Artículos

Fernando de Roa y la defensa del estamento ciudadano

Adolfo Jorge Sánchez Hidalgo [*][**]
Universidad de Córdoba, España

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 17, núm. 2, 2018

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 23 Octubre 2017

Aprobación: 07 Diciembre 2017



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v17n2-2018002

Resumen: este artículo de investigación tiene como objetivo iluminar la figura y obra de Fernando de Roa, profesor de la Universidad de Salamanca en el siglo XV quien detentó la Cátedra de Filosofía Moral y la aclamada Cátedra Prima de Teología, a quien debemos una de las logradas formulaciones de los conceptos de monarquía limitada y principado electivo. Fue Roa uno de los inspiradores del movimiento de las Comunidades de Castilla, abogado de la causa ciudadana frente a las clases populares y a la nobleza de sangre, un claro defensor del sometimiento del rey a la comunidad y su Derecho.

Palabras clave: Universidad de Salamanca, Monarquía limitada, Revuelta de los Comuneros, Aristóteles, clase media, Renacimiento.

Abstract: this investigation aims to illuminate the Works and Life of Fernando de Roa, professor of the University of Salamanca who gets the Chair of Moral Philosophy and the famous Chair Prima of Theology, in the XV century, and the person who cares one of the formulations more successful about the concepts of limited monarchy and elective princedom. Roa was one of the political thinkers that inspire the Revolt of Comuneros, an advocate of the civic cause in the face of the working class and the nobility of blood and a clear guardian of the subjugation of the king to the community and Law.

Keywords: University of Salamanca, Limited monarchy, Revolt of Comuneros, Aristotle, middle class, Reinassance.

1. Introducción

La Historia, que a mi entender no es sino el acontecer humano, es caprichosa y si, generalmente, dignifica las obras del espíritu, en algunas ocasiones parece relegarlas al olvido. Tal es lo sucedido con el catedrático Fernando de Roa, quien fue rescatado del suceder anónimo en 1957 por el insigne historiador Enrique Tierno Galván y objeto de una fugaz atención durante la segunda mitad del siglo XX (Menéndez Pidal, 1958; Elías de Tejada, 1977; Castillo Vegas, 1987a; Elías de Tejada, 1991; Maravall, 1994). El siglo XXI comenzó arrojando algo más de luz a su obra (Roa, 2007; Labajos Alonso, 2012), que, aún hoy, sigue en buena parte siendo una incógnita. Escasa es, sin duda, la producción científica con la que el mundo académico ha querido resarcir a tan riguroso maestro salmantino. Quizás porque resulta común que cuando el investigador visita la Universidad de Salamanca no puede evitar ligar su nombre al genio de Francisco de Vitoria y a la escolástica del siglo XVI; pero, recientemente, ha comenzado a acuñarse la expresión “Primera Escuela de Salamanca” (Florez, 2012) para hacer justicia a los primeros profesores de esta Universidad (siglos XIV y XV) como Alonso de Madrigal “El Tostado”, Pedro de Osma, Diego de Deza y Fernando de Roa, a quienes se les debe una posición propia en la Historia de la Filosofía Moral y Política.

Claro está, el contexto histórico en el que estos autores edificaron su construcción teórica es bien diferente al brillante siglo XVI. El descubrimiento de América en 1492 cambió por siempre la visión castellana de la realidad, la belleza indómita e inocente del Nuevo Mundo despertó el humanismo cosmopolita en la península ibérica, cuando todavía andaba empeñada en definir los contornos de su realidad política. Precisamente, este último es el objetivo de la obra del catedrático Roa: un intento de conciliar las categorías políticas castellanas con el nuevo Aristóteles, que Leonardo Bruni (el Aretino) había puesto a disposición de Occidente. A pesar de que Fernando de Roa parezca un sabio abstraído de su entorno, nostálgico de la democracia ateniense y de la Roma republicana, debemos situarle en su contexto histórico y observar en qué medida recoge el testigo de la historia. Por ello, analizaremos la recepción de los textos de Aristóteles en la Universidad de Salamanca y, especialmente, en los comentarios de Fernando de Roa; pero sin olvidarnos del carácter vanguardista del pensamiento político de nuestro autor, que sin temor a equivocarnos subyace en las exigencias de los comuneros derrotados en Villalar (Castillo Vegas, 2004, p. 50).

Analizada la figura de Roa en su tiempo, es de rigor ocuparnos del grueso de su pensamiento político: una visión comunitarista de la política fundada en la amistad; la preservación del bien común como condición inexcusable del poder legítimo; los diversos tipos de dominación legítima; el tiranicidio como deber ciudadano cuando las circunstancias lo exigen; la ciudad ideal y el gobierno de las clases medias. Estos son los ejes sobre los que orbitará el presente trabajo, que espero sirva para reivindicar la originalidad y posición propia de Fernando de Roa en la historia de la Filosofía política.

2. Vida de Fernando de Roa: testimonio del oficio universitario

No se conoce la fecha de nacimiento de Fernando de Roa, se especula que tuvo que ser durante la primera mitad del siglo XV y con toda seguridad antes de 1443, pues, la primera noticia documental que se tiene del maestro es su aparición en el libro de claustros de la Universidad en 1464 como canonista y, poco después, como opositor a General de Lógica el 12 de julio del mismo año. De esto se deduce que debió conseguir el bachiller en Artes durante el año 1463 y, teniendo en cuenta los estudios necesarios, no lo podría haber obtenido antes de los veinte años (Roa, 2007, p. 12). Tampoco podemos fijar la fecha de su defunción, tan sólo contamos con la referencia del humanista Lucio Sículo De Hispania laudibus editada en Burgos durante el año 1497, que lo sitúa como responsable de la Cátedra Prima de Teología (Castillo Vegas, 1987a, p. 18). Se especula con la posibilidad de que Roa muriese entre el año 1500 y 1502, en razón de las dedicatorias del Comentario a la Política de Aristóteles editado por el bachiller Marín Frías (28).

También encontramos dificultades para afirmar el lugar de nacimiento. Se discute si es el municipio de Roa o Grijalba, ambos pertenecientes a la provincia de Burgos. Parece imponerse la tesis que ubica Roa como lugar de procedencia y se justifica en el apelativo “de Roa” con el que se conoce al maestro (Roa, 2007, p. 11). A favor de la tesis de Grijalba se afirman las existencias de unas tablas existentes en la iglesia del municipio que cuentan entre sus personajes ilustres con el catedrático salmantino, sin embargo, no se tiene prueba actual de su existencia (Castillo Vegas, 1987a, p. 13). En todo caso, su adscripción burgalesa lo hace partícipe involuntario de una gran tradición de profesores burgaleses en la Universidad de Salamanca (12), quizás el más ilustre lo sea décadas después, también como titular de la Cátedra Prima, Francisco de Vitoria.

Si deseamos hacernos una idea aproximada de la biografía del maestro Fernando de Roa, ello sólo es posible atendiendo a su perfil profesional y en la medida que los libros claustrales de la Universidad y sus normas internas (Constituciones) nos lo permitan; ya que se produjo una importante pérdida de los libros comprendidos entre el año 1521 y 1526 (Espinosa Maeso, 1926, p. 454) o, según otros autores, desde el año 1480 al 1525 (Elías de Tejada, 1991, III, p. 175). Se ha especulado con su posible pertenencia al clero secular (Castillo Vegas, 1987a, p. 14). No obstante, el hecho de que nunca fuese consiliario, a pesar de la dilatada trayectoria profesional de Fernando de Roa en la Universidad de Salamanca, se explicaría por no pertenecer al clero (Roa, 2007, p. 16). Es decir, Fernando de Roa es una figura cuyo único ángulo de aproximación es la docencia universitaria en Salamanca y su estancia en el Colegio de San Bartolomé, foco de la intelectualidad salmantina del siglo XV como después lo será el convento de San Esteban en el siglo XVI. Concretamente, su carrera académica comenzará como General de Lógica, al menos desde 1469. En julio de 1473, obtendrá la Licenciatura en Artes y, en ese mismo mes, también la Cátedra de Filosofía Moral en oposición a Díaz de Costana y que conservará hasta 1494. Como catedrático, ganará el título de maestro en Artes en 1477 y continuará su docencia en Filosofía Moral durante veinte años, entre los cuales realiza diversas sustituciones para Pedro de Osma y Diego de Deza en la Cátedra Prima de Teología, la cual llegará a ocupar en 1494 con motivo de la investidura de Diego Deza como obispo de Salamanca. A Fernando de Roa, le sucederá Juan de Santo Domingo, quien ocupará esta Cátedra hasta 1507, en el que le sucede Fray Pedro, el antecesor de Francisco de Vitoria (Castillo Vegas, 1987a, pp. 17-19).

La participación de Fernando de Roa en la vida universitaria de Castilla trasciende, principalmente, en virtud de su participación en la defensa de su amigo y compañero Pedro de Osma en el proceso eclesiástico iniciado en su contra (Roa, 2007, pp. 17-22). Debe destacarse también su amistad con el reconocido clasicista Antonio de Nebrija (Roa, 2007, p. 21) y las referencias honorables a su persona que nos legaron Arias Barbosa y el cardenal Cisneros. Este cardenal nos testimonia que en ocasiones se distanciaba de sus estudios en Derecho para ir a escuchar lecciones de Teología al maestro Fernando de Roa, lo que necesariamente debió ocurrir durante algunas de sus sustituciones. Arias Barbosa, más poéticamente, escribe de Fernando de Roa: “fue el más famoso de los teólogos de su tiempo y que lo mismo se paseaba por el Liceo que bajo los pórticos de Salomón” (Castillo Vegas, 1987a, pp. 26-28).

3. La recepción de Aristóteles en Salamanca: de Carvajal a Bruni

Para comprender la originalidad de Fernando de Roa como pensador político en el siglo XV español es necesario examinar, antes de ulteriores análisis, las fuentes bibliográficas sobre las que versan sus opiniones y propuestas teóricas. En este sentido, es realmente interesante observar la pugna entre la tradición aristotélica forjada en el medievo y la recepción aristotélica que realiza Leonardo Bruni “el Aretino” (1375-1444), una auténtica revelación filológica que trataba de hallar el sentido original de la obra de Aristóteles, ofreciendo una nueva traducción directa de los textos griegos. Sin embargo, el esplendor lingüístico del Renacimiento florentino chocó en Castilla con la oposición de Alonso de Cartagena (1385- 1456), hombre ilustre de las letras castellanas y férreo defensor de la tradición que sobre Aristóteles y sus textos se había ido forjando desde el siglo XII. Se considera necesario adelantar al lector que finalmente se impuso la genialidad de Bruni y la obra de Aristóteles encontró nuevos horizontes para su desarrollo. Fernando de Roa sería uno de sus más ilustres comentadores y lo hizo partiendo de los textos del Aretino.

Cada corriente filosófica siempre se nos revela en el lenguaje que impone su aserción, por ello debe señalarse que la nueva traducción de Aristóteles ofrecida por Leonardo Bruni iniciaba un cisma filosófico; pues hacía tambalear el conjunto de doctrina aristotélica forjada en los siglos precedentes sobre las bases de unos conceptos y una terminología, que ahora era puesta claramente en entredicho. Como expresa Valero Moreno:

la ruptura con el vocabulario convencional del aristotelismo medieval no fue solo, como se ha dicho una concesión al estilo ciceroniano, sino que, en realidad, propiciaba un cortocircuito conceptual, en cuanto los términos viejos dejaban de ser equivalentes a los nuevos (2014, p. 264).

No es extraño que Cartagena sintiese la necesidad de condenar la traducción de Bruni, si bien se trataba de un intento estéril de salvaguardar una tradición amenazada por el error (Valero Moreno, 2014, p. 264).

Como consecuencia de esta pugna entre modelos se produjo en Castilla un paralelismo entre el Aristóteles vernáculo (en lengua castellana) y el Aristóteles latino, que imperaba en el resto de Europa occidental. Escobar cree encontrar la razón de la persistencia de este Aristóteles vernáculo en la insuficiente formación en griego y latín de la élite intelectual, en absoluto comparable a la maestría lingüística de la Italia renacentista (Escobar Chico, 1994, p. 144). Es posible que sea una razón de peso, porque el propio Cartagena reconoce su ignorancia del griego y prefiere utilizar la traslación aristotélica de Boecio (Valero Moreno, 2014, p. 266).

Sin desmerecer la escasa formación en las lenguas clásicas, se observa un esfuerzo continuado en el reino de Castilla por presentar en castellano textos de Aristóteles destinados a la formación de la clase nobiliaria. Este cuerpo de textos vulgares se inicia con García de Castrojeriz y su comentario al Regimine Principum de Egidio Romano en el año 1344 (Bizarri, 2000, p. 227), continua con Cartagena y su Memoriale virtutum en 1421, y tiene su máxima expresión en la prestigiosa traducción de la Ética de Aristóteles a cargo de Carlos de Viana de 1457 (Valero Moreno, 2014, pp. 265-301). Dicho de otro modo, la recepción de Aristóteles en lengua castellana durante los siglos XIV y XV está íntimamente ligada a círculos nobles (Bizarri, 2000, p. 228).

En cambio, el Aristóteles del Aretino pronto prevaleció en el ámbito universitario y hubo de ser considerado como verdadera fuente de conocimiento, porque Martín V impuso su docencia en la Universidad de Salamanca, mediante una constitución datada de 1422 (Valerio Moreno, 2014, p. 269). Será la ética nueva de Bruni la que ocupe la atención de Pedro de Osma, maestro y amigo de nuestro autor, quien desarrolla su pensamiento ético al margen de las tesis de Cartagena —guía de Juan II— y representa la evolución del modelo cultural castellano que prevalecerá en la época de los Reyes Católicos (307). La opción por el texto del Aretino supone un cambio de paradigma en la reflexión ética, a partir de este momento distante del método dialéctico (lógico) propio de las universidades nominalistas, para adoptar un método argumentativo (retórico). Parece evidente que Roa no se sirvió de las tesis nominalistas, es más, alude a la Universidad de París y califica a los nominales como “sophismata logicalia” (sofistas de la lógica) y señala que tal estado de cosas no había invadido “todavía” la Universidad de Salamanca (Castillo Vegas, 1987b, p. 436). Sería el siglo XVI el que traería consigo a profesores formados en la Universidad de París en contacto con las tesis y discursos nominalistas.

4. Roa y La revuelta de las Comunidades de Castilla

Es difícil que el maestro roense pudiera llegar a imaginar la importancia que sus Comentarios a la Política de Aristóteles tendrían para el futuro inmediato de Castilla. El pensamiento de Fernando de Roa parece cohabitar entre las páginas de sus lecturas clásicas con la genialidad de Aristóteles, Cicerón, Lactancio, Séneca, Virgilio y, por encima de ellos, siempre conducido de la mano de Santo Tomás (Elías de Tejada, 1991, pp. 155-157). No parece importarle la realidad política del momento, no es el catedrático salmantino un activista de las ideas políticas, más bien, se trata de un hombre renacentista cautivado por la grandeza de la cultura clásica y ansioso por recuperar la precisión retórica de la civilización grecolatina (Elías de tejada, 1991, p. 159); si bien, su latín está muy lejos del refinado de Nebrija o del virtuosismo de Vitoria (Castillo Vegas, 1987a, pp. 27-29). No obstante, su desapego político contrasta con el motivo por el cual es actualmente conocido Roa: el legado de las obras roenses realizado por Hernán Núñez a la Universidad de Salamanca. También conocido como “el Pinciano”, uno de los principales sostenedores de la contienda comunera (1519-1521) contra el rey Carlos I (Tierno Galván, 1971, p. 434). El hecho de que este intelectual castellano, discípulo de Arias Barbosa y decidido abogado de la causa comunera, contase en su biblioteca con las obras de Roa y éstas fuesen concienzudamente glosadas al margen por su depositario, nos revela la admiración que el maestro tuvo más allá de su muerte. Otro dato que incide en su influencia en la Revuelta de las Comunidades es la permisividad, ahora sí, del discípulo roense Ramírez de Villaescusa —presidente de la Real Chancillería de Valladolid— con el movimiento comunero (Castillo Vegas, 1987a, p. 25).

Se ha afirmado con rigor que la Guerra de las Comunidades de Castilla no se trataba de una lucha por conservar libertades amenazadas; sino de una auténtica batalla por una nueva constitución de Castilla (Menéndez Pidal, 1958, p. 82), en la que las élites intelectuales orillan una clara corriente de pensamiento democrático y una imperiosa necesidad de limitar el poder real y someterlo al Derecho (Maravall, 1994, p. 81). Fernando de Roa puede ser uno de los principales responsables del cuerpo de doctrina política que subyace en el movimiento comunero, porque su defensa del ciudadano medio y el principado electivo serán firmes exigencias comuneras (Castillo Vegas, 1987c, pp. 20-21). Influencia que va más allá de Castilla y encontramos reflejada en el comportamiento de Cortés, cuando al fundar Veracruz renuncia al encargo real y se hace nombrar por la nueva comunidad creada, juzgando que es la comunidad la que asume el poder (Maravall, 1994, p. 123). Cortés confirma el hecho de que la tesis del principado electivo y el necesario consentimiento popular para el ejercicio del poder habían trascendido del ámbito propio de los comuneros.

La Guerra de las Comunidades de Castilla, como se ha dicho, va más allá de la defensa de unas libertades amenazadas por un rey y una corte extranjera (Carlos I). Encierra una profunda aspiración de cambio político de una clase nueva, burguesa y comerciante, cuya meta consistía en la institución de un sistema de libertades que le permitiese competir con la nobleza de sangre y una sólida jerarquización social que le protegiese de las clases populares, cada vez más empobrecidas (Elías de Tejada, 1963, p. 312). Es decir, en el fondo del movimiento comunero late la lucha de la clase media por obtener una posición propia en el orden estamental, posición que le proteja de la política carolina, de los privilegios de la nobleza y de la pobreza de las clases inferiores (Jiménez Calderón, 2007, pp. 283-285). En este sentido, la doctrina política de Fernando de Roa, como veremos, proporciona un excelente sustrato desde el que fundamentar teóricamente el conjunto de aspiraciones de la nueva clase social, lo que conduce a Elías de Tejada a calificarlo como: “el teórico de la burguesía castellana” (1991, p. 167). Sin embargo, la derrota de Villalar (1521) abrirá un escenario de ascenso del poder señorial, ahogará las libertades de Castilla y retrasará la aparición del Estado moderno. Esta naciente burguesía aún no es capaz de tomar las riendas de su destino y, con injustificada suficiencia, desprecia los trabajos manuales y el comercio, mostrándose indiferente a las necesidades del pueblo llano (Maravall, 1994, p. 210). Buena muestra de las características de este estamento ciudadano es la obra de Fernando de Roa, que destaca por la introducción de un análisis socioeconómico de la estructura social (Castillo Vegas, 1987b, p. 432).

5. El origen de la comunidad civil: la amistad como causa de la ciudad

La idea de la amistad como causa de la política y prueba del apetito social del hombre estaba ya consolidada en Castilla con anterioridad a la aparición de Fernando de Roa, por ejemplo, parece evidenciarse en el texto de las Siete Partidas de Alfonso X compuestas entre los años 1256 y 1265 (Heusch, 1993, pp. 5-48). Es decir, Roa no fundamenta ex novo su teoría política, sino que, en cuanto se refiere a sus bases antropológicas, recoge una viva doctrina ya institucionalizada siglos atrás. Es más, prácticamente se limita, en este punto, a seguir los pasos ya marcados por Aristóteles y Cicerón, con ligeras modificaciones. Se observa al comienzo de sus Comentarios a la Política, cuando afirma que el fin de la ciudad es servir al bien humano y que en la medida que este bien es más fácilmente asequible al hombre en la ciudad que en otras unidades menores, la ciudad es una realidad natural tanto más perfecta que las restantes comunidades menores (Roa, 2006, pp. 97-100). Se trata de la posición naturalista propia de Aristóteles y Tomás de Aquino, en virtud de la cual la voluntad hu mana no interviene en la creación de la comunidad; sino que ésta es el resultado del apetito social del hombre y, más concretamente, de la fuerza de la naturaleza que empuja las cosas hacia su perfección (Roa, 2006, p. 112). Es por ello que Roa define al hombre: “Quod homo natura est civile” (Roa, 2006, I, p. 119). Aunque se trate de una tesis muy conocida, no puede negarse que es una prueba inicial del intelectualismo de Fernando de Roa, quien identifica el orden natural con la racionalidad y afirma la primacía de la razón sobre la voluntad, ya que ésta tan sólo puede seguir los dictados de la razón (Roa, 2007, p. 71).

En el capítulo 4 de sus Comentarios, Roa señala las diferencias entre el dominio de la casa y el de la ciudad o república. La argumentación es la siguiente: mientras en el ámbito doméstico el dominio corresponde al padre de familia que tiene un poder natural sobre la mujer, los hijos y siervos. En cambio, la ciudad está formada por ciudadanos libres e iguales y, por ello, son muchos los que deben participar del gobierno (Roa, 2006, p. 155). Poco más delante, al comentar la vida civil corrigiendo a Platón, Roa recupera el argumentario del Libro VIII de la Ética a Nicómaco (algo común desde el siglo XIII) y fundamenta en la amistad la causa y finalidad de la comunidad política: “Videtur quoque civitates amicitiam continere… ubi Aristoteles dicit: amicitiam enim putamus maximum esse civitatibus bonum; sed amicitia, concordia et pax in úntate consistunt, ut manifestum est; ergo, civitati conveniens est maxime una esse” (Roa, 2006, p. 226). Lo expresaré de un modo más sintético: la amistad es un predicado de la naturaleza social del hombre y es en virtud de esta amistad natural que el hombre va forjando comunidades civiles de hombres libres e iguales, porque la ciudad garantiza mejor que la tribu o la aldea la realización de la seguridad y la concordia, bien supremo de la ciudad. La amistad se configura así en una potencia connatural al ser humano que lo empuja hacia su perfección, la cual sólo puede alcanzarse en la condición de ciudadano libre (Elías de Tejada, 1991, p. 163). El hombre necesita de la sociedad civil para su perfección y no le es dado escapar de su naturaleza, pues la razón le dirigirá necesariamente hacia la vida en comunidad. Se trata, como vemos, de una visión naturalista de la comunidad política en la que se vislumbran los siguientes rasgos del comunitarismo medieval: la concepción de la comunidad como un orden dado naturalmente y el hombre definido por su pertenencia al mismo (Álbert Márquez, 2004, pp. 123-132). No hay propiamente un acto de voluntad fundante de la comunidad, sino una natural adscripción del hombre.

6. Los diversos tipos de dominio legítimo en Fernando de Roa

Acabamos de comprobar cómo Fernando de Roa menciona dos clases de poder legítimo, ahora bien, al doméstico y al civil debemos sumarle el poder real. Concretamente Roa utiliza las expresiones: principatus domenicus o paternus, principatus civilis y principatus regis (Roa, 2006, pp. 199-202).

El principatus domenicus es aquel poder que ejerce el señor sobre los siervos o esclavos. No se trata de una dominación natural, pues los hombres son iguales y libres por naturaleza; si bien, en función (secundum quid) de su utilidad y de las diferentes condiciones entre los hombres, unos más dotados de razón y otros más dados a las labores manuales, son establecidas situaciones de sometimiento o esclavitud amparadas por las leyes humanas y necesarias, en tanto facilitan la vida contemplativa (Roa, 2007, pp. 89-107). En cambio, el principatus paternus se explica en virtud de la sujeción natural que existe de la mujer y los hijos hacia el padre y se trata, en consecuencia, de un poder de dominación que surge naturalmente y orientado al bien de la familia (Roa, 2006, p. 199). Mientras que la dominación servil se justifica por la mutua utilidad (institución humana), la dominación paterna se explica en virtud de la naturaleza de las cosas o, si se prefiere, el orden natural (institución natural). En ambos tipos de dominación se articula una relación de subordinación y mando en virtud de la inferioridad del sometido y su necesidad de ser dirigido.

El principatus civilis se trata de una dominación sometida a las leyes que se establece entre hombres libres e iguales, precisamente, esta igualdad exige que el poder de mando y las magistraturas tengan un carácter electivo y temporal (Roa, 2006, p. 201). Los gobernantes deben atemperar su poder a la normativa legal y ajustarse a lo dispuesto en el ordenamiento jurídico vigente, procurando que sea respetado y garantizando el imperio de la ley. Sólo desde el escrupuloso respeto a la legalidad puede garantizarse la común utilidad de los súbditos, esto es, el bien común (Castillo Vegas, 1987a, pp. 35-42). En palabras de Roa: “quod gubernator civitatis habet potestatem in suos subditos secundum leges et statuta civitatis” (2006, I, p. 199). No se produce una sujeción absoluta del súbdito a la persona del gobernante, como en el caso del dominio señorial, sino que, en la medida que lo establecen las leyes, se trata de un poder limitado por un orden jurídico y político previamente establecido. Roa muestra su intelectualismo tomista con rotundidad al afirmar la ley como acto racional y preferir el gobierno de la ley, que es razón escrita, al gobierno de los hombres, que son voluntades desatadas (Elías de tejada, 1991, p. 168). En este sentido, deben recordarse las palabras de Roa: “melius esse civitati legem dominari quem plures pro voluntate dominari, etiam si virtuosi sint” (2006, p. 528).

Como afirma Castillo Vegas (1987a, p. 37): “Roa se decanta decididamente por la primacía del poder civil en beneficio del respeto a la voluntad popular, aunque tal aspecto ha de situarse en el contexto histórico de la Castilla de finales del cuatrocientos”. Observa Roa una inclinación hacia la virtud del hombre medio, del ciudadano, que no es la virtud excelente propia de los héroes y reyes, sino un rasgo de la prudencia política inherente al concurso de voluntades libres e iguales (Roa, 2006, I, p. 209). No deberíamos llevar más allá de su contexto la tesis de Roa, pues no se trataría de una democracia plebiscitaria en el sentido que hoy cabría atribuirle. Más bien, Roa perfila un gobierno ciudadano similar a la democracia ateniense, ya que las mujeres, desterrados, hijos ilegítimos y los esclavos son excluidos de la condición de cives, pero también aquellos que desempeñan oficios viles como: artesanos, carpinteros, zapateros, entre otros (Castillo Vegas, 1987b, p. 419). Se observa ese desprecio de la incipiente burguesía o nueva clase ciudadana hacia los trabajadores manuales, que contrasta en Roa con la confianza depositada en los hombres de letras y milicianos (Roa, 2006, II, pp. 1042-1054).

En tercer lugar, señala Roa un tipo de dominación de carácter extraordinario al que denomina principatus regis (dominación monárquica), legitimado por la excelencia y virtuosismo del rey que se eleva sobre todos los demás hombres. Se trata de una virtud, que podríamos denominar heroica en el sentido de fuera de lo común y, por ello, digna de la detentación perpetua del mando (Roa, 2006, I, pp. 201-202). Por supuesto, el bien común constituirá siempre la finalidad de semejante poder y en la medida que se aparte de su realización, semejante tipo de dominación degenerará para convertirse en tiránica (Roa, 2006, II, p. 813). Si el dominio señorial se justifica debido a la inferioridad de los sometidos y el dominio civil es fundamentado en la igualdad ciudadana, la dominación monárquica se justifica por la superioridad moral: la excelencia, prudencia y virtud del príncipe (Roa, 2006, II, p. 723). Literalmente afirma Roa: “quod debet excellere súbditos in cunctis bonis non solum animae et naturae, rerum fortunae” (2006, I, p. 524). La ética política del rey debe estar únicamente movida por la búsqueda del honor y la pública utilidad, tal y como enseña Aristóteles, el honor es: “aquel a que tienden las gentes de prestigio y que constituye la recompensa de los actos más bellos, el mayor entre los bienes exteriores […] Los grandes hombres, sobre todo, se estiman dignos de ser honrados, y ello según su valer” (1982, p. 356). Ahora bien, fuera de este caso extraordinario se impone la necesidad de un principado civil, electivo y temporal (Roa, 2006, I, p. 521).

Esta excelencia virtuosa y prudente que reclama Roa para legitimar la dominación monárquica (Roa, 2006, II, p. 1043), así como la necesaria orientación de su poder hacia la utilidad común o el bien de la comunidad, son exigencias a las que no puede desatender el monarca. En todo caso, significa que el ejercicio del poder no es un derecho o privilegio, sino un nobilísimo oficio público (Castillo Vegas, 1987a, p. 70); pero semejante excelencia ética hace extremadamente difícil encontrar un sujeto que sea capaz de ella, de modo que realmente Roa está cuestionando la monarquía de su época (Castillo Vegas, 1987a, pp. 63-64).

Si prescindimos de esta concepción casi carismática de la monarquía por su imposibilidad práctica, caeremos en la cuenta de que Roa está proponiendo una forma concreta de dominio para la comunidad política, el principatus civil. Será dentro de la dominación civil, la que se establece entre ciudadanos libres e iguales, donde adquiere su sentido una monarquía electiva, temporal y limitada por las leyes. El rey electo se convierte en un primus inter pares, obligado a perseguir la utilidad común y sometido al refrendo ciudadano para evitar la tiranía. El gobierno por el que se inclina Roa será aquel en el que participen los ciudadanos en las decisiones públicas, y orientado a la consecución del bien común (Castillo Vegas, 1987a, p. 71).

7. Tiranicidio y sedición: el bien común como frontera entre el derecho y el delito

Hemos afirmado ya que el bien común es instituido por Roa como el criterio último de legitimación del poder político, lo que supone que cualquier tipo de orden político pierde su legitimidad en el momento en que se desvíe de la utilidad pública. Para comprender esta sentencia del catedrático salmantino debemos precisar, en primer lugar, qué entiende Roa por bien común y, una vez aclarado, determinar cuáles son los medios con los que cuenta el cives para la promoción del bien de la comunidad.

El bien de la comunidad es en Roa un concepto íntimamente vinculado al concepto aristotélico de bien común, es decir, nos hallamos ante el bien general de la comunidad política que se trata de la salud que se predica del conjunto de la república (entendida como órgano) y no el de cada uno de sus miembros (Vallet de Goytisolo, 2000, p. 309). Es el bien que garantiza la permanencia y estabilidad de la comunidad política, lo que sólo es posible mediante el imperio de la justicia general y las leyes (Roa, 2006, II, p. 562). Del mismo modo, Roa utiliza el compuesto “communen utilitatem”, como sinónimo de bien común, que es el beneficio de la comunidad considerada en su conjunto y cuyo devenir está presidido por la justicia y la equidad (Roa, 2006, II, p. 714). Siendo así, se garantizará la estabilidad de la comunidad política y el equilibrio de las fuerzas sociales que componen la misma, pues ninguna clase social tendrá más de lo que le corresponde y por igual podrán participar de la vida pública (Roa, 2006, II, pp. 801-806). Una comunidad estructurada en justicia, que reparta equitativamente los cargos de responsabilidad política, logrará que la amistad, la concordia y la paz reinen en el conjunto humano de la ciudad.

En consecuencia, podemos afirmar que el bien común aparece definido por las señales exteriores de la prudencia o buena política: amistad, concordia y paz. Además, Roa esboza la forma de garantizar su realización y preservación, la cual consiste en una ciudad cimentada sobre las clases medias o ciudadanas “mediocrites” (Roa, 2006, II, p. 653), donde todos los “ciudadanos” participen por igual de la vida política y las magistraturas se repartan electivamente por tiempo determinado, porque Roa aborrece la perpetuidad (Roa, 2006, II, pp. 787-791). Una comunidad que permita controlar la avaricia de los nobiles y la envidia de la populitas, se consigue con la moderación y natural inclinación a la virtud de la clase media (Roa, 2006, II, pp. 651-655). Siguiendo la enseñanza de Alvernia, afirma Roa: “quod respublica mediorum est optima respublica, pluribus civitatibus et hominibus conveniens” (2006, II, p. 655). Él está intentando fundamentar ética y sociológicamente el gobierno de la clase media, para reducir la separación de la clase ciudadana y la nobleza rica; al tiempo que blinda la posición de la burguesía respecto al pueblo pobre.

Resulta curioso que condene al estamento nobiliario por su egoísmo e insaciable necesidad de riquezas y, al unísono, eleve la propiedad como criterio indicador de la propensión a la virtud y nobleza (Roa, 2006, II, p. 796). La explicación más verosímil para esta contradicción, bien podría ser ésta: Roa intenta proteger las propiedades de la burguesía frente a las clases populares, pero necesita condenar la concentración de riquezas en manos nobiliarias (Roa, 2006, II, pp. 645-649). No obstante, Roa es consciente de que la mera posesión de riquezas no convierte a su titular en un hombre virtuoso; tan sólo es una señal de prudencia, que deberá ser refrendada con las acciones dignas, propias del sabio y prudente (Roa, 2006, p. 152). Esta reflexión nos recuerda la enseñanza socrática contenida en el Erixias, según la cual de nada sirve la riqueza sin sabiduría (Platón, 1979, pp. 1690-1702) y puede interpretarse como una llamada a la implicación responsable de la nobleza en la vida pública del reino: “quia divitiae sunt organa quaedam necessaria virtuits et doctrinae” (Roa, 2006, II, p. 626).

El bien de la comunidad se erige de este modo en el pilar vertebrador de toda la construcción política de Fernando de Roa y, también, le sirve como criterio rector para justificar el tiranicidio y la lucha contra los sediciosos. Efectivamente, su concepto de tiranía se define por la ausencia del bien común y no por el título del poder, porque toda acción que atente contra el bien común queda inmediatamente deslegitimada y, lo que es más importante, deslegitima al actor. No le preocupa tanto a Roa el modo de acceder al poder (el título), sino el modo en qué se ejerce el poder (Castillo Vegas, 1987a, p. 95). La tiranía, es en general, el ejercicio nefasto del poder, que se aparta del bien común y busca el propio interés y la utilidad del poderoso o poderosos (Roa, 2006, II, p. 813). La monarquía puede devenir en tiranía, al igual que la aristocracia y la democracia popular (Roa, 2006, II, p. 809). En todo caso, Roa parece estar convencido de que el gobernante, cuyo poder se mantiene en el tiempo está llamado a corromperse y degenerar hacia formas tiránicas de gobierno. Esta es la razón de que nuestro maestro realice una auténtica apología del mandato electivo y transitorio: “civitates concordes dicimus, quando circa publicas utilitates ídem volunt et eligunt” (Roa, 2006, I, p. 226).

Ante la presencia del tirano se impone la necesidad de deponerlo, lo que puede ocurrir mediante el levantamiento de los sometidos tiránicamente, o bien mediante una acción particular. Es decir, cualquier ciudadano puede combatir al tirano y al hacerlo promueve la salud de la comunidad, por ello su acción sólo puede calificarse de virtuosa y digna de alabanza: “Tunc enim qui ad patriae liberationem tyrannum occidit laudandus et premiandus est” (Roa, 2006, I, p. 282). El único límite que Roa señala al tiranicida es que no provoque mayores males con su acción al pueblo, esto es, una admonición mínima de prudencia (Roa, 2006, II, p. 716). Se trata de una legitimación del tiranicidio bastante amplia, no explica quién tiene autoridad para declarar la tiranía y, en consecuencia, mover al tiranicidio. En el concepto de tiranía de Fernando de Roa hay muchas lagunas, que serán colmadas en los siglos sucesivos por Juan Azor y Francisco de Suárez (Font Oporto, 2017, pp. 183-207).

Ahora bien, sí establece Roa una congenie de signos que nos permiten vislumbrar el ejercicio tiránico del poder, una observación sociopolítica realista muy propia del Renacimiento florentino. Como si se tratase de una regla fatal que la historia nos descubre, Roa sentencia que el tirano intentará mantenerse en el poder sembrando la ignorancia, fomentando la división y aumentando la pobreza: “uno modo faciendo súbditos ignorantes; segundo, faciendo eos diffidentes; tertio, faciendo eos pauperes” (Roa, 2006, II, p. 838). El tirano perseguirá o aislará a los sabios e intelectuales (Roa, 2006, II, p. 839); repartirá magistraturas entre sus adeptos (Roa, 2006, II, p. 853); lisonjeará al pueblo (Roa, 2006, II, p. 843); someterá a los hombres excelentes e intentará destruir su prestigio (Roa, 2006, II, p. 853); contribuirá al levantamiento contra las leyes y tribunales. En suma, destruirá la concordia y las jerarquía naturales sembrando odio y división (Roa, 2006, II, pp. 840-844).

Finalmente, la concepción roense de bien común le es de utilidad para diferenciar netamente el tiranicidio de la sedición, ésta siempre será considerada un delito gravísimo, en tanto incita al odio y a la división dentro de la comunidad (Roa, 2006, II, pp. 716-717). Al contrario, el tiranicidio, como contribuye al restablecimiento de la pública utilidad, es motivo de alabanza y señal de prudencia. El sedicioso, independientemente de la finalidad que le mueva, siembra la división y deberá ser castigado doblemente: con pena de cárcel y con la decapitación pública, que separe la cabeza de su cuerpo. Juzgo obvio, que Roa propone primero un encarcelamiento, sin especificar la duración del mismo, para luego proponer su ejecución pública, toda vez que la sedición haya sido sofocada (Roa, 2006, II, p. 720). Si el tiranicida queda consagrado en el pensamiento roense como un héroe ciudadano; el sedicioso es su reverso, un ciudadano pernicioso y promotor del odio: “seditiosus est qui amicitiam civium turbat” (Roa, 2006, II, p. 717).

8. Conclusiones

A) Suele resaltarse la figura histórica de Roa como precursor de los ideales que subyacen en la Guerra de las Comunidades de Castilla, situándole como defensor de las libertades tradicionales del reino. No se duda que este mérito es suficientemente digno para que la historia recuerde su nombre. No obstante, debe juzgarse motivo de más brillo la posición que ocupa Roa como culmen de una tradición democrática salmantina iniciada por Alonso del Madrigal y transmitida a Roa por su maestro Pedro de Osma. Se trata de un cuerpo de doctrina política que tiene en la Universidad de Salamanca su origen, pero que no habría sido posible sin la recepción aristotélica de los textos de Leonardo Bruni. Si el latín de Roa no goza del esplendor clásico de los maestros salmantinos del siglo XVI, ello no desmerece el hecho de que nos encontremos ante los primeros comentarios universitarios de la obra depurada de la Política de Aristóteles —merced al Aretino— y este mérito le sitúa a la cabeza del Renacimiento castellano, con el permiso de Antonio Nebrija. Quizás estamos presentes ante la mayor obra filosófica del Renacimiento castellano del siglo XV y, además, contamos con el valor añadido de que estos Comentarios son la cumbre de una larga tradición política, cimentada durante décadas en la Universidad de Salamanca.

No parece claro que se pueda calificar a Roa de un autor con vocación de activismo político, aunque su obra deba ser considerada una llamada en defensa de la burguesía castellana y un clamor contra los excesos reales. Lo cierto es que los ejemplos de los que se sirve en sus Comentarios, para justificar sus tesis políticas, son en la mayor parte casos ilustres y recuerdos nostálgicos de la época clásica. Esta devoción a la cultura clásica y a las enseñanzas de la historia greco-romana, le identifican una vez más como un auténtico renacentista, quien prefiere —utilizando las palabras de Arias Barbosa— pasear por los pórticos de la Academia a merodear por los rincones de la política castellana. Rara vez se ocupa de los gobernantes de su tiempo, en una ocasión parece señalar la vida licenciosa y voluble de Enrique IV, sin nombrarlo (Roa, 2006, II, p. 852). Parece muy difícil imaginar que Isabel de Castilla llegase a tolerar los postulados teóricos de Roa, si en él hubiese alguna vocación de llevarlos a término. Se ha dicho que en la sangre derramada en Villalar es posible vislumbrar la tinta del cálamo de Roa (Elías de Tejada, 1991, p. 167). Quizá, si el maestro salmantino hubiese sido testigo del levantamiento, habría calificado de mártires heroicos a los caballeros que alzaron su espada contra Carlos I; pues lo único bueno de la tiranía son los mártires que genera (Roa, 2006, II, pp. 1038-1039).

B) Roa propone teóricamente un sistema de gobierno ciudadano en el que la cabeza del Estado la ocupe una monarquía electiva y con un mandato limitado en el tiempo, una comunidad en la que las magistraturas corresponderán a la clase media (incipiente burguesía) y que tendrá como engranaje unas leyes justas y equitativas llamadas a imperar sobre el conjunto de voluntades individuales. La monarquía electiva y limitada en el tiempo trata de corregir la propensión a la corrupción que se observa en el reinado hereditario, así como los excesos que se producen cuando el monarca piensa en su posición como un privilegio in personam olvidando su vocación de servicio. El gobierno de la clase media lo justifica en la mayor inclinación a la virtud que presentan los mediocrites frente a la nobleza y al pueblo llano, pues la clase media ciudadana equilibra la fuerza de la minoría noble y la mayoría del pueblo desposeído. Se observa, así, una misma desconfianza hacia la nobleza y a la popularitas; pero también debe añadirse que un sector importante de la población, constituido por las mujeres, hijos ilegítimos, expatriados y trabajadores manuales, queda decididamente excluido. Desde luego, la propiedad de bienes y riquezas parece tener en el pensamiento de Roa una decisiva influencia para determinar la capacidad política de los diferentes actores sociales, ya que la posesión de riquezas es síntoma de prudencia política; siempre que no desemboque en una avaricia irresponsable (Castillo Vegas, 1987b, pp. 432-435). Una monarquía erigida sobre el voto de la clase ciudadana, que sirve como moderadora entre las fuerzas políticas de la nobleza y el pueblo pobre, donde las magistraturas (administración del poder) son rotativas entre ciudadanos prudentes, libres, iguales, respetuosos de las leyes, amantes de la paz y la concordia. El estamento ciudadano queda convertido en el guardián de la salud del reino, pone y depone reyes, juzga y legisla en orden a la común utilidad, finalidad a la que toda acción política queda subordinada. Ésta sería la imagen de la utopía soñada por Fernando de Roa.

C) Sintetizando el corpus político roense, puede afirmarse que el mismo se levanta sobre los siguientes cuatro puntos cardinales:

1. Una visión comunitarista de la comunidad civil. La comunidad política no es vista por Roa como una realidad artificial impuesta al devenir del hombre como consecuencia de su egoísmo e incapacidad para la convivencia con sus semejantes, no es el miedo el motor de la coexistencia. Todo lo contrario, la comunidad política es el resultado del decurso natural de las cosas, es decir, de la necesidad humana de sociabilidad, de amistad y concordia. No puede el hombre escapar a su naturaleza civil, negar la realización del orden natural supone negar los fundamentos de toda autoridad (Medina Morales, 1989, p. 48) El ser humano está llamado a la coexistencia pacífica y amorosa, la cual sólo se ve perturbada por la vanidad, el egoísmo y la envidia. Roa, al igual que la filosofía clásica helénica, traslada las enfermedades del organismo a la comunidad política; siendo así, el rey tirano representa la vanidad, la avariciosa nobleza, el egoísmo y el pueblo desatado la envidia. En todos los casos, la tiranía queda definida por su incapacidad para lograr la utilidad común y su empeño en los placeres o intereses individuales.

2. La elección como sistema óptimo para garantizar la prudencia política en el ejercicio del poder. La comunidad civil formada por ciudadanos libres e iguales en virtud y derechos, se constituye en un cuerpo autónomo con capacidad para darse sus propios gobernantes y magistrados; capaz mediante el artificio de la votación de subyugar la corrupción política y conducir al pueblo y a las dignidades nobiliarias hacia el bien común, mediante el escrupuloso respeto a las leyes de la comunidad. Desde el príncipe y magistrado hasta el último empleado público deben tratarse de cargos electivos, limitados en el tiempo y desempeñados por ciudadanos propietarios, porque —insiste Roa— la propiedad es un síntoma de virtud.

3. Un acusado racionalismo o intelectualismo jurídico. Constantemente apela Roa a la superioridad de la razón sobre la voluntad, que es observada por el maestro salmantino como una fuerza ciega que nada puede sin el auxilio de la razón. Esta subordinación de la voluntad a la razón es un rasgo antropológico, que justifica en la superioridad del alma sobre el cuerpo; pero también un rasgo sociopolítico, que le lleva a afirmar la absoluta sumisión de las voluntades individuales a la racionalidad de la ley. Además, debemos precisar que Roa se apoya constantemente a lo largo de sus Comentarios en la autoridad de Tomás de Aquino, es tal la fuerza del tomismo en Roa que las pocas correcciones que introduce a la filosofía aristotélica las realiza siempre de la mano del Doctor Común. En consecuencia, podemos concluir que el Aristóteles de Fernando de Roa se trata de un Estagirita cristianizado conforme a las enseñanzas de Santo Tomás, lo cual le diferencia de sus predecesores Pedro de Osma y Alonso de Madrigal en quienes se podía acusar cierto desconocimiento de la ciencia tomista. El intelectualismo de Fernando de Roa le acerca a los posteriores autores salmantinos del siglo XVI, especialmente a Domingo de Soto.

4. Una libertad institucional como necesaria consecuencia de una monarquía limitada. Para Roa es una verdadera necesidad establecer una suerte de límites al poderoso que sometan su voluntad al imperio de la razón, para ello establece barreras religiosas, éticas, políticas y jurídicas. Desde el punto de vista religioso, se puede afirmar que el orden eclesiástico goza de inmunidad frente a las acciones reales, porque el monarca no puede disponer de los bienes religiosos como tampoco violentar la vida religiosa con tributos u otras cargas injustificadas. Éticamente, la monarquía es categorizada como un oficio y no un privilegio, es decir, el poder tiene siempre una vocación de servicio público y si se aparta del bien común queda deslegitimado; de ser así, los ciudadanos y súbditos estarán autorizados para resistir y desobedecer. Políticamente, Roa limita la monarquía al hacerla depender de la elección ciudadana, así como al limitarla en el tiempo, lo que propone, también, respecto a cualquier cargo público. De este modo, Roa defiende y garantiza la capacidad de los ciudadanos para protegerse frente a la arbitrariedad y al ejercicio enquistado del poder, al tiempo que somete a los titulares del poder a la disciplina de la elección y a la aceptación de su transitoriedad. En último término, Roa limita la monarquía en un sentido estrictamente jurídico al consagrar el imperio de la ley, así como el necesario sometimiento del monarca al rigor de las leyes. Es tanta la intensidad con la que vive Roa la necesidad de este sometimiento, que apenas dedica unas líneas a la equidad aristotélica centrándose siempre en la justicia general propia de las leyes. Roa no considera la posibilidad de excepcionar el contenido general de las leyes, éstas siempre obligan, porque son la prueba escrita de la justicia y equidad imperantes en la comunidad. Una visión legalista y confiada, cuya causa bien podría ser las necesidades vividas por la burguesía castellana.

¿Quién puede imaginar aquella Castilla si los Comuneros hubieran alcanzado la victoria? La sangre derramada en Villalar, no obstante, ahogó las esperanzas burguesas y junto a ellas corrió la misma suerte gran parte de la doctrina política de Roa, que aún hoy sigue siendo una gran desconocida. Ahora bien, con los pocos datos que contamos son más que suficientes para rescatarlo del olvido y recordarlo como el Mierés castellano (Elías de Tejada, 1991, p. 168).

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Notas de autor

[*] español. Profesor, Universidad de Córdoba. Doctor en Filosofía, Universidad de Córdoba.
[**] Artículo de investigación.
Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
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