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A todo Puig se lo lleva el Tiempo
Daniel Link
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A todo Puig se lo lleva el Tiempo
All Puig is dragged by Time
Orbis Tertius, vol. 25, núm. 32, 2020
Universidad Nacional de La Plata
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Resumen: La pedagogía nos pone siempre ante la incerteza de las lecturas nuevas, que nuestro propio horizonte ni el de los textos pudo prever. Lejos de atenernos a un principio de autoridad o de corrección contextual, debemos escuchar esas voces que encuentran nuevos significados en los textos, garantizando su plural y su cualidad de presente perpetuo.

Palabras clave: Manuel Puig, Pedagogía, Lectura, Obra abierta.

Abstract: Pedagogy always confront us with the uncertainty of new readings, which our own horizon or that of the texts can not prevent. Far from sticking to a principle of authority or contextual correctness, we must listen to those voices that find new meanings in the texts, underlining their plurality and their quality of perpetual present.

Keywords: Manuel Puig, Pedagogy, Reading, Open Work.

Carátula del artículo

Dosier: ¡Viva Puig!

A todo Puig se lo lleva el Tiempo

All Puig is dragged by Time

Daniel Link
Universidad de Buenos Aires - Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina
Orbis Tertius
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1851-7811
Periodicidad: Semestral
vol. 25, núm. 32, 2020


"Kitsch", "Camp", "Pop", "Trash": esos estallidos de los labios y la glotis delimitan el umbral de inteligibilidad social que se reserva a las investigaciones desempeñadas desde lugares excéntricos de la cultura (aunque, en rigor, hoy no haya sino esos lugares excéntricos porque los otros no son sino la pura cosificación de las condiciones materiales de existencia de toda cultura, lo que se llama “mercado”).

Puig (cuya mayor obsesión literaria fue, como no me cansaré de subrayarlo, la construcción de una voz al mismo tiempo personal e impersonal, al mismo tiempo universal y qualunque) aceptó con estoicismo la condena a que nunca se entendiera bien lo que estaba haciendo. En Italia, encontró a Cinecittà entregada a la pasión por lo Real, el neorrealismo para el que “sólo contaba el conocimiento de la realidad”. Bien pronto quedó claro para el joven que añoraba los gestos del período clásico de la cinematografía que sus guiones no iban a encontrar una ecología propicia para transformarse en películas. De hecho, ni siquiera él quedaba satisfecho con los resultados de las largas jornadas de trabajo a las que se entregaba. Pero un día, “empecé a escribir una especie de voz en off. (...) No había manera de hacerla callar" (Jill-Levine, 2002, p.140).

Es lo que será La traición de Rita Hayworth, que no es tanto una sucursal de las mentalidades colonizadas por el cine de Hollywood sino la persistencia de una voz, un canto monótono que arrastró a Puig fuera de los tiempos y fuera, sobre todo, del cine.

Para poder llevar a buen puerto sus investigaciones obsesivas alrededor de un núcleo de temas (las formas-de-vida, la potencia de lo imaginario, el deseo de belleza), Puig tenía que cambiar de escala y perspectiva: eso encontró en la novela. Pájaros en la cabeza, llamó a ese primer proyecto novelesco. Años después, Fogwill citó ese título como evidente homenaje en la recopilación de cuentos Pájaros de la cabeza.

Mi hipótesis, hoy, es que las novelas de Puig, al salirse de los tiempos, se convierten en briznas de sentido que, arrastradas por el Tiempo, va formando figuras diferentes, como diferentes son las figuras que se forman en un teleidoscopio (instrumento óptico parecido al caleidoscopio pero que está, además, equipado con una lente que capta imágenes exteriores). La lectura (incluso la lectura más atada a los mandamientos de la filología) no sólo toma como objeto el pasado, sin también el presente vivido, que incluye toda la variedad de extremos de que es capaz nuestro ser.

*

Por supuesto, cualquiera sabe que el sentido de un texto está incompleto hasta que encuentra a sus lectores. Y cualquiera sabe también que las lecturas de un texto varían según los horizontes de expectativa de las eras. De modo que las lecturas que de Puig pueden hacerse no son las mismas que se hicieron en la década del setenta, en la del ochenta o en la del dos mil. Lejos de un estudio de "recepción" (líbrenos Manuel de tanto mal), me detendré en las transformaciones de las lecturas de Puig en tiempo presente y en ciertos contextos pedagógicos que me involucran.

Lo que en esas lecturas se juega es una concepción de lo moderno, lo que pone en contacto la forma del mundo, la presunta “belleza” del arte (a la que Puig nunca renunció) y las reglas de una cierta mundanidad, tal y como Baudelaire lo estableció hace ya bastante tiempo: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (1995 [1863], p.22).

Para Baudelaire la modernidad es una experiencia del presente: la mitad del arte se corresponde con esa experiencia del presente (lo transitorio y lo contingente: la vida mundana), la otra mitad es lo eterno e inmutable (lo que no supone una experiencia del presente).

A cada momento histórico le corresponderá una cierta modernidad que, al ser equivalente de una experiencia del presente, bien puede entenderse como una forma de vida. A veces, esa tensión entre lo transitorio y eterno ha sido entendida de manera platonizante. Esa lectura parece sugerir que habría que superar la dimensión de lo contingente (idola) para llegar a la dimensión de lo eterno (no es exactamente lo que dice Baudelaire, sin embargo).

En su Proust, Curtius (1941) se refiere al asunto en los siguientes términos: Proust es el gran novelista del perspectivismo. El gran desafío consistiría en despejar el perspectivismo del subjetivismo y el relativismo absoluto. Para resolver esa aporía, Curtius diferencia al perspectivismo del relativismo universal (todo es relativo) en el sentido de escepticismo (nada importa) y prefiere pensar un relacionismo: “que todo sea relativo significa que todo tiene importancia, que toda perspectiva se halla justificada” (p. 123).

Ese relacionismo según el cual cada punto de vista subjetivo nos da un objeto nuevo, se transforma en un nuevo objetivismo que multiplica las dimensiones de lo existente y del conocimiento, extendiendo el dominio de las verdades. “Y gracias a este perspectivismo, la conciencia en formación del siglo XX vencerá al relativismo del XIX” (p. 133), concluye Curtius. Por eso, Proust es moderno en el sentido de Baudelaire.1

Ahora bien, si la renuncia al mundo (a la mundanidad) fuera condición necesaria para acceder a las esencias eternas y duraderas, a la verdad del arte, ¿por qué nos inclinaríamos a lo mundano, conociendo su caducidad? Baudelaire lo había explicado así: “Percibimos con placer aquello que nos es contemporáneo”.

Por eso Baudelaire no se resigna a tachar del arte lo contemporáneo (la experiencia del presente) y por eso plantea esa síntesis disyuntiva entre lo invariable y lo circunstancial (lo universal y lo mundano). El placer que obtenemos en las representaciones de nuestro presente depende no sólo de la belleza que éste pueda revestir, sino sobre todo de su cualidad esencial de presente.

La obsesión por lo mundano no es sólo un rasgo de la vanguardia. Está también en las diferentes formas de realismo, que llegan hasta Puig. Basta comprobar qué sucede cuando la mundanidad literaria se enfrenta con el Estado Moderno: Madame Bovary escribe el adulterio: va a juicio. El amante de lady Chatterley escribe la sodomización de la mujer, va a juicio. El beso de la mujer araña escribe una relación entre dos cárceles del lenguaje (¡en una cárcel!), se la prohíbe en Argentina. El Estado, encarnación siempre maligna de la modernidad, le dice a los textos: “¿Te interesa ser moderno, tener onda? Pues bien, en ese caso pagarás con la cárcel tu curiosidad baudeleriana”.

*

Tengo armado un seminario de posgrado desde hace años, que repito cada tanto, actualizando apenas la bibliografía. La versión original se llamaba “Manuel Puig: ocho novelas”. Como los cursos de doctorado requieren de 36 horas para su reconocimiento, el seminario se arma en ocho sesiones de cuatro horas, y en cada sesión se discute una novela. A veces el título del seminario muta, sólo para que parezca que me dejo llevar por lo contingente. En 2020, por razones obvias, el seminario se llama “Manuel Puig, treinta años después”.

Quienes asisten son, a veces, estudiantes de doctorado. Otras veces de maestría (en estudios de género, en análisis del discurso, en filologías latinoamericanas; en Argentina y en otros países). No releo todo Puig cada vez que dicto el seminario, pero sí al menos dos de las novelas, porque sé que invariablemente me llevaré algunas sorpresas.

El texto permanece y su mundanidad se mezcla con la nuestra: hace mundo con nuestro mundo, su perspectiva y la nuestra se confunden (más allá de todo relativismo escéptico y de todo subjetivismo). Para que ese efecto óptico pueda sostenerse hay que presuponer una cierta excentricidad del dispositivo (cuando no del mundo que el teleidoscopio capta). Puig fue, en efecto, un testigo excéntrico del mundo, como un cometa con una órbita rarísima, que atravesó con la misma elegancia las profundidades de la literatura argentina (por ejemplo, Roberto Arlt), las cimas del arte del siglo XX (Joyce, Thomas Mann, Andy Warhol) y el gigantesco agujero negro del cine industrial norteamericano de la época clásica.

Lo que suele destacarse (por pereza intelectual, cuando no por homofobia) es sólo el tercer aspecto, y de ahí la incomodidad que suscita la segunda etiqueta, la de “popular”. Puig siempre fue un artista pop, en el sentido en que Warhol lo fue y con las mismas implicancias. Haber señalado que el cine constituye el inconsciente del siglo XX (es decir, no que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, hipótesis banal, sino que está estructurado como el lenguaje del cine, según una sintaxis de gestos) y haber realizado una experiencia literaria adecuada a ese principio es una operación equivalente a la postulación de un mundo entendido como una vasta serie de productos industriales disponibles para su tratamiento estético (campbell, campbell, campbell; pero también: silla eléctrica, silla eléctrica, silla eléctrica). Es probable que la experiencia estética de Puig pueda entenderse como “populista”, pero sólo en el mismo sentido en que lo fueron las experiencias de Kafka (que escribía en un alemán que pudieran leer los sirvientes) o Bertolt Brecht (que escribía en un alemán que pudieran entender los obreros). Puig escribió novelas que pudieran leer las peluqueras.

Excéntrico, populista: sí, reconozco a ese Puig. Es el Puig al que cada tanto vuelvo en mis seminarios con el mismo placer que sentí la primera vez que lo leí. Uno que dice que va a volver a escribir todo de vuelta pero desde su perspectiva y con su propia voz. Alguna vez Puig declaró, como justificación de la mezcolanza estilística que presentó en La traición de Rita Hayworth, que había hojeado Ulises de James Joyce y había visto que cada capítulo tenía un estilo diferente. Así como su propia versión (pop) del Ulises, también se animó a proponer en Boquitas pintadas su propia versión (pop, ¿peluquera?) de La montaña mágica. Y, sobre todo, se atrevió a vivir en El beso de la mujer araña una versión adecuada a su perspectiva de El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt (como traté de explicar en un viejo texto) (Link, 2015). En el tercer capítulo de esa novela, Arlt presenta a un homosexual con los rasgos que el imaginario social de la época podía atribuirle: corrupto, sucio, enfermizo y con un deseo patético (henchido de pathos) de haber nacido mujer. Se considera a sí mismo “chiflado” y “degenerado”: [… Si] yo pudiera daría toda mi plata para ser mujer… una mujercita pobre… y no me importaría quedarme preñada y lavar la ropa con tal que él me quisiera… y trabajara para mí… (Arlt, 2008, pp. 116-117)

El “degenerado” explica su “desviación” como efecto del amor, entendido como un vasto dispositivo de subalternización: “Yo no era así antes... pero él me hizo así”. Es como si en la perspectiva que Arlt recupera (en el imaginario que “cita”), pensaba yo en 2015 (y ahora subrayo), la homosexualidad fuera doblemente cautiva: de la inversión feminizadora y del amor. Después de las palabras amargas del homosexual, Silvio Astier se pregunta: “¿Quién era ese pobre ser humano que pronunciaba palabras tan terribles y nuevas?…, ¿que no pedía nada más que un poco de amor?” (Arlt, 2008, p. 117).

Lo que yo interpretaba como una cárcel imaginaria sustentada en “el penoso teorema de la inversión: anima muliebri virile corpore inclusa”, me lo demostraron quienes asistieron a la versión 2017 de mi seminario portátil, podía entenderse de una manera muy distinta. Aceptamos, me dijeron, que en El beso de la mujer araña resuena El juguete rabioso (que en Molinita resuena el “chiflado” arltiano). Pero... ¿acaso no se trata de una mujer trans, no se presenta Molina de ese modo?

En ese caso, por supuesto, no habría que pensar necesariamente en la imaginarización de un real (propio de la Loca) sino más bien de la realización de lo imaginario (propio de la transexualidad). Fue en ese momento que El beso de la mujer araña se desanudó absolutamente de sus tiempos y vino a comentar los nuestros.

En el caso de Puig se trataría de desandar el camino del “desviado” arltiano, y en el caso de la lectura sugerida en la versión de mi seminario de 2017 se trataba de un nuevo rizo: ya no la disidencia sexual y la desclasificación sino la reclasificación genérica.

Debo decir que al principio me resistí filológicamente a una lectura semejante. Un poco porque me parecía necesario sostener que la novela no transcribía una voz completamente exterior a la conciencia del que escribe sino de todo lo contrario: hacñía pasar su propia voz a la escritura, postulaba como efecto de escritura la voz de alguien que en ese gesto (y por él) huía de todas las determinaciones, inclusive la del amor (que quedaba como resto analítico en las ficciones de Puig, cada una de las cuales examina una forma de ese vínculo interpersonal). Y en la voz de Puig yo no creía, en aquel entonces, que pudiera leerse la figura de la Mujer Trans.

Y sobre todo no creía que el texto autorizara una lectura semejante, especialmente por el conjunto de notas sin las cuales la novela pierde gran parte de su gracia. Si en El beso de la mujer araña Puig incluía de manera programática la voz del “homosexual arltiano”, lo hacía en el contexto de una teoría de la transgresión o la liberación sexual que se deja leer en el conjunto de notas que integran la novela. En todo caso el “Juguete rabioso” de Puig se juega no entre las paredes de un hotelucho sino entre los barrotes de una cárcel. O mejor dicho, dos: la cárcel de hierro y concreto en la que Molina y Valentín han sido puestos, separados del mundo, y la cárcel del lenguaje que sostienen Valentín, por un lado (la sobredeterminación y la dialéctica, por todas partes) y las citas al pie.

Quienes asistían a mi seminario de 2017 sobre las ocho novelas de Puig entendieron que, desde mi perspectiva (un poco anarchivística, desde ya), El beso de la mujer araña no transcribiera la voz de la homosexualidad (porque Puig sabe que tal cosa no existe) sino la voz de Arlt (en fin, de una época) sobre la homosexualidad. Así se entiende el aparato de citas (muy por detrás de la propia experiencia y el propio saber de Puig sobre la homosexualidad), que no es sino un ejercicio de “crítica práctica” (en el sentido en que Proust usaba la expresión) sobre la cultura de los años de Arlt, pero también de los de La traición de Rita Hayworth, que no por azar coinciden.

Pero mis seminaristas agregaban su perspectiva (igualmente legítima, porque el perspectivismo es una condición de la lectura), traían consigo su propia mundanidad, su propia contingencia (la mitad del arte) y eran incluso capaces de leer en las mismas entradas bibliográficas su propio Tiempo (que arrastraba al de Puig y, ay, incluso al mío, más allá de los tiempos).

Allí donde yo leía “Para mí, la homosexualidad no existe, es una proyección de la mente reaccionaria” y “Yo admiro mucho a los movimientos de liberación gay pero creo en la integración y pienso que hay que hacer una propuesta más radical: negar el sexo como signo de identidad”, también podía leerse, subrayaban:

Los dos personajes están oprimidos, prisioneros de los roles, y lo interesante es que en un cierto momento logran huir de los personajes que se han impuesto. Pero no es que superen todos los límites; Molina queda como la heroína romántica que elige la muerte bella, el sacrificio por el hombre amado.2

Y aunque yo subrayara que Puig deploraba el límite que atrapa porque clasifica, estaba perdido porque desde el comienzo había sostenido (es un principio de lectura irrenunciable) que el autor no sabe sobre los textos que ha firmado más que quien los lee.

Entonces, mucho más sorprendente que la capacidad de Puig para reproducir lenguajes “otros” y más admirable que su maestría para volver asunto de escritura su propia voz (registros, tonos, elecciones léxicas, cadencias y ademanes), resultaba el modo en que El beso de la mujer araña se salía de su propio tiempo para interpelar su tiempo futuro, nuestro presente.

Mucho más que la apertura al mundo desde una perspectiva queer (el punto de derrumbe de las clasificaciones,3 un umbral completamente irreversible, una apertura para el lenguaje), después de ese seminario El beso pasaba a operar sobre el lenguaje desde una perspectiva trans.

Mi perspectiva (la voz queer del cielo latinoamericano) se transformaba, arrastrada por la fuerza del Tiempo, en otra perspectiva, igualmente interesante (la voz trans del cielo latinoamericano) y sobre cuya legitimidad ya no soy capaz de pronunciarme. ¿Valía la pena imponer una lectura (la propia) en lugar de otra (la de mis seminaristas), lo que implicaba renunciar al perspectivismo y al plural del texto (a la voz del lector, su perspectiva y su comprensión del mundo)?

*

La modernidad de Puig, mucho más radical de lo que imaginábamos, abraza las contingencias y la transitoriedad de las eras de quienes lo leen. El teleidoscopio no sólo capta el mundo del autor sino también el del lector, y somete ese tiempo a un tratamiento estético retrospectivo. La forma de vida que reconocemos en (y por) Puig es mutante y abierta al mundo: pero el mundo no es el “contexto” o el “cotexto” del texto sino un horizonte de intervención fuera de los tiempos.

Me detengo ahora en Sangre de amor correspondido, la “novela mala” de Puig, la más difícil de entender. Un crítico despiadado (y bastante ignorante) consideró el argumento "muy intranscendente, nada trágico" y descalificó la perspectiva del narrador, que no hacía "otra cosa que asumir sino cierta predisposición sentimental del autor frente a su personaje” (Suñén, 1982, p. 4).

Dejo de lado el asunto ético que involucra la relación entre un “autor” y su “personaje”, que no debe tomarse a la ligera (el propio Puig fue bien explícito en ese sentido: no hay, no puede haber, superioridad moral o intelectual del autor sobre el personaje). Esa relación sólo se puede comprender (¡precisamente!) a partir de “cierta predisposición sentimental” (de otro modo, sucede el escándalo de Emma Bovary, asesinada cruelmente por un autor indiferente al sufrimiento de su personaje).

¿Cuál es el “problema” de Sangre de amor correspondido? A primera vista, su punto de partida es una voz que, hasta entonces, habría estado ausente en las novelas de Puig (con excepción, tal vez, del monólogo de Cobito Umansky en La traición de Rita Hayworth). Además, la novela fue escrita a partir de la transcripción de largas conversaciones grabadas por Manuel Puig (lo que a los defensores de la autonomía literaria les pareció un escándalo). Por último, la novela prescinde de la relación con los materiales más frecuentes en el corpus Puig (esas marcas de lectura, esos recorridos por el arte y por el cine, esas revistas hojeadas y esos libros citados). Es, para decirlo de algún modo, la novela más abstracta de Puig.

El texto (que coquetea con el formato “documental”) reproduce el monólogo bastante desquiciado de un obrero de la construcción brasileño sobre su pasado. Abunda en repeticiones y en distorsiones que opacan la relación con la verdad del monologante. Bien pronto sabemos que ese discurso se deja arrastrar hacia el delirio paranoico (el monólogo de Cobito, que apenas disimula una fantasía de violación, se armaba también a partir de una ficción paranoica).

Los grandes textos de la paranoia (empezando por las Memorias de un enfermo nervioso de Daniel Paul Schreber y las interpretaciones posteriores, desde Freud a Lacan y desde Canetti a Deleuze) forman parte de mi repertorio pedagógico. Sé, por lo tanto, a contramano de quienes han acertado a leer la paranoia de Josemar, que su delirio en modo alguno puede entenderse como un mecanismo para defenderse de una fantasía de deseo homosexual (es lo que postula, equivocadamente, Freud a propósito de Schreber y es lo que se podría sostener sin violencia sobre el monólogo de Cobito).

El paranoico, en todo caso, se revela como condenado a habitar un mundo hostil armado por otros solo para él. Por eso el discurso paranoico (la ficción paranoica) liga bien con la ética del resentimiento. No hay redención posible en la ficción paranoica porque, haga uno lo que haga, no hay posibilidad de experiencia ni de construcción de un mundo propio (de una comunidad o una perspectiva propias).

Aceptado esto, lo que toca preguntarse es por qué a Puig le interesó exponer una conciencia paranoica tal y como aparece en Sangre de amor correspondido. Después de La traición, Puig había expuesto el policial (entendido como ficción paranoica) en The Buenos Aires Affaire, donde el narrador sostiene más de una vez el punto de vista del investigador de una escena del crimen y donde se cita El suplicio de una madre (una película basada en la novela homónima de James Cain, uno de los representantes paradigmáticos de la serie negra).

Pero... ¿la conciencia paranoica? ¿Qué sentido puede tener esa pieza en el mecanismo-Puig? o, dicho de otro modo: ¿Por qué vuelve, amplificada y ahora más abstracta, la voz de Cobito?

Habría que diferenciar la “conciencia paranoica” que se siente amenazada por la falta de sentido y que desarrolla, por lo tanto, un sistema aberrante de comprensión armado a partir de un repertorio de temas y figuras (los enemigos, los que persiguen, el complot, la conspiración, etc.), y por el otro, el plano de composición paranoica (el juego entre saber y no saber, entre el enigma y el monstruo). La juntura entre conciencia paranoica y método paranoico o ficción paranoica (esto es lo que importa) es naturalmente variable: diferencia y repetición constituyen su legalidad.

La paranoia es una enfermedad del poder, sea. La posición del paranoico coincide con la posición del poderoso, sea. La paranoia hace masa, sea.

Ahora bien, la paranoia como enfermedad del poder es una forma de discurso a la que podemos reconocer como radicalmente moderna (es decir: capitalista). Opera como el límite interior del pensamiento (el polo paranoico, reaccionario, que corta toda línea de fuga), especifica la tendencia imaginaria de una estructura social dada y es el espacio de todas las alianzas y exclusiones.

Entendida como sintaxis, como ficción o como género, la imaginación paranoica no pierde necesariamente las unidades que la caracterizan (el complot, las sociedades secretas, las mafias y la corrupción del Estado, las bandas ), pero subordina esas figuras a un plano de composición y un método de lectura: la ficción paranoica privilegia, para decirlo con Borges (que hubiera odiado que lo hagamos coincidir con Manuel Puig en este punto) “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas” (Borges, 1971, p. 59).

El monólogo de Josemar (conciencia paranoica) abunda en anacronismos y en atribuciones de sentido erróneas. Cada repetición introduce una variación que hace tambalear la verdad del relato (plano de composición paranoica).

Pero si la voz paranoica de Josemar no puede llevarse al punto nieve en que podría funcionar como máscara del deseo homosexual, ¿cuál es su función?

Mis seminaristas (¿en qué año? Ya no podría precisarlo) lo supieron de inmediato: Josemar ha sido arrastrado por la voz hegemónica del héteropatriarcado.

Podría pensarse que la ficción de Sangre de amor correspondido formula una pregunta sobre la imposibilidad del hombre para sostener su propio nombre en el proceso de travestismo generalizado que irremediablemente domina la Historia (son cosas que mis estudiantes saben que pueden escuchar de mí).

De ahí el grado de abstracción de la novela. Si La traición de Rita Hayworth tematizaba la vida pueblerina, "un sistema machista total" que más que producir formas de vida produce formas de muerte, Sangre de amor correspondido piensa la vida ya no pueblerina sino global (Josemar habla en/ desde Río de Janeiro) en relación con ese sistema “machista total” que hoy llamamos héteropatriarcado.

Ya lo sabemos: toda carta llega siempre a su destino, que es como decir que todos los textos pueden ser leídos o que encontrarán una serie en relación con la cual aparecerá un sentido (eso sucede como una cuestión puramente metodológica, perspectivista). No digo que el asunto “paranoia” no haya sido notado en Sangre de amor correspondido. Pero creo que hasta mis seminaristas, no había sido leída tan naturalmente como la puesta en discurso de la enfermedad del poder héteropatriarcal. Esa naturalidad les venía de su propia experiencia de mundo, de las reglas (discursivas) de su mundanidad, que les permitía defender una verdad sobre el texto. Como ha señalado también Auerbach a propósito del perspectivismo: “(...) el perspectivismo (...) [es] el método más eficaz para llegar a una síntesis concreta del universo en el que vivimos; ese universo que es, como ha dicho Proust, verdadero para nosotros y diferente para cada uno” (1949, p. 15).

Poner a Puig en perspectiva implica no sólo seguir hasta las últimas consecuencias el horizonte temporal de sus novelas sino también el nuestro, para poder encontrar algunas respuestas a los enigmas planteados por las maneras de vivir juntos en el pueblo, en la enfermedad, en el mundillo del arte, en la ciudad, en la cárcel o en el cine, en el amor o en la sexualidad.

"Pasión por lo real": así llaman los filósofos a ese deseo de destrucción y de catástrofe que recorrió el siglo XX como una sombra desoladora. Puig fue el más consecuente enemigo de esa pasión que, en nombre de lo real, no hizo sino producir formas de muerte. Amante de las imágenes, Puig se dejó llevar por todos los señuelos:

Me conmueve esa necesidad de engañarse, porque tienen necesidad de belleza, sin haberla visto nunca. (...) Y la constante emboscada de la cursilería, no saber qué línea seguir. (...) Nuestra naturaleza –la rioplatense– es tan mezquina, ¡y que aquí nazca gente con ideales de belleza! Creo que de ese “desfasaje” brota la chispa (Rodríguez Monegal, 1972, p. 25).

Del desfasaje entre su perspectiva y la nuestra, entre sus tiempos y los nuestros, surge la chispa que nos permite seguir leyendo sus novelas como si fuera siempre la primera vez, como si hablaran, al mismo tiempo que de su tiempo, del nuestro, como si comentaran un mundo (una experiencia del presente) que todavía no ha terminado de formarse. Un mundo-manantial habitado por criaturas que no participan sólo de un tiempo pasado, agitado y abigarrado, sino también de un tiempo futuro, viscoso, opaco y en el cual los nombres todavía no han sido fijados.

Es por eso que mi seminario portátil sobre las ocho novelas de Manuel Puig seguirá su camino en busca de nuevos mundos y de nuevas perspectivas, en busca de una chispa de vida.

Material suplementario
Referencias
Amícola, J. (2000). Manuel Puig y la narración infinita. En Jitrik, N. (Dir.), Historia de la literatura argentina. Tomo II. Buenos Aires, Argentina: Emecé.
Arlt, R (2008 [1926]). Obras. Buenos Aires, Argentina: Losada.
Auerbach, E. (1949). Introduction aux études de philologie romane. Frankfurt, Alemania: Klostermann.
Baudelaire, Ch. (1995). El pintor de la vida moderna. Murcia, España: Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos.
Borges, J. L. (1971). Pierre Menard, autor del Quijote. Ficciones. Madrid, España: Alianza 1971, pág. 59
Curtius, E. R. (1941). Marcel Proust y Paul Valery. Bunos Aires, Argentina: Losada.
Jill-Levine, S. (2002). Manuel Puig y la mujer araña. Su vida y ficciones. Buenos Aires, Argentina: Seix Barral.
Link, D. (2015). Kitsch, camp, boom: Puig e o ser moderno. Revista ECO PÓS, 18(3). Recuperado de https://revistas.ufrj.br/index.php/eco_pos/article/view/2761/2369
Pajetta, G. (1986). Cine y sexualidad. Crisis, (2). Recuperado de https://www.ahira.com.ar/ejemplares/crisis-2-epoca-n-41/
Rodríguez Monegal, E. (1972). El folletín rescatado. Revista de la UNAM, 27(2), 25-35. Recuperado de http://www.autoresdeluruguay.uy/biblioteca/emir_rodriguez_monegal/bibliografia/prensa/artpren/unam/unam_27.htm
Suñén, L. (13 de junio de 1982). Amor correspondido y juego sentimental. El País, 4.
Notas
Notas
1 “El platonismo que encontramos en la obra de Proust es, en efecto, una zona fronteriza, una perspectiva límite” (p. 150). “El platonismo de Proust es de otra clase, y yo no sabría compararlo más que con el de Baudelaire. Conoce el dolor y el peso de lo terrestre, se halla abrumado por la materialidad entera de lo sensible, envuelto por la corriente sombría de lo perecedero. Y tiene que refundir primero toda la materia, encandescerla y transformarla con una alquimia espiritual para encontrar su lenguaje” (p. 151).
2 Son las declaraciones de Puig en una célebre entrevista publicada en la revista Crisis (Pajetta, 1986, p. 41).
3 Una perspectiva semejante a la que aquí esbozo puede leerse en Amícola (2000).
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