qué horror, haciéndoselo a la pobre vaca de los Welkel, a la que ella llamaba 'Carolina'” (Rivero, 2020, p. 26-27). Este hecho no es un recuerdo casual, sino que Joshua la nombra (o la narradora recuerda que la nombra) como ternera —“llórame en la oreja, ternerita Lowen” (p. 26)— y la emparenta con Carolina: “Entraré en ti como he entrado en Carolina. Vas a mugir en mi oído, Elise Lowen.” (p. 27). Este diálogo puede haber existido solo en la imaginación de la joven, pero sí es real el nuevo vínculo con lo animal que ella ha comprendido. En primera instancia, la semejanza aparece como esclarecedora, dado que “a los animales el Señor los había puesto en la faz de la Tierra para que el hombre los dominara” (p. 27) y, aparentemente, ese es también el destino de las mujeres, que no ejercen activamente un rol, sino que ocupan lugares asignados y ofician como territorio de conquista y/o como víctima sacrificial (Segato, 2018, p.14).

No obstante, la comprensión del vínculo entre ella y la vaca no es para Elise solo un esclarecimiento de la negatividad de su posición, sino que es también una posibilidad de crear lazos más amplios, antiespecistas, que se corren de la lógica occidental y se emparentan con el sistema de creencias de las tierras andinas que habita, donde la naturaleza es merecedora de culto y gratitud y no un espacio de dominio humano. Entonces, el decodificar la violación desde esta perspectiva constituye una contrapedagogía de la crueldad (Segato 2018, p.15), que desanda las prácticas patriarcales violentas y aleccionadoras y las reconvierte en la creación de vínculos nuevos e inesperados, que permiten resignificar el espacio simbólico en el que debe habitar ella y sus compañeras de sufrimiento.

El desplazamiento de una cosmovisión antropocéntrica a una lógica indígena se concreta con la venganza contra Joshua Klassen, que se lleva a cabo como una ofrenda a la tierra: “El indio, todavía riendo, empuja a Joshua Klassen al pozo hondísimo, mientras Walter Lowen, desertando una vez más de su propia salvación, se sube de un salto al camión y va cubriendo de tierra los gritos iracundos” (Rivero, 2020, p. 29). El indio con el que se ha asociado el padre de Elise no dice venganza, sino “Sacrificio es. Tranquila estarás, Pachamama.” (p. 29). Así, si para los menonitas la colectivización del abuso era una forma de subestimarlo, para el acto ritual indígena el resarcimiento personal de Elise colabora con un destino colectivo, ofreciéndole algo a la tierra.

Luego de que Klassen deja de gritar bajo los metros de tierra, Elise se apropia de su tumba como espacio de memoria y de hermandad: “Mira esos puñados como si fuera la primera vez que entra en contacto con la consistencia granulosa de su materia y los arroja sobre el promontorio como una ofrenda propia, un ramito de flores sucias y preciosas. Por ella, por Leah Welkel y por Carolina” (p. 30). Entonces, si la expulsión de la colonia menonita significa una exclusión de la norma y posiciona a Elise como una corporalidad defectuosa, el vínculo con lo animal reafirma la rareza del cuerpo femenino violentado y se constituye como una alianza biopolítica, que permite crear un discurso, un espacio habitable y una memoria alternativos a las formas opresivas de lo común (Giorgi 2014, p.241).

En el caso de “Perro callejero” (Rivero, 2001), uno de los últimos capítulos/fragmentos de Las camaleonas, lo que se animaliza alcanza tanto a la víctima como al victimario: ella es una “loba” (2001, p. 154) y él es un “perro callejero” (p. 151). Ella es una vendedora de revistas, que fantasea con un hombre que ve siempre a través de la vidriera, lo ve tomando café, lo ve leyendo el diario y espera que él se dé cuenta de que lo observa, que entre. Una “noche cinematográfica” (p.151) ingresa a la tienda, mojado por la lluvia, oliendo “como los perros callejeros” (p.151) y quiere comprar revistas Playboy. En la tienda las revistas no se venden, se intercambian, pero ella decide hacer una excepción y es allí donde encuentra su primer gesto de culpabilidad: “Creo que mi comentario fue el culpable. ¿Por qué tendría que otorgarle una excepción? ¿Acaso buscaba, más bien, un exceso, una forma de excitar su introversión?” (p.152). Mientras busca las revistas, adopta poses que lo seduzcan y encuentra el goce en imaginar que están funcionando —“la sola suposición de que sus ojos amarillos podrían observarme, mirar mis piernas recién depiladas, la tela que se adhería a mi espalda, me humedeció” (p.152)— y luego, cuando él está hojeando las revistas, se desencadena una tormenta y se corta la electricidad y, en ese escenario, se inicia un encuentro sexual marcado por el anonimato y una violencia incipiente: “Su mano se posó firme en mi muslo. Así tomaban los pistoleros a las prostitutas de los cabarets del Lejano Oeste, me gustan esas historias. Escuché el cierre de su bragueta y los pezones se me endurecieron. El hombre puso sus dos manos en mis pechos” (p.153).

Sin embargo, ese inicio deseado desemboca rápidamente en una situación ambigua —“la carne interior de mis muslos cedía inevitablemente, solo afianzándose para defenderse, y sin embargo, atrapando su cuerpo, evitando la retirada” (p.154, el subrayado es mío)— y concluye en un abuso: “Un dolor agudo cortó mi respiración, su mano derecha tapaba mi boca, mordí el dedo gordo y las embestidas se iniciaron con mayor violencia” (p.154).

A diferencia de Elise, la protagonista de este relato no es una ternera mansa, sino un animal de caza, líder —“'Loba', dijo cuando me penetró” (p.154)— y, en primera instancia, tiene una superioridad biológica con respecto a su atacante, que es solo un “perro callejero” (p.151). Entonces, si la violación es, antes que un acto personal, un acto social, que funciona como muestra de poder y permite ostentar la primacía del atacante por sobre sus pares (Segato 2018, p.20), esta escena de abuso representa una suerte de manifiesto privilegiado, dado que no se tomó un territorio fácilmente ocupable, sino uno que debía ser domado y conquistado. No obstante, la narradora entiende este vocativo como una comprobación de “ser cómplice, admitir que de alguna manera me gustó y hasta lo provoqué” (Rivero, 2001, p.150).

Así, mientras la adolescente de “La mansedumbre” encuentra en su categoría animal un camino hacia la sanación y la creación de nuevos vínculos, y se instala en la idea de que las vidas cuidadas no solo deben ser las que cumplen con lo normativamente humano (Giorgi 2014); la narradora de este relato, por otra parte, entiende su condición animal como una justificación de su culpabilidad, pues si su fuerza la permite categorizarse como “loba” (que es también un término que alude al ejercicio de la prostitución), su ultraje solo puede ser resultado de su deseo. Sin embargo, esta decodificación del abuso no es solo una forma de castigo, sino también una impostura de defensa, que abre el espacio hacia el olvido y el consuelo (a diferencia de la construcción de la memoria que hace Elise): “Solo queda revertir los sentimientos, mover sus ángulos hasta que el brillo invada sus partes oscuras y el pecado se convierta en tentación, y el castigo en destino y el deseo en esperanza.” (Rivero 2001, p.150). No obstante, este afán de recuperación, aunque sea acompañado de culpabilidad, es también una forma simultánea de afirmar y superar la violación y, en este sentido, significa un desborde de los discursos opresivos que, en términos de Virginie Despentes, proponen la violación como algo o negable o insuperable (2007, p.37). Así, la posibilidad de reconvertir el acontecimiento trágico en un relato propio de la subjetividad es una impugnación de las matrices sexo-genéricas normativas y, por lo tanto, puede ser considerado como una revuelta íntima (Kristeva, 1998).

En este sentido, ambas narraciones delinean el entendimiento y la puesta en relato —mental o escritural— de la situación de abuso como un proceso de autoconocimiento y autodefinición, que tienden a privilegiar la resignificación de los espacios simbólicos y los mecanismos de autodefensa y supervivencia respectivamente, pero que, en ambos casos, contribuyen a alterar la esencia identitaria de cada una de las individuales damnificadas.

“Nunca imaginé que a mí me podría ocurrir algo así”

Citando a Louis Althusser, Judith Butler (2002, p.179-181) afirma que el momento en que la ley interpela a un individuo es una instancia performática y constitutiva de los sujetos, dado que les asigna una etiqueta acompañada de un rol, que puede ser aceptado o rechazado y, en este rechazo, se pone en juego una transgresión de la norma. En el caso de las violaciones, quien quebranta la ley solo es interpelado de forma posterior a la denuncia policial por parte de la víctima y, en este sentido, el primer acto performático sería esta puesta en relato, donde la misma enunciación asigna las posiciones respectivas y, por lo tanto, se convierte en una constitución identitaria doble, dado que asigna los papeles de víctima y victimario, que funcionan como un tándem binario.

Las ficciones “Mary y yo” y “Liliana llorando”, integrantes de Las camaleonas (2001), permiten revisar los límites y las potencias de estos roles, dado que ambas delinean resoluciones y derroteros distintos al problema identitario que supone decirse y reconocerse víctima de violación. En el caso del primer fragmento, Mary, la gemela de la narradora, afirma que ha tenido contacto con un ovni y un grupo de extraterrestres le ha hecho el amor. Su hermana la reprende por lo irracional de su historia —“Mary, no juegues así. Alguien podría escucharte y perderías el empleo” (p. 81)— y pone en escena los peligros aleccionadores del decir y, en consecuencia, Mary se corrige: “Entonces diré que fue un hombre, uno de esos que venden helados de moca y chocolate en cajas de plastform. Pues bien, el hombre se acercó a mí, me miró mucho y me hizo el amor” (p. 81). Nuevamente, Azucena la corrige, pero no por el disparate, sino por la gravedad del asunto: “Pero tu me estás hablando de una violación, ¿entiendes? ¡De una violación!” (p. 81). Así, la anécdota sin sentido se desplaza hacia la confesión y, seguidamente, adopta el carácter de un hecho jurídico que se escapa de los límites íntimos e implica la asunción de un nuevo rol social, que es inmediatamente rechazado por Mary, ya consciente del valor ilocutivo del lenguaje: “Sí, sí, entiendo. Pero no quiero ser una mujer violada, quiero ser una mujer amada.” (p. 81). Otra vez, Azu expone la norma —“No puedes cambiar las cosas, Mary.” (p. 81)— y su hermana reafirma su rechazo, al mismo tiempo que consolida su transgresión: “Sí, puedo, sí puedo” (p. 81).

Entonces, esta narrativa reconvierte la violación en “hacer el amor”, no por la inadvertencia del momento violento, sino por la discrepancia con la constitución normativa de los roles que se delinean dentro de ese acto criminal. Por ende, en lugar de la denuncia, que como género jurídicamente normado debe responder a un relato verdadero y pormenorizado —“Fui violada, mucho, muy violada y no quiero ser más la 'pobrecita Mary'. Mary no quiere ser más, como tú dices siempre a sus espaldas, una víctima” (Rivero, 2001, p. 82)— la protagonista ofrece un relato de fantasía, que le permite inventarse a sí misma (incluso antes de la violación) y, en consecuencia, inventar al otro: “Yo seré una mujer bella, fuerte y amada. Él será como tiene que ser: guapo, inteligente, trabajador” (p. 83). Así, suspende la norma de reconocerse en su rol asignado de víctima, pero al mismo tiempo adscribe a los mandatos de felicidad y belleza que la habilitan a mantenerse o pensarse como una vida digna de cuidado y no como una vida en peligro que ha sido ultrajada (Butler, 2017).

Cecilia Macon (2013) piensa los testimonios sobre violación alrededor del interrogante de si las víctimas pueden ser agentes y, a su vez, seguir siendo víctimas. En su reflexión, argumenta que la agentividad de un rol marcado por la vulnerabilidad y la pasividad viene dado con la exposición pública del dolor, que permite ampliar las posibilidades de decibilidad y habilita la proliferación de relatos y nuevas denuncias y, simultáneamente, crea nuevos patrones representativos y de acompañamiento. Así, hacer de la tristeza, la frustración y la vergüenza —que son sentimientos esencialmente privados y tienden a acompañar la definición de víctima— un manifiesto público constituye una forma de colaboración y hermandad con quienes atravesaron experiencias similares. En este sentido, la ficción “Liliana llorando” narra la denuncia que una mujer violada ejecuta en una dependencia policial, ante un oficial de “morbosos ojos rasgados” (Rivero, 2001, p.123) y con aspecto de “gato malicioso” (p. 123). Su relato, que consiste en la narración de su denuncia dentro de su diario de terapia, que a la vez es leído por otras pacientes, permite evidenciar no solo la violencia sexual que se ejerció sobre ella, sino el destrato institucional que sufre durante su testimonio, que cobra matices de interrogatorio repetidas veces. “Dice que fue contra su voluntad, ¿cierto?” (p. 123) pregunta el policía y su respuesta viene cargada de ironía: “Sí, fue contra mi voluntad, por eso estoy aquí, ¿no?” (p. 123). La pregunta no solo suscita el enojo, sino también la sorpresa, porque le recuerda un chiste, que también recordó en el momento de su violación: “El chiste que le contó Marcelo, ese donde la mujer responde: 'No, no fue contra mi voluntad, Padre, fue contra la pared.' Sí, ahora está segura de que se acordó antes, cuando ese hombre le respiraba la oreja. Pero el chiste no provocaba ganas de reír, porque era real.” (p. 123). Además de emparentar el ultraje de su violador con el del policía, el doble recuerdo también pone en cuestión los límites de la discursividad patriarcal, que hacen de la violencia sexual un elemento humorístico por demás prolífico. El relato de Liliana continúa, lúcido: “me acorraló en el árbol y un fruto aún verde le cayó en la frente y él se aturdió por un momento, un instante en el que pude gritar, huir, pedir auxilio, en el que pudo cambiar mi vida.” (p. 124). Como la protagonista de “Perro callejero”, ve en su actitud un rasgo de culpabilidad y entiende la violación como una inflexión necesaria en su identidad. Asimismo, el momento de declaración es otra instancia de segmentación, equivalente —“De haber hecho eso, podría no estar aquí, frente a usted contándole mis intimidades porque, aunque sea un delito, es mi intimidad.” (p. 125)— porque la desplaza de su individualidad a una condición pública, jurídica, dada por la performatividad de la denuncia.

El policía, ya cerrando el interrogatorio, le pregunta por qué se encuentra allí y Liliana ya no sabe si quiere justicia, si quiere venganza, si quiere disculpas o un agradecimiento, porque al fin y al cabo el violador no solo se ha llevado su virginidad, sino la vida que tenía antes de esa noche. Enmarañada entre sus pensamientos, decide terminar su testimonio y salir al frío de la calle porque “esa íntima ficción empieza a ser desesperante” (Rivero, 2001, p. 126, el subrayado es mío). Entonces, la denuncia es una asunción de su rol de víctima y es también una posibilidad de sistematizar el abuso, convertir la experiencia en relato y clausurar el dolor físico con el cierre de la enunciación. Su narración es, además, una experiencia compartida, una parte del “anecdotario de las camaleonas” (2001, p. 122), que es como Azucena, la narradora “general” nombra a las historias de las pacientes de Alessandro, su terapeuta.

En ambos fragmentos, las protagonistas de los hechos, con conciencia plena de que muchas veces las cosas se hacen solo con palabras, construyen una narración de los hechos y, con ella, una biografía personal y ajena, que rechaza o adscribe a los roles normativos del esquema de la violación, pero siempre desde un proceso de autodeterminación y autoconocimiento.

“¿Castigo por qué?”

Dani y Mistah, los personajes del relato “Piel de asno” (Rivero, 2020) son, tal como los nombra la narradora, “maricas” (2020, p. 127). Dani es boliviano descendiente de franceses y Mistah forma parte de la comunidad amerindio-canadiense de los métis. Ambos viven en un bosque nevado en Canadá y ansían migrar a Estados Unidos; la venta de drogas y los robos pequeños son los medios que adoptan para cumplir su cometido y, de esta manera, se consolidan íntegramente como vidas precarias (Butler, 2017), alejadas de los cuidados del estado por su distancia para con los mandatos heteronormativos y jurídicos occidentales.

Durante la celebración de la Caza Anual de Búfalos en la reserva indígena, Dani y Mistah se alejan del grupo y tienen sexo en un establo. Las hermanas de cada uno, Nadine y Kenya, se acercan y deciden no interrumpirlos, pero al mismo tiempo que ellas llegan hombres blancos en un jeep —“Eran cinco hombres grandes, con melenas que entonces estaban de moda y que usaban algunos cantantes pop” (Rivero, 2020, p. 159)— que encarnan lo que la imaginación de la narradora reconoce, llanamente, como “miedo” (p. 159). Los recién llegados reclaman dinero adeudado por apuestas y heroína y les gritan “Putas” a los varones (p. 160); en el vocativo se cifra una feminización gramatical y corporal de las masculinidades y también se reafirma su carácter disidente con respecto a la heteronorma y, en este sentido, la precarización sexual de sus cuerpos se instala en el umbral de lo esperable, dado que, como afirma Cristina Morini, los sujetos privilegiadamente precarios son, en principio, los femeninos (2015, p.26). Luego de esta escena, se acercan a Kenya y exponen que su saldo de deudas va más allá del dinero y se trata de una cuestión étnica: “Tengo dos opciones para la princesa. Raparla. Dejarle el cuero liso para que todos sepan que ella y sus ancestros deben un buen dinero. O rajarla.” (Rivero, 2020, p. 160, el subrayado es mío). Luego, haciendo de la violación la más pura demostración de poder y aleccionamiento (Segato, 2018, p.20), sodomizaron primero a Mistah, mientras “jalaban de los pelos de Dani para que no se perdiera ni un instante de aquel horror.” (Rivero, 2020, p. 160) y les seguían llamando “putas” (p.160). Así, la narradora entiende que eso no es una represalia, sino un castigo —“no podía imaginar mi propio castigo” (p.161)— pero se pregunta “¿castigo por qué?” (p.161). Las respuestas quedan claras en el relato: por no ser blancos, por ser maricas y, por último, por no pagar. Ante la escena, Nadine, la narradora, grita fuerte y el grito convoca y se confunde con el rugido de una osa del bosque, que arrincona a los hombres y ruge “con un dolor que solo podía provenir del espíritu y de la humillación y del amor lastimado.” (p.161).

Como en “La mansedumbre”, en este relato los lazos solidarios con la naturaleza y la identificación con lo animal constituyen modos de supervivencia y de autodeterminación, que permiten ampliar los horizontes de las vidas consideradas vivibles y dignas de ser lloradas (Giorgi, 2014, p.42) y, asimismo, los actos de violencia no se inscriben en los circuitos jurídicos tradicionales y occidentales, sino que quedan en manos de la comunidad méti, que remediará esa “afrenta imperdonable” (Rivero, 2020, p.162). Otra vez, el crimen se colectiviza, pero no para indiferenciarlo, sino por considerarlo un acto de odio y una ofensa hacia una comunidad toda, por la que todos exigen respuesta. Entonces, la víctima no desaparece, sino que —en sintonía con la noción aymara de lo ch´ixi, que consiste en la posibilidad de que algo pueda ser y no ser a la vez, sin caer en la dicotomía— el trauma individual se yuxtapone con la cultura mancillada y se potencia.

La diversidad representativa de las narraciones citadas permite evidenciar el carácter estático e infértil de los roles jurídicos y sociales atribuidos a los actos de violencia sexual y, a su vez, ostenta distintos modos posibles de decodificar las situaciones traumáticas, que dan lugar a la transmutación de la violencia en la creación de alianzas solidarias, de nuevas identidades autoelegidas y de un espacio simbólico más amplio y más apto para la existencia cuidada y deseable de vidas que se escapan de la rigidez normativa.

Material suplementario
Referencias
Butler, J. (2002). Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós.
Butler, J. (2017). Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la revuelta. Buenos Aires: Paidós.
Cerruto, O. (1935). Aluvión de fuego. Santiago de Chile: Ercilla.
Despentes, V. (2007). Teoría King Kong. Madrid: Melusina.
Estenssoro, M. (1937). El occiso, La Paz: La Mariposa Mundial.
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