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EL CUERPO, LAS ARMAS Y EL COMBATE: HACIA UNA ANTROPOLOGÍA HISTÓRICA DE LA GUERRA
Diferencias. Revista de Teoría Social Contemporánea, vol.. 1, núm. 6, 2018
Universidad de Buenos Aires

Dossier



Recepción: 02 Febrero 2018

Aprobación: 10 Abril 2018

Resumen: Este trabajo explora la potencialidad de un enfoque que combine la antropología y la nueva historia social de la guerra en un estudio a la vez social y cultural de la manera en que los ejércitos revolucionarios rioplatenses aplicaron los sistemas de armas propuestos por el arte de la guerra europeo de la época, adaptándolos a las condiciones locales del conflicto. Se plantea así un doble recorrido que, tanto en la caballería como en la infantería, privilegia paulatinamente el uso de las armas blancas por sobre las de fuego, a contramano de las tendencias predominantes en otras latitudes. El trabajo adopta una perspectiva “desde abajo”, analizando el uso concreto del armamento por parte de la tropa, las representaciones sociales que iban ligadas a ese uso, y los mecanismos de negociación y pedagogía ensayados por las jefaturas militares para lograr un cambio en el mismo.

Palabras clave: ARMAS, COMBATE, ANTROPLOGÍA HISTÓRICA, RÍO DE LA PLATA.

Abstract: This paper combines the approaches of anthropology and the new social history of war in a cultural and social study of the way in which the revolutionary armies of the River Plate region adopted the weapon systems proposed by the contemporary European art of warfare, by adapting them to the local conditions of the conflict. We state that both in the cavalry and in the infantry, edged weapons were gradually favored over the use of fire, in a trend that contrasts sharply with what was happening in other latitudes. The work adopts a bottom-up perspective analyzing how the troops utilized the armament, the social representations that were tied to this uses, and the mechanisms of negotiation and pedagogy by which military authorities tried to change or influence these practices.

Keywords: WEAPONS, COMBAT, HISTORICAL ANTHROPOLOGY, RIVER PLATE.

En las últimas décadas, los estudios consagrados al fenómeno de la guerra se han renovado de manera considerable. El ejército, los combates y la cultura de guerra toda han dejado de ser patrimonio exclusivo de la historia militar tradicional y positivista para interesar al conjunto de las ciencias sociales. De este renuevo han surgido algunos encuentros particularmente fructíferos. Uno de los que mejores resultados ha dado es el cruzamiento de la historia militar y la antropología (Keeley, 1996; Clastres, 1997; Guilaine y Zammit, 2001). Si bien es difícil determinar linajes en un esfuerzo colectivo que se da a través de distintas disciplinas y en distintos países, uno de los precursores insoslayables de este nuevo campo de estudios es el historiador británico John Keegan.

En su pionero The Face of Battle, de 1976, Keegan revolucionó la manera de entender y estudiar la batalla, alejándose de la trillada narración de la táctica desplegada por los comandantes para centrarse en el uso concreto de las armas, en las diversas experiencias de los combatientes y en las limitaciones impuestas por condicionantes tanto tecnológicos como humanos. Luego, en el magistral A History of Warfare de 1993, el autor desplegó su hipótesis principal: la guerra sólo puede ser aprehendida en sus diversas formas cuando se la entiende como una expresión de una determinada cultura. Es decir, que desde los guerreros zulúes hasta las tropas de la OTAN, lo que se manifiesta en un tipo de guerra es un modo de vida, una manera de organizar la sociedad y la economía, una forma de entender el mundo.

Las repercusiones de los trabajos de Keegan han sido numerosas, tanto por los trabajos de sus seguidores directos en el mundo anglosajón como por su influencia sobre otras escuelas (Hanson, 1989; Muir, 1998). En el caso de Francia, por ejemplo, es de particular interés la apertura metodológica planteada desde lo que se ha dado en llamar la antropología histórica del combate (Audoin-Rouzeau, 2008). Como muestran los estados del arte más recientes, sin embargo, es mucho el camino que resta por recorrer en un campo que puede considerarse aún como en etapa de formación (Bruyère-Ostells, 2017).

El presente trabajo se nutre de los avances realizados hasta ahora y pretende redesplegarlos en el ámbito de los conflictos bélicos hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XIX, con especial énfasis en las guerras revolucionarias rioplatenses. Como la bibliografía ha demostrado largamente, el tránsito a la independencia de las antiguas colonias españolas se caracterizó, a nivel continental y con muy pocas excepciones, por un nivel de actividad militar rara vez equiparado durante el período colonial (Marchena Fernández y Chust, 2008; Ortíz Escamilla, 2005; Lempérière, 2004). La mayor parte del territorio americano se volvió un vasto laboratorio donde viejas y nuevas formas de hacer la guerra debieron ser adaptadas a sociedades, climas y condiciones materiales específicas muchas veces muy diversas de las que les dieron origen en Europa. En líneas generales, podríamos señalar una serie de clivajes que parecen estar presentes en todos los intentos de readaptación de la guerra por parte de las nuevas repúblicas independientes:

  1. - El paso de una organización militar dirigida desde la metrópolis hacia otra, independiente, en que los hispanoamericanos se auto-organizan en función de sus propias posibilidades e intereses.

  2. - La mestización de los dispositivos militares europeos con armas, tácticas y prácticas propias de los pueblos indígenas americanos o de la tradición miliciana colonial.

  3. - El eco más o menos inmediato del proceso de cambio inherente a la tradición militar europea, en la que las novedades surgidas de las Guerras Napoleónicas encontraban aún resistencias y dificultades de aplicación.

  4. - La penuria crónica de los nuevos Estados independientes, que impuso la necesidad de montar grandes mecanismos militares en un contexto de absoluta escasez de recursos.

  5. - La movilización revolucionaria de la población local que produjo, no sin contradicciones, la incorporación política de amplias franjas hasta ahora ajenas a la arena pública, lo que se manifestó tanto en una mayor disponibilidad de reclutas como en unas fuerzas militares menos “profesionales” y más “politizadas”.

El presente artículo indaga las maneras en que estos clivajes generales se manifiestan en una cuestión específica de gran importancia antropológica: el modo de utilización concreto de las diversas armas de guerra por parte de los distintos tipos de combatientes. Esta cuestión se traduce en una serie de preguntas orientadoras: puesto que el fusil, la bayoneta o el sable eran elementos mayormente importados de Europa y cuyo modo de empleo estaba rigurosamente estipulado en ordenanzas y reglamentos, ¿se hacen visibles cambios importantes en su utilización a partir del paso de una organización colonial a otra independiente? ¿Se perciben hibridaciones con el uso del armamento propio a la población local? ¿Se reciben exitosamente las novedades surgidas en los últimos años de guerra en Europa? ¿Se encuentra una manera de mantener en funcionamiento la maquinaria bélica ante la agudísima dificultad para procurarse armamento sofisticado de calidad? Y por último, ¿el pueblo revolucionario es un dócil ejecutor de las políticas militares del gobierno o constituye un actor que encuentra, en el modo mismo de utilización de las armas, una forma de expresarse y de dar sentido a su accionar?

Para intentar dar respuesta a estos interrogantes, hemos de centrarnos en el caso puntual del Río de la Plata revolucionario, cuya situación político militar presentaba determinadas particularidades. Ante todo, la región había sido invadida y conquistada momentáneamente por fuerzas británicas en 1806 y 1807. La crisis resultante de sendos ataques había aniquilado a las tropas de línea de la Corona, con el consecuente fortalecimiento de milicias urbanas cuyas más grandes unidades estaban en manos de hispanoamericanos (Beverina, 1992; Rabinovich, 2010). Al estallar la revolución en mayo de 1810, sus líderes echaron mano de dichas milicias para imponerse fácilmente a los partidarios del virrey. Pero mientras el gobierno revolucionario se esforzaba por transformar sus milicias en verdaderos regimientos de línea, la reacción realista tomaba forma en la ciudad amurallada de Montevideo (sede local de la marina real) y en los gruesos contingentes provenientes del virreinato del Perú. La lucha se daría entonces en estos dos frentes al que se sumaría luego, con la caída de los patriotas en Chile, un tercero a lo largo de los Andes.

Los esfuerzos revolucionarios serían recompensados con algunos éxitos resonantes como la liberación de Chile en 1817, pero se saldarían también con terribles derrotas como la separación del Paraguay, la pérdida del Alto Perú y la ocupación portuguesa de la Banda Oriental. Lo más grave, sin embargo, resultaría ser la división interna del territorio a partir de la oposición de los pueblos situados sobre los frentes de combate ante la dirección centralista y autoritaria de Buenos Aires (los pueblos del Litoral bajo el mando de José Artigas, los del norte con Martín Miguel de Güemes). Cansados de soportar sobre sus espaldas lo peor del costo de la guerra, estos pueblos se levantarían en armas contra el gobierno central y terminarían destruyéndolo en 1820, lo que abriría un período en que las provincias seguirían existiendo en total autonomía (Halperín Donghi, 1979 y 2005; Míguez, 2003; Fradkin, 2009 y 2010; Frega, 2005; Garavaglia, 2003).

Dentro de este vasto proceso histórico, nuestro análisis se focalizará en los ejércitos de línea revolucionarios que actuaron en los tres frentes de conflicto entre 1810 y 1820. Estudiaremos la manera en que se constituyó el sistema de armas propio a la infantería y a la caballería y veremos que las mayores tensiones se generaron en torno de la preferencia por el uso de las armas de fuego o de las armas blancas, y la consiguiente divergencia entre el modelo de la lucha a distancia y el del choque cuerpo a cuerpo. Siguiendo las peripecias del uso de cada arma iremos viendo aparecer las representaciones y las afinidades de la tropa respecto de ellas, y la manera en que estos elementos aparentemente subjetivos terminaban influyendo de manera poderosa en la táctica utilizada. Ahora bien, estas representaciones, estas afinidades y estas tácticas no eran estáticas: eran objeto de negociación, innovación y aprendizaje a partir de la propia experiencia guerrera, lo que iba generando un modo de hacer la guerra cada vez más adaptado al terreno y a la población local.

Entre las armas blancas y las de fuego, la cultura militar española moderna daba su preferencia a las segundas, rodeándolas de un prestigio especial, sobre todo en el caso de la artillería (Luqui Lagleyze, 1995: 118). Este rasgo estaba presente en el ejército colonial americano y los primeros ejércitos independientes del Río de la Plata lo heredaron. Así, en los cuerpos voluntarios formados para rechazar las invasiones británicas de 1806, como en los regimientos revolucionarios de 1810, predominaron claramente las unidades de infantería, cada hombre armado de un fusil. Los arsenales reales, en general pobremente surtidos, rebalsaban de viejas piezas de artillería (en especial en la plaza de Montevideo) que serían profusamente utilizadas por los independentistas. Incluso la caballería, armada de carabinas, tercerolas, pistolas y cañones de campaña, utilizaba el fuego como arma principal. Este estado de cosas, sin embargo, sufriría un vuelco dramático con el correr de la guerra de independencia. Describir, comprender y analizar las circunstancias de este profundo cambio en la forma de hacer la guerra constituye el objetivo principal de este trabajo. Para eso estudiaremos brevemente el conjunto de prácticas y actitudes que se anudaban en torno de las principales armas de guerra utilizadas en el período que nos concierne, intentando develar la manera en que el uso del fuego, en aparente paradoja, fue dejando paso al arma blanca.

EL FUSIL

Según los parámetros militares de la época, el fuego de infantería debía ser el arma predominante de todo ejército civilizado. En las guerras napoleónicas, por ejemplo, el efectivo de un ejército de línea estaba compuesto por fusileros en un 60 a 90% (Muir, 1998: 69). Los tipos de fusiles utilizados variaban ligeramente pero eran, por lo general, instrumentos bastante incómodos y rústicos, midiendo alrededor de un metro y medio y pesando hasta cinco kilos (Best, 1960: 124-132). Todos los modelos eran aún de avancarga y de chispa (Schmidt y Gallardo, 1889), lo que hacía difícil y peligroso el proceso de carga y disparo¹. En teoría, un soldado bien entrenado podía recargar y abrir fuego hasta tres veces por minuto, pero en las condiciones reales del combate lo más común era que la tropa tardase hasta un minuto en recargar. Los accidentes debidos a la sobrecarga de los fusiles y al mal manejo de la pólvora eran cotidianos.

Es por estas deficiencias técnicas que a fines del siglo XVIII y principios del XIX el debate sobre la superioridad de las armas de fuego no estaba definitivamente saldado. Los partidarios de la fusilería aportaban argumentos de peso: el fusil podía alcanzar a un enemigo a 150 metros, podía ser fabricado en serie y cualquier persona podía aprender a utilizarlo en escazas semanas. Sus detractores, en cambio, señalaban que el fusil era un arma de muy escaza puntería, por lo que la mayor parte de los disparos se perdían en el aire. El célebre Guibert –la máxima autoridad en táctica militar para los revolucionarios de ambos lados del atlántico– decía: “En la práctica hay una infinidad de causas, conocidas u ocultas, que contribuyen a que los disparos de nuestros fusiles sean inciertos y caprichosos” (Guibert, 1773: 29-35, 71). De esta forma, el fuego de fusil no era decisivo más que a quema ropa, distancia a la cual era preferible de todos modos el uso del arma blanca.

Los manuales de instrucción de la época se hacían eco de esta dificultad para dirigir el fuego de fusilería. En vez de apuntar a un blanco particular, el soldado aprendía a dirigir su fuego en una dirección general, ya sea hacia adelante o en oblicuo hacia la izquierda o la derecha. El soldado no disparaba así contra otro soldado, sino sobre un batallón entero o sobre la masa enemiga. El único ajuste realizado era el de la altura del disparo en función de la distancia al blanco. De todos modos, como se utilizaba aún pólvora negra cuya espesa humareda bloqueaba toda visibilidad, luego de la primera descarga los fusileros seguían disparando al bulto, sin poder distinguir realmente al enemigo.

El fuego de fusil no era entonces un arma individual sino colectiva: sólo cuando un batallón bien dirigido disparaba al unísono su efecto se hacía sentir².

Ahora bien, los batallones de infantería bien entrenados no abundaban en el Río de la Plata revolucionario. La mayoría de las unidades improvisadas entraba en acción a las pocas semanas de su creación, con una instrucción bastante somera que no incluía más que las maniobras básicas. En cuanto a la puntería propiamente dicha, el método de instrucción más ambicioso no preveía más que diez tiros al blanco por año y por soldado. En consecuencia la ineficacia del fuego se volvía realmente notable y los participantes de los combates no paraban de sorprenderse de su escaso efecto.

En el combate principal por la reconquista de Buenos Aires de manos británicas, en 1806, ambas partes se batieron durante horas en las calles de la ciudad, terminando en una intensa balacera en la plaza principal. Cuando el estruendo de los fusilazos cesó, se volvió difícil explicar el bajísimo número de muertos en relación con los miles de disparos efectuados. Un soldado voluntario que había participado del combate quedó así perplejo. Por un lado, su primer combate le había parecido “el Juicio universal, no se distinguía el fuego de ambas partes, todo era confuso y graneado de cañones, fusilería, pistolería y trabuquería, un desorden”. Pero por otro lado la cantidad de bajas no se correspondía en absoluto con el esfuerzo realizado:

No puedo ni será creído cuanto se comparase sobre el fuego que ha habido de parte a parte. El pueblo que no estaba en la fiesta juzgase el no quedar uno vivo de ambos, ni un cascote de la recova, fuerte y demás edificios de la plaza. Parece que a la mano del Todopoderoso lo debemos y juzgamos que de estos fuegos los más pasaron del aire (Anónimo, 1960: 38).

Este tipo de experiencias, muchas veces repetidas, generaron la impresión general de que el fuego de fusil, en definitiva, hacía mucho ruido pero poco estrago. El examen de los cadáveres tras las batallas confirmaba una y otra vez ese diagnóstico: la mayoría de los caídos presentaban heridas de arma blanca, siendo muy pocos los muertos por una bala de fusil.

LA BAYONETA

En estas condiciones, los jefes militares empezaron a buscar alternativas, sobre todo al tomar en cuenta las enormes dificultades que los ejércitos de la época encontraban para mantener los fusiles en buen estado y procurarse las piedras de chispa, pólvora y municiones necesarias. La solución era obvia: si el oneroso fuego producía poco efecto había que privilegiar el uso de la bayoneta, cuya utilización no presentaba costo material alguno. Como los combates napoleónicos lo habían demostrado, un ejército revolucionario bien motivado podía hacer un uso devastador de la bayoneta decidiendo la batalla en una única carga triunfal. El problema es que el combate cuerpo a cuerpo de infantería requería una resolución extraordinaria por parte del atacante. Durante varias decenas de metros había que avanzar bajo el fuego enemigo sin perder el orden de la formación, para luego batirse mano a mano. Esta experiencia podía ser traumática para los infantes, cuyo reclutamiento se realizaba mayormente en el espacio urbano. Con la bayoneta fijada en el cañón el fusil se transformaba en una lanza enorme y maciza de casi dos metros de longitud, su esgrima era tosca y brutal. Para ultimar a un adversario era necesario cortarlo y atravesarlo repetidas veces, viéndolo agonizar. La vida citadina no preparaba de ningún modo para este tipo de pruebas: los reclutas preferían el combate mecánico, anónimo y distante ofrecido por el fuego de fusil.

Se vio entonces desde los primeros combates revolucionarios que los soldados, al recibir la orden de cargar a la bayoneta, tenían una tendencia a quedarse clavados en su lugar, continuando el uso del fuego hasta agotar sus cartuchos. Se hacía pues necesario modificar la sensibilidad de la tropa: era imperativo hacerla preferir el combate cuerpo a cuerpo. Los ejércitos revolucionarios eran hábiles en este tipo de maniobra pedagógica. Tras unos primeros intentos fallidos en 1810 y 1811, el año de 1812 fue destinado a consagrar la bayoneta como el arma principal.

Ya a finales del año los efectos se hacían sentir. Al alba del 31 de diciembre de 1812, en las puertas de Montevideo, el ejército realista sitiado intentaba una salida para sorprender al campamento patriota. En un primer momento el ataque fue un éxito: los revolucionarios fueron barridos de sus posiciones sobre la colina del Cerrito y estaban a punto de ser quebrados. Sin embargo, algunos oficiales lograron reunir a la tropa en retirada y la llevaron en una feroz carga colina arriba, con la bayoneta calada. Los realistas, que no estaban acostumbrados a ese tipo de resistencia, rehuyeron el combate cuerpo a cuerpo y se retiraron con grandes pérdidas. ¿Cómo es que los patriotas habían logrado semejante hazaña? Todo había radicado en el uso del ejemplo. Según la ordenanza española los oficiales de infantería no llevaban fusil, sino que combatían espada en mano. Para lograr que la tropa cargase a la bayoneta, sin embargo, en la colina del Cerrito los oficiales desoyeron la ordenanza y combatieron a la par del soldado. Incluso el comandante del principal regimiento de infantería, a riesgo de ser sancionado, tomó un fusil y cargó a la bayoneta como todos los demás³.

Este tipo de artilugios motivadores eran eficaces. A cientos de kilómetros de distancia, en el frente norte, el comandante en jefe de las fuerzas patriotas ensayaba una maniobra similar. Unas horas antes de la decisiva batalla de Tucumán, el general Belgrano hizo saber a sus comandantes de batallón que el plan de acción se reduciría a cargar inmediatamente a la bayoneta sobre la línea contraria. Como muchos de sus inexpertos infantes no poseían bayoneta se distribuyeron largos cuchillos para ser amarrados en su lugar. La orden recorrió las filas y con los primeros fuegos los revolucionarios cargaron (Paz, 2000, vol.1: 55). La bayoneta se mostró muy útil en el entrevero siguiente y la victoria coronó los esfuerzos patriotas. Desde ese día la bayoneta ganó una enorme reputación en la infantería rioplatense. Belgrano informaba al gobierno:

La tropa marcha con el mayor orden, llena de alegría y entusiasmo para arrojar a los Tiranos de las Provincias oprimidas; de su disciplina y subordinación me prometo, mediante Dios, los resultados mas favorables, y sobre todo del gran aprecio que hacen de sus bayonetas; habiendo conocido la importancia de esta arma, y que a su presencia nuestros Enemigos abandonan el puesto 4.

En efecto, desde 1813 vemos que la carga a la bayoneta se vuelve la maniobra preferida de los ejércitos revolucionarios. Conociendo cada vez mejor las fortalezas y debilidades de los soldados locales, los estrategas rioplatenses simplificaban cada vez más las tácticas utilizadas, desechando toda maniobra compleja y limitando en lo posible el uso del fuego. Así vemos que, incluso en las ocasiones más decisivas, los patriotas optaban por arriesgarlo todo en una única carga al arma blanca. En la trascendental batalla de Maipú que dio la libertad a Chile, la orden general dada por San Martín antes del combate era de una simpleza lacónica:

Los comandantes de cuerpo, en el momento de la acción, luego que vean enarbolar el pabellón nacional de Chile y una bandera blanca, cargaran a la bayoneta y sable en mano a los enemigos que tengan al frente.5

La lógica de estos ataques “a la brusca” (como se los llamaba entonces) era clara: puesto que la disciplina de la infantería local dejaba mucho que desear, era preferible apostar a su entusiasmo inicial en vez de afrontar las posibles complicaciones de una lucha prolongada. Para los soldados, en cambio, se trataba ya de una cuestión simbólica fundamental: sólo el ataque al arma blanca era digno de los ejércitos de línea compuestos de hombres libres, mientras que toda maniobra sofisticada o evasiva constituía en definitiva una muestra de cobardía. De este modo, el desprecio por las armas de fuego y la utilización ostentosa del arma blanca se transformaron en rasgos profundamente anclados en el ethos militar local.

LA CABALLERÍA EN LA ENCRUCIJADA

Este tipo de actitudes respecto del uso del fuego eran aún más marcadas en la caballería, que siguió una evolución similar a la que venimos de trazar para la infantería. La larga historia de la caballería a nivel mundial ha estado siempre marcada por períodos en que las armas de lanzar se imponían sobre las de golpear, y viceversa. Para Europa, esta historia es bien conocida. La revolución militar desencadenada, entre otros factores, por el uso masivo de armas de fuego portátiles, cambió radicalmente el rol de la caballería a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Los caballeros medievales cubiertos de acero y armados de pesadas lanzas cedieron progresivamente el lugar a jinetes más ligeros que se servían de armas de fuego cortas. La táctica de esta nueva caballería era muy distinta de la precedente: en vez de cargar a fondo buscando el contacto se utilizaban movimientos evasivos como el de la “caracola”, donde oleadas sucesivas de jinetes abrían el fuego a corta distancia para luego retirarse a retaguardia a recargar. Este uso exclusivo del fuego fue cuestionado por Gustavo Adolfo y luego por Federico II. Para el inicio de las guerras napoleónicas, la caballería había vuelto a buscar el contacto cuerpo a cuerpo, con tropas ciertamente menos pesadas que en el medioevo pero armadas de sables, espadas y lanzas (Parker, 1988; Chauviré, 2004; Weck, 1980).

Se podría decir que esta larga evolución realizada en el transcurso de tres siglos, se reprodujo en el Río de la Plata de manera acelerada, demorando apenas unos años. La caballería propia a los pueblos indígenas de la llanura pampeana era formidable, con sus lanzas largas, para el choque frontal. Sus contrincantes coloniales, viendo a quien debían medirse, adoptaron pronto el modelo de los dragones, tanto en las milicias como en las tropas de línea. Ahora bien, el dragón colonial no era realmente un jinete ligero sino que se trataba más bien de un infante montado. Su entrenamiento, su armamento, su táctica estaban concebidas para un soldado que podía desplazarse a caballo, pero que se batía preferentemente a pie y recurriendo al fuego 6.

Las primeras unidades de caballería revolucionaria, formadas en esta tradición, encontraron en las primeras campañas de la Guerra de la Independencia dificultades extremas para cumplir su misión en el campo de batalla. Armados de pistolas, carabinas y fusiles, estos jinetes se batían, incluso cuando lo hacían de a caballo, como verdaderos infantes. José María Paz, que por entonces era un joven e inexperimentado oficial de caballería, nos ha legado algunas páginas extraordinarias acerca de ese momento en que los jinetes del Río de la Plata tuvieron que reaprender, literalmente, a hacer la guerra a caballo. Según su autorizada opinión, de hecho, hasta 1814 la caballería patriota no merecía siquiera el nombre de tal. Como explica:

La instrucción elemental se reducía al manejo del fusil de la infantería, adaptado a la carabina, y a las mismas maniobras que cada uno aplicaba lo mejor que podía; el mecanismo de la carga, su importancia, los períodos de ella, todo era desconocido; no se daba más voz que la de avancen, y lo hacía cada uno como se le antojaba. Pero qué mucho, ¡si no se sabía apreciar la utilidad, mejor diré, la necesidad del arma blanca para la caballería! (Paz, 2000, vol.1: 59)

Las armas de fuego eran útiles en las escaramuzas de avanzada, pero al momento de la batalla la carabina (por no hablar del fusil) era un instrumento inútil en manos del jinete. Si su manejo era incómodo y peligroso para un infante, el hecho de estar a caballo incrementaba la dificultad hasta un punto ridículo. El caballo se sobresaltaba con las detonaciones y recargar un arma de avancarga mientras se sostenían las riendas era una tarea ardua. De modo que, en la práctica, el jinete llegaba al campo de batalla con la carabina cargada, avanzaba hasta ponerse a tiro, disparaba en dirección del enemigo con muy poco efecto y partía hasta la retaguardia para recargar tranquilo, volviendo largo rato después.

Sin embargo, los ejércitos patriotas, formados por reclutas criados en el seno de una verdadera cultura ecuestre, estaban casi forzados a mantener numerosos escuadrones de caballería voluntaria, a los que había que hacer participar de una manera u otra. Esta incoherencia del dispositivo “táctico-tecnológico” produjo en los primeros afrontamientos de la guerra de Independencia verdaderos impasses. Paz, que en esa época era ya oficial del regimiento de dragones, narra algunos incidentes insólitos.

El 1 de octubre de 1813, en las pampas de Vilcapugio, al ejército revolucionario del norte le faltaba una victoria más para abrirse definitivamente paso hacia el Perú. El día de la batalla, los dragones formaban en la izquierda de la línea patriota, montados en malas mulas o en caballos reventados. Estaban armados de fusiles y carabinas, salvo un tercio del efectivo que usaba espadas tomadas al enemigo. Paz confiesa con candidez que una vez comenzado el combate, él y sus colegas no sabían demasiado qué hacer, pero como el resto del ejército se batía, ensayaron algunos esbozos de carga que hicieron huir a la aún peor caballería realista.

En un momento dado, y sin saber cómo, Paz se encontró a la cabeza de una sección de dragones que cargaba, no sobre la caballería, sino sobre la infantería enemiga, bien formada en línea. Estos infantes venían de abrir fuego, por lo que se encontraban con las armas descargadas. Los dragones avanzaron entonces sin dificultad, carabina en mano. Ahora bien, a medida que los dragones se acercaban al galope, los infantes instintivamente comenzaron a apiñarse hasta formar una masa compacta e impenetrable. Viendo esto, cuando los dragones se encontraron finalmente en posición de cargar sobre ellos, sin que nadie pronunciara una orden pararon en seco su carrera. Quedaron clavados en su lugar, ¡a apenas cuatro metros de la infantería!

Los instantes que se sucedieron fueron indescriptibles, surreales, casi oníricos. Allí, en el medio del campo de batalla, la línea de jinetes y la de los infantes se miraban la cara, absortos, paralizados de sorpresa, sin que nadie supiese cómo reaccionar. Paz lo describe así: “Se siguieron unos instantes de silencio, de mutua ansiedad y de sorpresa. Si hubiésemos tenido armas adecuadas, era cosa hecha, y el batallón enemigo era penetrado y destruido.” Pero la caballería rioplatense no había comprendido aún los principios que podían hacerla eficaz como arma de choque. Los dragones no sabían cómo reaccionar.

Pasaron así unos segundos más hasta que un dragón rompió el sortilegio, avanzó unos pasos a su caballo, se inclinó, tomó el fusil de un infante e intentó arrancárselo. El infante logró atraparlo por la culata e intentó herir al jinete con su bayoneta. El dragón no se dio por vencido y mientras tironeaba del fusil con una mano, con la otra se servía de su carabina a modo de garrote. Durante el tiempo en que esta torpe esgrima tenía lugar, el resto de las dos unidades contemplaban el duelo en silencio, hasta que Paz volvió en sí, levantó su sable de oficial y lo descargó con toda su fuerza sobre la cabeza del infante más próximo. El sable rebotó sobre el shakó del soldado sin herirlo, pero éste arrojó su fusil y se dio a la fuga. Según Paz, toda esta escena duró entre dos y tres minutos: una verdadera eternidad en medio de un campo de batalla. Finalmente, algunos infantes recargaron sus fusiles, dispararon y los dragones se retiraron a toda velocidad. Para entonces ya todo el ejército revolucionario huía y la campaña estaba perdida. La guerra en el extremo sur del continente requeriría de diez años más de esfuerzos para recuperar lo perdido en Vilcapugio. Para los dragones, la experiencia de su impotencia militar en la jornada quedaría grabada como un recuerdo amargo. Esta impresión se reforzaría aún más en la batalla de Ayohuma, algunas semanas más tarde, en que la escena se repitió casi idéntica (Paz, 2000, vol.1: 110-111, 133-135).

EL SABLE

Se hizo así evidente a los jefes de la caballería que un cambio de armamento era indispensable. El mismo se produjo de manera tan clara que podríamos seguir su implementación paso a paso, de provincia a provincia, de escuadrón a escuadrón. Para reducir el análisis a sus rasgos básicos, digamos que la reforma comenzó en Buenos Aires a fines de 1812 con la organización del nuevo regimiento de Granaderos a Caballo. Con la onerosa creación de este cuerpo el gobierno pretendía dar un nuevo modelo a la caballería de sus ejércitos. Como en un laboratorio, se aplicaría la nueva táctica francesa napoleónica, privilegiando el uso de la carga a fondo al arma blanca en el momento decisivo del combate.

Tras aplicar meticulosamente el método de entrenamiento descripto por el reglamento francés, los granaderos hicieron sus primeras armas en el combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, sobre las barrancas del río Paraná. Dicho día, el escuadrón de elite se ocultó tras un convento mientras que un batallón de 250 7infantes realistas desembarcaba para saquear los alrededores. Sin ningún tipo de preámbulo, los jinetes se lanzaron a la carga sable en mano (y una parte de ellos armados de lanza por falta de sables) y masacraron a la infantería. El pequeño combate al arma blanca conquistó inmediatamente la imaginación del público local: en una sola carga, elegante y poderosa, 120 jinetes habían matado más de 40 enemigos y herido a otros 15. Los detalles del ataque fueron recogidos y llevados por la prensa hasta los últimos rincones del territorio y se cantan en los colegios argentinos hasta la actualidad (Espejo, 1916: 68-88; Olazábal, 1972: 5-13).

Tanto a un nivel discursivo como táctico, la victoria de San Lorenzo marcó el triunfo del sable como arma privilegiada en el Río de la Plata. Antes de dar inicio a la famosa carga que decidió dicha jornada, San Martín había prohibido estrictamente a sus hombres que se sirviesen de sus armas de fuego (por ordenanza los granaderos portaban tercerola). En el parte oficial de la jornada, rápidamente publicado por el gobierno, el coronel decía que la victoria era fruto de “una carga sable en mano”. La expresión se volvería famosa y haría escuela. Cargar sable en mano se volvió una frase sinónimo de coraje y de ardor revolucionario hasta el punto de que es raro leer un parte de caballería de la época en que el comandante se prive de utilizarla.

Luego de San Lorenzo, en efecto, los sables de los Granaderos se volvieron un tema de conversación general. Los soldados del regimiento practicaban cotidianamente su esgrima y lo mejor de la sociedad porteña se acercaba al cuartel a observarlos 7 . El espectáculo era interesante. El entrenamiento consistía en una carrera donde se simulaba el corte a sable de las cabezas enemigas: se plantaban en el piso una cantidad de estacas con una sandía clavada en su extremo, luego los granaderos se lanzaban a toda carrera en sus grandes caballos, golpeando a derecha e izquierda.

San Martín había prometido a sus reclutas que las cabezas de los realistas explotarían de la misma forma que las sandías, y su promesa fue cumplida. Desde los primeros ensayos guerreros, los campos de batalla donde habían participado los granaderos comenzaron a presentar extraños restos. Cadáveres humanos cortados de parte a parte, cabezas separadas del tronco, miembros seccionados, cráneos prolijamente divididos en mitades, cañones de fusil partidos en dos 8 . Los observadores confirmaban que se trataba de la obra de los sables, y por su sorpresa ante los nuevos hallazgos se deduce que tales destrozos no eran corrientes hasta el momento 9 .

De modo que el espectáculo brindado por los sables granaderos era el perfecto contraste de la inutilidad de la carga de los dragones de Paz. La caballería se había vuelto un arma temible y desde entonces reinaría suprema sobre los campos de batalla del cono sur del continente. Este nuevo ethos del soldado de caballería fue rápidamente extendido a la totalidad de los ejércitos revolucionarios. Ni bien terminado su entrenamiento, los escuadrones de granaderos fueron destinados a cada uno de los frentes de combate, donde sirvieron de modelo táctico para las demás unidades de caballería. En apenas unos meses, los húsares, dragones y cazadores de la patria mostraban el mismo apego a la carga frontal y al combate cuerpo a cuerpo. La utilización del arma de fuego se había vuelto un gesto de indecisión y de debilidad 10.

En la guerra de guerrillas que se libraba cotidianamente al nivel de las vanguardias, en especial, se veía como algo esencial el establecer la superioridad moral sobre las partidas enemigas con las que había que batirse. Un joven oficial de caballería, Gregorio Aráoz de Lamadrid, era considerado uno de los maestros en este tipo de lances. Una noche, marchando con su patrulla de caballería por terreno montañoso, fue divisado por el centinela del campamento enemigo, que dio el quién vive. Sabiendo que las fuerzas realistas eran mucho más numerosas y que no tardarían en estar sobre ellos, Lamadrid ordenó por lo bajo a uno de sus ayudantes que abriese fuego sobre el centinela. Cuando partió el tiro gritó a plena voz, simulando enojo: “¡No hay que tirar un tiro, carabina a la espalda y sable a la mano! ¡A degüello!” (Lamadrid, 1968: 36). Pese a lo que podría esperarse, a menudo este tipo de tretas se mostraba eficaz: ante la ostentación del recurso al arma blanca el enemigo creía tener frente así a un enemigo superior numéricamente, desencadenándose un pánico difícil de contener.

LA LANZA

Dejar de servirse del arma de fuego y cargar al arma blanca pasó a ser el emblema de la caballería del período. Ahora bien, si durante los primeros años de la Guerra de la Independencia el sable fue adoptado fácilmente como el arma ideal para el combate cuerpo a cuerpo, la utilización de la lanza conoció por parte de la tropa una resistencia sorprendente. Respecto de los soldados revolucionarios de aquellos años, Paz decía:

A falta de sables y armas de chispa, se daban alguna vez lanzas, y los soldados se creían vilipendiados y envilecidos con el arma más formidable, para quien sabe hacer uso de ella. He visto llorar amargamente soldados valientes de caballería porque se les había armado de lanza, y oficiales sumergidos en una profunda tristeza porque su compañía había sido transformada en lanceros. Ya se deja entender que en la primera oportunidad se tiraban las lanzas, para armar al caballero con una tercerola o un fusil largo, con el que, llegado el caso de un combate, hacía su disparo, sujetando su caballo para cargar, cuando no tomaba la fuga. Yo, como uno de tantos, participaba de la crasa ignorancia de mis compañeros, y no valía más que los demás (Paz, 2000, vol.1 : 59).

Esta actitud, decíamos, es sorprendente, y lo es por tres motivos. Primero por que la eficacia de la lanza en la carga frontal era evidente, particularmente para atacar a la infantería: sólo el largo de la lanza podía dar al jinete la posibilidad de golpear a un infante armado de fusil y bayoneta antes de que éste clavase su arma en el pecho del caballo. Segundo, porque la lanza y la pica han sido siempre –a causa de su utilidad para conducir al ganado– las armas típicas de los pueblos ganaderos como el rioplatense (Henninger, 2004). Tercero, porque en la región que nos compete la lanza era utilizada con gran provecho por los guerreros indígenas, quienes gracias a ella habían derrotado en más de una ocasión a las tropas de línea de caballería. En efecto los indígenas seminómades de la región del Chaco y de la Pampa luchaban siempre a caballo, armados de lanzas muy grandes, de hasta seis metros de largo, hechas de cañas de tacuara (Rabinovich, 2009). El efecto de estas cargas indígenas era devastador: al momento del choque apuntaban las puntas de sus lanzas a la frente del caballo contrario, el que rehuía sistemáticamente el contacto, haciendo caer a su jinete.

¿Tal vez los soldados rioplatenses, tras haber sufrido en carne propia los destrozos de las lanzas indígenas, se negaban a utilizarla por considerarla un arma de salvajes, indigna de un verdadero militar? No es fácil probarlo11. En todo caso, el desagrado de la tropa para con la lanza causaba serios inconvenientes a la organización de la caballería revolucionaria, teniendo en cuenta que las armas de fuego y los sables eran siempre insuficientes y caros. En una carta extraordinaria que nos permite echar un vistazo a la intimidad del pensamiento táctico de los dos generales más importantes del Río de la Plata, Manuel Belgrano establece concretamente el problema presentado por la aversión de los reclutas hacia el uso de la lanza y los medios pedagógicos que pensaba poner en acción para contrarrestar la situación. Escribía Belgrano a San Martín:

Creo a Guibert el maestro único de la táctica, y sin embargo convengo con V. en cuanto a la caballería, respecto de la espada y lanza; pero habiendo de propósito marchado cuando recién llegué a este Exto, mas de treinta leguas hacia el enemigo con una escolta de ocho hombres con lanzas, y sin ninguna otra arma, para darles ejemplo, aun no he podido convencer, lo conozco, a nuestros paisanos, de su utilidad; solo gustan de la arma de fuego y la espada: sin embargo, saliendo de esta acción, he de promover, sea del modo que fuese, un Cuerpo de Lanceros, y adoptaré el modelo que V. me remite. 12

Estos esfuerzos de los jefes para modificar las inclinaciones y gustos de la tropa producían su efecto. Paz confirma que, incluso antes de la llegada de San Martín al Ejército del Norte en 1814, y gracias a los esfuerzos concertados de Belgrano y Balcarce, los soldados comenzaban mal que mal a aceptar el uso de la lanza13. Sin embargo, pasarían años hasta que la misma fuese considerada un arma honorable. Tan tarde como en 1827, a inicios de la guerra contra el Imperio del Brasil, el oficial José María Todd afirmaba que los soldados de caballería seguían indecisos al respecto:

Esta arma estaba muy mal recibida por nuestros soldados, especialmente por los salteños que se creían degradados por ellas, pues solo la usaron los gauchos en la guerra de la Independencia a falta de otra arma. (Todd, 1892: 30-32)

Pero esta actitud fue completamente trastocada tras el combate del Ombú. Dicha acción, en efecto, fue decidida por un gran choque de caballería entre los mejores escuadrones rioplatenses y sus pares, muy famosos, del estado de San Pablo. Luego de repetidas cargas los primeros lograron acorralar a los segundos contra el margen de un río no practicable. Una última carga contra los brasileños atrapados produjo una mortandad muy elevada. Ya dueños del campo de batalla, los soldados rioplatenses tuvieron tiempo de recorrer el escenario del reciente combate, constatando con sus propios ojos que la mayor parte de los enemigos muertos presentaban heridas de lanza. Desde ese momento el prestigio de esta arma fue general y ya nadie pondría en duda su utilidad (Todd, 1892: 30-32). Sólo el remington, medio siglo más tarde, pondría fin a su reinado.

CONCLUSIONES

Termina aquí un doble recorrido que nos llevó, por un lado, del uso del fusil a la preferencia por la bayoneta, y del uso de la tercerola o carabina a la preferencia por el sable y luego por la lanza. Por otro lado, es un recorrido que habla de una preferencia general de la caballería por sobre la infantería. Al salir de la Guerra de la Independencia esta doble tendencia ya estaba profundamente anclada en el modo de hacer la guerra de las fuerzas rioplatenses. El gran ejército de línea formado en 1827 para enfrentarse al Imperio del Brasil estaba compuesto por 5.529 soldados de caballería (71%), 1.731 de infantería (22%) y 464 de artillería (7%) (Baldrich, 1905: 201-211). De estas tropas, la caballería estaba en su mayoría armada de lanzas y los infantes eran todos cazadores, entrenados para desplazarse a caballo y cargar a la bayoneta en el momento de la batalla. El Río de la Plata parecería entonces ir a contracorriente de la historia. Mientras que en esos mismos años, en Europa y su vasta región de influencia, la tendencia era hacia unos ejércitos cada vez más predominantemente nutridos de infantería, a su vez armada de fusiles cada vez más sofisticados y letales, en el extremo sur de América hasta los mejores jefes militares aceptaban presentar en batalla ejércitos puramente ecuestres y armados al arma blanca.

¿Constituye esto una paradoja o un retroceso histórico? ¿Estaban los rioplatenses equivocados? El recorrido que hemos realizado muestra que no. En realidad, el tipo de unidad táctica dominante para el final de la guerra de la independencia (el escuadrón de lanceros de caballería) era el resultado de una especie de “selección natural” entre todos los tipos de unidad ensayados. Era el tipo de arma que se adaptaba mejor al terreno, a la población y a los recursos existentes en una situación concreta. A lo largo del trabajo hemos visto que este vuelco táctico respecto de los reglamentos militares no era la obra de un jefe militar iluminado ni la victoria de la tradición indígena o americana por sobre el modelo europeo. Era el fruto de un largo proceso de experimentación en el que habían participado estrategas europeos, oficiales de carrera americanos, jefes milicianos autodidactas y la tropa en todas sus formas.

A lo largo de ese proceso hemos señalado repetidas veces la importancia de las preferencias y las representaciones de la tropa respecto de cada arma, pero hemos visto también que estas no eran un dato estático: un esfuerzo pedagógico, y en especial la experiencia misma del combate, podía muy bien modificar esas preferencias y esas representaciones. Es que en la guerra hay una sola verdad definitiva: la victoria en el combate, primero, y en la totalidad de la campaña, después. Si las unidades de lanceros a caballo terminaron imponiéndose es porque encontraron una forma de triunfar en los combates y de decidir a la larga las campañas. En cuanto las condiciones que hacían posible este resultado cambiaron, cambiaron también los modos de hacer la guerra.

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Notas

1 Reglamento para el ejercicio y maniobras de la infantería en los ejércitos de las Provincias Unidas de Sud América (1817), pp.35-36.
2 Sobre este punto, el capítulo 4 de la primera parte del Essai général de tactique, titulado “De los Fuegos”, era la máxima autoridad. Este texto de Guibert, traducido y adaptado por Luis de Yturribarria, fue publicado en Buenos Aires bajo el nombre de Tratado de la teoría de los tiros de fusil y golpe de ojo militar de un país, Imprenta de niños expósitos, 1814.
3 El comandante del n°6 era el teniente coronel Soler. Quien lo acusa de haber cargado a la bayoneta como un soldado es uno de sus enemigos personales, el comandante en jefe Rondeau. Ver Rondeau J. (1963), Autobiografía del brigadier general don José Rondeau. Boletín Histórico, N. 96-97, 60-61.
4 “Belgrano al Gobierno, Tucumán, 12 de enero 1813”, AGN, X-3-10-5.
5 “Orden general expedida por el general San Martín para presentar la batalla al ejército enemigo”, Archivo Histórico Museo Mitre, Anexo San Martín.
6 Los dragones del Río de la Plata fueron formados por la ordenanza real de 1784. En 1802 el Marqués de Sobremonte la adaptó y la reimprimió en Buenos Aires para que sirviese de modelo a las nuevas milicias. Prontuario o extracto del exercicio, y evoluciones de la Caballeria conforme a la Real Ordenanza de 8 de Julio de 1774, Buenos Aires (1802).
7 La esgrima del sable de caballería era bastante rudimentaria, con seis golpes de corte y uno de estoque, más las defensas. Reglamento para el ejercicio y maniobras de la caballería, Buenos Aires (1874).
8 Espejo compila varios testimonios en este sentido, además del suyo propio tras la batalla de Chacabuco, donde estudió con atención el campo de batalla. (Espejo, 1916: 556-557, 563).
9 El sable utilizado por los granaderos no era en sí mismo diferente del utilizado en otras unidades. Era un sable corvo de caballería, bastante pesado, de unos 90 centímetros de largo. Su particularidad residía más bien en su afilado, sobre el que las fuentes se explayan en diversas ocasiones. La tarea del afilado recaía muchas veces en los barberos de la ciudad más cercana, contratados a tal efecto. (Espejo, 1916: 614-615; Anschütz, vol.1, 1945: 82).
10 Por ejemplo, antes de la batalla del Gamonal, Manuel Dorrego prohibió a su ejército, bajo pena de muerte, el abrir el fuego. (Yates, 1888: 316).
11 López Osornio señala en esta dirección. Según el autor, los Blandengues y demás tropas de frontera habrían abandonado el uso de la lanza durante el gobierno del virrey Vértiz. Éste, habiendo comprendido que la superioridad de los indígenas en el manejo de la misma era irreparable, habría decidido contar exclusivamente con el miedo que producían las detonaciones de la fusilería. (López Osornio, 1995: 125-126).
12 “Carta de Manuel Belgrano a José de San Martin, Lagunillas, 25 de sept.1813”, en Weinberg, 2001: 234-235.
13 En 1814, el ministro de guerra expresaba su preocupación por el rechazo que los soldados hacían de la lanza. Para mejorar la opinión que tenían de ella, recomendaba armar de lanzas a todos los cuerpos de caballería, incluidos los carabineros, de modo que los lanceros no se sintiesen disminuidos. Proponía incluso que los jefes de cada ejército portasen la lanza para dar el ejemplo. “El Ministro del Departamento de la Guerra manifiesta su opinión sobre el arreglo de Milicias en la campaña”, AGN Montevideo, Archivos Particulares, Archivo Garzón, n°37.

Notas de autor

CONICET/UNLPam

Alejandro M. Rabinovich es Doctor en Historia y Civilización por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de Paris. Se desempeña como investigador adjunto del CONICET y profesor de Historia Argentina en la Universidad Nacional de La Pampa. Es autor de los libros La société guerrière. Pratiques, discours et valeurs militaires dans le Rio de la Plata, 1806-1852 (Presses Universitaires de Rennes, 2013); Ser soldado en las Guerras de Independencia. La experiencia cotidiana de la tropa en el Río de la Plata, 1810-1824 (Sudamericana, 2013) y Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui o la derrota de la Revolución (1811), (Sudamericana, 2017). Especialista en el estudio del fenómeno de la guerra en Hispanoamérica, ha recibido el premio de Historia Militar de Francia en 2010.



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