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La educación de las emociones. Una perspectiva desde Norbert Elias
Carina Kaplan; Lucas Krotsch
Carina Kaplan; Lucas Krotsch
La educación de las emociones. Una perspectiva desde Norbert Elias
The education of emotions. A erspective from Norbert Elias
Revista latinoamericana de investigación crítica, vol. V, núm. 8, 2018
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
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Resumen: La convivencia en la escuela, mandato de estos tiempos, requiere pensar a la inclusión como un proceso que se construye a través de conflictividades latentes. La dificultad para constituir lazo social puede asociarse a uno de los signos de época que radica en ver al otro como fuente de peligro en lugar de visualizarlo como semejante. Este trabajo analiza la educación de las emociones desde la perspectiva de Norbert Elias.

Palabras clave: Escuela , Convivencia , Emocicones , Conflictividad Social , Norbert Elias.

Abstract: The coexistence in school, mandate of these times, requires thinking about inclusion as a process that is built through latent conflicts. The difficulty to constitute a social bond can be associated with one of the signs of the era that lies in see the other as a source of danger instead of viewing it as similar. This paper analyzes the education of emotions from the perspective of Norbert Elias.

Keywords: School , Coexistence , Emotions , Social Conflict , Norbert Elias.

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La educación de las emociones. Una perspectiva desde Norbert Elias

The education of emotions. A erspective from Norbert Elias

Carina Kaplan
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Lucas Krotsch
Universidad Nacional de Lanús, Argentina
Revista latinoamericana de investigación crítica, vol. V, núm. 8, 2018
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

No existe la dualidad. Tu conocimiento actual proviene del ego y es solo relativo. El conocimiento relativo necesita un sujeto y un objeto, mientras que la conciencia del Yo es absoluta y no requiere un objeto.

Ramana Maharshi

La convivencia en la escuela, mandato de estos tiempos, requiere pensar a la inclusión como un proceso que se construye a través de conflictividades latentes. La dificultad para constituir lazo social puede asociarse a uno de los signos de época que radica en ver al otro como fuente de peligro en lugar de visualizarlo como semejante.

El análisis de la sociabilidad permite comprender la complejidad y conflictividad que deviene de vivir junto a otros diferentes y las tensiones entre la personalidad individual y la personalidad colectiva (Simmel, 2003). Goudsblom (2008) y Wouters (2008) ponen en evidencia que la matriz que subyace al temor a los otros es el sentimiento de amenaza a nuestra existencia o de pérdida de nuestros bienes, salud o integridad física. Al mismo tiempo, este miedo a los otros nos advierte sobre la posibilidad de quedar excluidos. Siendo necesariamente sujetos interdependientes, el peligro de ser eliminados opera, en un sentido inconsciente, en los vínculos sociales con los conocidos y con los extraños. Los sentimientos personales y grupales de exclusión atraviesan al tipo de experiencias que fabricamos los sujetos en la vida social y los alumnos en la vida escolar. Las distancias y proximidades, imbricadamente objetivas y simbólicas, que vamos interiorizando en cadena de generaciones, crean los límites y las oportunidades de contactarnos con los otros. Desde una perspectiva de larga duración, las personas singulares (los individuos) y la multiplicidad de los seres humanos (la sociedad) mantenemos un entrelazamiento indisoluble. Ese lazo está en el corazón mismo de la convivencia.

La preponderancia del yo sobre el nosotros nos lleva cada vez más a un aislamiento psíquico. Se produce una estigmatización del otro desde los miedos del propio yo, proyectando en él los miedos del yo. Un caso paradigmático de esta proyección se observa en la distancia que tomamos del moribundo. Éste se encuentra de frente a la muerte mientras que el yo le da la espalda. La muerte, por tanto, nunca es la de uno mismo, sino la del “otro”.

Cuando finalmente hacemos contacto con un “otro” que muere nos alejamos de la inmortalidad inconsciente que nos abriga. Algo de nosotros queda descubierto en ese reconocimiento del “otro”; algo de nosotros reconocemos en ese otro. Quizá la muerte no le pertenezca entonces solo a él. Probablemente, y al final, el reconocimiento del estigma termine constituyéndose en el reconocimiento de mí mismo en el “otro”. Elias sostiene al respecto:

La visión de un moribundo provoca sacudidas en las defensas de la fantasía, que los hombres tienden a levantar como un muro protector contra la idea de la propia muerte. El amor a sí mismos les susurra al oído que son inmortales. Y un contrato demasiado estrecho con los que están a punto de morir amenaza este sueño desiderativo. (Elias, 2009: 17-18)

Y continúa diciendo:

La muerte es uno de los grandes peligros biosociales de la vida humana. Al igual que otros aspectos animales, también la muerte, en cuanto proceso y en cuanto a pensamiento, se va escondiendo cada vez más, con el empuje civilizador, detrás de las bambalinas de la vida social. Para los propios moribundos, esto significa que también a ellos se los esconde cada vez más detrás de las bambalinas, es decir, que se les aísla. (Elias, 2009: 20)

El trabajo La soledad de los moribundos de Elias nos proporciona interesantes problemáticas desde las cuales pensar puntualmente el espacio escolar y la convivencia en él. Vimos, por ejemplo, lo que implican en el habitar juntos, en la convivencia, los miedos propios puestos en el otro. Como sucede cuando nos enfrentamos al moribundo: los límites y las condiciones de mi existencia son puestos en cuestión. Esto implica un nuevo costo para el moribundo: ser estigmatizado y recluido en un sofisticado trabajo de negación de mi propia existencia. Sin embargo, ¿quién es el moribundo? ¿quién el establecido? Evidentemente, la estigmatización de ese otro, y estas preguntas en clave eliasiana, se convierten en piezas clave para indagar acerca de la convivencia, el estar juntos y las emociones que se ponen en juego.

Volviendo puntualmente a los miedos, es importante señalar que, en sociedades donde el poder se mide por la capacidad de someter (legítimamente o no) voluntades, quisiera, en principio, reconocerme como capaz de someter. Y este acto es amplio. Externalizar sobre “el otro” los miedos no reconocidos del “yo”, me alivia. Cuando los mismos se posan sobre el otro, encuentro múltiples maneras de ir por ellos y, en este juego, mi víctima aparente es el otro. Y es aparente porque, en realidad, es el “otro” el “yo” completo, el dotado de todos los sentimientos posibles del “yo” de nuestra época.

Cuando un alumno o un grupo de ellos someten a otro u otros podemos reducir la acción a un impulso que parte de un lugar para impactar en otro o pensarla desde los conductores del mismo. Así como la energía se propaga a través de elementos específicos, también las acciones humanas. La energía relacional propia de nuestra especie, si bien en sí misma es natural, no lo son los canales por los que se irradia ni la forma en que lo hace. Estos canales o vasos comunicantes tienen morfologías propias de acuerdo a configuraciones sociales específicas. La misma idea del yo y el otro ha ido cambiando y varía según las configuraciones sociales.

De esta manera podemos pensar “yos” y “otros” en el espacio escolar, pero no de la misma manera en que falsamente nos representábamos al individuo y a la sociedad como entidades separadas e independientes. Estaríamos empobreciendo cualquier análisis si atribuyéramos existencias aisladas al espacio social y al escolar. Entonces reducir, por ejemplo, cualquier tipo de violencia al espacio en el que se manifiesta nos lleva a reducir el fenómeno. La escuela es un espacio en el que se ponen en juego tensiones que le son propias en términos de las interacciones que la configuran. Pero, al mismo tiempo, se trata de una institución que forma parte de configuraciones y funciones que la determinan y trascienden. Por lo tanto, sostener que un hecho violento se define como escolar, simplemente porque sucede dentro de los límites de este espacio, puede ser tan impreciso como decir que si un paciente le pega a un médico eso es violencia hospitalaria.

La reflexión sobre la construcción del vínculo yo-otro, desde esta perspectiva relacional, puede arrojar bastante luz sobre las generalizaciones anteriormente señaladas, permitiéndonos entrar al campo de las emociones con todas sus riquezas y complejidades. Ya Elias señalaba la potencia de la configuración establecidos-forasteros (Elias, 2003) para ahondar sobre esta relación yo-otro o sobre ciertas lógicas de diferenciales de poder entre grupos. Elias señala que:

En el curso de un proceso de civilización van cambiando los problemas de los hombres. Pero no cambian de una manera desestructurada y caótica. Si se contempla más de cerca la sucesión de los problemas humano-sociales, puede reconocerse en tal proceso un orden específico de la consecución. También estos problemas adoptan una forma de acuerdo con cada estadio específico. (Elias, 2009: 25)

De esta manera, las emociones nos hablan no solo de contextos específicos, sino de cambios en las mismas en el largo plazo. Los sentimientos de vergüenza, pudor, miedo, etc., se encuentran condicionados por determinaciones temporales y contextos sociales que deben ser contrastados y situados en los procesos de largo alcance.

Si consideramos a la escuela como un espacio pacificador casi por excelencia dentro de la lógica de la construcción y monopolización del poder del Estado moderno, tendríamos que poder ver, problematizando esto, cómo esta función fue variando a lo largo del desarrollo a través del cual se constituyó el mismo y cómo este proceso implica variaciones en las estructuras emocionales.

La escuela, como espacio de socialización socialmente ponderado, tiene una fuerte influencia sobre quién soy y quién debería ser en el futuro. No nos referimos al ser y al deber ser aislados entre sí, sino a la tensión entre ambos como una fuerza que atraviesa cualquier socialización. Lo mismo respecto del otro, pero con una diferencia importante: lo externo a mí, tanto lo otro como el otro, se reifica (cosifica) sobre esa externalidad al yo mío, es decir se estigmatiza. Así se produce una de las características generales en el proceso de creciente individuación: la profundización de la escisión entre el yo y el otro, paralelamente a un creciente diferencial del poder del primero sobre el segundo, en cuanto a la capacidad de describir y prescribir su exterioridad como ajena y diferenciada de él.

Este principio ya marca un proceso casi lógico de violencia, tanto simbólica como material, en cualquier espacio indefectiblemente social. Básicamente, el otro es una construcción de un otro. Paradójicamente, ambos, el yo y el otro, se encuentran escindidos de sí mismos. Podríamos decir simplificando la denominada “Teoría del Espejo” que el mismo se ha roto. Ya no es capaz de reflejar (o lo hace distorsionadamente) y de constituirme en base a la diferenciación del otro sino, fundamentalmente, a partir de su negación. Esto, lógicamente, causa efectos profundos no solamente sobre ese otro, sino sobre el yo mismo. De esta manera, emociones consideradas como individuales e independientes de los “otros” completan la profundización del proceso de individuación, arrojándonos a una situación análoga a la de la soledad de los moribundos.

Cómo repensar este proceso en un contexto tan altamente mediado por la tecnología de la virtualidad es otro de los aspectos a tener presente. El contacto cara a cara en el espacio escolar contrasta con el “otro virtual” fuera de la escuela. Si dentro de ella aún se encuentra fuertemente regulada esta mediación, afuera el “yo” se convierte en amo y señor de la existencia del “otro”. Mientras en la escuela el “otro virtual” debe muchas veces esperar enfrentándonos al real, afuera este depende únicamente de mi deseo. Las emociones encuentran, en uno y otro espacio, canales de expresión distintos que condicionan los vínculos, las relaciones.

En este escenario de virtualidad y de redefinición de la relación yo-otros, la escuela sigue siendo un lugar de encuentro. Un ágora no exenta de las tensiones inherentes al campo social en sociedades caracterizadas por cambios particularmente veloces y profundos, donde lo que se institucionaliza es esta lógica señalada más que pautas objetivas de comportamientos perdurables y altamente predecibles en el tiempo a las que muchas veces se evoca para juzgar emociones y comportamientos.

Paralelamente, nos vemos inmersos en una transformación radical de la concepción y utilización del tiempo. Así los medios que se pensaban para llevar adelante un fin, terminan reducidos a un fin en el que prima la satisfacción del deseo del yo. Con esto, los procesos de realización de los fines establecidos desde instituciones tradicionales, como la familia y la escuela, se ven afectados. Tanto por cuestiones como la inercia de las concepciones tradicionales respecto a sus funciones (que escapan a cualquier tipo de control o planificación racional) como por la vertiginosidad de otros procesos en juego. Todos estos elementos estructurales incluyen a las emociones como inherentemente constitutivas del proceso y solo pueden ser diseccionadas a través de una falsa o errónea pretensión analítica.

Bauman (2007) refiere al síndrome de la impaciencia como característica actual. Este síntoma es incompatible y entra en contradicción, tanto con el proceso educativo que alberga la escuela tradicional como con el tipo de retroalimentación entre el yo, el otro y el nosotros. Comentarios como “la escuela no educa” o “no hay futuro” están fuertemente ligados a lo señalado anteriormente.

El “otro”, cuando es joven y se erige en paradigma de los nuevos tiempos, es estigmatizado por el “yo” adulto. Ese yo que ha descripto y prescripto la ESCUELA, con mayúsculas, se convierte en forastero en un espacio social que le da la espalda. La realidad ha establecido al joven como su objeto de deseo y este joven da cuenta de la misma con una crudeza que nos estremece. Porque más allá de que el joven no recuerde día a día su cualidad por nosotros perdida, representa aquella imagen tan humana de lo que ha sido y nunca más volverá a ser.

De esta manera, en el espacio escolar se produce un “choque de civilizaciones”1 dentro de un proceso más amplio, en términos del proceso de civilización planteado por Norbert Elias. El proceso de individuación ha llegado a un punto en el que el “otro” se diluye entre los caprichos del yo. Este, por ello, lo niega, lo elimina.

La escuela es una institución de nuestro tiempo, pero muchas veces pensada y actuada desde sus orígenes. Esta tensión entre lo que fue y lo que debería ser es lo que causa conflictos serios en su interior. Un interior que, en gran medida, es espejo de un espacio social complejo. Las emociones que alberga no le son propias, pero las interacciones que se producen en su interior tienen su especificidad. La capacidad de este espacio para condicionar, canalizar o controlar estas emociones ha disminuido. En gran medida, nuestra incapacidad para aceptar estos cambios y percibir la variación en los diferenciales de poder, en términos de la inserción histórica de esta institución, imposibilita terminar de habilitar una escuela de nuestro tiempo.

En la producción de Norbert Elias la cuestión de la violencia ha sido planteada con relación al proceso civilizatorio en las sociedades occidentales. En su obra pionera de la década del treinta del siglo pasado, El proceso de la civilización (1987a), se ocupa ampliamente de un estadio particular del desarrollo de la violencia organizada. Describe allí el proceso de formación del Estado francés, dando cuenta de cómo los cambios de la sociedad y la metamorfosis de las relaciones interhumanas que tienen lugar en la modernidad modifican el comportamiento social y el sistema emotivo del individuo (Goudsblom, 1998; Brandao, 2009).

Con el monopolio de la violencia física por parte de los Estados modernos y el aumento de la diferenciación de funciones en el interior de estas sociedades, se observa el establecimiento de estructuras de personalidad con creciente auto-regulación y previsibilidad. Junto con esta pacificación tendencial del espacio social, se produce la transferencia a la vida psicológica individual de los conflictos y tensiones que antes solo se expresaban en el enfrentamiento exterior con los otros (Weiler, 1998).

Podemos decir que esta pacificación del espacio social al que se hace referencia es, en gran medida, un espejismo. Lo es en la medida en que las tensiones que ahora se dan básicamente al interior del individuo afectan, como hemos visto, a la misma percepción y construcción del otro. Por esto, dicha pacificación unida al proceso de individuación, podría causar nuevas formas de violencia representadas básicamente por la exclusión y la negación del otro, absorbido éste por el deseo de un yo encerrado socialmente en sí mismo. Pretendemos un espacio escolar que trabaje sobre estas tensiones, pero también somos conscientes que no lo puede hacer a espaldas del espacio social en el que se encuentra inmerso.

Este proceso de individuación lleva a concentrar estos enfrentamientos antes exteriores al interior del “yo” (pacificación). El “otro”, es decir lo exterior, comienza a distanciarse y a hacerse cada vez más difícil de percibir como propio. Así surge una de las contradicciones más profundas de nuestras sociedades modernas: la separación de la esfera individual de la social o de lo personal y la estructura social.

Elias vincula el proceso civilizatorio con una “contención más firme, más universal y más regular de los afectos” (1987a: 42), con una transformación estructural en la dirección de un control emotivo mayor. La orientación de la transformación del comportamiento se da en el sentido de una regulación cada vez más diferenciada del conjunto del aparato psíquico. Junto a los auto-controles conscientes que se consolidan en el individuo, aparece también un aparato de auto-control automático y ciego que, por medio de una barrera de miedos, trata de evitar las infracciones del comportamiento socialmente aceptado. En el pasaje de la sociedad medieval a la sociedad moderna, la contención de las emociones y el control de las conductas consideradas indeseables dejan de estar ligadas a las prohibiciones externas, modelándose el comportamiento a través de los sentimientos de desagrado, miedo o vergüenza. La personalidad moderna necesita “civilizar” sus afectos (Elias, 1987a: 239). Se hace muy difícil negar que se le ha otorgado a la escuela una función esencial en este aspecto.

Y en este civilizar sus afectos, los individuos son arrojados a algo semejante a lo que establece Elias en La soledad de los moribundos respecto a la negación y toma de distancia de la muerte en las sociedades que nosotros llamamos “civilizadas”. Esta negación de una parte tan constitutiva de nosotros como la vida misma puede ser una buena metáfora o correlato respecto a lo que nos sucede en relación con aspectos tan nuestros como especie como lo es “el otro”.

Elias nos enseña que el motor de esas transformaciones del comportamiento reside en las modificaciones de las coacciones sociales sobre los individuos: “… un cambio específico en toda la red relacional y, sobre todo, un cambio de la organización de la violencia” (Elias, 1987a: 528). Dicho proceso civilizatorio, que modula los fenómenos psicogenéticos y sociogenéticos, se caracteriza por el reemplazo de las coerciones impuestas (heterocoacciones) sobre las pulsiones de los individuos en virtud de mecanismos de autocontrol (autocoacción) (Zabludovsky, 2007; Gebara y Wouters, 2009).

Así, damos paso a una hipótesis sustantiva de nuestro trabajo que sostiene que, en este proceso de civilización, se puede observar un paso gradual de la violencia física a la violencia simbólica.

El reconocimiento tardío de la obra de Elias (Kaplan y Orce, 2009) y el hecho de que las emociones han sido históricamente un objeto de estudio marginado en el campo de las ciencias sociales, tanto a nivel general como local, trae como consecuencia que los estudios empíricos sobre emociones específicas en Latinoamérica han sido escasos o dispersos y más insuficientes aún en el campo de la investigación socioeducativa. Recién en los años ochenta, tal como destaca Montandon (1992), empieza a haber un cruce entre la sociología de la socialización escolar y el campo de la sociología de las emociones y del cuerpo. Es aquí donde se puede situar la originalidad y contribución que nuestras investigaciones realizan sobre las relaciones entre violencia, subjetividad y jóvenes en el campo de la educación escolar.

Las investigaciones en dicho campo trascienden al mismo, ya que se trata de un espacio específico que no por su especificidad se encuentra aislado de una configuración social más extensa del que, de alguna manera, da cuenta.

Entre las emociones que particularmente han sido estudiadas al analizar las experiencias de subjetivación en las sociedades contemporáneas, el miedo ocupa un lugar relevante. Mencionemos que para Elias la posibilidad de sentir miedo es un rasgo invariable de la naturaleza humana, sin embargo: “… la intensidad, el tipo y la estructura de los miedos que laten o arden en el individuo […] aparecen determinados siempre por la historia y la estructura real de sus relaciones con otros humanos, por la estructura de su sociedad y se transforman con ésta” (1987a: 528). En coincidencia con esta línea, en nuestros trabajos hemos desarrollado argumentos suficientes para evidenciar que la afectividad no puede ser reducida al despliegue de una interioridad individual deshistorizada. La trama de toda emoción, como hemos señalado, es siempre relacional, histórica y situada (Kaplan, 2011b). Es desde esta perspectiva que abordamos el análisis de la relación/construcción del yo-otro en el espacio escolar.

Habida cuenta de las transformaciones estructurales producidas en las últimas décadas (debilitamiento y metamorfosis de las instituciones sociales, desempleo masivo, precarización de las condiciones laborales, entre otros fenómenos), es preciso preguntarse por la construcción social de la subjetividad de época, por las mutaciones en las prácticas culturales y por las experiencias de subjetivación de los actores. Más particularmente, nos preguntamos por los mecanismos de producción de la violencia y las transformaciones en las experiencias emocionales en contextos de fragmentación social donde cada grupo es tratado y trata a otros como minorías subalternizadas.

En palabras de Reguillo (2003), cuando lo público pierde su fuerza articuladora, cuando se desdibujan las razones para estar juntos, cuando el sentido de lo que significa la vida de los otros, las ideas de los otros y los proyectos de los demás, se disloca, las violencias se fortalecen. Pero estar juntos no significa necesariamente estar unidos, cohesionados. El análisis de la relación yo-otro nos da la pauta de qué clase de nosotros estamos construyendo; cómo y desde dónde se construye el vínculo es sobre lo que venimos reflexionando en estas páginas.

En lo referente a la pérdida del sentido de la vida como el trasfondo de ciertas formas de violencia, Bourdieu (1999) sostiene que las situaciones de crisis generan una desorganización duradera del comportamiento y del pensamiento vinculado a la desaparición de objetivos coherentes para el porvenir. Para Wieviorka (2006), un rasgo sugerente de los actos de violencia en los suburbios franceses es el sinsentido completo de las vidas sumergidas en la exclusión o en la fragmentación de la existencia.

En el trasfondo de ciertas formas de violencia se encuentra la pérdida o el menoscabo del sentido de la existencia individual y social, entendida esta existencia y este sentido desde la internalización de un “yo” que es responsable en la medida en que se desentiende lo social como condicionante de sus emociones. Esta hipótesis sustantiva, surgida de nuestro extenso trabajo de campo que recoge testimonios de jóvenes de educación secundaria, nos habilita a afirmar que los sujetos “no son violentos”, en términos de una esencia, aún cuando así se auto-perciban, sino que su comportamiento social sería una respuesta posible a una vida sin justificación. Tal vez expresen una reacción a las interdependencias sociales que dejan a los individuos abandonados a un presente desprovisto de sentido colectivo.

En esta misma línea, dos de los discípulos más destacados de Elias, Goudsblom (2008) y Wouters (2008), al estudiar los miedos contemporáneos, posicionan a lo social como receptáculo central de la producción de nuestra experiencia emocional. Se trata del fantasma de la exclusión o la segregación. El sentimiento de no ser junto con el deseo profundo de ser permite interpretar los comportamientos de los jóvenes y estudiantes a la vez que pensar y revalorizar la función simbólica de la escuela. En todo caso, que los propios jóvenes subalternos se estigmaticen entre ellos, tal como surge de nuestro material empírico, puede ser explicado, en parte, como consecuencia de la energía simbólica de las formas estructurantes y profundas de la división social. La eficacia consiste en atribuirse la negativización a sí mismos y/o a su propio grupo, género, etnia y clase. Los jóvenes parecen internalizar en su biografía social y en el encuentro con los otros, categorías estigmatizantes y asignarse dicha cualidad y un sentimiento de vergüenza y de auto-humillación. Es importante, entonces, advertir en ellos dichos sentimientos y vivencias de inferioridad no solo en lo que dicen y hacen, sino también en la postura corporal o en el efecto de vergüenza producto de los mecanismos y relaciones sociales de dominación simbólica.

Consideramos que, para comprender las prácticas sociales ligadas a la exclusión y la violencia, es preciso abordar sistemáticamente los vínculos de interdependencia (a partir de las cuales se dota de sentido el vínculo yo-otro) y las emociones como dimensiones centrales en la producción y reproducción de la vida social. En tanto que seres humanos interdependientes, la experiencia escolar podría cumplir la función de ayudar a los estudiantes a aprender de los otros, a cuidarlos y a que nos cuiden. De allí que adquiere relevancia la pregunta por las experiencias emotivas y vinculares que construyen los jóvenes en la vida escolar.

Los estudios realizados en Argentina muestran que las violencias, tendencialmente, son resultado de conflictos de baja intensidad que se expresan en comportamientos inciviles (Kaplan, 2013). Se concibe a la cuestión de la incivilidad en el marco de procesos de regulación social y auto-regulación de las emociones de los sujetos en los que el yo queda desprovisto de sentido colectivo que cohesione un “nosotros” de alta intensidad.

En nuestras investigaciones nos hemos centrado en las dinámicas específicas que se ligan a la producción, reproducción, inhibición o regulación de las emociones en las experiencias escolares: formas de sociabilidad, imágenes y auto-imágenes, par violento/ no violento, par inferioridad/superioridad, entre otras. Asimismo, abordamos el poder simbólico de los actos de nombramiento y clasificación sobre las trayectorias escolares y sobre el destino social de los estudiantes. En su clásica obra En la escuela. Sociología de la experiencia escolar, Dubet y Martucelli (1998) plantean que el sistema de educación secundario francés se encuentra atravesado por una cadena de desprecio. Los juicios de descalificación que interiorizan los estudiantes constituyen una cuestión medular para la comprensión de la experiencia escolar.

Es preciso explicitar que, desde nuestra perspectiva, las experiencias emotivas de los estudiantes se expresan no solo en lo que dicen (actos del lenguaje), sino también en los signos corporales producto de los mecanismos y las relaciones sociales de dominación simbólica (Bourdieu, 1991).

En base a los testimonios recogidos en nuestros estudios, observamos que la violencia opera como una señal para ser mirado, identificado, visibilizado o, en la misma dirección, como búsqueda del reconocimiento y respeto de los otros, en particular por parte de los pares, como modo de autoafirmación. Ello coincide con los hallazgos de Crettiez (2009), Bourgois (2010) y Cerbino (2012), quienes han estudiado la formación de bandas callejeras en los suburbios de grandes ciudades para analizar los procesos de socialización generacional en el marco de lo que podría denominarse la “cultura callejera”.

Por su parte, la investigación de Elias y Scotson sobre Los establecidos y los forasteros (2000), comentada por Elias (2003), que construye una suerte de sociología de las relaciones de poder en una pequeña comunidad, suministra elementos de juicio para situar la violencia en un microcosmos social donde se determina que “la capacidad de un grupo de apuntalar la inferioridad humana del otro grupo y de hacerla valer era una función de una figuración específica que ambos grupos formaban entre sí” (2000: 224). A partir de los resultados de indagaciones empíricas sistemáticas, sugerimos que la estigmatización incluye actos de violencia de los “superiores” y quizás también de los “inferiores”. Existe una violencia latente entre un ellos (“los de la otra escuela, que hablan como tumberos, que visten como villeros”) y un nosotros (“los de esta escuela, que somos más tranquilos, que cruzamos la calle cuando los vemos a ellos porque nos dan miedo”). Surge el interrogante acerca de qué idea del “nosotros” fabrica cada sociedad y cuál interiorizan los sujetos en su experiencia social y escolar (par relacional inclusión/exclusión; inferioridad/superioridad; violentos/no violentos, entre otras distinciones posibles).

Nuestro foco consiste en caracterizar las emociones –especialmente las que a continuación exponemos–, inspirados en las perspectivas elisianas, por considerarlas asociadas a ciertas manifestaciones de violencias en las escuelas secundarias, focalizándonos en las siguientes dimensiones surgidas de nuestro estudio antecedente:

A. Los sentimientos de exclusión

Formulamos el interrogante respecto de los significados que dan los jóvenes al lugar y al espacio geográfico donde viven en relación con la propia identidad. Nos preguntamos por el sentimiento de exclusión que, sabemos, opera como un muro simbólico que divide entre un nosotros –incluidos, establecidos, enaltecidos– y un ellos –excluidos, forasteros, disminuidos– (Elias, 2003).

B. El miedo a la muerte (joven)

Nos preguntamos si la posibilidad o imposibilidad de representarse unfuturo que dé sentido a la propia existencia individual y colectiva de losjóvenes puede estar vinculada con este miedo particular y si constituyeuna de las vías para interpretar ciertos comportamientos sociales asociadosa la violencia (Kaplan, 2013).

C. La humillación

Nos interrogamos acerca de una característica relevante de la humillación que remite a la exposición pública.

D. La vergüenza

Nos preguntamos sobre las situaciones de avergonzamiento propias de la condición estudiantil; en particular, aquellas que hacen referencia a la vergüenza como dolor social (Goudsblom, 2008). El cuerpo se constituye en la superficie donde se expresan signos sociales vergonzantes a partir de la mirada de los otros.

E. El respeto

Nos preguntamos sobre las situaciones de avergonzamiento propias de la condición estudiantil; en particular, aquellas que hacen referencia a la vergüenza como dolor social (Goudsblom, 2008). El cuerpo se constituye en la superficie donde se expresan signos sociales vergonzantes a partir de la mirada de los otros.

E. El respeto

Nos preguntamos sobre ciertas prácticas de violencia y su vínculo con la búsqueda de reconocimiento y auto-afirmación frente a los pares. Asimismo, nos interesa indagar cuáles son aquellos aspectos de la persona que los estudiantes asocian con el ser y sentirse valorados en la trama de los vínculos escolares.

Todas estas dimensiones atraviesan el espacio escolar en términos de cómo se estructura un proceso complejo de subjetivación/objetivación del sentido de estar juntos a partir del vínculo yo-otro y nosotros. El camino está abierto y es un campo fértil para la exploración futura que complete un programa de investigación sobre la educación de las emociones y la convivencia escolar.

Material suplementario
Referencias
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Zabuldiovsky, G. 2007 Norbert Elias y los problemas actuales de la sociología (México: Fondo de Cultura Económica)
Notas
Notas
1 Haciendo una alusión liviana a lo sostenido por Samuel Huntington.
Notas de autor
Magíster en Ciencias Sociales conmención en Educación (FLACSO Argentina). Licenciada y profesora en Ciencias de la Educación por Universidad de Buenos Aires, Argentina. Docente e investigadora de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de La Plata, Argentina.

Master in Social Sciences with a majorin Education (FLACSO Argentina). Licentiate and professor in Educational Sciences from the University of Buenos Aires, Argentina. Professor and researcherat the University of Buenos Aires and the University of La Plata, Argentina

Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona. Licenciado en Ciencias Políticaspor la Universidad de Buenos Aires. Docente de Sociología de la Educación en la Universidad Nacional de Lanús, Argentina.

PhD in Political Science from the University of Barcelona. Degree in Political Science from the University of Buenos Aires. Professor of Sociology of Education at the National University of Lanús, Argentina

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