Artículos
Recepción: 10 Febrero 2021
Aprobación: 22 Abril 2021
Forma de citar (APA): Ocampo Macías, C. D. (2022). Libertad y cultura: tendiendo un puente entre el liberalismo individualista y el multiculturalismo liberal. Revista Filosofía UIS, 21(1). https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022003
Resumen: en este trabajo defiende la tesis de que el liberalismo de corte individualista ha sido insuficiente como modelo teórico político para realizar el ideal liberal de libertad individual y, sobre esa base, se argumenta que lo determinante a la hora de realizar el ideal de libertad individual es la relación entre cultura y libertad. El liberalismo, sin que por ello ignore que hay culturas, se enfoca decididamente en el individuo y en su libertad. En ese desconocimiento relativo de la diversidad cultural, concretamente del papel que la cultura juega frente al ideal de libertad individual, el liberalismo se ha conducido a un callejón sin salida: uno en el que esa relativa ignorancia afecta su propio ideal de libertad individual.
Palabras clave: multiculturalismo, liberalismo, libertad individual, derechos diferenciados en función de grupo, minorías culturales.
Abstract: this work defends the thesis that individualistic liberalism has been insufficient as a political theoretical model to realize the liberal ideal of individual freedom and, on that basis, it is argued that the determining factor when realizing the ideal of individual freedom is the relationship between culture and freedom. Liberalism, without ignoring the fact that there are cultures, focuses decisively on the individual and his freedom, in this relative ignorance of cultural diversity, specifically, of the role that culture plays in the face of the ideal of individual freedom. In this sense, liberalism has led itself into a dead end: one in which that relative ignorance affects its own ideal of individual freedom.
Keywords: multiculturalism, liberalism, individual freedom, differentiated rights based on specific groups, ethnic minorities.
1. Introducción
El propósito de este artículo de reflexión es concebir una crítica al liberalismo individualista, puesto que no tiene en cuenta la cuestión cultural. Esta crítica se hace a partir de una perspectiva teórica que asume una relación intrínseca entre cultura[1] y libertad[2], sin abandonar la prioridad de la libertad individual que plantea el liberalismo[3]. La perspectiva que asume una relación necesaria entre cultura y libertad es recogida aquí, por lo que se denomina multiculturalismo liberal: una corriente normativa que se ocupa del problema cultural de la diversidad o el pluralismo (Grueso, 2003).
La hipótesis de trabajo es que el liberalismo, en su relativo desconocimiento del papel de la cultura en la libertad individual, ofrece una respuesta de corte individualista, insuficiente para realizar el ideal liberal de libertad individual. El liberalismo, en clave individualista como lo ilustran Locke (2014), Kant (2017) y otros autores, promete, grosso modo, la garantía del conjunto de derechos subjetivos para todos los ciudadanos por igual, abstrayéndose de todo contexto cultural y de grupo. En este sentido, se hace necesario repensar la cuestión de la diversidad cultural y de los derechos diferenciados en función de grupo para garantizar de verdad la libertad de todos los individuos, pero sin dejar de dar prioridad a ese patrimonio aportado a la modernidad por el liberalismo: ¡la libertad individual!
El argumento principal que se sostiene en este trabajo para fundamentar la hipótesis planteada es que ni la diversidad cultural, ni la pluralidad de culturas son el sujeto hacia el cual deben estar orientadas las reflexiones filosóficas. De lo contrario, se corre el riesgo de que los grupos culturales impongan restricciones internas[4] a sus integrantes. En su lugar, es la libertad de los individuos que pertenecen a las culturas minoritarias y grupos de pertenencia la que debe interesar realmente y, solo de manera indirecta, su cultura —incluso, no la diversidad, sino cada cultura en particular—. En el argumento que se desarrolla en este artículo son de gran utilidad las consideraciones de Will Kymlicka para repensar la presunta neutralidad del Estado y el concepto estrictamente individualista de libertad, así como las consideraciones de Luis Villoro, León Olivé y Gerd Baumann.
La estructura del artículo se divide en tres (3) acápites. En primer lugar, se presenta el liberalismo individualista; allí se confrontan las posiciones sobre la libertad de John Locke, quien considera que el individuo tiene un ámbito de libertad prácticamente ilimitado en la esfera privada, y de Immanuel Kant, quien argumenta que el individuo solamente es libre cuando actúa de manera autónoma. Además, se refieren las tesis fundamentales de Rawls y Brian Barry sobre su concepción del liberalismo.
En segundo lugar, se presenta la postura del multiculturalismo liberal como un paradigma que corrige y complementa el individualismo liberal a través de la categoría de derechos diferenciados en función de grupo. Se argumenta que el puente que se tiende entre el liberalismo individualista y el multiculturalismo liberal no es otro que el ideal liberal de libertad individual, vale decir, la autonomía.
Para terminar, se reflexiona entorno a la pregunta que inspiró esta investigación: ¿el vínculo entre libertad y cultura permite realizar el ideal liberal de libertad individual? Allí se argumenta que lo determinante a la hora de realizar el ideal de libertad individual es la relación entre cultura y libertad. Esta relación no asume como punto de partida una perspectiva esencialista de la cultura, ya que al asumir la autonomía individual como el valor fundamental que debe prevalecer, se salvaguarda la posibilidad de que los individuos que hacen parte de un grupo determinado vean la cultura como una construcción social frente a la que pueden presentar objeciones, renunciar y reasumir en cualquier momento[5], y no como un universo moral en el que se encuentran encerrados y frente al cual nada pueden hacer. En este aspecto, se siguen las consideraciones del multiculturalismo crítico desarrollado por los antropólogos Terence Turner (1993) y Gerd Baumann (2012).
2. El liberalismo individualista
Las culturas deben ser objeto de protección por parte de los Estados y de interés por parte de la filosofía política. No es suficiente una omisión bienintencionada por parte de los Estados frente a la diversidad cultural. Sin embargo, el liberalismo individualista no se interesa en los vínculos que existen entre los individuos y la cultura, pues concibe a los sujetos como cuerpos atomizados y se compromete con un Estado rigurosamente neutral, esto es, un Estado sin perspectivas culturales o religiosas (Taylor, 2001). A diferencia del multiculturalismo liberal que sugiere derechos diferenciados en función de grupo[6], el liberalismo individualista no se interesa en acomodar las identidades culturales. Pueblos indígenas, nacionalismos subestatales o grupos inmigrantes quedan por fuera del foco de interés del liberalismo individualista. Así, es posible objetar al liberalismo individualista a partir de la perspectiva del multiculturalismo liberal que, a diferencia de lo que cree, la autonomía del individuo sí depende del acceso a una cultura o grupo.
El liberalismo individualista es entendido como aquella perspectiva que sostiene el otorgamiento de derechos subjetivos iguales para todos los ciudadanos con independencia de cualquier pertenencia cultural, confiriendo un lugar preponderante a la exigencia de un ámbito de autonomía al individuo para su autorrealización. Este tipo de liberalismo refleja un desinterés respecto de “los vínculos que se dan entre individuos de una misma comunidad; de la misma manera no se reconocen los lazos entre individuo y comunidad, pues se concibe a los sujetos separados unos de otros, como cuerpos atomizados” (Cadavid, 2007, p. 101). En otras palabras, se trata de lo que Michael Walzer describe como liberalismo 1 en su comentario a La política del reconocimiento de Taylor. Es una perspectiva
[…] comprometida de la manera más vigorosa posible con los derechos individuales y, casi como deducción a partir de esto, con un Estado rigurosamente neutral, es decir, un Estado sin perspectivas culturales o religiosas o, en realidad, con cualquier clase de metas colectivas que vayan más allá de la libertad personal. (Taylor, 2001, p. 139)
Pero ¿acaso el liberalismo y su ideal de neutralidad no suponen ya una respuesta al problema de las identidades culturales, como plantea Chandran Kukathas (1998) en su artículo Liberalism and Multiculturalism: The Politics of Indifference o Brian Barry (2002) en su libro Culture and Equality. An Egalitarian Critique of Multiculturalism? La simple tolerancia de las diferencias culturales no se manifiesta a favor de las minorías invisibilizadas o rechazadas; nada hace por ellas. Por el contrario, reproduce ad infinitum las deficiencias del individualismo de corte liberal en el que los contextos éticos de formación de la identidad —incluyendo la cultura— dejan de jugar un rol fundamental para la libertad individual. En 1992 se publicó Multiculturalism and The Politics of Recognition: An Essay by Charles Taylor, un ensayo de Charles Taylor en el que el filósofo canadiense comprende bien este escenario cuando plantea la oposición entre la política del reconocimiento igualitario y la política de la diferencia:
Así, estos dos modos que comparten el concepto básico de igualdad de respeto entran en conflicto. Para el uno, el principio de respeto igualitario exige que tratemos a las personas en una forma ciega a la diferencia. La intuición fundamental de que los seres humanos merecen este respeto se centra en lo que es igual a otros. Para el otro, hemos de reconocer y aun fomentar la particularidad. El reproche que el primero hace al segundo es, justamente, que viola el principio de no discriminación. El reproche que el segundo hace al primero es que niega la identidad cuando constriñe a las personas para introducirlas en un molde homogéneo que no les pertenece de suyo. Esto ya sería bastante malo si el molde en sí fuese neutral: si no fuera el molde de nadie en particular. Pero en general la queja va más allá, pues expone que ese conjunto de principios ciegos a la diferencia —supuestamente neutral— de la política de la dignidad igualitaria es, en realidad, el reflejo de una cultura hegemónica. Así, según resulta, sólo las culturas minoritarias o suprimidas son constreñidas a asumir una forma que les es ajena. Por consiguiente, la sociedad supuestamente justa y ciega a las diferencias no sólo es inhumana (en la medida que suprime las identidades) sino también, en una forma sutil e inconsciente, resulta sumamente discriminatoria. (Taylor, 2001, p. 67)
No cabe duda que el liberalismo individualista es considerado el trazo distintivo que las sociedades pluralistas modernas ofrecen frente al hecho de la diversidad moral, religiosa y cultural —tal como sostiene Kukathas— y que este es ciego a las diferencias culturales. Esta perspectiva se fundamenta en el aislamiento moral, social y político de los individuos frente al grupo. John Locke (1632-1704) es considerado el padre del individualismo liberal o liberalismo clásico, debido a la defensa que emprende de los bienes civiles, como la vida, la libertad, la salud corporal, el estar libres de dolor y la posesión de cosas externas, razón por la cual se acude a sus consideraciones. Estos bienes civiles son considerados por Locke como el núcleo del gobierno civil. En Carta sobre la tolerancia (compuesta en latín en 1685, pero publicada hasta 1689) este filósofo defiende la separación entre el Estado y la Iglesia a fin de que las creencias religiosas no invadan la esfera del gobierno civil y, por lo tanto, no penetren en la propia conciencia de las personas:
Mas, a fin de que no haya algunos que disfracen su espíritu de persecución y crueldad anticristiana simulando estar teniendo en cuenta el bien público y la observancia de las leyes, ni otros que en nombre de la religión aspiren a la impunidad para sus malas acciones; en una palabra, para que ninguno pueda engañarse a sí mismo ni a los demás bajo pretexto de lealtad y obediencia al príncipe, o de ternura y sinceridad para con el culto a Dios, estimo necesario, sobre todas las cosas, distinguir con exactitud las cuestiones del gobierno civil de las cuestiones de la religión, y fijar las debidas fronteras que existen entre la Iglesia y el Estado. Si no se hace esto, no tendrán fin las controversias que siempre surgirán entre aquellos que tienen, o que pretenden tener, un interés en la salvación de las almas, por un lado, y por el otro, en la seguridad del Estado. (Locke, 2014, p. 76)
Pero, ¿qué es el Estado? Para Locke (2014) el Estado no es más que “una sociedad de hombres constituida únicamente para preservar y promocionar sus bienes civiles” (p. 76), de tal modo que “todo poder, derecho y dominio civil está limitado y restringido a cuidar y promover estos bienes, y en modo alguno puede ni debe extenderse hasta la salvación de las almas” (p. 77). Dicho de otro modo: “el poder del gobierno civil se refiere únicamente a los intereses civiles de los hombres, se limita al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo venidero” (p. 80).
Por su parte, la Iglesia es definida por Locke como una asociación libre de hombres concertados para rendir culto a Dios de manera pública “del modo que ellos creen que le es aceptable para la salvación de sus almas” (p. 80). Para Locke la característica que define a la Iglesia es que consiste en una asociación libre y voluntaria. Esto significa que, en tanto que nadie nace miembro de una Iglesia, el vínculo con esta se origina de manera voluntaria por el individuo que quiere salvar su alma, a través de una determinada confesión religiosa. Locke (2014) sustenta su postura en el siguiente postulado:
Ningún hombre se encuentra ligado por naturaleza a ninguna Iglesia, ni unido a ninguna secta, sino que cada uno se une voluntariamente a la sociedad en la cual cree que ha encontrado la profesión y el culto que es verdaderamente aceptable a Dios. (p. 80)
En Carta sobre la tolerancia se lee la preocupación del filósofo inglés por atajar la intromisión de la religión en la vida civil de la Inglaterra del siglo XVII, es decir que pincela el asunto de la secularización. La secularización es “el proceso de apartar la religión de la vida pública y desterrarla a la vida privada de cada ciudadano: algo a lo que los ciudadanos se dedican durante su tiempo libre y que no tiene relevancia política” (Baumann, 2012, p. 73). Locke aporta así a la idea de la separación entre Iglesia y Estado, a través de la idea de que se deben imponer límites serios a la tolerancia. A su juicio, los límites a la tolerancia deben imponerse precisamente allí donde las confesiones religiosas representan no solo un riesgo para el ejercicio del gobierno civil, sino además para la libertad de conciencia del individuo.
La tolerancia es un término que procede del latín collere que quiere decir soportar, aguantar. La tradición filosófica distingue dos tipos de tolerancia: de un lado, la tolerancia negativa, que implica que las creencias propias no se conviertan en una condición inapelable de la convivencia, y de otro lado, la tolerancia positiva, que comprende algo más que la tolerancia negativa, pues implica comprender al otro en sus motivaciones substanciales. “Es decir, intentar colocarse en su lugar, entenderlo desde su visión del mundo y su jerarquía de valoraciones” (Tubino, 2002, p. 74). Siendo esto así, el liberalismo clásico —al menos en la versión de Locke— brinda al individuo una libertad prácticamente ilimitada en el ámbito privado al manifestarse contra la tolerancia desmedida mediante la crítica de la intromisión de la Iglesia en la esfera de la intimidad personal (la esfera privada).
Por su parte, Immanuel Kant (1724-1804) explica el individualismo liberal gracias a la concepción moral del sujeto que concibe. Kant sustenta en La fundamentación de la metafísica de las costumbres, —publicado originalmente en 1785, su primera obra dedicada a la filosofía moral— la necesidad del ideal del sujeto autónomo, esto es, un individuo que se da a sí mismo su propia norma moral de conducta. Así se expresa en Kant el principio de autonomía, por oposición al principio de heteronomía:
Pues cuando se le pensaba [al individuo] tan sólo como sometido a una ley (sea cual fuere), dicha ley tenía que comportar algún interés o estímulo o coacción, puesto que no emanaba como ley de su voluntad, sino que ésta quedaba apremiada por alguna otra instancia a obrar de cierto modo en conformidad con la ley. Pero merced a esta conclusión totalmente necesaria quedaba perdido para siempre cualquier esfuerzo encaminado a encontrar un fundamento supremo del deber. Pues nunca se alcanzaba el deber, sino una necesidad de la acción sustentada en cierto interés, fuese propio o ajeno. Mas entonces el imperativo tenía que acabar siendo siempre condicionado y no podía valer en modo alguno como mandato moral. Así pues, voy a llamar a este axioma el principio de la autonomía de la voluntad, en contraposición con cualquier otro que por ello adscribiré a la heteronomía. (Kant, 2017, p. 145)
De acuerdo con lo anterior, ¿en qué consiste el principio de la autonomía de la voluntad? Para Kant (2017), la autonomía de la voluntad es la capacidad del hombre de servirse de su propio entendimiento, es decir, es la facultad de autodeterminarse. En palabras del profesor Michael Sandel (2014): “actuar autónomamente es actuar conforme a una ley que me doy a mí mismo, no conforme a los dictados de la naturaleza o de la convención social” (p. 127). La heteronomía, por su parte, obedece al fenómeno contrario. Es cuando la norma de conducta no viene dada por el sujeto agente. En otros términos: “[c]uando actúo heterónomamente, actúo conforme a determinaciones dadas fuera de mí” (p. 127).
Taylor (2014) argumenta que la autonomía es la idea central de la ética kantiana:
Ésta es la idea central y exaltante de la ética de Kant. Vida moral es equivalente a libertad, en este sentido radical de autodeterminación por la voluntad moral. A esto se llama “autonomía”. Toda desviación de ella, toda determinación de la voluntad por alguna consideración externa, alguna inclinación, aun de la más gozosa benevolencia; alguna autoridad, así sea tan elevada como el propio Dios, es condenada como heteronomía. El sujeto moral debe actuar no sólo justamente, sino por el motivo justo, y el motivo justo sólo puede ser su respeto a la propia ley moral, esa ley moral que se da a sí mismo como voluntad racional. (pp. 19-20)
La autonomía hace de la idea liberal de libertad un presupuesto que fundamenta una concepción moral de libertad anti-utilitarista. El utilitarismo puede resumirse como aquella concepción ética en la que lo útil es bueno y, según ello, el carácter práctico de una conducta es el que determina su valor. Por su parte, Kant considera que la libertad es equivalente a la vida moral y viceversa:
La libertad sólo vale como un presupuesto necesario de la razón en un ser que cree tener conciencia de una voluntad, esto es, de una capacidad diferente de la simple capacidad desiderativa (a saber, la capacidad de determinarse a obrar como inteligencia, o sea, según leyes de la razón, independientemente de los instintos naturales). (Kant, 2017, p. 187)
Ahora bien, es importante sopesar la siguiente idea. El formalismo moral de Kant, en tanto concepción moral, no se interesa en establecer una conexión entre libertad y una cultura particular. Para el individualismo liberal en la versión de Kant, lo individual prima sobre lo social. El formalismo moral sostiene que la vida moral está regida por imperativos categóricos frente a los cuales no existen términos medios, deben cumplirse independientemente del agrado o desagrado que generen al sujeto. En general, esto no constituye un problema si se compara con el utilitarismo, para quien el cálculo racional y el interés sí constituyen factores determinantes de lo bueno. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, para Kant, en cuanto que todos los seres humanos son dignos de respeto, fines en sí mismos, nadie tiene el derecho de instrumentalizar a otro. Y, en esa medida, solamente es responsable moralmente la persona que actúa de manera autónoma. En este mismo sentido, Charles Taylor (2014) manifiesta que la concepción de libertad moral que defiende el liberalismo kantiano implica que “la moral debe quedar enteramente separada de la motivación de felicidad o placer” (p.18), toda vez que el imperativo moral es categórico, es decir, obliga de manera incondicional.
De acuerdo con lo anterior, en la medida que el liberalismo es identificado con la política del reconocimiento igualitario es un credo militante porque, como señala Taylor (2001), se deriva de una cultura particular y tiene una forma particular de hacer las cosas. Kymlicka (2015), en igual sentido, considera que el Estado liberal apoya determinadas identidades culturales y, sobre esa base, perjudica a otras. Villoro (1998) confiesa, en esta misma línea, que los Estados-nacionales son el resultado de “la imposición de un pueblo sobre otros y guardan aún ese sello” (p. 102). Por lo tanto, el liberalismo es un credo militante, porque da prioridad a la libertad individual y olvida el papel de la cultura en la libertad individual.
Más recientemente, en Liberalismo político, Rawls (2015) se ocupa de la cuestión de la pluralidad de doctrinas comprensivas de lo bueno (sean religiosas, filosóficas o morales) en el marco de una sociedad justa. De esta manera, Rawls pretende responder a las críticas de los comunitaristas a su libro Teoría de la justicia, en el que pretendía, en sus palabras, llevar a un más alto nivel de abstracción la clásica teoría del contrato social. En una nota al pie de página en el capítulo “Liberalismo, ciudadanía y exclusión política”, Obando (2007) recuerda que en 1971 Rawls pretendía presentar una concepción de justicia que fungiera como alternativa al utilitarismo clásico, mientras que en 1993 buscaba una concepción de justicia que sea susceptible de consenso.
En cuanto a la cuestión de la libertad y/o la autonomía política[7], en la teoría de Rawls, se ha señalado que se encuentra ligada a la legitimidad política: “Los ciudadanos libres e iguales tienen autonomía política, entre otras cosas, cuando ellos mismos especifican los términos de su propia cooperación” (Obando, 2007, pp. 180-181). Más específicamente, Rawls (2017) distingue entre autonomía racional, que hace referencia a la noción kantiana de los imperativos hipotéticos, y autonomía plena, es decir, la autonomía “de los ciudadanos en la vida diaria que piensan de sí mismos de un modo determinado y afirman y actúan a partir de los primeros principios de justicia que serían acordados” (p. 214). Conviene citar los dos principios de justicia que apuntala Rawls, a saber, el de iguales libertades y el principio de diferencia, para comprender mejor la concepción de libertad de Rawls:
a. Cada persona tiene igual derecho a exigir un esquema de derechos y libertades básicos e igualitarios completamente apropiado, esquema que sea compatible con el mismo esquema para todos; y en este esquema, las libertades políticas iguales, y sólo esas libertades, tienen que ser garantizadas en su valor justo.
b. Las desigualdades sociales y económicas sólo se justifican por dos condiciones: en primer lugar, estarán relacionadas con puestos y cargos abiertos a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades; segundo lugar, estas posiciones y estos cargos deberán ejercerse en el máximo beneficio de los integrantes de la sociedad menos privilegiada. (Rawls, 2015, p. 31)
A pesar de lo anterior, y a partir del factum del pluralismo razonable[8], Rawls sigue planteando una respuesta a los problemas de las minorías culturales a partir de sus principios de justicia que se aplicarían a la estructura básica de la sociedad. Dentro de sus consideraciones, no obstante, no se incluye la atribución de derechos especiales para los grupos culturales, como sí lo hace Kymlicka y otros autores multiculturalistas. Desde esta perspectiva, es posible criticar a la teoría de la justicia rawlsiana el hecho de ser pensada de espaldas a los excluidos, étnica y culturalmente hablando.
El liberalismo, por su parte, responde a esta crítica multiculturalista a través de voceros anti-multiculturalistas, como Brian Barry. Este autor defiende la tesis de que los postulados multiculturalistas son ideas intrínsecamente iliberales en la medida que están fundadas sobre el rechazo de los valores de libertad individual, ciudadanía democrática y derechos humanos universales (Selamé y Villavicencio, 2011). En consecuencia, Barry piensa que la justicia social[9] —entendida como aquella que contiene los criterios comprensivos de las instituciones sociales, incluyendo lo que respecta a los problemas de la división justa— debe abordarse fundamentalmente a partir de una perspectiva de justicia distributiva en la que se tramiten las desigualdades. En ese abordaje de la justicia social no hay espacio para perspectivas iliberales que comprometen la igual oportunidad de los miembros de la sociedad de alcanzar sus metas:
Siguiendo a Rawls, diré que la justicia social se predica primariamente de la estructura básica de una sociedad. Esta estructura está constituida por las instituciones que conjuntamente determinan el acceso (o las probabilidades de acceso) de los miembros de una sociedad a los recursos que son los medios para la satisfacción de una amplia variedad de deseos. (Barry, 2013, pp. 161-162)
Esta perspectiva fue argumentada por Brian Barry con mayor determinación en su libro Culture and Equality: An Egalitarian Critique of Multiculturalism[10], en donde hace un llamado para renovar la atención al concepto de derechos universales. El multiculturalismo liberal, no obstante, no parece oponerse a los derechos universales, los cuales son diseñados sobre la base de la idea de libertad individual, sino que propone una categoría complementaria, tal como se muestra enseguida.
3. El multiculturalismo liberal
La perspectiva teórica que encierra el multiculturalismo liberal permite fundamentar la crítica al liberalismo individualista. Según esta crítica, el liberalismo separa sus principios relevantes (sobre todo la libertad y la igualdad) del valor de la pertenencia cultural. El multiculturalismo liberal afirma que la pertenencia cultural juega un papel fundamental a la hora de realizar el ideal liberal de libertad individual. Para ello, al menos en la versión de Kymlicka, en lugar de cimentarse sobre la base de la categoría de ciudadanía universal[11], lo hace sobre la base del concepto de ciudadanía multicultural, es decir, un status jurídico que otorga derechos diferenciados en función de la pertenencia de grupo, coherentes con la autonomía individual.
Creo por tanto que resulta legítimo y, de hecho, ineludible, complementar los derechos humanos tradicionales con los derechos de las minorías. En un Estado multicultural, una teoría de la justicia omniabarcadora incluirá tanto derechos universales, asignados a los individuos independientemente de su pertenencia de grupo, como determinados derechos diferenciados de grupo, es decir, un «status especial» para las culturas minoritarias. (Kymlicka, 2015, p. 19)
Los derechos diferenciados en función de grupo hacen parte del enfoque liberal del multiculturalismo. De acuerdo con Kymlicka (2009), en Las odiseas multiculturales: las nuevas políticas internacionales de la diversidad, los derechos diferenciados en función de grupo pueden adquirir distintas formas y nombres, según se trate de: I) pueblos indígenas, II) minorías subestatales o III) pueblos inmigrantes.
En el primer caso, el multiculturalismo liberal se ha expresado de las siguientes formas: 1) el reconocimiento de derechos territoriales, 2) el reconocimiento de derechos de autogobierno, 3) el mantenimiento de tratados históricos y/o firma de nuevos tratados, 4) reconocimiento del derecho consuetudinario, 5) garantía de representación o consulta previa y 6) garantía constitucional del status especial de los pueblos indígenas, entre otros (pp. 80-90). Tal como lo refiere Héctor Alonso Moreno (2011) en algunos países como Bolivia y Ecuador y, en menor medida, en Perú, Guatemala y Colombia estas medidas que reconocen la multiculturalidad y la plurietnicidad se han implementado en la forma de un “nuevo constitucionalismo transformador” (p. 11).
En el segundo caso, el de las minorías subestatales[12], las variedades del multiculturalismo liberal han alcanzado las siguientes formas: 1) autonomía territorial federal o cuasifederal, 2) estatus lingüístico oficial, nacional o local, 3) representación garantizada en el Gobierno central o en los tribunales constitucionales, 4) financiación de la educación pública universitaria, media y básica, y 5) concesión de personalidad internacional.
Finalmente, en el tercer caso, frente a los pueblos inmigrantes, el multiculturalismo liberal ha adquirido las siguientes formas en la lucha contra las políticas asimilacionistas o segregacionistas: 1) afirmación constitucional, legislativa y/o parlamentaria del multiculturalismo en todos los niveles de gobierno, 2) introducción del multiculturalismo en el currículo escolar, 3) inclusión de lo étnico en los ámbitos de decisión y sensibilidad hacia ello en los medios de comunicación pública, 4) excepciones en materia de vestimenta y normatividad relativa al descanso dominical, 5) admisión de la doble nacionalidad, 6) apoyo financiero a las actividades culturales desarrolladas por las organizaciones étnicas, 7) financiación de la educación bilingüe o de las lenguas nativas, 8) discriminación positiva en favor de los grupos inmigrantes desfavorecidos.
Los derechos de las minorías ocuparon el centro de una variedad de reflexiones filosófico-políticas y jurídicas a partir de la publicación de Multicultural citizenship, en 1995. Sin embargo, como lo señalan Sacavino & Candau (2015) el locus de producción del multiculturalismo se halla principalmente en la dinámica de los movimientos sociales. El filósofo canadiense no ignora esta cuestión, pero cree que el acomodamiento de las diferencias culturales por las que luchan los grupos minoritarios en la praxis depende fundamentalmente de reconocer que la garantía de un sistema universal de derechos individuales es insuficiente. De ahí la defensa que emprende Kymlicka de los tres tipos de derechos diferenciados enunciados anteriormente, a partir de argumentos que tienen en cuenta I) la igualdad liberal, II) los pactos históricos y III) el valor de la diversidad cultural (Norman y Kymlicka, 1997).
En primer lugar, Kymlicka argumenta que los derechos específicos para las minorías son compatibles con la igualdad liberal en la medida que existen algunos casos en que los derechos de las minorías no crean desigualdades, sino que las eliminan. La tesis de la igualdad liberal que se contrapone a los derechos diferenciados mantiene que la reivindicación de derechos específicos en favor de algunos grupos culturales no es más que la tentativa oculta de un grupo de dominar a otro. Ante este embate, Kymlicka (2015) replica que “algunos grupos se ven injustamente perjudicados en el mercado cultural, por lo que su reconocimiento y apoyo político subsana dicho perjuicio” (p. 153). La categoría de mercado cultural, un espacio en el que se negocia con el valor de la cultura, señala que el apoyo político debe estar orientado a mitigar la vulnerabilidad de los grupos minoritarios mediante el reconocimiento de autonomía territorial, el derecho al veto, la representación garantizada en las instituciones centrales, las reivindicaciones territoriales y los derechos lingüísticos, entre otro tipo de medidas.
En segundo lugar, Kymlicka razona que los derechos específicos son compatibles con el rol que han jugado los diversos pactos históricos a nivel mundial, porque realizan la idea de tener una cultura que admita múltiples y variados puntos de vista. Según esto, los derechos específicos en función de grupo son vistos con agrado por la cultura mayoritaria porque las enriquece culturalmente —aunque no siempre es así—. Kymlicka ilustra un caso en el que un pacto histórico enriquece a dos culturas diferentes: el Tratado de Waitangi, firmado el 6 de febrero de 1840, entre los maoríes y los colonos británicos —en Waitangi, en la región de Bay of Islands, Nueva Zelanda—. En este tratado los maoríes ceden su soberanía sobre el territorio a cambio de la protección por parte de la corona británica al declararlos como una colonia. Este intercambio cultural enriquece a los maoríes en la medida que impide que inmigrantes —como los franceses— que llegaban a asentarse al territorio cometieran injusticias contra ellos en asuntos relacionados con las tierras, puesto que la corona británica asumía su salvaguarda. Igualmente, enriquece a la corona británica en la medida que pone a su disposición el valor cultural de los maoríes bajo el supuesto de igualdad jurídica entre británicos y maoríes.
En tercer lugar, Kymlicka afirma que los derechos diferenciados son compatibles con el valor de la diversidad cultural. Kymlicka (2015) defiende en el capítulo cinco de Ciudadanía multicultural la tesis de que “la elección individual depende de la presencia de una cultura societal, definida por la lengua y la historia” (p. 21)[13]. Allí se propone “demostrar que el valor liberal de la libertad de elección tiene determinados prerrequisitos culturales, y por tanto estas cuestiones de pertenencia cultural deben incorporarse a los principios liberales” (p. 112) con el fin de “desarrollar un enfoque específicamente liberal de los derechos de las minorías” (p. 112). En lugar de renunciar a los principios liberales de libertad e igualdad, se detiene en ellos para complementar la teoría liberal sobre los derechos de las minorías, mediante la asignación de derechos específicos en función de grupo. Sin embargo, para Kymlicka, la cultura constituye solamente un medio para que los individuos puedan ejercer su libertad. “Las culturas son valiosas, no en y por sí mismas, sino porque únicamente mediante el acceso a una cultura societal, las personas pueden tener acceso a una serie de opciones significativas” (Kymlicka, 2015, p. 121).
Kymlicka asume como punto de partida un supuesto fundamental: que la regla general en las sociedades democráticas contemporáneas es que las minorías culturales son liberales, en el sentido que sus exigencias no superan los límites de lo que el liberalismo puede aceptar. El liberalismo exige libertad al interior del grupo o cultura e igualdad entre los grupos mayoritarios y minoritarios. De ahí, Kymlicka (2015) pondera que del liberalismo se desprenden dos limitaciones fundamentales: la prohibición de las restricciones internas, es decir, “la exigencia de una cultura minoritaria de restringir las libertades civiles o políticas básicas de sus propios miembros” (p. 211), y la opresión o explotación de un grupo a otro, como en el caso del apartheid. Dicho de otro modo, las protecciones externas solo se justifican “en la medida en que fomentan la igualdad entre los grupos, rectificando las situaciones perjudiciales o de vulnerabilidad sufridas por los miembros de un grupo determinado” (Kymlicka, 2015, p. 212). En igual sentido, Kymlicka (2001) afirma en La política vernácula que “un concepto liberal del multiculturalismo puede asignar a los grupos diversos derechos frente a la sociedad mayor con el fin de reducir la vulnerabilidad de los grupos ante el poder económico o político de la mayoría” (p. 36).
Por su parte, los grupos étnicos y nacionales iliberales son aquellos grupos que no respetan la libertad e igualdad de sus integrantes. De la constatación fáctica de la existencia de naciones iliberales —aquellas que no promueven los valores liberales—, Kymlicka deriva un postulado esencial para aquellos que tienen por objeto repensar el lugar de las identidades culturales en el debate filosófico contemporáneo —lo cual no comparte Olivé (1999)—: que el objetivo de los pensadores liberales no debe ser disolver las minorías culturales iliberales, sino liberalizarlas. En palabras de Kymlicka (2004): “Los liberales no deberían disuadir a las naciones antiliberales de mantener su cultura societal, sino que deberían favorecer la liberalización de las culturas” (p. 76).
No obstante, Kymlicka deja algunas zonas grises al momento de exponer su filosofía política. No fundamenta filosóficamente, por ejemplo, la relación primaria entre cultura y libertad que aquí se perfila como crítica del liberalismo. No solo no lo hace, sino que además no se interesa en hacerlo. Su mirada está puesta sobre la praxis del multiculturalismo. Sin embargo, decir que no fundamenta esta relación primaria no equivale a decir que no la aborda. De hecho, observa la separación entre derechos individuales y derechos colectivos como un equivalente de la separación entre libertad y cultura y, por consiguiente, ve allí una falsa dicotomía.
Luis Villoro (1998) también comparte la tesis de que el liberalismo ignora el papel que juega la pertenencia cultural en la protección de los grupos culturales y de sus miembros. Sin embargo, él plantea el problema en los términos de una contradicción en el seno del liberalismo entre derechos individuales y colectivos, contradicción que impide, de un lado, la realización de la autonomía individual y, de otro lado, la autodeterminación de los pueblos[14]. Siendo consecuente con su planteamiento, Villoro argumenta que es necesaria una complementariedad entre los derechos individuales y los derechos colectivos que permita superar este problema.
Esta complementariedad es presentada en la siguiente forma: Villoro comienza cuestionándose cómo es posible que los derechos colectivos sean condición de un derecho individual. Responde que esto es posible únicamente cuando los derechos colectivos sirven como contexto que hace posible el ejercicio de ese derecho. Entiende que el contexto es la comunidad cultural a la que pertenece el individuo. Luego, en la medida en que se respeten los derechos colectivos, es decir, el contexto de formación del individuo, los derechos individuales encontrarán dadas las condiciones de su disfrute. Pero solamente es posible comprender el cuestionamiento de Villoro si se sitúa de cara a la confrontación entre el proyecto del universalismo y el relativismo. A partir de esta confrontación, Villoro sostiene la defensa de los derechos colectivos —pues tiene la mirada puesta en la situación marginal de los pueblos indios en América Latina—, como una forma de boicotear el proyecto en marcha de una cultura mundial. Por consiguiente, afirma que los valores universalistas, defendidos por el liberalismo, están en pugna con los valores que apuntan a preservar la libertad, la autenticidad y la singularidad de todo pueblo y admite que el ideal liberal de libertad se realiza en la medida que se tome en serio esta relación de complementariedad entre los derechos individuales y los derechos colectivos.
El filósofo León Olivé sitúa, al igual que Villoro, la relación entre cultura y libertad en el marco de la relación de pugna que existe entre el ideal de promover una cultura única versus la postura que clama por el reconocimiento de la diversidad cultural. En sus palabras:
Uno de los principales desafíos de nuestro tiempo, y del comienzo del milenio que se avecina, es resolver la contradicción entre las fuerzas que empujan hacia una comunidad mundial con una cultura homogénea, y la voluntad creciente de muchos pueblos de mantener sus identidades propias y sus culturas locales. (Olivé, 1999, p. 31)
Olivé cree que las culturas (en plural) son una condición necesaria de la autonomía individual debido a que le brindan el horizonte de opciones válidas para la realización de lo que él llama una vida buena, es decir, una vida auténtica y autónoma. A título ilustrativo, Olivé menciona el caso de Estados Unidos, en donde algunas culturas, como la hispana, han sido dominadas por otros colectivos, como la llamada cultura WASP, esto es, la cultura de los grupos protestantes, blancos y anglosajones. A esto pueden agregarse algunas realidades locales en las que se evidencia este mismo hecho de dominación: en América Latina la cultura hispana-mestiza ha dominado frente a los pueblos indígenas y los colectivos raizales, afrodescendientes y room.
El punto de vista de León Olivé se distingue de otros porque cuestiona el sentido del término “diversidad cultural”, refutando que este no puede obedecer únicamente a aspectos tales como el color de piel, el peinado, la vestimenta, los gustos estéticos, hábitos alimentarios, entre otros aspectos, sino, más bien, hace referencia al modo mismo de concebir la naturaleza humana, al modo de ser y hacer en el mundo. Además, añade que los miembros de una cultura pueden tener maneras diferentes de percibir la relación entre ellos mismos y la sociedad de la que hacen parte, así como pueden diferir en relación con las obligaciones que cada uno de ellos asume frente a su comunidad (Olivé, 1999). Estos dos aspectos reivindican un aspecto fundamental: que Olivé asume como punto de partida, en su defensa del derecho a la diferencia, la relación entre el individuo y la cultura de la que hace parte, con la salvedad de que comprende la multiplicidad de interpretaciones y sentidos diferentes en juego a la hora de concebir esta relación. “Los miembros de otra cultura también pueden tener maneras muy diferentes de concebir la relación entre el individuo y la sociedad, así como las obligaciones políticas de la persona con su comunidad” (Olivé, 1999, p. 38).
En la sociedad colombiana, solo por dar un ejemplo, las comunidades indígenas, los afrodescendientes del andén pacífico, de la Costa Atlántica y de la zona andina, así como los raizales de San Andrés, Santa Catalina y Providencia guardan con su comunidad una relación distinta a la que mantienen el resto de ciudadanos con la nación (Sánchez, 2004). Colombia es un país culturalmente diverso. Según cuenta Daniel Bonilla Maldonado (2006) en La Constitución multicultural, el 1.72% de la población nacional es aborigen. Existen alrededor de 82 grupos diferentes y cerca de 64 idiomas. Esta salvedad se postula rápidamente como el aporte principal de León Olivé (1999) al debate en torno a la diversidad cultural, puesto que se ve obligado a indagar por aquellos argumentos que muestran cómo la razón es un resultado de una pluralidad inagotable de culturas: “¿Se remonta realmente el origen de los sistemas jurídicos de los pueblos indígenas a los tiempos prehispánicos, o se trata de sistemas conformados durante la época colonial?” (p. 39), “¿Sobre qué base, con qué criterios juzgaremos que las normas de un sistema, sea jurídico o moral, son las normas correctas?” (p. 39) y, por último, “¿De dónde proviene esa base, de dónde podemos extraer los criterios pertinentes?” (p. 39). La primera pregunta inquiere por el origen de los sistemas morales o jurídicos de los pueblos indígenas: o bien estos sistemas se remontan a los tiempos prehispánicos o bien fueron forjados durante la colonia. Lo cierto es que independientemente de que ese sistema moral se haya forjado en uno u otro evento, las consecuencias siguen siendo las mismas, pues existe actualmente y la sociedad mayoritaria debe encargarse de ellos.
La segunda pregunta de Olivé indaga por la validez del sistema moral o jurídico. Se busca establecer las razones para considerar cuáles son las normas correctas, es decir, establece una pretensión de corrección que denomina pluralismo. El pluralismo es una propuesta a medio camino entre el absolutismo moral y el relativismo moral en la que se parte del supuesto de que los Estados no son homogéneos, sino plurales. Por último, aunque en relación con la pregunta anterior, sugiere que hay dos caminos —aunque uno intermedio que es el que Olivé explora— para extraer los criterios pertinentes con los cuales juzgar la corrección de las normas de un sistema moral o jurídico: de un lado, el absolutismo moral y, de otro, el trasfondo cultural (relativista y pluralista). En otros términos, ¿es posible establecer algún criterio para juzgar la validez de estos sistemas y de las conductas que allí se practican? ¿Todo vale? Desde el punto de vista relativista, por ejemplo, tanto las prácticas culturales que avalan la ablación clitórica de niñas —como en el caso de los pueblos indígenas Emberá Chami en Colombia— o que justifican que, en una nación, una minoría cultural pueda enterrar viva, bajo una montaña de estiércol, a una persona que ha cometido un crimen, como pena —como ocurre con la tribu Dinka de Sudán del Sur, en África— son aceptadas a pesar de ser ambas contrarias a los valores liberales de libertad e integridad personales.
Por su parte, el absolutismo niega todo aquello que no se ajusta a los principios y valores dominantes, hasta el punto de justificar una posición intolerante frente a la diversidad cultural. Por ejemplo, mediante el rechazo explícito de inmigrantes mexicanos, por parte del gobierno de Estados Unidos, con la construcción de un muro para separar las dos naciones, o a través de la imposición obligatoria de una vacuna aún en contra de la voluntad de los integrantes de un pueblo indígena.
Finalmente, la premisa en la que se sustenta Olivé para indagar por la validez de las formas culturales diversas consiste en que no hay razones para creer que existe un concepto de cultura unívoco, de manera que, a la hora de acomodar a las identidades culturales, Olivé vuelve al punto central del artículo: la relación entre la cultura y la libertad del individuo como condición de posibilidad de la realización del ideal liberal de libertad y de la acomodación de las culturas.
4. ¿El vínculo entre libertad y cultura permite realizar el ideal liberal de libertad individual?
La crítica al liberalismo individualista que aquí se sostiene se fundamenta en el multiculturalismo liberal. Esta corriente normativa asume una relación intrínseca entre cultura y libertad que no desborda la primacía de la libertad individual. Pero, ¿acaso el vínculo entre libertad y cultura permite realizar el ideal liberal de libertad individual? En otras palabras ¿la conjunción entre libertad y cultura ofrece los elementos necesarios para que el individuo pueda ejercer su libertad individual y, consecuentemente, hacer elecciones de vida buena? A continuación, se posicionará a Kymlicka, Villoro y Olivé frente a esta cuestión y, posteriormente, se tomará partido frente a la pregunta planteada, encontrando una zona gris en el tratamiento de la relación entre libertad y cultura con miras a abordar el problema cultural del pluralismo o la diversidad.
En primer lugar, Kymlicka sostiene que el valor liberal de la libertad individual tiene determinados prerrequisitos culturales y, por lo tanto, las cuestiones de pertenencia cultural deben hacer parte de los principios liberales. A su juicio, no es posible que el individuo haga elecciones racionales por fuera de la cultura societal a la que pertenece. La cultura es un medio para que los individuos puedan ejercer su libertad. “Dicho de otra forma, lo que importa, desde un punto de vista liberal, es que las personas tengan acceso a una cultura societal que les proporcione opciones significativas susceptibles de abarcar todas las actividades humanas” (Kymlicka, 2015, p. 144). La debilidad de la postura de Kymlicka radica en que asume, como punto de partida, el supuesto de que las minorías culturales son, en general, liberales; pero lo cierto es que existen prácticas y grupos culturales abiertamente iliberales que podrían despreciar el valor de la libertad individual.
En segundo lugar, Villoro cree que existe una falsa dicotomía entre derechos individuales y derechos colectivos que se traduce en una separación entre libertad y cultura. Esta falsa dicotomía impide a los individuos la realización de su autonomía individual y a los grupos la realización de su autodeterminación colectiva. El ideal liberal de libertad individual es realizable solo en la medida en que se conciban los derechos colectivos como el contexto en el que el individuo ejerce su libertad individual.
En tercer lugar, Olivé (1999), argumenta que la idea de las culturas, en plural, es una condición necesaria de la autonomía individual, porque la provee de los requisitos básicos que dotan de sentido la existencia. Las culturas suministran el horizonte de opciones válidas para la realización de lo que él llama una vida buena, es decir, una vida auténtica y autónoma. Pero Olivé se distancia de otros autores en cuanto asume que la diversidad cultural no puede obedecer a aspectos como el color de piel, el peinado, la vestimenta, los gustos estéticos, etc., sino, más bien, al modo de ser y hacer en el mundo. De hecho, observa que la noción de cultura no es unívoca.
Sin embargo, en este artículo se sostiene que para realizar el ideal liberal de libertad individual es necesario tender un puente entre la libertad y la cultura que incluya dos variables: la primera, una dosis saludable de individualismo y, la segunda, una perspectiva procesual o antropológica de la cultura que ponga coto a los esencialismos culturales. La dosis saludable de individualismo se explica con el énfasis puesto en el liberalismo: se afirma, en la línea de Kymlicka, que no pueden permitirse las restricciones internas, es decir, medidas que le impidan al individuo revisar los propios fines, como lo haría una mirada comunitarista. “Los comunitaristas consideran que no podemos distanciarnos de (algunos de) nuestros fines” (Kymlicka, 2015, p. 130). Desde esta mirada, prácticas abiertamente iliberales como la ablación clitórica y el cepo quedan proscritas, mientras que otras acciones, como el proselitismo, la herejía y la apostasía resultan protegidas.
Frente a la perspectiva procesual o antropológica de la cultura la cuestión no es tan sencilla. Se trata de una zona gris que se puede percibir en Kymlicka y Villoro —y en menor grado en Olivé—. Esta zona gris consiste en la definición esencialista del concepto de cultura que concibe a las culturas como algo estático y no dinámico. En 1999, Gerd Baumann publicó un libro que, en afinidad con Terence Turner (1993), constituyó una crítica radical a lo que llama el mal multiculturalismo y a la posibilidad misma de justificar la noción de cultura a partir de un punto de vista esencialista. De acuerdo con esta crítica, la concepción esencialista de la cultura falla porque considera a las culturas nacionales, étnicas y religiosas como objetos finales: “La cultura, ya sea nacional, étnica o religiosa es algo que uno posee y de la que uno es miembro, y no algo que uno crea y moldea a través de la constante actividad renovada” (Baumann, 2012, p. 108). Lo que se desprende de su crítica es el deber epistemológico de acercarse a la cultura como una construcción o un proceso en movimiento.
Por lo tanto, la segunda variable que debe tenerse en cuenta para reflexionar sobre las formas de realizar el ideal liberal de libertad individual, de cara al problema del pluralismo cultural, no debe ser abordada desde una perspectiva esencialista de la cultura. Al menos en este aspecto el multiculturalismo en las versiones de Kymlicka y Villoro resultan insuficientes. El error se corrige al sostener la primacía de la libertad sobre la cultura. Así se defiende la posibilidad de que los individuos que hacen parte de un grupo cultural vean la cultura como una construcción que pueden revaluar y a la que pueden incluso renunciar. Es lo que Kymlicka, leyendo a Rawls, denomina un mínimum liberal.
De manera que el multiculturalismo liberal tampoco es una respuesta suficiente para realizar el ideal liberal de libertad individual en un contexto multicultural. Sin embargo, las limitaciones que adolece se resuelven, en parte, a partir de la mirada crítica sobre la concepción de cultura que suministran antropólogos como Baumann y Turner. En el capítulo siete de su libro El enigma multicultural, Baumann reclama un lugar para los antropólogos en la cuestión sobre lo que es la cultura. Critica el concepto de cultura como política de la identidad que maneja el multiculturalismo diferencial porque reifica[15]las culturas. Es decir, el multiculturalismo diferencial se limita a ver la cultura como una etiqueta de identidad étnica. El multiculturalismo de la diferencia crea una pseudopolítica intelectual que implica empoderar teorías mientras explícitamente desempodera a sujetos culturales reales.
Baumann sostiene, en su lugar, un multiculturalismo crítico que usa la diversidad cultural como una base para cambiar, revisar y relativizar nociones y principios básicos comunes, tanto a los grupos dominantes como a las minorías culturales, con miras a construir una cultura común más vital, abierta y democrática —la cultura es, en consecuencia, objeto de revisión constante—. Para Turner, la reificación de la cultura que sostiene el multiculturalismo diferencial deja el significado del término “diferencia” como un concepto vacío que requiere ser llenado por los teóricos de la cultura.
La perspectiva teórico-política que resulta de revisar las dos variables que se tuvieron en cuenta para realizar el ideal de libertad individual previene, al menos, de los peligros del esencialismo cultural. Permite tomar medidas en contra de esa concepción que comprende la cultura no como una creación social flexible, como una cuestión de creencias vivas mutables, sino como un asunto de sangre.
5. Conclusión
En este artículo se sostiene una crítica al liberalismo individualista en aquella versión clásica, representada por autores como Locke y Kant, pero también en sus versiones más recientes, como las representadas por Rawls y Barry. La crítica consiste en argüir que el liberalismo individualista, en su relativo desconocimiento del papel de la cultura en la libertad individual, ofrece una respuesta de corte individualista insuficiente para realizar el ideal liberal de libertad individual. En esa medida, se argumenta que para realizar este ideal es preponderante la relación entre libertad y cultura a partir de la cual los individuos pueden obtener la seguridad de la protección de sus intereses culturales y, adicionalmente, la facultad de poder revisitar su pertenencia a una cultura determinada. De esta manera, se evita caer en la trampa de las restricciones internas que impiden el desarrollo de la libertad individual. La cultura no puede concebirse como un universo moral en el que el individuo se encuentra encerrado, sino, como se dijo en su momento, como un conjunto de relaciones posibles entre ciertos sujetos y su mundo circundante.
De esta manera, la crítica al liberalismo individualista no se hace formulando una prioridad de la cultura sobre la libertad individual, sino a partir de una perspectiva que asuma la imbricación de la libertad con la cultura, pero sin abandonar la prioridad de la libertad que plantea el liberalismo; es decir, sin que sea una perspectiva comunitarista. En este sentido, el trabajo no plantea la inversión de la postura liberal, es decir, la prioridad de la comunidad cultural sobre la libertad individual. Tampoco se trata de admitir sin más los derechos diferenciados de los grupos minoritarios, asumiendo la tesis multiculturalista de la diversidad cultural. Se trata de que ni la diversidad por sí misma, ni las culturas en plural son el sujeto por cuya libertad se debe preguntar, sino que son los individuos que pertenecen a las culturas minoritarias, es su libertad la que debe interesar realmente y, solo de un modo indirecto, su cultura.
Por lo tanto, este artículo ofrece algunas herramientas para repensar que la realización del ideal liberal de libertad individual depende de entender el vínculo entre libertad y cultura —esto es, la cultura específica de cada individuo o grupo—, y no tanto de la comprensión del vínculo entre libertad individual y diversidad cultural per se.
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Notas
Notas de autor
Información adicional
Forma de citar (APA): Ocampo Macías, C. D. (2022). Libertad y cultura: tendiendo un puente entre el liberalismo
individualista y el multiculturalismo liberal. Revista Filosofía UIS, 21(1). https://doi.org/10.18273/revfil.v21n1-2022003