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La evaluación inmanente y el aprendizaje esencial en Gilles Deleuze

THE IMMANENT EVALUATION AND ESSENTIAL LEARNING OF GILLES DELEUZE

Norberto Ferré [*][**]
UNSAM, Argentina

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 15, núm. 2, 2016

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 16 Diciembre 2015

Aprobación: 06 Septiembre 2016



Resumen: el presente artículo indaga sobre dos categorías del pensamiento de Gilles Deleuze relacionadas con el régimen escolar que son ‘evaluación inmanente’ y ‘aprendizaje esencial’. Estas categorías exhiben su pertenencia genérica a las tradiciones del régimen escolar, pero permiten traspasar las segmentaciones disciplinarias y desenvolver la comprensión diferencial de la educación y lo educativo. A la vez, se reflexiona acerca de la interacción de ambas nociones para potenciar la emergencia de lo nuevo en la noción de vida.

Palabras clave: evaluación inmanente, aprendizaje esencial, idea, signos, vida.

Abstract: This article explores two categories of the thought of Gilles Deleuze related to the school system that are ‘immanent evaluation’ and ‘essential learning’. These generic categories exhibit belonging to the traditions of the school system, but allow transfer disciplinary segmentation and develop differential understanding of the education and the educational. At the same time, it reflects on the interaction of both notions to promote the emergence of the new in the notion of life.

Keywords: Immanent evaluation, essential learning, idea, signs, modes of existence.

1. Introducción

Deleuze establece, en Conversaciones (2002), que el régimen escolar en las sociedades de control se caracteriza por las formas de control continuo, la acción de la formación permanente sobre la escuela, el abandono de toda investigación en el seno de la Universidad, y la introducción de la empresa en todos los niveles de la escolaridad. La cuestión que, en dicho texto, formula y deja abierta el filósofo francés es acerca de las nuevas formas posibles de resistencia contra las sociedades de control.

El presente artículo constituye una indagación sobre dos categorías del pensamiento de Deleuze que, relacionadas con el régimen escolar, pueden contribuir a pensar, —con sus alcances y límites—, formas de resistencia para un devenir minoritario. Estas categorías son ‘evaluación inmanente’ y ‘aprendizaje esencial’, las cuales exhiben su pertenencia genérica a las variadas tradiciones del régimen escolar, pero que, en la filosofía de Deleuze, permiten traspasar las segmentaciones disciplinarias y desenvolver la comprensión diferencial de la educación y lo educativo.

Estas específicas nociones de evaluación y aprendizaje estructuran conceptualmente el desarrollo argumentativo de este trabajo. En primer lugar, se indaga la noción de evaluación y su relación con la genealogía nietzscheana para, seguidamente, indagar la emergencia de la inmanencia en la evaluación, presentar los problemas criteriológicos y exponer la resistencia de la evaluación inmanente frente al juicio. En segundo lugar, se procede a reflexionar sobre dos aspectos principales de la noción de aprendizaje: uno que vincula al aprendizaje con las facultades cognitivas, el pensamiento no representacional y la aprehensión de Ideas; y el otro que relaciona el aprendizaje con los signos, el pensamiento interpretativo y el hallazgo de las esencias. Finalmente, se reflexiona acerca de la interacción de ambas nociones para potenciar la emergencia de lo nuevo en la noción de vida, a los efectos de indagar si la concepción diferencial de la educación y de lo educativo no es en sí misma una condición de posibilidad de una forma de resistencia en la repetición del régimen escolar.

2. La evaluación

2.1. La evaluación y la genealogía

En su obra Nietzsche y la filosofía (2008), Deleuze sostiene que Nietzsche crea un nuevo concepto de genealogía que está intrínsecamente relacionado con la crítica y la creación de los valores. Deleuze define la noción de ‘genealogía’ como “el valor del origen y origen de los valores. Genealogía se opone tanto al carácter absoluto de lo valores como a su carácter relativo o utilitario. Genealogía significa el elemento diferencial de los valores de los que se desprende su propio valor” (2008, p. 9). Es en el marco de la aclaración del significado de genealogía como concepción de la filosofía, donde Deleuze inserta el problema de la evaluación.

Por un lado, la evaluación exhibe un problema de recursividad inevitable, puesto que una valoración supone valores a partir de los cuáles ésta aprecia los fenómenos pero, además, son los valores los que suponen valoraciones, “puntos de vista de apreciación” de los que deriva su valor intrínseco (Deleuze, 2008). Pero, por otro lado, esta recursividad no es solamente un ir de los valores a las valoraciones y su vuelta, sino que la evaluación instala un elemento diferencial de carácter crítico y creador en la misma recursividad, por medio del cual “las valoraciones, referidas a su elemento, no son valores, sino maneras de ser, modos de existencia de los que juzgan y valoran, sirviendo precisamente de principios a los valores en relación a los cuales juzgan” (8). Así, pues, la evaluación mantiene un elemento diferencial entre el valor y las valoraciones, siendo estas últimas las que convertidas en modos de ser o estilos de vida otorgan al individuo las creencias, los sentimientos y los pensamientos que se merece en función de dichos modos de ser o estilos de vida.

Además, la evaluación no sólo expone el problema genealógico en relación con los valores y las valoraciones, sino también en relación con la complejidad del sentido de las cosas, puesto que para Deleuze existe “una pluralidad de sentidos, una constelación, un conjunto de sucesiones, pero también de coexistencias, que hace de la interpretación un arte” (10-11). Es, precisamente, en el marco de la relación entre acontecimiento y sentido donde puede entenderse el pluralismo imprescindible de la filosofía de Nietzsche. “No hay ningún acontecimiento, ningún fenómeno, palabra ni pensamiento cuyo sentido no sea múltiple” (11). La evaluación, en este aspecto, es “el delicado acto de pesar las cosas y los sentidos de cada una, la estimación de las fuerzas que definen en cada instante los aspectos de una cosa y sus relaciones con las demás, todo aquello (o todo esto) revela el arte más alto de la filosofía, el de la interpretación” (11). Por ello, la evaluación, en el contexto de la genealogía nietzscheana, es la capacidad de estimación de los sentidos de los acontecimientos que se convierte en una modalidad de la interpretación.

De modo que podemos entender que, en una primera aproximación, la noción de evaluación para Deleuze es tanto el acto de establecimiento de la valoración de los valores y su origen, como un acto de interpretación de la pluralidad de sentido de los acontecimientos. Esta evaluación, en su carácter genealógico, sólo puede ser realizada por la voluntad de poder, puesto que es ésta la que convierte la evaluación no sólo en crítica sino también en creación (Deleuze, 2008). Y por ello la voluntad de poder convierte la primordial evaluación en una transmutación de los valores. Desde el punto de vista genealógico la evaluación es una transformación de las fuerzas afirmativas en una creación de valores.

2.2 La evaluación inmanente

Ahora bien, la evaluación podría hacernos pensar que la instancia misma de la estimación del sentido de los acontecimientos y de la recursividad de valores y valoraciones, es una vía hacia el conocimiento de criterios de estimación racional que se distancian progresivamente de las maneras de ser, de las modalidades de existencia que son las valoraciones, porque dichas estimaciones se convierten en formas de medir y legislar y, por tanto, en una configuración de las fuerzas reactivas.

Sin embargo, la posibilidad de encontrar una evaluación que potencie la voluntad de poder se brinda cuando la capacidad genealógica del pensador “afirma […] la hermosa afinidad entre el pensamiento y la vida; la vida haciendo del pensamiento algo activo, el pensamiento haciendo de la vida algo afirmativo” (Deleuze, 2008, p. 143). No obstante, para alcanzar esta afinidad, Deleuze entiende que la vida y el pensamiento tienen que hallarse en una relación diversa a la capacidad de legislar, medir y limitar la vida que impone el conocimiento racional. Para Deleuze “el conocimiento es el mismo pensamiento, pero el pensamiento sometido a la razón como a todo lo que se expresa en la razón” (142). Así el conocimiento convierte la vida en vida reactiva, que halla en el propio conocimiento un medio de conservar y de hacer triunfar su tipo. Pero la evaluación que propone Deleuze no se ejercita según el conocimiento que se opone a la vida, sino a partir del pensamiento que afirmaría la vida. La evaluación que propone Deleuze surge cuando el pensamiento deja de ser una ratio,[2] y la vida deja de ser una reacción. De esta manera, evaluar y pensar se atraen en la medida en que “pensar significaría: descubrir, inventar nuevas posibilidades de vida” (143).

Esta atracción mutua y esta inseparabilidad de la vida y el pensamiento permiten orientar el encuentro del plano de inmanencia, de la inmanencia de la vida a sí misma sin que intervenga ninguna trascendencia, ningún criterio o valor externo a la vida. “No hay más criterio que aquél que reside en la vida misma, sea la decadencia o el ascenso de las fuerzas de vida, su declinación o su expansión creadora” (Mengue, 2008, p. 61).

Posteriormente, en Spinoza y el problema de la expresión (1996), esta potencialidad de la vida se encuentra también expresada en la relación de la potencia del cuerpo con la potencia del alma. La relación de dichas potencias, que se enmarca en la discusión de la diferencia de la visión ética con la visión moral del mundo, es la que domina la mayor parte de las teorías de la unión del alma y del cuerpo. En esta visión moral del mundo, “el cuerpo padece cuando el alma actúa, el cuerpo no actúa sin que el alma a su vez padezca […] En esta perspectiva no tenemos ningún modo de comparar la potencia del cuerpo y la potencia del alma; no teniendo el medio para compararlas, no tenemos ninguna posibilidad de evaluarlas respectivamente” (Deleuze, 1996, pp. 247-248).

Para Deleuze el principio del paralelismo entre la potencia del cuerpo y del alma, sostenido por Spinoza, implica que “lo que es pasión en el alma es también pasión en el cuerpo, lo que es acción en el alma es también acción en el cuerpo. Es en este sentido que el paralelismo excluye toda eminencia del alma, toda finalidad espiritual y moral, toda trascendencia de un Dios que ordenaría una serie sobre la otra” (248). A fin de poder evaluar la potencia del alma en sí misma, era necesario para Spinoza pasar por la comparación de las potencias. De allí, entonces, que la pregunta que el paralelismo de Spinoza permite plantear: “¿Qué es lo que puede un cuerpo?” (Ética, II, 13, esc.), devela que “era necesario en primer lugar liberar al cuerpo de la relación inversamente proporcional que hace imposible toda comparación de potencias, por lo tanto también toda evaluación de la potencia del alma tomada ella misma” (Deleuze, 1996, p. 249).

En consecuencia, para Deleuze el paralelismo spinoziano ubica la evaluación de las potencias del cuerpo y del alma en el marco de la desvalorización de la conciencia con respecto al pensamiento, y en la valorización de la relación del pensamiento con lo extenso. En este sentido, todo lo que puede un cuerpo (su potencia) es también su “derecho natural”, porque las afecciones corporales determinan el conatus;[3] pero a cada instante el conatus es buscado por lo que es útil en función de las afecciones que lo determinan.

Deleuze argumenta que la visión ética del mundo propuesta por Spinoza es siempre una cuestión de poder y potencia, en la que la ley es idéntica al derecho. Además, Deleuze distingue, como lo hizo Spinoza, la ley moral, —que son los deberes puramente civiles y sociales que ordenan, prohíben y castigan—, de la ley natural que son las normas derivadas de la potencia del alma y del cuerpo, y, en consecuencia, son normas de vida y no reglas de deber. De allí, que la evaluación inmanente se mueve en el orden de las normas de vida concernientes a la fuerza del alma y su potencia de actuar. “La Ética juzga los sentimientos, las conductas y las intenciones relacionándolas no a valores trascendentes sino a modos de existencia que suponen o implican […] Un método de explicación de los modos de existencia inmanentes reemplaza así al recurso de los valores trascendentes” (262).

La noción de ‘modos de existencia inmanentes’,[4] (que incluye lo que experimentamos, hacemos y pensamos), es clave para Deleuze por cuanto constituye una diferenciación ética, mas no moral. En la Naturaleza no hay oposición moral, no hay Bien ni Mal, pero sí existen los débiles y fuertes, los esclavos y hombres libres. El hombre libre es aquel que une la fuerza y la potencia de actuar en su modo de existencia, y esto es lo genera la dicha, sea como afección pasiva o activa. En cambio el hombre débil, sea cual sea su fuerza, vive separado de su potencia de actuar, y por lo tanto es afectado por la tristeza. Para Spinoza “la desvalorización de las pasiones tristes, la denuncia de aquellos que las cultivan y que se sirven de ellas, forman el objeto práctico de la filosofía” (263).

Encontrar el sentido de la dicha en el propio modo de existencia es el objeto de la evaluación inmanente realizada por el filósofo quien, en cuanto hombre libre, elabora su sabiduría y su meditación no a partir de la muerte, sino a partir de la vida. Así la evaluación inmanente nos orienta hacia una filosofía de la afirmación pura de la vida.

2.3. Los criterios inmanentes y los modos de existencia

En el sentido nietzscheano de la creación de modos de existencia o posibilidades de vida, se ubica el tema de la evaluación inmanente en relación con la cuestión de los personajes conceptuales, en ¿Qué es la Filosofía? (1995), puesto que dichas posibilidades de vida “sólo pueden inventarse sobre un plano de inmanencia que desarrolla la potencia de los personajes conceptuales” (Deleuze y Guattari, 1995, p. 75). Los personajes conceptuales contribuyen a la creación de los conceptos, porque los conceptos, en cuanto objeto principal de la filosofía, permiten desplegar el conocimiento en la medida que se hayan construido “en un ámbito, un plano, un suelo, que no se confunde con ellos, pero que alberga sus gérmenes y los personajes que lo cultivan” (13).

A través de la interpretación de personajes conceptuales elaborados por Kierkegaard y Pascal, Deleuze sostiene que en la evaluación inmanente de los modos de existencia no hay motivos para pensar que se necesitan valores trascendentes que los comparen, los seleccionen y decidan que uno es “mejor” que otro. “Al contrario, no hay más criterios que los inmanentes, y una posibilidad de vida se valora en sí misma por los movimientos que traza y por las intensidades que crea sobre un plano de inmanencia […] nunca hay más criterio que el tenor de la existencia, la intensificación de la vida” (76).

Aquí se toca el problema medular de la evaluación inmanente: ella no supone una criteriología que determine casuísticamente o que jerarquice la diversidad de los puntos de vista establecidos por criterios relativos. Para la evaluación inmanente sólo existe un criterio, que en realidad se identifica con el objeto de discernimiento: es la intensificación de la vida. Según François Zourabichvili (2007) lo que la intensidad puede evitar es convertirse en una reintroducción disfrazada de un valor trascendente que haría fracasar la noción de evaluación inmanente. Porque la intensidad es inmanente a la vida misma, entonces la intensidad es el modo privilegiado en el que emerge la vida dentro de la multiplicidad de sus formas y modos de existencia.

Como se dijo anteriormente, es en la mutua atracción y en la inseparabilidad de la vida y del pensamiento donde se manifiesta la intensidad misma de la vida como afirmación inmanente de lo nuevo, como apertura de las posibilidades de los modos de existencia, de la creación y de la dicha.

2.4. El juicio y el modo de existencia

Otro elemento importante que colabora en la comprensión de la evaluación inmanente, aunque de bases conceptuales diferentes mas no contrarias a la filosofía de Spinoza, es el problema del juicio[5] en la obra Crítica y clínica (2009), cuya doctrina se desarrolla a partir de la tragedia griega y llega hasta la filosofía moderna.

Para Deleuze (2009), el hombre recurre al juicio, en cuanto que juzga y es juzgable, en la medida en que su existencia está sometida a una deuda infinita e impagable. Lo que intenta demostrar Deleuze es que, en la época contemporánea, la crítica del juicio confluye en denunciar la pretensión de juzgar la vida en el nombre de unos valores superiores, de criterios preexistentes. No obstante, el rechazo del juicio no implica necesariamente concluir que todo es axiológicamente equivalente, y su desvalorización no conlleva sostener la paridad de los distintos puntos de vista. Más bien, lo que intenta señalar Deleuze es que el juicio impide la aprehensión de aquello que potencia la vida en los modos de existencia, porque el juicio difiere, aplaza, domina y renuncia a la lucha que el modo de existir requiere para desencadenar la potencia de la vida. Ciertamente, se trata de una cuestión axiológica en cuanto capacidad de discernir lo que fomenta la vida desde el mismo modo de existencia, porque hay formas de vida y de pensamiento que exaltan y desarrollan la vida, y otras que la aprisionan y la reducen.

Deleuze afirma que “el juicio impide la llegada de cualquier nuevo modo de existencia. Pues éste crea por sus propias fuerzas, es decir por las fuerzas que sabe captar, y vale por sí mismo, en tanto en cuanto hace que exista la nueva combinación. Tal vez sea éste el secreto: hacer que exista, no juzgar” (2009, p. 188). Claro está que los diversos modos de existencia tienen todos el mismo valor ontológico en razón de la predicación unívoca; pero a Deleuze le interesa destacar la potencia del modo de existencia inmanente de encontrar en la intensidad un criterio de discernimiento para comprender cuándo el modo de existir potencia la vida o cuándo se somete a juicios con criterios externos a la vida misma.

Deleuze (2009) es claro cuando sostiene que todo lo que vale sólo puede hacerse y distinguirse desafiando al juicio, porque en realidad el nuevo modo de existencia es capaz de crear valor por sí mismo. Es cierto también que el modo de existencia se crea vitalmente, a través de la lucha, en el insomnio del dormir y no sin cierta crueldad contra uno mismo. Y esto es posible porque el modo de existencia permite, al sustraerse del juicio, desencadenar la fuerza de la vitalidad no orgánica que atraviesa al cuerpo. Hacer que exista un nuevo modo de existencia no implica caer en la acusación, la deliberación y el veredicto del juicio. No se trata de juzgar a los demás existentes, se trata de sentir si nos convienen o no nos convienen, es decir, si nos aportan fuerzas o bien nos remiten a las miserias de la existencia. Y esto lo puede hacer la evaluación inmanente de la vida porque esta evaluación lucha y resiste el juicio.

3. El aprender

Hemos visto que la evaluación inmanente es una forma de estimar la intensidad de la vida, su capacidad de abrir posibilidades para el devenir de lo nuevo. Ahora bien, el devenir de lo nuevo, en tanto que devenir-otro, ¿qué es para la vida? ¿Mediante qué instancia o potencia acontece? A partir de estas preguntas emerge la potencia del aprender como capacidad de devenir-otro, dado que el aprender de la vida es lo que, unida a la evaluación inmanente, permite realizar esta apertura. De ahí que sea necesario comprender si existe una atracción entre el aprender y el evaluar en el pensamiento de Deleuze.

3.1. El Aprendizaje, los signos y las Ideas

No es casual que la primera aparición de la noción de aprendizaje en la obra Diferencia y repetición (2002) de Deleuze se ubique en la introducción donde trata de establecer la esencia de la repetición.

Para Deleuze el aprendizaje no está en relación con lo Mismo sino con lo Otro. “El aprendizaje no se lleva a cabo dentro del vínculo de la representación y la acción (como reproducción de lo Mismo), sino en la relación del signo con la respuesta (como encuentro con lo Otro)” (2002, p. 52). El aprendizaje nos permite relacionar el signo[6] con la respuesta que solicita en la medida en que la respuesta no se asemeja al signo y, por lo tanto, es una forma por la cual el signo incluye la heterogeneidad. El aprendizaje es una repetición que ya no es la de lo mismo, sino que comprende lo Otro, que comprende la diferencia y que transporta esta diferencia en el espacio repetitivo así constituido. Lo que sugiere Deleuze es que el aprendizaje a través del signo permite apropiarse de la heterogeneidad de sentidos, de la diversidad de puntos de vistas que suscitan respuestas divergentes con la semejanza del signo. El aprendizaje permite captar ese otro mundo posible de sentido que introduce la diferencia en el campo de la representación.

La enseñanza, el maestro no es el que solicita una imitación de los gestos, una reproducción de lo mismo (“haz como yo”), sino que la enseñanza genera aprendizaje cuando emite signos susceptibles de desarrollarse en lo heterogéneo (“hazlo conmigo”). Por eso, “aprender es, en efecto, constituir este espacio del encuentro por medio de signos, en el que los puntos relevantes se entrelazan los unos con los otros, y donde la repetición se forma al mismo tiempo que se disfraza” (Deleuze, 2002, p. 53).

Más adelante, cuando Deleuze se refiere a la imagen del pensamiento, se sostiene que “el mundo de la representación se caracteriza por su impotencia para pensar la diferencia en sí misma y, al propio tiempo, para pensar la repetición por sí misma, ya que esta sólo es captada a través del reconocimiento, la repartición, la reproducción, la semejanza (la ressemblance), en tanto estas alienan el prefijo RE en las simples generalidades de la representación” (214). ¿Cómo puede, entonces, salir el pensamiento de esta impotencia inevitable a la que le lleva el mundo de la representación?

Es aquí cuando Deleuze cita los párrafos 523b-e del Libro VII de la República de Platón, donde aparece una distinción entre dos tipos de objetos que mantienen una relación diversa con el pensamiento: los objetos que dejan al pensamiento tranquilo y los que fuerzan a pensar. Los objetos que dejan el pensamiento tranquilo son los objetos, tanto ciertos como dudosos, que presuponen la buena voluntad del pensador y la buena naturaleza del pensamiento concebidas como ideal del reconocimiento que predetermina a la vez la imagen del pensamiento y el concepto de la filosofía. Pero lo objetos que fuerzan al pensamiento tienen el sello de la necesidad absoluta, el de una violencia original ejercida sobre el pensamiento, el de una extrañeza, el de una fractura, el de una pasión de pensar. Esta es una situación involuntaria para el pensamiento, es el fruto de un encuentro fortuito pero fundamental, y no de un reconocimiento.

Las características de este encuentro fundamental para el pensamiento son: primera, lo que se encuentra sólo puede ser sentido, lo cual para Deleuze significa que el pensamiento se encuentra con el signo que despierta la sensibilidad en el sentido; segunda, lo que sólo puede ser sentido (el sentiendum) fuerza al pensamiento a plantearse un problema, una perplejidad que encuentra al signo como portador de un problema y que evoca el ejercicio de una memoria trascendental que evoca lo que sólo puede ser recordado (el memorándum); tercera, esta memoria trascendental fuerza a su vez al pensamiento a captar lo que sólo puede ser pensado (lo cogitandum), la Esencia. “Del sentiendum al cogitandum se ha desarrollado la violencia de lo que fuerza a pensar” (217). Lo que fuerza a pensar, lo que crea pensamiento dentro del pensamiento es una transición por el sentiendum, el memorándum y el cogitandum que Deleuze discute teniendo como interlocutores principalmente a Platón y Kant.

En este tránsito de lo que sólo puede ser sentido a lo que sólo puede ser pensado, Deleuze ubica un conjunto de temas fundamentales para la imagen del pensamiento que pretende elaborar, —tales como el sentido y el sinsentido; lo verdadero, lo falso y el error, las Ideas, los problemas y la interrogación—, y que se esfuerza por separar de los postulados de la imagen dogmática del pensamiento. Y es, particularmente, en la relación entre la Idea,[7] el problema y sus soluciones donde Deleuze vuelve a plantear la cuestión del aprender como diversa a la del reconocimiento. Dice Deleuze:

Es igual explorar la Idea y elevar cada una de las facultades a su ejercicio trascendente.[8] Son los dos aspectos de un aprender, de un aprendizaje esencial. Pues el aprendiz, por una parte, es aquel que constituye e inviste los problemas prácticos o especulativos en tanto tales. Aprender es la palabra que conviene a los actos subjetivos que se realizan frente a la objetividad del problema (Idea); mientras que saber designa únicamente la generalidad del concepto, o la calma posesión de una regla de soluciones (251).

El aprendizaje esencial es el que explora la Idea constituyendo los problemas, lo cual implica elevar el ejercicio de las facultades a su nivel trascendente, desprendiendo dichas facultades del saber de los conceptos y de las reglas. El aprendizaje esencial transcurre en una doble dirección: el uso paradójico de las facultades remite a las Ideas que recorren todas las facultades y que por tanto las despiertan, y, simultáneamente, la Idea remite al uso paradójico de las facultades y otorga ella misma sentido al lenguaje. De este modo, “aprender es penetrar en lo universal de las relaciones que constituyen la Idea y en las singularidades que le corresponden” (252). El saber aborda la generalidad del concepto y de las reglas, mientras que el aprender se refiere a la Idea en su universalidad y singularidad.

Para alcanzar el aprendizaje esencial el aprendiz tiene que educar las facultades para su ejercicio trascendente, tiene que dejar que la violencia del encuentro con lo Otro se comunique entre las facultades en lo incomparable de cada una. Esta educación de las facultades en su ejercicio trascendente implica una cultura o paideia que recorre al individuo entero, y no un método. “Nunca se sabe por anticipado cómo alguien va a aprender: por qué amores se llega a ser bueno en latín, por qué encuentros se es filósofo, en qué diccionarios se aprende a pensar […] No hay método para encontrar los tesoros, ni tampoco para aprender” (252). El método supone siempre un movimiento voluntario, la “decisión premeditada” de una buena voluntad del pensador a partir de la colaboración regulada de las facultades. En cambio, la cultura es, para Deleuze, “el movimiento de aprender, la aventura de lo involuntario que encadena una sensibilidad, una memoria, luego un pensamiento, con todas las violencias y crueldades necesarias —como decía Nietzsche—, precisamente para ‘erigir un pueblo de pensadores’, ‘enderezar el espíritu’” (253). El método está dirigido al saber, mientras que la cultura está dirigida al aprender. Y como la cultura supone la educación de las facultades para su ejercicio trascendente, ella predispone al movimiento impredecible de lo involuntario donde irrumpe lo que fuerza a pensar.

Este aprender esencial, —que orienta el pensamiento de la Idea y sus problemas a través de los signos que violentan y salen al encuentro del pensamiento—, es el mediador entre no-saber y saber, el pasaje viviente de uno a otro.

En el siguiente capítulo de Diferencia y repetición en el que Deleuze se refiere a la síntesis ideal de la diferencia, la relación entre el aprender y la Idea se distingue de la relación entre el saber y la representación. Para Deleuze, la representación es el elemento del saber que realiza la recolección del objeto pensado y su reconocimiento por un sujeto que piensa. Porque la insuficiencia de la representación es que no puede dar cuenta de la relación entre la estructura, el acontecimiento y el sentido, puesto que en la representación el concepto es como la posibilidad y el sujeto de la representación determina el objeto como realmente adecuado al concepto, es decir, como esencia.

En este contexto, Deleuze vuelve a plantear que “la Idea no es el elemento del saber, sino de un “aprender” infinito que difiere por naturaleza del saber. Pues el aprender evoluciona por completo dentro de la comprensión de los problemas como tales, en la aprehensión y la condensación de las singularidades, en la composición de los cuerpos y acontecimientos ideales” (290). El aprender deleuziano se realiza en el marco de un pensamiento no-representacional que difiere del concepto como posibilidad de la representación. El aprender deleuziano no se dirige a la acumulación de saber, sino a la comprensión de los problemas, que implica un movimiento simultáneo de acceso a lo universal y a la concentración en lo singular.

Al mismo tiempo que Deleuze diferencia el aprender del saber, también distingue la Idea del sentido común, precisamente porque las Ideas son multiplicidades puras que no presuponen ninguna forma de identidad en un sentido común, sino que animan y describen el ejercicio disjunto de las facultades desde el punto de vista trascendente. Para Deleuze la aprehensión de la Idea se corresponde con un “para-sentido” que incluye un elemento discordante de las facultades que excluye la forma de la identidad, de convergencia y colaboración de las facultades relacionadas con el sentido común, una especie de Discordancia concordante; pero, además, el “para-sentido” involucra la paradoja en cuanto contraria al buen sentido.

Deleuze resume su posición diciendo que “aprender puede ser definido de dos maneras complementarias que igualmente se oponen a la representación en el saber: o bien aprender es penetrar la Idea, sus variedades y sus puntos notables; o bien aprender es elevar una facultad a su ejercicio trascendente disjunto, elevarla a ese encuentro y a esa violencia que se comunican a las otras facultades” (293).

En definitiva, las Ideas no se relacionan como un Cogito como proposición de la conciencia o como fundamento, sino con el Yo [Je] fisurado de un Cogito disuelto, es decir, con el desfundamento universal que caracteriza al pensamiento como facultad en su ejercicio trascendente.

De allí que René Scherer (2005) caracterice la filosofía de Deleuze como un impulso inicial y permanente que consiste en liberar todo pensamiento de aquello que traba y deforma, pero también como una necesidad de escapar de la fijación primera sobre el yo, para asentarse sobre el territorio de las multiplicidades y de los devenires.

Para Scherer el aprender en Deleuze implica ante todo un desprenderse de sí mismo, de las trabas impuestas por la subjetividad, porque Deleuze entendió que la primera tarea de la filosofía era la creación de conceptos; conceptos que pueden construirse en la medida en que el pensamiento se enfrenta con ideas- problema que están fuera del sujeto. Así el aprender no es repetir, ni reproducir la lógica de las explicaciones dadas sino que el aprender se convierte en el origen nuevos conceptos que no implican solamente la teoría, sino también la práctica.

En esta perspectiva el aprender ya no es una cuestión metodológica ni un objeto de normativas pedagógicas, sino una vía de encuentro con lo nuevo del pensamiento, que siempre promueve la intensificación de la vida. Así el aprender rebasa sus alcances estrictamente cognitivos e incluye una ética: el aprender a potenciar un modo de existencia nuevo que lleve a la dicha, a la beatitud.

Ahora se puede vislumbrar la relación existente entre la evaluación inmanente y el aprender esencial de Deleuze. Puesto que si la evaluación inmanente es una forma de estimar la intensidad de la vida, su potencia de abrir posibilidades para el devenir de lo nuevo, entonces, este aprender esencial muestra el devenir de lo nuevo como creación del concepto. No hay mayor intensidad para la vida que la creación de conceptos, que es tanto una cuestión del pensamiento como de la acción, un encuentro de la potencia de existir y de la potencia de pensar. Entonces ¿no será, quizás, el concepto lo más intenso de la vida?

Ciertamente, para Deleuze, estos conceptos están fuera de los márgenes representacionales, son creados en el filo del abismo del pensamiento que es violentado por las Ideas-problemas, por Ideas que son multiplicidades, por Ideas captadas en el ejercicio disjunto y trascendente de las facultades cognitivas.

3.2 El Aprendizaje, los signos y las esencias

Una de las más interesantes visiones sobre el aprender en la obra de Deleuze, no proviene sólo de las textos dedicados al aprendizaje de los problemas sino a la relación específica que el aprender tiene con los signos. Es, precisamente, en la obra Proust y los signos (1995), donde Deleuze brinda un aspecto nuevo del aprendizaje a partir de la interpretación realizada sobre la obra de Marcel Proust A la búsqueda del tiempo perdido. Para Deleuze el tema central de la obra de Proust no radica en la exposición de las particularidades de la memoria, sino en el aprendizaje de los signos. Al considerar esta relación específica entre el aprender y los signos Deleuze indica que “aprender atañe esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal, no de un saber abstracto. Aprender es ante todo una materia, un objeto, un ser como si emitiera signos por descifrar, por interpretar […] Todo lo que nos enseña algo emite signos. Todo acto de aprendizaje es una interpretación de signos o jeroglíficos” (1995, p. 12).

Entre el aprendizaje y el signo se realiza una interpretación que desvía el aprender de la acumulación de un saber abstracto y lo orienta hacia un aprender enredado en la trama temporal de una vida, de una vida que busca la verdad, su verdad. Dentro de esta inmersión de la vida en busca de su verdad, el signo se presenta con una fuerza propia, con una suerte de violencia que descoloca de su quietud al que aprende: “Sólo buscamos la verdad cuando estamos determinados a hacerlo en función de una situación concreta; cuando soportamos una especie de violencia que nos impulsa a esta búsqueda. […] Está siempre la violencia de un signo que nos fuerza a buscar, que nos quita la paz” (25).

El signo desencadena un impulso que fuerza a quien aprende a buscar la verdad desde la situación concreta en la que se encuentra. Es que primero hay que experimentar el efecto violento de un signo y que el pensamiento se vea como forzado a buscarle el sentido. Primero está la experiencia que conmueve, después el pensamiento tras el sentido. En este aprender, sin experiencia no hay pensamiento, no hay sentido.

Para Deleuze el aprender es interpretar, descifrar, traducir, encontrar el sentido del signo. Más que un querer la verdad, el aprender se inscribe dentro de la potencia de un hallazgo; ese hallazgo que el signo proporciona es un sentido interpretado, descifrado. Esta concepción del aprender en Deleuze quiere alejarse de las nociones del aprendizaje como asimilación de contenidos objetivos y abstractos de un saber formal. Deleuze rescata el aprendizaje que no es mero aprovechamiento eficaz del tiempo en pos de una asimilación de contenidos, que no es una acción que imita la acción del que enseña. “Nunca se sabe cómo aprende alguien; pero, de cualquier modo que sea, siempre es por intermedio de signos, perdiendo el tiempo, y no por asimilación de contenidos objetivos […] El signo implica en sí la heterogeneidad como relación. No se aprende jamás actuando como alguien sino actuando con alguien que no tiene relación de semejanza con lo que se aprende” (32).

Deleuze parece diferenciar este aprender de cualquier tecnología de la cognición que nos pudiera brindar “el cómo aprende alguien”. Porque el aprender está en relación con el signo, la heterogeneidad se instala entre ese alguien y lo que aprende.

Ahora bien, otro aspecto importante en esta concepción del aprender es que los signos no están aislados, incomunicados o cercados, sino que se conforman mundos de signos. Dice Deleuze:

La Recherche se presenta como la exploración de los diferentes mundos de signos, que se organizan en círculos y se entrecortan en ciertos puntos. Porque los signos son específicos y constituyen la materia de tal o cual mundo […] La unidad de todos los mundos está en que forman sistemas de signos emitidos por personas, objetos, materias; no se descubre ninguna verdad, no se aprende nada si no es descifrando e interpretando. Pero la pluralidad de los mundos consiste en que esos signos no son del mismo género, no tienen la misma manera de presentarse, no se dejan descifrar del mismo modo, no tienen una relación idéntica con su sentido (13).

En estos mundos de signos se puede distinguir la unidad y la pluralidad. Puede advertirse la unidad de los mundos porque los signos, en cuanto son materia de ese mundo, conforman sistemas sujetos a interpretación; en cambio, la pluralidad de los mundos radica en su diversidad de género y en su diverso modo de interpretación dado que los signos poseen una heterogénea relación con el sentido.

Así es que existen para la Recherche los mundos de signos que son círculos que se despliegan según líneas de tiempo y que, a su vez, son verdaderas líneas de aprendizaje; pero en esas líneas los signos se interfieren unos a otros, actúan los unos sobre los otros (Deleuze, 1995).

Deleuze no deja de señalar esta relación entre la línea temporal y la línea del aprendizaje o, mejor dicho, la intrínseca relación ontológica entre tiempo y aprendizaje. En este sentido, puede considerarse que el aprender, en cuanto busca de la verdad, es una experiencia temporal de desciframiento y de interpretación de los sentidos de los diversos mundos de signos.

Esta línea de aprendizaje no se ubica en el ámbito del conocimiento de los contenidos objetivos de los signos, que son objeto de la percepción sensible y de la inteligencia. Más bien, la línea de aprendizaje se orienta hacia el ámbito del amor, el arte y la literatura en los que, para Deleuze, la busca de la verdad se orienta hacia un campo más profundo que el del pensamiento y la filosofía. Subyace en esta interpretación deleuziana una tensión entre el amor y el pensamiento por un lado y, por otro, una tensión entre el arte y la filosofía, tensión que siempre se resuelve a favor del amor, del arte y la literatura. Dice Deleuze:

Por esto, a la pareja tradicional de la amistad y la filosofía opondrá Proust un par más oscuro formado por el amor y el arte. […] Una obra de arte vale más que una obra filosófica porque lo que está oculto en el signo es más profundo que todas las significaciones explícitas. Lo que nos violenta es más rico que todos los frutos de nuestra buena voluntad o de nuestro trabajo atento y más importante que el pensamiento es “lo que da qué pensar” (El Mundo de los Guermantes 3, II, 549). La inteligencia no acierta por sí misma en todas sus formas y sólo llegamos con ella a verdades abstractas y convencionales, que no tienen otro valor que el de posibles (40-41).

En esta obra, Deleuze se sitúa cerca de una estética romántica donde la experiencia de la interpretación de los signos, sumida en el amor y el arte, logra alcanzar una mayor profundidad interpretativa que la misma experiencia en el ámbito del pensamiento y la inteligencia. La obra de arte es más profunda que la obra filosófica porque lo que el signo tiene para dar y revelar es más profundo que las verdades abstractas y convencionales. La interpretación de los signos no depende simplemente de los resultados a los que arribe la buena voluntad o el trabajo atento, sino que lo oculto (para la inteligencia) del signo es una oscura profundidad que violenta y que da qué pensar. El aprender, en cuanto experiencia de busca temporal de la verdad, se sitúa en las cercanías de una experiencia progresiva de revelación de significaciones implícitas, que huyen de las significaciones explícitas y convencionales de valor posible. La línea de aprendizaje, en cuanto busca temporal de la verdad, es una línea de fuga.

El aprender esencial, en cuanto línea de fuga, tiene dos momentos diferenciados: una decepción objetiva y una compensación subjetiva. Deleuze señala que:

Cada línea del aprendizaje pasa por estos dos mo de remediar esta decepción mediante una interpretación subjetiva, en que reconstruimos conjuntos asociativos. Así sucede en el amor y en el arte. […] La razón es que el signo apegándose es, sin duda, más profundo que el objeto que lo emite pero sigue apegándose a ese objeto, medio envuelto en él (46-47).mentos: decepción producida por una tentativa de interpretación objetiva y luego la tentativa

Es como si Deleuze nos dijera que el signo está plegado en el objeto, tornando vanos los intentos de interpretaciones objetivas y decepcionando la inteligencia. De allí, que el aprender compense con las asociaciones reconstructivas de sentido como único camino para desplegar el signo del objeto. El signo, pues, no se reduce al objeto porque el signo es portador de una esencia que es la verdadera unidad de signo y sentido.

Es la esencia la que constituye la verdadera unidad del signo y del sentido y la que constituye el signo en cuanto es irreductible al objeto que los emite; ella la que constituye el sentido en cuanto que es irreductible al sujeto que lo capta. Es la última palabra del aprendizaje o la revelación final. […] Los signos mundanos, los signos amorosos y aun los signos sensibles son incapaces de darnos la esencia; nos acercan a ella pero siempre volvemos a caer en la trampa del objeto, en la redes de la subjetividad. Sólo al nivel del arte se revelan las esencias. Pero una vez que se manifiestan en la obra de arte, ejercen su acción sobre los otros campos; sabemos que se encarnaban ya, que estaban en todas esas especies de signos, en todos los tipos de aprendizaje (Deleuze, 1995, pp. 48-49).

Las esencias son la última palabra del aprendizaje, son una revelación que aun cuando se manifiesta inicialmente en la obra de arte, sin embargo redunda en todos los campos de signos, en todos los tipos de aprendizaje. Las esencias se dejan pensar, se dejan aprehender cuando el aprendizaje es una experiencia de busca temporal de la verdad de una vida. Porque las esencias están, para Deleuze, enrolladas en lo que fuerza a pensar; no responden a nuestro esfuerzo voluntario; sólo se dejan pensar si nos vemos obligados a hacerlo.

Este es otro aspecto importante de la relación entre la evaluación inmanente y el aprender esencial de Deleuze: la emergencia de lo nuevo en la intensidad de la vida en el concepto, sólo puede realizarse cuando la vida se convierte en un arte de interpretación de signos, que es una búsqueda temporal del sentido de una vida.

4. La afinidad entre la evaluación y aprendizaje

¿Cuál es el sentido de esta afinidad entre el aprendizaje esencial y la evaluación inmanente? En primer lugar, es encontrar el sentido de la dicha en el propio modo de existencia. El aprendizaje esencial devela el sentido de los signos y los conceptos constitutivos de los modos de existencia. La evaluación inmanente orienta hacia una afirmación pura de la vida, permite distinguir las fuerzas activas de las fuerzas reactivas, y ponderar la sabiduría del modo de existencia. No parte de la muerte, sino de la vida. Y la vida a la que se refieren no es meramente la vida individual, sino una vida (Deleuze, 2007) que, por amplia e inespecificada, es en potencia lo más peculiar o singular de cada uno, lo que hace del individuo, en palabras de Spinoza, “esencias singulares” (Rachjman, 2007, p. 84).

En segundo lugar, la evaluación inmanente sólo posee un criterio, que en realidad se identifica con el objeto de discernimiento: la intensificación de la vida. La vida, (que se capta a sí misma como intensio en el aprendizaje esencial), es una intensidad que emerge dentro de la multiplicidad de sus formas y modos de existencia. Es por ello que la evaluación inmanente sólo puede desenvolverse dentro de la multiplicidad, su cometido es “hacer” o “construir” multiplicidades y modos de existencia. Pero este cometido requiere del aprendizaje esencial porque la creación de modos de existencia no es un asunto meramente práctico, sino también conceptual. Además, se trata de evaluar y aprender “para permitir el paso de una potencia o una virtualidad que excede nuestra especificación como individuos particulares” (83).

En tercer lugar, el aprender esencial no se dirige a la acumulación de saber, sino a la comprensión de los problemas, que implica un movimiento simultáneo de acceso a lo universal y a la concentración en lo singular. Aprender es penetrar las Ideas, sus variedades y sus puntos notables; es elevar una facultad a su ejercicio trascendente disjunto, elevarla a ese encuentro y a esa violencia que se comunican a las otras facultades de conocimiento. Por ello, el aprender esencial muestra el devenir de lo nuevo como devenir del concepto. No hay mayor intensidad para la vida que la creación de conceptos, que es tanto una cuestión del pensamiento como de la acción, un encuentro de la potencia de existir y de la potencia de pensar. La afinidad entre evaluación inmanente y aprender esencial permite indirectamente, el encuentro del modo de existencia y el concepto como dos aspectos inseparables de la intensidad de la vida.

En cuarto lugar, debe destacarse también que, para Deleuze, existe una atracción mutua entre pensar y aprender, dado que ambos son comprendidos desde el punto de vista heurístico-creativo: pensar es siempre descubrir e inventar nuevas posibilidades de vida, y el aprender es interpretar, descifrar, descubrir, encontrar el sentido del signo. Pensar y aprender interactúan para interpretar el sentido que el signo proporciona. Queda recordar que, a su vez, la evaluación como procedimiento genealógico es también interpretación.

En quinto lugar, la evaluación inmanente y el aprendizaje esencial interactúan en tanto que experiencias temporales de búsqueda de sentidos, de revelación de significaciones implícitas, que huyen de las significaciones explícitas y convencionales de valor posible. Por ello, esta interacción se orienta hacia la creación de líneas de fugas, como huida y rechazo de las segmentaciones más o menos rígidas que la sociedad intenta imponer y, al mismo tiempo, como líneas que permitan delinear o diagramar otros espacios, otros tiempos de vida. La evaluación inmanente y el aprendizaje esencial involucran una “micropolítica que se aparta de la “individualización normativa o normalizante” (y, por ende, del “hombre medio”) para inventar otras maneras de ser singulares y vitales” (98).

Por último, esta interacción entre la evaluación inmanente y el aprendizaje esencial apunta hacia el entendimiento de la naturaleza diferencial, cambiante e inestable de la relación entre la educación y lo educativo. Porque esta interacción, cuya finalidad es hacer que lo nuevo exista en la vida de cada uno, en “una vida”, quiere ser la resistencia de un devenir minoritario que transmute creativamente la disposición performativa de la formación permanente como eje constitutivo del régimen escolar en una sociedad de control.

5. Conclusiones

El presente artículo indaga sobre la ‘evaluación inmanente’ y ‘aprendizaje esencial’, en cuanto categorías que permiten dilucidar la comprensión diferencial de la educación y lo educativo. Deleuze establece un sentido filosófico general de las nociones de evaluación y aprendizaje, -no sólo como sustantivos sino también como verbos-, para señalar cuestiones medulares de lo educativo que resisten la asimilación de la educación (régimen escolar).

Inicialmente, se puede establecer que la noción de ‘evaluación’, en el marco de la concepción genealógica de la filosofía, es tanto un acto de establecimiento de la valoración de los valores y su origen, como un acto de interpretación de la pluralidad de sentido de los acontecimientos. Y que la meta de la evaluación radica en realizar una transformación de las fuerzas afirmativas en una creación de valores.

Ahora bien, esta evaluación supone una atracción mutua e inseparabilidad de la vida y el pensamiento, de manera de orientar la inmanencia de la vida hacia sí misma sin que intervenga ninguna trascendencia, ningún criterio o valor externo a la vida.

Posteriormente, Deleuze insiste en que la noción de “modos de existencia inmanentes” constituye una diferenciación ética, mas no moral, porque la evaluación permite encontrar el sentido de la dicha en el propio modo de existencia. Así la evaluación inmanente nos orienta hacia una filosofía de la afirmación pura de la vida.

Se señala también que el problema medular de la evaluación inmanente es que no supone una criteriología que determine casuísticamente o jerarquice la diversidad de los puntos de vista. Para la evaluación inmanente sólo existe un criterio: la intensificación (intensio) de la vida, en tanto emergencia de la vida dentro de la multiplicidad de sus modos de existencia. Y esto es posible porque el modo de existencia permite, —al resistir y desafiar el juicio—, desencadenar la fuerza de la vitalidad no orgánica que atraviesa al cuerpo, y es capaz de crear valor por sí mismo.

Con respecto a la noción de ‘aprendizaje’, Deleuze sostiene que el aprender no está en relación con lo Mismo sino con lo Otro. El aprendizaje es una repetición que ya no es la de lo mismo, sino de lo Otro, que comprende la diferencia y transporta esta diferencia en el espacio repetitivo así constituido. El aprendizaje permite, pues, captar ese otro mundo posible de sentido que introduce la diferencia en el campo de la representación.

Además, se afirma que el aprendizaje explora la Idea constituyendo los problemas, lo cual implica elevar el ejercicio de las facultades a su nivel trascendente, desprendiendo dichas facultades del saber de los conceptos y de las reglas. Aprender y saber se diferencian porque, por un lado, el saber aborda la generalidad del concepto y de las reglas, mientras que, por otro, el aprender se refiere a la Idea en su universalidad y singularidad. Por eso, la Idea no es el elemento del saber, sino de un “aprender” infinito que difiere por naturaleza del saber.

De este modo, el aprender según Deleuze se realiza en el marco de un pensamiento no-representacional que difiere del concepto como posibilidad de la representación. No se dirige a la acumulación de saber, sino a la comprensión de los problemas, que implica un movimiento simultáneo de acceso a lo universal y de concentración en lo singular.

Así, aprender no es repetir, ni reproducir la lógica de las explicaciones dadas, sino que el aprender se convierte en el origen nuevos conceptos que no implican solamente la teoría, sino también la práctica. Para Deleuze, el aprender ya no es una cuestión metodológica ni un objeto de normativas pedagógicas, sino una vía de encuentro con lo nuevo del pensamiento, que siempre promueve la intensificación de la vida. De allí que el aprender rebasa sus alcances estrictamente cognitivos e incluye una ética: el aprender a potenciar un modo de existencia nuevo que lleve a la dicha, a la beatitud.

Asimismo, Deleuze declara que aprender es interpretar, descifrar, traducir, encontrar el sentido del signo, e insiste en su inscripción dentro de la potencia de un hallazgo: un sentido interpretado, descifrado. Deleuze pretende alejarse de las nociones del aprendizaje como asimilación de contenidos objetivos y abstractos de un saber formal. Rescata el aprendizaje que no es mero aprovechamiento eficaz del tiempo en pos de una asimilación de contenidos, que no es una mera imitación del que enseña. Consecuentemente, este aprendizaje toma distancia de cualquier tecnología de la cognición que nos pudiera brindar “el cómo aprende alguien”. Es que la heterogeneidad se instala entre ese alguien y lo que aprende. Se sostiene un aprendizaje que se corre de la categoría de imitación gestual hacia la categoría de experiencia de búsqueda y creación de conceptos como expresión de la potencia de una vida.

Seguidamente, se entiende que el aprendizaje es esencial, porque las esencias son la última palabra del aprendizaje, son una revelación. Las esencias se dejan aprehender cuando el aprendizaje es una experiencia de búsqueda temporal de la verdad de una vida. Porque las esencias están, para Deleuze, enrolladas en lo que fuerza a pensar; no responden a nuestro esfuerzo voluntario; sólo se dejan pensar si existe obligación de hacerlo.

Finalmente, sólo en la atracción mutua entre la evaluación inmanente y el aprendizaje esencial se albergan algunas posibilidades de resistencia de lo educativo en las cambiantes e inestables situaciones de la educación contemporánea. Porque esta atracción que es una interacción, pretende hacer que lo nuevo exista en la vida de cada uno, en “una vida”, quiere ser la resistencia de un devenir minoritario que transmute creativamente el modo de existencia en el régimen escolar φ

Referencias

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Zourabichvili, F. (2004). Deleuze, una filosofía del acontecimiento. Buenos Aires: Amorrortu.

Notas

2. La relación entre el pensamiento, el conocimiento y la vida que establece Deleuze tiene profundas resonancias kantianas, debido al reconocimiento del carácter legislador otorgado a la razón. No obstante, Deleuze sostiene, basándose en Nietzsche, que la pretensión del conocimiento de oponerse, medir y juzgar la vida aparece ya en Sócrates como una inversión de la relación entre vida y pensamiento sostenida por los pre-socráticos.
3. La noción de conatus, que es central en la filosofía de Spinoza, se define como el esfuerzo de cada cosa, en cuanto es, por perseverar en su ser. Spinoza lo define de la siguiente manera: Unaquaeque res, quantum in se est, in suo esse perseverare conatur [“Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser” (Ethica III, prop. VI). Y después, en la proposición VII agrega: “El esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma”. Por otra parte, la conciencia del conatus es característica diferencial del alma humana frente a otras realidades.
4. Marcelo Antonelli (2014) sostiene que el origen de la idea de inmanencia en Deleuze se encuentra en Spinoza y el problema de la expresión. La tesis de Deleuze consiste en sostener que la noción de inmanencia alcanza su plenitud conceptual cuando la corriente expresionista se conjuga con la ontología de la univocidad de Duns Scoto. En realidad, Deleuze hace una lectura del pensamiento de Spinoza como una filosofía de la inmanencia y, aunque dicha idea esté presente en Spinoza, según Antonelli, el filósofo de Amsterdam no utilizó el término como sustantivo sino como adjetivo para calificar un tipo de causalidad. Como bien afirma Antonelli (2014), la causa inmanente se encuentra en la base de las ontologías puras, donde lo Uno no trasciende el ser y todos los seres valen por igual en cuanto efectúan su potencia.
5. Se hace referencia en este apartado, no tanto a las influencias de Spinoza en Deleuze, sino más bien a los aportes de Nietzsche, Lawrence, Kafka y Artaud en la elaboración de los cuestionamientos de Deleuze a la moderna doctrina del juicio.
6. François Zourabichvili (2004) sostiene que el signo se sitúa en el marco de las críticas a la noción de representación, las cuales pretenden reflexionar sobre la ausencia de afinidad entre el mundo y el pensamiento. El signo escapa a la representación porque es una instancia fugaz e inapresable; pero también es la instancia positiva que orienta y arrastra el pensamiento a pensar el mundo. El signo comprende la heterogeneidad porque es siempre del Otro (Autrui), es decir, la expresión de un mundo posible, envuelto, virtual e incomposible con el mío. El signo convoca a devenir-Otro, a apropiarse de la heterogeneidad de otros puntos de vista que rompen la homogeneidad del mundo en la representación. El signo posee dos movimientos diferentes pero complementarios: implicar y explicar. Y el sentido es como el reverso del signo: la explicación de lo que él implica.
7. A los efectos de introducir a la noción de Idea en Deleuze (2002a), se presentan los principales significados de dicha noción tomados del capítulo “Síntesis ideal de la diferencia”:
1. Deleuze presenta el carácter problemático, regulador de la Idea kantiana. “Las Ideas por sí mismas son problemáticas, problematizantes” (257). Entiende que “la Idea presenta entonces tres momentos: indeterminada en su objeto, determinable en relación con los objetos de la experiencia, lleva en sí el ideal de una determinación infinita en relación con los conceptos del entendimiento” (259).
2. La Idea es un elemento diferencial, que le permite afirmar a Deleuze que la Idea es “un universal concreto en el que la extensión y la comprensión son iguales, no sólo porque comprende en sí la variedad o la multiplicidad, sino porque comprende la singularidad en cada una de sus variedades” (268). 3. “Las Ideas son multiplicidades, cada Idea es una multiplicidad, una variedad. […] La multiplicidad no debe designar una combinación de lo múltiple y lo uno, sino, por el contrario, una organización propia de lo múltiple como tal, que de ningún modo tiene necesidad de la unidad para formar un sistema […] Sólo existe la variedad de la multiplicidad, es decir, la diferencia, en vez de la enorme oposición de lo uno y de lo múltiple (276-277). Además, agrega, que una Idea es una multiplicidad definida y continua de n dimensiones.
4. Las Ideas son complejos de coexistencia; todas las Ideas coexisten de cierto modo, haciéndose y deshaciéndose objetivamente según las condiciones que determinan su síntesis fluida. “Las Ideas, las distinciones de Ideas, son inseparables de sus tipos de variedades y de la manera en que cada tipo penetra en los otros. Proponemos el nombre de perplicación para designar ese estado distintivo y coexistente de la Idea” (284).
5. La idea no es la esencia. “El problema como objeto de la Idea, se encuentra del lado de los sucesos, de las afecciones, de los accidentes, más que de la esencia teoremática. […] De tal modo que el dominio de la Idea es lo inesencial” (284).
6. Idea y representación se oponen. “La Idea no es el elemento del saber, sino de un “aprender” infinito que difiere por naturaleza del saber. Pues aprender evoluciona por completo dentro de la comprensión de los problemas como tales, en la aprehensión y la condensación de las singularidades, en la composición de los cuerpos y acontecimientos ideales” (290). El elemento del saber es la representación. 7. “La Idea, en efecto, está hecha de relaciones recíprocas entre elementos diferenciales, completamente determinados en sus relaciones, que nunca implican ningún término negativo ni relación de negatividad. […] Debemos reservar el nombre de positividad para designar ese estatuto de la Idea múltiple, o esa consistencia de lo problemático” (306). Lo negativo siempre es derivado y representado, nunca es original ni presente.
8. En la relación entre lo actual y lo virtual, la Idea soporta un doble proceso: Mientras que la diferenciación [différentiation] determina el contenido virtual de la Idea como problema, la diferenciación[différenciation] expresa la actualización de lo virtual y la constitución de soluciones (por integraciones locales).
8. Deleuze distingue el ejercicio empírico de las facultades del trascendental, dado que el último no está calcado del primero. “Trascendente no significa que la facultad se dirija a objetos que están fuera del mundo, sino, por el contrario, que capta en el mundo lo que la concierne exclusivamente y la hace nacer al mundo” (2002a, p. 220). Además, el ejercicio trascendente de las facultades se diferencia del empírico, porque el primero no se dirige a objetos captados en el sentido común, como resultado de un reconocimiento representacional. En el ejercicio trascendental cada facultad es llevada hacia una triple violencia: violencia de aquello que la fuerza a ejercitarse; de aquello que está forzada a captar y que es la única en poder captar; de aquello que, sin embargo, es también lo que no se puede captar (desde el punto de vista del ejercicio empírico). En definitiva, cada facultad en su ejercicio trascendental es llevada hacia la Idea, que es su diferencia radical y su eterna repetición; es el ejercicio por el cual el pensamiento se desliga de los alcances de la representación y se dirige a lo Otro. Ahora bien, el uso trascendental de las facultades, para Deleuze, se educa, requiere de un determinado aprendizaje.

Notas de autor

[*] argentino. Profesor Universidad Nacional de San Martín y Universidad Pedagógica de la Provincia de Buenos Aires. Licenciado en Filosofía, cursante del Doctorado en Filosofía de la UNSAM.
[**] Artículo de reflexión.
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