Dossier: La mundialización de las memorias: sus recorridos en la Europa del Este

https://doi.org/10.24215/23468971e080

Memory politics and oblivion politics in Central and Eastern Europe after the end of communist political systems

Bruno Groppo
Centre d’Histoire Sociale du xxe Siècle (Université de Paris i Panthéon Sorbonne) y profesor en la Universidad de Padua, Francia

https://doi.org/10.24215/23468971e080

Trabajos y comunicaciones, núm. 49, 2019

Universidad Nacional de La Plata

Recepción: 10 Octubre 2018

Aprobación: 29 Octubre 2018

Resumen: Las memorias del comunismo en Europa central y oriental están en el centro del artículo de Bruno Groppo, quien presenta un panorama general de las políticas de la memoria desarrolladas después del fin de los sistemas políticos comunistas. Diferentes de un país a otros, éstos siguen presentando, sin embargo, características comunes, que evocan, en ciertos aspectos, a las memorias elaboradas en muchos países europeos después de la Segunda Guerra Mundial. Se construye, como entonces, el mito de una sociedad víctima inocente, por un lado, y resistente, por el otro. El pasado comunista es visto enteramente en términos negativos, como un periodo de violencia y de terror, y el comunismo se encuentra, en cierto modo, externalizado, es decir presentado como un sistema político carente de raíces en la sociedad, impuesto desde el exterior y sostenido en el poder, exclusivamente, por la fuerza. La responsabilidad de todo es atribuida por completo a la Unión Soviética, así como en 1945 la Alemania nazi era, unánimemente, considerada la responsable exclusiva de todos los males de la guerra mundial recién terminada. Al mito de la víctima inocente se une el de una sociedad casi, totalmente, resistente, que desde el inicio luchó tenaz y heroicamente en contra del comunismo. En las interpretaciones del pasado que están en la base de las políticas de la memoria postcomunista no encuentran lugar aquellos aspectos que contradicen o no están plenamente conformes con la imagen que éstas intentan transmitir. Por ejemplo, el tema del consenso, más o menos amplio, de cual se beneficiaron los regímenes comunistas, es raramente evocado. Lo mismo sucede con otros temas embarazosos, como la participación de sectores de la población, en algunos países, en la persecución y exterminio de los judíos. En suma, las memorias públicas del comunismo son a menudo construidas sobre una distorsión de la realidad histórica.

Palabras clave: Memoria, Comunismo, Europa central y Oriental, Políticas de la memoria.

Abstract: The memories of communism in Central and Eastern Europe are in the center of the article by Bruno Groppo, who presents an overview of the politics of memory developed after the end of Communist political systems. Different from one country to another, they still present, however, common characteristics, evoking, in certain aspects, the memories produced in many European countries after the Second World War. Is built, as then, the myth of a society victim innocent, on the one hand, and resistant, on the other. The communist past is seen entirely in negative terms, as a period of violence and terror, and communism, in a way, externalized, that is, presented as a political system lacking roots in society, imposed from outside and held in power, exclusively, by force. The responsibility for everything is entirely to the Soviet Union; just as in 1945 Nazi Germany was unanimously considered the exclusive responsible for all the ills of the recently ended world war. The myth of the innocent victim joins that of a society almost, totally, resistant, that from the beginning fought tenaciously and heroically against communism. In the interpretations of the past that are at the base of the politics of memory post-Communist memory do not find those aspects that contradict or are not fully in accordance with the image that they are trying to convey. For example, the issue of consensus, more or less broad, which benefited the Communist regimes, is rarely evoked. The same happens with other embarrassing topics, such as the participation of sectors of the population, in some countries, in the persecution and extermination of Jews. In sum, the public memories of communism are often built on a distortion of historical reality.

Keywords: Memory, Communism, Central and Eastern Europe, Politics of memory.

Memorias divididas

Las reflexiones aquí propuestas parten de la constatación de que existe una división profunda, en el campo de la memoria, entre la Europa occidental y la Oriental. En la primera, la memoria devenida emblemática y que sirve como punto de referencia y de comparación para las otras memorias, es la de la Shoah,1 mientras que en la Europa centro-oriental la memoria dominante es la del comunismo; respecto a esta, la memoria de la Shoah se ubica en una segunda posición, y además es, a menudo, considerada como una competidora desagradable. Cualquiera que sea la manera en la cual se la defina -fractura, asimetría, desfasaje, no correspondencia-, la diferencia entre las dos culturas memoriales dominantes en Europa es a menudo fuente de malentendidos y de incomprensiones. La Europa occidental pretende, de hecho, que también los países ex comunistas acepten su jerarquización memorial, al ápice de la cual se sitúa la memoria de la Shoah, y sostiene que esta última no es debidamente considerada por ellos. Por el contrario, en el Este hay una opinión difundida de que la Europa occidental, con su insistencia exclusiva en la Shoah, no toma suficientemente en cuenta los sufrimientos soportados por culpa del comunismo. El ingreso a la Unión Europea de la gran mayoría de los países ex comunistas no ha borrado estas diferencias, que reflejan las historias profundamente diversas que vivieron las dos partes de Europa después de 1945 (Zhurzhenko, 2007).

Entre las repercusiones que el fin de los sistemas políticos comunistas produjo en el campo de la memoria nos interesan aquí, principalmente, las relacionadas con las políticas de memoria (y de olvido) implementadas por los gobiernos post-comunistas, y más en general, los usos políticos del pasado en las sociedades post-comunistas: interesa, por tanto, ver como estas sociedades se confrontan con su pasado, como lo reinterpretan y lo narran en los manuales de historia, en los museos, en las conmemoraciones, a través de monumentos, etc. En este sentido, entendemos por “políticas de la memoria” el conjunto de decisiones tomadas y las iniciativas implementadas por los poderes públicos, en especial por los gobiernos, para construir, transmitir y aceptar una cierta visión del pasado, con el objetivo de influir en la formación de la identidad colectiva y, en particular, en la identidad nacional. Estas políticas son por definición selectivas, en tanto eligen y valorizan determinados aspectos del pasado, que consideran como particularmente significativos y dignos de ser recordados, y dejan, por el contrario, en la sombra, voluntaria o involuntariamente, otros aspectos, que se consideran menos relevantes o negativos. En este sentido, son también, al mismo tiempo, políticas del olvido, ya que la selección hecha por estos excluye inevitablemente del territorio de la memoria pública una parte del pasado. A través de las políticas de la memoria, el pasado, que como tal no puede ser modificado, es reinterpretado y resignificado en función de los problemas y de las preocupaciones del presente: desde este punto de vista, éste se presenta como una materia maleable, al cual las políticas de la memoria le dan la forma deseada. En cada sociedad existe una multiplicidad de memorias, a menudo en conflicto entre ellas, puesto que la memoria nunca es un terreno neutro. Como escribe Remo Bodei,

La memoria y el olvido no representan […] terrenos neutrales, sino verdaderos campos de batalla, en los cuales se decide, se modela y se legitima la identidad, especialmente la colectiva. A través de una serie ininterrumpida de luchas, los contendientes se apropian de su propia cuota de herencia simbólica del pasado, obliteran o enfatizan algunos aspectos a expensas de otros, componiendo un claroscuro relativamente adecuado a las exigencias más sentidas del momento. (1995: 38)

En este campo de batalla se oponen, también, interpretaciones divergentes u opuestas del pasado, cada una de las cuales aspira a ser reconocida y a transformarse en la memoria dominante en el espacio público. Las luchas por la memoria son, por tanto, de naturaleza esencialmente política. Las políticas de la memoria responden a preocupaciones, demandas y objetivos del presente, y por tal motivo no informan más sobre el presente de una sociedad que sobre de su pasado. Los olvidos, los silencios, las páginas en blanco o las remociones, son tan importantes y significativos como lo que oficialmente se recuerda. El olvido al cual nos referimos aquí es esencialmente el voluntario. Sin embargo, Bodei nos recuerda que

El olvido no representa solo una forma de damnatio memoriae et de amnesia-amnistía del pasado. No consiste en una “rasura” efectiva o simbólica de los nombres, de las fechas o de las circunstancias, tal como se hacía en los epígrafes romanos, o en una privación pura y simple de los recuerdos. Depende también, de manera positiva, de la disminución de las energías que (activamente) plasman y (pasivamente) sostienen y conservan la memoria histórica y el sentido de pertenencia a una comunidad. […] El olvido es producido por la caída y por la retracción de las fuerzas que mantienen en vida, legitimando y difundiendo las memorias y las creencias compartidas. (Bodei, 1995: 33-ss)

La transición política en Europa central y oriental fue, a menudo precedida, acompañada y seguida por una fuerte movilización de la memoria. Anteriormente, la memoria había representado en estos países un importante terreno de resistencia y de lucha contra la dictadura comunista. Se trataba, a menudo, de memorias latentes, aparentemente desaparecidas pero listas para resurgir en la primera ocasión, y con ello permitirle a una nación o a un grupo “recobrar la identidad propia, incluso después de un largo paréntesis de opresión y de los intentos de los adversarios por borrarla, manipularla, falsearla o apropiársela” (Bodei; 1995: 40). En este sentido, es particularmente significativo el ejemplo de Polonia, donde en 1980-1981 el movimiento Solidarnosc logró movilizar eficazmente la memoria de las revueltas obreras de 1956, 1970, 1976 y de sus sangrientas represiones (Baczko, 1984; Wajda, 1977 y 1981 ). En un interesante artículo sobre este tema, Bronislaw Baczko, sostiene que una de las principales reivindicaciones de los huelguistas atrincherados en los astilleros de Gdansk tenía que ver con la construcción de un monumento a las víctimas de la represión de 1970 en el litoral del Báltico. Junto a las reivindicaciones materiales, la lucha se situaba también en el terreno simbólico: establecía un vínculo directo con las luchas de hace diez años, rompía el silencio impuesto y reivindicaba las víctimas de entonces.

Los monumentos -escribe Baczko (1984)- ciertamente conmemoran a las víctimas y a los mártires, pero el hecho mismo de que estos monumentos existan, que, finalmente, se erijan, es vivido como una victoria sobre las derrotas del pasado, como una garantía de que éstas no podrán nuevamente producirse. Los fracasos y las derrotas pasadas se transforman, asimismo, en símbolos que anuncian la victoria final, consolidando la esperanza en el futuro (p.227).2

En los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), que al final de 1991 todavía hacían parte de la Unión Soviética, la lucha por la reconquista de la independencia nacional fue dirigida, en el contexto favorable creado por la perestroika de Gorbachov, en gran parte en el terreno de la memoria y ésta fue fuertemente estimulada por el ejemplo de los otros países este-europeos, donde, en 1989, las tropas soviéticas no habían intervenido para salvar los regímenes comunistas locales. En Hungría, la memoria de la revolución de 1956 desempeñó un papel importante en el proceso de transición a la democracia: en junio de 1989 los solemnes funerales de Imre Nagy, figura principal de la revolución húngara, signaron simbólicamente el reconocimiento oficial de aquella memoria, hasta entonces calumniada y reprimida.

En todos estos casos, la lucha por la memoria permitió establecer un contacto directo entre diferentes generaciones y trasmitir, a las más jóvenes, experiencias y recuerdos de las generaciones anteriores. En todas partes la memoria fue utilizada por los movimientos disidentes y de oposición para acelerar el fin de los sistemas comunistas. Con la desaparición de estos últimos, también la memoria oficial comunista, que había monopolizado, hasta entonces, el espacio público, conoció un rápido eclipse, mientras que las instituciones que se encargaban de elaborarla y de trasmitirla comenzaron a desaparecer, empezando por los Institutos de Marxismo-Leninismo. En el caso de Hungría, los principales fundamentos de la memoria oficial fueron desmantelados cuando, por el lado comunista, se reconoció oficialmente que la insurrección de 1956 había sido una revuelta popular y no una contrarrevolución, y que la invasión a Checoslovaquia, por parte de las tropas del pacto de Varsovia en agosto de 1968, había sido un grave error. De esta manera fue destruida la legitimidad de los regímenes instaurados por los tanques soviéticos: la historia tenía que ser completamente reescrita.

Finalizado el monopolio comunista, otras memorias, hasta ahora marginadas o reducidas al silencio, han resurgido con fuerza y han ocupado el espacio público, en el marco de una redistribución general del capital simbólico, con la desvalorización de todo lo comunista, o asociado con el comunismo, y la valorización de todo lo anticomunista. Los símbolos del régimen pasado fueron eliminados y sustituidos por otros que evocan a las víctimas del régimen, a las persecuciones sufridas y a la resistencia a la dictadura, o bien acontecimientos o personalidades del pasado nacional precomunista, hasta entonces excluidos de la memoria oficial. La toponimia fue profundamente modificada: los nombres de las calles, de las plazas, de los edificios públicos, que hacían referencia al comunismo fueron sustituidos por otros, más en sintonía con los nuevos valores y con las nuevas interpretaciones del pasado. En ciertos casos, ciudades enteras cambiaron sus nombres, abandonando aquellos que habían sido atribuido en la época comunista y reencontrando los que tenían anteriormente, como Chemnitz, en Alemania oriental, que había sido transformada en Karl-Marx-Stadt en 1953, y que retomó, en 1990, su nombre original.3 También el vocabulario político cambió: los adjetivos “socialista” y “popular”, por ejemplo, desaparecieron de los nombres oficiales de varias repúblicas, convertidas, ahora, en republicas tout court, sin otra cualidad que la geográfica. Las expresiones propias del lenguaje comunista también cayeron en desuso.

Los cambios fueron particularmente visibles en el caso de los monumentos. Aquellos que celebraban figuras o episodios del pasado comunista fueron, generalmente, demolidos o removidos, como sucedió, por ejemplo, con la gigantesca estatua de Lenin, del escultor soviético Nikolai Tomski, que sobresalía en una gran plaza en Berlín del Este, esta también rebautizada (de Plaza Lenin a Plaza de las Naciones Unidas) (Robin, 2001). En algunos casos, numerosos ejemplares de la estatuaria soviético-comunista, después de haber sido removidos, fueron reagrupados y situados en parques, transformados en un nuevo tipo de atracciones turísticas (Losonczy, 1999 y 2006). Cabe recordar, que también en la época comunista ya se había asistido a la remoción o a la destrucción de monumentos dedicados a personalidades comunistas caídas en desgracia. Después del XX congreso del Partido comunista soviético, durante el cual, el secretario del partido Nikita Krushcev denunció en una sesión secreta los crímenes de Stalin, fueron eliminados muchos monumentos del difunto dictador, tanto en la Unión Soviética como en los otros países del bloque soviético. En Praga, por ejemplo, el gigantesco monumento a Stalin inaugurado en 1955, sobre la colina que domina la capital checa, fue demolido en 1962 y solo quedó de éste su pedestal. En Budapest, la estatua de Stalin, también enorme, inaugurada en 1951 fue abatida en octubre de 1956 por los insurrectos húngaros, quienes dejaron intactas solo las botas de la estatua sobre el pedestal, ahora, vacío (Sinko, 1992; Gamboni, 1997; Michalski, 1998).4 Después del final del comunismo, los nuevos monumentos, que sustituyeron a los removidos, evocan episodios o figuras de una historia del todo distinta a la que era narrada y celebrada anteriormente: ahora se narran las persecuciones de la época comunista, las revueltas, las deportaciones o las luchas por la independencia nacional. Los monumentos de la época comunista no fueron las únicas víctimas de los cambios políticos acaecidos a partir de 1989; también fueron demolidos edificios enteros, dotados de un enorme valor simbólico, como por ejemplo el Palacio de la República en Berlín del Este (Holfelder, 2008; Ladd,1997).5

Las políticas de la memoria de los gobiernos postcomunistas proponen interpretaciones del pasado radicalmente distintas a las que predominaban antes de 1989. En todas partes, nuevas narrativas históricas han sustituido a las de la época comunista, ahora desacreditadas (Anthoi, Trencsényi & Apor, 2007). La principal novedad es que, en el nuevo contexto político, ya no existe más una memoria única, con capacidad de monopolizar el espacio público y de excluir a todas las otras memorias, ni un modelo narrativo único de referencia, como era el soviético para los países del bloque homónimo. Ahora, cada país narra y pone en escena su propia historia sin necesidad de plegarse a esquemas impuestos desde el exterior. Existen, sin embargo, algunas analogías entre las distintas narrativas, también porque todas éstas se refieren a una experiencia común que fue la del comunismo. Cambios importantes también se han dado en el campo de la historiografía propiamente dicha (Kopecek, 2008), pero exceden el marco del presente artículo. No obstante, hay que subrayar que una de las principales novedades del postcomunismo fue la apertura de archivos hasta entonces inaccesibles. La práctica estalinista del secreto, inaugurada en la Unión Soviética de los años treinta y luego extendida por todo el mundo comunista, tuvo como consecuencia directa la inaccesibilidad de numerosos archivos, comenzando por los del partido comunista y, con ello, la imposibilidad, para los historiadores, de consultar fuentes indispensables para su propio trabajo. Sometida a un estricto control ideológico, la escritura de la historia estaba destinada, esencialmente, a legitimar el poder comunista. El final de este control y la apertura de los archivos después de 1989 (o después de 1991, en el caso de Rusia) crearon las condiciones para que pudiera desarrollarse una investigación histórica independiente y basada realmente en las fuentes. Esta verdadera “revolución archivística” fue particularmente importante para la historiografía del comunismo.

Una de las iniciativas más significativas en el marco de las políticas de la memoria postcomunistas fue la creación de nuevos museos de historia contemporánea, dedicados específicamente al periodo comunista y que llamaremos, para simplificar, museos del comunismo, aunque las denominaciones oficiales son diversas de un país a otro (Apor & Sarsikova, 2008). Además, han surgido nuevas instituciones públicas, encargadas de salvaguardar y transmitir la memoria del pasado reciente, generalmente entendido como el periodo comprendido entre el inicio de las Segunda Guerra Mundial y el fin de los regímenes comunistas. Un ejemplo significativo es el del Instituto de la Memoria Nacional, creado por el Parlamento polaco en diciembre de 1998 (Tonini, 2008 y 2013) y que sirvió de modelo para otros países ex comunistas. Como lo demuestra la multiplicación de este tipo de museos e instituciones, el comunismo es visto ahora como un fenómeno del pasado, pero cuyas consecuencias continúan sintiéndose en el presente. La gran mayoría de la población que lo experimentó lo recuerda como una experiencia profundamente negativa y traumática (aunque hay algunos que añoran algunos aspectos, como por ejemplo el pleno empleo). A esto se refieren las nuevas políticas de la memoria, que no son un elemento marginal o anecdótico, sino un aspecto importante, e incluso central, de la política de estos países. No obstante, al pasado comunista le quedan vinculados numerosos problemas que estas sociedades han debido enfrentar, entre ellos las reparaciones de las injusticias cometidas por los regímenes, el resarcimiento a las víctimas, la restitución de los bienes confiscados a sus legítimos propietarios, la depuración de la función pública, la restructuración de los servicios de seguridad, entre otros. La referencia al pasado fue, a menudo, instrumentalizada para desacreditar adversarios políticos con la acusación de haber sido cómplices del régimen o de haber colaborado con la policía política. Los archivos de los servicios de seguridad comunista son comúnmente utilizados con este fin. Por lo tanto, en torno al pasado comunista se cruzan conflictos políticos, instrumentalizaciones de las partes, luchas por la memoria, pedidos de reparación, olvidos selectivos y tentativas de reposición de las identidades colectivas. A esta confrontación con el pasado, generalmente dolorosa y difícil, es prácticamente imposible sustraerse.

Analogías con la Segunda Guerra Mundial

Las políticas de la memoria (y del olvido) de la transición postcomunista presentan varias analogías con las de muchos países europeos después de la Segunda Guerra Mundial. En ambos casos, se trataba de enfrentarse a un pasado traumático y de construir un nuevo sistema político y social redefiniendo las identidades colectivas: en tal proceso, la construcción de una memoria pública y de narrativas que conjugaban, en proporciones variables, verdades, mitos, remociones y olvidos, desempeñó un papel fundamental. Por lo tanto, puede ser útil detenerse en la experiencia posterior a 1945, puesto que esta permite comprender mejor las dinámicas memoriales ocurridas después de 1989. Es necesario, además, evocar las prácticas de los regímenes comunistas con respecto a la memoria y el olvido, porque las narrativas históricas elaboradas después de 1989 se presentan, a menudo, como una imagen cambiada de las que anteriormente estaban en vigor.

En 1945, terminada la guerra, casi todos los países europeos aspiraban a olvidar, y a hacer olvidar, ciertos aspecto de su pasado inmediato (Judt, 1992).6 Durante la guerra, la mayor parte del continente europeo fue ocupado por los ejércitos alemanes, quienes implementaron políticas particularmente brutales, directamente o a través de regímenes locales instalados por la Alemania nazista y controlados por ella. La población de los países ocupados reaccionó a tal situación de distintas maneras: una parte eligió el camino de la colaboración con el ocupante, otras el de la resistencia, y otras más, casi en su gran mayoría, trató de adaptarse y de encontrar un modus vivendi que les permitiese sobrevivir en espera de tiempos mejores. Las élites políticas también se dividieron entre colaboracionistas y resistentes, o bien, intentaron ganar tiempo. En muchos casos, estas divisiones desembocaron en sanguinarias guerras civiles, como también en sangrientas rendiciones de cuentas después de la Liberación. También hay que agregar que el exterminio judío durante la guerra se llevó a cabo esencialmente en Europa oriental, y que en algunos países ocupados una parte de la población había participado en ello, inclusive tomando ella la iniciativa -como en el caso de la masacre de los judíos de Jedwabne, en Polonia, caso estudiado por Jan Gross (2001). Por lo tanto, casi todos los países europeos tenían numerosas razones para optar por el olvido al final de la guerra. La reconstrucción de Europa después de 1945 se efectuó, por tanto, sobre una doble base: por un lado, la remoción de los aspectos “incomodos” del pasado inmediato; y por el otro, la celebración de los movimientos de resistencia en el marco de narrativas épico-patrióticas.

En este panorama general, Alemania representaba un caso sui generis, en la medida en que ella no había conocido un movimiento de resistencia armada ni un levantamiento popular contra el régimen. Al final de la guerra los países que habían sido sus aliados se encontraban, igual que Alemania, en el campo de los vencidos. En 1945 la responsabilidad de la guerra y de las destrucciones materiales y humanas por ella provocadas fueron unánimemente atribuidas a los alemanes, mientras que cada país buscaba posicionarse al lado de los vencedores. Los ex aliados de Alemania hicieron todo lo posible para disociar su destino del de los alemanes, atribuyendo, a esta última también, la responsabilidad de crímenes que no había cometido. Un caso emblemático fue el de Austria, quien consiguió presentarse como “la primera víctima del nazismo” y hacer olvidar su participación dentro de los crímenes nazis, a pesar de que gran parte de la población austriaca acogió con entusiasmo la anexión a Alemania (y con ello, la pérdida de la independencia nacional) en 1938 y que sus soldados combatieron con uniforme alemán durante la guerra (Uhl, 2001; Utgaard 2003; Pick, 2000). Consiguió también hacer olvidar que muchos austriacos habían sido miembros del partido nazi y que muchos criminales nazis eran austriacos. Otro caso interesante es el de Italia, quien participó en la guerra al lado de Alemania desde 1940 hasta 1943. Después de la Liberación, los gobiernos italianos, integrados por las fuerzas políticas que habían participado en la Resistencia, se esforzaron por olvidar este primer periodo de la guerra y de separar el destino del país del de los fascistas, poniendo el acento sobre la importancia de la Resistencia y en el hecho de que los italianos contribuyeron, de manera notable, en su propia liberación. En Francia, se buscó olvidar el trauma de la derrota de 1940, el voto de los plenos poderes al Mariscal Petain, la Colaboración, el antisemitismo autóctono de Vichy y el papel de la administración francesa en la deportación de los judíos hacia los campos de la muerte.

Alemania se encontraba entonces en una posición particularmente difícil, puesto que era objeto de una condena universal a causa de los crímenes del nazismo y porque no podía ni negarlos ni atribuirles la responsabilidad a otros países. Esta vez la responsabilidad de la guerra pertenecía claramente a Alemania, y la derrota no podía ser atribuida a una “puñalada en la espalda” como hicieron los nacionalistas alemanes inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Respecto a esta última, una gran diferencia era que esta vez los crímenes reprochados a Alemania no eran comparables a los cometidos por los otros beligerantes: de hecho, solo Alemania había cometido un cierto tipo de crímenes, para los cuales fue, incluso, necesario crear términos y conceptos -“crímenes de lesa humanidad”, “genocidio”- que antes no existían. No obstante, la mayor parte de la población prefirió considerase víctima antes que responsable o cómplice: víctima de la guerra, de los bombardeos aéreos, de las expulsiones, de la violencia de los ejércitos soviéticos, etcétera (Schmitz, 2007; Moeller, 2005; Niven, 2006). En lugar de cuestionar las raíces profundas del nazismo y el consenso del que éste gozó en la sociedad alemana, se prefirió reducir el nazismo a un hitlerismo, como si la sociedad hubiese sido hechizada por la personalidad maléfica de un dictador. Muchos se refugiaron en la idea de la imposibilidad práctica de resistir a un régimen de terror que ejercía un control total sobre la sociedad. De esta manera, la mayoría de los alemanes evitó, después de la guerra, cuestionar sus propias responsabilidades por haber llevado a Hitler al poder y, posteriormente, por haber apoyado al régimen nazi.

Mientras esto sucedía en Alemania, en los otros países se procedía rápidamente a la construcción de nuevos mitos fundadores (von Flacke, 1998). El principal fue el de la resistencia, presentada por las nuevas narrativas dominantes como un movimiento que había involucrado al conjunto de la población, mientras que eran ocultados otros aspectos, como la importancia de los fenómenos de colaboracionismo, no conformes con esta visión épico-heroica de la resistencia (Deàk, Gross & Judt, 2000).

Después de 1989

Una situación, en algunos aspectos, análoga se verificó en la Europa central y oriental después de la caída de los regímenes comunistas. También en este caso el pasado, tanto reciente como lejano, fue reinterpretado a la luz de los nuevos valores dominantes, y fueron elaborados, siempre como respuesta a las preocupaciones del presente, nuevas narrativas, en las cuales el paradigma antifascista fue sustituido por el paradigma anticomunista. Para comprender cabalmente la nueva situación, es necesario recordar que aquel paradigma preexistente estaba caracterizado por el monopolio de la memoria oficial comunista y por la exclusión de todas las otras memorias en el espacio público. En los sistemas políticos comunistas, la memoria y la historia constituían un instrumento esencial de legitimación del poder del partido, y por esta razón estaban sometidas a un estricto control. Posteriormente, la influencia dominante soviética hizo que las narrativas nacionales, con relación a la Segunda Guerra Mundial, se asemejaran todas, en cuanto a variaciones y adaptaciones locales en un único modelo. La guerra fue presentada como una guerra antifascista, en la cual los diferentes pueblos habían resistido bajo la conducción de los respectivos partidos comunistas y, con la ayuda decisiva de la Unión Soviética, habían conseguido triunfar sobre el nazismo y sus aliados. El antifascismo, en una versión estrictamente comunista que excluía cualquier referencia a otras corrientes de este movimiento políticamente pluralista, fue el principal referente ideológico utilizado para la “construcción del socialismo” en la parte oriental de Europa, como también fue el fundamento de la legitimidad de los sistemas comunistas, que no disponían de la normal legitimidad democrática derivada de la obtención de una mayoría en elecciones libres.7

En la República democrática alemana (RDA), en particular, el antifascismo se transformó en una suerte de religión civil y en el principal elemento constitutivo de la nueva identidad nacional que el régimen intentaba forjar, en oposición a la de la República Federal. No es necesario, aquí, insistir sobre el carácter en gran medida mítico de las narrativas oficiales. Nos interesa, más bien, detenernos en las prácticas de olvido propias de los sistemas políticos comunistas. Estas no se limitaban a excluir del espacio público o a condenar al silencio y al olvido las memorias no comunistas, sino que también practicaban la damnatio memoriae en contra de los comunistas disidentes, herejes o simplemente caídos en desgracia, cuyos nombres eran borrados de la historia y de la memoria oficial del partido. Fueron, también, condenados al silencio o presentados en modo completamente distorsionado episodios del pasado reciente, como el pacto germano-soviético de agosto de 1939 y sus protocolos secretos, o la masacre de más de 20.000 oficiales polacos en el bosque de Katin por parte de la policía política soviética. Se trataba, en ambos casos, de ocultar las responsabilidades soviéticas. En cuanto a la Shoah, en la cual los comunistas no tuvieron ninguna responsabilidad, las víctimas fueron recordadas en la Europa comunista solo en tanto ciudadanos de este o aquel país, y no como judíos, exterminados por el simple hecho de ser judíos (Salomoni, 2007). Esto se debía a la imposibilidad de explicar de manera convincente la Shoah en el marco de la interpretación oficial comunista del nazismo y de la guerra: si, de hecho, el nazismo había sido únicamente el instrumento del gran capital alemán, ¿qué interés podía tener éste último en el exterminio de los judíos europeos? A esta dificultad de fondo se le sumaban dos factores complementarios, que contribuyeron a relegar en segundo plano la memoria de la Shoah en los países comunistas. El primero fue la propensión de los gobiernos comunistas, empezando por el soviético, de utilizar también el antisemitismo, aunque no de manera abierta, con el pretexto de la lucha en contra del sionismo y del “cosmopolitismo” (Snyder, 2010). Las campañas antisemitas de la Unión Soviética durante los últimos años del reino de Stalin8 sirvieron de inspiración a otros países del bloque soviético, por ejemplo en varios “procesos espectáculo”, al inicio de los años cincuenta, en contra de dirigentes comunistas caídos en desgracia, y de quienes se remarcaba, con insistencia, su origen judío. Más tarde, en 1968, el poder comunista en Polonia no vaciló en aprovechar el antisemitismo para reprimir los movimientos disidentes que, por entonces, se manifestaban.

El segundo factor era que en varios países este-europeos una parte de la población local había participado, de manera más o menos activa, en la persecución y en el exterminio de los judíos. Evocar públicamente tal evento significaba, por tanto, reabrir una página del pasado que muchos preferían, por el contrario, olvidar y que contradecía la versión comunista oficial de una participación popular casi unánime en la lucha antifascista: ni los partidos comunistas en el poder, ni algunos sectores de la población, ya sea por razones distintas, tenían interés en hacerlo.

Después del fin de los sistemas políticos comunistas el pasado fue releído en un modo completamente diferente. Las nuevas interpretaciones, que inspiraron las políticas de la memoria post-comunista, se caracterizaron por la importancia central atribuida al tema de la nación como víctima y con una orientación más o menos nacionalista. Se pone hincapié en los sufrimientos y en las persecuciones sufridas por las naciones por parte del régimen comunista o a causa de la ocupación nazi y en los episodios heroicos de resistencia y de coraje de la nación misma. Todo lo que contradice esta imagen de la nación es ocultado o apenas mencionado. Aspectos como la colaboración con el ocupante nazi durante la guerra, la participación de sectores de la población en el genocidio judío o el consenso de una parte de la sociedad hacia el régimen comunista, son raramente evocados. En esta manera de reescribir el pasado se encuentran olvidos, remociones y silencios análogos a los que caracterizaban las narrativas predominantes elaboradas después de la Segunda Guerra Mundial.

Como todas las políticas de la memoria, también las post-comunistas responden a imperativos y a preocupaciones de naturaleza política y hacen un uso político del pasado. Desde este punto de vista se pueden comparar, al menos en parte, a las de la época comunista, con la condición de no olvidar una diferencia esencial, y es que ya no existe más un monopolio de la memoria y de la interpretación del pasado y que las voces contrastantes pueden, generalmente, expresarse en el espacio público. La construcción de una memoria del pasado comunista y de la Segunda Guerra Mundial ha revelado un ejercicio difícil. Lo demuestran, por ejemplo, las intensas polémicas suscitadas en Polonia por la publicación en 2001 de un libro del historiado americano-polaco Jan Gross (2001) sobre una masacre ocurrida en julio de 1941 en Jedwabne, un pueblo de Polonia oriental, donde los habitantes judíos fueron bárbaramente asesinados por sus vecinos polacos (Polonsky & Michlic, 2004; Stola, 2003). Titulado, simplemente Neighbors (Vecinos), el libro de Gross mostraba que se podía ser, al mismo tiempo, víctima, héroe y verdugo, y con ello puso en crisis la imagen tradicional de Polonia como nación-víctima, “Cristo entre las naciones”, cuya figura se remonta al siglo XIX pero que permanece en el centro de las políticas de la memoria post-comunistas.9 Este episodio ilustra las ambigüedades y las contradicciones de la memoria polaca, pero permite también medir las diferencias con relación a la época comunista. Un debate como éste, que agitó a la sociedad polaca después de la publicación del libro de Gross, era impensable bajo el régimen comunista. Por el contrario, en el nuevo contexto político las voces más diversas pudieron expresarse en el espacio público. Después de la polémica a propósito de Jedwabne, una comisión de historiadores fue encargada de verificar la exactitud de las afirmaciones de Gross: las investigaciones efectuadas demostraron no sólo que los hechos descritos por Gross habían realmente sucedido, sino que la masacre de Jedwabne no había sido la única de este tipo.

Más allá del caso específico de Polonia, cabe recordar que la cuestión del antisemitismo y de la participación de sectores de la población local en el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial también incluyó a otros países este-europeos. Reprimida durante la época comunista, ésta fue, a menudo, evitada también ulteriormente: la memoria del comunismo, constantemente evocada, sirvió, en este caso, de pantalla y tendió a ocultar este otro pasado difícil.

Las políticas de la memoria, a la par de la memoria misma como construcción social, tienen también una historia y se modifican con el curso de los años y según los cambiantes contextos políticos nacionales. En Polonia, por ejemplo, el primer gobierno no comunista, dirigido por Tadeusz Mazowiezki, eligió pasar la página del pasado para concentrarse en el presente y en el futuro. Más tarde, el gobierno conservador y nacionalista dirigido por Jarosław Kaczyński (2006-­2007) hizo un intenso uso político del pasado comunista, con el objetivo de poner en aprietos a sus adversarios y a sus competidores políticos (Tonini, 2013). En Hungría, el primer gobierno conservador (1990-1994) de la época post-comunista no desarrolló una política sistemática de la memoria, como hizo, por el contrario, más tarde el segundo gobierno conservador (1999-2003). En fin, cada país siguió su propio camino en cuanto al uso político del pasado, y para cada uno es posible distinguir una serie de etapas, de desarrollos y periodos. Un análisis en profundidad para cada país, en particular, trasciende los límites del presente estudio, que, no obstante, se propone arrojar algunas luces sobre las características generales de las políticas de la memoria post-comunista.

Los museos del comunismo

Como ya se observó, una de las formas más importantes y significativas de las políticas de la memoria en las sociedades post comunistas fue la creación de museos de historia contemporánea dedicados específicamente al periodo comunista (Knigge & Mählert, 2005; Unfried & Kheraskoff, 1992; Hwang, 2009; García Morales, 2012). Algunos de estos, como por ejemplo el Museo del comunismo en Praga (Connolly, 06.03.2002),10 son fruto de iniciativas enteramente privadas. Sin embargo, en la mayoría de casos se trata de iniciativas públicas, dirigidas o apoyadas por los poderes públicos y financiadas con fondos estatales. La creación de un museo implica generalmente un conjunto de decisiones políticas y administrativas, un debate público (en el parlamento y en los medios de comunicación), disposiciones legislativas que definen la misión del museo como el presupuesto para el financiamiento requerido, la elección de un edificio apropiado, el reclutamiento de personal calificado, la nómina de una comisión científica, entre otros. Nada puede ser improvisado: exige tiempo, un cierto consenso y una voluntad política claramente definida. Por todas estas razones, se puede considerar que un museo refleja las pautas prevalecientes en un momento determinado a nivel gubernamental y, más generalmente, en la memoria pública. En algunos casos, nuevos museos han sustituido a otros, construidos en la época comunista y que expresaban, por el contrario, una visión comunista del pasado.

Entre los principales “museos del comunismo” figuran la Casa del Terror (Terror Háza) en Budapest (Horvath, 2008; Apor, 2010; Ratz, 2006), el Museo de las Víctimas del Genocidio (1992) en Vilna (Lituania) (Mark, 2008; Budryte, 2005), el Museo de la Ocupación de Letonia (1993) en Riga (Blume, 2007),11 el Museo de las Ocupaciones (2003) en Tallin, Estonia12 el Museo de la Ocupación Soviética en Kiev (Ucrania),13 o el Museo del Comunismo en Sighetu Marmatiei (Rumania). Un caso aparte es el de Polonia, en la medida en que uno o más museos del comunismo han sido proyectados pero, todavía, ninguno ha sido realizado (Main, 2008; Tonini, 2013).

Los nombres de estos museos son de por sí significativos, puesto que expresan, de manera sintética, la interpretación del periodo comunista por ellos propuesta. En el caso de los países bálticos, por ejemplo, y de otras repúblicas ex soviéticas,14 prevalece la temática de la ocupación: el periodo comunista es caracterizado como una ocupación extranjera. En Estonia el nombre del museo hace referencia a la doble ocupación, nazi y soviética. El museo de Vilna, en Lituania, va más allá porque habla de genocidio, no refiriéndose a la Shoah, sino a la política soviética en contra de la población lituana: la ocupación soviética habría tomado, según esta interpretación, la forma de un verdadero genocidio.15 En Hungría, la denominación del museo privilegia la imagen del terror. En general, el pasado comunista aparece, en los nombres de los museos que le son consagrados, como una época de violencia, de sufrimiento y de opresión, con dos protagonistas principales: por un lado, una nación-víctima; y por el otro, una potencia extranjera, la Unión Soviética, presentada como única responsable de la opresión y de la violencia. Desde el punto de vista cronológico, los museos abarcan, generalmente, el periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial hasta el fin de los regímenes comunistas. Las narraciones del pasado varían, naturalmente, de un museo a otro, pero presentan algunas características comunes. La más evidente consiste en el juicio total y exclusivamente negativo de la experiencia del comunismo. Representado como un mal absoluto, el comunismo es condenado en bloque, sin ningún atenuante, y es constantemente comparado con el nazismo: ya que este último se ha convertido en el símbolo del mal, cualquier representación del comunismo como fenómeno exclusivamente negativo implica, casi inevitablemente, su asimilación al nazismo en tanto variantes de un mismo proceso o modelo totalitario. No se trata simplemente de comparar dos sistemas políticos, sino, sobre todo, de ponerlos sobre el mismo plano, para demostrar que entre los dos no existen diferencias sustanciales y que el comunismo merece la misma condena categórica generalmente formulada en contra del nazismo.

Vale la pena destacar el caso de la Casa del Terror (Terror Háza)16 de Budapest, creada por iniciativa del segundo gobierno conservador (1999-2003) e inaugurada solemnemente en febrero de 2002, en pleno periodo preelectoral.17 El terror que esta pretende documentar es, por un lado, el del fascismo húngaro de las Flechas Cruzadas (1944-1945) y, por el otro, el del régimen comunista. Mientras el episodio fascista es evocado solo brevemente, en las primeras dos salas, el resto de la exposición está consagrado enteramente al periodo comunista. El comunismo allí es representado como un régimen de terror, impuesto desde el exterior y sostenido en el poder por medio de la violencia. La sociedad húngara figura como víctima inocente y como protagonista de una heroica resistencia. A partir de elementos reales, cuidadosamente seleccionados, la Casa del Terror construye una imagen mítica del pasado, eliminando todos los elementos y los aspectos que podrían contradecirla. El comunismo deviene, entonces, en una suerte de catástrofe, provocada por fuerzas impersonales e incontrolables. Para dirigir y administrar la Casa del Terror fue creada, con fondos públicos, una fundación, dotada de recursos económicos importantes. Ambas iniciativas -el museo y la fundación- son el resultado de una política gubernamental de la memoria particularmente activa, implementada a través del nuevo Ministerio de Patrimonio Cultural Nacional, encargado de desarrollar una política identitaria basada sobre una visión nacionalista del pasado y sobre una historia imaginaria de la nación húngara (Apor, 2010). Entre las principales iniciativas destinadas a resaltar la continuidad ideal de la nación húngara se debe mencionar, sobre todo, la celebración, en el 2000, del milenio de la coronación de San Esteban como rey de Hungría en la Navidad del año 1000, evento presentado como la fundación simbólica del estado húngaro; en el mismo orden de ideas, se llevó a cabo el traslado de la corona de San Esteban -la Sacra Corona- del Museo Nacional, donde estaba custodiada, hacia el Parlamento.

También en otros museos del comunismo encontramos las principales ideas del museo de Budapest: el comunismo como régimen exclusivamente de violencia y de terror, impuesto desde afuera; la sociedad como víctima inocente; la nación como esencia inmutable; la resistencia heroica contra el comunismo.

Conclusiones

En los países del ex bloque soviético la memoria dominante continúa siendo la del pasado comunista, mientras que la memoria del nazismo y de la Shoah, aunque presentes, ocupan un lugar menos importante. La diferencia es notable en comparación con Europa occidental, donde la memoria emblemática es, por el contrario, la de la Shoah, y en consecuencia la del nazismo, en tanto que la memoria del comunismo permanece en segundo plano. Paradójicamente, la memoria de la Shoah es más débil, justamente, en los países de Europa oriental donde tuvo lugar el exterminio de los judíos, y más fuerte en los países de Europa occidental que fueron el teatro de las deportaciones, pero no del exterminio propiamente dicho. Esta asimetría de las memorias refleja las historias profundamente diferentes vividas por las dos partes de Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

El fin de los sistemas políticos comunista fue acompañado y seguido, como vimos, por profundos cambios en lo atinente a la memoria. Memorias colectivas, hasta entonces perseguidas y relegadas al silencio, emergieron con fuerza en el espacio público, mientras que la memoria comunista oficial, antes dominante y ahora privada de sus soportes institucionales, sufrió un rápido declive. El pasado, desde el más reciente hasta el más lejano, fue, en todas partes, releído y reinterpretado según los nuevos criterios y las nuevas exigencias políticas e identitarias. La historia del sufrimiento infligido a las naciones por la dictadura comunista constituye ahora la trama del nuevo esquema interpretativo dominante. Este aspecto parece prevalecer con respecto a la construcción de nuevos mitos de la resistencia y a la celebración de figuras heroicas que lucharon contra el comunismo.18 Es una diferencia importante con relación a las narrativas construidas en muchos países europeos después de 1945, quienes ponían, por el contrario, el acento en el aspecto épico-heroico de la Resistencia, interpretada como una epopeya patriótica y popular, más que sobre las víctimas. En cambio, ahora la historia es escrita desde la perspectiva de las víctimas y no desde la de los vencedores, y los monumentos de los héroes ceden su lugar a aquellos que conmemoran a las víctimas (Giesen, 2004).

En síntesis, el paradigma antifascista, que se encontraba en el centro de la memoria y de la historia comunista oficial, fue sustituido por el paradigma anticomunista: el comunismo es presentado, casi exclusivamente, como un régimen de violencia y de terror comparable al nazismo, impuesto desde el exterior -por la Unión Soviética- y sostenido en el poder por medio de la fuerza y la violencia.19 “Externalizado”, es decir, atribuido a causas y a circunstancias externas, sobre las cuales las sociedades que lo sufrieron no tuvieron responsabilidad alguna, el comunismo aparece como un fenómeno carente de raíces en la historia nacional, o como una catástrofe natural que destruyó a las naciones. En las versiones más simplistas, es presentado como el símbolo y la encarnación del Mal, el cual solo pudo venir de afuera, del exterior de la sociedad. Las reinterpretaciones del pasado que están en la base de las políticas de la memoria postcomunista tienen en común el hecho de considerar a sus respectivas sociedades como víctimas, no responsables de ese pasado. Son generalmente caracterizadas por una visión nacionalista de la historia y desde una lectura muy selectiva del pasado, que oculta los aspectos no coincidentes con la nueva visión dominante. A veces, no dudan el rehabilitar, en nombre de la lucha contra el comunismo, personalidades y aspectos del pasado precomunista que nada tienen que ver con los valores democráticos, como por ejemplo el dictador rumano Ion Antonescu, el eslovaco Josef Tiso, el líder ustacha croata Ante Pavelic, quienes gobernaron regímenes colaboracionistas durante la Segunda Guerra Mundial. En el caso de Eslovaquia y de Croacia, se evalúa positivamente la experiencia del estado independiente -de hecho, completamente controlados en ambos casos, por la Alemania nazi- durante el conflicto mundial, vista como una anticipación de la independencia, finalmente conseguida con el fin del comunismo. En Estonia, siempre en nombre de la lucha en contra del comunismo y de la Unión Soviética, los voluntarios estonios de las SS son ahora celebrados oficialmente como combatientes de la libertad. Los ejemplos de este tipo son numerosos, aunque debe enfatizarse que estos episodios y personajes siguen siendo controvertidos. La perspectiva de adhesión a la Unión Europea llevó a los países de Europa oriental a moderar sus tendencias rehabilitadoras de tradiciones autoritarias, si no abiertamente fascistas del periodo precomunista (Zhurzhenko, 2007: 17) y a confrontarse con algunos aspectos desagradables de su pasado que preferían ignorar, como por ejemplo, su corresponsabilidad en el exterminio judío. Interesante, desde este punto de vista, es el ejemplo de Rumania quien, a raíz de las presiones de la Unión Europea, finalmente aceptó reconocer una parte de responsabilidad, que había sistemáticamente negado anteriormente, en este genocidio. La Comisión Internacional sobre el Holocausto en Rumania, creada en 2003 por el presidente Iliescu y presidida por el premio Nobel Elie Wiesel,20 admitió la responsabilidad de las autoridades civiles y militares rumanas, y en particular del mariscal Antonescu, por el asesinato de cientos de miles -entre 280.000 y 380.000- de judíos rumanos o residentes en territorio ocupado por el ejército rumano durante la guerra.21 Las autoridades rumanas también reconocieron las conclusiones de la Comisión Wiesel en 2004, una decisión indudablemente influenciada por la perspectiva de la admisión en la Unión Europea y por las presiones de esta última. En el mismo año 2004 el parlamento rumano instituyó una jornada conmemorativa del Holocausto (BBC News, 12.10.2004). De manera más general, se puede afirmar que el reconocimiento del Holocausto se ha convertido en la condición necesaria, aunque no impuesta estatutariamente, para el ingreso de un país en la Unión Europea (Judt, 2007: 990).

El ejemplo rumano nos muestra como la dinámica de las políticas de memoria de un país pueden ser fuertemente influenciadas por factores externos, en particular si se trata de la memoria de la Shoah. En los países ex comunistas de Europa central y oriental las actitudes de los poderes públicos con relación a este tema son un indicador importante del modo en el cual éstos enfrentan el pasado. Persisten, todavía, tenaces resistencias a reconocer que la responsabilidad del exterminio judío no fue únicamente de la Alemania nazi, sino que también pertenece, en parte, a los actores locales que colaboraron con ello de diversas maneras. Como se observó a propósito de la masacre de Jedwabne, la verdad histórica es a menudo difícil de admitir, porque se enfrenta con el mito de la nación víctima e inocente. Sin embargo, las reticencias frente a pasados incómodos no son una exclusividad de estos países. También en Europa occidental los ejemplos de este tipo son numerosos. Basta pensar cuánto tiempo le llevó a la sociedad francesa afrontar el tema de Vichy, de la colaboración y de la responsabilidad de la administración francesa en las deportaciones de los judíos, o el caso de Austria, quien solo a partir de los años ochenta empezó a reconocer su propia corresponsabilidad por los crímenes nazis, mientras que, hasta ese momento, se había presentado exclusivamente como víctima de Hitler. En el curso de los últimos años se han realizado, en muchos países ex comunistas, también gracias a la presión de la Unión Europea, significativos avances con relación al reconocimiento de las responsabilidades locales en el genocidio de los judíos; sin embargo, todavía queda mucho camino por recorrer.

Las políticas de la memoria, como se analizó, responden esencialmente a preocupaciones políticas e identitarias del presente. El pasado comunista ha sido releído, a la luz del presente, de una manera extremadamente selectiva. Falta todavía un enfoque crítico, el cual debería esforzarse por examinar todos los aspectos del pasado comunista, y no solo algunos, previamente seleccionados para corroborar una interpretación del comunismo centrada, casi exclusivamente, en la violencia y el terror. Sería necesario, por ejemplo, interrogarse sobre la cuestión del consenso de quienes se beneficiaron de los regímenes comunistas en sectores más o menos amplios de la sociedad. De hecho, la experiencia histórica demuestra que ninguna dictadura puede durar mucho tiempo basándose exclusivamente en la violencia y el terror, y que todas tratan de construir en torno a sí un cierto consenso. Esta problemática fue explorada, por ejemplo, por Robert Gellately (2001) para el caso del nazismo, por Renzo De Felice (1974) para el fascismo italiano o por Sheila Fitzpatrick (1999) y Jochen Hellbeck (2006) para el estalinismo soviético. En lo que se refiere a los regímenes comunistas, sería necesario, además, tener en cuenta la existencia, en su interior, de corrientes reformadoras que aspiraban a un comunismo democrático y que, en algunas ocasiones, lograron también prevalecer, como en Checoslovaquia durante la “Primavera de Praga”. Asimismo, un enfoque crítico exigiría una mayor atención para complejizar el denominado “socialismo real”; sin embargo, ésta no fue claramente la preocupación principal de las políticas de la memoria implementadas después del fin del comunismo. Más bien se ha privilegiado la construcción de nuevos mitos fundadores, como el de la sociedad víctima inocente o el de la sociedad unánimemente resistente. Bajo este perfil, la situación comunista este-europea recuerda, en algunos aspectos, a la de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, cuando muchos países construyeron el mito de la resistencia como elemento movilizador de todos los pueblos en contra de la ocupación nazi. Solo algunas décadas más tarde la historiografía comenzó a poner en discusión estos mitos y a proponer interpretaciones más conformes con la realidad histórica. Se puede suponer que una evolución análoga tendrá lugar en los países ex comunistas, cuando las visiones en blanco y negro, hoy predominantes, hayan acabado su tiempo. Una visión crítica del pasado puede surgir únicamente de una investigación histórica que no se sustente en los imperativos políticos y que utilice la memoria como una fuente indispensable pero sin convertirse en la portavoz de ninguna memoria particular, ya sea esta, incluso, la memoria nacional. En estos países, los historiadores independientes tienen mucho trabajo por hacer.

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Notas

1 Este fenómeno, que concierne más en general en el mundo occidental, es relativamente reciente. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y por todos los años cincuenta, la memoria del genocidio judío era todavía una memoria débil, y sólo progresivamente, a partir de los años sesenta, se convirtió en una memoria fuerte. “A partir de la década de 1960”, escribe Emmanuel Droit (2007), “La Europa occidental pasó globalmente del paradigma nacional ‘resistencialista’ al paradigma transnacional ‘universalista’ de la Shoah”(p.103). Por lo que se refiera a los Estados Unidos véase: (Novick, 1999) y más en general (Levy y Sznaider, 2006).
2 Baczko (1984) propone una distinción entre periodos “fríos” y periodos “calientes” de la memoria colectiva: durante los periodos “fríos” ésta parece estar adormecida, mientras que en los periodos “calientes” “se despierta, sube a la superficie de la vida social, encontrando formas de expresión ricas y diversas” (p. 192).
3 Este fenómeno fue importante especialmente en Rusia, donde en la época soviética muchas ciudades habían sido rebautizadas con nombres de dirigentes comunistas. El caso más significativo es el de Leningrado, que volvió a llamarse San Petersburgo.
4 Sobre el sitio del ex monumento a Stalin sobresale, actualmente, un monumento que conmemora la revolución húngara de 1956, inaugurado en 2006 en ocasión del 50º aniversario de tal evento.
5 El Palacio de la República, sede del parlamento (Volkskammer) de la RDA, fue construido entre 1973 y 1976 en el lugar del ex castillo imperial de los Hohenzollern, dañado por los bombardeos durante la guerra y luego demolido por decisión del gobierno de Alemania Oriental. Fue demolido progresivamente entre 2006 y 2008. La plaza sobre la que se encontraba, originalmente llamada Plaza del Castillo (Schloßplatz) y más tarde rebautizada plaza Marx-Engels en 1951, volvió a ser llamada plaza del Castillo en 1994.
6 A propósito, Tony Judt (2007), escribe: “La Europa de la inmediata posguerra fue construida y fundada sobre una deliberada distorsión de la memoria, sobre el olvido como estilo de vida. Después de 1989, fue, por el contrario, reedificada sobre un exceso compensativo de memoria: una rememoración pública institucionalizada como pilastra fundamental de la identidad colectiva” (p.1021).
7 Las elecciones también existían en los sistemas comunistas, pero, en ausencia de un pluralismo político real, se reducían a una simple formalidad, destinada a dar una apariencia de legalidad al monopolio del comunismo en el poder. Las primeras elecciones legislativas (parcialmente) libres en todo el bloque soviético fueron las polacas del 4 de junio de 1989, en las cuales Solidarność obtuvo una abrumadora victoria.
8 Piénsese, por ejemplo, en el supuesto “complot de las camisas blancas”, en el cual varios médicos soviéticos, casi todos judíos, fueron acusados de haber asesinado a algunos dirigentes políticos y de haber planeado el asesinato de otros. (Marie, 1993; Brent & Naumov, 2006).
9 Cuando, con ocasión del 60 aniversario de la masacre, el presidente polaco Alexander Kwasnewski se trasladó a Jedwabne para pedir públicamente perdón al pueblo judío en nombre de Polonia, la población local rechazó asistir a la ceremonia.
10 El museo cubre todo el periodo que va desde la fundación del Partido comunista checoslovaco hasta el final del régimen.
11 Inaugurado en 1993, el museo abarca el periodo 1940-1991.
12 La muestra permanente, abierta en 2003, cubre el periodo 1940-1991.
13 Creado a partir de una muestra permanente organizada en 2001, tomó el nombre actual en 2007.
14 También Georgia, por ejemplo, tiene su Museo de la Ocupación Soviética.
15 Es interesante destacar, en este aspecto, que el concepto de genocidio es utilizado a menudo en los países ex soviéticos en relación con las políticas soviéticas de la época de Stalin. En la Ucrania postcomunista, por ejemplo, el “Holodomor”, es decir la gran hambruna de 1932-1933 que causó millones de muertos, es interpretado como el resultado de un proyecto estalinista de extermino del pueblo ucraniano.
16 Véase el sitio web del museo http://www.terrorhaza.hu/hu .
17 La fecha de la inauguración coincidía con la “Jornada por las víctimas de la dictadura comunista”, instituida por el Parlamento húngaro en junio del 2000.
18 “Los constructores de naciones en el espacio postsoviético también parecen priorizar a las víctimas sobre los héroes. Con la excepción de Rusia, la construcción de la nación post-soviética se basa en narrativas postcoloniales de victimización colectiva que permiten la externalización del comunismo como un régimen de ocupación y presentan a la nación como una víctima tanto de Stalin como de Hitler” (Zhurzhenho, 2012). Además, esta autora observa que, “el aumento de las narrativas de victimización en el espacio postsoviético tiene, también, otra dimensión. Estas narrativas están inspiradas y alimentadas por una nueva cultura moral global y una política de los derechos humanos, ellos mismos conectados con la universalización de la memoria del Holocausto” (Zhurzhenho, 2012).
19 En este sentido se puede hablar también de un paradigma antitotalitario, puesto que tanto el comunismo como el nazismo son acomunados en una misma condena.
20 La comisión fue creada como resultado de las protestas suscitadas en muchos países por las declaraciones del Presidente Iliescu y del Ministro de Cultura rumanos en julio de 2003, según las cuales en Rumania no hubo ningún exterminio judío.
21 Final Report of the International Commission on the Holocaust in Romania.

Véase: http://miris.eurac.edu/mugs2/do/blob.pdf?type=pdf&serial=1117716572750

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