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Mutaciones y contagios: La crítica cultural en Chile[1]

Paz López *
Universidad de Chile, Chile

Mutaciones y contagios: La crítica cultural en Chile[1]

Intervenciones en estudios culturales, vol. 2, núm. 3, 2016

Pontificia Universidad Javeriana

Los estudios culturales en Chile están fuertemente ligados al nombre de Nelly Richard, a un grupo de intelectuales que han dialogado críticamente con su trabajo, y a la Universidad de Arte y Ciencias Sociales que se convirtió en la plataforma institucional de acogida y producción de los debates con los que, desde la transición a la Democracia, se ha reflexionado sobre el vínculo entre teoría y facticidad, entre cultura y política. Si bien desde 1999 existe el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA), adscrito a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, sus líneas de investigación están mucho más apegadas a una historia de las ideas en Latinoamérica que a las agendas, filiaciones y polémicas promovidas por lo que podríamos llamar Estudios Culturales Latinoamericanos y/o en América Latina.

Que el nombre de Nelly Richard esté asociado a los estudios culturales no quiere decir que la autora mantenga con ellos un trato apacible. Aunque reconoce y valora la voluntad de los estudios culturales británicos de “descentrar los cánones y ampliar los corpus que la cultura humanística mantenía estrechamente vigilados bajo el régimen de la distinción” (Richard 2013:138), Richard marca constantemente los riesgos que tendría la transferencia y reproducción mimética y periférica de tal proyecto. Por ello, la idea de crítica que ensaya es precisamente la de una crítica de oposición; principalmente respecto a la hegemonía de los estudios culturales que, desde los años 90, comenzó a consolidarse en la academia norteamericana. Esta es una de las razones que explica su persistente defensa del término “crítica cultural” sobre el de “estudios culturales”, asunto que no se reduce a un problema nominal sino a uno de orden estrictamente político. Tal como señala la autora, su defensa de la crítica cultural tuvo que ver, en uno de sus costados, con desmarcar su apuesta teórica y su proyecto de escritura de un estado de lengua que comenzaba a desplegarse en los seminarios, coloquios y congresos realizados en Estados Unidos durante la década de los 90 –sobre todo en LASA, donde Richard participaba activa y frecuentemente-. Junto a Julio Ramos, Alberto Moreiras, Idelber Avelar, John Kraniauskas, Gareth Williams, Bruno Bosteels, insistía en “la no renuncia a la teoría como exigencia intelectual frente al antiteoricismo que iba ganando popularidad en ciertas regiones del latinoamericanismo, principalmente orientado a la recopilación del dato cultural, con un cierto desprecio hacia el ensayismo crítico-literario, acusado de ser elitista” (Richard 2013: 17). En ese sentido, la crítica cultural sería más una práctica del texto que una reflexión sobre un objeto cultural concreto. Lo que está en juego en esa demarcación no se reduce a promover una distinción fuerte entre teoría y práctica –asunto que ha alimentado buena parte de los debates sobre la especificidad de los estudios culturales−, sino que declara una posición respecto del modelo representacional de conocimiento que, precisamente, pone en crisis esa distinción. Miguel Valderrama lo ha explicitado del siguiente modo: “Si el discurso se construye en virtud de la imposición de una estructura de relato a un determinado conjunto de acontecimientos, la elección del tipo de relato no es externa o exterior al significado de los acontecimientos” (Valderrama 2010:30).

Este sería el estatuto epistemológico de la crítica cultural y su punto de tensión con los estudios culturales de corte más bien empirista o que promueven la distinción moderna entre teoría y práctica. En términos de filiaciones y herencias culturales, de préstamos, traducciones e intimidades críticas que organizan el corpus de la crítica cultural, los estudios culturales incorporan el eurocentrismo como foco o instancia crítica de reflexión; sin embargo, la crítica cultural no reduce su apuesta a una valoración exclusiva del pensamiento local o latinoamericano. Diría más bien que el énfasis está puesto en el diálogo productivo y vital con diversas tradiciones de pensamiento y el modo en que ese diálogo diagrama, determina y conmueve las especificidades de los campos intelectuales. En ese sentido, la crítica cultural demanda, sobre todo, un contacto entre disciplinas (historia, sociología, artes visuales, literatura, cine, nuevos medios) y tradiciones teóricas, permitiendo abrir en ellas todo lo que en su tradición impide “las mutaciones, los engendros, la monstruosidad, la metamorfosis” (Valderrama y De Mussy 2010: 31).

No podemos pasar por alto el contexto específico de emergencia de lo que se conoce en Chile con la rúbrica de crítica cultural. Diríamos que su nacimiento es contiguo al final de cierta unidad histórica: por un lado, el fin del siglo soviético -que tendría su origen en la revolución de octubre de 1917, y su ocaso en la desintegración de la URSS-, y por otro, el fin del siglo totalitario, que encontrará en el crimen estatal organizado su síntesis macabra[2].

Estas circunstancias históricas plantearon preguntas importantes y urgentes para la izquierda. En términos locales, las dictaduras del Cono Sur, a la vez que marcaron el agotamiento de los modelos políticos y culturales de la izquierda tradicional, llevaron adelante un programa de modernización capitalista transnacional y globalizada que, dato conocido, encontró en el Chile de esos años un caso paradigmático. La crítica cultural nació entonces, en primera instancia, de una preocupación por la posibilidad del acto crítico en ese nuevo escenario. Beatriz Sarlo, crítica argentina, se preguntaba a comienzo de los años 90 por los modos de actuar cuando el sistema binario del amigo/enemigo comenzaba a disgregarse. “¿Cómo construir una identidad diferente del perfil revolucionario?”, “¿Cómo imaginar una identidad que no repita un mecánico esquema oposicional cuya funcionalidad ahora es, por lo menos debatible?” (Sarlo 1997: 35). Habría que recordar que fue ese esquema el que había impregnado la práctica y los discursos de los intelectuales críticos o de izquierda en la Dictadura. La pregunta entonces apelaba a cómo reconstruir una identidad de izquierda en el contexto del capitalismo globalizado y trasnacional, a imaginar nuevas perspectivas de pensamiento y a ensayar nuevas claves de interpretación.

El problema del binarismo entre historia y representación, entre crítica y acción política acaparó entonces buena parte del debate que comenzó a producirse en la Revista de Crítica Cultural, fundada por Richard en mayo de 1990. Desde ese año hasta su fin, en el año 2008, casi todos los números incluyeron ensayos dedicados a repensar el lugar de la cultura –y del pensamiento cultural- en contextos de posdictaduras y transiciones a la democracia. El diagnóstico general era el siguiente: la emergencia de nuevas dinámicas culturales hacía manifiesto el agotamiento categorial del pensamiento crítico tradicional y desordenaba sus lógicas de representación y racionalidad política (Villalobos-Ruminott 2008: 15-49). Esta pérdida de fe en la eficacia y suficiencia de los registros de interpretación de la sociedad existentes, que animaban los debates de la Crítica, despertó suspicacias sobre todo en sectores de la izquierda tradicional que acusaban de posmodernos a quienes suscribían ese tipo de diagnósticos. La primera polémica vino de la mano de Hernán Vidal, pero la encontramos también, a su modo, en el sociólogo Tomás Moulian y en el historiador Gabriel Salazar. A propósito de esto, Vidal manifestaba lo siguiente: “La Revista de Crítica Cultural se apropia de la polémica postmodernista y la introduce en la práctica cultural chilena como un punto neurálgico para la agitación política y artística”. Y continúa: “El postmodernismo, al asumir el desorden de tensión postraumática, oscurece los orígenes reales de la violencia que causó el trauma social en Chile” (citado en del Sarto 2010: 265)

Para entender este tipo de objeciones, habría que tener en cuenta el contexto de crisis de institucionalidad en las humanidades modernas, por un lado; y el de las ciencias sociales, abocadas a producir una lectura verosímil sobre el colapso de la sociedad chilena, por el otro. En el primer caso, como lo han señalado Julio Ramos (1996) y Alberto Moreiras (2013), la esfera estético-cultural moderna, que tenía la función de “producir ficciones de integración etnolingüística … y de diseñar y administrar el orden pedagógico donde se desplegaban las prácticas interpretativas en que se constituían los sujetos didácticos de la nación” (Ramos 1996:34) ya no podía tener a su cargo el trabajo de representación fundamental del subcontinente en el campo cultural (Moreiras 2013:79). Este colapso tenía que ver sobre todo con la constatación de que los procesos de globalización comenzaban a producir una retracción del Estado como garante del bienestar común, entretejiendo otros parámetros para la identificación ciudadana. Ello exigía interrogar y conmover algunos de los conceptos principales del pensamiento político moderno, como los de estado-nación, comunidad, soberanía, derechos, junto con reformular el papel de los intelectuales más allá de las viejas confianzas en el rol del Estado y las militancias partidarias, asunto que intelectuales de tendencia conservadora en epistemología no estaban dispuestos a asumir. Sí, en cambio, lo hicieron quienes defendían una idea de cultura que no podía concebirse ya como una “esfera adyacente al Estado preceptor o pedagógico” (Villalobos-Ruminott 2008:19) ni asociada al privilegio exclusivo de alguna vanguardia intelectual. García Canclini es categórico en advertir que el trabajo de innovación conceptual y reelaboración teórica, llevado adelante por la crítica cultural -y aquí refiere precisamente a Beatriz Sarlo, Nelly Richard y Marta Lamas-, “fue tan radical como el giro lingüístico o semiótico del análisis cultural” (García Canclini 2010:128-129).

En el contexto del debate chileno, la crítica cultural fue una férrea opositora del diseño transicional a la democracia, orquestado por los discursos provenientes de las ciencias sociales. El debate aquí es amplio y contundente, y ha encontrado en los nombres de Willy Thayer, Alberto Moreiras, Idelber Avelar, Miguel Valderrama, Sergio Villalobos Ruminott, Óscar Cabezas, Federico Galende, y en la propia Nelly Richard, a sus más conspicuos polemistas. Será en el Diplomado en Crítica Cultural de la Universidad ARCIS, creado en 1997 en el contexto del proyecto “Posdictadura y transición a la democracia: identidades sociales, prácticas culturales, lenguajes estéticos”, apoyado por la Fundación Rockefeller, donde estos debates se irán diagramando. No tenemos tiempo de revisar los detalles y especificidades de esta discusión, sin embargo podríamos resumirla en la línea de los que algunos han llamado pensamiento de la derrota, de la pérdida, sufriente o traumático. Si las ciencias sociales y la politología trabajaron en el diseño de políticas públicas de marcada orientación compensatoria, promoviendo una democracia de los consensos bajo la promesa de gobernabilidad y estabilidad económica, y saludando la llegada de una esquiva modernidad bajo criterios evolucionistas, la crítica cultural reflexionaba sobre aquello que en la recuperada democracia aparecía como llaga, hendidura, desintegración y fractura, explorando en el trauma y el drama que el golpe había inscrito en las subjetividades. De allí que el concepto “posdictadura” se haya impuesto en estas reflexiones al de “transición a la democracia”, remarcando con ello que la memoria histórica es condición ineludible del proceso democrático, y que el espacio del arte es el lugar que permite “alumbrar cierta área de la experiencia irreductible al imaginario de las transiciones a la democracia” (Avelar 2000: 18). Surgen en ese contexto las llamadas políticas de la memoria y su correlato literario, el testimonio. Para muchos, estas narrativas confesionales, provenientes en su mayoría de actores políticos de oposición, sobre todo de prisioneros y víctimas de la tortura, marcaban el ocaso del boom literario, y su voluntad de modernidad y puesta al día con la historia (Moreiras 2012:78-79). Para otros, el testimonio permitió la emergencia de identidades “femeninas, homosexuales, indígenas y proletarias” allí donde la literatura había estado dedicada a producir un sujeto “adulto, blanco, varón, patriarcal y letrado” (ctd Avelar 2000:39). Otros más escépticos, dirán que, si bien la literatura testimonial permitió dar cuenta del horror y ganar batallas jurídicas, esta, por sí misma, no es portadora de una revolución epocal que hubiera dejado hablar libremente al subalterno, como suponía cierta retórica triunfalista, proveniente, en su mayoría, de la academia norteamericana (Avelar 2000: 54-56).

Ese énfasis en la elaboración postraumática, que según decíamos algunos intelectuales, vinculaba a un espíritu posmoderno, ha sido leído por muchos como una sustitución de la política por la estética; asunto que muchas veces ha sido considerado el punto de partida epistémico que distinguiría fuertemente el proyecto de la crítica cultural del de los estudios culturales. Ana del Sarto ha insistido en esa línea, argumentando lo siguiente: “La crítica cultural construye su locus desde la materialidad estética para transformar críticamente lo real, mientras que los estudios culturales lo construyen desde la materialidad social para producir críticamente la realidad social” (Ana del Sarto, párr. 5). Recordemos que, bajo la reconfiguración de un ensayismo crítico sobre la producción artística en contexto de dictadura -pensamos acá en los nombres de Ronald Kay y Pablo Oyarzún-, Nelly Richard tuvo un papel preponderante a la hora de elaborar esa producción en términos de escena de oposición, promoviendo una unión necesaria entre prácticas estéticas y prácticas políticas; unión que encontró diversas reformulaciones y aproximaciones teóricas en varios de los colaboradores nacionales de la Revista de Crítica Cultural. El punto en común de los debates sobre estética y política que se generaron en Chile desde la década de 1980 -y que se reanimaron en los años 2000 con la realización del Coloquio Internacional sobre Arte y política (2004), y con la polémica publicación de un texto de Willy Thayer titulado El golpe como consumación de la vanguardia (2002)-, puede ser resumido tomando una enunciación de Jacques Rancière, filósofo francés altamente revisado en Chile: la politicidad es, en primer lugar, sensible, y en consecuencia, la cuestión de lo político es, desde su primera configuración, una cuestión estética. “La política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo. Es a partir de esta estética primera que podemos plantear la cuestión de las «prácticas estéticas»” (Rancière 2009:10). En ese sentido, la distinción entre materialidad estética y materialidad social que Del Sarto propone, en la línea de una crítica a la estetización de la política, que habría en la crítica cultural, pierde nitidez a la luz de estas consideraciones.

Todos estos debates que hemos apuntado brevemente tienen en su centro la pregunta por la posibilidad de la crítica, bajo el supuesto de que la tradición de un pensamiento de izquierda debe inventarse cada vez en el contexto de lo que algunos han llamado la noche larga del neoliberalismo. En contextos de represión política y terrorismo de Estado, el horizonte emancipador estaba puesto en la democracia, en el deseo de democracia. Desde los años 90 en adelante, una vez restituida la democracia y armonizados los intereses globales de la libertad económica, aparecen una serie de debates, organizados en la figura de un malestar en la democracia. Esto es otra forma de decir que la imaginación política-teórica encuentra hoy su límite en el concepto de democracia. En Chile, buena parte de la discusión enmarcada en lo que se ha llamado crítica cultural, tiene en su centro este problema. Por otra parte, el feminismo se ha convertido en piedra angular de este debate, no sólo cuestionando las formas de representación patriarcal que históricamente han constituido a las mujeres, sino el propio deseo de democracia de los modelos elitistas y consensuales que dominan las actuales descripciones de la práctica democrática. Nelly Richard, pero sobre todo Alejandra Castillo, han animado fuertemente el debate sobre los límites de la democracia, que el feminismo pone en evidencia, y que su práctica busca, precisamente, poner en crisis.

En este mismo contexto se ha seguido con detenimiento el debate euro-americano sobre la hipótesis comunista, como respuesta a la democracia capitalista o consensual, en el que despuntan nombres como los de Alan Badiou, Toni Negri, Slavoj Žižek, Jacques Ranciére, Bruno Boostels, entre otros. Se trata de pensar la idea de comunismo, no como problema invariante sino atento a las determinaciones históricas; como una pasión política encarnada en los “cuerpos que luchan y producen acontecimientos, cambian situaciones sin restarse ni hacer éxodo del mundo que habitan” (Cabezas, párr. 5).

Este debate sobre democracia y comunismo, sobre democracia y razón de izquierda, ha tendido a discutir con el proyecto de una crítica cultural que se advierte, por ejemplo, en el libro Residuos y metáforas (1996) de Nelly Richard, donde habría una exaltación del margen y los intersticios, de lo fragmentario y lo minoritario. ¿Es posible una crítica de los márgenes en el marco ilimitado del capitalismo mundial integrado? Para muchos, esa noción de crítica que se perfila en el proyecto de la crítica cultural es hoy el principal obstáculo para una práctica oposicional. Óscar Cabezas ha resumido este debate bajo el concepto de postsoberanía. En el contexto chileno, ese término es empleado para dar cuenta de que no ha habido transición sino radicalización de la soberanía del capital, en la línea de lo que Richard ha llamado posdictadura y Tomás Moulian, transformismo o democracia trasvestida. A su vez, postsoberanía es el nombre para la pregunta por un horizonte de emancipación en el contexto de una determinada forma de dominación:

Esta forma de conceptualizar permite pensar que el capitalismo, por ejemplo, no domina hegemonizando al modo en que lo hicieron los Estados nacionales en el siglo XIX y mitad del XX. Tampoco domina implementando a cada momento la violencia directa, la represión de los cuerpos; por el contrario, el capitalismo es una gran máquina de producción de libertades, precisamente, porque libera el deseo. Esto me parece algo importante porque no veo que haya en la estructura de dominación capitalista ningún atisbo, ni el más mínimo indicio, de que éste domine apelando a un principio de homogenización de la sociedad, y esto permite decir que el capitalismo piensa la multiplicidad al mismo tiempo que, en sus efectos, la produce y la libera; el capitalismo es la multiplicidad” (Cabezas 2013: 12)

¿De qué modo inscribe la crítica cultural su trabajo en el marco general de estas transformaciones o mutaciones epocales? Esta pregunta no pierde de vista que la “vida de la academia no es ajena a la vida dictada por los flujos del capital”, sino al contrario; es una pregunta que busca examinar al mismo tiempo las transformaciones que se han producido en el ámbito del saber y de las prácticas intelectuales, allí donde los modelos de gestión universitaria, de comisariato administrativo, de indexación, de certificación y acreditación continua, de clientelas académicas y profesores globales que se reparten honores y prestigios, han puesto en crisis la idea de universidad moderna, y que autores como Lyotard, Bill Readings, Immanuel Wallerstein o Willy Thayer han analizado muy contundentemente.

En ese sentido, la crítica cultural no es invariante ni transhistórica, sino una práctica que busca interrogar y cuestionar incansablemente las máquinas representacionales que organizan y normalizan el cuerpo de saberes en torno a la cultura, desmontando al mismo tiempo el conjunto de categorías que ordenan el trabajo mismo de la crítica. Una exigencia de pensamiento que aquí he intentado recrear muy sucintamente, poniendo en escena algunas de las principales preocupaciones teóricas y políticas que han tenido lugar en Chile bajo la rúbrica de crítica cultural.

Referencias

Avelar, Idelber. 2000. Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto Propio.

Badiou, Alain. 2005. El Siglo. Buenos Aires: Editorial Manantial.

Cabezas, Óscar. 2013. “Postsoberanía”. Literatura, política y trabajo. Buenos Aires: La cebra.

Del Sarto, Ana. 2010. Sospecha y goce. Una genealogía de la crítica cultural en Chile. Santiago: Cuarto Propio.

García Canclini, Néstor. 2010. La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia. Buenos Aires: Katz.

Moreiras, Alberto. 2013. “¿Puedo madrugarme a un narco? Posiciones críticas en LASA”. Revista Cuadernos de literatura. Ene-jun: 76-89.

Rancière, Jacques. [1940] 2009. El reparto de lo sensible. Santiago: ARCIS-LOM.

Ramos, Julio. 1996. Paradojas de la letra. Caracas: Excultura editores.

Richard, Nelly. 2013. Crítica y política. Santiago: Palinodia.

Sarlo, Beatriz. 1997. “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”. Revista de crítica cultural (15):32-38.

Valderrama, Miguel y De Mussy, Luis G. 2010. Historiografía posmoderna. Conceptos, figuras y manifiestos. Santiago: Ril editores/Ediciones Universidad Finis Terrae.

Villalobos-Ruminott, Sergio. 2008. “Modernidad y dictadura en Chile: la producción de un relato excepcional”. A contra corriente. Una revista de historia social y literatura de américa latina. Pp:15-49.

Notas

[1] Este texto fue leído en el I Congreso "Cultura en América Latina: Estudios culturales en/ desde América Latina y el Caribe: trayectorias, problemáticas e imaginarios“. Octubre de 2014, Aguascalientes, México
[2] Ver Alain Badiou, El Siglo. Buenos Aires: Editorial Manantial, 2005

Notas de autor

* Cursa estudios de Doctorado en Filosofía y Estética en la Universidad de Chile. Magíster en Teoría del arte, Universidad de Chile. Es profesora del Departamento de Teoría del Arte de la Universidad de Chile y de las escuelas de Artes Visuales de la Universidad Diego Portales y Andrés Bello. Ha publicado textos sobre arte y literatura contemporáneos en diversos medios escritos.
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