Artículos

Populismo, retórica y democracia. Una aproximación al funcionamiento de la retórica populista

Populism, Rhetoric and Democracy. An Approximation to the Populist Rhetoric’s Functioning

Érika Castañeda Sánchez [*]
Universidad Nacional Abierta y a Distancia, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 21, núm. 1, 2022

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 23 Marzo 2021

Aprobación: 23 Julio 2021



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022012

Forma de citar (APA): Castañeda Sánchez, E. (2022). Populismo, retórica y democracia. Una aproximación al funcionamiento de la retórica populista. Revista Filosofía UIS, 21(1). https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022012

Resumen: Este documento presenta un análisis del funcionamiento de la retórica populista, que parte de dos perspectivas opuestas en torno a este fenómeno político. La primera ve en el populismo un peligro para la democracia y define su retórica como un recurso para engañar a las masas. La segunda considera el populismo como aquello que funda la democracia y a su retórica como el mecanismo que permite la articulación del pueblo. La discusión que se teje entre estas dos visiones del populismo permitirá demostrar que el papel que en cada una de ellas juega el elemento retórico, determina la noción de democracia que sirve de supuesto a sus afirmaciones.

Palabras clave: populismo, retórica, democracia, Ernesto Laclau, Jacques Rancière, Lauren Bernalt.

Abstract: This document presents an analysis of the functioning of populist rhetoric, which starts from two opposing perspectives on this political phenomenon. The first sees populism as a danger to democracy and defines its rhetoric as a device to deceive the masses. The second considers populism as that which establishes democracy and its rhetoric as the mechanism that allows the articulation of the people. The discussion that is woven between these two visions of populism will show that the role that the rhetorical element plays in each one of them determines the notion of democracy that serves as the assumption for their statements.

Keywords: populism, rhetoric, democracy, Ernesto Laclau, Jacques Rancière, Lauren Bernalt.

1. Introducción

El populismo ha sido tanto una práctica como un objeto de estudio importante en diferentes momentos de la historia. El término populismo, en cuanto práctica, aparece por primera vez en la Rusia de 1870 para denominar una corriente antiintelectualista del socialismo que no consideraba necesario formar a las masas para alcanzar la revolución, sino acercarse a ellas para aprender sus dinámicas y de esta manera construir la revolución. Después, el término se volvió de uso común entre los marxistas rusos para referirse a los socialistas no ortodoxos que consideraban al campesino y no al obrero como el protagonista del cambio revolucionario. En ese momento, el término pasó de denominar un movimiento político socialista con inclinación hacia lo popular, a una forma de nominar a un actor político popular por parte de sus críticos. Entonces, el término populismo empezó a tener una connotación negativa, pues se usó para señalar una desviación al interior del socialismo (Adamovsky, 2016).

Posteriormente, en 1891, la palabra populismo fue utilizada en Estados Unidos para referirse al People's Party (Partido del pueblo), un partido político de campesinos en condición de pobreza que no se identificaban con el partido demócrata y tampoco con el republicano, por esa razón buscaron consolidar una plataforma política popular que devolviera las riendas del Estado al pueblo. En ese caso, el término también fue usado, en un primer momento, por los miembros del partido para autodenominarse y de esta manera evidenciar sus diferencias con los demócratas. Más adelante, durante la contienda por la presidencia de EE. UU., en 1896, la palabra populista fue empleada por los medios de comunicación y por los detractores del Partido del pueblo, como epíteto que resaltaba el estilo incendiario, imprudente y peligroso de sus líderes (Houwen, 2011). Nuevamente, el término surge con fuerza en el presente para mencionar a los gobiernos de izquierda en América Latina, los cuales son juzgados como mecanismos de engaño para usurpar el poder popular, desmantelar el Estado que protege a todos los ciudadanos e imponer un régimen que basa su aprobación no de una ideología, sino de un liderazgo personalista.

En cuanto al populismo como objeto de estudio, señala Ezequiel Adamovsky (2016) que en la década del 50 del siglo XX el populismo se abre paso en la academia, ya no para referirse a movimientos políticos concretos, sino a una ideología que puede encontrarse en cualquier tipo de sociedad, a través de la cual se masificaría el resentimiento entre las masas. Desde esta comprensión, el populismo se podía observar en diferentes movimientos: el bolchevismo ruso, el nazismo alemán o el Macartismo estadounidense. En otras palabras, populismo era cualquier forma de oposición a la democracia liberal.

Sin salirse del ámbito académico, entre 1960 y 1970, el populismo fue empleado como categoría de análisis para comprender los movimientos reformistas que surgían en América Latina: en Argentina con el peronismo, en Brasil con el varguismo y en México con el cardenismo. En este caso, a pesar de hacer un reconocimiento de los avances sociales que lograron estos movimientos para los más vulnerables, se mantuvo una posición crítica por considerar que este tipo de manifestaciones de la política popular seducía a las masas con un liderazgo personalista, antiinstitucional y no pluralista. Por lo mismo, desde una comparación con las democracias europeas y norteamericanas, el populismo se presentó como un peligro para la democracia liberal (Adamovsky, 2016).

De manera más reciente, Ernesto Laclau piensa el concepto de populismo y le da un sentido no peyorativo, en el que pasa de ser peligroso para la democracia a ser condición de posibilidad de la democracia. El populismo de Laclau desdibuja la idea de la lucha de clases como una cuestión entre una élite dominante y una clase homogénea que es dominada, para pensar la resistencia al poder hegemónico como una relación de múltiples sujetos que hacen demandas diferentes a esa élite a que se oponen. En este contexto, el populismo funciona como una forma discursiva de articular a esta pluralidad de sujetos dominados y de organizar así una posición de resistencia al poder hegemónico, con lo cual se materializaría la democracia (Cadahia, en Canal CIESPAL, 2015). A esta redefinición del populismo puede sumarse el trabajo de Luciana Cadahia, quien invita a cuestionar las viejas concepciones de populismo, con el fin de reflexionar sobre los fenómenos políticos populares en América Latina. Esta nueva conceptualización del populismo hace que el término se use otra vez para autodefinirse. Es así como varios movimientos políticos de izquierda, tanto en América Latina como en Europa emplean el término populista como elemento central de la caracterización que hacen de sí mismos (Adamovsky, 2016).

Como es posible observar, la forma en que se ha construido la noción de populismo, tanto en su alusión a la práctica como en términos conceptuales, ha implicado siempre un juicio de valor que, con excepción de las perspectivas rusas, tiene como punto de referencia la democracia y como característica esencial la retórica. A pesar de que todos los textos reconocen la complejidad del fenómeno político, existen, en la actualidad, dos tendencias fuertemente marcadas. Desde la perspectiva que en este texto se llamará peyorativa, el populismo emplea un tipo de retórica en la que priman las emociones y no la razón, por lo cual, es visto como desviación de la democracia. Se subraya en este caso la elección de la expresión perspectiva peyorativa para hacer referencia a esta forma de considerar el papel de la retórica populista, puesto que, al centrar su análisis en la exaltación de las emociones, esta perspectiva define el populismo como peligro para la democracia y lo emplea como recurso para denigrar de aquello que designa. En el plano conceptual de esta perspectiva, el populista es considerado un riesgo para la democracia, ya que desplaza el juicio razonado, que busca el bien común, para poner en su lugar la intemperancia popular, que se limita al bienestar inmediato. Puede decirse entonces que esta noción de populismo se empleó para generar un trasfondo negativo frente a todas las realidades que el concepto pretendía analizar, desde el bolchevismo en Rusia hasta el peronismo en América Latina.

Por otra parte, desde la perspectiva que aquí se denominará alternativa, el discurso populista produce una identidad política popular y por ello es el elemento que funda la democracia. En este sentido, es también necesario hacer énfasis en el empleo de la expresión perspectiva alternativa, pues es así como llama a su apuesta teórica Ernesto Laclau, ya que en su estudio retoma lo que se ha dicho antes sobre el tema y argumenta que tales posiciones llevan a callejones sin salida, en los que resulta imposible definir completamente el concepto estudiado. En razón de esto, el filósofo argentino presenta su análisis no solo en favor del populismo, sino como superación de los impases teóricos de los postulados anteriores (Laclau, 2005).

Queda claro que desde las dos perspectivas del populismo la retórica cobra gran relevancia, puesto que en ambas es el mecanismo de identificación popular, ya sea como engaño, en la perspectiva peyorativa, o como eje articulador de demandas, en la perspectiva alternativa. Teniendo en cuenta lo anterior, el presente artículo pone bajo la lupa las caracterizaciones de la retórica populista que se hacen desde ambas perspectivas con el fin de establecer los rasgos fundamentales de este discurso político. Se argumentará que lo propio de la retórica analizada aquí no es la manipulación y la exaltación de las emociones, sino la producción discursiva de un escenario antagónico, en el que la identidad política popular es el resultado de la articulación de múltiples formas de injusticia estructural que se oponen al poder hegemónico.

Para lograr este objetivo, en primer lugar, se presentará y cuestionará la retórica populista desde la perspectiva peyorativa. A partir de autores como Kurt Weyland, Sussane Gratius, Enrique Krauze y Carlos de la Torre, se expondrá una serie de argumentos para definir la retórica populista como una forma de manipulación a los electores y como un discurso que trata de dividir a la sociedad. Por su parte, los postulados del giro afectivo permitirán cuestionar la posición asumida por estos autores, demostrando que detrás de la retórica populista no hay demagogia, sino producción discursiva del dolor causado por la injusticia estructural.

En segundo lugar, se hará una aproximación al papel que tiene la retórica populista en la perspectiva alternativa, de la mano de autores como Jacques Rancière, que expone una noción de democracia diferente a la liberal, y Ernesto Laclau, para quien la retórica populista construye una identidad política popular que articula una multiplicidad de demandas con el fin de hacerle frente a un poder hegemónico.

En ambos casos, se emplearán discursos enunciados por políticos que han tomado una posición frente al populismo, ya sea para distanciarse de él y denunciarlo como elemento disruptivo del orden social, como en el caso Hillary Clinton y Barack Obama, o para identificarse como populistas, como lo hicieron Evo Morales, Rafael Correa y Pablo Iglesias. Se espera que esta alusión a manifestaciones de la retórica política efectiva permita observar el alcance de cada una de estas perspectivas y, de esta manera, identificar plenamente en estos discursos los rasgos que caracterizan la retórica populista.

Ahora bien, quien escribe es consciente de que la retórica política, en la actualidad, no se reduce al texto que un personaje político comunica en un evento específico, pues la campaña política y la propaganda estatal hacen parte de una compleja estrategia de marketing que implica una constante exposición a los medios, los cual multiplica y transforma las situaciones discursivas en las que un líder político establece una relación con sus electores. A pesar de ello, se opta por un acercamiento solo a este tipo de discursos, aquellos que han sido enunciados en eventos de gran relevancia, puesto que tales situaciones discursivas condensan las ideas y recursos lingüísticos de mayor importancia en toda la campaña. Por esto, tales discursos nos ofrecen los elementos necesarios, tanto a nivel conceptual como semántico, asociados a la retórica política empleada en cada caso.

Antes de iniciar este análisis, es necesario decir que se abordará la cuestión de la retórica populista teniendo en cuenta, únicamente, los movimientos políticos que así han sido llamados principalmente en Latinoamérica y en Europa, solo en algunos casos, como el de Podemos, en España y Sýriza, en Gracia. No se definirán aquí como populistas movimientos de extrema derecha, como el Frente Nacional de Marine Le Pen, en Francia o la fracción del partido republicano que apoya a Donald John Trump, en EE. UU., pues estos movimientos, en su forma de proceder se alejan ampliamente de lo que es el populismo. Como lo señala Jacques Rancière (2011, citado en elDiario, 2016), al analizar el uso del término populismo para referirse a políticos como Marine Le Pen, esta manera de emplear la palabra populismo permite explotar el fantasma del totalitarismo, con el fin de evitar la exigencia masiva de cambio en la administración estatal. Para este importante filósofo, los movimientos de extrema derecha con un discurso abiertamente racista solo visibilizan en su retórica lo que, de hecho, ya realizan los funcionarios del gobierno al que supuestamente critican, quienes han puesto en marcha una serie de medidas orientadas a la precarización de trabajadores extranjeros.

En ese sentido, Rancière llama la atención sobre las políticas creadas en Europa por gobiernos no populistas. Tales medidas tienen por objeto precarizar a los trabajadores de países no europeos, como aquellas que tienen incidencia en los contratos laborales o de vivienda a los que pueden acceder los inmigrantes. Así, en la medida en que los llamados “populismos de derecha” no se distancian de aquello a lo que en principio se oponen, como en el caso francés[1], no serán tenidos en cuenta en este texto, pues confundirían el análisis que aquí se propone.

2. La perspectiva peyorativa

2.1 La retórica populista como sentimentalismo y manipulación

El trasfondo del punto de vista peyorativo sigue siendo la democracia liberal, tal como sucedió en los años 50. Sin embargo, en el presente se hace énfasis en la institucionalidad, enarbolándola como el bien supremo de la democracia. Esta concepción del Estado democrático como un sistema de instituciones que regula la interacción entre los ciudadanos y define la forma en que se reparten las ganancias y las pérdidas (Rawls, 2006), se construye a partir de una orientación racional, la cual señala que los sujetos, abstraídos de sus condicionamientos particulares (género, posición económica, orientación sexual, etc.), podrán identificar los principios de justicia que garantizan la construcción de un Estado justo (Rawls, 2006). Al tener en cuenta que la institucionalidad es condición de posibilidad de un Estado democrático, para los detractores del populismo este último se presenta como un peligro, puesto que, gracias a su retórica, el líder se gana la voluntad popular con el fin de desinstitucionalizar el Estado.

En su conferencia para FLACSO, Kurt Weyland (2012) señala que el populismo no puede relacionarse con un modelo económico particular, pues, en las últimas décadas han surgido populismos neoliberales, como el de Alberto Fujimori o el de Carlos Menem, y populismos de izquierda, como los de Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa. Esta gran distancia ideológica entre aquellos que han sido llamados populistas hace difícil establecer una relación entre el populismo y una política social concreta. Antes que esto, Weyland considera que el populismo debe ser visto desde una perspectiva estrictamente política, como un fenómeno con orientación antiinstitucional, en el cual se enfatiza un liderazgo personalista que se construye a través de un vínculo directo con unas masas desorganizadas (Weyland, 2012).

Por su parte, Sussane Gratius (2007), quien hace un análisis de lo que llama La tercera ola populista en América Latina, coincide con Weyland en el papel del liderazgo personalista y aborda de forma específica los elementos retóricos del mismo, definiendo este aspecto como forma de seducción demagógica que subraya en su discurso ciertos valores como la religión, la soberanía o la patria con el fin de manipular a las masas. En palabras de la autora:

Los populistas casi siempre tienen un mensaje emotivo o sentimental que apela al patriotismo, a la religión o a la soberanía nacional. Mediante símbolos de fácil identificación colectiva, crean y representan nuevas identidades nacionales. La televisión y la radio, manifestaciones populares en la calle, junto a visitas del Presidente a barrios pobres y pueblos apartados, son el principal instrumento para manipular y unir los ciudadanos en torno al populismo. El líder carismático que encarna la voluntad del pueblo (y lo manipula a su gusto) es una figura cuasi mesiánica en la que los ciudadanos confían. (Gratius, 2007, p. 3)

Desde esta perspectiva¸ el liderazgo personalista —que expresa la identificación de un líder con las bases populares— se logra en el populismo con el empleo de símbolos altamente extendidos entre las masas. Este acercamiento del líder a su pueblo, en el que apela principalmente a las emociones populares, le permite al líder usurpar la voluntad popular y, una vez en el poder, instaurar un gobierno autoritario.

A esta forma de pensar el populismo se suma Enrique Krauze, quien, a partir de Aristóteles, subraya el carácter intemperante del demagogo que conducía al pueblo a una revolución, la cual estaba destinada a ser aplastada por una tiranía. Este autor retoma al filósofo griego para demostrar el peligro que comporta el populismo, pues este subvierte la voluntad popular y dinamita la democracia internamente. En otras palabras, sin el uso de recursos antidemocráticos, como pueden serlo las armas, la retórica populista desvía el sufragio universal para ponerlo a favor, ya no del Estado, sino de un líder autoritario (Krauze, 2016).

Tal como se presenta en estos autores, la retórica populista es, antes que nada, demagogia, la cual es considerada en términos peyorativos desde la antigüedad, pues se veía al demagogo como un sujeto inescrupuloso, cuyo objetivo era buscar consensos fáciles a través de la adulación de las masas (Pazé, 2016). Así, la demagogia fue y es entendida como una estrategia encaminada a movilizar emociones y sentimientos. Por ello, se dice que el discurso demagógico crea una atmósfera emocional en la que se halaga a los destinatarios, se les llena de optimismo, se exalta el orgullo nacional y se movilizan pasiones, como el amor, el odio, la furia, el miedo, etc. La constante excitación de las emociones a través un discurso incendiario y emocional tiene como consecuencia la disminución de la capacidad reflexiva de los destinatarios, con lo cual se incentiva la acción en vez de la reflexión.

Lo anterior puede identificarse fácilmente en los discursos pronunciados por Evo Morales (2006) y Rafael Correa (2007), cuando se encuentran con su pueblo después de ganar la presidencia por primera vez. En ambos se puede observar una constante alusión al pasado como forma de exaltar el orgullo nacional.

En el caso del discurso de Morales (2006), se reconstruye la situación de las comunidades indígenas desde la época colonial hasta el presente neoliberal. Se subrayan de manera permanente las injusticias que los indígenas han padecido y que se han extendido a otros sectores de la población, como los mineros, los obreros y demás sujetos excluidos por el poder hegemónico.

En el discurso de Correa, se retoman momentos del pasado reciente de su país, al traer a la memoria al escritor Benjamín Carrión (1897-1979) y su frase “volver a tener Patria” como fuente de inspiración del movimiento que lo llevó a la presidencia. Esta frase se convierte también en un llamado a crear las condiciones para que retornen los ecuatorianos que tuvieron que dejar el país por la crisis económica de 1999, ciudadanos que, como lo señala el expresidente ecuatoriano, salvaron la nación cuando enviaron dinero desde el extranjero, mientras que los banqueros sacaban todos sus recursos para ponerlos a salvo en el exterior.

De manera permanente, en este discurso se mantiene un ánimo de confrontación con el sector financiero, específicamente con los banqueros a quienes culpa de la crisis económica ecuatoriana. También, se subraya la soberanía nacional, al demostrar cómo ha sido vulnerada por las políticas económicas de los gobiernos anteriores, como la dolarización, que los privó de tener un símbolo monetario nacional y el canje de la deuda en el 2000, que benefició a los compradores de los bonos de deuda pública y no a la población (Correa, 2007).

Este acercamiento inicial a los discursos de líderes populistas parecería constatar lo dicho por Weyland, Gratius y Krauze, pues en ambos casos es posible notar la construcción de una atmósfera emocional que visibiliza las divisiones en la sociedad y señala a los culpables de la desigualdad. A diferencia de esto, la retórica que defiende la democracia liberal buscaría elevar el espíritu de sus destinatarios con el fin de alcanzar la idea de bien común. En otras palabras, el discurso liberal usaría las emociones para inspirar los valores de la razón, el consenso y la unión, como es posible ver en el discurso de Barack Obama en el año 2012, tras haber sido elegido como presidente de Estados Unidos por segunda vez.

Hoy, más de 200 años después de que una antigua colonia se ganara el derecho a decidir su propio destino, la tarea de perfeccionar nuestra unión sigue adelante.

Sigue adelante gracias a vosotros. Sigue adelante porque habéis reafirmado el espíritu que ha triunfado sobre la guerra y la depresión, el espíritu que ha levantado a este país desde la desesperación más profunda hasta las mayores esperanzas, la convicción de que, aunque cada uno de nosotros persigue sus sueños personales, somos la familia americana y ascendemos o caemos como una misma nación y un mismo pueblo.

Esta noche, en esta elección, vosotros, el pueblo estadounidense, nos habéis recordado que, aunque nuestro camino ha sido duro, aunque nuestro recorrido ha sido largo, nos hemos levantado, hemos recuperado nuestro rumbo, y sabemos, desde el fondo de nuestros corazones, que, para los Estados Unidos de América, lo mejor está por llegar. (Obama, 2012, citado en El País, 7 de noviembre de 2012)

Con estas palabras, Obama alude a la historia para promover un sentimiento de orgullo nacional, una sensación de pertenencia que se construye al exaltar el mito fundacional como el momento épico en el que gracias a la unión se logró la libertad. Sin embargo, la tarea iniciada dos siglos atrás se mantiene inacabada y los ciudadanos del presente deben dar continuidad al proyecto de nación. Se exaltan así sentimientos de esperanza que incentivan la superación de la adversidad, a partir de lo cual se puede construir ese ideal de nación centrado en la promesa de proteger el proyecto de vida individual. El patriotismo expresado en la retórica liberal parece convertirse entonces en un escenario de armonía en el que todos los estadounidenses, a pesar de los daños y perjuicios que han sufrido, son capaces de retomar el rumbo de la prosperidad.

Ahora bien, si se cambia la óptica desde donde comúnmente son juzgadas la esperanza, el esfuerzo y la unión, es posible observar que este sentimentalismo nacional, inspirado en lo positivo, implica también una forma de manipulación y violencia. Una mirada semejante demostraría que la construcción de ese ideal racional que está a la base de la democracia liberal, al abstraer los condicionamientos que forman la experiencia de los sujetos concretos, promueve una forma injusta de proceder y su retórica tendría como objeto velar las contradicciones que originan la desigualdad. El giro afectivo construye ese nuevo lugar para pensar la retórica liberal y la violencia con la que opera. En El corazón de la Nación, Lauren Berlant (2011) examina cómo la identidad nacional se configura desde un plano emocional, en el cual se disuelve todo tipo obstáculo estructural y diferencial del individuo. Como comenta Rossana Reguillo (2011), el texto de Berlant demuestra que la exaltación de las emociones que promueve un ideal de armonía social se emplea también para crear la fantasía de una sociedad sin desigualdades.

De forma concreta, en el caso de la retórica que ha construido la identidad nacional estadounidense, el duelo se convierte en el elemento emocional que permite poner a distancia el sufrimiento padecido por aquellos que no logran alcanzar el sueño americano. En palabras de Berlant (2011):

Los traumas expuestos de los trabajadores en las actuales condiciones extremas no suelen inducir más que a experiencias de duelo por parte del Estado y de la cultura pública a cuyas opiniones de base emocional se dice que el Estado responde. El duelo es lo que ocurre cuando se pierde un objeto esencial, cuando muere, cuando ya no vive (para uno). El duelo es una experiencia de una limitación irreductible, estoy aquí, estoy viva, él está muerto, estoy de duelo. Es una experiencia de emancipación bella, no sublime: el duelo le proporciona al sujeto la perfección definitoria de un ser que ya no está en flujo. Tiene una cierta distancia, incluso si el objeto que induce el sentimiento de pérdida e indefensión no está muerto ni a gran distancia de donde estás tú. En otras palabras, el duelo también puede ser un acto de agresión, de dar muerte social; puede desempeñar la evacuación de los sujetos existentes realmente. Incluso, cuando lo hacen los liberales, se puede decir que estos otros son “fantasmizados” por una buena causa. Los lamentables cánticos que entonan sobre la explotación que siempre es en otra parte (aunque sea a unas cuantas cuadras) son, en este sentido, agresivos cantos de duelo. (p. 19-21)

El sentimiento nacional que inspira la retórica liberal, así pensado, no crearía de forma tranquila y sosegada la armonía social que promueve, sino que lo haría de forma violenta, al eliminar del relato nacional la particular condición del que sufre, del sujeto que padece la desigualdad. En ese sentido, el sentimentalismo nacional se codifica en la retórica de la identidad nacional como duelo que borra los posibles antagonismos estructurales que condicionan la desigualdad, lo cual permite amortiguar el sufrimiento de los sujetos que son arrojados a la dinámica de competitividad de sistema de producción capitalista.

Esta apelación al sentimiento nacional que, a pesar de reconocer el dolor de la desigualdad, lo enmascara para construir la fantasía de la unidad que se puede observar en las palabras ya citadas del expresidente Obama, quien a lo largo de su intervención llama la atención sobre los efectos de la crisis económica de 2008 en la población, pero, al tiempo pone en el futuro la recompensa al esfuerzo realizado para superar esta situación. La sociedad norteamericana no se representa en este discurso como aquella que buscará a los responsables de la especulación financiera y los hará pagar por el sufrimiento causado a la población, sino como la sociedad que trabajará y se esforzará para que las futuras generaciones puedan vivir mejor.

Queremos que nuestros hijos vivan en un país que no esté acosado por la deuda, que no esté debilitado por las desigualdades, que no esté amenazado por la capacidad destructiva de un planeta que se calienta.

[…] Abierto a los sueños de una hija de inmigrantes que estudia en nuestras escuelas y jura fidelidad a nuestra bandera. Abierto a los sueños del chico de la parte sur de Chicago que ve que puede tener una vida más allá de la esquina más cercana. A los del hijo del ebanista de Carolina del Norte que quiere ser médico o científico, ingeniero o empresario, diplomático o incluso presidente; ese es el futuro al que aspiramos. Esa es la visión que compartimos. Esa es la dirección en la que debemos avanzar. Hacia allí debemos ir. (Obama, 2012, citado en El País, 7 de noviembre de 2012)

En esta parte, el hijo se convierte en el protagonista del discurso, se le representa como un niño o un joven con expectativas y sueños que no solo lo satisfacen a él, sino que también engrandecen a la nación. La figura infantil es un recurso de gran importancia en la retórica nacional para Berlant, pues el niño maltratado, explotado, sin oportunidades exhibe las miserias del capital; sin embargo, en el discurso político, el bienestar de este niño se restablece, es devuelto a su familia, protegido, incorporado de nuevo en el ideal de identidad nacional. De ahí que en su discurso Obama no mencione de forma directa a aquellos jóvenes latinos, afroamericanos, los hijos de los obreros desempleados que están excluidos del sueño americano, sino que apela a ellos de forma indirecta a través de los niños felices que están por venir. La felicidad futura se convierte así en la forma de contener el dolor del presente, mantenerlo otra vez a distancia, quitarle su negatividad y ponerlo a circular como un simple obstáculo que se puede superar.

Esta forma de manipular el sentimiento nacional con el fin de desdibujar las grandes brechas dejadas por la crisis económica puede evidenciarse también en el discurso que Hillary Clinton pronunció durante su campaña presidencial en 2016. Así, en su discurso en Filadelfia, luego de ser elegida la candidata del partido demócrata, inició con una larga estela de efusivos agradecimientos: a Bernie Sanders, de quien resalta su interés por la justicia social; a los Obama, quienes la han hecho una mejor persona con su amistad y resalta los valores familiares al mostrar las fortalezas de su matrimonio. Luego de esto, la candidata dice:

Amigos, hemos venido a Filadelfia –el lugar que vio nacer a nuestra nación–, porque lo que sucedió en esta ciudad hace 240 años tiene aún algo que enseñarnos hoy. Todos conocemos la historia. Pero solemos centrarnos en cómo sucedió, y no prestamos suficiente atención a lo cerca que estuvo de no escribirse jamás. Cuando los representantes de 13 colonias rebeldes se reunieron justo aquí, algunos querían quedarse junto al Rey. Otros querían abandonar. La revolución estaba descompensada.

Entonces, de alguna forma empezaron a escucharse, a ceder, a buscar un propósito común y cuando dejaron Filadelfia ya habían comenzado a verse como una nación. Eso hizo posible que se levantaran contra un rey. Hacía falta tener mucha valentía, y la tenían. Nuestros fundadores abrazaron la verdad de que somos más fuertes juntos.

Ahora, Estados Unidos está en un momento en el que hay que pensar muy bien. Fuerzas muy poderosas tratan de dividirnos. Los lazos de confianza y respeto se están quebrando. Al igual que nuestros fundadores, no tenemos garantías de qué pasará. Tenemos que decidir si vamos a trabajar juntos para poder levantarnos juntos. Nuestro lema nacional es: e pluribus unum (de muchos, uno). ¿Vamos a seguir fieles a ese lema? (Clinton, 2016, párr. 7-9 [transcripción en Univisión])

Se puede ver que, después de construir una atmósfera emocional a través de los agradecimientos y la exaltación de la familia, Clinton, al igual que Obama, echa mano de la historia para promover el orgullo nacional. En su discurso, los fragmentos del pasado son presentaciones en las que priman la valentía, el coraje y la sabiduría. También, al igual que su compañero de partido, Clinton busca ligar el pasado y el presente, para demostrar que lo que iniciaron los padres fundadores está inconcluso y les corresponde a sus electores continuarlo.

No obstante, a diferencia de su antecesor, la candidata demócrata ofrece una versión más amplia del pasado. No parte del momento en que se logró la libertad, sino de lo que pasó antes, de los inconvenientes de la negociación, de las diferencias que debían tener quienes estaban allí y, por ello, lo importante en su discurso no está en lo que lograron, sino en sobreponerse a esas dificultades y acordar un bien común. Por ello, el diálogo, la escucha y la reflexión son los valores a destacar de los padres fundadores. La tranquilidad, la ecuanimidad y la empatía son los caminos para superar sus diferencias. Así lo indica Clinton de forma literal casi al finalizar su presentación:

Tenemos mucho trabajo por delante. Demasiadas personas no han tenido un aumento de sueldo desde la crisis económica. Hay demasiada desigualdad y muy poca movilidad, hay demasiada parálisis en Washington, demasiadas amenazas en casa y fuera. Pero miren la fortaleza que tenemos para afrontar estos desafíos: Tenemos al pueblo más dinámico y diverso del mundo; Tenemos a la gente joven más tolerante y generosa que hemos tenido jamás; Tenemos a los militares más poderosos, a los empresarios más innovadores y los valores más profundos: libertad e igualdad, justicia y oportunidades. (Clinton, citada en Univisión, 2016)

En este fragmento la candidata habla de la crisis y de cómo ha afectado al pueblo estadounidense y reconoce lo poco que se ha hecho para superarla. Ha de señalarse aquí que Clinton esperaba ser la sucesora de Obama en la Casa Blanca, quien durante ocho años de mandato no logró reducir ostensiblemente los efectos de la crisis económica en la población. De hecho, como lo ha señalado Chomsky (2009), el gobierno de Obama fue muy cercano a los intereses del sector financiero a través de costosos rescates a la banca. A pesar de este breve reconocimiento del dolor, nuevamente, como lo hizo Obama, suspende el terrible peso de la desigualdad al señalar que todo esto se puede superar, pues se cuenta con una gran comunidad, un pueblo dinámico, una juventud tolerante y un gran poder militar, con lo cual se logrará que el futuro sea mejor.

Otra vez los que sufren son fantasmizados, son representados como abstracciones que no caben dentro de la identidad nacional. Por ello, los que sufren no pasan de ser personas que no han recibido un aumento o la situación general se define como un asunto de desigualdad que entre todos pueden superar. De igual manera, el causante de esta situación se escabulle, es sacado del trágico panorama económico nacional y en su lugar se pone a desfilar un conjunto de valores fuertemente extendidos en la sociedad, como el dinamismo, la tolerancia y la fuerza militar.

Así, se ve que la retórica liberal emplea una atmósfera emocional con el fin de negar el dolor, lo cual la convierte en un mecanismo de manipulación, algo que era justamente lo que desde la perspectiva peyorativa se predicaba de la retórica populista. Por tanto, haber encontrado la forma de engaño que opera al interior del discurso liberal pone en evidencia que la caracterización hecha por Weyland, Gratius y Krauze no se sostiene.

Ahora bien, para superar el juicio negativo que define la retórica populista como engaño es necesario retomar a Berlant (2011), quien observa que los grupos de políticos y abogados enfocados en construir la identidad desde el dolor asestan un significativo golpe a la dinámica de la identidad nacional basada en los valores positivos, pues promueven la creación de nuevas leyes y políticas de inclusión que toman en cuenta “la fragmentación de clase, racial, económica y sexual” (p. 48). Sin embargo, nota la autora que esta forma de cuestionar la retórica del consenso se encuentra limitada al campo de la institucionalidad y la ley, pues su forma de visibilizar el dolor tiene su origen en el concepto de persona natural universalmente reconocido por el derecho liberal. Por esto, la experiencia del dolor estructural que genera la desigualdad se tiene que amoldar a las categorías previamente establecidas en el marco jurídico liberal. Esto crea varias limitaciones al reconocimiento del daño generado por la injusticia estructural, por ejemplo: el hecho de que la reparación del daño solo sea posible cuando este ha sido causado por el Estado, o que solo sea válida si se puede igualar con las leyes que castigan la injuria o si los sujetos que sufren se pueden subsumir en las taxonomías reconocidas por la ley.

Aunque esta forma de activismo político y jurídico pueda mitigar el sufrimiento, el dolor subalterno rebasa lo señalado en la ley, pues implica una violencia social que desborda el conocimiento del sujeto aceptado por la democracia liberal. En este sentido, la autora considera que el antídoto más eficaz contra el engaño positivo de la retórica liberal debe partir de una posición radical que entiende el dolor no como un sentimiento que se puede conocer y reparar, sino como parte de la identidad política nacional. Es decir, el daño debe convertirse en un lugar político de enunciación desde el cual el sujeto representa su relación con los demás, sin pretender solucionar definitivamente la experiencia de la desigualdad.

Por su parte, se puede afirmar que en la retórica populista se presenta la configuración de una identidad política del dolor, al establecer la identidad popular desde el punto de vista de la confrontación. Esto se puede observar en los discursos de Evo Morales y Rafael Correa, pues exaltan el orgullo nacional desde la separación entre un nosotros, el pueblo excluido, aquel que sufre la injusticia, y un ellos, que son la élite excluyente.

A continuación, se explicará de manera más clara en qué consiste esta lógica de la retórica populista que se centra en la división social.

2.2 Retórica de la división

Siguiendo con la exploración de lo que se dice sobre la retórica populista, sin salir de la perspectiva peyorativa, encontramos a Carlos de la Torre (2008), quien apuesta por un análisis similar al que se observaba entre los académicos de las décadas del 60 y 70. Este autor busca establecer la razón del constante surgimiento del populismo en América Latina, haciendo concesiones importantes al populismo al verlo como una forma de inclusión de los sectores populares, pero que podría convertirse en una autocracia que se aleja del Estado de derecho. En este sentido, para de la Torre, el populismo aparece en diferentes momentos en la historia de América Latina, pues la región posee Estados fallidos, los cuales tienen una institucionalidad frágil, incapaz de solucionar los problemas de los más pobres; también cuentan con gobiernos cuyo funcionamiento implica dinámicas de clientelismo y corrupción. En este contexto aparecen los movimientos populistas y crean identidades políticas que se nutren de la constante vulneración de los pobres. Esta politización de las humillaciones les otorga superioridad moral a las bases populares y las pone en el centro del origen de la nación. En cuanto a la retórica populista, esta es considerada como un mecanismo de confrontación al interior de la sociedad.

Más bien hay que considerar que el populismo es la forma en la cual los sectores excluidos han accedido a la participación política, que se ha basado en discursos que dividen a la sociedad en dos campos antagónicos y en la visión de la democracia como la aclamación plebiscitaria a redentores más que en los modelos idealizados de los teóricos de la modernización de lo que debería ser la democracia. (de la Torre, 2008, p. 22)

Al centrarse en lo propiamente discursivo que señala de la Torre, es posible ver que el líder populista convierte la campaña en un campo de batalla en el que se enfrentan dos fuerzas políticas: las clases populares contra una élite que administra el Estado o que le quiere quitar el poder. Así, el populista en su discurso produce un pueblo y un anti-pueblo. Para este autor, la retórica populista crea una lucha entre el bien y el mal, en la cual se divide a la sociedad entre un pueblo virtuoso, heroico y valiente y una élite excluyente que durante su tiempo en el poder ha sido injusta con él. Se debe tener en cuenta que no se trata simplemente de señalar las diferencias entre fuerzas políticas que compiten por el poder, pues esto se ve en todo discurso político, sino que se trata de dividir la sociedad en dos partes: los de arriba y los de abajo, el pueblo y su enemigo.

Algo semejante es posible observarlo en el discurso de Pablo Iglesias, exsecretario general de Podemos, en España. En uno de sus discursos más famosos, el pronunciado en Puerta del Sol, en 2015, el líder de izquierda dice:

Qué bonito es ver a la gente haciendo historia. Es emocionante ver a un pueblo sonreír en la puerta del Sol. Un pueblo con voz de gigante que pide cambio, justicia social y democracia. Veo aquí gente digna. Veo aquí la esperanza de construir entre todos un futuro mejor. Veo aquí soñadores. Bona tarda. Arratsaldeon. Boas tardes. Bienvenidos a Madrid.

Hay que soñar, pero soñamos tomándonos muy en serio nuestros sueños. La Puerta del Sol, otra vez símbolo de futuro, de cambio, de dignidad y de valor. 2 de mayo de 1808, no fueron los reyes ni los generales ni los brillantes regimientos del Palacio Real los que se opusieron a la invasión. Fue el pueblo de Madrid, ese que hoy está en la calle con nosotros, el que compró con sacrificio la dignidad frente a una invasión intolerable. Fueron los de siempre, los de abajo, los humildes, los que se enfrentaron a la vergüenza y la cobardía de unos gobernantes que sólo defendían sus privilegios sin importarles nada más. Esa gente valiente y humilde está en nuestro ADN y estamos orgullosos. (Iglesias, citado en La Marea, 2015)

Iglesias, al igual que todos los políticos aquí citados, se remonta al pasado para promover ese sentido de patria que los convoca a pelear por su país. Iglesias también usa los halagos concedidos a los antepasados para transferirlos a quienes serán sus electores. No obstante, el líder español pone la discusión política en términos de una confrontación entre los de abajo, los humildes, y los poderosos, la aristocracia, la casta que administra el Estado, etc. En este mismo discurso y en muchos otros, este político español emplea el término casta para nombrar con él al enemigo de sus electores. La casta representa al anti-pueblo y en este discurso es completamente claro, pues mientras los antepasados del pueblo pelearon valientemente y sacrificaron su vida para no dejarse someter por Napoleón, la casta se escondió de forma cobarde y buscó egoístamente salvaguardar sus bienes. Para Iglesias, el pueblo y su némesis se han enfrentado en diferentes ocasiones a lo largo de la historia y en el momento en que se produce su discurso esta confrontación se actualiza, exigiendo a los herederos del pueblo hacer justicia en nombre de sus antepasados.

En los casos de Evo Morales y Rafael Correa se encuentra lo mismo, pero por cuestión de extensión solo se hará referencia al discurso del líder boliviano, en el cual se observa una lucha entre los dos grupos que son irreconciliables, como los indígenas y la élite boliviana, quienes se enfrentan en un terreno histórico de larga data, que inicia en la época colonial y se extiende hasta el presente.

Con seguridad estamos en la obligación de hacer una gran reminiscencia sobre el movimiento indígena, sobre la situación de la época colonial, de la época republicana y de la época del neoliberalismo.

Los pueblos indígenas -que son mayoría de la población boliviana-, para la prensa internacional, para que los invitados sepan: de acuerdo al último censo del 2001, el 62.2% de aymaras, de quechuas, de mojeños, de chipayas, de mulatos, de guaraníes. Estos pueblos, históricamente hemos sido marginados, humillados, odiados, despreciados, condenados a la extinción. Esa es nuestra historia; a estos pueblos jamás los reconocieron como seres humanos, siendo que estos pueblos son dueños absolutos de esta noble tierra, de sus recursos naturales. (Morales, 2006)

En el discurso de Morales son los indígenas quienes representan al pueblo que a lo largo del tiempo ha sido objeto de discriminación, que ha sufrido múltiples formas de subordinación, vejámenes que se han extendido desde la llegada de los españoles hasta el presente. Por su parte, el enemigo, en este caso, es tan histórico como la humillación del pueblo indígena. Morales, a lo largo de su presentación, reconstruye los diferentes escenarios de discriminación de los que ha sido objeto el pueblo indígena, no solo durante el periodo colonial, sino también durante los 180 años de vida republicana. Realiza un listado de agravios que inicia con el castigo que sufrieron los primeros indígenas que aprendieron a leer, cuyos ojos fueron cercenados con el fin de que este hábito no se promoviera entre su comunidad. La exclusión continuó en el periodo republicano, tanto que solo hasta 1952 se consiguió el voto universal o que 50 años antes de que un indígena llegara al poder, su pueblo no podía ingresar a la Plaza Murillo, centro del poder político del país.

Esta construcción discursiva de la confrontación es algo que para de la Torre hace peligroso al populismo, puesto que la politización de las causas estructurales de la desigualdad configura una versión sustantiva de la democracia, entendida como simple expresión de la voluntad popular que, por supuesto, hace caso omiso de las instituciones, lo cual le permite al líder “pasar por alto el marco normativo existente que es visto como un impedimento para que se exprese la voluntad popular” (de la Torre, 2008, p. 43).

Sin embargo, como lo señalaba Bernat, la inclusión del dolor, a partir de las categorías jurídicas existentes, sigue dejando por fuera de la identidad nacional la experiencia del sufrimiento causado por la desigualdad; esto en virtud de que, al ser estructural, se codifica de múltiples formas en la sociedad y una gran parte de ellas no estaría regulada por la ley. De hecho, en el caso de Morales, se pueden ver algunos recursos lingüísticos que no solo rebasan el ámbito legal, sino que hacen más pesada la carga del dolor a través del cual se constituye el pueblo. Por ejemplo, el porcentaje que representan, el 62,2%, literalmente son la mayoría, y a pesar de ello, durante siglos, sufrieron la extinción, la humillación, la marginación, etc., daños que no necesariamente se convierten en delitos, sino que aparecen en un conjunto de prácticas arraigadas en la sociedad. Esta clara polarización en el discurso de Iglesias y de Morales no aparece en los discursos de Clinton y Obama, pues, como ya se vio, lo que estos discursos buscaban era la unión.

Se puede decir entonces que, si bien la perspectiva peyorativa logra identificar una característica que le es propia a la retórica populista, la confrontación que instaura en la sociedad no logra con ello hacer pasar este tipo de discursos como mecanismo de manipulación. Justamente, aquello que se le recrimina a la retórica populista es lo que le permite convertirse en una opción discursiva de inclusión política real. Ahora bien, este hallazgo sobre lo propio del discurso populista remite a una nueva pregunta, ¿es solo la polarización lo que define la retórica populista? Dado que la perspectiva peyorativa niega la existencia de un antipueblo no es posible responder esta pregunta quedándose aquí. Por tanto, es necesario que esta indagación se dirija a la perspectiva alternativa, que podría dar luz para responder esta cuestión.

3. La perspectiva alternativa y su visión de la retórica populista

En su libro El desacuerdo. Política y Filosofía, publicado en 1996, Jacques Rancière formula la idea de que la democracia es un campo de confrontación en el que el pueblo irrumpe en el escenario político a través del litigio. Para este autor, la política existe porque debe hacerse una repartición de lo común entre las diversas partes que forman la sociedad. En la Grecia antigua esa repartición se hizo teniendo en cuenta el principio de libertad que hacía posible la igualdad de las diversas partes desiguales de la sociedad. Así, mientras que los oligoi tenían la riqueza y los aristoi poseían la virtud, el demos no poseía otra cosa más que la mera libertad, es decir, la imposibilidad de que los oligoi pudieran reducirlos a la esclavitud por deudas. No obstante, como nota este filósofo francés, esa libertad no es algo que le sea propio a demos, los ricos y virtuosos también la poseen, por lo cual, lo que a juicio de este autor verdaderamente aporta el demos a la comunidad es la posibilidad de interponer un litigio en nombre de la igualdad que se les ha reconocido. En palabras de Rancière (1996):

La masa de hombres sin propiedades se identifica con la comunidad en nombre del daño que no dejan de hacerle aquellos cuya cualidad o cuya propiedad tienen por efecto natural empujar a la inexistencia de quienes no tienen “parte en nada”. Es en nombre de daño que las otras partes le infligen que el pueblo se identifica con el todo de la comunidad. (pp. 22-23)

Para este autor, la política es un escenario de desacuerdo en el que cada parte de la comunidad se disputa la repartición de lo público, de ahí que cada uno de estos grupos busque establecer un orden de repartición que le permita aumentar o disminuir su participación en las ganancias y las deudas en función de los intereses de su grupo. Para llevar a cabo esta misión, cada orden político establecería unos criterios/principios para determinar quién obtiene más y quién obtiene menos. Así, mientras que en una oligarquía o en una aristocracia el demos no puede denunciar el daño que le causan esas dos partes de la sociedad que se le oponen —pues estas tienen el dominio total— en la democracia, aunque el pueblo no puede apropiarse de la riqueza y ni de la virtud, sí puede defenderse del trato injusto que recibe de quienes ostentan estos valores. Vista desde esta perspectiva, la aparición del pueblo en términos de confrontación es lo que permite la actualización de la idea de democracia como poder del pueblo.

Rancière no limita su reflexión sobre la democracia a la antigüedad. El autor reconstruye esa propiedad litigiosa del pueblo en el presente al observar cómo, en el marco de la democracia moderna, el pueblo nuevamente se disputa el poder en la oposición con otras partes de la sociedad y no en el consenso con ellas. Así, al reflexionar sobre la democracia liberal, el autor considera que en la búsqueda de un fortalecimiento de las instituciones garantes del poder popular el órgano administrador de lo público se alejó de las fuerzas sociales que los eligieron (Rancière, 1996). En otras palabras, el Estado democrático liberal requiere, como ya se había mencionado, una serie de instituciones que son, en principio, lo que garantiza el ejercicio del poder popular. De hecho, llegar a muchas de ellas requieren del sufragio, pero, una vez en el poder, lo que hacen los funcionarios es delegar su trabajo en comités de expertos, juntas de sabios y demás asesores que no tienen responsabilidad política alguna y cuyo criterio para gestionar lo público es netamente económico. Luciana Cadahia (en Canal CIESPAL, 2015) se suma a esta comprensión de la gestión institucional al afirmar que la democracia liberal anula lo político de la administración estatal para remplazarlo por criterios técnicos.

En este orden de ideas, las instituciones estatales ya no tendrían por finalidad velar por el interés de los grupos sociales que forman a la comunidad, sino la adecuación de la repartición a los cálculos de optimización que se efectúan en el cuerpo social (Rancière, 1996). De ahí que el surgimiento del pueblo implique un cuestionamiento al empleo de criterios estrictamente económicos de optimización de pérdidas y ganancias en la gestión de lo público. Este escenario político de antagonismo permanente es el que hace necesaria la construcción de un pueblo en términos de oposición como elemento que funda la democracia, un pueblo que solo aparece en el litigio que interpone ante el daño causado por una repartición que considera injusta.

Como es posible notar, esta noción de democracia fundada en el litigio requiere de la oposición entre el pueblo, los sin parte y la élite que gobierna desde la fría institucionalidad estatal. No obstante, es evidente que no podemos clasificar como populistas a todos los movimientos que establecen un litigio contra el Estado. Es decir, las luchas feministas también plantean una polarización entre un nosotros, las mujeres, y un ellos, el patriarcado. De igual forma, las comunidades negras construyen una retórica en las que se divide a la sociedad entre ellos y nosotros. En estos casos vemos movimientos feministas o étnicos en oposición al poder hegemónico, pero no son necesariamente movimientos populistas, por lo cual es necesario avanzar hacia otros análisis políticos que nos permitan establecer qué otros elementos, además de la confrontación, definen la retórica populista. Para esto resulta de gran utilidad el trabajo realizado por Ernesto Laclau, quien, al igual que Rancière, afirma que el pueblo también emerge en una relación antagónica contra la fría administración del Estado. No obstante, para que se produzca una identidad política popular deben articularse narrativamente múltiples demandas insatisfechas. Esta sería la función política del discurso populista, la producción de una identidad política popular que emplea tanto la articulación como el antagonismo.

Este pensador argentino reconoce la diversidad del pueblo. No ve al pueblo como una masa homogénea, sino como articulación de múltiples partes, que tiene como consecuencia la producción de una identidad política colectiva. El autor ilustra su afirmación con una situación en la que una comunidad es afectada por la escasez de buses en su barrio. Esta demanda particular se le comunica a la Administración Central para que sea resuelta. Si este problema se soluciona, no pasa nada, pero si no es solucionado, se crea un problema mayor, pues aquella comunidad inconforme empezará a notar que hay otras comunidades que también tienen demandas no resueltas, como problemas con la seguridad, la educación, los servicios públicos, etc. Entre estas múltiples demandas particulares surge la conciencia de un enemigo común, en este caso la Administración Central, la cual ha sido sorda a sus requerimientos y necesidades. Esta conciencia de tener algo en común genera un sentimiento de solidaridad que debe cristalizar en una identidad discursiva que interpele a esa multiplicidad como si fuera una unidad.

Aquí aparece lo que el autor llama significantes vacíos. Estos son recursos lingüísticos cuyo campo de significación es lo suficientemente amplio para agrupar a múltiples segmentos de la población. Estos también pueden ser usados para representar a la oposición. El ejemplo que Laclau presenta de esto es el de una mujer que va a practicarse un aborto en una clínica del Estado, pero no consigue que le hagan el procedimiento. Ella sale enfadada, toma un zapato lo lanza contra la clínica mientras dice “viva Perón, cabrones”. Es decir, una mujer interpone un litigio ante el Estado, por lo que considera su derecho a abortar, pero no lo hace en nombre de las mujeres oprimidas por el patriarcado, sino del emblemático personaje argentino que representa la lucha de las clases populares. Una escena semejante es posible porque ese sujeto que tiene una demanda particular interpone su litigio ante el Estado en nombre del sujeto colectivo al que pertenece, el pueblo y no de la demanda particular que tiene. Palabras como democracia, libertad, igualdad, etc., o nombres propios como Bolívar, Gaitán o el Che no solo representan la relación antagónica entre el pueblo y la élite, sino que logran agrupar las necesidades de múltiples partes de la sociedad y su empleo en el discurso también transmiten legitimidad.

Teniendo en cuenta esta triple función que tienen los significantes vacíos: oponer, articular y legitimar, resulta pertinente retornar a los discursos que anteriormente se habían empleado como ejemplo. En ellos es posible ver que tanto en los discursos de los políticos del partido demócrata estadounidense, como en los de Morales, Correa e Iglesias, la historia era un elemento esencial. Por supuesto, el origen de la nación siempre está en disputa, pues toda fuerza política quiere apropiarse de él para legitimar su aspiración al poder.

En ese sentido, podría afirmarse que la composición lingüística a través de la cual se hace referencia al pasado opera, en ambos discursos, como un significante vacío capaz de articular a muchos individuos. Entonces, la cuestión es cómo los articula. Por ejemplo, en los discursos de Clinton y Obama se puede visibilizar a la nación como resultado del sabio consenso entre los antepasados —aunque, por supuesto, reconstrucción del pasado no sea la historia de los pueblos nativos, la de las comunidades negras y mucho menos la de los migrantes—; mientras que, en los discursos de líderes de la izquierda populista, por el contrario, el pasado se construye desde la exclusión, a partir de la cual se visibilizaría la injusticia padecida por un pueblo que ha resistido con valentía y heroísmo a un enemigo cobarde e injusto.

Aquí, términos como casta, en el contexto español, colonizador, en el contexto boliviano o banqueros, en el contexto ecuatoriano, pueden verse como significantes vacíos que constituyen al pueblo desde el exterior, pues se refiere a la fuerza que se le opone y por lo mimo, expresa la solidaridad que se crea entre las diferentes demandas populares. Es decir, estos significantes le permiten a cualquier parte del pueblo representar a su enemigo, sea este la élite banca, el patriarcado, la aristocracia o la oligarquía. De manera simultánea, la apropiación de los valores que acompañan al legado del pasado hacen posible la cohesión interna de los diversos sectores que forman el pueblo desde la evidencia histórica del dolor. La historia del daño funcionaría en la retórica populista como lo que permite la articulación hacia adentro, pues es el pueblo el que hereda el legado de sus antepasados: la valentía, el coraje, la sabiduría, etc.

4. Conclusiones

En el primer momento de este texto se abordó el juicio más común sobre la retórica populista, su identificación como mecanismo de manipulación. Esto implicó realizar una aproximación a la creación de la atmósfera emocional en la que, a través de signos de fácil recordación, se exaltan las emociones más bajas del alma humana. Mientras que esto sucede en el populismo, los partidarios de la democracia liberal emplean discursos orientados a las emociones más refinadas, aquellas que inspirarían el espíritu humano para crear una imagen del bien común. Aunque al inicio esto era fácil de identificar en los discursos de líderes populistas como Morales y Correa, así como en el discurso de Obama, gracias al análisis propuesto por el giro afectivo se pudo observar que el empleo de emociones positivas, propio de la retórica liberal, tiene un efecto de manipulación. Es decir, la construcción de ese ideal común al que aspira la democracia liberal se crea para anular la negatividad de la desigualdad estructural. Tal como lo mostró Lauren Berlant, las referencias al consenso, la esperanza y el trabajo dibujan un panorama en el que las diferentes formas de desigualdad se presentan como algo que, con esfuerzo, se puede superar. En ese sentido, señalaba la autora que el sentimiento de distancia que crea el discurso positivo da muerte social a los sujetos que existen realmente.

Esta aproximación al trabajo de Berlant también hizo posible ver que para evitar el engaño del consenso liberal es necesario crear una retórica que ponga en evidencia el sufrimiento estructural que genera desigualdad, pero no haciendo de este último un objeto de conocimiento, sino poniéndolo en el terreno de la política. En este orden de ideas, el discurso populista contribuye a la configuración de dicho escenario discursivo en el que el daño recibido por los sectores excluidos de la sociedad se convierte en el centro de la identidad política nacional.

En un segundo momento, sin dejar la perspectiva peyorativa, fue posible encontrar una característica propia de la retórica populista, a saber, la confrontación de la sociedad. Como lo expone en su argumento Carlos de la Torre, los Estados fallidos, al no poder dar garantías de satisfacción de sus necesidades a los más vulnerables, quedan expuestos al constante surgimiento del populismo, el cual politiza la humillación con el fin de configurar una identidad política popular basada en el dolor. Tal identidad se produce en situaciones discursivas en las que se enuncia una oposición entre el pueblo, sujeto moralmente superior y el anti-pueblo, un sujeto abyecto que se ha favorecido del sacrificio de los sectores populares.

En su momento, se observó que este aspecto es diametralmente opuesto a la retórica de consenso empleada por la democracia liberal, la cual, como ya lo mostraba Berlant, busca unificar a toda la población, y dejar atrás las diferencias estructurales que generan desigualdad. Por su parte, en los discursos de Iglesias, Morales y Correa esta división se manifestaba de forma literal, mientras que en el caso de Clinton y Obama siempre se hace un llamado a superar las diferencias para lograr la unión y la prosperidad.

Por supuesto, de la Torre, quien siempre tiene como punto de comparación en su análisis del populismo a los Estados europeos o norteamericanos, mantiene un juicio negativo frente al populismo. Para este autor, la retórica populista fomenta la idea de democracia como el simple poder popular, el cual permite al líder pasar por encima de la ley y destrozar la institucionalidad. Esta sospecha que cae sobre la retórica populista es cuestionada nuevamente desde el giro afectivo, pues como lo indicaba Berlant, la única manera de esquivar el engaño liberal es pensando el dolor como un asunto político y no como un objeto de conocimiento que se puede subsumir en categorías legales. Cabe recordar que, para esta autora, a pesar de que hay movimientos políticos y jurídicos que cuestionan la retórica liberal, estos no logran configurar una dimensión política del daño, sino que lo subsumen en categorías jurídicas preexistentes que hacen del dolor algo que se puede reparar y dejar atrás.

En la tercera parte de este texto se abordó la perspectiva alternativa, la cual requiere una noción de democracia totalmente diferente a la liberal, por lo cual se acudió al concepto de democracia de Rancière, para quien este régimen de gobierno no se limita a la legalidad institucional, sino que se materializa en la confrontación de una parte de la sociedad que no tiene nada y otra que lo tiene todo. La democracia, entendida como litigio, requiere de la construcción de identidades políticas antagónicas, capaces de actualizar la división estructural que existe al interior de la comunidad.

Ahora, si bien este nuevo contexto democrático visibilizó múltiples formas de antagonismo discursivo, también demostró que solo algunas podrían ser clasificadas como populistas. Esto evidenció que, siendo el antagonismo condición necesaria para la retórica populista, no es, sin embargo, una condición suficiente, lo cual hacía necesario seguir indagando para establecer los demás elementos que forman la retórica aquí estudiada.

En este caso, Ernesto Laclau posibilitó una comprensión más completa de la retórica populista al demostrar que en este tipo de discurso el antagonismo se produce en una dinámica que requiere oponer y articular. La oposición es producto del antagonismo entre aquellos que se enfrentan a una administración incapaz de resolver sus demandas, por su parte, la articulación es el resultado de la solidaridad que se establece entre las diferentes demandas que no son resueltas por el Estado. Ambos aspectos del discurso populista requieren del uso de significantes vacíos, palabras cuyo campo de significación es lo suficientemente amplio como para agrupar las diferentes manifestaciones del dolor producido por la injustica estructural y también con el significativo potencial de construir discursivamente al enemigo del poder popular.

En conclusión, gracias a los postulados del giro afectivo, al concepto de democracia de Rancière y a la definición de populismo de Lacalu es posible afirmar que la retórica populista no puede ser definida como un mecanismo discursivo de engaño. Antes que esto, el discurso populista debe ser pensado como una producción discursiva que construye un escenario antagónico en el que la identidad política popular es el resultado de la articulación de múltiples formas de injusticia estructural que se oponen al poder hegemónico.

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Notas

[1] Este caso no es tan diferente del estadounidense, ya que de la misma forma que Trump llamaba al pueblo a rechazar la inmigración, el gobierno de Obama, aplicó medidas de deportación que permitieron la expulsión de más de 2 millones de indocumentados, una cifra que antes de él no se había presentado. En este sentido, se puede decir, parafraseando a Rancière, que Trump solo les pone color a las medidas ministeriales tomadas en el gobierno de Obama (Rancière, 2016).

Notas de autor

[*] Colombiana. Filósofa y Magíster en Estudios Culturales de la Pontificia Universidad Javeriana. Docente de medio tiempo de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, Colombia.

Información adicional

Forma de citar (APA): Castañeda Sánchez, E. (2022). Populismo, retórica y democracia. Una aproximación al funcionamiento de la retórica populista. Revista Filosofía UIS, 21(1). https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022012

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