Artículos

La cultura y las políticas culturales

Culture and cultural policies

Ricardo Roque-Baldovinos 1
UCA, El Salvador

Entorno

Universidad Tecnológica de El Salvador, El Salvador

ISSN: 2071-8748

ISSN-e: 2218-3345

Periodicidad: Semestral

núm. 58, 2015

vicerrectoriadeinvestigacion@utec.edu.sv

Recepción: 09 Marzo 2015

Aprobación: 28 Marzo 2015



DOI: https://doi.org/10.5377/entorno.v0i58.6242

Resumen: En su valiosa investigación “Las políticas del Estado salvadoreño, 1900-2012”, Knut Walter hace un recuento en detalle de las políticas culturales en nuestro país durante el siglo XX y lo que va del presente. Con distintas intensidades, el Estado salvadoreño dedicó parte de sus esfuerzos a fomentar actividades tan diversas como la música sinfónica, la publicación de libros o las fiestas patronales, con el afán expreso de promover la “cultura nacional” y, a través de ello, contribuir a la mejora del país. Sin embargo, no parece haber existido un consenso sobre qué se ha entendido sobre cultura, por qué era importante su promoción. Menos aún, por qué debe ser una responsabilidad del Estado.

Palabras clave: Cultura, Políticas Culturales, Estado, Arte.

Abstract: In his valuable research entitled “The policies of the Salvadorean State, 1900-1912,” Knutt Walter conducts a detailed recount of the cultural policies in our country during the XX century and the present times. At various degrees, the Salvadorean State dedicated part of its efforts to promote a diversity of activities such as symphonic music, book publishing, or the celebration of patron saints, with the core purpose of promoting “national culture” thus contributing to the improvement of the country. However, it seems to have failed in finding a consensus over what has been understood about “culture,” why it was relevant to have it promoted, and much less why it should be a State responsibility.

Keywords: Culture, cultural policies, State, art.

En los primeros momentos, la cultura se identificó exclusivamente con la adecuada recepción de expresiones sofisticadas del arte que provenían del continente europeo. Sin embargo, también desde temprano se comenzó a reconocer como parte de la cultura expresiones de miembros de la sociedad que antes habían sido considerados incultos. También llama la atención que la educación pública —que sería un factor importante en cualquier concepción de cultura— se consideró un ámbito distinto de la acción estatal, aun cuando cultura y educación aparecieran bajo una misma cartera ministerial. Nos enfrentamos pues al problema de qué está en juego en el concepto cultura y por qué ahí se juega una dimensión de la vida común que reclama la intervención del Estado.

La primera dificultad que enfrentamos en esta tarea es el concepto mismo de cultura, que se emplea a menudo de manera bastante elusiva. En algunas acepciones, es demasiado restringido y pareciera remitirnos a actividades como las artes, que por ser de práctica de participación muy minoritaria podrían verse como un lujo, como algo que difícilmente puede considerarse prioritario frente a las ingentes necesidades del país. En otras, como en la concepción que se ha divulgado a través de la ciencia de la Antropología, la cultura se amplía tanto que termina por comprender la totalidad de la actividad humana. Ello conlleva la ventaja de la inclusión, pero se vuelve tan poco específico que habría una cultura de la violencia, una cultura empresaria, una cultura política. De esta manera se vuelve algo tan inasible que difícilmente sería sujeto de políticas de Estado. En el mejor de los casos, podría abordarse como una especie de eje transversal que se tiene que considerar en políticas específicas dentro de los ámbitos mucho más circunscritos de la educación, la economía o la comunicación social.

Cuando nos enfrentamos a conceptos de difícil definición como la cultura, estamos o bien ante una deficiencia de reflexión, problemas que los hemos pensado mal, o bien ante realidades complejas e importantes, que plantean grandes retos a los intentos de teorizarlas. Estoy convencido de que en eso que llamamos cultura estamos ante la segunda posibilidad. Allí se juega algo trascendental para la vida de los humanos en sociedad.

En lo que sigue de la reflexión voy a intentar exponer qué está en juego en la cultura. Yendo a contracorriente del consenso vigente en las reflexiones sobre políticas culturales, demostraré, de paso, por qué el arte, o mejor dicho la dimensión estética, juega un papel fundamental como matriz de las prácticas de creatividad y libertad que deben ser el fin de las políticas públicas. Hago esto, por supuesto, sin desdeñar como marco obligado la concepción general, de cuño antropológico, de cultura.

No cederé a la tentación de hacer una historia del concepto de cultura, tema por demás fascinante, pero que nos distraería del propósito de esta reflexión. Bastará decir que la acepción más difundida que concibe la cultura como el patrimonio que define una comunidad nacional y que reclama un especial cuidado es relativamente reciente. Data de finales del siglo XVIII cuando deja de ser una metáfora agrícola que nos remitía a la formación intelectual o moral, que era la acepción que venía desde la antigüedad. En este sentido pues, el concepto de cultura está íntimamente ligado a la modernidad y sus contradicciones (Markus, 2011). Siendo su principal contradicción la expansión a todos los ámbitos de la vida humana de lo que Cornelius Castoriadis denomina una lógica conjuntivo-identitaria en detrimento de la dimensión imaginaria que permita cimentar la vida humana en sentidos compartidos (Castoriadis, 2006). Esto es lo que otros filósofos identifican como el dominio de la racionalidad instrumental que empobrece el mundo de la vida. La dimensión conjuntiva-identitaria nos permite la manipulación y control de la realidad en niveles sin precedentes. Es a eso a lo que llamamos progreso material, pero nos hace perder el sentido, la dirección de ese mundo que es nuestra creación. Porque es en la otra dimensión, la imaginaria, donde radica la verdadera capacidad de los humanos de crear y cimentar la vida social. Donde los humanos podemos hacernos cargo de ese mundo que es de nuestra creación.

El concepto cultura surge precisamente de ese descubrimiento, de la realización de que el mundo social resulta de la acción de los humanos y no de la voluntad inescrutable de Dios o del operar ciego de la Naturaleza, ni que tampoco la sociedad es una suerte de autómata dotado de voluntad propia que se ha rebelado contra sus creadores. Ahora bien, en el concepto de cultura vemos operando dos acepciones: una amplia y englobante, la cultura como la totalidad de creaciones y sentidos humanos, y una restringida o autónoma, donde el ser humano cobra verdadera conciencia de su poder creativo. Y por ahí es por donde quiero comenzar, afirmando que estas acepciones de la cultura —la antropológica y la autónoma— se suponen mutuamente (Markus, “The society of culture: the constitution of modernity”, 1994). Las sociedades modernas son, pues, sociedades de cultura porque exploran todas las dimensiones de su hacer a la vez que se plantea también su mejora. Estas sociedades se realizan entonces en ese tiempo particular que es la historia, el escenario de la acción colectiva humana donde se acumulan experiencias que se transmiten a lo largo de generaciones. Todo esto ocurre, en buena proporción, como un proceso del que no somos conscientes, donde actuamos por la vía del hábito. Pero por ser acción humana, solo los humanos podemos tomar conciencia de nuestro hacer y actuar sobre esta cultura en aras de un futuro mejor.

De esa paradoja entre la acción inconsciente y la necesidad de tomar conciencia para construir un futuro mejor derivan, pues, las dos dimensiones de cultura antes mencionadas. La dimensión general, antropológica, nos permite dar cuenta del impacto del accionar humano aún en sus manifestaciones más nimias y aparentemente intrascendentes. Los seres humanos creamos cosas, pero lo hacemos porque antes que nada somos creadores de sentidos, significaciones, valores. Esta es la perspectiva cultural sobre lo humano: verlo en tanto creación de sentidos. Por eso es que la cultura es tan plástica y en ciertas ocasiones puede ser hasta portátil, como el caso del mito de Robinson Crusoe o —si queremos un ejemplo más cercano— el de nuestros compatriotas emigrantes que recrean el país en tierras lejanas echando mano principalmente de su memoria e imaginación. Precisamente han sido los antropólogos, y más recientemente los historiadores de las mentalidades, quienes nos han enseñado que aquello de lo que somos menos conscientes es a la larga lo que nos marca más profundamente, para bien o para mal.

Sin embargo, el ser humano tiene el poder de hacerse cargo de esos condicionamientos culturales, de idear espacios desde donde incidir en esa acumulación en tanto que sujetos libres, racionales, pero también creativos. Aquí es donde entran en juego ciertos espacios culturales que se han instituido en las sociedades modernas, tales como las ciencias y las artes. Las ciencias encarnan el principio de la razón en la aspiración de un sujeto impersonal que trasciende las limitaciones de los sentidos y las necesidades de sobrevivencia más inmediatas. Las artes, por su parte, son el opuesto complementario, al convertirse en el espacio en que nos afirmamos como sujetos libres capaces de alcanzar otra dimensión de la verdad por los sentidos y la imaginación.

Creo que nadie, en su sano juicio, se atrevería a poner en duda la importancia de las ciencias y la necesidad de su fomento, aun cuando en muchos casos en nuestro país no reciben la atención y recursos que deberían. Otra es la realidad del arte. Con frecuencia lo asociamos al lujo, a la decoración, a una libertad que nos cierra la puerta la necesidad que pareciera definir nuestra condición nacional. Esta percepción deriva de una percepción errada del arte. De creer que se este se refiere a cierto tipo de obras excelsas, de consumo minoritario. Esto es lo que en cierto sentido heredamos del modelo neoclásico de las llamadas Bellas Artes, que eran el cultivo de ciertas habilidades y destrezas que habilitaban a una minoría a cumplir su papel de dirección sobre el resto de la colectividad, que permanecía excluida del protagonismo social. Esto parece claramente incompatible con la democracia. Y no es casualidad que, en muchas ocasiones, para bien o para mal, se haya definido al arte como la aristocracia del espíritu.

En realidad, el arte moderno —la concepción que rompe con los modelos clásicos como resultado del impacto de las grandes revoluciones democráticas de los siglos XVIII y XIX sobre el espíritu humano— tiene una radicalidad que no ha sido suficientemente apreciada (Rancière, 2002). Tomemos como ejemplo una institución que es a menudo denostada como elitista, pero que en los últimos años parece indisolublemente ligada a todas las aspiraciones de políticas culturales democráticas. Me refiero al museo. El museo, tal como lo conocemos, tiene su origen en un suceso histórico muy preciso: cuando las colecciones privadas de los reyes se abren al pueblo luego de la Revolución francesa (Rancière J., Aisthesis: Scènes du régime esthétique de l’art, 2011). Esta es la historia del Museo del Louvre, hoy vista por algunos como la catedral excelsa de una alta cultura europea ajena a las experiencias de los seres humanos de carne y hueso de hoy. Pero comprender este gesto fundacional olvidado es trascendental para replantearse una política cultural democrática. En primer lugar, lo que la historia del Louvre nos cuenta es la afirmación del pueblo como autor y destinatario último de las grandes creaciones de la humanidad. Estas ya no son propiedad para el disfrute exclusivo de los poderosos, nos pertenecen a todos. En segundo lugar, las piezas del museo se disponen para ser contempladas de una manera distinta, ya no como expresión del esplendor de los poderosos o como manifestaciones de ideas morales o religiosas en base a preceptivas. Las piezas del museo son testimonio del trabajo colectivo de generaciones anteriores que se muestran para que el público las goce estéticamente, a un nuevo tipo de inteligencia. Su contemplación nos invita a reencontrarnos con las energías capaces de devolvernos nuestros poderes creativos en la imaginación y fabricación de un mundo nuevo.

El museo y el arte moderno inauguran así un espacio democrático de sensibilidad, donde lo fundamental ya no es el pensamiento identificado exclusivamente a la razón, sino un nuevo tipo de pensamiento: la estética, donde se abre la posibilidad de acceso a la verdad por la vía de la sensibilidad, por estar dotados de imaginación, que es el nombre que recibe esta facultad de ligar pensamiento y sensación. Fue una propuesta, de hecho, revolucionaria en su tiempo. Recordemos que una de las principales justificaciones para naturalizar la desigualdad y justificar la dominación de unos sobre otros era —y, en buena medida, sigue siendo— la jerarquía entre personas de razón (los hombres de razón) y personas de sensibilidad (las mujeres, los niños, los trabajadores incultos) (Rancière J., “La revolución estética y sus resultados”, 2002).

El arte o, mejor dicho, lo estético así considerado excede con mucho las Bellas Artes. Abarca así otra serie de expresiones culturales que tienen que ver con este ejercicio libre de la sensibilidad y la imaginación. El espacio donde el pueblo es el máximo creador y destinatario del hacer colectivo. En este sentido, la cultura como ámbito de innovación y creatividad no puede dejar de ser “estética”. Y así debe ser entendida cuando recibe el apoyo y la protección del Estado.

Tal como están organizadas nuestras sociedades, estos espacios no cuentan con las mejores condiciones para existir. En las sociedades modernas se favorece preferentemente lo que es redituable en términos de utilidad monetaria o política. Es por eso que la dimensión de la cultura, como ese espacio de encuentro del ser humano con sus energías creativas, necesita de la intervención pública. Y esto debe ser así no para que el Estado la asuma o monopolice, sino para que garantice a los ciudadanos los espacios y herramientas que les permitan convertirse en agentes culturales plenos en un proceso de diálogo e intercambio permanente.

Reflexiones

El fomento de la cultura ha tenido resultados positivos en otras partes del mundo. En un sentido más pragmático, podemos decir, con George Yúdice, que la cultura se ha convertido en un “recurso”, pues es generadora de valor político y económico (Yúdice, 2002). El creciente peso de industrias culturales como el turismo afirma esta tendencia y la utilidad de una política cultural. Pero las políticas culturales deben tener una meta más ambiciosa. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura afirma que la cultura no es un lujo sino un derecho humano, porque es fundamental en la formación de una ciudadanía libre, creativa y emprendedora, pero también con un sentido fuerte de solidaridad y responsabilidad colectiva, capaz de asumir plenamente el reto de su futuro.

En este sentido, soy bastante escéptico del abuso en que se incurre en la actualidad del concepto industria cultural y de la implícita identificación de lo cultural con lo mercantil.

Hay quienes abogan hoy en día por apoyar las industrias culturales, por el mero hecho de ser “industrias”. Yo creo que es importante justificar su dimensión “cultural”, es decir, que promueven ese espacio de libertad del que venimos hablando, donde los seres humanos ponen en juego sus poderes creativos en la tarea de renovar los sentidos sociales para imaginar y crear un mundo mejor. Esto es algo que realizan los espacios conocidos tradicionalmente como las artes, pero también, y en no menor grado, toda una gama de expresiones culturales populares, que no se valoran desde las preceptivas clasicistas (y clasistas) de las Bellas Artes.

Es hora de hacer valer la cultura como derecho humano fundamental y, con ello, crear un espacio en la sociedad para el despliegue de la potencia creativa del ser humano. En la cultura está contenida nuestra capacidad de visualizar y construir futuro para nuestro país. Este es el gran reto pendiente. La existencia de políticas culturales sólidas y bien articuladas a un proyecto de país es indicador de la importancia que un país le asigna a su población como protagonista de su propia historia. La cultura debe ser, pues, nuestra gran obra de creación colectiva.

Referencias

Castoriadis, C. (2006). Una sociedad a la deriva. Entrevistas y debates, 84, (1974-1997).

Markus, G. (1994). The society of culture: the constitution of modernity. Londres y Nueva York: Routledge.

Markus, G. (2011). Culture: The Making and the Make-Up of a Concept. An Essay in Historical Semantics. Culture, science, society: the constitution of cultural modernity, 305-333.

Rancière, J. (2002). La revolución estética y sus resultados. New Left Review (edición en español), 118-134.

Rancière, J. (2011). Aisthesis: Scènes du régime esthétique de l’art. París: Galilée.

Yúdice, G. (2002). La cultura como recurso: usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.

Notas de autor

1 Profesor del Departamento de Comunicaciones y Cultura de la UCA. Es Licenciado en Letras por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Se graduó de máster y doctorado en la Universidad de Minnesota, EE. UU. Ha sido profesor visitante en la Universidad de Nebraska en Lincoln, Universidad de California Davis, Universidad de Richmond, Universidad Rafael Landívar de Guatemala, Universidad de Costa Rica y Universidad de Chile. Fue director de la revista Cultura, del Consejo Nacional para la Cultura y el Arte de El Salvador. Es autor de los libros Arte y parte (2001) y Como niños de un planeta extraño (2012). En 1999, preparó la edición de la narrativa completa de Salarrué. Correo electrónico: rroque@uca.edu.sv.

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