Artículos

Posibilidades de una interpretación fisicalista de la conciencia. Algunas ideas aclaratorias

Possibilities of a Physicalist Interpretation of Consciousness. Some Clarifying Ideas

Diego Llontop Céspedes [*]
Universidad de Lima, Peru

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 21, núm. 1, 2022

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 05 Abril 2021

Aprobación: 22 Junio 2021



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022006

Forma de citar (APA): 21

Resumen: En el presente texto se evalúan las posibilidades conceptuales de una interpretación fisicalista de la conciencia. Con dicho fin se toman en cuenta posiciones representativas en el ámbito de la filosofía, así como investigaciones neurocientíficas recientes. Ambas líneas de investigación suponen el cuestionamiento de los acercamientos de sentido común al tema de la conciencia. No obstante, no suponen una completa eliminación de lo que dicho acercamiento puede representar. En este sentido, se propone una interpretación epistemológica de la perspectiva intuitiva de primera persona en relación con la perspectiva científica de tercera persona.

Palabras clave: conciencia, reducción-eliminación, primera-tercera persona, ontología-epistemología, sentido común, neurociencias.

Abstract: In this text we evaluate the conceptual possibilities of a physicalist interpretation of consciousness. To this end, representative physicalist positions in the field of philosophy as well as recent neuroscientific research are taken into account. Both lines of research involve questioning common sense approaches to the issue of consciousness. However, they do not imply a complete elimination of what this approach can represent. In this sense, an epistemological interpretation of the first person perspective is presented in relation with a third person, scientific perspective.

Keywords: consciousness, reduction-elimination, first-third person, ontology-epistemology, common sense, neuroscience.

Se dice que la ciencia es contraintuitiva. Esto quiere decir que los planteamientos de las teorías científicas usualmente ponen en entredicho nuestras nociones explicativas de sentido común, mostrándonos una suerte de realidad subyacente, ajena a estos criterios, como si lo visto con los ojos de la inocencia, de manera intuitiva, presentara una verdad oculta solo visible a través de los nuevos supuestos planteados por las teorías científicas. Esta dinámica de investigación y logro paulatino de conocimiento viene ocurriendo desde el surgimiento de la ciencia hace más de dos milenios y tiene sus momentos estelares. En astronomía tenemos el heliocentrismo; en física, la teoría de partículas. La forma de este desvelamiento, especialmente en el segundo caso, se puede entender como dándose a través de una reducción de un nivel teórico a otro más fundamental. Los fenómenos y las leyes científicas que aplicamos para interpretarlos se presentan en un escalonamiento cuyos niveles inferiores suponen ontologías diferentes a las que nos podría sugerir el juicio inmediato.

Esta suerte de reducción escalonada es un proceso que se ha venido configurando de manera constante en las ciencias físicas. Asimismo, ha reforzado cierta tendencia a esperar que toda la ciencia pueda unirse sobre el edificio teórico de las partículas, suponiendo consecuentemente que las partículas debieran ser las que afronten la carga de la explicación de todos los fenómenos. Si bien la historia y el desarrollo de la ciencia física muestra un avance sinuoso —desde un confiable y determinista mecanicismo, en Galileo y Newton, hasta la incertidumbre probabilística de la mecánica cuántica con la física del siglo XX— esta ciencia parece nunca haber renunciado a entender los fenómenos observados en un marco de verdad causal completa (Dupré, 2001). Por lo mismo, parece que no se ha abandonado la idea de encontrar la estructura nómica de todos los fenómenos bajo el amparo de los modelos científicos. Sin embargo, esta férrea convicción en la unificación de la ciencia se enfrenta a un fenómeno, en apariencia, renuente a la reducción. El fenómeno en cuestión es la conciencia.

En palabras de Kind (2014), la conciencia amenaza todo el edificio fisicalista sobre el que se ha ido armando la ciencia durante una significativa parte del siglo XX. La vivencia inmediata de nuestras propias vivencias, la certeza introspectiva directa de la propia experiencia que acompaña universal y permanentemente el paso de nuestra especie por el mundo resulta ubicua. Aparece como un fenómeno constante y, por lo mismo, como una constante interrogante filosófica y científica, con aparentes consecuencias para diversos ámbitos de existencia humana, no solo epistemológicos, sino también éticos, antropológicos, religiosos y, ¿por qué no?, políticos.

Este fenómeno en primera persona al que llamamos conciencia no parece corresponder con la realidad física que podemos evidenciar desde una perspectiva objetiva de tercera persona, es decir, desde el acercamiento usual de la ciencia. Parece inevitable admitir una ontología correspondiente con la primera persona, una realidad mental diferente a la realidad del cerebro y su estructura microfísica, pero, de alguna manera, igualmente inevitable, atada a él (Kim, 1998).

Descartes, quien inauguró la discusión moderna sobre lo mental, entendió esta realidad como una cosa inmaterial, pero esta propuesta se enfrentó a un problema evidente: ¿cómo hacer compatible esa supuesta inmaterialidad de la conciencia con el mundo físico? El propio Descartes se vio en la necesidad de ubicar el Yo pensante en el cerebro, bajo la influencia del modelo mecanicista típico en el siglo XVII. Pero la incompatibilidad ontológica de ambas, conciencia inmaterial y cerebro material, no le permitió encontrar una salida teórica plausible o coherente más allá que aventurarse a establecer superficialmente un correlato cerebral de la conciencia en la pituitaria.

En este sentido, desde que Alcmeón de Crotona en el Siglo VI a. C. estableció el centro de las funciones mentales en el cerebro, la ciencia no ha hecho más que profundizar en el rol central que tiene el cerebro con relación a dichas funciones. Algunos, como David Chalmers (1998; 2000), prefieren hablar de “correlatos neurales de la conciencia”, siguiendo la línea cartesiana. No obstante, tal como reconoce Stanislas Dehaene (2014), el término correlación no es sinónimo de causalidad. El término correlación permite suponer que hay algo más en los procesos mentales que el mero discurso cerebral no cubre, mientras que el término causalidad aparece como un potencial reductor o eliminador de lo mental/consciente. De elegir este segundo camino nada quedaría sobrando, no habría nada que no esté incluido en el nivel cerebral fundamental[1]. Chalmers (1995) en contraste, asume lo mental consciente como un problema duro; se asume la correlación cerebral, pero se mantiene la duda sobre lo que verdaderamente generaría, realizaría o constituiría la experiencia consciente (Seager, 2016).

Surge una aparente bifurcación de caminos: el camino intuitivo cartesiano que implica una ontología correspondiente con la evidencia de primera persona o la eliminación de esta ontología mentalista, generadora de perplejidades y de callejones sin salida filosóficos, pero reforzadora de certezas cotidianas sobre nuestra vida mental.

1. Churchland y Dennett con relación a la conciencia

Dentro del debate sobre lo mental, se observa un par de posiciones eliminativas que apuntan a dos subtemas bien definidos. Por un lado, se tiene el intento eliminador de Paul Churchland (1995; 1999; 2007) y Patricia Churchland (1983; 1988), enfocado en la Psicología Popular y, por el otro, la propuesta eliminativa de Daniel Dennett (1991; 1998; 2017) enfocada en el desplazamiento del qualia. ¿Podríamos identificar ambos intentos como un movimiento hacia la eliminación de la conciencia? Para responder esta pregunta es necesario, en primer lugar, reconocer la dificultad en la discusión sobre los conceptos mentales, dada la falta de consenso sobre sus límites y propiedades centrales. Esto ocurre con particular notoriedad dentro del tema de la conciencia, tal como lo menciona Esparza-Oviedo (2020). Por ejemplo, David Chalmers (1995) asocia el concepto de conciencia con una amplia variedad de posibles referentes: conciencia de experiencias sensoriales, imágenes o imaginería mental, pensamiento consciente, experiencia de emociones, noción de “Self” o “Yo”, etcétera[2].

Sin embargo, se puede encontrar cierta unidad o coincidencia entre las posiciones eliminativas mencionadas. En primer lugar, se puede establecer una coincidencia en la crítica de los efectos de sesgo lingüístico en la interpretación de las vivencias mentales internas, subjetivas o en primera persona. Este cuestionamiento acerca de la deriva ontológica que puede generar la reificación de las categorías lingüísticas se orienta, en segundo lugar, por una filosofía que se inclina por criterios epistemológicos fundamentados en la investigación empírica científica. Es decir, ambas posiciones eliminativistas coinciden en apoyarse en la epistemología científica y su ontología derivada, específicamente en la neurociencia[3].

Por un lado, Paul Churchland (1995) y Patricia Churchland (1988) pretenden cortar por lo sano con la posibilidad de incluir intuiciones lingüísticas dentro de la investigación científica sobre lo mental. En particular, pretenden romper con la intuición de que nuestra dinámica mental corresponde con criterios lingüísticos o actitudes proposicionales conformadas por verbos, tales como “querer”, “desear” o “creer”. Estos conceptos teóricos serían los constituyentes fundamentales de la Psicología Popular, una teoría empírica falsa (Churchland, 1995, p. 49) que tarde o temprano sería eliminada del panorama científico y reemplazada por un conocimiento completo de la dinámica cerebral. Al ser eliminadas las actitudes proposicionales, no habría una preservación ontológica en un puente inter-teórico como el producido, por ejemplo, entre las leyes de Galileo y Kepler y las leyes de Newton. Es decir, no habría reducción posible y cabría remitirse únicamente a las entidades conceptuales objetivas en tercera persona, características de las neurociencias.

A primera vista, la crítica de Churchland parece tener asidero cuando notamos que el cerebro no funciona con base en patrones lingüísticos, sino con meros procesos biológicos que encajan mejor con un modelo computacional. De hecho, este es el modelo con base en el cual las neurociencias actuales describen la mecánica neuronal, utilizando conceptos tales como potenciales de acción, vías aferentes y eferentes, impulsos nerviosos, etc. (Pinker, 1998). En todo caso, esta circunstancia establece una dificultad seria para imaginar un puente inter-teórico entre ambas teorías, aunque no descarta del todo la plausibilidad explicativa de la Psicología Popular para la ciencia Psicológica. Si bien la no plausibilidad ontológica de las actitudes proposicionales sería un argumento fuerte para la eliminación, aún estaría en discusión si las explicaciones psicológicas deberían basarse exclusivamente en la dinámica neuronal del cerebro[4].

Daniel Dennett (1998) en esta última línea se inclina por defender una actitud intencional que utiliza las actitudes proposicionales como un recurso explicativo, pero solo aplicable en el nivel macroscópico de los individuos. Para el autor, esta actitud sería una excelente forma de identificar patrones dentro de la actividad de una entidad más compleja, como lo es un ser humano, una totalidad macroscópica, que conviene sea entendida como algo más que la mera suma de las partes que la constituyen. Con esto, sería posible explicar su conducta o pensamiento, por ejemplo, en un nivel de interacción social.

En cualquier caso, la discrepancia entre ambos autores resulta desde cierto ángulo más epistemológica que ontológica. A pesar de la desavenencia en torno a las potencialidades explicativas de la psicología popular, ambos autores parecen coincidir en la crítica a la actitud cartesiana de identificar los juicios introspectivos intuitivos de naturaleza lingüística (actitudes proposicionales) como un criterio válido para suponer una ontología de lo mental constituida por dichos juicios. En este sentido, Dennett (1991) entiende que para lograr una verdadera ciencia de lo mental se debe asumir una posición materialista en el nivel microscópico cerebral, al mismo tiempo que una posición macroscópica con fines explicativos, que se sostendría en la inferencia de intenciones o actitudes proposicionales en el nivel macro.

Su propuesta se sustenta en el hecho de que cuando se hace uso de las “intenciones” para establecer los patrones causales de la conducta humana, este término puede llevar a suponer una entidad voluntaria o un “Yo” individual y consecuentemente asumir, como Descartes, una ubicación cerebral correspondiente con esta supuesta entidad. El eliminativismo de Dennett, más que enfocarse en cancelar los criterios lingüísticos intencionales como Churchland, busca atacar la reificación de estos criterios en un idealizado individuo cognitivo. Dennett admitiría los criterios intencionales de forma instrumentalista, pero eliminaría la construcción teórica de un yo individual —Materialismo Cartesiano (Dennett, 1991, p. 107)— que sería reemplazado por un esquema mecánico cerebral. Su modelo implica la postulación de micro agentes biológicos o “demonios”, distribuidos en todo el cerebro de manera descentralizada que producirían la ilusión de usuario a la que llamamos conciencia (Dennett, 1991, p. 189) pero no constituirían ninguna ontología individualizable, separada de los procesos subpersonales cerebrales. A pesar de la discrepancia epistemológica sobre las intuiciones mentales que ambos autores expresan, es en este sentido que se mantiene una coincidencia en el enfoque ontológico, de corte materialista.

Asimismo, la coincidencia en enfocar el problema de lo mental desde las neurociencias engarza en ambos autores, con la inclinación por articular este conocimiento con la teoría de la evolución. Por ejemplo, Churchland (1999) sostiene que “[e]l surgimiento de la inteligencia consciente, como un aspecto de la materia viva, debe considerarse en comparación con la historia de la evolución en general” (p. 182). Este evolucionismo también se observa en el rol central que le da su propuesta a la noción de “organización perceptual” efectuada por el cerebro, en desmedro de “la administración de categorías lingüísticas [que son] una función adquirida y adicional” (Churchland, 1995, p. 64). El acento puesto en la organización perceptual supondría una llamada de atención sobre la deriva intuitiva en la que se puede caer cuando se reifican los juicios de sentido común acerca de lo mental, pensando que se trata de algo más que mera adaptación al entorno —por ejemplo, que se trata de algo “inmaterial”—.

El error consistiría en suponer que las supuestas intenciones tienen que ver con algo más que el desarrollo de aptitudes frente a un entorno que se fue complejizando con el avance civilizatorio, pero cuyo proceso no sería fundamentalmente diferente a un proceso adaptativo natural y físico, presente en otras especies. Esta orientación teórica encaja en la posición evolucionista con la que Dennett siempre ha comulgado y que le ayuda a sostener su propio eliminativismo. Esto se ve tanto en el texto de 1991, donde se describe como “teleofuncionalista” (p. 460), como en el texto más reciente del año 2017, una suerte de compendio evolucionista de toda su indagación filosófica sobre lo mental.

En resumen, ambos autores concuerdan en que las descripciones ontológicas con relación a lo mental deban dirigirse por el camino de las teorías científicas y no por la simple intuición, fuertemente enraizada en lo lingüístico. Estas teorías han logrado explicar la vida y su evolución evitando la tentación por separar la realidad humana del ámbito de la vida animal, además de no necesitar suponer un reino suprasensorial ajeno a la realidad física.

2. Reducción o Eliminación. Algunas aclaraciones

Lo primero que cabe notar es que el límite entre eliminación y reducción, para el caso de nuestras nociones mentalistas, no está plenamente esclarecido. Ramsey (2019) en este sentido, hace notar dos posiciones distintas que podrían ser asociadas con el término “eliminativismo”: por un lado, un eliminativismo fuerte que implicaría aceptar únicamente estados cerebrales, negando estados mentales y, por el otro, una postura afín a la teoría de la identidad y de corte reductivo que preservaría la ontología mentalista reduciéndola o identificándola con estados cerebrales. Esta segunda vía parece ser aquella desarrollada por dualismos moderados como el de Jaegwon Kim (1998) que eligen el discurso ontológico de propiedades mentales enfocándose en cómo estas podrían dar cuenta causal del comportamiento humano, en vez del dualismo de sustancias clásico, de corte cartesiano. En todo caso, también se podría describir el eliminativismo desde esta perspectiva, tal como reconocen Díez y Moulines (1997): el eliminativismo simplemente prescindiría del “lujo ontológico” de preservar las propiedades macro (mentales) causalmente superfluas, ineficaces y redundantes y solo preservar las propiedades microfísicas (cerebrales).

Por otro lado, Van Riel y Gulick (2019) sugieren que elegir entre eliminación o reducción de conceptos mentales sería un asunto de preferencia teorética, pues parecería tener que ver con hasta qué punto existe un compromiso con una posición realista sobre lo reducido por la teoría más abarcadora o fundamental. Esta posición, si bien legítima en términos filosóficos[5], tiene una contraparte que, como se ha visto, se puede identificar tanto en Dennett como en los Churchland: subordinar la ontología a la epistemología, en función de las posibilidades de éxito empírico que utilicemos para comprender y explicar los fenómenos mentales. Así pues, la elección entre reducción y eliminación, a fin de cuentas, no dependería solamente de “la preferencia teorética”, sino también podría asociarse a la plausibilidad teórico conceptual, en función del éxito empírico y de la coherencia con un sistema teórico conceptual más amplio y fundamental. Tal como menciona Van Fraassen, "[e]l realismo no es una tesis ontológica sobre lo que hay, sino una tesis epistemológica sobre lo que estamos justificados en creer que hay" (citado en Díez y Moulines, 1997, p. 334).

La reducción científica podría entenderse en términos generales como una reducción interteorética (Churchland, 1988), en la cual ciertas leyes teóricas que describen ciertos fenómenos serían cubiertas por leyes teóricas más generales o inclusivas que incluirían a las primeras. Por ejemplo, las leyes de movimiento planetario elíptico, de Kepler, y de movimiento parabólico para los proyectiles en la superficie terrestre, propuestas por Galileo, podrían ser entendidas con base en las tres leyes de movimiento universal establecidas por Newton. En otras palabras, ambas leyes podrían ser reducidas por las leyes más generales de corte newtoniano. Esto supondría no solo que se pueda explicar los movimientos descritos por Galileo y Kepler a partir de las ecuaciones newtonianas, sino también que, después de la reducción, ambas descripciones se preserven tanto en su ontología materialista como en su adecuación empírica, dado que la teoría reductora y las teorías reducidas harían referencia a fenómenos físicos y ambas aproximaciones serían útiles para predecir y describir los fenómenos a los que hacen referencia de forma autónoma, bajo sus mismos presupuestos.

Sin embargo, este tipo de reducciones serían aproximativas, no reducciones exactas o completas. Esto es lo que piensan Diez y Moulines (1997, p. 374) para el caso del ejemplo planteado previamente. También lo sostiene Patricia Churchland (1988) usando como ejemplo la reducción de la física newtoniana a la física relativista de Einstein (p. 282). Esto supone que al momento de intentar una reducción es probable que se realicen cambios tanto en una como en otra teoría, dada la probabilidad de que ambas no encajen perfectamente. Por otro lado, si bien la ontología no se desplazaría del marco materialista, es interesante que, para el caso de Einstein, se produzca una modificación relacional de la noción de masa, ya no una comprensión individualista de la misma como ocurre en Newton[6].

En todo caso, estos ejemplos sirven para enfatizar un par de cosas. En primer lugar, las teorías que vemos en la física no escapan de una ontología materialista a pesar de que las entidades que los conceptos implican sí experimentan modificaciones. En segundo lugar, las reducciones interteoréticas se producen dentro de una perspectiva de tercera persona, intersubjetiva o empírica. Esto supone una dificultad para pensar en una reducción interteorética de nuestros contenidos mentales a la teoría neurofisiológica. La conciencia, la evidencia de primera mano, intuitiva o en primera persona que tenemos acerca de nuestros contenidos mentales resulta incompatible con una reducción teórica fundamentada en una perspectiva objetiva dado su carácter “privado”. Su inmediatez intuitiva produce que el proyecto de su reducción o eliminación ontológica sea para algunos teóricos poco creíble o incluso implausible, pero para quienes la defienden, inevitable.

Como se ha visto, los Churchland son de esta última opinión. Patricia Churchland (1988, p. 305) cuestiona la validez de postular una supuesta inmediatez en la atribución de estados mentales, en el sentido de suponer que esta atribución no se encuentra mediada por un marco conceptual, y dado que esta atribución se encuentra mediada por un marco conceptual falso —la psicología popular—, la línea de defensa ontológica de esta posición se derrumbaría. Paul Churchland (1995), en la misma idea, identifica los juicios introspectivos como un mero “[…] hábito adquirido de respuesta conceptual a los estados internos propios […]” (p. 46) sin ningún papel relevante en términos biológico-causales, por lo tanto, igualmente irrelevante para explicar los procesos cerebrales que realmente sostienen (o constituyen) la vida mental. Esta idea es coherente con el modelo pandemoniaco propuesto por Dennett (1991), que busca enfrentarse al materialismo cartesiano, es decir, a la extrapolación de lo que viene a ser un recurso instrumental explicativo —la actitud intencional que supone intenciones de naturaleza lingüística en los individuos— en un proceso biológico individualizable con una consecuente ubicación cerebral.

En contraste con el materialismo cartesiano, Dennett propone un Modelo Mental de Borradores Múltiples. Según este modelo, los procesos mentales se logran o realizan en el cerebro por mecanismos nerviosos en paralelo (máquinas virtuales o subprocesos computacionales) de diversos trayectos, que interpretan y procesan las entradas sensoriales. Estos procesos de distribución múltiple en la discriminación de estímulos “proveen, en el transcurso del tiempo, algo como una corriente narrativa o secuencia, que puede ser pensada como sujeta a edición continua por varios procesos distribuidos alrededor del cerebro, continuando indefinidamente hacia el futuro” (Dennett, 1991, p. 113).

Dennett sostiene que la conciencia no se individualiza en el cerebro como una suerte de cerebro dentro del cerebro —o mente dentro de otra mente—, proceso que ocurriría objetivamente en un momento determinado de tiempo en un lugar determinado del cerebro. Según el autor, este es un error típico que deriva de la forma cartesiana —individualizadora o reificadora— de entender los procesos mentales. Dennett (2017) sugiere que la idea que nos formamos sobre la conciencia, la conciencia misma, sería la forma en que se representa el procesamiento cerebral continuo y diversificado en diferentes áreas cerebrales y por lo mismo, diferentes sistemas neuronales. Estos procesos se personalizan en una ilusión de usuario que persigue un fin adaptativo, pero que de ninguna manera correspondería con “algo” individualizable, material o inmaterial. Por tanto, en realidad no hay un objeto conciencia o una ontología que corresponda con la conciencia. La conciencia no existe como una cosa o, en todo caso, existe como una interfaz formada por “[…] máquinas virtuales formadas por máquinas virtuales […]” (Dennett, 2017, p. 304), distribuida de forma descentralizada en diversas áreas cerebrales, que posibilita que ciertas competencias adaptativas sean accesibles al usuario.

En la orilla contraria, Carlos Moya (2006) establece que cualquier teoría filosófica sobre lo mental se enfrenta inevitablemente a la necesidad de tener que dar cuenta de los rasgos que podemos identificar en esta de forma intuitiva. Entre estos rasgos tenemos la propiedad intencional, es decir, las representaciones mentales de carácter lingüístico o proposicional, negadas por Churchland desde su versión eliminativa, constitutivas de la Psicología Popular. Adicional a esto, tenemos los contenidos o propiedades fenomenológicas de lo mental, que más que estar asociados al lenguaje, lo estarían a las puras sensaciones de carácter más básico y directo, de naturaleza no lingüística. Esta segunda propiedad es lo que en términos técnicos se ha venido a denominar Qualia, la propiedad cualitativa o privada de nuestros contenidos mentales que Dennett se esfuerza en eliminar. Estos Qualia serían privados, porque no podrían ser vividos por otras personas, pues no serían transmisibles dado su carácter no lingüístico. Por lo mismo, aparentarían no poder ser cubiertos desde una perspectiva objetiva de tercera persona. La conclusión fuerte que deriva Moya a partir de la identificación intuitiva de estos rasgos es que una teoría filosófica que no los incluyese —que los eliminase, por ejemplo— resultaría demasiado problemática como para tenerse en cuenta (p. 17).

3. Neurociencia e Intuitividad

Parece evidente que la resistencia teorética producida a partir de fundamentos argumentativos de naturaleza intuitiva puede ser perfectamente cuestionable. Por ejemplo, Descartes (2002), en sus pioneras reflexiones sobre el tema de lo mental, particularmente la segunda meditación metafísica, no refuerza la distinción intuitiva entre contenidos mentales intencionales y contenidos mentales fenomenológicos. En el ejemplo que usa el autor: el hecho de que nuestra percepción de la cera como tal no varíe, a pesar de todos los cambios de apariencia que nos muestran los sentidos al momento en que se derrite —en su olor, su consistencia y aspecto exterior— sería para el filósofo una aplicación de un juicio. Una interpretación: “Entonces, ¿Qué hay en la cera que yo puedo entender con tanta claridad? Evidentemente ninguna de las propiedades a las que llegué por medio de los sentidos” (p. 12). Descartes parece sugerir que la sensación de la cera es ya una percepción de la misma, es decir, una aplicación de un juicio intencional, como si nuestra mente u “ojo interior” emitiera una afirmación del tipo “esto sigue siendo cera a pesar de los cambios”. Se puede apreciar a partir de este ejemplo es que Descartes, supuesto representante de la intuitividad teorética, desarrolla un camino contrario al intuitivo ya en los albores de la modernidad. Pero más interesante aún, la investigación neurocientífica contemporánea parece haberle dado la razón parcialmente.

Investigaciones actuales en el campo de las neurociencias, como las de Chariker, Shapley & Young (2016) ponen en duda la pureza vivencial de nuestras sensaciones. Los estudios muestran que nuestra visión no es simplemente la expresión directa de información sensorial proveniente del exterior, sino que el procesamiento de las neuronas en la corteza visual del cerebro realiza una construcción interpretativa de la información que recibe de los ojos, información bastante deficitaria dada la cantidad (alrededor de 10 neuronas) de células constitutivas del núcleo geniculado anterior —el camino cerebral por el que la información visual del mundo externo llega al cerebro— en contraste con las 4,000 neuronas corticales para cada una de estas 10 vías. Esto sugiere que el procesamiento en la corteza visual suple esta carencia de información en las vías aferentes visuales. Se mostraría que lo que asumimos como vivencias visuales (Qualia visual) es en realidad una construcción cerebral, dado el mayor procesamiento a nivel de corteza, en relación con las estructuras más limitadas de la vía nerviosa visual, que por lógica elemental cuantitativa no tendrían el rol preponderante para lo que terminaríamos “viendo”.

Pero si bien estos resultados sugieren que Descartes no andaba descaminado cuando proponía que la visión de la cera implica ya un proceso interpretativo, no apoyan el carácter lingüístico que el filósofo parece atribuirle a dicha interpretación. Como se menciona previamente, las neurociencias trabajan con modelos computacionales netamente sintácticos, no semánticos. En otras palabras y coincidiendo con Churchland, partiendo desde una perspectiva neurocientífica, no podemos asumir que las neuronas entiendan castellano. El término interpretación en este caso se usa para enfatizar el carácter constructivo de nuestras experiencias visuales, no para sostener que esta construcción tendría algo que ver con un sujeto cognoscente inmaterial, hábil en el uso del lenguaje, supuestamente ubicado de alguna manera misteriosa en la pituitaria. Simplemente la gran diferencia cuantitativa entre el número de neuronas receptoras del estímulo y las neuronas que lo procesan en la corteza permite inferir que la vivencia resultante, el Qualia visual, es un proceso incrementado de procesamiento celular, llevado a cabo en áreas diferentes a las receptivas. Pero también ayuda a explorar la validez epistemológica intuitiva de nuestra fenomenología mental y la concomitante exigencia de una ontología que refleje esa supuesta validez[7].

Otros experimentos neurocientíficos hacen notar la confusión conceptual que puede derivar de seguir patrones intuitivos para establecer los fenómenos que pretenden investigarse, por ejemplo, los estudios sobre el rol de la atención selectiva, mencionados por Stanislas Dehaene (2014, p. 84). En estas pruebas, los sujetos experimentales son expuestos a un estímulo visual presentado por un tiempo demasiado breve como para que sea captado conscientemente; sin embargo, incrementan su grado de atención hacia el área dónde el estímulo invisible estuvo presente. Estos sujetos se vuelven, según la evidencia “[…] más rápidos y precisos para atender a otros estímulos presentados en la misma área, incluso sin tener ninguna idea de que una señal escondida llamó su atención […].” [traducción propia] (p. 85).

Estaríamos hablando de una suerte de “sensación no sentida” si apeláramos, por ejemplo, al enfoque tradicional intuitivo de entender el qualia como “consciente”, algo claramente contradictorio. Estos experimentos permiten precisar el concepto de conciencia y diferenciarlo de una acepción intuitiva como la atención, el percatamiento o la vigilia[8]. Esto implicaría una potencial depuración de nuestras nociones intuitivas sobre la conciencia, la modificación o aclaración de los conceptos de sentido común que utilizamos, producto de la tradición intuitiva psicológica, además de la posibilidad de disolver las confusiones que aparecen desde el vértice intuitivo adoptado por algunas teorías filosóficas, a partir de una perspectiva empírica o de tercera persona.

Evidencias experimentales de este tipo ponen en entredicho la defensa de una ontología basada en la reportabilidad fenomenológica, posición que parecen asumir tanto Nagel (1974) como Jackson (1982)[9] en sus clásicos experimentos mentales. En consecuencia, parece lícito inferir el qualia ya no desde la reportabilidad inefable de la primera persona, sino entender el fenómeno como estímulos sensoriales que, si bien se pueden rastrear en activaciones neuronales incluso a nivel cortical, son no conscientes. Además, este rastreo sería posible desde una perspectiva de tercera persona, a través de imágenes computarizadas.

En esta línea, Dehaene (2014) propone una teoría de la conciencia que no asume la introspección como un método válido de investigación, con la consabida derivación de consecuencias ontológicas, sino que asume los reportes introspectivos como datos que permiten contrastar en paralelo los procesos físicos constituyentes de dichas experiencias (p. 21). Es en buena cuenta la orientación que propone Dennett (1991) cuando desarrolla el concepto de heterofenomenología. “El heterofenomenólogo deja que el texto del sujeto constituya el mundo del sujeto heterofenomenológico, un mundo determinado por mandato, por el mismo texto y no más allá de este […]” [traducción propia] (p. 72).

La propuesta de Dehaene supone una descripción neurofisiológica que no necesita apelar a ontologías de primera persona, sino que reduce la conciencia usando los reportes en primera persona como datos, no como un método que implícitamente supondría la validez y autonomía cognoscitiva de dichas intuiciones. Con base en este enfoque, Dehaene entiende la conciencia en función de cuatro indicadores biológicos fundamentales o “rastros” evidenciables (en contraste con las “correlaciones” enfatizadas por Chalmers). A saber: 1) activaciones de diversas regiones del cerebro, específicamente los circuitos pre-frontales y parietales, 2) oscilación tardía de baja frecuencia llamada ola P3, 3) oscilaciones de alta frecuencia captadas por electroencefalograma y 4) una sincronización en el intercambio de información a lo largo de áreas cerebrales distantes (Dehaene, 2014, p. 127). Estos indicadores experimentalmente confirmados vía reportes, entendidos como datos —no como ontologías per se—, proponen un camino sugerente de clarificación del qualia, además de distinguir con mayor precisión la fenomenología. No como usualmente se entiende en los debates filosóficos al respecto, es decir, como una vivencia consciente, sino como una activación de las vías sensoriales que, incluso siendo rastreadas a nivel cortical, no producen una activación de estos cuatro componentes biológicos requeridos para hablar de conciencia (por ejemplo, el caso de la atención sin conciencia).

Por otro lado, la supuesta unidad fenomenológica de la conciencia también ha sido sometida a cuestionamientos desde una perspectiva neurocientífica. A partir de un ángulo de primera persona, esta unidad estructural resulta evidente. Esta sería una fuente del materialismo cartesiano, objeto de la crítica que desarrolla Daniel Dennett. Los ya clásicos experimentos de Gazzaniga (1969, 1977, 2000), reinsertados en el debate contemporáneo recientemente por Harari (2016), quien los ve como una “bomba de tiempo en el laboratorio” (p. 311) ponen en serio entredicho esta intuición de sentido común.

Nuestra vivencia corriente es la de ser un “Yo” unitario, un individuo (no dividido), cuyas decisiones o interpretaciones provienen de esta supuesta unidad. Estudios con pacientes epilépticos cuyo cuerpo calloso fue seccionado muestran como el hemisferio izquierdo construye un relato que compensa la información que proviene del hemisferio derecho. Por ejemplo, Gazzaniga (2000, p. 1316) menciona cómo sujetos experimentales con los hemisferios divididos muestran uniones discursivas a cargo del hemisferio izquierdo, frente a estímulos presentados en ambos hemisferios[10]. Al mostrarles la imagen de una pata de gallina en el hemisferio izquierdo y una pala en el hemisferio derecho eligen inesperadamente la pala con la mano izquierda y la gallina con la derecha. Cuando se les pregunta el porqué de su elección, vinculan discursivamente la gallina con la pata de gallina, y la pala, no con la nieve —respuesta asociativamente esperable—, sino con la necesidad de limpiar el gallinero. Esta noción empírica de la conciencia muestra como mínimamente se puede hablar de dos “porciones yoicas”, por lo menos. Con su asumida teoría pandemoniaca, Dennett aparenta extremar esta multiplicidad. En todo caso, estos planteamientos nos hablan de una constitución interpretativa de los fenómenos conscientes que más que responder a una ontología individualizada responde a un proceso fluido, narrativo, que encaja mejor con lo que James en el siglo XIX llamaría “Corriente de Conciencia”.

Por último, podríamos mencionar que esta intuición individualista se ha puesto en duda recientemente desde otro ángulo empírico. McFadden (2020) propone una teoría de campo electromagnético informacional para entender cómo el cerebro integraría la información consciente. En la misma línea de Deahene (2014), sostiene que la conciencia implica la codificación de información integrada en diversas áreas del cerebro, sin embargo, la integración para un determinado output se da a partir de múltiples inputs que solo podrían ser entendidos en una secuencia temporal, no espacial. Al postular la integración informacional en el campo electromagnético del cerebro, esta teoría neurocientífica desplazaría la conciencia de su ubicación “interna”, dentro de la caja craneana, dado que la información se integraría en el espacio externo del campo electromagnético cerebral. Por lo mismo, constituiría otra vía alterna a la comprensión de sentido común que interioriza e individualiza la conciencia.

4. Discusión

En una recopilación de conferencias sobre pragmatismo, William James (2016) afirma lo siguiente:

En fin, la ciencia y la filosofía crítica hacen saltar los límites del sentido común. Con la ciencia se acaba el realismo naif: Las cualidades “secundarias” pasan a ser irreales y sólo permanecen las primarias. Con la filosofía crítica se hacen estragos por todos lados, las categorías del sentido común dejan totalmente de representar a las cosas en su calidad de ser. No son sino sublimes ardides del pensamiento humano, nuestros medios de eludir el desconcierto en medio del irremediable flujo de sensaciones. (p. 194)

Si bien el sentido común, tal como el mismo autor reconoce en otra parte del texto (James, 2016, p. 183), se mantiene como un componente no desplazable de nuestro aparato cognoscitivo, tanto la ciencia como la filosofía se han montado sobre este primer marco conceptual y no hacen otra cosa más que cuestionar sus posibilidades. El punto de partida cognoscitivo en nuestra especie, como en otras, es la interpretación de primera mano que hacemos acerca de los datos que nos dan los sentidos. En buena cuenta este es un punto de partida insoslayable[11] y de alguna manera sirve como tal. Esto quiere decir que todas nuestras ideas, ya sean científicas o filosóficas, contrastan con este primer punto de vista, pero no tienen por qué limitarse a este punto de vista. Desde esta perspectiva, defender el sentido común, no como punto de inicio o factor de contrastación, sino como componente último de nuestras teorías acerca de la conciencia resulta —por decir lo menos— conservador.

Este conservadurismo se expresa con bastante claridad en la posición defendida por Moya (2006), consistente en reclamarle a cualquier teoría sobre lo mental que deba explicar los rasgos intuitivos que evidenciamos desde una perspectiva de primera persona (p. 17). En relación a esta demanda cabe hacerse dos tipos de pregunta íntimamente vinculadas. La primera, ¿qué tipo de riesgos habitan en la demanda? Y, la segunda, ¿qué deberíamos entender por “explicar”?

Sobre los riesgos, en primer lugar, hay un peligro de inclinarse hacia una suerte de exceso estipulativo, tanto de tipo ontológico como de tipo epistemológico. El segundo, como se menciona anteriormente, consiste en hacer formar parte de nuestras teorías sobre lo mental las inferencias que derivamos desde dentro, de forma subjetiva. Con respecto al primer riesgo, el mismo Moya identifica una falacia consistente en desplazarse desde un argumento epistemológico hacia un argumento ontológico.

Dicho desplazamiento supone asumir que el cómo del conocimiento implica un qué correspondiente. Este error se le podría atribuir tanto a Descartes como a todos los que en apariencia siguen la tradición establecida por el autor francés dentro de la filosofía analítica. Esta es una tradición intuitiva que convierte el modo del conocimiento en una correspondiente entidad autónoma, un qué con derechos ontológicos y, por tanto, científicos. El razonamiento podría plantearse del siguiente modo: como somos conscientes de nosotros mismos, debe haber algo que sea ser esto mismo que somos. Como el acceso que tenemos es directo y no lo tienen otras personas, esto que podemos ver que somos constituye una ontología diferente a la física y además se asienta como una base por completo segura acerca de la naturaleza de nuestra mente.

Este modo de argumentación no solo pone una excesiva confianza en la intuición, asumiendo un acceso directo, no mediado, a nuestros contenidos mentales, sino que se muestra inválido en el siguiente sentido: “Que tengamos distintas formas de identificación de una propiedad no prueba que aquello que identificamos de esas distintas formas sea a su vez distinto” (Moya, 2006, p. 75). En el caso de la reflexión cartesiana se diría: que podamos distinguir nuestra mente de forma diferente a como distinguimos los estímulos sensoriales no probaría que la mente sea algo diferente a lo empírico que esos estímulos sensoriales procesan.

No obstante, cabría notar que, así como se corre el riesgo de desplazarse falazmente de lo epistemológico a lo ontológico, el camino inverso sería un peligro igual de relevante y digno de atención. La propuesta de desaparición tanto de las actitudes proposicionales (Churchland) como de la realidad yoica cartesiana (Dennett) podría sugerirnos la adopción de un punto de partida ontológico divorciado radicalmente del nivel epistemológico. De ser ese el caso se estaría cometiendo la misma ingenuidad de la falacia en mención, solo que en sentido inverso. Se estaría negando el carácter inferencial, conceptual, interpretativo del conocimiento en función de la defensa de una epistemología desvinculada e igualmente reificadora, similar a la peor versión de la posición cartesiana. Una especie de reificación de lo “físico”, desconectado de nuestras posibilidades de comprenderlo.

¿Se les puede achacar esta posición a dichos autores? Como se mencionó, la interpretación caritativa de los enfoques eliminativos supondría que dicha eliminación es una postura principalmente epistemológica, pues se da en función de resultados empíricos, explicativamente exitosos, fruto de una postura investigativa de corte científico, intersubjetivo, correspondiente con la tercera persona. La ontología derivada sería una implicación de teorías científicas exitosas, en la línea de lo que afirma Van Fraassen (1997), y vale la pena recordar: "[e]l realismo no es una tesis ontológica sobre lo que hay, sino una tesis epistemológica sobre lo que estamos justificados en creer que hay” (citado en Diez y Moulines, 1997, p. 334). Pero, a pesar de esta caridad, si “eliminación” es el término que se elige, todavía parece demasiado fuerte como para ser entendido como la sugerencia de un enfoque “más apropiado” en términos epistemológicos.

Sin embargo, esta última parece ser la opción por la que Dennett se decanta, en contra de los críticos que más bien lo quisieran entender como un eliminativista radical. El autor defiende un enfoque “deflacionario” sobre la conciencia; es decir, no niega la existencia de la conciencia, sino más bien niega que dicha entidad, el conocimiento que pudiésemos adquirir sobre la misma, se pueda legitimar sobre la base de intuiciones de primera mano:

[…] Por supuesto, hay una tremenda resistencia a la maniobra deflacionaria. A la gente no le gusta que afirme que no son conscientes de todo lo que creen que son conscientes, y de que aquello de lo que son conscientes no tiene las propiedades que le atribuyen. Su reacción, es decir: “Dan está negando la existencia de la conciencia”. No lo estoy haciendo. Solo digo que no es lo que ellos piensan que es. [traducción propia] (Blackmore, 2005, p. 85)

Se podría interpretar este tipo de declaraciones como un reflejo del intento por encontrar una teoría que explique la conciencia en función de explicar, consecuentemente, por qué pensamos lo que pensamos de la conciencia; no negar su realidad, sino explicar de dónde proviene, lo cual implica explicar también nuestras intuiciones sobre la misma.

Sin embargo, este enfoque no se encuentra libre de dificultades. Seager (2016), por ejemplo, adopta la estrategia de criticar la solidez de los experimentos mentales que Dennett propone[12], que buscan mostrar cómo el concepto de Qualia fenomenológico sería incoherente y, por lo tanto, no correspondería con ninguna extensión posible. Seager considera que, para lograr dicho objetivo, una acusación de incoherencia tendría que ser bastante completa; no obstante, piensa que dichos experimentos tal como se plantean no justifican el abandono del concepto, pues se puede asumir que, a pesar de ser intuiciones algo defectuosas acerca de la conciencia cualitativa, no alcanzarían para negar la “realidad” de su referente.

En este punto caben algunas acotaciones. La primera, y el mismo Seager lo admite, la noción de conciencia que Dennett pretende refutar es la noción fenomenológica de conciencia, es decir, las vivencias de sensaciones en primera persona. Este es solo uno de los posibles referentes a los que el concepto “conciencia” puede aplicar. En segundo lugar, tal como se pudo demostrar en los casos de la investigación neurocientífica actual, cada vez se va mostrando con mayor claridad cómo nuestras intuiciones sobre las vivencias fenomenológicas pueden estar bastante alejadas de lo que ocurre a nivel biológico, con lo cual parece plausible inclinarse filosóficamente por una ontología netamente física, no subjetiva. En este sentido, Dennett tendría un punto a favor y no en contra, como sugiere Seager. En tercer lugar, no queda claro en este debate dónde quedarían los contenidos intuitivos lingüísticos o intencionales como soporte de una concepción más completa acerca del concepto “conciencia”.

Con respecto a este último punto, Dennett no parece darle la significación suficiente al lenguaje en términos ontológicos, más allá de entenderlo como un recurso explicativo coloquial de nivel macroscópico o personal —en contraste con el nivel subpersonal—, como una herramienta predictiva. En contraste, la evidencia neurocientífica en el modelo de Dehaene (2014) incluye lo lingüístico no solo como una herramienta, sino como un componente constitutivo de los “rasgos de la conciencia”. En este sentido, el rol del hemisferio izquierdo no solo sería una especie de función adquirida secundaria —como sostendría Paul Churchland—, sino un componente central del fenómeno que, entre otras cosas, implica una profunda imbricación entre lenguaje y conciencia.

Recordando lo dicho, uno de los puntos en común entre Dennett y Churchland es la crítica a los efectos de sesgo lingüístico en la interpretación de las vivencias mentales internas. El primero considera, tal como lo pensó Nietzsche[13] en su momento, que la noción del “Yo” es fruto de una reificación de los conceptos del lenguaje. El yo es una construcción, una “entelequia” que no tiene más asidero que la necesidad de estabilización y armonía propia del sistema biológico humano y, por lo mismo, engarzado en nuestras formas de pensar y sentir. El segundo contrasta la posibilidad de preservación ontológica de las “actitudes proposicionales” con lo que se sabe de la biología cerebral, pronosticando que estas entidades lingüísticas caerán más temprano que tarde, así como cayeron nociones alguna vez respetadas, como el concepto del “flogisto” o “geocentrismo”.

En este punto es dónde podríamos explorar la segunda pregunta planteada previamente: ¿qué debemos entender por “explicar” nuestras vivencias mentales? Los riesgos frente a semejante demanda han sido desarrollados en extenso: la reificación ontológica ingenua; la deriva intuitiva cuya historia en el pasado de la ciencia no le da pronósticos muy alentadores; los hallazgos actuales de la ciencia, que ponen sistemáticamente en duda nuestras presuposiciones intuitivas sobre la realidad de lo mental. El panorama de los riesgos aparece relativamente esclarecido, pero ¿qué hay de aquello que no se puede descartar sin caer en otro exceso extremo? ¿Cómo explica la ciencia?

La ciencia explica a través de conceptos. Nuestro conocimiento en general es de orden conceptual. Este simple hallazgo permite evitar el riesgo de partir de una ontología divorciada de su necesidad epistémica. Los conceptos que utilizamos son los posibilitadores cognoscitivos.

Lo que pensemos y digamos del mundo no depende sólo de él, sino también de nuestro sistema conceptual, que selecciona, condiciona y determina los aspectos del mundo que tenemos en cuenta, en los que pensamos y de los que hablamos. (Mosterín, 2008, p. 15)

Si bien el tema filosófico de los conceptos es un asunto que se mantiene todavía dentro de los desacuerdos más primordiales, no parece impertinente asociarlo con el surgimiento de la vida en este planeta. Esta idea discurre en la línea de otra que sostiene la imposibilidad de reducir los conceptos al lenguaje. De esta forma, se podría pensar que esta trascendencia conceptual legitima y democratiza la aplicación de la noción de concepto, no solo a la vida humana. Sin embargo, para el caso de nuestra especie, los conceptos se realizan en el lenguaje simbólico, siendo posiblemente la primera consecuencia de esta realización la división sujeto-objeto en función de la cual asentamos nuestra experiencia del mundo y la cual trae como consecuencia la particular forma que hemos desarrollado para entender nuestra realidad mental. La división sujeto-objeto hace que se produzca una división inevitable entre lo que vivimos y lo que entendemos, tanto desde el sentido común, como desde la ciencia. Esto aplica para todo conocimiento, pero se presenta de modo muy singular en el tema de la conciencia, porque al estudiarla tratamos de penetrar en aquella parte que por regla se considera irreducible y autónoma, dada su proximidad, su cercanía o supuesta “inmediatez”.

Cuando Paul Churchland (1995) asienta su comprensión de la vida mental en función del criterio de “organización perceptual” elige adecuadamente un enfoque naturalista. Sin embargo, puede haber omitido el particular carácter de nuestro tipo de organización perceptual. En general, podría decirse que la organización perceptual es un tipo de organización conceptual, pero, como se ha visto anteriormente, nuestro tipo de organización conceptual se realiza en el lenguaje —no de forma exclusiva vale la pena notarlo—. Siendo esta nuestro tipo de realidad, somos capaces de extraer los conceptos de la inmediatez del contacto directo de su dependencia directa del medio. De esta forma, no solo podemos manipularlos de forma teórica, sino que podemos retenerlos y proyectarlos, tanto al futuro como al pasado. En este sentido, cuando Patricia Churchland (1988) cuestiona la supuesta atribución de “inmediatez” a nuestros contenidos mentales, lo hace en función de reconocer que la naturaleza de la atribución no es realmente “inmediata”, sino que se encuentra mediada por un sistema conceptual anclado en el lenguaje. El reemplazo del sistema conceptual de la “Psicología Popular” buscaría ser reemplazado por otro sistema conceptual, fundamentado en la mecánica cerebral. No reconocerlo sería caer en otro vicio intuitivo que es justamente lo que se quería evitar desde un principio.

En general, se pueden enfatizar dos ideas. La primera es que de ser el caso que se realice un reemplazo de un lenguaje mentalista a un lenguaje cerebral, se lograría evitar caer en un riesgo intuitivo reconociendo que se trata de remplazar una semántica por otra. Esto implicaría, en segundo lugar, que las interpretaciones científicas no se entiendan solamente como atribuciones aplicadas a un cerebro aislado, sino a un cerebro humano, cuyas pautas de funcionamiento corresponden con pautas conceptuales correspondientes a su vez con un tipo particular de interacción social, expresadas a través de un lenguaje simbólico.

Gallaguer y Zahavi (2014) anotan razonablemente que eliminar el vértice subjetivo, para el caso de las neurociencias, implicaría la imposibilidad de identificar relacionalmente la funcionalidad de los sistemas cerebrales, dado que no habría con qué contrastarlos. Sin embargo, podríamos afirmar que tanto Dehaene como Dennett concuerdan con esta posición, con la necesaria atingencia, revisada previamente, de asumir estos reportes como datos, no como un método de investigación científica. En contraste, Gallaguer y Zahavi defienden la autonomía de la fenomenología como método, apelando a la validez de la descripción interna de las experiencias para precisar qué sería “exactamente” aquello que la neurociencia debería investigar. Con esto, los autores se conducen indeseablemente por el camino estipulativo intuitivo de la reificación de los reportes en primera persona. Si bien los resultados de la fenomenología, entendida como un método para identificar “[…] la integridad de los circuitos ideales-somáticos de la experiencia” (Blanco, 2000, p. 74) desde una perspectiva de primera persona, podrían defenderse desde un punto de vista epistémico, —por ejemplo, para proponer hipótesis de investigación— las propuestas neurocientíficas que se han revisado deben asumir estos reportes no como conjeturas acerca de la naturaleza de la conciencia, sino como datos que adquieren su significatividad en el contexto de experimentos neurocientíficos. En otras palabras, los reportes en primera persona se asumen como datos en tercera persona, es decir, sometidos a la intersubjetividad de la comunidad científica y no a la posible reificación de la subjetividad del propio científico. En esto consiste el enfoque científico: tratar dichos reportes como datos y no como conjeturas.

El privilegio ontológico que desde una perspectiva fenomenológica se les concede a los reportes en primera persona es un error que se arrastra desde el origen mismo de este método filosófico. La derivación de conclusiones ontológicas, a partir de una perspectiva epistemológica, parte de la excesiva importancia epistémica que Descartes le da a su método crítico y que lleva a disociar problemáticamente la naturaleza de la conciencia con los métodos usuales de la ciencia. El camino inverso es igual de problemático, pues consiste en defender una posición ontológica a partir de una reificación insustancial de los datos empíricos, disociados de sus modos de interpretarlos, y, por lo mismo, de comprenderlos.

Un camino razonable supone asumir la mejor lección que los desarrollos fenomenológicos posteriores a Descartes han logrado establecer y transita a través de la postulación de la unidad yo-mundo. Con las necesarias previsiones podemos evitar el riesgo solipsista de suponer una naturaleza dependiente de la comprensión subjetiva, al mismo tiempo de evitar la noción dogmática del “ojo de Dios”, es decir, una pretensión de definir de una vez y para siempre la naturaleza, independientemente de nuestras formas conceptuales de interpretación y comprensión. Curiosamente, este sesgo cognoscitivo parte desde el mismo lugar que posibilitó una comprensión más realista de nuestros empeños de comprensión. Descartes asume el privilegio de la primera persona sin atender a que ese privilegio solo es posible en función de la perspectiva opuesta o complementaria, es decir, la perspectiva de tercera persona. Por un lado, asume correctamente que son nuestras propias estructuras cognoscitivas las que tienen que tomarse en cuenta para entender mejor aquello que queremos investigar, pero, por otro, reifica ese acercamiento comprensivo en una entidad inconexa e incoherente ontológicamente con el modo en que evidenciamos los fenómenos en estudio.

En este sentido, un modo de conciliar el fisicalismo con la fenomenología pasa por interpretar adecuadamente la perspectiva subjetiva. Desde el ángulo intuitivo, la primera persona se entiende en relación asimétrica con la tercera persona (Moya, 2006). Sin embargo, hay otro camino no dicotómico que, sin negar la primera persona, la articula con la tercera. Wittgenstein (2012), por ejemplo, parte desde la naturaleza pública del lenguaje para invertir la posición cartesiana y hace notar que Descartes no pudo haber pensado lo que pensó sin la necesaria participación de hablantes en una comunidad, que explicarían el mismo sentido de las palabras que el pensador francés empleó para llegar a sus conocidas conclusiones. Sin embargo, el problema de una posición de este tipo implica el riesgo de diluir la subjetividad en su fundamento comunitario, una acción que resulta equivalente a la disolución del sujeto en el eliminativismo radical de corte fisicalista.

Se sostiene que una vía más adecuada supone entender dos aspectos. El primero, la indagación más adecuada sobre el tema de la conciencia implica detener en algún lado nuestras atribuciones sobre la conciencia. Incluir, como proponen Gallaguer y Zahavi, “la propia subjetividad del científico” en la investigación supone precipitarse en el vicio metodológico de abandonar el enfoque intersubjetivo de la ciencia. A su vez, esto supone un problema filosófico de orden ontológico. Suponer estipulativamente un punto de vista metodológico subjetivo, por más buenas razones intuitivas que tengamos, diluye la posibilidad de superar gradualmente las perplejidades más nocivas sobre el tema, aquellas que nos hacen rechazar la reducción fisicalista y, por lo mismo, la clarificación y discernimiento gradual de la conciencia.

Por otro lado, omitir el carácter relativo de nuestro conocimiento —aunque no parezca— implica caer en el mismo error desde el otro extremo de la polémica: suponer una naturaleza fija, inconexa y divorciada de nuestras decisiones conceptuales.

Cuando se utiliza la expresión “interpretación fisicalista de la conciencia” se busca enfatizar el hecho de que este enfoque se trata de un marco conceptual. Además, supone partir de un supuesto general que se sostiene en asumir una perspectiva necesariamente relacional. Como se ha visto, el concepto de “interpretación” se puede usar efectivamente tanto para describir procesos de orden biológico inconsciente —por ejemplo, interpretaciones visuales de orden cerebral— como para describir los procesos cognoscitivos conscientes de la especie humana a todo nivel. Interpretar implica traducir, es decir, llevar ciertos fenómenos de un tipo de comprensión o nivel de discurso a otro tipo de comprensión y nivel de discurso. El nivel más básico de sentido común supone traducir los fenómenos cotidianos —por ejemplo, la conciencia— a intuiciones poco controladas y, por lo mismo, menos confiables en términos de rigor cognoscitivo. El nivel científico supone la sistematicidad de una red conceptual fisicalista, de orden experimental e intersubjetivo, por lo mismo, mucho más eficiente para derivar conclusiones plausibles en términos experimentales y, por lo tanto, explicativos y predictivos. El nivel de interpretación filosófico, en el cual el presente texto se inserta, supone discernir las implicaciones ontológicas y epistemológicas, los riesgos y oportunidades de cada acercamiento. Cada uno de estos niveles cognoscitivos implica una interpretación, es decir, un acercamiento, una relación entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido.

De alguna forma, se puede decir que, así como el problema empieza en Descartes, se puede enfocar un camino de solución reinterpretando al mismo Descartes, en particular el cogito, su hallazgo más significativo. El padre de la modernidad filosófica da el pistoletazo de salida a la fenomenología moderna, asumiendo una posición de primera persona reificada y, por lo tanto, solipsista. Asumir una fenomenología reinterpretando la primera persona en función de la tercera supone la posibilidad no solo de asumir la razonable conclusión del carácter conceptual e interpretativo de nuestro conocimiento, sino también articular lo que a primera vista parece irreconciliable —la vivencia de la conciencia en primera persona con un modelo físico en tercera persona— asumiendo la objetividad como intersubjetividad.

5. Conclusiones

Habiendo repasado algunos aspectos en el debate sobre la posibilidad de interpretar físicamente la conciencia, se pueden distinguir los siguientes puntos:

La investigación neurocientífica representa la posibilidad fisicalista de interpretar conceptualmente la conciencia con base en procesamiento de información a cargo de sistemas neuronales. Este marco conceptual procede a partir de una perspectiva de tercera persona, es decir, a partir de un esquema conceptual interpretativo de carácter intersubjetivo. En los ejemplos que se han revisado, y como es usual en las investigaciones científicas, los hallazgos a los que conduce la investigación cuestionan las iniciales intuiciones de sentido común sobre la conciencia, pero las implicaciones ontológicas de las teorías científicas de orden fisicalista no suponen de manera definitiva la eliminación de las mismas. Esto ocurre debido a que la perspectiva de primera persona es tanto aquello que se pretende explicar como la ubicación desde la cual se pretende explicar. En ese sentido, identificar los riesgos de mezclar acercamientos intuitivos con acercamientos científicos no supone ignorar que en ambos casos se trata de acercamientos conceptuales, pero es necesario aclarar que dichos acercamientos no pueden ser asumidos desde una posición subjetiva, sino intersubjetiva. En otras palabras, la investigación de la conciencia es una interpretación comunitaria que implica controles intersubjetivos en tercera persona, por lo mismo, decisiones conceptuales y metodológicas que no se pueden sustentar en intuiciones de primera mano.

Se considera no solo razonable, sino necesario asumir la parcialidad de nuestro conocimiento, incluso cuando hablamos de los sistemas cognoscitivos más sistemáticos y rigurosos. Se hace un acercamiento a la realidad a través de conceptos tanto en el nivel de sentido común, como en el nivel científico y filosófico. Por lo mismo, se puede negar de plano la ingenua idea de una posesión directa de la “naturaleza” de los fenómenos en investigación, particularmente cuando hablamos de un fenómeno tan especial como la conciencia. Lo que se realiza son inferencias conceptuales en cada uno de estos tres niveles, cada una con sus particularidades y detalles específicos. En este orden de ideas, los sesgos de sentido común pueden ir en ambas direcciones y hacernos caer en dos tipos de vicios igual de nocivos y deformadores: el solipsismo subjetivista y el cientificismo ideológico. En buena cuenta, se trata de reconocer el carácter de marco conceptual del esquema fisicalista, sin entender por ello que la perspectiva de primera persona debería ser entendida como una necesidad metodológica sin posibilidades de reinterpretación.

Cuando afirmamos el carácter conceptual del conocimiento asumimos necesariamente que la misma noción de concepto implica una inevitable relación entre el cognoscente y lo conocido. En este sentido, la adopción de un enfoque fisicalista de la conciencia no supone la ingenuidad de asumirlo como la posibilidad de una reducción “absoluta”, o una eliminación total del vértice subjetivo. Es igual de inconducente suponer que las vivencias mentales corresponden con una naturaleza definida de una vez y para siempre, como asumir sesgadamente que lo mental sería una suerte de anti-naturaleza, a partir de lo que esta aparenta desde un supuesto privilegio cognoscitivo. En buena cuenta, ambos serían dos tipos de intuición inmoderada.

La discusión sobre la conciencia es un tema innegablemente espinoso. No obstante, las implicaciones más “amenazantes” de un posible modelo reductivo pueden ser cotejadas a partir del discernimiento cuidadoso y crítico de dichas implicaciones. Lograr un modelo reductivo de la conciencia no necesariamente desmerece su naturaleza, sino que la puede hacer más plausible y, por lo mismo, más fascinante. Parece evidente que siempre seremos testigos privilegiados de la fenomenología, permanentes observadores de nuestras propias mentes, pero lograr entender esa particular perspectiva demanda ser capaz de abandonar la supuesta legitimidad epistemológica que parece mostrarnos a “simple vista” en ambos extremos del debate.

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Notas

[1] Dennett considera que no abandonar la perspectiva de primera persona en el caso de las explicaciones científicas de la conciencia supone el fracaso de dichas explicaciones. Cfr. Blackmore, 2005, p. 87.
[2] En relación a esta circunstancia, Patricia Churchland (1988) hace referencia explícita a la noción de “awareness” que podría traducirse a lo que en castellano llamamos “vigilia” y admite la posibilidad de su eliminación (p. 309).
[3] Por ejemplo, Patricia Churchland (1988) afirma que los científicos no deben verse compelidos a preservar las categorías de la psicología popular más allá de la necesidad empírica (p. 311). Dennett (1991) en el mismo tenor, afirma que cualquier teoría científica sobre la conciencia tendría que ser construida desde una perspectiva de tercera persona (p. 71).
[4] Ver, a este respecto, los argumentos planteados por Braun (2008).
[5] De hecho, podría asociarse con el tema milenario de la metafísica, iniciado por el antagonismo entre Parménides y Heráclito y continuado por Aristóteles, siendo hasta nuestros días un tema curricular en las mallas de las facultades de Filosofía. Este ángulo implica defender la legitimidad de discutir la ontología (lo que consideramos que existe) en primer lugar y sin atarla necesariamente a la epistemología (como conocemos aquello que existe). O en todo caso, subordinando la segunda a partir de los criterios discernidos en la primera. No obstante, el camino inverso se puede rastrear en el mismo Parménides, al sustentar una afirmación metafísica (“El no ser no es”) en función de una afirmación epistemológica (“El no ser no se puede pensar”).
[6] Para un análisis de las implicaciones ontológicas de la teoría relativista de Einstein, ver Rovelli, (2006).
[7] Paul Churchland (2007, p. 171), en contraste con Dennett, defiende la reducción del qualia visual basándose en el modelo de Hurvich y Jameson (1957) de tripletes celulares. Si bien este conservadurismo teorético resulta llamativo, podría asociarse con la validación de generalizaciones teóricas realizadas por P. S. Churchland (1988, p. 296) específicamente el quinto ejemplo. Esto implicaría validar las generalizaciones fenomenológicas visuales, resultado de estudios experimentales, admitiendo una posible reducción interteorética del qualia, no su eliminación.
[8] Cfr. Koch, Cc. & Tsuchiya (2007).
[9] Paul Churchland (2007), basándose en neurociencias, refuta la posibilidad de que María pueda apreciar el rojo si nunca antes lo vio. La explicación estaría en lo que se ha denominado proceso de aprendizaje hebbiano. (Cfr. p. 170; 177).
[10] En estos experimentos se parte de la dominancia hemisférica, asumiendo que las imágenes mostradas al ojo derecho son procesadas por el hemisferio izquierdo y viceversa. Así se derivan conclusiones acerca del rol de cada hemisferio cerebral al procesar estímulos y realizar interpretaciones. Al respecto, Patricia Churchland (1983) cuestiona el rol definitorio que Gazzaniga le da al lenguaje para hablar de conciencia (p. 85). En contraste, Deahene (2014) incluye el hemisferio izquierdo y sus interpretaciones como un elemento que permitiría la reportabilidad de la información consciente (p. 23).
[11] “Ineluctable”, en términos de Markus Gabriel (2016)
[12] Por ejemplo, las revisiones “Orwellianas” y “Estalinistas” (Dennett, 1991, p. 115).

Notas de autor

[*] Peruano. Máster en Filosofía de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor de la Universidad de Lima, Perú.

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