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La evidencia y su prueba. Diseño de un test de evidencia y su aplicación en el derecho
Juan Carlos Riofrío Martínez Villalba
Juan Carlos Riofrío Martínez Villalba
La evidencia y su prueba. Diseño de un test de evidencia y su aplicación en el derecho
The Evident and its Proof. Designing a Test of Self-Evidence and its Application in the Law
Revista Filosofía UIS, vol. 20, núm. 1, 2021
Universidad Industrial de Santander
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Resumen: el objetivo principal de este artículo es diseñar un método para detectar qué cosas pueden considerarse “evidentes”. Comienza analizando cómo se ha entendido la evidencia en la tradición aristotélica y tomista hasta nuestros días. Después del estudio histórico, en el Capítulo III se procede a realizar un análisis sistemático de la noción de evidencia y sus clases. En este trabajo se descubren diez características que aparecen en las cosas evidentes (en las ideas, en los primeros principios, nociones más básicas, pruebas, etc.). Definidas estas diez características, la forma de diseñar una prueba de evidencia resulta fácil. El Capítulo IV hace esto: primero se diseña un test negativo, que muestra que algún argumento no es evidente, y luego un test positivo, que indica que alguna idea, principio, prueba, etc. parece ser evidente. Terminamos este trabajo con algunas consideraciones sobre cómo este test-dual puede funcionar en la ciencia del derecho.

Palabras clave: metodología, transdisciplinariedad, ciencias del derecho, interdisciplinariedad, epistemología, conocimiento de la evidencia, conocimiento científico.

Abstract: this principal aim of this research is to design some method to distinguish if one thing can be considered “evident” or not. The beginning of the study is dedicated to understanding how “evidence” was understood in the Aristotelian and in Thomist tradition, until these days. After this historical approach, we delve systematically into the notion of evidence and its classes. This help us to discover ten characteristics that can be found in evident things (things like ideas, first principles, proofs, etc.). With these characteristics, we can design a dual-test of evidence. In Chapter IV we define two kind of tests: a negative one, that shows that some argument is not evident, and a positive test, that indicates that some idea, principle, proof, etc. seems to be evident. We finish this work with some considerations about how this dual-test can work in Law Science.

Keywords: methodology, interdisciplinarity, transdisciplinarity, science of law, epistemology, evidence knowledge, scientific knowledge.

Carátula del artículo

Artículos

La evidencia y su prueba. Diseño de un test de evidencia y su aplicación en el derecho

The Evident and its Proof. Designing a Test of Self-Evidence and its Application in the Law

Juan Carlos Riofrío Martínez Villalba[*][**]
Universidad de Los Hemisferios, Ecuador
Strathmore University, Kenya, Kenia
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 20, núm. 1, 2021

Recepción: 18 Marzo 2020

Aprobación: 01 Junio 2020


1. Introducción

En los días que corren el conocimiento y la verdad han llegado a ser objeto de ataque continuo y ello ha traído como consecuencia, entre otras cosas, la pérdida de la noción de evidencia. Nos hemos quedado en un probabilismo más o menos pragmático que relativiza toda verdad, en un logicismo circular incapaz de conectarse con la realidad, cuando no en el escepticismo de Hume, cuya huella más profunda la ha dejado en las ciencias sociales (Robinson, 2002). Aunque no han faltado esfuerzos para superar estas posturas (Haack, 2015), el problema aún permanece insoluto. George Orwell (2009) consideró que una de las grandes tareas del mundo actual es recuperar lo obvio. Hoy, cuando la manipulación del lenguaje para fines políticos crece con fuerza, cuando “la guerra es la paz”, “la libertad es la esclavitud”, “la ignorancia es la fuerza”, debemos redescubrir los principios básicos de nuestra razón. “Nos hemos hundido a una profundidad en la que la reafirmación de lo obvio es el primer deber de los hombres inteligentes” (Orwell, 2002, p. 107).

En el presente artículo se dilucidará si existe alguna suerte de test o prueba que diga qué cosas pueden tenerse como evidentes, para luego determinar cómo podría formularse este test. Aunque se hará un especial comentario a las cuestiones jurídicas, el test debe poder servir para cualquier ámbito de la ciencia o del conocimiento ordinario. Por ello, las fuentes que utilizaremos serán más filosóficas, aunque sabemos que muchos juristas han hablado de la prueba en el Derecho y sobre la necesidad de partir del conocimiento sensible para elaborar luego cualquier razonamiento jurídico (Vigo, 2012). Pienso que estos autores tienen el mérito de reproducir en el campo del Derecho lo que ya antes se ha dicho en la epistemología filosófica. Insisto, este es un tema de la epistemología general de todas las ciencias, no un asunto iusnaturalista, iuspositivista, neoconstitucionalista o de cualquier otra corriente de pensamiento del derecho. Por lo mismo, tampoco se enfrascará en las discusiones acerca del intuicionismo en la moral (George, 1989-1990), ni en las menciones de la evidencia en ciertos documentos históricos (Levinson, 1979; Robinson, 2002), ni en los derechos humanos como derechos evidentes (Etzioni, 2010), ni en la cuestión probatoria, ceñida fundamentalmente a la evidencia empírica, que ha sido tratada por Haack, Ferrer Beltrán, Laudan, Taruffo, entre muchos otros. Aunque a lo largo del artículo nos refiramos a algunos de estos temas, lo haremos solamente con ocasión de mostrar cómo opera la evidencia.

Se parte del presupuesto de que la evidencia existe, que es esa primera capa del conocimiento sobre el cual se construyen los demás conocimientos, razonamientos o teorías[3]. Como se ve, nos encontramos en el realismo filosófico clásico, sin el cual considero que es imposible hacer una buena filosofía del conocimiento, de la evidencia ni de la prueba.

Para dilucidar el test de la evidencia, se procederá del siguiente modo: primero, se repasará cómo se ha entendido la evidencia en la filosofía clásica, pues es la que más datos ha aportado sobre lo evidente. Aunque otras doctrinas, como el pragmatismo de Peirce, el probabilismo escolástico o contemporáneo, el logicismo o el escepticismo de Hume, también tratan sobre la evidencia, al no tomarla en cuenta de modo serio, no la estudian en profundidad y en la práctica no han aportado mucho a esta investigación. Segundo, se adentrará de manera sistemática en la comprehensión de lo evidente, de sus clases, características y funciones (Capítulo III). Con estos antecedentes se diseñará una prueba que determine si algo es evidente, verificando si se cumplen las características propias de lo evidente (Capítulo IV).

2. La noción de evidencia en la filosofía

Acerca de la evidencia, lo primero que se descubre en la historia es que ella está relacionada con los sentidos. Una huella ha quedado en el lenguaje: la palabra ancla su origen en el término latino evidentia, que proviene de videre, visión. Evidencia es lo que cae bajo nuestros ojos. Epicuro observó que todo conocimiento se basa en la percepción sensorial: si algo es percibido por los sentidos, es evidente, es siempre verdadero (Carta a Diógenes Laercio, X, 52).

Aristóteles superó ese concepto de evidencia como simple aprehensión pasiva de los sentidos. Observó que, si bien todos los animales superiores podían tener experiencia sensorial de las cosas, solo al ser humano le correspondía conceptualizarlas y penetrar cada vez más en su realidad (Metafísica, 449, b; De la memoria, 452, a; Física I, c. 1). Este conocimiento cierto que el intelecto obtiene de las cosas cuando las ve, se hace de modo connatural y necesario —no es algo adquirido, como puede ser el hábito de la ciencia, del que habla en Ética IV—. Para el Estagirita, la evidencia no es mera percepción pasiva de la realidad, sino un proceso gradual de descubrimientos, un conocimiento que “determina y divide” cada vez mejor lo “indeterminado e indefinido”: se comienza con lo que es más evidente para nosotros, para terminar con lo que es más cierto y evidente en la naturaleza (Morán & Castellanos, 1994).

Posteriormente, Tomás de Aquino profundizó en la distinción de evidencia quad nos y quad se, ya sugerida por el Estagirita (Suma Teológica, I, q. 2, sol.). Ninguno de los dos comprendió la evidencia en términos meramente lógicos o formales, como muchas escuelas de pensamiento tienden a entenderla hoy[4]. Su teoría del conocimiento resulta más rica. En el realismo filosófico, los sentidos (vista, oído, etc.) aportan datos correctos de lo que es la realidad; no mienten, a menos que estén atrofiados. Cuando la especie sensible —o el fantasma aristotélico (Aristóteles, 1980)— formada por las potencias inferiores es captada por la inteligencia, ella de manera inmediata conoce y abstrae un dato de la realidad; la inteligencia con su luz, a través del “estudio”, “determinación” y “división”, terminará formando conceptos, juicios y razonamientos. Esa primera captación inmediata de la realidad, carente de raciocinios estructurados, es la primera evidencia captada por la inteligencia. Después, la inteligencia podrá conocer otras verdades evidentes —como que 2+2=4 o que “el todo es mayor o igual que la parte”— cuando compare y relacione los conocimientos previamente asimilados.

La tradición escolástica consideró que existían unos “primeros principios de la razón práctica”, conocidos de manera inmediata y evidente, que jamás podían ser vulnerados o derogados. Estos principios morales serían lo más nuclear de la ley natural. Además de ellos, habría otra parte de la ley natural, conformada por deducciones o concreciones de aquellos principios, que sí podría variar con el tiempo y con el cambio de circunstancias (Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 5, sol.). Así, el derecho natural estaría compuesto por unos pocos principios inmutables y por un enorme contenido variable.

En las últimas décadas la Nueva Escuela de Derecho Natural ha reabierto el debate acerca de la evidencia de estos primeros principios. Se trata de una cuestión cardinal dentro de la Escuela, sobre la que se erige toda su estructura argumentativa. Desde sus inicios, Grisez (1965) planteó la existencia de unos principios y valores humanos básicos que serían autoevidentes (p. 44), doctrina que sería seguida por Finnis (2000). Según estos autores, tres cosas son evidentes: los siete bienes humanos básicos —la vida, el conocimiento, la amistad y sociabilidad, el juego, la experiencia estética, el razonamiento práctico y la religión—, los principios premorales relacionados con la apetecibilidad de los mencionados bienes y los principios morales que vinculan ciertos tipos de acciones humanas con los bienes básicos[5]. Tal justificación en la evidencia despertó la satisfacción o rechazo de muchos y generó una batalla de escritos[6].

En línea con los clásicos, Finnis, Grisez & Boyle (1987) señalan que lo autoevidente no puede verificarse por la experiencia, ni derivarse de ningún conocimiento anterior, ni deducirse de ninguna verdad básica a través de un término medio. Los primeros principios son evidentes per se nota, conocidos solo por el conocimiento del significado de los términos, y aclaran que:

This does not mean that they are mere linguistic clarifications, nor that they are intuitions-insights unrelated to data. Rather, it means that these truths are known (nota) without any middle term (per se), by understanding what is signified by their terms. (Finnis et al., 1987 p. 106)

A continuación, al hablar específicamente de los principios prácticos, Finnis et al. (1987) señalan que no son intuiciones sin contenido, sino que su data proviene del objeto al que tienden las disposiciones naturales humanas que motivan el comportamiento humano y guían las acciones (p. 108). Esos bienes a los que primariamente tiende el ser humano, que no pueden ser “reducidos” a otro bien —es decir, que no son medio para conseguir otra cosa— han de considerarse evidentes “as the basic goods are reasons with no further reasons” (p. 110).

Finalmente —y esto es lo que más interesa en el presente estudio—, para hallar la lista completa de principios evidentes de la razón práctica, los autores crean un método que recurre a: I) analizar las acciones y sus razones más profundas; II) estudios teóricos sobre la persona humana que detecten con precisión cuáles son las inclinaciones naturales; III) estudios antropológicos que examinen los móviles y fines de las conductas de todas las culturas, pues se vería así como todos buscan subsistir, conocer, vivir en armonía, etc.; y IV) quitar algunos candidatos de la lista de principios, de forma dialéctica, es decir, confrontando los bienes básicos con los que supuestamente lo son (Finnis et al., 1987, p. 113). Se trata de un camino para descubrir una lista de contenidos evidentes, no para probar su evidencia.

3. Comprensión de lo evidente
3.1 Noción de lo evidente

En síntesis, evidente es aquel conocimiento claro que capta de manera inmediata y directa lo que son las cosas. A continuación, se explican los elementos principales de esta definición.

Lo más palpable en este asunto es que la evidencia tiene que ver con la claridad. Además de lo afirmado por los filósofos[7], también existe constancia de esto en el lenguaje. La Real Academia Española (2016) define la evidencia como la “certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar”. Semejante noción aparece en el francés, alemán, inglés y en otros idiomas. También el término griego ἐνάργεια (enargeia) significa la claridad de lo luminoso o diáfano. Y ya se ha visto que el término latino evidentia proviene de videre, visión. Por tanto, se concluye que evidente es aquello que vemos de manera clara.

Verdad y claridad son dos elementos clave para entender la evidencia. La verdad ha sido entendida como una cierta adecuación entre la cosa y el intelecto (verdad de correspondencia). Tanto en la filosofía clásica, como en la fenomenología, las cosas de la realidad resplandecen, se manifiestan, se muestran al intelecto. Cuando el intelecto ilumina el fantasma y capta el resplandor de las cosas, aparece la evidencia. La evidencia no es la cosa, ni el intelecto, ni el resplandor, ni la verdad, sino “la presencia de una realidad como inequívoca y claramente dada a la inteligencia” (Llano, 1991, p. 52). Tal presencia es un conocimiento.

Pero lo evidente no es cualquier tipo de conocimiento, sino un “conocimiento inmediato y directo” (Corazón, 2002, pp. 161-162) de visión, donde no hace falta ninguna nueva operación o inspección intelectual para conocer. Aquí, el intelecto ve y, automáticamente, capta la verdad. Esto quiere decir que la evidencia es patente en sí misma[8]. Suele decirse que es “autojustificable” o self-evident (en inglés), lo que aplica más a la evidencia intelectual —que ciertamente se autojustifica, porque el predicado está comprendido en el sujeto— y aplica menos a la evidencia sensorial que viene por simple aprehensión de los sentidos —que en propiedad no se autojustifica, sino que es patente—. En todo caso, las cosas evidentes no requieren de ulterior justificación; lo más evidente resulta, incluso, indemostrable.

Para nosotros, hay cosas más evidentes que otras, de donde se desprende una cierta analogía y gradualidad del concepto. En el mismo lugar donde el Aquinate estudia la evidencia, señala que la proposición “Dios existe” es evidente por sí misma “ya que en Dios sujeto y predicado son lo mismo, pues Dios es su mismo ser”, pero como “no sabemos en qué consiste Dios, para nosotros no es evidente, sino que necesitamos demostrarlo a través de aquello que es más evidente para nosotros” (Suma Teológica, I, q. 2, a. 1, sol.). Del pasaje se infiere que el analogatum princeps debe ser la evidencia quad se —en sí misma— y los analogados derivados se darán en la evidencia quad nos —en aquello que es más evidente para nosotros—. Uno de esos conceptos derivados será justamente la evidence inglesa (la prueba)[9], que con justicia puede llamarse “evidencia”.

Las cosas más evidentes son las primeras que asimila el intelecto. Cuando un niño abre sus ojos al mundo capta una serie de sensaciones que aún no sabe interpretar. Surge entonces la pregunta: ¿qué es? Capta que hay algo, que “algo es”. El ser es lo primero que se capta como evidente. Las determinaciones de ese ser se captarán más tarde: que algo es bueno o malo, que la mano es mía, etc. Además, aparece de manera natural la percepción del tiempo, del movimiento, el sentido de causalidad, junto a los primeros principios metafísicos y lógicos (v.gr. el principio de no contradicción, el de identidad, el de tercero excluido, etc.). Sobre estas primeras ideas se ensamblará todo el conocimiento posterior. Sin evidencia no hay posibilidad de conocimiento alguno[10].

Lo opuesto a lo evidente es el conocimiento discursivo, aquel conocimiento que se obtiene a base de razonamientos más o menos articulados, que camina desde lo conocido hacia lo desconocido, de lo seguro hacia lo dudoso o hipotético, de lo claro a las conclusiones inicialmente obscuras o desconocidas. La evidencia es un conocimiento intelectual de visión, mientras el discurso implica una inspección más fatigosa. La argumentación presupone el discurso, el discurso presupone la evidencia intelectual y la evidencia intelectual presupone la evidencia sensible.

3.2 Clases de evidencia

Las clasificaciones pueden ser infinitas. Aquí solo se utilizarán cuatro criterios:

  • Según la corporalidad, hay evidencia de simple aprehensión de los sentidos y evidencia intelectual. A la par, la fenomenología distingue la evidencia del disclosure —o de captación directa del objeto— y la evidencia que capta la truth of correctness —o evidencia intelectual—, y da la primacía a la evidencia que se obtiene a través de la experiencia directa de las cosas (Sokolowski, 2008, pp. 158-162).

  • b) Según el punto de vista, hay evidencia quad se y quad nos. Son evidentes de suyo el conocimiento obtenido por la simple aprehensión sensorial y las proposiciones que: I) resultan de un conocimiento intuitivo; o II) tienen un predicado que está incluido en el sujeto necesariamente (Suma Teológica, I, q. 17, a. 3, ad 2). Quien conoce los términos de la proposición inmediatamente advertirá que el predicado conviene al sujeto. Pero puede suceder que lo evidente para un ciudadano no lo sea para otro. Para un matemático serán evidentes los teoremas más elementales, como los de Tales, Bayes o Pitágoras, mientras resultarán extraños a la mayoría de músicos (Suma Teológica, I, q. 85, a. 7, sed). La evidencia quad nos solo la alcanzan quienes conocen todos los términos que constituyen el sujeto y el predicado (Corazón, 2002, pp. 182-183). En cualquier caso, las cosas más evidentes han de serlo para todos y no solo para algunos.

    A veces se habla de una evidencia objetiva y otra subjetiva, terminología que entraña alguna ambigüedad. La evidencia objetiva, o “de verdad”, se apoya en el mismo objeto que se ofrece al entendimiento. Se llama objetiva porque en ella la atención se concentra principalmente sobre el objeto que se manifiesta, y no tanto en la mente que lo conoce (Corazón, 2002, p. 180). Su contraparte es la evidencia subjetiva, o “de credibilidad”, que se apoya en el hecho de ser aceptada como creíble sin ninguna duda (Ferrater, 1970, p. 155).

    Otros autores prefieren hablar de una evidencia que designa “la clara ostensión, revelación o iluminación que un hecho presenta por sí mismo” y de una evidencia “de visión” espiritual que acoge la revelación o iluminación del objeto.

    Ambas dimensiones son correlativas y por eso no pueden separarse entre sí. Las expresiones evidencia objetiva y evidencia subjetiva pueden suscitar tergiversaciones, como si se tratara de entes separables entre sí. Lo significado en tales expresiones es: ‘evidencia considerada desde el objeto’ y ‘evidencia considerada desde el sujeto. (Brugger, 1988, p. 226)

    Esta acertada observación apunta a lo nuclear del mismo concepto de verdad y de evidencia: la verdad implica una adecuación entre dos extremos, la cosa y la inteligencia, al igual que la evidencia, que patentiza esta adecuación. Por tanto, lo evidente puede considerarse tanto en la manifestación objetiva de la cosa, como en la captación intelectual de esta manifestación.

  • Según el contenido, puede haber evidencia formal o lógica, si versa sobre la corrección estructural de las proposiciones —así, es evidente que si todos los elefantes tienen alas y todos los seres alados vuelan, entonces los elefantes vuelan—; evidencia material, que alude a lo fáctico o empírico —así, es evidente que ha llovido si veo la calle mojada—; o evidencia moral, que toma por irrefutable algún postulado moral. Podríamos agregar otros tipos de evidencia, según determinemos nuevos contenidos.

  • Según su intensidad, caben varios grados de evidencia, según lo aceptado por Aristóteles, fenomenólogos y muchos otros. Algunos autores hablan de diversos grados “de certeza” (Corazón, 2002, p. 179). Hay evidencias más ciertas y menos ciertas. Una larga ecuación puede ser evidente para un matemático después de horas de deducción, aunque no es raro que al final del camino se albergue una duda sobre si está bien resuelta; más evidente le será una fórmula más sencilla.

3.3 Características de lo evidente

Una vez revisado lo anterior, es posible precisar cuáles son las características de lo evidente, labor que servirá luego para diseñar los “test de evidencia”. Lo primero que se debe hacer es una distinción fundamental: por un lado, tenemos las características intrínsecas de lo evidente, que están relacionadas con su mismo ser y no dependen de factores o sujetos externos; por otro lado, están las características extrínsecas, que sí dependen del cognoscente y de sus circunstancias, por lo que resultarán más volubles que las primeras y no siempre se darán.

Las características intrínsecas son las siguientes: I) lo evidente es verdadero. Así pues, no es evidente lo falso o lo irracional, aunque alguna vez aquello tenga apariencia de evidente. II) Por lo anterior, lo evidente es coherente con otras verdades aprehendidas. Una incoherencia insalvable mostraría que en algún lugar se cierne el error o la falsedad y, en último término, trasgrediría el principio de no contradicción. III) Lo evidente conduce a un razonamiento necesario, porque en la evidencia el sujeto necesariamente incluye el predicado. Si tal inclusión fuera contingente, no sería evidente. Por ejemplo, no es evidente la afirmación “si pateo una pelota meto gol” —después de patear una caben mil posibilidades distintas—, pero sí lo es “si metí un gol, debí de hacer algo para para que la bola ingrese en las redes” —“una acción mía” está incluido en “yo metí un gol”—. IV) Lo más evidente es lo más simple[11], se explica por sí mismo; per se no requiere de argumentación para aparecer en el intelecto —aunque, para el inculto, cierta evidencia quad se sí requiera un discurso racional—. V) Lo evidente no requiere de justificación, es indubitable (Corazón, 2002). Se impone por sí mismo a la inteligencia, sin exigir discurso, argumento o prueba ulterior. VI) Lo evidente es claro, diáfano, lleno de luz, da paso a un conocimiento inmediato y espontáneo. La gente al ver lo evidente directamente debería conocerlo, debería captarlo sin más. Repárese que la luminosidad es una cualidad propia de la cosa, no de la vista: si las estrellas no tuvieran luz, no se podrían ver, pues la vista solo percibe su brillo.

Finnis et al. (1987) consideraban irreductible a aquello que es evidente. En realidad, no todo lo evidente es irreductible, sino solo lo más evidente. Ciertas fórmulas matemáticas son evidentes, pero para captar su evidencia es necesario conocer todos los términos —términos que pueden ser más simples y, por tanto, más evidentes—. De hecho, los mismos autores explican que todos los principios evidentes del razonamiento dependen de un principio anterior que, por tanto, sería más evidente: el principio de no contradicción (pp. 119-120).

Algunos filósofos, sobre todo racionalistas, han hablado de la evidencia como “algo necesario” en diversos sentidos. Ulrici, por ejemplo, entiende la evidencia como “la necesidad objetiva de pensar” y Sigwart afirma que la evidencia provenía de “la capacidad de distinguir el pensamiento objetivamente necesario de lo que no es necesario” (Eisler, 1904). Cuando Aristóteles habla de la necesidad (Física I, 1.2, a 18-19) es más preciso: por ser la evidencia algo connatural es necesario que el intelecto la acepte. En este caso la característica de la necesidad sería un aspecto de la característica de la connaturalidad, que se verá a continuación.

En cuanto a las características extrínsecas que suelen rodear a las cosas evidentes tenemos: I) Lo evidente causa certeza, genera en el cognoscente esa seguridad subjetiva de haber adherido a la verdad. II) Al menos al inicio, lo evidente se asume como algo natural —recuérdese a Aristóteles—, sin fuerza, de manera pacífica, por ser connatural al intelecto. En lo evidente la inteligencia honesta respira aire fresco, se mueve a sus anchas. Ciertas verdades pueden costar —así, aunque se sepa que dañar a otro está mal, las iras pueden empujar a actuar “contra los principios”—, pero si el proceder intelectual es honesto, la voluntad terminará aceptando lo evidente; en cambio, una mente perturbada y licenciosa buscará cualquier género de excusas para desterrar esas evidencias que incomodan (Cardona, 1973, p. 158). III) Como consecuencia de todo lo anterior, lo evidente suele ser profusamente compartido, por eso está tan relacionado con el sentido común, entendido como conjunto de opiniones generalmente aceptadas. Las cosas más evidentes deben ser tenidas por tales por la mayoría de los mortales —aunque nunca faltará el ciego que no lo capte lo innegable, porque el intelecto humano es débil y solo puede acceder a la evidencia quad nos, no a la evidencia en sí misma—. IV) Lo evidente es fértil: sobre el conocimiento evidente se construyen bien otros conocimientos científicos y, en el ámbito práctico, los principios éticos evidentes generan una cultura más lograda y un mayor bienestar. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo, algún día, el más célebre de los israelitas.

Las características señaladas admiten gradualidad, porque lo evidente es un concepto análogo. El conocimiento humano se construye por capas: al inicio están las primeras aprehensiones que captamos de la realidad (“hay cosas”, “tengo manos”, “existo”, etc.), luego aparecen los juicios más simples (“esto es agradable”, “esto duele”, etc.) y los primeros principios (“esto es bueno”, “hay que hacer el bien”, “he de evitar el mal”, etc.). Solo más tarde llegamos a los razonamientos más complejos de la geometría, de la aritmética y demás ciencias. Las primeras verdades son más evidentes, más simples, más diáfanas, más compartidas por el género humano y con mayor certeza: las primeras aprehensiones son más nítidas que los juicios, los primeros juicios son más simples y claros que los razonamientos articulados, un razonamiento es más fácil de verificar que un sistema de pensamiento compuesto de muchos razonamientos. Por otro lado, las pruebas no siempre muestran una fuerte evidencia: no siempre es claro que quien se confiesa delincuente lo sea, ni toda declaración testimonial nos genera igual certeza. Un jurado puede estar dividido al escuchar a la víctima o al reo y hasta un video puede engañarnos.

3.4 Función de la evidencia

La principal función de la evidencia es ser un “criterio de verdad” (Millán-Puelles, 2015, pp. 276-279). Un criterio de verdad es el medio a través del cual la verdad se hace patente. Si dudamos de una afirmación y queremos verificarla, la contrastaremos con otros conocimientos más seguros, claros e indubitables. Al final del camino deberemos contrastar todo con lo más evidente: no existe una instancia anterior al pensamiento a la que apelar para enjuiciar el valor de lo conocido, “esa instancia, si existiera, sería por definición irracional o prerracional” (Corazón, 2002, p. 161).

Toda la ciencia se construye confrontando las hipótesis con las evidencias previamente adquiridas (Millán-Puelles, 2015, p. 276). Todo conocimiento científico se levanta sobre lo evidente. Si no fuera así, la ciencia sería pura ficción, puro fanatismo. La ciencia se construye sobre los pilares seguros de lo indubitable, sus hipótesis y teorías no parten de la nada y se respaldan por el contraste con lo evidente. Como dice Polo (2004), “filosofar requiere no resbalar sobre lo obvio. El no enterarse de lo primordial en las cosas consiste precisamente en no empezar fijándose en lo que es obvio” (pp. 61-62). No se puede “pretender que la filosofía sea un ‘empezar de nuevo’, como si no existiera ningún conocimiento válido anterior” (Artigas, 1999, p. 17). Lo mismo aplica la ciencia jurídica, que tampoco puede levantarse sobre el vacío.

Para no caer en un absurdo idealismo o un relativismo absoluto, donde todo y nada pueden ser derecho, la doctrina jurídica debe construir sus primeros conceptos y principios sobre la roca de una evidente realidad. En otro lugar se ha trabajado el tema de las concepciones jurídicas que definen el derecho en buena medida[12]; ahí se ha visto que ninguna concepción cultural aparece por arte de magia, sino que se forman progresivamente. Primero ha de fraguarse el conocimiento inmediato de la realidad extramental, de las personas, de las cosas y del entorno, porque sin este conocimiento no hay posibilidad de razonar. Para que haya razonamientos conclusivos, primero debe haber juicios; y para que haya juicios, antes deben existir aquellas nociones evidentes captadas de la realidad. Una vez conocida la realidad extramental, el intelecto podrá sacar las primeras conclusiones jurídicas, que conforman lo que llamamos la concepción jurídica natural. Por ejemplo, quien conoce que el espectro electromagnético es limitado, entenderá la doctrina de los recursos escasos, propia del derecho de las telecomunicaciones, y comprenderá por qué el Estado ostenta singulares poderes para repartir las frecuencias. Quien entiende la naturaleza sexuada humana y sus fines naturales, rápidamente captará los primeros principios del derecho matrimonial. El descuido de lo evidente asesta un golpe mortal al derecho, porque es ahí donde comienza la reflexión jurídica. Sin el conocimiento de los fines humanos, la libertad humana queda reducida al capricho, a los miedos hobbesianos, a los sentimientos de lo que hablaba Hume y, a la final, a una pasión inútil, como sostenía Sartre. Por el contrario, un acertado conocimiento de la realidad humana y cósmica dará alas al derecho y a la libertad. Según la tesis clásica, los primerísimos principios del derecho nos vienen por la vía de la evidencia; en cambio, los principios derivados suelen ser menos evidentes (Suma Teológica. I, q. 82, a. 2, sol).

En los últimos años se ha discutido con cierta vehemencia acerca de la “función simbólica” de las leyes[13]. En el derecho norteamericano ha tenido alguna acogida la teoría del labeling approach o “teoría de las definiciones”, que destaca el rol que tienen las etiquetas con que se califican las cosas y muestra cómo los cambios en el lenguaje normativo no siempre son producto de la casualidad, sino que obedecen a mutaciones políticas, sociales o culturales que redefinen la realidad, para bien o para mal. En su postura más radical, se entiende que conceptos como “juridicidad” o “antijuridicidad”, “licitud” o “ilicitud”, “validez” o “invalidez” no son más que etiquetas o categorías movedizas que solo cobran sentido cuando se las define o tipifica; carecerían, por tanto, de cualquier justificación ontológica o fáctica. Tal aproximación al lenguaje normativo ignora lo evidente: no percibe que en un primer momento el conocimiento surge del contacto sensible con la realidad extramental, de la cual el intelecto extrae los primeros conceptos. Si el lenguaje humano, compuesto de signos, conceptos y referencias a la realidad, no estuviera disociado de la realidad, vana sería cualquier comunicación y, además, las normas y los actos jurídicos carecerían de eficacia en el mundo del ser. Es preciso partir de conceptos vinculados con la realidad evidente. Tanto el derecho, como toda ciencia, debe partir de definiciones ancladas en la realidad. Estas definiciones permitirán a las ciencias fijar sus límites, crear hipótesis de trabajo, establecer principios y reglas y validar sus conocimientos, contrastándolos nuevamente con lo evidente.

4. La prueba de lo evidente

Ahora, se indagará cómo probar o detectar lo evidente, primero de manera genérica y, luego, en el campo del Derecho. A primera vista esto parecería ser una futilidad[14] porque, como vimos, la prueba de lo evidente es justamente su propia evidencia: lo evidente es patente, no requiere justificación. Sin embargo, pensamos que este cometido resulta especialmente necesario hoy en día por dos razones: primero, porque lo más evidente es tan luminoso que ciega nuestros ojos. La idea es de Aristóteles: ante la evidencia de la naturaleza, nuestro entendimiento hace lo que la lechuza ante los rayos del sol (Metafísica II, Iα c.1 n.2: BK 993b9)[15]. Y, segundo, porque un intelecto poco honesto tiende a justificar lo injustificable. Ya Orwell (2002) observó que nos hemos hundido a tal profundidad que la reformulación de lo obvio se ha convertido en el deber primordial de los hombres inteligentes (p. 107)[16], y esto es lo que se propone.

4.1 La posibilidad de probar lo evidente

Se ha repetido que lo evidente no admite prueba, que es “irreducible”, que se impone por sí mismo a la inteligencia sin necesidad de prueba adicional. La prueba de lo evidente exigiría partir de otras evidencias que, entonces, deberían también justificarse: el pez se muerde la cola. Aristóteles mostraba que quien quisiera negar el principio de no contradicción debía usarlo, y usarlo como si fuera válido, pues de otro modo es imposible hacerlo. En el fondo, si requiriésemos una prueba de lo evidente, habríamos de apelar a otro conocimiento más directo e inmediato que, por serlo, justamente sería evidente. Caeríamos entonces en una solución ad infinitum, que siempre se busca y nunca se encuentra.

La irreductibilidad mencionada solo vale para las cosas más evidentes y lo más evidente es indemostrable, pero sucede que hay cosas menos evidentes que se prueban con lo más evidente. Así sucede en las ecuaciones matemáticas —evidentes en sí mismas—, que se “prueban” con lo más evidente: nadie prueba la igualdad de 2=2, pero con esta igualdad se prueban ecuaciones más complicadas.

Lo más evidente ciertamente no puede probarse in recto, porque jamás podrá demostrarse la causa de lo evidente, nunca podrá deducirse de otro postulado anterior —de lo contrario, aquello no sería tan evidente—. Pero nada obsta que quepa argumentar su existencia in oblicuo, atendiendo a sus efectos[17] o demostrando cuán absurdo resultaría negar lo evidente o afirmar su contrario. En todo caso, hemos de aceptar que las pruebas oblicuas no serán tan contundentes como las pruebas directas.

En concreto, se piensa que la prueba indirecta puede hacerse constatando si en la afirmación sub examine se verifican, o no, las características de lo evidente. Si encontramos que una afirmación es simple, clara, inconcusa, aceptada por todos, probablemente estaremos ante algo muy evidente. Por el contrario, si un razonamiento resulta confuso, raramente articulado, desconocido para los entendidos, más bien estaremos ante algo falto de evidencia. De esta manera, hay dos vías para verificar si algo es evidente: una vía positiva, que constata la existencia de las características de lo evidente y busca afirmar “esto es evidente”; y otra vía negativa, que solo verifica que las características no se cumplen para decir “esto no es evidente”. Analicémoslas.

4.2 El test negativo

Se inicia con la vía negativa, que es la más sencilla. Esta no pretende señalar qué elementos son falsos, oscuros, complejos o raros, sino solamente determinar qué afirmaciones no son evidentes. Si una afirmación no pasa el test negativo, la conclusión simplemente sería que ella no es evidente quad nos.

Según el test negativo, no se muestra evidente: I) aquello que se ha demostrado ser falso o distinto a la realidad, lo absurdo, lo irracional, por carecer de verdad; II) lo que contradice otras verdades más evidentes; III) lo que se contradice en sí mismo; IV) los razonamientos complejos o demasiado articulados, las ideas raras o peregrinas y todo aquello que no se capta de manera inmediata, por falta de simplicidad; V) lo que se acepta solo por fe, por falta de autojustificación; VI) lo que no se capta de buenas a primeras, lo invisible o inentendible, por falta de claridad; VII) las afirmaciones inseguras o mal expresadas, lo superficial, las meras opiniones y pareceres, porque no causan certeza en quien los escucha; VIII) la ideología impuesta por quien tiene poder, las doctrinas bombardeadas por campañas de publicidad masivas en contra de las creencias comunes y, en general, lo que repulsa al intelecto, porque no llega de manera racional y natural al sujeto, sino imponiéndose con cierta fuerza; IX) las ideas compartidas solo por pequeños grupos, por sectores específicos de la sociedad o por contadas generaciones, porque lo evidente se difunde de manera más profusa; y, finalmente, X) aquellas afirmaciones de las que se siguen cosas funestas para la sociedad.

Los supuestos III) a X) solo definen que una afirmación no se muestra evidente, aunque eventualmente podría ser verdadera y admita prueba, como ha sucedido con la existencia del bosón de Higgs. Los dos primeros supuestos además determinan la falsedad de la afirmación.

4.3 El test positivo

Después de superar el test negativo, ha de intentarse el test positivo. A diferencia del anterior, este busca determinar si algo es evidente. La conclusión del test positivo rara vez será apodíctica, pero al menos arrojará un criterio aproximativo de evidencia. El test se realiza verificando si se cumplen las características intrínsecas y extrínsecas de la evidencia: mientras más características se verifiquen en una afirmación, mayores visos de evidencia tendrá.

a) La constatación de las características intrínsecas. La constatación de las características intrínsecas de lo evidente —verdad, coherencia, necesidad del razonamiento, simplicidad, justificación innecesaria y claridad— representa un reto no pequeño. Como se ha dicho, lo más evidente simplemente no puede probarse; en cambio, lo menos evidente admite, con mayor facilidad, este examen.

Si se constatan las tres primeras características de lo evidente —verdad, coherencia y necesidad— la afirmación ha de tenerse como evidente, porque cumple con todos los elementos esenciales de la evidencia. Si no se comprueban las tres de consuno, pero sí varias características intrínsecas, habrá serios visos de que la afirmación sea evidente. A continuación, puede verse cómo examinar la presencia de todas las características:

  • Verdad: lo verdadero se prueba comparando lo afirmado con la realidad. Las cosas se reflejan en nuestra inteligencia, como en un espejo: si el reflejo es malo, no habrá verdad. La confrontación idea-realidad puede hacerse de manera empírica o teórica, mediante el método hipotético-deductivo, el inductivo, entre otros métodos[18].

    Finnis et al. (1987) de alguna manera han sugerido este camino. A la hora de definir qué principios prácticos son evidentes, mencionaron que esto probablemente podría hacerse a través de estudios sobre la persona humana que detecten con precisión cuáles son las inclinaciones naturales y, también, recurriendo a estudios antropológicos que examinen los móviles y fines de las conductas en todas las culturas (p. 113). La prueba de la verdad es más difícil en las cosas más evidentes y resulta absolutamente imposible en la evidencia de simple aprehensión.

  • Coherencia: aquí es necesario comparar lo afirmado con otras afirmaciones ya probadas o evidentes. Si una afirmación está de acuerdo con todos los conocimientos que se tienen por seguros, es probable que ella sea verdadera y evidente.

    Con las verdades más simples y evidentes quizá lo único que quepa es demostrar cuán absurdo sería afirmar lo contrario. Esta es la forma en que Finnis et al. (1987)[19] argumentaron a favor de la evidencia de los siete bienes que consideraban básicos. Finnis (1977) precisa que aunque no es factible demostrar los bienes básicos como bienes, sí cabe demostrar que la negación de estos bienes básicos nos lleva a un atolladero filosófico que cae en la autorefutación; para el filósofo australiano los bienes básicos no se pueden poner en duda coherentemente. La reducción al absurdo no demuestra directamente la veracidad de la afirmación, ni menos su evidencia, pero la hace más probable y comprueba algo de su coherencia.

  • Necesidad del razonamiento: según los clásicos, si el predicado se encuentra en el sujeto, lo dicho es evidente. Esto sucede en las ecuaciones matemáticas y en muchas afirmaciones. Estamos ante una prueba contundente de la evidencia, claro, si se llega a comprobar. El problema aquí es que, generalmente, no siempre se tiene una idea acabada de los extremos de la afirmación. Por eso el Aquinate, después de afirmar que la existencia de Dios es evidente por sí misma “ya que en Dios sujeto y predicado son lo mismo”, observa que “puesto que no sabemos en qué consiste Dios, para nosotros no es evidente” (Suma Teológica, I, q. 2, a. 1, sol).

  • Simplicidad. La simplicidad de las cosas se constata cuantificando las partes que la componen. El conocimiento más simple es el de “simple aprehensión”, en donde la mente se figura lo captado por los sentidos. Al ver, oír, oler o tocar nos vamos haciendo una idea de lo que las cosas son. Los sentidos no se equivocan, a menos que estén atrofiados o padezcan alguna enfermedad; es la mente la que al componer las imágenes, sonidos, olores, etc. puede equivocarse. Un concepto depende de muchas aprehensiones, y un juicio (A es B) requiere de más de un concepto. Por eso, el juicio es menos simple que el concepto y el concepto es menos simple que la “simple aprehensión”. Muchos juicios hilados producen los razonamientos, y la concatenación de razonamientos generan los sistemas de pensamiento. Aquí sí tiene su aplicación la navaja de Ockham, pues, según esta, cuando dos teorías en igualdad de condiciones tienen las mismas consecuencias, la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja (Audi, 1999; Thorburn, 1918, pp. 345-353): hemos de estar primero a las verdades más simples y evidentes, no conviene partir de lo complejo y raro.

    Leibniz, Kant, Menger, Einstein y muchos otros han criticado el razonamiento de Ockham por ser demasiado superficial, pues a veces son necesarios más elementos para explicar la realidad. Contra la aseveración de que pluralitas non est ponenda sine necessitate (la pluralidad no se debe postular sin necesidad), Kant respondía en su Crítica de la razón pura que “la variedad de seres no debería ser neciamente disminuida” y Menger señalaba que “es vano hacer con menos lo que requiere más” (Maurer, 1962; 1984, pp. 463-475). Se considera que la Navaja de Ockham no sirve para hallar la verdad, ni como método de definición de teorías o hipótesis, pero puede tener un uso modesto para detectar si algo es evidente o no.

  • Justificación innecesaria. La justificación de lo evidente es una labor bastante tediosa, y la justificación directa de lo más evidente es una empresa imposible, porque lo autoevidente encuentra en sí mismo su justificación. “Existo”, “hay aquí cinco personas” son verdades que conocemos por simple aprehensión; “el todo es mayor o igual a la parte”, “2+2=4”, son verdades que conocemos por evidencia intelectual. Lo más evidente es axiomático. La misma imposibilidad de negar o probar la veracidad de lo afirmado dice algo de su evidencia.

  • Claridad. La claridad es una característica esencial de lo evidente. Lo evidente implica la presencia de una realidad como inequívoca y claramente dada a la inteligencia. Lo sumamente evidente es sumamente luminoso a la inteligencia, que por su claridad puede ver. Una redacción legible, una exposición clara, una buena entonación, una presentación completa, etc. ayudan a realizar la plenitud de la evidencia. No obstante, el fondo de esta característica es más difícil de probar. Podría hacerse examinando el grado de conocimiento adquirido en quienes han tenido noticia de alguna teoría, aseveración o hecho.

b) La constatación de las características extrínsecas. La prueba más sencilla de que algo es evidente se hace constatando si externamente se ha manifestado como evidente. Es la prueba por los efectos. Las tres características que suele reunir lo evidente —certeza, connaturalidad, conocimiento generalizado y fertilidad— fácilmente pueden verificarse acudiendo a pruebas empíricas —exámenes, entrevistas, estadísticas, etc.— que definan cuán cierto y natural resulta una afirmación al público, y cuántos la comparten.

Si se constatan las tres características extrínsecas en una afirmación, es probable que esta sea evidente:

  1. I) Connaturalidad: se ha dicho que, al menos cuando recién se capta lo evidente, aquello se asume como algo natural, uno ni se da cuenta. Nadie repara “es verdad, he visto la Luna”, simplemente la ha visto. En cambio, ante una afirmación no evidente, que suele ser oscura y complicada, el público guarda recelo en aceptarla. Las ideas que requirieron una constante y masificada propaganda para afincarse en una sociedad no suelen ser evidentes, justamente porque no entraron de forma natural en las personas. Aquello cuya aceptación causa sonrojo o vergüenza —al menos al inicio, antes de que la persona o la sociedad se haya autoexcusado— tampoco suele ser evidente —esto sucede con muchas conductas sexuales—. En cambio, lo que durante años pertenece pacíficamente al “sentido común” de una sociedad suele ser evidente.

  2. II) Certeza: la percepción de lo luminoso tiene como efecto aquella sensación de seguridad de haber conocido que se llama “certeza”. Lo cierto no genera dudas: quien ve la Luna no se cuestiona si la ha visto. En cambio, ante lo incierto naturalmente afloran las dudas: “¿es verdad que he visto un fantasma?” Nos referimos aquí a las dudas serias, a lo que en moral se llama “duda positiva”, aquella que alberga la posibilidad de que exista lo contrario a lo creído. Siempre pueden merodear dudas superfluas como las del genio maligno de Descartes, pero esas no causan verdadera incerteza sino a un loco.

    La connaturalidad y la certeza pueden probarse examinando la sensación de seguridad y la naturalidad con que las personas recibieron la información. Pero, para tal prueba, habrá que seleccionar muy bien el focus group, porque “los hombres las conocen de acuerdo con la diversidad de sus sentimientos” (Suma Teológica, III, q 55, a. 4, sol). Un médico captará más difícilmente la evidencia de las ecuaciones de la física que un ingeniero, porque ellas no forman parte de su ciencia. Un timorato o alguien voluble de ánimos tendrá menos certeza de lo conocido y más temor de no haber llegado a la verdad. Quien esté lleno de prejuicios contra un sujeto o ideología difícilmente captará la verdad que provenga de esa fuente. En estos ejemplos se ven diversos obstáculos que reducen los efectos causados por la evidencia; se trata de obstáculos externos a la evidencia, que no minan su existencia, sino sus efectos manifestativos —evitan la manifestación externa de lo evidente—.

    A la hora de probar la certeza y naturalidad con que se recibe una información, hemos de seleccionar un público más docto, coherente y sensato, evitando a la gente necia y loca. Quien afirma estar seguro de una doctrina, pero no vive según ella, en realidad poco seguro está de ella, pues la evidencia no se manifiesta en el incoherente. Un panel de expertos en física dirá de forma más fidedigna si una ecuación es o no evidente; la gente más ecuánime y serena probablemente estará en mejor situación de captar la luz de la evidencia que aquella exaltada y parcializada por una postura.

  3. III) Generalidad: existan o no los mencionados obstáculos externos, parece claro que las cosas más evidentes serán captadas por un mayor número de inteligencias. Algo profusamente compartido por distintas culturas y generaciones mostrará mayores betas de evidencia. Muchos valores ostentan una evidencia imbatible. Piénsese en la lealtad, la veracidad o la honestidad, tan difusamente compartidos en las culturas de todos los tiempos. Ninguna cultura tiene como valor la infidelidad, el engaño, el robo, el fraude —aunque siempre se encontrará un bicho raro, un ciego incapaz de captar lo evidente, que hará de cualquier estupidez su leitmotiv—.

    Mientras más personas compartan una afirmación, y mientras menos la contradigan, mayor probabilidad habrá de evidencia. La opinión de la mayoría no es la verdad, ni menos la evidencia, sino un dato de evidencia entre otros. Aquí solo cabe sostener que aquello que es naturalmente compartido como seguro por la generalidad de personas muestra serios visos de evidencia. Aunque no sea apodíctica, la generalidad dice algo de la evidencia, a ella recurren quienes buscan fundamentar la ética en los valores compartidos por la sociedad y algo aciertan en tal labor[20]

    La generalidad se puede probar de diversos modos:

    Las estadísticas. Ellas muestran cuántos han aceptado una determinada tesis en el tiempo y cuántos han sido sus detractores. Ambos datos son necesarios. La buena práctica estadística contabiliza tanto los datos a favor, como los datos en contra: un dato complementa y corrige al otro. Parecería ser la prueba por antonomasia de la evidencia. Sin embargo, cuando hablamos de evidencia el tamaño requerido del público es demasiado grande —todas las personas de todos los tiempos—, lo que exige una muestra extremadamente difícil de conseguir. Como se sabe, si reducimos la muestra, reducimos la fiabilidad de los resultados. Por otro lado, las estadísticas no están siempre disponibles, ni están siempre bien hechas.

    Los físicos dicen que se acude a la explicación estadística cuando no se tiene otra, porque la explicación estadística es la más débil. Polo (1991) añade que “las explicaciones estadísticas tienen un límite, ya que no todo se puede explicar estadísticamente. Cuando entran muchos factores en el cálculo, no hay modo de establecer la estadística. Esto se llama técnicamente el ruido blanco” (p. 34).

    Documentos históricos. Los anales de la historia recogen muchas costumbres centenarias e inmemoriales que plasman la manera de pensar de un pueblo durante siglos. Las palabras también poseen rastros históricos y su etimología permite detectar cómo las comprendieron los antiguos en el primer momento, justamente en aquel momento más cercano al de la primera aprehensión absoluta relacionada con el término. Además, contamos con los dichos que se repiten y se reformulan en diversas generaciones. Los dichos son una fórmula privilegiada de transmisión de verdades evidentes.

    También es posible acceder al sentir de nuestros antepasados a través de sus más insignes interlocutores: los artistas clásicos, las mejores plumas y los genios. De la prehistoria no tenemos letras, sino arte, que aún procuramos descifrar. Con la aparición de la escritura ya podemos rastrear qué pensaron nuestros primeros padres. Homero a través de la Ilíada y de la Odisea, Sófocles con la tragedia de Antígona, y Virgilio mediante La Eneida y Las Bucólicas, nos hablan del pensamiento de los siglos VIII, V y I a. c. La literatura y la música clásica se diferencian de las novelas y baladas de moda justamente en que la moda es pasajera, mientras lo clásico agrada a un sinnúmero de generaciones que encuentra en ese arte algo bello, verdadero y sublime.

    El arte. El arte es un buen vehículo para expresar las verdades, tanto las más evidentes y sencillas, como las más profundas y difíciles de comprender. Tomás de Aquino señalaba que:

    así como las cosas poéticas no son percibidas por la razón humana, a causa de la escasa verdad que encierran, así tampoco pueden ser alcanzadas en toda su perfección las verdades divinas por la alteza de las mismas. Y por esto, en uno y otro caso es necesaria la representación por medio de figuras sensibles (Suma Teológica, I-II, q. 101, a. 2, ad 2)

    Tal representación muchas veces nos lleva de lo fácil a lo profundo. Como decía Kahlil Gibran (2010), el arte es un paso de lo que es obvio y conocido hacia lo que es arcano y misterioso[21].

    Pero no todo arte sirve de igual modo para expresar lo evidente, porque la expresividad del arte es muy variable y porque los artistas no siempre conocen bien aquello que representan. La arquitectura, la decoración de edificios, la orfebrería y la bisutería, la música sin letra, junto al arte pictórico absolutamente abstracto, no alcanzan a manifestar sino un conjunto de sensaciones que rara vez pueden calificarse de verdaderas o falsas. La pintura paisajística ya muestra con sus tonalidades qué cosas se tienen como valor, pero mucho más lo hace la que retrata personajes míticos o reales, cuidando su luminosidad y gala, o llenándolos de sombras y matices fríos. Un buen retrato expresa más que una foto. Algo semejante sucede con la escultura cuando guarda las proporciones femeninas o muestra la fortaleza de los héroes, para proclamar día y noche el ideal de belleza o los valores cívicos.

    Más expresivo es el arte que moldea el lenguaje para mostrar valores, principios o ideas: la poesía, las canciones con letra, la literatura gruesa, el teatro y el cine. La poesía “escasa verdad encierra”, mas puede contener aquello que al poeta le parece evidente y se siente impulsado a proclamar por la sensación de seguridad que le produce la idea. En cierto sentido, lo evidente es “escaso”. Las canciones también manifiestan la verdad atisbada por los músicos: ciertamente ahí no encontraremos el teorema de Tales, ni de Bayes, ni de Pitágoras, sino la verdad de las emociones o de los ímpetus del corazón. Muchas baladas y boleros hablan muy bien del amor, en ocasiones incluso mejor que los grandes filósofos. Aristóteles escribió excelentes líneas sobre la amistad, pero más convencen al alma una canción, una novela o la vida de un amigo de carne y hueso. A la hora de describir lo superficial, de captar las impresiones y emociones producidas, de palpar la realidad de las relaciones interpersonales y de describir algunos otros fenómenos íntimos, los artistas aventajan en múltiples aspectos a los filósofos.

  4. Los frutos buenos. Aquí solo se atiende a la bondad de los efectos. Cuando algo es basilar en una ciencia bien desarrollada, es decir, cuando varias secciones de una ciencia caen a falta de una pieza, esta pieza normalmente es evidente. En el razonamiento práctico sucede lo mismo, pero, además, ahí hemos de verificar la bondad o maldad de sus efectos. Un principio antisemita es capaz de construir en buena regla una moral nazi, pero no por ello el principio de partida será evidente. Solo parecerá evidente el principio práctico que haya generado una cultura de paz, bienestar y armonía.

    Autores como Finnis, Grisez & Boyle (1987) también han recurrido a esta prueba cuando, al hablar de los primeros principios, señalaron que, si bien no cabía una prueba directa de su evidencia, sí cabía recurrir a “argumentos dialécticos” para demostrar que su negación trae consecuencias inaceptables (p. 111).

4.4 La aplicación del test en el derecho

La evidencia es una esquina donde se encuentran el derecho procesal y la teoría del derecho. Al derecho procesal le interesa definir qué pruebas contienen evidencias suficientes para el juzgamiento, mientras que a la teoría del derecho le interesa evidenciar cuál es la verdad de lo justo, lícito o legítimo en cada caso. A este último género de evidencias —más teóricas y menos fácticas— se dedicarán, principalmente, las siguientes líneas.

Para definir la estructura medular del derecho, para detectar cuáles son sus primeros principios, sus directrices más seguras e indubitables, los juristas de todos los tiempos han acudido a una serie de instituciones —también dentro de los procesos judiciales— que muestran cuáles son las concepciones jurídicas más generalizadas. En concreto, se habla de las costumbres más longevas, de los aforismos y máximas, de las tradiciones, de la opinión común y de la doctrina constante de los doctores.

Juliano (Digesto I, 3.32.1) consideraba que la costumbre inveterada obligaba tanto como la ley, en un sistema donde la ley ya tenía su peso. En realidad, una costumbre inmemorial repetida en la mayoría de culturas probablemente manifiesta un punto de verdad jurídica evidente. Piénsese, por ejemplo, en las diversísimas formas culturales de celebrar matrimonio, donde, sin embargo, se cuida que el hombre y la mujer siempre tengan un momento para expresar de manera clara y libre su voluntad. La unión de voluntades no es algo accesorio, sino nuclear al matrimonio, algo sin duda evidente.

Otras costumbres longevas y varias tradiciones jurídicas también podrían manifestar derechos u obligaciones evidentes, mientras no existan usos o tradiciones contrapuestas en otro tiempo o lugar. Algo similar cabría decir de la opinión común y de las prácticas jurídicas, cuando resultan muy extendidas: si todos los ciudadanos entienden la ley de un modo determinado, si todos la aplican de la misma manera [22], estamos ante un punto inconcuso de derecho[23].

La doctrina constante y común de los doctores suele presentar varias características de un conocimiento evidente más profundo: la claridad, la certeza, una generalidad cualificada. No en vano en los procesos internacionales los juristas de renombre “prueban” cuál es el derecho nacional, cuando todos ellos comparten una misma opinión sobre un tema específico. Justamente por eso, quien ataca esa prueba ha de enervarla presentando otros expertos de igual fama que sostengan lo contrario.

La doctrina y los abogados usan con frecuencia adagios, dichos, aforismos, brocardos y máximas del derecho para apuntalar lo afirmado en sus escritos y alegatos. Esto es sumamente conveniente, porque ellos presentan buenas dosis de evidencia. Pacta sunt servanda, ad impossibilia nemo tenetur, alterum non laedere, suum cuique tribuere… son verdades indubitables que se estudian al principio de la carrera y crean una base sobre la que se asentarán los conocimientos jurídicos posteriores. Un aforismo es la genialidad de un jurista preclaro, que se pronuncia sintéticamente sobre un punto concretísimo de derecho, repetido luego por las generaciones posteriores que, de forma inmediata, han hallado en esa frase la clara expresión de alguna verdad. Estas máximas muestran las mejores garantías de lo evidente: son extremadamente simples, poseen una gran claridad, no requieren de mayor justificación, se asumen de forma natural, son compartidas por doctos y legos, poseen una certeza capaz de zanjar controversias y son citadas en los tratados para estructurar sobre ellas todo el conocimiento posterior. Su abundante uso en diferentes épocas, culturas y sistemas jurídicos denota una generalidad aplastante, propia de lo más evidente[24].

El problema con los aforismos es su simpleza, si bien ello resalta su evidencia, su aplicación no siempre resulta adecuada a todos los casos que se cruzan por la mente. Ante un aforismo incómodo la retórica recomienda defenderse invocando un aforismo contrario, lo que no deja de ser sino una solución de show. En el fondo habrá que dilucidar con atención qué principio jurídico aplica adecuadamente al caso y cuál ha de desecharse (Otaduy, 2002, p. 364). Si con todo surgieran dos aforismos claramente contradictorios sobre exactamente un mismo punto de derecho, es probable que no estemos ante algo evidente y que solo uno de ellos esté justificado.

5. Conclusiones

De la investigación puede concluirse lo siguiente:

  1. 1. Según lo visto, evidente es aquel conocimiento claro que capta de manera inmediata y directa lo que son las cosas.
  2. 2. Lo evidente muestra diez características. Sus características intrínsecas son: la verdad, la coherencia, la necesidad del razonamiento, la simplicidad, su justificación innecesaria y su claridad. Sus características extrínsecas son: la certeza, la connaturalidad, el conocimiento generalizado y la fertilidad científica.
  3. 3. Para detectar lo evidente, se diseñó un método que consiste en un test positivo, que verifica si se cumplen las diez características mencionadas para concluir “esto es evidente”, y en un test negativo que analiza si no se cumplen para inferir “esto no es evidente”
  4. 4. Ciertas fuentes del derecho manifiestan de modo especial las características de lo evidente, en concreto, las costumbres más longevas, la opinión común, la doctrina constante y común de los doctores. Pero, sobre todo, lo que más matices de evidencia posee, son los aforismos, brocardos o máximas del derecho, que condensan en una simple frase una afirmación inconcusa de derecho.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
[3] Los grados del conocimiento han sido estudiados desde diversas perspectivas. Ya en el Órganon de Aristóteles, fundador de la lógica, aparece que los silogismos se forman a partir de los juicios, los juicios a partir de los conceptos, y los conceptos a partir de las aprehensiones de los sentidos. Sobre los grados del saber, cfr. Maritain, 1947 y 1967; Cruz Cruz, 1982, pp. 45-67.
[4] Se entiende por “evidencia formal” aquella meramente lógica. Según ella es evidente que “si todos los elefantes tienen alas y todos los seres alados vuelan, entonces todos los elefantes vuelan”.
[5] Véase especialmente Finnis, 1991, XI.
[6] Porter (1993) dice que la justificación en la evidencia de los bienes básicos es arbitraria y falsa (p. 27). Al paso saldrán Bradley y George (1994), señalando que la escuela sigue fielmente la idea tomista de los principios evidentes, precisando además que no es tan claro que la nueva escuela hable de la autoevidencia de los bienes básicos. También Sayers (1998) duda de la fidelidad a los principios tomistas de la nueva escuela. A favor, O’Connell (2000). Cfr. Orrego, 2001.
[7] Descartes asocia la evidencia con la “claridad y distinción” (1641, discurso VI). Leibniz (1765, IV, cap. 11§10) concibe la evidencia como una certeza luminosa, que resulta de la combinación de ideas. D’Alambert (1739, p. 127), por su lado, llama evidencia a la claridad de una oración que es suficiente para comprender su verdad.
[8] Por eso se comprende que Kant la conciba como “una certeza apodíctica”.
[9] Sobre la noción inglesa de “evidence” y su relación con la evidencia intelectual, véase Sokolowski, 2008, pp. 159-162. Quizá podría haberse explorado más la analogía del concepto.
[10] Aristóteles señalaba que “lo más cognoscible son los primeros principios y causas, ya que por ellos y a partir de ellos se llegan a conocer las demás cosas, y no de ellos mediante lo que les está subordinado” (Metafísica, I, 2, 982b 2-4).
[11] En clave tomista: si Dios es lo más simple, y si Dios es lo más evidente, entonces lo más simple ha de ser lo más evidente.
[12] Cfr. Riofrío, 2016, pp. 13 y ss.; 2012, pp. 277-282; 2013, pp. 455-460.
[13] V. gr. Hegenbarth, Hill, Ryfell, Noll, Amelung; cfr. Hassemer 1995, pp. 23-36.
[14] Es ridículo pretender demostrar que existe la naturaleza”, dice Aristóteles (Física II, 1.6).
[15] Consta también en la Suma Teológica I, q. 1, a. 5, sol.
[16] El mismo autor se quejó de que “todo el pensamiento político de los últimos años ha adolecido de lo mismo. La gente puede prever el futuro solo cuando coincide con sus propios deseos, y los hechos más manifiestamente obvios pueden ser ignorados cuando no son bien recibidos” [traducción propia] (p. 107).
[17]. La idea consta en el Aquinate, que distingue dos demostraciones: atendiendo a las causas o atendiendo a los efectos. Luego concluye que la existencia de Dios “sí es demostrable por los efectos con que nos encontramos” (Suma Teológica, I, q. 2, a. 2, sol).
[18] Sobre la variedad de métodos, cfr. nuestro artículo, Riofrío, 2015.
[19.] Los autores titularon a esta prueba la “defensa dialéctica de lo evidente”.
[20] Sin embargo, los moralistas se equivocarían si no fueran más allá, quedándose solamente con la opinión de la mayoría. Es bueno saber qué se valora en cada país, pero luego hay que profundizar en las razones de fondo por las que cada cosa se considera valiosa. Si no llegamos al plano ontológico y al práctico, nos quedamos en una moral de la mayoría, en un relativismo carente de sentido, incapaz de sobrevivir a una sola generación.
[21] La traducción es propia.
[22] El genio romano señalaba que semejan a las leyes las viejas costumbres confirmadas por el consenso (diuturni mores consensu utentium comprobati legem imitantur, en Inst. 1.2.9).
[23.] Recordemos además que Paulo, y después muchos otros juristas, mantuvieron que la costumbre es el mejor intérprete de la ley. Optima est legum interpres consuetudo (Paulo, D. 1.3.37). Cfr. también X. 1.4.8, donde se señala que consuetudo est óptima legum interpres y a Coke cuando dice que optimus interpres legum consuetudo (Institutes, II: 18 y 228).
[24]. Naturalmente no todas las frases de los antiguos llegan a ser máximas evidentes, porque no todas llegan a tener el mismo grado de difusión, simplicidad, claridad y certeza. Por lo dicho, apreciamos mucho el estudio particularizado de los aforismos realizado en Domingo, Ortega & Rodríguez-Antolín, 2003.
Notas de autor
[*] Ecuatoriano. Doctor de la Pontificia Università della Santa Croce, Italia. Profesor de Teoría Fundamental del Derecho en la Universidad de los Hemisferios, Ecuador; y de Jurisprudence en Strathmore University, Kenia.
[**] El artículo toma como base el trabajo publicado por el autor en el año 2019, en inglés.
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