Artículos

Haciendo una lectura moral de la Constitución

Taking a moral reading of the Constitution

María Lourdes Santos Pérez [*][**]
Universidad de Salamanca, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 17, núm. 2, 2018

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 13 Marzo 2018

Aprobación: 04 Abril 2018



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v17n2-2018008

Resumen: se examina la teoría de la constitución denominada la lectura moral, de Dworkin. Esta teoría tiene particular interés porque conecta con una concepción del derecho que ha contribuido a generar y/o revitalizar debates nucleares iusteóricos y porque presenta conexiones con temas centrales de la teoría del Estado constitucional. Según la tesis central de la teoría de la constitución del mencionado autor, cuando un juez se enfrenta a un caso que requiere interpretar contenidos de la constitución, es inevitable incurrir en juicios de valor políticos y morales.

Palabras clave: constitución, lectura moral, Dworkin, principialismo.

Abstract: the theory of the constitution called “the moral reading” by Dworkin is here under consideration. This theory is of particular interest since it is connected to a conception of law which helped to generate nuclear debates in legal theory, and since it has connections to some central issues of the theory of the constitutional state. At the core of Dworkin’s theory of the constitution is his tenet according to which when a judge is faced with a case which requires to interpret some part of the constitution, it is inevitable getting involved in moral and political judgments.

Keywords: constitution, moral Reading, Dworkin, principles.

Más allá de los desacuerdos que acompañaron (y acompañan) la lectura y el estudio de la obra de Ronald Dworkin, hay consenso en el sentido de considerar que una de sus contribuciones más relevantes ha sido la articulación de una teoría de la constitución.

La teoría de la constitución de Dworkin, abundando en la idea, resulta de particular interés por dos razones: porque conecta con una cierta concepción o caracterización del derecho que ha contribuido a generar y/o revitalizar debates nucleares en teoría jurídica, y porque presenta conexiones importantes con algunos temas centrales de la teoría del Estado constitucional, como son la significación del constitucionalismo, la idea de democracia y el problema de la justificación de la institución de la judicial review. En lo que sigue, prestaré atención a cada una de ellos.

Dworkin aboga singularmente por lo que denomina una “lectura moral” de la constitución. Esto significa, básicamente que, cuando un juez se enfrenta a un caso que requiere interpretar algunos contenidos del texto constitucional, en particular alguna(s) de las cláusulas o disposiciones recogidas bajo la rúbrica genérica Bill of Rights (lo que se correspondería en términos generales con la llamada parte dogmática de las constituciones), es inevitable incurrir en apreciaciones y juicios de valor de naturaleza política y moral. El motivo, continúa el autor, para proceder de este modo es que ese conjunto de disposiciones que declaran derechos negativos, esto es, derechos de abstención por parte de terceros, ha sido redactado en un lenguaje deliberadamente abstracto, con inequívocas connotaciones de carácter moral. La lectura moral, en consecuencia “[…] propone que todos nosotros — jueces, abogados y ciudadanos— interpretemos y apliquemos estas cláusulas abstractas en base al entendimiento de que invocan principios morales de decencia y de justicia políticos” (Dworkin, 1996, p. 2).

Para comprender mejor todo ello, hay que saber que, en realidad, la lectura moral de la constitución propuesta por Dworkin resulta una aplicación específica, en concreto al campo del derecho constitucional, de su particular concepción del derecho conocida como “derecho como integridad”.

La producción iusteórica de este autor resulta, además de prolífica, compleja. A los efectos del presente ensayo, aludiré muy sumariamente a tres tesis: (1) la tesis de los derechos, (2) la tesis de la interpretación y (3) la tesis de la integridad. Dworkin, en este sentido, la emprende con el positivismo jurídico, de hecho su teoría representa el ataque más poderoso que se ha llevado a cabo contra esta tradición de pensamiento en las últimas décadas, pero ello no significa una alianza clara con alguna versión del iusnaturalismo.

1. La tesis de los derechos

En la teoría del derecho de Dworkin, el proceso judicial constituye el campo de prueba de sus argumentos. Si el “modelo de reglas”, que es el nombre con el que designa y caracteriza el positivismo jurídico de Hart, resulta objetable es, precisamente, porque estaría aportando una descripción errónea del modo como los jueces aplican el derecho, al mismo tiempo que alentando un conjunto de prácticas inaceptables.

De acuerdo con la tesis de los derechos, las decisiones judiciales son y deben ser generadas por “principios”; o lo que es lo mismo, los argumentos relevantes en el proceso jurisdiccional son “argumentos de principio”, no “argumentos de política”, argumentos, en definitiva, sobre quién tiene derecho a qué, y no, por ejemplo, sobre cuál es la decisión más beneficiosa para la sociedad[3]. El autor advierte, a renglón seguido, que en los “casos difíciles”, esto es, en los casos para los que no existe una solución inequívoca aplicando las reglas convencionales existentes, determinar cuál de las partes tiene derecho o cuál de los derechos ha de prevalecer requiere consultar principios no convencionales y decidir los derechos concretos a la luz de derechos morales y de fondo.

En este punto, como es sabido, se distancia abiertamente de Hart, para quien la solución de los casos difíciles requería el uso de facultades discrecionales. (En realidad, el argumento de Dworkin de que, en esos casos, los jueces apelan a principios no es concluyente, ya que Hart podría estar dispuesto a admitir la posibilidad de que el juez recurra a algún principio, siempre bajo alguna de estas dos condiciones: o con la condición de hallarse validado convencionalmente — pudiendo, por tanto, ser identificado por la regla de reconocimiento—, o, en su caso, como pauta extrajurídica a la cual apelaría al juez en el ejercicio de sus facultades discrecionales) (Hart, 2010, pp. 43ss)

Siguiendo a Dworkin, la función judicial impone el reconocimiento de los principios como auténticas normas jurídicas, independientemente de que lleguen a pasar en algún caso un test de validez convencional del tipo de la regla de reconocimiento de Hart. De lo contrario, concluye nuestro autor, se estarían concediendo al juez poderes discrecionales para crear derechos sobre cuya existencia las partes litigantes piden que juzgue. Un aspecto que conviene subrayar para no tergiversar su tesis es que tales principios no son cualesquiera, sino que están relacionados con las reglas a las que estarían explicando y fundamentando.

La tesis de los derechos, en suma, es al mismo tiempo una tesis de teoría del derecho y una tesis de filosofía política: según Dworkin, una caracterización de este tipo de la actividad judicial describe y explica adecuadamente la práctica jurídica y al mismo tiempo resulta compatible con los presupuestos de un Estado de derecho, como son que el juez ha de resolver todos los casos, que en el proceso de resolverlos está siempre vinculado al derecho vigente, y que no puede crear derecho por su parte.

2. La tesis de la interpretación

El ataque al positivismo jurídico, en tanto que modelo de reglas, se completa con una caracterización del mismo como teoría “semántica” o “criterial”, que también hace extensiva a las teorías del derecho natural. Las teorías semánticas coinciden en sostener que el uso del término derecho presupone un consenso sobre ciertas reglas lingüísticas que fijan su significado, de modo que las diferencias entre unas y otras descansarían en la determinación de dichas reglas.

Dworkin sostiene que una concepción de estas características reduce las discrepancias teóricas que surgen a propósito de cuál es la solución a un caso con arreglo al derecho vigente a discrepancias puramente verbales, fruto de la indeterminación y de la vaguedad que acompañan a cualquier lenguaje.

A esta concepción semántica del derecho, el autor opone una concepción “interpretativa”. Acogiéndose en parte a las tesis de Gadamer, sostiene que el derecho consiste en una práctica social que se interpreta, entendiendo por interpretar dar razones y argumentos sobre su sentido, significado o valor. La superioridad de una teoría del derecho, continúa, se mide en función de su capacidad para ofrecer una interpretación del concepto de derecho que, al mismo tiempo, concuerde con las realizaciones efectivas de la práctica en que ese concepto está involucrado y ofrezca su mejor justificación[4].

3. La tesis de la integridad

Dworkin apuesta singularmente por una interpretación de las prácticas jurídicas como acreedoras de “integridad”. Para explicar qué quiere expresar el autor con la idea del “derecho como integridad”, es útil la comparación que él mismo establece con el sentido que tiene la expresión integridad entendida como virtud personal. Igual que respecto de nuestros vecinos, amigos, etc., podemos exigir que se comporten, si no de acuerdo con lo que nosotros entendemos que son las pautas correctas, sí al menos de manera coherente con lo que ellos entienden que es correcto, del mismo modo la idea de integridad política exige a los poderes públicos “hablar con una sola voz”, conducirse, no caprichosa ni arbitrariamente, sino de acuerdo a un conjunto coherente de principios de justicia y de equidad, aun cuando en la sociedad persistan desacuerdos más o menos profundos a propósito de cuáles son precisamente la exigencias de la justicia y de la equidad.

Dejando a un lado el análisis de los distintos aspectos de la moralidad política que están implicados en la noción de la integridad, es importante resaltar ahora que ese valor, proyectado en la praxis judicial, vuelve a traer a primer plano la actividad de interpretar. El juez, que debe basar su decisión en un argumento de principio, procederá interpretando la práctica jurídica precedente; porque la resolución que adopte debe, como sabemos, concordar con el material jurídico vigente y suministrar su mejor justificación desde el punto de vista de la moralidad política.

Para facilitar la comprensión de su concepción, Dworkin propone una analogía entre la tarea jurisdiccional y la participación en un género literario que él denomina “novela en cadena”. Así, la labor del juez sería semejante a la que desempeña un escritor que se ve embarcado en la tarea de colaborar con otros en la creación de una única novela a cuya redacción todos ellos irán incorporándose sucesivamente. Cada uno ha de hacer su aportación a la obra común, esforzándose por conseguir la mejor obra posible, trabajando dentro de una única novela. Y en esa tarea colectiva, el trabajo de cada uno ha de ser a un tiempo conservador e innovador: cada uno de ellos, en su momento, ha de intentar que la historia progrese de la mejor forma posible, introduciendo nuevos episodios, tal vez cambios importantes en la trama, pero en todo caso sin pretender escribir una obra nueva: han de actuar todos ellos, por así decirlo, intentando obedecer a la lógica interna de la obra colectiva. De forma análoga, el principio de integridad jurisdiccional exige al juez considerar su trabajo como una cooperación productiva a una tarea colectiva.

Refiriéndose en particular a un juez que decide en el marco del common law, Dworkin lo expresa en los términos siguientes:

La concepción del derecho como integridad pide a un juez que decide un caso del common law que se vea a sí mismo como un autor en la cadena del common law. Él sabe que otros jueces han decidido casos que, aunque no exactamente iguales al suyo, tratan con problemas relacionados; que él tiene que interpretar y luego continuar de acuerdo con su propio juicio sobre cómo hacer que la historia que se está desarrollando sea la mejor posible. Las decisiones del juez tienen que extraerse de una interpretación que, en la medida de lo posible, concuerde con lo que ha pasado hasta entonces y, al mismo tiempo, lo justifique (1986, p. 238)[5].

Para examinar la tesis dworkiniana según la cual la interpretación jurídica de la constitución requiere de manera inevitable una teoría política o lectura moral, pasaré revista, necesariamente sumaria, a algunas críticas que Dworkin formula contra algunas posiciones rivales. El examen mostrará que, detrás de su pretendida neutralidad, las posiciones que rechazan la lectura moral de la constitución esconden actitudes interpretativas que suponen una toma de postura subrepticia en favor de una determinada teoría política.

Es oportuno, antes de abordar el tema, situarlo en su contexto. Desde que en el año 1803 el juez Marshall declarase que el Tribunal Supremo de Estados Unidos tenía competencia para revocar aquellas decisiones que, viniendo de otras ramas del Estado, contraviniesen los dictados de la constitución norteamericana, la polémica en torno a la institución de la judicial review no ha dejado de reproducirse una y otra vez. La institución de la judicial review, que confiere a un grupo de personas no elegidas por el pueblo poder para revocar o enmendar aquellas leyes que han sido dictadas por los representantes de la mayoría, parece una manifestación particularmente llamativa de la tensión que muchos han querido ver entre las ideas de democracia y constitucionalismo.

Esa tensión ha generado una cierta discusión sobre el modo como deben interpretar los jueces las leyes constitucionales a los efectos de esa institución. En particular, la discusión se agudiza en aquellos casos en los que los “nueve hombres” que integran el Tribunal Supremo hacen valer determinados “contenidos” o “partes” de la constitución, a las que Dworkin designa genéricamente como claúsulas o disposiciones constitucionales “inhabilitantes” (disabling provisions). A diferencia de las que Dworkin denomina disposiciones o claúsulas “estructurales” (structural provisions), que construyen y definen poderes, instrumentos y agencias de gobierno, y que tocan aspectos tales como cuándo han de celebrarse elecciones, quién puede votar, cuánto dura el mandato de los cargos elegidos, etc., las disposiciones inhabilitantes (cuyo conjunto, siguiendo un uso ampliamente extendido, se conoce también como the Bill of Rights) establecen límites materiales a los poderes públicos[6]. La dificultad radica aquí en que algunos de esos contenidos, que se añadieron en forma de enmiendas al texto original de la constitución al concluir la guerra civil norteamericana con el propósito de que sirvieran como freno para proteger a minorías y ciudadanos de posibles abusos y arbitrariedades por parte de las instituciones, no fueron redactados como reglas, sino utilizando el lenguaje abstracto característico de los principios. Ese carácter abstracto, así como el contenido moral de esas disposiciones, parecen otorgar a los jueces un margen de maniobra en el que muchos han querido ver una amenaza para la democracia.

Para hacer frente a los supuestos riesgos de la institución de la judicial review, un sector importante del público y de la crítica académica ha exigido lo que ellos llaman una aplicación apolítica o neutral de la Constitución y en particular de sus enmiendas: de ese modo se lograría reducir los riesgos de que jueces que no son elegidos por el pueblo y que resultan por tanto irresponsables se dejen arrastrar por sus propias convicciones políticas a la hora de “revisar” las leyes, y se evitaría dar luz verde a un arbitrio judicial, particularmente peligroso cuando implica poner en cuestión la actividad política de órganos que ostentan la representación del pueblo. Ésta es precisamente la posición que Dworkin quiere atacar.

A efectos de una mayor sistemática, Dworkin distingue dos versiones de esa posición: una primera a la que llama “pasivista” o “revisionista débil”, en la que estarían representadas, entre otras, las tesis del constitucionalista John Hart Ely y del ya fallecido juez Learned Hand; y una segunda a la que califica de “historicista”, “originalista” o “revisionista estricta”, donde cabría destacar, por todas, las tesis del juez Robert Bork, también fallecido[7].

Para decirlo de manera breve, el profesor Ely[8] ensaya la defensa de una concepción de la justicia constitucional orientada como él mismo dice “a la participación y reforzadora de la representación” (Ely, 1981, p. 87) bajo el presupuesto de que el Tribunal Supremo “no debe inmiscuirse en política”. La tesis de Ely es que la función básica de la judicial review es proteger el proceso democrático de toma de decisiones colectivas, y en ese sentido las disposiciones inhabilitantes han de entenderse también, en la medida de lo posible, como disposiciones funcionalmente estructurales. En la medida en que ello sea posible, el cometido del Alto Tribunal consistirá en asegurar las condiciones formales y procedimentales sobre el ejercicio de un poder democrático, y también las cláusulas inhabilitantes han de ser reinterpretadas como condiciones para el ejercicio de ese poder. Así por ejemplo, para Ely, el derecho a la libertad de expresión, que en primera instancia parece claramente un tipo de claúsula o provisión inhabilitante, puede interpretarse también como una disposición estructural, en la medida en que la prohibición de la censura es una condición para que el resultado que arrojen unas elecciones pueda ser el reflejo de la voluntad real de los participantes. De este modo las disposiciones inhabilitantes, lejos de comprometer la democracia, serían una condición para ella.

Dworkin objeta que esta posición se apoya justamente en presupuestos que el mismo Ely se muestra ansioso por evitar. Si, conforme a la teoría de Ely, admitimos que la institución de la judicial review tiene por objeto la protección del “proceso democrático”, hemos de suponer que existe algo así como una idea o noción “pura”, “neutral” o “incontrovertida” de democracia. Sin embargo, a poco que se profundiza en ella, resulta evidente que esta idea ha de construirse a partir de convicciones e ideas más sustantivas. Y una vez que se admite que la participación consiste en algo más que en el reconocimiento del derecho al sufragio, queda abierta la puerta para que los jueces se pronuncien y resuelvan sobre el contenido de otros derechos que actuarían en relación a aquél como condiciones posibilitadoras de su ejercicio y no simplemente como simples condiciones formales[9].

El juez Learned Hand, para quien nuestro autor trabajó al poco de concluir sus estudios de derecho, merece para Dworkin una atención muy especial (1996, capítulo 17). Defensor apasionado de lo que se ha dado en llamar “republicanismo cívico”, sostuvo que las sociedades necesitaban contar con buenos ciudadanos que se implicasen en su gestión y gobierno. El juez desconfiaba, como le gustaba decir, de aquellas soluciones en las que la gestión de la cosa pública sería confiada a un grupo restringido de ciudadanos que se comportarían al modo de los guardianes de Platón[10]. Consecuente con esta idea, Hand mantuvo la opinión de que la defensa de los mandatos constitucionales había de ser competencia de alguna institución representativa del pueblo y no de la judicatura.

Igual que Dworkin, el juez Hand interpreta esta labor de defensa de la constitución, de aplicación del derecho, en su nivel más fundamental, como una labor que exige dar respuesta a cuestiones fundamentales de moralidad política y que, por consiguiente, no puede desarrollarse de forma mecánica y desde una posición de supuesta neutralidad política. Como Hand afirmó, cualquier intento por decidir cómo deben interpretarse las intenciones de los constituyentes exigirá formular juicios políticos necesariamente controvertidos, bien por la judicatura, bien por el legislativo; y aunque muchos juristas y teóricos discrepen sobre cuál de las dos soluciones es preferible, el hecho es que no cabría invocar una tercera solución. Alguien, continúa el juez, debe pues hacer política, y la cuestión que hay que dirimir es sólo qué órgano o grupo de personas en concreto está mejor capacitado para llevar a cabo esta actividad. Pues bien, la discrepancia entre Dworkin y Hand radica en que para éste último son los representantes populares, alguna institución legislativa, quien debe ser el último intérprete de los mandatos de la Constitución.

Frente a Hand, Dworkin sostiene que confiar la defensa de la Constitución a la judicatura no supone en modo alguno una afrenta al espíritu y los valores “republicanos”, que justamente Hand pugna por defender. Dworkin, que se reconoce también heredero de la tradición republicana, introduce en este punto la distinción entre lo que él llama el “poder” del ciudadano sobre una decisión colectiva y su “papel” o “lugar” en la sociedad como ciudadano; y a continuación se pregunta cuál de las dos opciones —si confiar la actividad de defensa de la constitución al legislativo o, en su caso, al poder judicial— está en mejores condiciones de preservar en todo caso el “papel” como ciudadano, puesto que el poder que tiene cada ciudadano para influir en una decisión colectiva es ilusorio en sociedades grandes y complejas como las nuestras. Y parece, afirma a renglón seguido, que este “rol” se defiende mejor cuando es la judicatura la que finalmente decide cómo interpretar las grandes cláusulas del Texto que protegen a las minorías de posibles arbitrariedades de los gobiernos (Dworkin, 1996, pp. 343-344).

Una corriente doctrinal y jurisprudencial más extrema, uno de cuyos más destacados exponentes fue el juez Bork, propugna una aplicación “estricta y neutral” del derecho: la actividad de los jueces debe limitarse a declarar “aquello que es derecho sin inventar derecho nuevo”. Más en concreto, desde esta corriente se insiste en que los jueces deben interpretar la Constitución y en particular el Bill of Rights según la intención de sus redactores, procurando descubrir el propósito que guió en cada caso la empresa constitucional.

La apelación a la intención original de los framers, como criterio fundamental a la hora de decidir cómo interpretar las cláusulas de la Constitución, adquirió especial fuerza en el país a mediados de la década de los cincuenta como reacción al activismo que se atribuyó al Tribunal Warren[11]. Aunque en la acusación de activismo había en ocasiones una cierta dosis de exageración, el hecho es que a partir de ese momento el originalismo se constituyó en baluarte doctrinal de los sectores más conservadores de la sociedad nortamericana, que contemplaban con enorme recelo la actividad desplegada por el Tribunal Supremo a través de la institución de la judicial review. Por lo demás, la historia política más reciente del país se encuentra jalonada de multitud de escritos y declaraciones en los que la “despolitización” del Tribunal aparece como una cuestión prioritaria en las agendas de los gobiernos. En los últimos tiempos el cenit de la discusión lo marcó la conocida promoción por el presidente Reagan de Robert Bork en 1987 para que sustituyera en el puesto al retirado juez Lewis Powell Jr. El intento de nominación de Bork generó un amplísimo debate, que Dworkin llegó a caracterizar como “un extenso seminario sobre la Constitución en el año de su bicentenario” (Dworkin, 1987a)[12] y que en lo que aquí interesa se tradujo en la aparición de numerosos estudios sobre las credenciales teóricas del originalismo.

Al estudio y la crítica de la teoría de Bork, Dworkin ha dedicado un número importante de escritos[13]. De hecho, nuestro autor es considerado por muchos como uno de los más firmes opositores a su nominación como juez del Tribunal Supremo americano. Grosso modo, su posición sobre las tesis originalistas puede resumirse de la forma siguiente. El problema, comienza por aseverar Dworkin, no es si la intención de los framers resulta o no relevante a la hora de tratar de descubrir el significado de las grandes cláusulas del Texto, sino el modo como debe interpretarse esta intención y su relevancia. Porque no basta con argüir que la intención de los framers era precisamente la de que contasen sus intenciones, ya que “no tenemos evidencia alguna de que tuviesen esta metaintención; incluso si la hubiese y nos apoyásemos en ella, el hecho es que volvería a suscitarse el interrogante de nuevo” (Dworkin, 1987a)[14].

Esto es, Dworkin no niega que la intención de los constituyentes cuente; pero hay que precisar en qué sentido cuenta. Su intención cuenta porque obviamente cuenta lo que querían decir, pero no cuentan, en cambio, las demás intenciones que pudieran tener al decir lo que dijeron: “somos gobernados por lo que nuestros legisladores dicen —por los principios que ellos establecen—, no por ninguna información que pudiéramos tener sobre cómo ellos mismos habrían interpretado esos principios o los habrían aplicado a casos concretos” (Dworkin, 1996, p. 10)[15].

El mismo Bork reconoce que, en un número muy importante de casos, los constituyentes se valieron deliberadamente de un lenguaje muy abstracto para expresar sus intenciones y propósitos, y que no tiene sentido intentar alguna otra indagación sobre sus intenciones más concretas, sencillamente porque, si las hubo, son irrelevantes, una vez que eligieron esa forma de expresión. Más aún, él mismo señala que no siempre estaba en la intención de los framers que se diera cumplimiento a sus juicios más específicos, esto es, a las consecuencias jurídicas que ellos pretendían que se infiriesen de esas declaraciones abstractas. De otro modo, continúa el juez, no podrían entenderse decisiones del Tribunal Supremo como la del caso Brown que declaró inconstitucional la segregación en las escuelas ¾ aquí advierte Bork que los jueces del Tribunal cumplieron fielmente su cometido en el sentido de respetar la voluntad de los framers, bien entendido que ésta se correspondía con lo dispuesto en la Décimocuarta Enmienda de la Constitución, que prohíbe a los Estados negar a particular alguno la igual protección de las leyes ¾[16].

Resumiendo, decir que los jueces deben atenerse a la intención del legislador —en este caso, del legislador constitucional— es inútil mientras no se aporte una teoría normativa que determine el peso relativo que ha de darse a las diferentes intenciones del legislador. Expresándolo de un modo que ya nos es familiar, la “intención” es un “concepto interpretativo”, no “semántico”[17].

Así las cosas, la institución de la judicial review se inserta sin dificultad alguna dentro de la concepción dworkiniana del derecho como integridad. Con una vigencia de más de dos siglos, la institución inaugurada por el juez Marshall plantea a los jueces del Tribunal Supremo el desafío constante de reinterpretar su historia constitucional para presentarla en su mejor aspecto a la luz de los principios que se supone que le sirven de soporte. Los jueces se enfrentan en este sentido al legado de un texto constitucional que ha generado una larga práctica histórica, de la cual ellos no pueden prescindir; pero al mismo tiempo, el cambio en las circunstancias políticas, sociales, económicas, etc., los coloca en la tesitura de, sin poder inventar nada nuevo, leer con nuevos ojos la historia de una tradición cuya antigüedad se remonta a más de doscientos años.

De este modo, el debate sobre la judicial review termina conduciendo a una reflexión sobre los fundamentos y presupuestos básicos de lo que siguiendo un uso ampliamente extendido se denomina Estado constitucional. Cuando Dworkin defiende que la lectura moral de la constitución compromete a los gobiernos en el respeto de los derechos y libertades fundamentales de ciudadanos y minorías[18], lo que está en realidad manejando es un concepto o noción de constitución característica del moderno Estado constitucional. En efecto, en un Estado de estas características, la constitución no es una norma que desempeñe funciones puramente organizativas y procedimentales, sino que formula además valores y principios dotados de plena eficacia normativa, y que han de informar la actuación de los poderes públicos. Precisamente este carácter material de la constitución y su consideración como norma que el Estado constitucional atribuye a la constitución permiten explicar que sea un rasgo característico de esta formación jurídico-política el que los Estados cuenten con mecanismos institucionales y procedimientos para el control de constitucionalidad de las leyes, como la institución de la judicial review. A esto hay que añadir que toda la polémica que rodea a la lectura moral que hemos tratado de reproducir y valorar críticamente está relacionada con determinados elementos de fondo que rodean la realidad del Estado constitucional como son los posibles “riesgos” del activismo judicial y la significación del principio democrático del “gobierno por mayoría”. Finalmente, si traemos a colación la discusión que sobre los presupuestos fundamentales de la concepción interpretativa del derecho como integridad llevamos a cabo en páginas precedentes, todo apunta a que no sólo la lectura moral de la Constitución sino toda la concepción dworkiniana del derecho parece cortada a la medida del moderno Estado constitucional: así por ejemplo, la discusión sobre el lugar que ocupan los principios se hizo en conexión con el problema de la naturaleza y el fundamento de los derechos individuales, mientras que el tópico de la discreción judicial se abordó a partir del sentido del principio de división de poderes y del problema de la distribución del poder de creación de normas entre los distintos órganos del Estado.

De un modo apenas perceptible, nos hemos ido deslizando desde el campo de la teoría del derecho al de la filosofía política, precisando cada vez más los contornos de ésta. Si para contestar correctamente a la pregunta de qué es el derecho adoptábamos una actitud interpretativa para así reivindicar que su contenido trasluce el compromiso con ciertas pautas de moralidad [pues sus reglas encuentran explicación y fundamento en principios morales no siempre positivados], al interrogarnos ahora por el contenido de una rama específica del derecho, el derecho constitucional, su interpretación nos pone en el camino de una disputa que trasciende lo “específicamente jurídico” hasta una discusión sobre el sentido y los fundamentos del moderno Estado constitucional.

Coda. Me gustaría, para concluir, realizar un breve apunte relacionado con las pretensiones teóricas de la caracterización del derecho sobre la cual he dado cuenta en las páginas precedentes.

Como acabamos de ver, una concepción como la aquí descrita parece convenir a un modelo de organización jurídico-política muy particular, la del Estado constitucional, donde, por expresarlo en trazos muy gruesos, la constitución no se limita a organizar formalmente los poderes públicos sino que incorpora valores y principios que, dotados de eficacia normativa, deben informar su actuación.

Pero la duda que puede surgir de inmediato es si dicha teoría puede erigirse en una concepción de aplicación universal.

Conviene, para ir avanzando en el tema, empezar deshaciendo un malentendido. Contrariamente a lo que pueda parecer a primera vista, debemos percatarnos de que el recurso a los principios en la actividad jurisdiccional no es un rasgo específico de los estados constitucionales. Así, por ejemplo, en la España preconstitucional de los años cincuenta y sesenta, los jueces aplicaban también principios a la hora de adoptar un fallo, bajo la nomenclatura de “principios generales del derecho” y en la condición de “fuente del ordenamiento jurídico” al que estarían “informando” y “fundamentando”[19]. De manera que el problema que dilucidar es otro.

Admitido pues que la técnica de los principios no es exclusiva de los estados constitucionales, la cuestión es si resulta posible identificar un sistema jurídico que no necesite de principios.

Lo cierto es que la historia del derecho da cuenta de numerosos testimonios en los que distintos sistemas jurídicos acogían mecanismos en los que, en el supuesto de laguna u oscuridad en la ley, el juez debía abstenerse de fallar devolviendo el caso al legislador para su solución[20].

Ahora bien, ¿significa esto que, en esos sistemas jurídicos, el derecho estaría integrado exclusiva y exhaustivamente por reglas convencionales?

Esta conclusión resulta, a mi juicio, errónea. La razón es que, en último término, la justificación de la decisión de abstención, con la consiguiente remisión al legislador, descansa en unos determinados principios y valores. Que la teoría política que integra éstos sea mejor o peor (que teorías alternativas, como la de Dworkin) no le resta fuerza a la tesis final (y de alcance universal) según la cual no es concebible un sistema jurídico sin principios[21].

Recapitulando, si esta tesis es cierta, es decir, si el ideal de Estado de Derecho (sea en su versión formalista-legalista, sea en su versión post-positivista) y el diseño institucional correspondiente siempre van a estar sostenidos en unos principios, y una vez puesto de manifiesto que la práctica de seguimiento de reglas necesariamente implica una toma de posición en el nivel de aquellos, entonces lo adecuado (si pretendemos que la práctica jurídico-política esté sometida a control racional) es tomar conciencia y llevar a cabo una reflexión crítica acerca de cuáles son las concepciones relacionadas con esos principios sobre las que la práctica está desenvolviéndose, con el fin de que la misma alcance el mayor grado de legitimidad posible (MacCormick, 2010).

Referencias

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Notas

2. Este artículo ha sido redactado en el marco del Proyecto de Investigación Diversidad y convivencia: los derechos humanos como guías de acción (DER2015-65840-R MINECO/FEDER).
3. Por ejemplo, puede que una sociedad, considerada en su conjunto, sea más segura si limita o suspende el ejercicio de libertades individuales, como la libertad de expresión o la libertad de circulación. Es contra esta presuposición contra la que se levanta el autor.
4. No puedo entrar a desarrollar aquí la concepción de Dworkin sobre el proceso de interpretación ni la forma como articula en ese proceso el concepto de derecho en diversas concepciones; véase en este sentido, Santos (2018).
5. En otro orden de cosas, Dworkin (1986, capítulos 3-7) dedica varios capítulos de El Imperio del derecho a exponer el método de trabajo que seguiría un juez —el famoso Hércules— comprometido con esta concepción interpretativa del derecho para resolver distintos casos. No creo que sea necesario insistir en este punto, entre otras razones porque aquí el autor no introduce novedades significativas o rectificaciones poderosas en los procedimientos habituales para interpretar y aplicar textos legales — pensemos, por ejemplo, en la analogía, la interpretación sistemática, o el recurso a principios generales del derecho, característicos también del “método hercúleo”—.
6. La distinción enabling/disabling constitutional rules aparece, entre otros escritos, en Dworkin (1995). En Dworkin (1990) esa misma distinción se presenta como la distinción entre structural/disabling provisions.
7. Véase Dworkin (1985, capítulo 2); (1986, capítulo 10); (1996, capítulo 3). En “Equality, Democracy and Constitution”, Dworkin organiza la clasificación de un modo algo diferente. Junto al juez Hand, incluye en la categoría de “pasivistas” a Frankfurter y Bickel. Mientras, designa la tesis de Ely como “discriminatoria”. Se refiere también a una tercera postura, la “historicista”, dentro de la cual no incluye explícitamente a ningún teórico, aunque con toda probabilidad Dworkin estaba pensando en el juez Bork.
8. La obra más importante de John Ely es Democracy and Distrust de 1981.
9. Pensemos, por ejemplo, en derechos como la libertad de expresión, la libertad de información o la libertad de asociación. Dworkin (1996) advierte que el atractivo mayor que presentan las tesis de Ely consiste en haber sabido ver de un modo casi premonitorio cómo algunos contenidos de la Constitución, lejos de representar una ofensa para la democracia, contribuyen a dotarla de mayor sentido y vigor. Pero, aunque en menor grado que otros autores, Ely mantiene todavía que se da una relación conflictiva entre la idea de democracia y la de constitucionalismo. Para una explicación más detallada sobre las tesis de Ely y sus principales flancos de crítica, puede consultarse (Dworkin, 1985, pp. 33-71).
10. “Perdería en estos casos el estímulo de vivir en una sociedad donde yo tengo, al menos teóricamente, alguna parte en la dirección de los asuntos públicos. Por supuesto que sé lo ilusorio que resultaría creer que mi voto fue determinante de alguna cosa, pero en todo caso cuando yo acudo a las urnas experimento una satisfacción en el sentido de que siento que todos estamos inmersos en una aventura común. Si usted me replicase que una oveja en el redil podría estar sintiendo algo parecido, yo le contestaría como San Francisco, Mi Hermana, la Oveja” (Dworkin, 1996, pp. 342-343).
11. Para esta presentación apresurada del originalismo, he seguido a De Lora Deltoro (1998).
12. Traducción del inglés al español realizada por la autora del artículo.
13. Véase Dworkin (1987a), (1987b), (1987c), (1987d), (1993), (1997a), (1997b).
14. Dicho de otro modo, aún en el caso de que se pudiera acreditar dicho presupuesto, todavía persistiría la duda a propósito de cómo interpretar y qué valor asignar a la intención.
15. Esto es, los framers, de modo deliberado, optaron por un lenguaje abstracto a la hora de redactar ciertas disposiciones constitucionales con el fin de promover un debate de naturaleza política y moral, el cual, por definición, es abierto y revisable.
16. En realidad, como advierte Dworkin, Bork no puede evitar desembocar justamente en las mismas conclusiones que las suyas (Dworkin, 1996, pp. 298-299). Por lo demás, las tesis de Bork aparecen magníficamente expuestas en su libro The Tempting of America. The Politicial Seduction of the Law.
19. Como ha puesto de manifiesto Rodilla (2013, p. 412), el legislador español, al referirse a los principios en el Código Civil, emplea dos expresiones que, curiosamente, están en estrecha correspondencia con las dos dimensiones (a saber, concordancia y justificación material) en las que, según Dworkin, debe moverse el juez en la búsqueda de principios para los casos difíciles. Concretamente, el artículo 1.4 del Código Civil señala que “los principios generales del derecho se aplicarán (…) sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico”; y, por su parte, en la Disposición Transitoria nº. 13, se dispone que “los casos no comprendidos directamente en las disposiciones anteriores se resolverán aplicando los principios que les sirven de fundamento” (cursivas mías).
20. Un caso paradigmático es la institución del référé législatif, característica del derecho del absolutismo, que fue anulada por el Código francés de 1804.
21. “La presencia de principios en el trabajo jurisdiccional de aplicación del derecho no es una singularidad del Estado constitucional, aunque lo cierto es que el Estado constitucional, que no sólo no oculta la necesidad de recurrir a principios sino que intenta disciplinarla formulando explícitamente los más descollantes de ellos y tratando de establecer entre ellos una cierta ordenación, responde de forma más racional a este rasgo de los sistemas jurídicos” (Rodilla, 2013, p. 424).

Notas de autor

[*] española. Doctora en Derecho, Universidad de Salamanca. Docente e investigadora, Universidad de Salamanca, España.
[**] Artículo de reflexión derivado de investigación. Este artículo ha sido redactado en el marco del Proyecto de Investigación Diversidad y convivencia: los derechos humanos como guías de acción (DER2015-65840-R MINECO/FEDER).
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