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Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo
Andrés Botero Bernal
Andrés Botero Bernal
Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo
Editorial. The Formation of Philosophers: between Culturalism and Anachronism
Revista Filosofía UIS, vol. 20, núm. 2, 2021
Universidad Industrial de Santander
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Editorial

Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo

Editorial. The Formation of Philosophers: between Culturalism and Anachronism

Andrés Botero Bernal
Universidad Industrial de Santander, Colombia
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 20, núm. 2, 2021

Recepción: 23 Marzo 2021

Aprobación: 25 Marzo 2021


Autor de correspondencia: aboterob@uis.edu.co

Forma de citar (APA): Botero Bernal, A. (2021). Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo. Revista Filosofía UIS, 20(2). 11-18. https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021001
Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo

Cada disciplina tiene sus propias tradiciones, principios y métodos que proporcionan una identidad necesaria dentro del actual y variopinto sistema educativo, universitario y científico. Esta identidad, que separa saberes que antes podían ser hermanos, es una de las huellas de la fragmentación de las disciplinas.

Sin embargo, desde hace algunas décadas, ese modelo de la fragmentación ha sido puesto en duda a pesar de sus ventajas —la fragmentación permitió, entre otras cosas, la aceleración en los resultados científicos—, pues hubo disciplinas que, por exacerbar sus fronteras con otras, llegaban a conclusiones fácilmente falseables desde otros saberes; o académicos tan hiperespecializados que perdían cualquier noción del conjunto, necesaria para una comprensión, más que un mero análisis, del fenómeno estudiado (Botero, 2010).

La filosofía no ha sido ajena a estos cambios epistemológicos, aunque, para abordar el tema, es necesario hacer algunos matices. El primero de ellos es que la filosofía responde a tradiciones, principios y métodos antiguos, a diferencia de la mayoría de las disciplinas que son fundamentalmente modernas —salvo la teología, el derecho y la medicina, por mencionar tres casos que, como saberes y como profesión, son anteriores a la Era Moderna—. Estas tradiciones, principios y métodos dejan en claro que la filosofía no nació de una fragmentación, sino que fue la matriz de la que se fragmentaron los demás saberes, pues nació identificada con el saber mismo, de forma tal que, por su herencia, la filosofía escapa a la consideración de ser una disciplina moderna fragmentada. En síntesis, la filosofía nació como el saber, aunque con el paso del tiempo, ha quedado como un saber entre otros. Por lo anterior, la tradición, con todo lo que esto pesa en la hermenéutica, nos recuerda que la filosofía es, por su nacimiento, un saber transversal que se ha resistido a la ciencia moderna (Gadamer, 1997, p. 47).

Pero, como se acaba de decir, el paso del tiempo ha trastocado lo que se entiende por filosofía, de manera tal que de esa matriz de la que se desprendieron saberes ya no queda mucho, por lo que hoy día la filosofía es una disciplina académica y universitaria más, encuadrada en las humanidades —algunos dirán ciencias del espíritu o humanas—, con una identidad propia ante las demás que hacen parte de este subconjunto. Y justo a esa filosofía, que ha pasado de ser el conjunto mismo (el saber) a ser un elemento de un subconjunto (las humanidades), va dirigida esta editorial.

Las tradiciones filosóficas identitarias, las que constituyen la memoria formada y formadora para constituirnos como seres históricos particulares (Gadamer, 1997, p. 45), han hecho de los estudiantes y los profesores de nuestra disciplina unos escaladores de montañas, y no unos caminantes del valle. Los primeros, los escaladores, se concentran más en un objetivo, la montaña, y por alcanzar la cima desligan dicha montaña de las otras que la rodean, del valle que está a su fondo, del paisaje que la circunda y del cielo que nos observa. Tratan de subir una montaña como si fuese la única o la más importante de todas, de conocer cada uno de sus elementos, pero a costa de creer, con el tiempo, que la montaña que se escala se constituye a sí misma. Claro está que ningún escalador ignora por completo el paisaje, pero cuando lo mira es, fundamentalmente, para ubicarse en la montaña o para recobrar energías en su ardua tarea. Esta alegoría, a pesar de ser algo imprecisa, introduce bien en lo que aquí se quiere decir: que la tradición identitaria tiene un precio epistemológico importante, a saber, la pérdida del contexto cuando se alude a un autor o un texto, pues el filósofo profesional ha asumido su tarea como el dominio de ciertos conceptos con los que puede juzgar críticamente un número limitado de fenómenos, pero esos conceptos, provenientes de un autor o de un clásico, son tomados como la montaña a la que se aludió antes.

Esta forma de aprehensión tradicional de los conceptos, más textual que contextual, domina los espacios de reproducción del saber, en especial las facultades de filosofía, pues en estas se suelen presentar los cursos universitarios basados en un autor, en un texto clásico o en problemas transversales que intentan articular autores o clásicos en torno a un asunto concreto. ¿Pero dónde queda el contexto histórico y cultural del autor o la obra? A lo sumo, como anécdotas o generalidades, pocas veces fundamentadas en literatura especializada de la historia o la antropología, por mencionar dos saberes afines.

Esto nos lleva a un problema: los conceptos, materia prima del filósofo, ¿son ahistóricos? Aquí se corren dos riesgos. El primero es del extremo que considera que el autor, el texto y sus conceptos no pueden escindirse de su contexto, de forma tal que un autor siempre le habló a su época, en el lenguaje propio de su tiempo, por lo que la filosofía se agota en el conocimiento histórico y cultural de ese momento y lugar. El segundo es del otro extremo que cree que el lector/filósofo puede desligarse completamente del contexto histórico y cultural del texto y del autor que estudia, porque cree que los conceptos que investiga van más allá del espacio-tiempo que los vio nacer, aunque, en el fondo, el entramado histórico y cultural del lector/filósofo se termina imponiendo sobre el texto o el autor que estudia, pues al vaciar el contexto de origen lo rellana con el de descubrimiento —el contexto de quien descubre o retoma esos conceptos—. Al primer extremo lo podemos denominar culturalismo y al segundo como anacronismo[1].

El primer extremo cree que los conceptos no trascienden la historia y la cultura, puesto que todo concepto, por lo menos en su significado más que en su significante, se gesta de cara a una época, a un contexto concreto. A esto se le ha denominado la reconstrucción histórica de la historia de la filosofía, que:

[I]mplica que para explicar la filosofía de cualquier figura histórica debemos abstenernos de usar criterios de descripción surgidos con posterioridad. Solo podemos comprender a los filósofos del pasado a partir de los términos que usaron y que hubieran comprendido personas que convivieron con ellos. (Aguirre & Tillman, 2020, p. 171)

Este extremo tendría, por lo menos, dos consecuencias para nuestra disciplina. La primera, que el filósofo se vuelva más experto en la cultura del autor o el clásico que lo convoca, pues solo busca la cultura (el contexto) en el texto. Por decir un caso, es cuando encontramos un filósofo experto en Aristóteles que parece más un experto de la cultura propia de Atenas del período aristotélico y alejandrino. La segunda, que se descalifiquen las comunicaciones de conceptos, pues en este extremo se considera que lo que viaja entre épocas y espacios son los significantes, porque los significados se cuecen al calor de la cultura en concreto en la que surge el texto o su interpretación. Entonces, cuando un filósofo dice que toma un concepto de un autor de otra época, solo toma una pequeña parte (en especial, el significante), pues realmente él (re)construye el concepto desde el mundo de significados que lo rodea y desde las posibilidades hermenéuticas que su cultura le brinda. Lo importante no sería el concepto mismo, sino cómo se teje ese concepto en el contexto de creación o descubrimiento, a pesar de que, superficialmente, parece que viaja en el tiempo. Sin conocer a profundidad la cultura (que va más allá de generalidades y anécdotas que alguien repite porque oyó durante su proceso de formación profesional) no se puede conocer, ni medianamente, el concepto que se estudia. Aquí las tradiciones filosóficas, que se comunican entre ellas, se enmudecen.

El segundo extremo, que es el más común en nuestro campo, cree que lo que el concepto le debe a su cultura es limitado, tanto que puede prescindirse, de manera tal que se habla de la justicia en Aristóteles, pero casi nada de cómo Aristóteles acuñó un concepto en medio de una historia y una cultura que le dan sentido a ese concepto. Esto supone, entonces, que es posible creer que los conceptos viajan entre las épocas sin sacrificar mayor cosa de su significado o su sentido, labor que es denominada doxografía:

Las doxografías pretenden mostrar las visiones de los “grandes filósofos” en relación con los “grandes problemas o temas” tradicionales de la filosofía. Las doxografías las podemos encontrar en los libros que describen y organizan su presentación de las posiciones de los diversos filósofos históricos en acápites ampliamente conocidos y discutidos (…) a pesar de recurrir a la historia de la filosofía, la doxografía es, en realidad, ahistórica, lo que la lleva, en muchas ocasiones, a imponer problemas filosóficos a figuras canónicas que reflexionaron en contextos para los cuales tales problemas resultan extraños. (Aguirre & Tillman, 2020, p. 170)

De esta manera, el filósofo puede pasar, con un salto triple mortal, del mundo griego al medioevo, convencido de que lo importante son las continuidades/discontinuidades entre Platón y Agustín, de manera tal que basta con conocer las obras de ambos autores para comprender esa línea trazada sobre el tiempo, como si las culturas ateniense y altomedieval fueran prescindibles para atrapar los sentidos de los conceptos de ambos clásicos, lo que supone, por demás, creer que Agustín simplemente adaptó o rechazó conceptos platónicos. Esto, además, trae como riesgo, fruto de desconocer el contexto, que cuando un griego antiguo alude a los jueces o a las normas se refiere a lo que en el traductor/lector contemporáneo entiende, desde su contexto de descubrimiento, por jueces o normas. Aquí las culturas son las que enmudecen.

Claro está que estos dos extremos, que son modelos explicativos, no se presentan necesariamente así en el mundo real, donde la hibridación sienta su reino. Igualmente, entre el nivel de académicos expertos, el grado de anacronismo es mucho menor al que suele presentarse en otros niveles de la filosofía, en especial en sus sistemas de reproducción como las facultades de filosofía. Pero esto no significa que no se evidencien en modo alguno.

Ahora, aclarado lo anterior, viene la pregunta necesaria. ¿Qué hacer? Si en la formación de futuros filósofos nos centramos en el primer extremo, no estaremos formando filósofos, sino historiadores o antropólogos, por dar dos casos. No obstante, estar en el segundo extremo, que es el más común en nuestro campo universitario, será seguir recibiendo, y con justicia, sendas críticas de muchas otras disciplinas de las humanidades, en especial, por prescindir de un contexto (el de origen) que le da sentido al texto. Entonces, se trata de encontrar un punto medio, con las dificultades que ello conlleva, donde no se pierda nuestra identidad disciplinaria y, a la vez, podamos dar cuenta, en nuestro discurso, del entramado histórico y cultural que soporta cada uno de los conceptos con los que trabajamos sin centrarnos en él. Sería dejar abiertas en nuestro discurso esas líneas de fuga para que el auditorio entienda que el concepto tiene una carga histórica y cultural detrás, pero dejando en claro que profundizar en dicha carga (que podemos mencionar, aunque no ignorar) es algo que corresponde más a otras disciplinas. Esto en reemplazo del discurso que ignora o minimiza el contexto histórico y cultural y lo reduce a simples anécdotas que se repiten una y otra vez de profesor a estudiante, y este último a sus estudiantes cuando llega a ser profesor, anécdotas que rara vez están validadas por la historia y la antropología.

La ventaja de este punto medio es que el filósofo, especialmente en los ambientes de formación universitaria, si es consciente de la importancia del contexto histórico y cultural que da sentido a los conceptos que indaga, a la vez que entiende el concepto filosófico mismo desde el autor o el texto que estudia, puede hacer interpretaciones complejas, no criticables desde otros saberes de las ciencias humanas, que serían la base para comprender la relación texto y contexto, desde el pasado hasta el presente, de manera tal que dicho filósofo podría, así, leer mejor su propio mundo, desde la filosofía, en tanto logra comprender la complejidad y la historicidad que hay detrás en la circulación de ideas, textos y conceptos entre autores, épocas y tradiciones (Aguirre & Tillman, 2020, p. 171). Dicho con otras palabras, una reconstrucción histórica, sumada a una interpretación filosófica, es la base para comprender la complejidad que da lugar al concepto filosófico, una complejidad en la que se dan cita de igual manera el texto y el contexto, complejidad que, de manejarse adecuadamente, permite saber al filósofo donde está parado, tanto si mira la montaña que escala como el valle que circunda la región.

Este punto medio supone, pues, que el filósofo —especialmente el profesor y el estudiante— asuma dentro de su formación la lectura de textos especializados de disciplinas afines para orientarse en el contexto de lo que estudia, sin asumir el compromiso de quedarse en la línea de dichas disciplinas. Solo con incorporar en nuestra formación para ser formadores una bibliografía más amplia de la meramente filosófica podemos responder al llamado a superar la fragmentación y aceptar que el contexto de origen es más importante de lo que solemos creer, pero sin perder de vista que partimos y llegamos de la formulación de problemas filosóficos, no históricos ni antropológicos; esto es, que si bien los textos adquieren sentido en sus propios contextos, también es cierto que, en la tradición filosófica, entre los filósofos y las obras se da una comunicación de conceptos y significados que atraviesan las diferentes épocas.

Este punto medio “no debe verse como una carga adicional que impida hacer ‘verdadero trabajo filosófico’, puesto que este último no puede hacerse ni entenderse al margen de los acontecimientos sociales e históricos que, de alguna u otra forma, lo originan” (Aguirre & Tillman, 2020, p. 176). Debe verse como un “ir y venir” entre el contexto y el texto, para darle sentido apropiado a nuestra forma de ocupar[2] el mundo.

Esto es un llamado a asumir el reto de abandonar modelos de formación anacrónica, aceptar las críticas que desde la historia y la antropología le han realizado a la filosofía, pero manteniendo nuestra identidad disciplinaria fundada en que hemos sido, al fin y al cabo, más escaladores de montañas que caminantes de valles. Sin embargo, lo uno no debería estar sin lo otro.

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Forma de citar (APA): Botero Bernal, A. (2021). Editorial. La formación de filósofos: entre el culturalismo y el anacronismo. Revista Filosofía UIS, 20(2). 11-18. https://doi.org/10.18273/revfil.v20n2-2021001

Referencias
Aguirre, J. y Tillman, R. (2020). Análisis de los roles de la historia de la filosofía en la formación filosófica: hacia una propuesta didáctica para formar filósofos fontaneros. Revista Saber, Ciencia y Libertad, 15(2), 164-180.
Botero, A. (2010). Ensayos jurídicos sobre Teoría del Derecho. Universidad de Buenos Aires y La Ley.
Botero, A. (2020). Iushistoria y iusfilosofía: espacios para el encuentro. En J. M. Pérez Collados (Ed.), Maneras de construir la historia: La filosofía de los historiadores del Derecho (pp. 59-92). Marcial Pons.
Gadamer, H. (1997). Verdad y método I. (A. Agud & R. Agapito, trads.). Ediciones Sígueme.
Heidegger, M. (2014). Ser y tiempo. (J. Rivera, trad.). Trotta.
Notas
Notas
[1] Claro está que es imposible la transmisión de conocimiento sin algún grado de anacronismo, pues de todas maneras el lector no puede desligarse por completo de su propia cultura al momento de acercarse un autor o a una obra de otra época. Lo que aquí denunciamos es creer que los significados usados en el pasado son los que aporta la cultura de quien ve ese pasado, lo que suele suceder cuando se desconoce el contexto histórico y cultural pretérito (Botero, 2020, pp. 67-68, nota 18).
[2] El coestar que se vuelve hacia los otros (Heidegger, 2014, p. 145, §26).
Notas de autor

Colombiano. Abogado y filósofo. Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander, Colombia.

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